Artículos publicados en la Revista Euzko Deya (México)
por Manuel García Sesma
Junio 1959
Junio 1949
El arte francés en Nabarra
I
Un hecho
importantísimo en la Historia del Arte Español es la influencia preponderante
ejercida sobre él en diferentes épocas por las corrientes artísticas venidas de
Francia, sobre todo en los siglos XI, XII, XIII, XVIII y XIX. El
tema no ha sido todavía bien estudiado en España y sin embargo merecería serlo. Aunque
solo fuera para poner en su punto las exageraciones de algunos erúditos
franceses que, como Emile Bertaux, Louis Réau, Emile Male y algunos otros, han
estudiado minuciosamente, pero también con un poco de apasionamiento
nacionalista, la historia de la expansión del arte de su país en Europa y
América.
De todos modos es
incontestable que el arte francés penetró y se impuso en todos los reinos cristianos
peninsulares, a lo largo de la Edad Media.
Los monjes franceses del Cluny y del Císter fueron principalmente los
que se encargaron de propagarlo.
Llamados sucesivamente a la Península para reformar la decadente Iglesia
española, su influencia artística tuvo originariamente una motivación
religiosa. Sin embargo, la penetración
del Arte francés en Navarra se explica sobre todo por la situación geográfica y
las vicisitudes políticas del pequeño reino vascón. Baste recordar que la región navarra, fronteriza
de Francia y hasta prolongada más allá de los Pirineos por la Navarra francesa,
estuvo más o menos ligada a Francia, cerca de un siglo, durante la época
carolingia.
Conquistada en buena parte
por Carlomagno hacia 778, su independencia no fue reconocida de derecho hasta
la dieta de Tribur 887, bien que de hecho hubiese sido ya lograda desde medio
siglo antes. Más tarde, transformada en
monarquía independiente, nos encontramos con el hecho curioso de que casi la
mitad de sus reyes fueron príncipes franceses u originarios de Francia, ya que
la Corona de Navarra pasó sucesivamente a la Casa de Champagne en 1234; a los
Capetos en 1285; a la Casa de Evreux en 1328; a la de Foix en 1479 y a la de
Albret en 1484. Con tales antecedentes,
a nadie puede extrañar que la influencia francesa en Navarra fuera enorme en
todos los órdenes: el político, el administrativo, el religioso, el artístico,
etc.
En el siglo XIV, el
afrancesamiento de la Corte navarra llegó a ser tan grande que la mayor parte
de los inventarios y escrituras, conservados en los Archivos de Pamplona, y
pertenecientes a esta época, están redactados en francés.
Limitándonos al terreno
artístico, empecemos por anotar que la joya más valiosa de Navarra, según dice
con un poco de exageración V. Juaristi, es seguramente francesa. Se trata del famoso retablo esmaltado de San
Miguel in Excelsis, conocido vulgarmente por el Retablo de Aralar. Es verdad que Gómez Moreno, Kinsley Porter y
algunos otros arqueólogos han sostenido su procedencia española, haciendo
remontar su ejecución al siglo XI; pero todos los indicios inducen a concluir,
como hace Juaristi, que este retablo vino de Limoges y que su antigüedad solo
alcanza a las postrimerías del siglo XII o principios del XIII. Por de pronto, es muy poco probable que en el
siglo XI hubiera en la Península esmaltadores de tanta habilidad, puesto que
las obras españolas esmaltadas de esta época, como, por ejemplo, las famosas
cruces de Burgos, son bastante toscas.
Por otra parte, los medallones o placas circulares esmaltadas del
Retablo de Aralar tienen un sospechoso parentesco con ciertos medallones
esculpidos de la célebre iglesia francesa de la Magadalena de Vezelay. Sus temas son idénticos: luchas de hombres con
monstruos. En uno de los rosetones franceses,
el hombre es un caballero con loriga de mallas que hunde su espada en la bestia
mientras ésta le muerde en el cuello; y en uno del os medallones navarros, el
hombre está desnudo, y la bestia, con cabeza de ave y cuernos de caracol, le
muerde en el mismo brazo que hunde la espada en el cuello del monstruo. (Véase
"El Retabvlo de Aralar" por V. Juaristi en la revista "Príncipe
de Viana", nº XXVIII; Pamplona, 1947).
Una parte de las Vírgenes
navarras más veneradas todavía en nuestros días y que datan sin discusión de la
Edad Media, son también originarias de Francia
o por lo menos, fueron labradas de acuerdo con los cánones y los modelos
de la imaginería francesa de la época.
Tal ocurre, por ejemplo, con la célebre imagen de Nuestra Señora de Roncesvalles,
una de las figuras más nobles que ha producido el arte gótico. Se trata de una estatua de madera, recubierta
de una chapa de plata, como la Sainte-Foy de Conques. La Virgen aparece sentada
y el Niño, tratando de mantenerse en pie sobre sus rodillas. Uno y Otra se contemplan sonrientes, absortos
en si mismos: actitud poco corriente en esta clase de grupos medievales que
representan habitualmente a la Madre mostrando al pueblo a su Divino Hijo. Sobre la base de la estatua una inscripción
bastante mutilada reza: "ID FIERI
THOLE AD HO...", lo que indica que fue labrada en un taller de Tolosa,
bien a fines del siglo XIII o a principios del XIV.
Francesa era asimismo la
famosa Virgen de Huarte-Araquil, desaparecida a comienzos del presente siglo y
que solo conocemos ahora por fotografía.
La hizo traer de París en 1349 un comerciante de Pamplona, llamado
Martín, el cual la regaló a su pueblo natal, Huarte-Araquil. Según el distinguido arqueólogo francés Emile
Bertaux, se trataba de una de las obras más delicadas del antiguo arte francés
y de unos de los documentos más auténticos de su historia. (Véase
"La sculpture chétienne en Espagne" en "L´Histoire de
l´Art", de Michel, II, I).
De factura francesa, cuando
menos - si no ya de origén francés, lo que es más incierto - son igualmente las
viejas imágenes de Nuestra Señora de Ujué, de Irache, de Pamplona, de la Oliva,
de Eunate y de Sanguesa. Louis Réau ha
observado a este propósito que la mayor parte de las Vírgenes de origen francés
llevan al Niño Jesús sobre el brazo izquierdo, mientras que las españolas lo
sostienen con el derecho. (Véase su
"Histoire de l´expansion de l´Art français"). Pues bien, todas las imágenes citadas llevan al
Niño en el brazo izquierdo o lo descansa en su regazo pero ninguna lo sostiene
en el brazo derecho. Por otra parte,
todas ellas datan de la época en que las sedes episcopales de Navarra dependían
de la metropolitana francesa de Ausch
o de los tiempos en que las órdenes monásticas francesas del Cluny o del Císter
ejercían en Navarra una especie de hegemonía religiosa.
Nuestra Señora de Irache -
sedente, de 1 metro de altura y de madera chapada de plata - data probablemente
de fines del siglo XII o de principios del XIII, apoya al Niño Jesús sobre su
brazo izquierdo y tiene una manzana en su mano derecha. Nuestra Señora de La Oliva data con toda
seguridad del siglo XII, época en la que fue construido su famoso monasterio
cisterciense. Está de pie, sostiene
también al Niño sobre su brazo izquierdo y tioene en la mano derecha un ramo de
oliva.
Nuestra Señora de Ujué,
regalo de la reina Doña Sancha, es de madera chapada de plata, mide 0´91 m. y
tiene las manos abiertas, presentando una manzana entre los dedos pulgar e
índice de la derecha. En cuanto al Niño,
está colocado en el regazo de la Madre, con la diestra levantada en actitud de
bendecir y ostentando el libro de la Nueva Ley en la mano izquierda. El nombre de Ujué es una corrupción de Ursua que en vascuence significa
paloma, pues, según la leyenda, la Virgen de Ujué fue hallada por un
pastorcillo en una cueva de las alturas del primitivo santuario, gracias a las
indicaciones de una paloma.
Coetánea de la Virgen de
Ujué es probablemente la de Eunate que tiene con ella un evidente parentesco
artístico, así como la Virgen del retablo de Santa María la Real de Sangüesa
evoca a Nuestra Señora de Roncesvalles.
En fin, por lo que hace a
Nuestra Señora de Pamplona, es inadmisible que se remonte a los tiempos
apostólicos, como pretende una piadosa tradición; pero es posible que date de fines del siglo IX o de
principios del X, sobre todo, si es cierto, como se dice, que el Obispo y los
canónigos de Pamplona, huyendo de los musulmanes - probablemente cuando
Abderraman III entró triunfante en la capital navarra y asoló toda la comarca
en 924 -, se llevaron consigo dicha imagen al monasterio de Leyre, donde estuvo
cerca de 200 años, hasta que fue devuelta a Pamplona, al ser restaurada la
diócesis en el año 1086.
EL ARTE FRANCÉS EN NABARRA
La obra capital del Arte
francés en Nabarra es, sin duda alguna, el claustro de la Catedral de Pamplona.
Fue comenzado en la primera mitad del siglo XIV, por un Obispo de origen
francés: Arnold de Barbazán, y bajo el reinado de un príncipe Fr. Philippe d´Evreux, siendo acabado hacia
el final de la misma centuria, por otro príncipe francés: Carlos III el Noble,
nacido en Nantes y educado en París. Hay en él dos especificaciones distintas
del gótico, correspondientes a las diversas épocas de construcción, pero sin
salirse del más puro arte ojival. Emile Bertaux escribe que “es el más rico de todos los claustros del
siglo XIV y un puro monumento de arte francés, sin cruzamiento apreciable con
el arte local. Ninguno de los claustros conservados en Francia –añade- puede
rivalizar, en lo que se refiere a la abundancia y a la delicadeza de la
decoración escultórica, con este claustro y con las puertas magnificas que se
abren sobre sus diferentes fachadas” (La sculpture du XIVe en Espagne,
Histoire de l´Art” - Michel, II, 2, ch. VII.)
El claustro de la Catedral de
Pamplona consta de cuatro alas de 144 pies de longitud y 18 y medio de anchura,
las cuales circundan un Jardín, adornado de arbustos y flores, con un pozo en
el centro. La parte que da al jardín está formada en cada ala por seis arcos
ojivales de 18 pies de abertura, que están sostenidos por dos haces de
columnas, cada una de las cuales se compone de tres esbeltas columnitas que
soportan los graciosos calados de la entre-ojiva. En la pared del lado opuesto
se ven ocho arcos iguales empotrados en la tapia, conteniendo en sus centros
los cuadros de un Vía-Crucis. La puerta que da salida al claustro desde la
iglesia, es de lo más hermoso en su género: consta de un arco ojival de las
mismas dimensiones, teniendo en su archivolta doce estatuillas en doseletes y
otros muchos adornos. Su entre-ojiva está cerrada y en ella se ve el tránsito
de Nuestra Señora, representado en figuras de relieve de tamaño natural: el
Eterno desciende entre Ángeles a recibirla, mientras que los Apóstoles rodean
su lecho llorando. Divide la puerta un pilar del que sale una columna octógona
de unos seis pies de alta sobre la que se ve la bella imagen de la Virgen del
Amparo con el Niño en brazos.
Sobre la fachada oriental del
claustro se abre la gran capilla gótica, apellidada la “Barbazana”, porque fue
construida por el Obispo Arnold de Barbazán que rigió la diócesis de Pamplona
durante 38 años, a partir de 1318. Tiene tres altares, guardando además del monumento
sepulcral del obispo con su estatua yacente de tamaño natural. La puerta de la
Barbazana está decorada con dos estatuas de San Pedro y de San Pablo, en las
que la rudeza de los rostros y la pesadez de las proporciones ofrecen un vivo
contraste con el movimiento de los vestidos y la misma actitud de los dos
Apóstoles que parecen querer acercarse el uno al otro. Su escultor fue sin duda
el mismo que esculpió el magnífico grupo de la Adoración de los Reyes Magos,
que se encuentra sobre una larga consola entre el ánulo N. E. del claustro y
una de las ventanas de la Barbazana. Está compuesto de cuatro estatuas de
tamaño natural, apareciendo en primer término, a la derecha del observador, la
de la Virgen, que presenta su hijo a uno de los Magos, que arrodillado le
ofrece sus dones, mientras los otros dos están de pie aguardando su turno. La
peana del Rey arrodillado lleva esta leyenda francesa: “Jacques Perut fi cest estoire”, lo que no deja lugar a dudas sobre
la nacionalidad francesa del artista.
La mano de Jacques Perut se
reconoce asimismo en la riquísima decoración de la puerta de la Sala Capitural,
en donde se celebraban antaño las Cortes de Nabarra y prestaban su juramento
los obispos de Pamplona. La construyó el obispo Don Lancelot, probablemente de
origen francés, a juzgar por su nombre y se le llama “La Preciosa”, no porque
se guardaran antiguamente en ella tesoros, como creen muchos, sino porque los
canónigos se dirigían a ella a celebrar capítulo, cantando: “Pretriosa in conspectu tuo…”. La puerta
de la Preciosa es, como observa Emile Bertaux: “un verdadero himno de piedra en
honor de la Virgen”. A ambos lados de la puerta, hay dos pilares adornados
sobre los cuales están dos estatuas de tamaño natural, que representan la
Anunciación. El Ángel está en actitud de hablar, y la Virgen, de escuchar. El
plegado de las ropas tiene, en ambas estatuas, enorme realismo, sobre todo en
la mantilla que cubre la cabeza de la Virgen.
Anotemos finalmente que los
tres monumentos sepulcrales: el de don Leonel de Nabarra, el del Rey Carlos III
y el del Conde de Gage, son de factura francesa.
Lo más notable del sepulcro
de don Leonel (hijo natural de Carlos
III) y de su esposa es precisamente un Apostolado –ya casi borrado- que
constituye un verdadero modelo del arte francés de la Edad Media.
En cuanto al sepulcro de
Carlos III y de su mujer, se sabe que es la obra de un escultor hainuyer de
lengua francesa: Janin Lome de Tornai. Data de 1416 y consiste en un túmulo
rectangular de piedra de 3,5 pies de lato, 10 de largo y 7 de ancho. Sobre él
descansan las estatuas yacentes de los Reyes en alabastro blanco, vestidas con
manto real y corona en la cabeza, que está reclinada sobre almohadones, en los
que se lee en francés: “bone foy, bone
foy”. La ornamentación del basamento, con sus 23 estatuillas de alabastro,
representando monjes y plañideras, está visiblemente inspirada en la del
sepulcro del Duque de Borgoña, Felipe el Atrevido, que se conserva en la
Cartuja de Dijon (Francia).
Finalmente, el suntuoso
mausoleo de Juan Buenaventura Dumont, Conde de Gages, data ya del siglo XVIII y
es una obra del famosísimo escultor francés Robert Michel, que tantas muestras
de su talento artístico dejó en Madrid, habiendo incluso colaborado en la
fuente de la Cibeles.
El sepulcro del Conde de Gages fue erigido en 1767 de orden de Carlos III,
y estuvo primitivamente en el Convento de Capuchinos, extramuros de Pamplona;
habiéndosele trasladado al trascoro de la Catedral, al estallar la guerra de la
Independencia.
EL SENTIMIENTO AMOROSO EN EL
FOLKLORE
Manuel G. Sesma
Revista "Euzko-Deya"
(México)
Nada más individual que el amor. Cada hombre y cada mujer tienen una
manera peculiar de amar. Y aun en un
mismo individuo, ¡cómo suele cambiar el sentimiento amoroso, con el tiempo y
con el espacio!
Et nous n´aurons
jamais notre coeur de ce soir...
Y nunca más tendremos nuestro corazón de esta noche...., ha cantado,
con melancólica profundidad la exquisita condesa de Noailles. Esta individualización y mutabilidad del
sentimiento amoroso invalida a priori todas las generalizaciones en la
materia. Sin embargo, al estudiar el
carácter y las costumbres de las diferentes razas y pueblos, se encuentran
indefectiblemente algunos rasgos comunes a diferentes grupos humanos que
permiten establecer una especie de denominador común sentimental, valedero para
todos los individuos que los componen. A
su vez, esta homogeneidad de sentimientos, característica de un grupo
determinado, permite una lógica diferenciación sentimental respecto de los
demás. Es evidente, por ejemplo, que el
mexicano y el francés – para hablar de tipos nacionales bien conocidos –
conciben y sienten el amor, y consideran y tratan a la mujer de una manera bien
diferente. Como expresiones anónimas y
espontáneas del alma popular, las manifestaciones folklóricas constituyen
precisamente el índice más seguro y acabado de los sentimientos colectivos de
un pueblo. A pesar, pues, del carácter
esencialmente individualista del sentimiento amoroso, cabe hablar y discurrir
acerca de él por vías de generalizaciones etnográficas que serán tanto más
exactas, cuanto más reducido sea el grupo humano a que se refieran.
Hechas estas previas aclaraciones, veamos cuales son las
características generales del sentimiento amoroso en los pueblos de la Ribera
de Navarra.
De ordinario, el amor, como toda clase de sentimientos, se manifiesta
folklóricamente, sobre todo por medio de los cantares populares. Sin embargo, debe tenerse en cuenta, para no
dar a éstos más valor que el que tienen en realidad, una observación que
olvidan frecuentemente los folkloristas: y es que los cantares populares
ordinariamente los hacen y los cantan los hombres, y por consiguiente, solo
expresan en rigor lo que piensan y lo que sienten los hombres, pero no lo que
piensan y sienten las mujeres (y yo creo que las opiniones y los sentimientos
de éstas también tienen algún valor...)
Es probable que si las mujeres intervinieran en su composición,
introducirían más de una rectificación.
Pero, en fin, como la cultura en general es obra del varón, no hay más
que aceptar los hechos como son.
Por lo demás, nada más fácil que perfilar las características de dicho
sentimiento entre los navarros de la Ribera, ya que el repertorio de cantares
populares sobre el amor y las mujeres es allí relativamente extenso. José María Iribarren compiló, el año pasado,
cerca de un centenar. ( Y desde luego, que no ha recogido todos). Sometiéndolos
a un atento análisis, lo primero que salta a la vista es la hondura y
sinceridad del sentimiento amoroso entre los habitantes de la Ribera. Júzguese
por este cantar de Tudela:
Al irse a Aragón la Virgen,
Dejó en Tudela a su madre;
Que no hay rincón en la tierra
Donde más de veras se ame.
Y
por este otro de Funes:
Aunque tengas más amores
Que flores tiene un almendro,
Ninguno te ha de querer
Como yo te estoy queriendo.
Esa sinceridad y profundidad se manifiestan a veces, de una manera
trágica, por la apelación al suicidio, en caso de contrariedad. Recuerdo a este propósito el caso
impresionante de dos novios tudelanos de la época en que era yo
estudiante. Como protesta contra los
padres de ella, que se oponían irreductiblemente a su matrimonio, se acostaron
una noche obscura sobre la vía férrea, momentos antes de que pasara el expreso,
precisamente en frente y solo a unos metros de la casa de aquéllos. La muchacha murió horriblemente destrozada; y
él escapó con vida, porque, sin duda, en el instante crítico, sintió miedo y
desvió su cuerpo del riel.
De todos modos, si la profundidad del sentimiento amoroso de los
ribereños les lleva a veces al atentado contra la vida propia, es muy raro,
rarísimo que, les induzca al crimen contra la ajena. Un cantar de Olite dice:
Quisiera verte y no verte
Quisiera hablarte y no hablarte,
Quisiera pegarte un tiro
Y no quisiera matarte.
Es decir, que aún en los caos de más violenta exaltación, nunca piensa
el amante desdeñado o burlado en destruir al objeto de su amor. El bárbaro dilema de los amantes
exclusivistas y canibalescos: “Mía o de nadie”, no reza con los habitantes de
la Ribera. El ribereño se resigna o toma la cosa filosóficamente, pero no
asesina. Dos coplas de Olite dicen:
El día que tú me olvides,
Ha de ocurrir una gorda:
O me da por conformarme
O me da por buscar otra...
Compañero, echa un cigarro
Y echa las penas al aire.
Si no nos quieren las mozas,
Ya nos meteremos frailes.
Lo corriente es que el amante ribereño sepa esperar con paciencia o
sufrir con resignación y en silencio, siempre que ello no suponga una
indignidad. (El puntillo de honor lo siente el hombre de la Ribera intensamente).
Una
copla de Tudela dice:
En esta puerta me siento
Debajico de la luna,
Por ver si puedo alcanzar
De las dos hermanas, una.
Y
otro de Olite gime:
La pena y la que no es pena
Todo es pena para mi:
Antes penaba por verte
Y ahora porque te vi.
Otra de las características del amor ribereño es la ternura: Una
ternura, ora ingenua, risueña, como la que rezuma esta copla de Peralta:
Quisiera ser de mi “mueta”,
Cuando reza su rosario,
Cuantecica entre sus dedos
Y oración entre sus labios...
Ora una ternura profunda, patética, como la que destila este cantar de
Olite:
Me dicen que estás malita
Y a Dios le pido llorando
Que me quite la salud
Y a ti te la vaya dando.
¡Detalle curioso! El principal atractivo para el enamorado de la
Ribera son los ojos de la mujer que adora; lo que no deja de hablar muy alto a
favor de su espiritualidad. Cuando un
ribereño se pone a celebrar los encantos de su amada, lo que alaba con
preferencia son sus ojos. Al menos, eso
se deduce de la galantería del folklore ribereño. Véase, si no, este cantar de Tudela:
Me voy de Tudela y dejo
En ella lo que más quiero:
Tiene los ojos azules
De tanto mirar al cielo.
Y este otro de Olite:
Han bajado dos querubes
En busca de dos luceros:
Esconde tus ojos, niña,
Si es que
no quieres perderlos.
Sin embargo, el amor ribereño no es precisamente un sentimiento
romántico y ultratelúrico, sino realista y terrestre en el mejor de los
sentidos. Léanse en prueba de ello estos cantares:
En la flor de las mujeres
No hay que buscar la hermosura:
Bien fea es la remolacha
Y con ella hacen azúcar...
De Cintruénigo:
Deja que te de un pellizco
En esa cara de cielo:
Que yo, como buen navarro,
Cojo la sal con los dedos.
*************
Conclusión del artículo anterior (II parte)
Sinceridad, profundidad, Ternura, serenidad, Espiritualismo y
realismo: He aquí las características que hacíamos resaltar en el número
anterior de “Euzko-Deya” al estudiar
el sentimiento amoroso entre los habitantes de la Ribera de Nabarra, tal como
se manifiesta en su folklore. Insistamos
todavía en la nota realista de Olite. Dice:
De Olite:
Cuando por tu puerta paso,
Cojo pan y voy comiendo,
“Pa” que no piensen tus padres
Que de verte me mantengo.
Ahora bien, ese realismo no nace precisamente de una concepción
materialistas del amor, sino de una justa estimación de su valor. Una copla de Tudela se mofa de esta manera de
las mujeres que se casa únicamente por interés:
Me casé con un viejo
Por la moneda:
La moneda se acaba
Y el viejo queda...
Y otra de Olite hace esta filosófica comparación del amor del bello
sexo:
El querer de las mujeres
Es como el agua en boteja;
Que no sabes lo que bebes
Ni tampoco lo que dejas...
Gracias a esta filosofía, el hombre de la Ribera que juzga a la mujer
de su región, fundamentalmente buena y fiel, como él, cree, sin embargo
ciegamente en la vulnerabilidad de su virtud.
Una copla de Azagra dice un poco brutalmente:
No dejes burra a jornal
Ni mujer joven a fiestas:
Mira que te encontrarás
Pobre, cornudo y sin bestia.
Naturalmente, como buen navarro y cristiano, el ribereño apenas si
concibe el amor fuera del matrimonio. En
todo el folklore de la Ribera, apenas si se encuentra algún cantar equívoco que
desligue el amor del lazo conyugal. Por
ejemplo, un cantar de Olite dice:
Ya sabes que te he querido,
Que te he querido y te quiero,
Pero casarme contigo....,
¡Límpiate, que estás de huevo...!
Más, en fin, esto no son más que baladronadas de un mocito presumido e
ingenuo, que se declara de antemano vencido.
Bien sabe que, si no es a través de la vicaría, es muy probable que no
saque en limpio absolutamente nada. Un
cantar de Tudela dice:
Todas las noches se va
Mi novio de mala cara,
Porque no le quiero dar
Lo que no me da la gana.
Y eso que es su novio y que, en fin de cuentas, piensa en darle
absolutamente todo. Pero después de
casados.
En general, para el ribereño, el amor se identifica con el matrimonio,
a pesar de que, en realidad, no se hace demasiadas ilusiones respecto de este
último. Así una copla de Cintruénigo
dice:
Te casaste, te amolaste;
Te llenarás de chiquillos.
Haberte “estau” como yo;
No haber sido tempranillo.
Y otra de Tudela corrobora:
El domingo estarás mozo
Y el lunes te habrás casado
Y el martes preguntarás
Donde venden pan fiado.
De todos modos, aunque el casamiento le resulte verdaderamente
catastrófico, el ribereño no suele tomar las cosas por lo trágico. Una copla de Olite le aconseja a este
propósito:
La mujer que salga mala
Ni reñila ni pegále:
Arreglále el baulecico
Y mandásela a su madre....
Nada más: ni tiros, ni golpes, ni dramas de ninguna especie. No vale la pena.
En conclusión: el amor de la Ribera de Navarra, tal como se manifiesta
en su folklore es, en términos generales, un sentimiento sincero, profundo,
digno, sereno, realista sin materialismo, y equidistante por igual de la
exaltación romántica y de la depreciación escéptica o mercantilista. Se parece al curso del río Ebro, que avanza
secularmente a lo largo de sus hermosas vegas: caudaloso y limpio, tranquilo y
fecundante, sin salirse del álveo más que de tarde en tarde....
GUSTAVO
ADOLFO BÉCQUER EN NAVARRA
UN VIAJE EN
DILIGENCIA DE TUDELA A TARAZONA EN 1864
66
¿Cuántos lectores de Bécquer están enterados de
que el mejor poeta español del siglo pasado anduvo algún tiempo por Navarra,
tomándola como fuente de inspiración para algunos de sus escritos...?
Seguramente muy pocos, pues, por una parte, los biógrafos del artista - escasos
y mediocres -, al hablar de los viajes de éste a través de la Península, se
olvidan generalmente de nombrar a Navarra, y, por otra parte, en la mayoría de
las ediciones que se han hecho de sus obras, no se suele incluir de sus
escritos navarros más que "El Miserere", en el que, por añadidura,
solo se nombra una vez a la abadía de Fitero, sin aclarar en qué provincia se
encuentra. Incluso muchos navarros ignoran que Bécquer recorrió su provincia de
sur a norte, escribiendo acerca de ella dos apreciables estudios y dos
magníficas leyendas. De unos y otras nos
ocuparemos detalladamente en otros artículos.
Por hoy nos vamos a limitar a hacer constancia del tránsito del poeta
por Navarra y a describir el viaje en diligencia que hiciera de Tudela a
Tarazona en Abril de 1864. Por cierto
que su punto de destino no era precisamente Tarazona, sino Veruela en cuyo
monasterio pasaba Bécquer temporadas desde hacía algunos años. En una de ellas había precisamente conocido a
la que era entonces su mujer: Casta Esteban Navarro, hija de un modesto cirujano
de la región, con la que contrajo matrimonio en Mayo de 1861.
La descripción detallada del viaje de
referencia se encuentra en la primera de las "Cartas desde mi celda",
aparecida el 3 de Mayo de 1864 en el número 1020 de "El
Contemporáneo" de Madrid, diario fundado en 1860 por José Luis
Albareda. Ante todo anotemos un detalle
preliminar asaz curioso. A pesar de
estar ya casado desde hacía tres años, Bécquer hizo este viaje completamente
solo. ¿Lo esperaba su mujer en las
estribaciones del Moncayo o... la dejó sencillamente a las orillas del
Manzanares...? Quien sabe. Lo cierto es que aquel "ser vulgarísimo",
como decía de Casta Esteban el periodista Eusebio Blasco que la conoció y
trató, no era precisamente la compañera ideal para un artista de cuerpo entero
como era Bécquer. El pobre Gustavo
Adolfo había cometido un gravísimo error casándose con ella.
El poeta venía de Madrid. Eran los comienzos de la primavera. La primera parte de su viaje la había hecho
en ferrocarril. Total, una tarde y una
noche de tren. Su compañía había sido
escasa, pero pintoresca: un gentleman inglés "seco y estirado"; un
regidor aragonés "mofletudo, rechoncho y expansivo" y una hermosa
joven de porte aristrocrático, acompañada de un aya francesa. Bécquer se hubiera aburrido soberanamente
durante este trayecto, a no ser por la locuacidad del regidor y.... los bellos
ojos de la linda muchacha. Pero al
llegar a la capital de la Ribera de Navarra, cambió por completo la
decoración. Era ya de día y brillaba el
sol. Bécquer abandonó su vagón, y guiado
por un muchacho, se dirigió al centro de la población. Pero dejémosle a él mismo la palabra, pues el
cuadro de costumbres que nos pinta, es delicioso.
"Tudela es un pueblo grande con
ínfulas de ciudad, y el parador adonde me condujo mi guía, una posada con ribetes
de fonda. Sentéme y almorcé; por
fortuna, si el almuerzo no fue gran cosa, la mesa y el servicio estaban
limpios. Hagamos esta justicia a la
navarra que se encuentra al frente del establecimiento. Aun no había tomado los postres, cuando el
campanilleo de las colleras, los chasquidos del látigo y las voces del zagal
que enganchaba las mulas, me anunciaron que el coche de Tarazona iba a salir
muy pronto. Acabé de prisa y corriendo
una taza de café bastante malo y clarito por más señas, y ya se oían los gritos
de ¡al coche! ¡al coche! unido a las despedidas en alta voz, al ir y venir de
los que colocaban los equipajes en la baca y las advertencias mezcladas de
interjecciones del mayoral que dirigía las maniobras desde el pescante como un
piloto desde la proa de su buque. La
decoración había cambiado por completo y nuevos y característicos personajes se
encontraban en escena. En primer
término, y unos recostados contra la pared, otros sentados en los marmolillos
de las esquinas o agrupados en derredor del coche, veíanse hasta quince o
veinte desocupados del lugar, para quienes el espectáculo de una diligencia que
entra o sale, es todavía un gran acontecimiento. Al pie del estribo, algunos muchachos
desarrapados y sucios abrían con gran oficiosidad las portezuelas pidiendo
indirectamente una limosna, y, en el interior del ómnibus, pues este era
propiamente el nombre que debiera darse al vehículo que iba a conducirnos a
Tarazona, comenzaban a ocupar sus asientos los viajeros. Yo fui uno de los primeros en colocarme en mi
sitio al lado de dos mujeres, madre e hija, naturales de un pueblo cercano, y
que venían de Zaragoza, donde según me dijeron, habían ido a cumplir no sé qué
voto a la Virgen del Pilar. La muchacha
tenía los ojos retozones, y de la madre se conservaba todo lo que a los
cuarenta y pico de años, puede conservarse de una buena moza. Tras mi entró un estudiante del seminario, a
quien no hubo de parecer saco de paja de muchacha, pues viendo que no podía
sentarse junto a ella, porque ya lo había hecho yo, se compuso de modo que en
aquellas estrecheces se tocasen rodilla con rodilla. Siguieron al estudiante otros dos individuos
del sexo feo, de los cuales, el primero parecía un militar en situación de reemplazo,
y el segundo, uno de esos pobres empleados de poco sueldo, a quienes a cada
instante trasiega el Ministerio de una provincia a otra. Ya estábamos todos y cada uno en nuestro
lugar correspondiente, y dándonos el parabién porque íbamos a estar un poco
holgados, cuando apareció en la portezuela, y como un retrato dentro de su
moldura, la cabeza de un clérigo entrado en edad, pero guapote y de buen color,
al que acompañaba una ama o dueña, como por aquí es costumbre llamarlas, que en
punto a cecina de mujer, era de lo que mejor conservado y apetitoso a la vista
que yo he encontrado de algún tiempo a esta parte.
Sintieron
unos y se alegraron otros de la llegada de los nuevos compañeros, siendo de los
segundos de escolar, el cual encontró ocasión de encajarse más estrechamente
con su vecina de asiento, mientras hacía un sitio al ama del cura, sitio
pequeño para el volumen que debía ocuparlo, aunque grande por la buena voluntad
con que se le ofrecía. Sentóse el ama,
acomodóse el clérigo, y ya nos disponíamos a partir, cuando como llovido del cielo
o salido de los profundos, héte aquí que se nos aparece mi famoso hombre gordo
del ferrocarril, con su imprescindible cesto y su monstruosa sombrerera. Referir las cuchufletas, las interjecciones,
las risas y los murmullos que se oyeron a su llegada sería cosa imposible, como
tampoco es fácil recordar las maniobras de cada uno de los viajeros para
impedir que se acomodase a su lado. Pero
a (falta un trozo de texto del original)
otros impasibles, todos hablaban a
un tiempo, se encontraba el buen regidor como el pez en el agua o el pájaro en
el aire. A las cuchufletas respondía con
chanzas, a las interjecciones encogiéndose de hombros, y a los embites de codos
con codazos, y de manera que a los pocos minutos ya estaba sentado y en
conversación con todos, como si los conociese de antigua fecha. En esto partió el coche, comenzando ese
continuo vaivén al compás del trote de las mulas, las
campanillas del caballo delantero, el saltar de los cristales, el revoloteo de
los visillos y los chasquidos del látigo del mayoral que constituyen el fondo
de armonía de una diligencia en marcha.
Las torres de Tudela desaparecieron detrás de una loma bordada de
viñedos y olivares. Nuestro hombre
gordo, apenas se vio engolfado camino adelante y en compañía tan franca, alegre
y de su gusto, desenvainó del cesto una botella y la merienda correspondiente para echar un trago.
Dada la señal del combate, el fuego se hizo general en toda línea, y
unos de la fiambrera de hojadelata, otros de un canastillo o del número de un periódico,
cada cual sacó su indispensable tortilla de huevos con variedad de
tropezones. Primero la botella, y cuando
ésta se hubo apurado, una bota de medio azumbre del seminarista, comenzaron a
andar a la ronda por el coche. Las
mujeres, aunque se excusaban tenazmente, tuvieron que humedecerse la boca con
el vino; el mayoral, dejando el cuidado de las mulas al delantero, sentóse de
medio ganchete en el pescante y formó parte del corro, no siendo de los más
parcos en el beber; yo, aunque con nada había contribuido al festín, también
tuve que empinar el codo más de lo que acostumbro.
A todo esto
no cesaba el zarandeo del carruaje; de modo que con el aturdimiento del
vinillo, el continuo vaivén, el tropezón de codos y rodillas, las risotadas de
éstos, el gritar de aquéllos, las palabritas a media voz de los de más allá, un
poco de sol enfilado a los ojos por las ventanillas y un bastante de polvo del
que levantaban las mulas, las tres horas de camino que hay desde Tudela a
Tarazona pasaron entre gloria y purgatorio, ni tan largas que me dieran lugar a
desesperarme, ni tan buenas que no viera con gusto el término de mi segunda
jornada..."
De todos modos, lo cierto es que esta segunda
parte de su viaje a través de la Ribera le resultó mucho más entretenida que el
trayecto en ferrocarril de Madrid a Tudela.
Y eso que le faltaba la linda joven de porte aristocrático; pero en
compensación tuvo a su lado a la muchacha navarra de ojos retozones y a la
apetitosa ama del cura....
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