lunes, 28 de diciembre de 2015

La estrella verde

LA ESTRELLA VERDE

Manuel G. Sesma

Saint-Maurice d´Ibie, 1941

- ¿Qué le parecen estas fotos...?
-  ¡Magníficas! ¡Estupendas! ¿Pero quién es esta niña tan deliciosa..?
-  Mi hija.
- ¿Su hija..? ¡Caray!, González: le felicito. No sabía que tuviera V. una hija. Y menos, una chiquilla tan encantadora. Por cierto que, si ella es, en realidad, tan bonita, tan simpática y tan vivaracha como aparece en estos retratos, no tiene V. más que presentarla en una agencia de la Paramount o de la Ufa y ya ha hecho V. su fortuna. Ahora que Shirley Temple acaba de ser licenciada como "star" infantil, la ocasión no puede ser más propicia......     Fernando González Guardiola sonrió con satisfacción, acentuando los rasgos salientes de su rostro alargado y anguloso: una boca grande, unos pómulos abultados y unos ojos un poco tiernos o blandos. En sus pupilas claras, cabrilleaban, al escucharme, el orgullo y la dicha paternales. Porque, desde luego, González era el primer convencido de la gracia extraordinaria de la criatura. Es verdad que, para un padre, no hay hija fea, pues el amor paternal es como un prisma que descompone la luz más pálida en una bella policromía. Pero, en el caso de mi compañero, no se trataba de una simple ilusión de padre, sino de una realidad patente e innegable, pues, su hija era, en efecto, una verdadera preciosidad.
- "Mon Dieu, qu´elle est mignonne!".(¡Dios mío, qué linda es!) - exclamaban boquiabiertas las "dames" y las "demoiselles" de Saint-Maurice d´Ibie, al examinar las fotografías de la niña. Y tenían razón, pues, con su tipito estilizado, su nariz chatilla, sus ojillos negros chispeantes e ingenuos, su graciosa boquita, en la que estallaba una eterna sonrisa, y sus dos trencitas finas y cortas, ora adornando su cabecita, como una diadema, ora cayendo graciosamente sobre sus hombros, como dos orlas, la hija de mi compañero constituía una encarnación viviente de la gracia infantil femenina. Era sencillamente una infantita de maravilla. De ordinario, en presencia de una bonita nena, exclamamos entusiasmados: ¡Qué linda muñequita! Pues bien, a la vista de la hija de González, a ninguno se le ocurría este comentario. ¿ Por qué...? Porque una muñeca representa algo infantil y bello, pero inerte, por no decir, muerto. Es lo más corriente; y cabalmente el rasgo predominante y el secreto del atractivo irresistible que tenía aquella niña deliciosa lo constituía la sensación que daba de vitalidad. Sus facciones delicadas, sin ser, ni mucho menos, incorrectas, tampoco eran de una perfección absoluta; pero, en cambio, si que eran poco corrientes el resplandor, la animación y la alegría que irradiaba toda su encantadora personilla. Sus ojillos parecían dotados de fuerza magnética; sus mejillas eran una eclosión de clavelinas; y su boquita fresca entonaba sin palabras, un vibrante himno a la vida. Vibración: he aquí la palabra exacta para  designar el efecto que producía aquella  chiquilla. Vibración  de la carne en flor y del alma en formación. Por otra parte, la hija de González era extraordinariamente fotogénica. En todos los retratos, salía estupendamente. Su padre guardaba, como oro en paño, una numerosa colección de ellos y realmente era difícil determinar cuál era el mejor. En Sabadell, donde vivía, a la sazón, la niña con su madre, constituía la debilidad de los fotógrafos, y uno de ellos le había hecho una magnífica ampliación, para exponerla en el escaparate de su tienda. Diana -que así se llamaba la chiquilla- tenía, a la sazón, cinco años cumplidos. Su padre, expatriado en Francia, desde 1939, es decir, desde la terminación de la Guerra civil no la veía, desde hacia dos años y pico. Cerca de mil días sin poder ver a una niña tan hechicera que, por añadidura, era hija única, debían constituir para mi camarada una terrible pesadilla; y en efecto, la constituían. Bajo su serenidad y calma aparentes, el pobre González ocultaba discretamente un tremendo drama. Eso sí, muy discretamente, pues jamás aludía a él. Era muy prudente y reservado, y tenía el pudor de su dolor. Pero yo lo adiviné. He aquí cómo.





Pero antes, situemos un poco, en el tiempo y en el espacio, la acción de este relato. Saint-Maurice d´Ibie es un pequeño pueblo del departamento del Ardèche, situado al S. E. de Francia. La "commune" o municipio comprende dicha localidad y la aldea de Salelles, que está a unos tres kilómetros de distancia de aquélla. En 1941, Saint-Maurice d´Ibie solo tenía 147 habitantes; y Les Salelles, 53. Unos y otros eran pequeños propietarios campesinos, laboriosos, excelentes personas y nada incultos. Entre ellos no había analfabetos. Leían la prensa diaria, escuchaban la radio y estaban al corriente de lo que pasaba en el mundo, aunque la censura oficial ocultase o deformase muchas noticias. Incluso tenían unas bibliotecas circulantes de las que nos servimos algunos españoles. Un detalle curioso: los vecinos de Saint-Maurice d´lbie eran casi todos católicos; y los de Salelles, en su mayoría, protestantes; pero se respetaban mutuamente y mantenían buenas relaciones, como gentes verdaderamente civilizadas. Cuando moría alguno, acudían a su entierro todos: católicos y protestantes. En el otoño de 1940, vino a instalarse en dicha "commune" el 160 Grupo de Trabajadores Españoles, formado por compatriotas, reclutados forzosamente por las autoridades francesas, en el campo de concentración de Argelès-sur-Mer (departamento de los Pirineos Orientales). Entre ellos, se encontraba el autor de estas líneas. Al principio, solo éramos unos 200; pero en mayo de 1941, la policía del Gobierno de Vichy, controlada por los ocupantes alemanes, hizo una razzia en los arrabales de Marsella e incorporó a nuestro Grupo unos 150 individuos más de diferentes nacionalidades (griegos, armenios, rusos blancos, etc.); y entre ellos, unas tres docenas de judíos, algunos de los cuales eran comerciantes ricos, los que fueron arrancados de sus establecimientos con lo puesto: tal como estaban. Los infelices hijos de Israel no duraron en el Grupo mucho tiempo, pues un día se presentaron en él unos agentes de la Gestapo y se los llevaron hacia el Este de Europa. Lo más probable es que fueran a parar, como millones de su raza, a los hornos crematorios que tenían los nazis, en varios campos de concentración de Checoslovaquia y Polonia. Yo lo sentí sinceramente por todos; pero, especialmente, por Elías Schatberger, un viejo cultísimo, amigo mío, que hacía la limpieza del "bureau" y que había sido apoderado de la principal Compañía de Seguros de Viena, antes de que Austria hubiera sido invadida por Hitler.



Los trabajos del 160 Grupo de Trabajadores Españoles consistían en cortar árboles y hacer leña y carbón vegetal para la XI Conservación de Aguas y Bosques (Eaux et Fôrets) del Estado francés. La labor era dura, pero lo peor eran las circunstancias penosas en que se realizaba, pues el tajo estaba a 3´5 kilómetros de distancia de los barracones del alojamiento, con un declive de 100 metros de altura, y había que recorrerlo a pie, a la ida y a la vuelta. Por supuesto, se salía y se volvía del "chantier" o tajo, casi de noche; sobre todo, en el otoño y en el invierno, que eran muy fríos. Por otra parte, la comida era la siguiente: 315 gramos de pan al día; una tacita de café, como desayuno; y dos sardinas arenques, como almuerzo o "casse-croûte", hacia media mañana. Al mediodía, unos pocos macarrones, cocidos sin grasa; un cazo de zanahorias, con mucha agua; un vasito de vino, un minúsculo quesito y, a veces, un trocito de carne. Por la noche, análogo banquete… Con tal esfuerzo alimenticio, había que cortar tres o cuatro estéreos de leña diarios por individuo, cargar o descargar cinco o seis carretadas y hacer y arrojar cien fajos por el cable. Ni que decir tiene que "Eaux et Fôrets" se aprovechaba de lo lindo, de la triste situación de larvada esclavitud de los trabajadores, pagándoles menos de la mitad que las empresas similares de explotación forestal. Por ejemplo, éstas últimas daban a los destajistas 50 francos por cada estéreo que cortaban de leña; y 90 francos, a los jornaleros ordinarios. Pues bien, “Eaux et Fôrets” pagaba a los primeros 24 francos por estéreo; y a los segundos, 32 francos diarios. Afortunadamente, yo no pasé por semejante calvario, pues, aunque viví algunos meses en Les Salelles, mal comido, vestido y alojado, y empleado asimismo en rudas faenas, con la primera expedición de españoles que vinimos de Argelès, a realizar los trabajos previos para la instalación del Grupo, cuando llegó el grueso de éste, pasé al "bureau" de la Jefatura francesa, instalado en Saint-Maurice d´Ibie, donde la vida era más llevadera. Allí comencé a trabajar con Fernando González Guardiola y con otro Catalán de Lérida: Bartolomé Cabré Fiol, muerto heroicamente en 1944, luchando contra los nazis, en el "maquis" del Ardèche, como comandante de F. F. I. (Fuerzas Francesas del Interior). Hacia mediados de junio de 1941, González, Cabré y media docena más de compatriotas alquilamos, por un precio simbólico, una modesta casita deshabitada, en las afueras del pueblo. Conchita Andreu, una joven linda y hacendosa, casada con un compañero: Rafael Gil, nos servía admirablemente de ama de casa. Yo dormía en el mismo cuarto que González, con otros dos compañeros. En él, había un viejo armario de nogal, con varios estantes, en los que guardábamos nuestros pobres efectos. Desde el primer día, comenzó a llamarme la atención, en el estante de González, una chapa pentagonal de aluminio, colocada debajo de un paquetito, que contenía brocas y limas. Inscrita en el pentágono, pero sin terminar todavía, se veía una estrella en relieve. ¿Qué significaba aquella extraña placa..? ¿Qué trabajo estaba realizando mi compañero...?
Saint-Maurice d´Ibie era un pueblo ordinariamente aburrido, como casi todos los pueblos pequeños; pero se animaba extraordinariamente los días festivos, en que llegaban los compañeros de los montes de Salelles y llenaban las calles y los tres cafetines que había en el lugar: el Café de la France, el de Mr. Ozil y el de Mr. Arsac. El preferido por los bullangueros era el de Ozil, servido por una guapa moza, llamada Juliette, hija del dueño, la cual simpatizaba mucho con los españoles. También simpatizaban los otros establecimientos, pero en ellos había más seriedad. "Chez Juliette", se bebía, se fumaba, se discutía, se jugaba al mus o al dominó y se organizaban sesiones de canciones españolas, acompañadas, a menudo, por el violín de Mateo o el saxofón de Miguel Franch. En éstas, se hacían aplaudir, sobre todo, Guillermo Vaquero, un chaval del Puente de Vallecas, que cantaba fandanguillos y milongas; Cerezo, a quien llamaban irónicamente "La Voz de Oro", especializado en tangos argentinos; Tajes, un norteño, que cantaba aires asturianos y gallegos; Perico Izquierdo, un aragonés, que se arrancaba por jotas, etc. Los demás extranjeros no eran tan bulliciosos, aunque tampoco faltaban tipos pintorescos, como un griego de Andrinópolis, en la Turquía europea, llamado Evangelos Ditpsis y apodado "Moustache", por su enorme bigotazo. Cuando se cargaba bien de morapio -lo que le ocurría con frecuencia-, canturreaba, a solas, unas melopeas turcas, tan tristes  como monótonas, capaces de adormecer a un hospital entero de niños de baja edad, atacados de sarampión. Pero no todos frecuentábamos aquellos lugares de bulliciosa consolación, y Fernando González era uno de ellos. Sin duda, se consolaba de otra madera. ¿Cómo…? Lo descubrí casualmente, una tarde de domingo, pues, habiendo bajado a buscar una sierra a la Carpintería del Grupo, que estaba instalada en la bodega de nuestra casa, lo sorprendí trabajando, en su misteriosa chapa de aluminio. No le pregunté nada. Me contuve. Soy algo curioso, pero lo sé disimular. Prefiero enterarme indirectamente; y en los días sucesivos, observé cómo iban apareciendo, poco a poco, entre las puntas de la estrella unas misteriosas letras. Por fin, un día, a finales del verano, aprovechando la ausencia de mi camarada, examiné un momento su artefacto y leí con gran sorpresa: DIANA. ¡ Diana ! ¡ El nombre de su hija! ¡Qué revelación! Resulta que mi camarada se pasaba las horas y los días de fiesta, cincelando pacientemente en el metal el nombre de su hija adorada. Precisamente, por aquellas fechas, andaba González terriblemente preocupado. Cabré me lo hizo observar, un poco intrigado.
-¿Te  has  fijado  en  González...?  Le  hablas  y  no  te contesta.  No se da cuenta. Anda como ensimismado. Hace tiempo que le pasa algo grave. Sin duda, asuntos familiares.  La mujer y la hija lo van a volver loco. No me extrañaría que, el  día   menos  pensado, sin consecuencias, nos  sorprenda con la noticia de que regresa a España. En efecto, nuestro  discreto  compañero debía atravesar aquellos días, una crisis moral de las que dejan huellas físicas. Se le veía enflaquecer. El que dormía ordinariamente como un leño, me confesaba, por las mañanas, que no había podido pegar un ojo, en toda la noche. Sin duda, aquella niña seductora le robaba el sueño; y el apetito; y el humor; y hasta la noción del tiempo y del espacio. Era un caso patético de embrujamiento. Verdaderamente aquella linda nena era una peligrosa hechicera. Con todo, al cabo de algún tiempo, pareció haber vencido la crisis, pues era un hombre entero e inteligente. Pero no modificó su género de vida. Siguió sin ir a los cafés y encerrándose solitariamente en la carpintería, los dias de fiesta. Me supuse que continuaba pacientemente su misterioso trabajo. Por fin, una tarde, lo sorprendí en nuestra habitación, de pie, sobre una cama, y con una máquina fotográfica en la mano. Por supuesto, no era suya, sino prestada por un vecino del pueblo, y con ella, se disponía a fotografiar su famosa obra, que acababa determinar. La tenía depositada sobre una mesa, y he aquí sus detalles. La estrella estaba pintada de verde y suspendida entre dos pequeños soportes verticales de aluminio. A su vez, éstos estaban sujetos, por la base, a una pequeña plataforma cuadrangular de nogal, barnizada, que llevaba encima una concha marina. Finalmente, en el centro de la estrella, campeaba un pequeño retrato circular: el de su mujer; y entre las puntas, el nombre en relieve de la hija. Esta vez, no pude contener mi curiosidad y le pedí explicaciones. Pues bien, la obra era sencillamente un cenicero. ¿Sencillamente...? ¡Caramba! Yo no sé si mi camarada, que en España había sido un modesto pintor de coches, había oído hablar del surrealismo; pero aquel singular cenicero era ni más ni menos que una obra de arte surrealista: una obra que traducía simbólicamente las preocupaciones fundamentales de su subconsciente. Desde luego, ni el nombre da la hija ni el retrato de su mujer necesitaban aclaraciones de ningún género. Tampoco necesitaba de ellas la concha marina, recogida, en 1939, en la playa del campo de concentración de Barcarès, y que constituía el cenicero propiamente dicho. Pero la estrella, la estrella... ¿qué demonios significaba aquella estrella pintada de verde..? González me lo explicó. La estrella verde es el emblema de los esperantistas. ¡Acabáramos! Mi compañero era, en efecto, un esperantista entusiasta. En Saint-Maurice d´lbie, recibía una curiosa revista, tirada en multicopista y titulada COMPRENDRE -Bulletin périodique du Cercle Espérantiste Universitaire de Lyon" (COMPRENDER - Boletín periódico del Circulo Esperantista Universitario de Lyon). Lo dirigía una mujer: Madame Blondel.
- Pues bien, González tenía, por lo menos, la fe esperantista de Madame Blondel. Aún me parece verlo, todas las tardes, durante el verano de 1940, en el campo de concentración de Argelès-sur-Mer, rodeado de una media docena de compatriotas a los que enseñaba gratuitamente el idioma del Dr. ruso Luis Lázaro Zamenhof. La clase era pintoresca: un marino gallego, un minero asturiano, tres campesinos andaluces y un albañil catalán. El material no lo era menos: una mesita enana, hecha con cuatro tablas; una vieja gramática de esperanto en francés, prestada por un ex-combatiente italiano de la Brigada Garibaldi; un pequeño vocabulario o "Llave del esperanto", perteneciente al marino gallego; y cartones de cajas de pasta para sopas y papeles de envolver paquetes de tabaco, para escribir en ellos al dictado...! Con todo, no era el esperanto la única preocupación de González por esta época, puesto que ya tenía "in mente" otra más grave: su obra de arte surrealista. Pero entonces estaba todavía en los trabajos preliminares de la misma; a saber, la fundición de dos cantimploras y de dos vasos de campaña que le hicieron, en un alto horno en miniatura, unos camaradas austriacos de las brigadas Internacionales; y a continuación, el vaciado de la chapa de aluminio, que empezó él mismo, con una lima y unos destornilladores, que le dejaron otros compañeros. Pero tuvo que devolver estas herramientas, al salir al campo de Argelès, encuadrado en el 160 Grupo de Trabajadores Españoles. Entonces, con el primer dinero que ganó en el Grupo, compró, en la cercana ciudad de Villeneuve-de-Berg, dos hojas de sierra, dos brocas y un juego de limas de cerrajero. Y con estos flamantes útiles, consiguió, al fin, terminar su obra, en el otoño de 1941; es decir, un año más tarde. Casi nada: ¡doce meses de trabajo paciente, para construir un modesto cenicero..! ¿No era verdaderamente un récord de paciencia...? Sin duda; y también de un sentimiento más delicado: de amor. Porque aquella larga y curiosa tarea no era precisamente un ejercicio del ingenio y de la paciencia de un artesano, sino del cariño y de la solicitud de un padre y de un esposo ejemplar. No era una manera como otra cualquiera de pasar el tiempo, sino de pasarlo precisamente en continuo y secreto coloquio con los seres queridos y ausentes, que ocupaban constantemente su pensamiento. Por eso hizo tal vez con inconsciencia, una obra altamente simbólica: un cenicero; es decir, un recipiente de nácar, para recoger las cenizas de todas aquellas horas de amargura, quemadas silenciosamente en el destierro, con el corazón clavado en aquella estrella, símbolo de otra lengua universal que, antes y después de Zamenjof, ha hablado y habla elocuentemente la humanidad entera: la del amor paternal.
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En  las  Navidades  de  1941, González hubo  de  abandonar Saint-Maurice d´Ibie, por haber sido trasladado al 133 Grupo de Trabajadores Españoles. Yo sentí cordialmente esta  separación, por  tratarse  de  un excelente  amigo  y compañero. Hasta aquel momento, habíamos vivido en familia: su pobre cubierto, junto al mío; y su humilde catre, detrás del mío. Entre los dos, González había colocado, hacía algunos meses, un magnífico retrato de Dianita. Y naturalmente, al ser trasladado a otro lugar, se lo llevó consigo. La partida de mi camarada, una mañana fría de enero, me heló el alma. Más fue, sobre todo, por la noche, al meterme en la cama, cuando sentí plegarse sobre mi corazón las alas de la melancolía y de la tristeza. ¿Por qué...? Miré instintivamente hacia el sitio que había ocupado hasta aquel día el retrato de la encantadora hija de González y... caí en la cuenta.

Del frío firmamento de mi destierro, había desaparecido una linda estrella.


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