En 1959, Manuel García Sesma fue invitado a dar una serie de Charlas, sobre temas Vasco-Navarros, en la emisora XERH de la capital de México. En principio, el contrato hablaba de 40, pero solo hemos podido localizar 17, que iremos reproduciendo en esta página.
CHARLAS VASCO-NAVARRAS
A TRAVÉS DE LA XERH
39 Charlas Vasco-Navarras, 1959.
Leídas por la XERH (emisora mexicana)
1ª.-
" Los Alcaldes de San Sebastián, en
la Administración municipal antigua", 14.06.59.
2ª.-
"Un drama foral en Bilbao, en el
siglo XVII", 21.06.59.
3ª.- "Una gran figura alavesa: El
canciller Ayala", 28.06.59.
4ª.-
" Recital poético-sinfónico,
dedicado a Navarra, con motivo de las fiestas de San Fernín", 05.07.59.
I.- Las Cadenas de Navarra. II.- El Tío Maturrillo. III.- El Cristo del Humilladero. IV.- La
Leyenda de Roscas. V.- El Encierro de Pamplona.
5ª.-
"Anécdotas sobre Gayarre",
12.07.59.
6ª.- "Más anécdotas sobre Gayarre",
19.07.59.
7ª.-
"El establecimiento de los jesuitas
y las fiestas Ignacianas de 1681 y 1685, en Bilbao", 02.08.59.
8ª.-"Un viaje con Gautier a las
vascongadas de hace un siglo" (1ª etapa), 09.08.59.
9ª.-
"Un viaje con Gautier a las
vascongadas de hace un siglo"(2ª etapa), 16.08.59.
10ª.-
"Un viaje con Gautier a las
vascongadas de hace un siglo" (3ª y última etapa), 23.08.59.
11ª.-
"Dos valientes de verdad: un rey de
España y un campesino navarro" (El Tío Alvarilla, el Rey Alfonso XII),
30.08.59.
12ª.-
"Tristan e Isolda",
30.08.59.
13ª.-
"Un artista guipuzcoano: Ignacio de
Zuloaga", 06.09.59.
14ª.- "Tres vascos en Trafalgar: Churruca,
Alava y Gardoqui", 20.09.59.
15ª.-
"Leyendas y santuario de San Miguel
de Excelsis", 01, 27.9.59.
16ª.-
"San Miguel de Excelsis: historia,
arte y devoción popular", 04.10.59.
17ª.- "La pequeña historia: "El primer
sueño de amor de Liszt".
LOS
ALCALDES DE SAN SEBASTIÁN, EN LA ADMINISTRACIÓN MUNICIPAL ANTIGUA
Leída por la XERH, el 14 de junio
de 1959
Pocas ciudades españolas han sufrido, a través de los siglos, tantos
incendios históricos – totales o parciales, casuales o intencionados – como San
Sebastián. Los viejos cronistas de la ciudad enumeran, por lo menos, doce.
Algunos, como los ocurridos en 1278 y en 1489, redujeron a cenizas toda la
población. Pero el más horroroso, por las circunstancias que lo acompañaron,
fue el provocado al anochecer del 31 de agosto de 1813, por las tropas inglesas
del general Wellington, al tomar por asalto la ciudad, que estaba en manos de
los franceses desde 1808. Como si los habitantes de San Sebastián hubiesen sido
enemigos y no patriotas españoles que esperaban su liberación, los soldados
ingleses se lanzaron contra ellos salvajemente, violando a las mujeres,
asesinando a niños, a mozos y a ancianos, saqueando casas y edificios públicos,
y para terminar, pegando fuego a la ciudad. Solo se salvaron 36 casas de la
calle de Trinidad, a la que luego se dio el nombre de “Calle del 31 de Agosto”,
en recuerdo de aquel horrible suceso.
Si desde el punto de vista material, las pérdidas fueron inmensas,
desde el punto de vista historiográfico, fueron irreparables, pues quedaron
destruidos casi todos los documentos del Archivo Municipal, de las Escribanías
y de los particulares, con lo que quedaron cegadas las fuentes de la historia
local, anterior a 1813, la cual no ha podido ser – ni lo será a nunca –
completamente rehecha.
Afortunadamente se salvó una copia manuscrita de la “Historia de
San Sebastián” del Dr. Camino y Orella; y con ella, y con las pacientes
investigaciones llevada a cabo en los archivos de la provincia, por don Serapio
de Mújica, don Bardomero Anabitarte y otros beneméritos varones, así como con las
exploraciones hechas en diferentes historiadores, vascos y no vascos,
recogiendo datos desperdigados aquí y allá, se ha podido rehacer en parte la
historia de San Sebastián.
Naturalmente, donde más lagunas existen, es en la parte relativa a la
administración municipal, anterior a 1813. Sin embargo, todavía quedan datos
suficientes como para entretener a ustedes un rato, hablándoles de los alcaldes
donostiarras en el antiguo régimen.
La primera noticia que se tiene de ellos, es la consignada en el
capítulo XX de los fueros de repoblación, concedidos por el Rey don Sancho VI
el Sabio de Navarra a la entonces villa de San Sebastián, hacia el año 1150,
entre los que se incluye el de nombrar al fin de cada año un Preboste y un
Alcalde . “Et ego dono pro fuero – dice el documento en el latín bárbaro
de entonces – popularibus Sancti Sebastián ut in uno quoque anno, ad caput
anni, mutent prepositum et alcaldum.”
Es decir, que en un principio, solo hubo en San
Sebastián un solo alcalde, elegido cada año por la población. Además de él y
del preboste, ¿se contaron entonces otros individuos que completasen el Cuerpo
Municipal..? Es de suponerse; pero no lo sabemos a ciencia cierta. En todo
caso, en las Ordenanzas de 1397, adicionadas o reformadas en 1398, 1411, 1436, 1447
y 1455, figuraban, según los autores que las vieron – pues desaparecieron en el
incendio de 1813 -, otros varios capitulares. Y en las reformadas de 1489, que
son las más antiguas que se conocen detallada y fidedignamente, el Ayuntamiento
de San Sebastián – o Regimiento, como se decía entonces; es decir, conjunto de
personas que rigen – estaba formado por dos Alcaldes – ya no uno, como
primitivamente -, dos Jurados Mayores, cuatro Regidores, dos Jurados
guarda-puertos, cuatro Jurados Menores, cogedores del pecho, un Mayordomo
Bolsero, un Síndico Procurador y un Escribano fiel. El Preboste no figuraba ya
en esas Ordenanzas como individuo del Ayuntamiento. Probablemente dejaría de
pertenecer a él, al dejar de ser dicho cargo de nombramiento popular, para convertirse
en empleo de nombramiento real.
Antes de pasar adelante, apresurémonos a aclarar eso de los cuatro
Jurados Menores, “cogedores del pecho”. Pecho en lengua fiscal,
significaba en la Edad Media, el tributo o contribución que se pagaba al Rey o
Señor. De aquí el verbo “pechar” o pagar tributo, y el nombre “pechero”,
que significa obligado a pagar pecho o tributo. Así, pues, los cuatro Jurados
Menores, “cogedores del pecho”, eran sencillamente cuatro honorables
ciudadanos, encargados de recoger las contribuciones del Concejo.
La elección del Ayuntamiento se hacía de la manera siguiente.
El segundo día después de Navidad, el Escribano fiel, que era el
Secretario de entonces, procedía a repartir las papeletas electorales, llamada
a la sazón “charteles”, entre los que constituían el Regimiento y los
vecinos principales de la villa con derecho a voto – pues la elección no era ni
mucho menos por sufragio universal -; y al día siguiente, es decir, el 27 de
Diciembre, día de San Juan Evangelista, después de la misa matinal de Santa
María, se reunían a campana tañida, en la casa concejil de Santa Ana, situada
al lado de dicha iglesia, los poseedores de papeletas de votación y procedían a
la elección del Alcalde y demás miembros del Ayuntamiento. Terminada la votación,
los elegidos iban seguidamente a la iglesia de Santa María y, en el altar de
San Juan, juraban sobre la Cruz y los Santos Evangelios, cumplir puntual y
fielmente sus oficios, recibiendo a continuación las varas e insignias de los
mismos.
Todos los nombrados estaban obligados a aceptar sus cargos
respectivos, a no impedírselo causas graves; y si alguno se oponía a ello, se
le destechaba la casa, se le prohibía la vecindad en la villa, y nadie podía
acudir a sus labores ni comprarle sus sidras ni sus bienes, ni venderle
absolutamente nada.
Se comprenderá que, con sanciones tan expeditivas, ninguno se
atreviese a renunciar; y tanto menos, cuanto que sus cargos eran remunerados.
Los Alcaldes devengaban dos mil maravedises cada uno; los Jurados Mayores, tres
mil, ya que tenían más trabajo que los alcaldes; los Jurados Menores, mil
quinientos; el Mayordomo Bolsero, tres mil; y el Escribano fiel, otros tres
mil.
No todos tenían voz y voto en las reuniones, pues, a partir de 1512,
solo gozaron de este derecho los dos Alcaldes, los dos Jurados Mayores, y los
cuatro Regidores. Total, ocho.
Tampoco se podía elegir a cualquiera para el Concejo, pues, para ser
vecino concejante, se necesitaba llenar tres requisitos: ser hidalgo, tener
“millares”, es decir, casa y tierra propias, y por fin, no ser soltero.
Esta última condición, ¿no sería impuesta por sugestión de alguna
solterona despechada o por la de alguna madre de familia, en apuros para casar
a sus hijas..? Por supuesto, los solteros influyentes no acataron sumisamente
tal exclusión y, después de muchos pleitos, consiguieron en 1744 el acceso a
todos los cargos concejiles, excepto al de alcalde. Y aún esta arbitraria
excepción fue al fin derogada por la ley de 8 de enero de 1845; pues, como
alegaba donosamente, catorce años atrás, en una Junta de Especiales, el
defensor de los solteros, don Pablo Collado, “ni el buen juicio ni la capacidad
ni las dotes de mando ni la honradez, únicos requisitos razonables que podían
exigirse para ser Alcalde, eran patrimonio de los casados”; ¿y no era el colmo
del delirio el presumir que cada mujer se los trajera a su marido en la
faltriquera, el día de su boda..?
La Real Provisión de 28 de abril de 1492 todavía
agregó otro motivo curioso de exclusión para pertenecer al Ayuntamiento de San
Sebastián: ¡el ser carnicero!, pues los individuos del oficio que habían
pertenecido anteriormente a él, solo se habían preocupado de aumentar los
precios de la carne y de defraudar en el peso! Exactamente como hoy en muchas
partes... La humanidad no cambia de mañas.
Desde los tiempos más antiguos, los Alcaldes de San Sebastián gozaron
de grandes atribuciones. Ya los citados fueros de repoblación, concedidos por
el rey Sancho el Sabio de Navarra, establecían en su capítulo XIX: “Ningún
hombre de San Sebastián sea citado a juicio fuera de la misma Villa, ni sea
juzgado, si no es por sus propios Alcaldes.” Y en la Real Cédula, dada por
D. Enrique II en Valladolid, el 2 de Marzo de 1379, se facultaba al
Ayuntamiento de la Villa para poner Alcaldes en las aldeas o pueblos de su
vecindario, los cuales debían presentarse en San Sebastián a prestar juramento
de la recta administración de justicia. Estos Alcaldes solo podían conocer en
causas civiles hasta la cantidad de 60 maravedises, debiendo ser llevadas las
criminales, así como las apelaciones en pleitos ordinarios, ante los Alcaldes
de San Sebastián.
Cuando el Rey don Juan I de Castilla confirmó en Valladolid, el 28 de
Enero de 1380, la concordia ajustada entre Hernani y San Sebastián el año
anterior, dejó bien asentado que “el Concejo de la villa de Hernani haya su
Preboste e Alcaldes e Jurado, según el fuero de la Villa de San Sebastián, e si
alguno e algunos fuesen agraviados del juicio que el Alcalde de Hernani diere,
que la su apelación venga a los alcaldes de San Sebastián, para que sean
librados, según fallaren por fuero o derecho”.
Esto mismo sucedía en Oyárzun, Rentería, Zumaya y
Guetaria, que estaban fundadas según el fuero de San Sebastián, yendo a la
Corte las causas, solamente en tercera instancia. Los vecinos de San Sebastián
que, obteniendo cartas de la Chancillería del Rey, citaban a otros vecinos ante
sus Alcaldes y Preboste, si se sentían agraviados, debían, en cambio, recurrir
a la Corte o a la ciudad de Jaca, según Ordenanza, confirmada por el Rey don
Juan II en Soria, el 16 de Septiembre de 1447.
Se recurría a Jaca, a pesar de estar San Sebastián agregado a
Castilla, “por ser poblados los de San Sebastián, al fuero de jaca”. Por
la misma Ordenanza de 1447 se dispuso que ningún vecino, sin permiso de los
mismos Alcaldes, podría abogar contra otro vecino, en beneficio de un extraño.
El Rey Enrique IV ordenó, desde Logroño, el 19 de
Mayo de 14621 , que dentro de San Sebastián y de sus límites, desde Orismendi
hasta Mendizorrotz, montaña de Igueldo y lugar de Pasajes, no pudiesen ejercer
jurisdicción los Corregidores Merinos, ni sus Tenientes, ni cualesquiera otros
jueces extraños, de acuerdo con la costumbre inmemorial al que no les consentía
acto judicial alguno, ni tampoco a sus súbditos, dentro de San Sebastián, Alza,
Pasajes, Artigas y otros términos pertenecientes a la misma Villa, por
privilegios que tenían sus Alcaldes de conocer ellos solos, civil y
criminalmente, de las causas contenciosas, con recurso inmediato tan solamente
a los supremos Tribunales del Rey.
Refiere el Dr. Camino en su “Historia de San
Sebastián” que los Alcaldes de la ciudad solían tener antiguamente su
Tribunal en tablados que se levantaban a las puertas de sus casas: costumbre
parecida a la de los Hebreos y otros países, cuyos Magistrados administraban la
justicia en público y a las puertas de las ciudades. En efecto, en un documento
del año 1462, leemos que el alcalde “pro tribunal asentado, a juicio oía y
libraba palitos en un tablero, que estaba ante las puertas de las casas de la
morada de los herederos de Juan de Igueldo, que son en la calle de Santa María”.
En dichos juicios, cobraba el Alcalde los derechos correspondientes. Por lo
demás, la misma legislación entonces vigente le obligaba a realizar, cada tres
meses, una pesquisa general para averiguar todos los delitos que se hubiesen
cometido dentro de los términos de su jurisdicción y que fuesen merecedores de
castigo.
Además de ejercer el poder judicial, los Alcaldes de
San Sebastián tenían rango militar, mandando, con la categoría de capitanes de
guerra, a más de mil quinientos hombres. Incluso estaban exentos de las órdenes
del Rey, el cual, solamente en los casos de sitio u otra inquietud repentina,
comunicaba sus cesiones a los Alcaldes, por vía de conferencia o conformidad, y
acudía al remedio de lo que urgía. Así lo disponían las reales Cédulas de
Felipe II, con fecha 16 de Septiembre de 1597; y de Felipe IV, con fechas de 13
de Marzo de 1636, 8 de Septiembre de 1639 y 19 de enero de 1656.
También tenían participación en los asuntos
militares por una carta-partida que les estaba concedida; y por la noche, no
había en la Villa más ronda que la suya, siendo los únicos que podían mandar a
los cabos de las guardias que solían hacerse con gran número de vecinos y
moradores, cuando las circunstancias de peligro lo aconsejaban.
Otra prerrogativa curiosa e importante de los
Alcaldes de San Sebastián era la de abrir y cerrar diariamente las puertas de
la ciudad: privilegio que tenía su origen en el hecho de haber sido construidas
por ella las murallas primitivas y en haber estado su defensa a cargo de los
vecinos, a falta de una guarnición permanente de tropa. Las puertas eran siete
y tenían catorce llaves, que estaban en poder de la Villa. En su custodia alternaban
los dos Alcaldes, de seis en seis meses. No todas las puertas se abrían y
cerraban cada día, sino solamente, de ordinario, dos: la de tierra y la de
marina. La ceremonia oficial de cerrar las puertas de la Villa constituía todo
un espectáculo. Al caer la noche, el Jefe militar se dirigía al son de la caja
y del pífano, a la puerta del muelle, mandando los soldados que habían de hacer
la guardia nocturna; y después de repartir desde allí los centinelas de la
muralla, en las cuarenta garitas que tenía, iba con los que restaban a cerrar
la puerta principal y regresaba desde aquí a su casa, acompañado de un pelotón
de soldados. A continuación, el Alcalde, acompañado de la gente más granada de
la Villa con hachas encendidas, acudía a las dos puertas citadas, y después de
cerrar con sus llaves uno de los cerrojos, tanteaba si estaban bien cerrado el
que pertenecía a los Jefes militares y recogiendo la llave, se volvía a su
casa. Por la cera que se consumía en tal ceremonia, percibían los Alcaldes 200
reales al año.
En fin, para despedirnos de los viejos Alcaldes de
San Sebastián, después de dirigir un respetuoso saludo al más antiguo que se
conoce por su nombre: don Pero Martínez de Ichascue, que lo fue en 1462, vamos
a representarnoslos en su solemne aspecto exterior, vestidos con el traje
diario de golilla, que llevaban en tiempos de los Felipes. Zapatos bajos con
hebillas de plata, medias negras de seda, calzón corto, chaqueta ajustada con
aldetas y vuelillos en los puños, capa de mucho vuelo, con cuello alzado y
esclavina, todo de terciopelo; espadín, gola al cuello, y sombrero ancho y
felpudo de seda, adornado con dos plumas.
¡Qué! ¿No era un uniforme verdaderamente vistoso y
elegante..? Ni más ni menos, como correspondía a la bella y coqueta perla del
Cantábrico.
Señoras y señores: Muchas gracias por su atención, y buenas noches.
UN VIAJE CON GAUTIER A LAS VASCONGADAS DE HACE UN
SIGLO
9 DE AGOSTO DE 1959
I Parte
Les invito a trasladarse, en la amable compañía de Mr. Gauthier, a las
Provincias Vascongadas de hace cien años; o más exactamente, de hace ciento
diecinueve años. Les prevengo que el viaje no es muy cómodo. Hay que hacerlo en
diligencia; es decir, a una velocidad media de unos 10 kilómetros por hora.
Apretujados unos contra otros, respirando una atmósfera cargadita de ácido
carbónico o de otros vapores menos aromáticos, dando saltos en los asientos...
Porque, desde luego, las carreteras no son muy buenas que digamos. Nada de
alquitrán ni de asfalto. Tierra, baches,
pedruscos y nubes de polvo. En el camino, tampoco se encuentran paradores ni
hoteles confortables. Y ni hablar de luz eléctrica, de calefacción, de agua
corriente, de cuarto de baño, de teléfono, de radio, de televisión.... Si
encuentra uno una buena mesa y una cama limpia, se puede dar por afortunado.
Por otra parte, el acompañamiento de los miqueletes significa evidentemente que
la travesía no es tampoco muy segura y que le pueden ocurrir a uno
desagradables sorpresas. En fin, que un
viaje de esta naturaleza es una verdadera aventura y que no me extraña que más
de un viajero previsor haga previamente testamento...
Afortunadamente,
amables radioyentes, nosotros vamos a hacerlo en un vehículo rápido, seguro y
comodísimo: la imaginación, y además en una agradable compañía: la de Mr. Gautier.
Pero antes de nada, se les voy a presentar a ustedes.
Sus íntimos le llamaban familiarmente Théo; es decir, Theophile, y en
castellano, Teófilo – que, entre paréntesis, quiere decir amante de Dios. Sin
embargo, Gautier no fue precisamente un devoto. Pero el nombre no hace al hombre. Los que no
lo conozcan por alguno de sus libros – pues casi todos están traducidos al
castellano – o simplemente por la historia de la literatura universal, ya
habrán adivinado de todos modos, por su apellido, que se trata de un
francés. Y en efecto, Teófilo Gautier
fue un famoso literato francés de la época romántica: poeta, novelista, autor
dramático, crítico de arte, dibujante, periodista, en fin, un hombre de
talento. Y además un tipo
originalísimo. No hay ningún iniciado en
la literatura francesa del siglo XIX que no haya oído hablar del chaleco rojo y
del os doce gatos favoritos de Gautier, y que no lo reconozca de lejos, en
cualquier retrato o estampa suya, por su larga melena y su gorro
característico. Por cierto que la
historia de su chaleco rojo está ligada a la del estreno bullicioso, en el
París de 1830, de un drama romántico de argumento español: “Hernani” de Victor
Hugo, en cuya ocasión el joven Gautier – pues contaba entonces apenas 19 años
-, para escandalizar a los filisteos – así llamaban a los academicistas y
enemigos de las innovaciones – se presentó en el teatro con un chaleco de satén
color cereza, un pantalón verde mar, con trencilla de terciopelo negro, y un
sobretodo gris avellana, con dobladillo de satén verde. No me negarán ustedes
que era un traje verdaderamente catrín, como dicen por la Merced.
Entre los gustos de Gautier estaba el de los viajes, a pesar de la
incomodidad con que se hacían entonces. Viajó a Italia, Grecia, Turquía, Rusia,
Egipto y naturalmente por España- Y digo naturalmente, porque España había sido
puesta, a la sazón, entre los románticos franceses, por Victor Hugo, Alfredo de
Musset y Próspero Mérimée; Teófilo Gautier, que ya había escrito de ella sin
conocerla, es claro que no podía dejar de visitarla en la primer ocasión que se
le ofreciese. Y se le ofreció en la primavera de 1840. Un rico “amateur”,
llamado Eugenio Plot, decidió hacer un viaje a la Península en busca de
curiosidades artísticas o raras: cuadros, armas, telas, etc. e invitó a Gautier
a acompañarlo, en calidad de buen conocedor. Por supuesto, el escritor aceptó
encantado. Y los dos franceses se dedicaron a recorrer gran parte de España,
durante cuatro meses seguidos. Gautier
no perdió entretanto el tiempo y a medida que visitaban ciudades y pueblos
españoles, escribía sus “Lettres d´un feuilletoniste” (Cartas de un
folletinista), que iban apareciendo en el gran diario de París “La Presse”, (La
Prensa) de Emilio Girardin. Cuando regresó de España, en septiembre de dicho
año, todavía continuó publicando sus impresiones de viaje en la “Revue des Deux
Mondes” (Revista de ambos Mundos) y en la “Revue de Paris” (Revista de París),
dirigidas entonces ambas por François Buloz.
Este viaje le inspiró además dos libros: uno en prosa, “Voyage en
España” y otro en verso: “España”, aparecido en 1845. Gautier todavía volvió a
pasar los Pirineos en 1846, con motivo de las bodas del Duque de Montepensier,
hijo de Luis Felipe I de Francia, con la infanta María Luisa Fenanda, hermana
de la Reina Isabel II, y de ésta, con su primero don Francisco de ASIS,
escribiendo unos buenos reportajes sobre las fiestas celebradas en Madrid, en
tal ocasión.
Pese a sus excentricidades, Gautier era un buen hombre .- probo,
sincero, cordial, desinteresado, entusiasta – y escribió de España y de los
españoles con la mayor simpatía, en contraste con el grasos, presuntuoso e
inescrupuloso Alejandro Dumas, padre, el autor de “Los Tres Mosqueteros”, que
también estuvo en España en 1846, que, después de haber sido agasajado por todo
el mundo, comiendo incluso con la Reina, siendo nombrado Caballero de la Orden
de Carlos III y hasta brindándole el Chiclanero un toro en la Plaza de Madrid,
a su vuelta a Francia, escribió asimismo sus impresiones de viaje, pero
calumniándonos y denigrándonos de la manera más descarada. Bien es verdad que Gautier era un artista, y
Dumas, un mercachifle literario.
Pero, en fin, dejémonos de divagaciones y vamos a trasladarnos ya a
Guipúzcoa, en compañía de Gautier. El poeta salió en la diligencia de Burdeos,
el 5 de mayo de 1840: un martes. Así, pues, debió pasar el puente internacional
del Bidasoa hacía el 8, puesto que entre Burdeos y la frontera española, hay
muy bien sus 200 y pico kilómetros por carretera. Naturalmente el primer pueblo
que conoció, fue Irún. Y por cierto que le produjo buena impresión. “Irún,
escribe en su “Viaje a España”, no se parece en nada a un pueblo francés. Los
tejados de sus casas se despliegan en forma de abanico, y las tejas,
alternativamente convexas y cóncavas, forman una especie de almendro de aspecto
extraño y moruno. Los balcones son muy salientes y de herrería antigua,
ejecutada con tal esmero que asombra encontrarla en un pueblo periodo como
Irún; lo que hace suponer una gran opulencia antigua, ya desaparecida. Las
mujeres se pasan la vida en sus balcones, a los que da sombra un toldo con
tiras de colores y que son como otras tantas piezas aéreas, adosadas al cuerpo
del edificio. Sus dos costados están al aire libre y dan paso a la brisa fresca
y a las miradas ardientes. Por lo demás, no busquéis en estos edificios los
tintes rojizos y los matices de bistre y de pipa vieja que podría esperar un
pintor, pues están enteramente blanqueados con cal, a estilo árabe. De todos modos, el contraste
entre este tono de tiza y el color café y obscuro de las vigas, de los tejados
y del balcón no deja de producir un buen efecto.” Como ven ustedes, Gautier
describe Irún como un pintor. Y es que su vocación primitiva fue precisamente
la de pintor, habiendo frecuentado, durante dos años, el taller de Rioult.
Después cambió la palea por la pluma, pero nunca se desprendió de sus
preocupaciones por las formas y los colores.
Gautier no estuvo en Irún más que de paso; pero mientras le visaban su
pasaporte, tuvo tiempo de echar un rápido vistazo a la vecindad. Nos dice que
no vio en ella nada de particular, salvo el que las mujeres llevaban unos
cabellos larguísimos, recogidos en una sola trenza, que les llegaba hasta la
cintura. “Los zapatos, añade, son muy
raros; y las medias, más todavía.” Me parece que Gautier formó este juicio
bastante a la ligera, pues, en el pequeño paseo que se dio por el pueblo,
seguramente que no vio muchas mujeres, sino solo algunas campesinas, calzadas
con alpargatas. Era día de trabajo y sabido es qu éstas no salen mucho a la
calle y no usan a menudo zapatos y medias más que en los días de fiesta. Pero
es que además existen unos datos reveladores; y es que de los que figuran en la
estadística industrial del Irún de aquella época, recogida en su “Diccionario”
por el escritor navarro de mediados del siglo pasado, D. Pascual Madoz, resulta
que, para una población de 4.055 habitantes, que son los que tenían a la sazón
la villa de Irún y sus seis barrios, había nada menos que ocho zapaterías y dos
fábricas de alpargatas. Si los irundarras de aquel tiempo, y sobre todo, las
mujeres, no usaban apenas zapatos, entonces ¿de qué vivían los ocho
zapateros..? Supongo que no sería de calzar a los caballos y a las vacas...
En su paseo por el pueblo, otras dos cosas llamaron la atención de
Gautier: una placa de la Constitución y una carrera de bueyes. Dejémosle la
palabra: “En la fachada de un antiguo
palacio, convertido en casa corriente, vimos por primera vez la placa de yeso
blanco que deshonra a muchos otros palacios, con la inscripción: Plaza de la
Constitución. Está visto que lo se oculta en el fondo de las cosas, tiene que
salir siempre a la superficie por algún lado. Imposible escoger un símbolo
mejor para representar el estado actual del país. Una Constitución en España es
como un puñado de yeso, arrojado sobre el granito.” En efecto, Gautier,
que, por cierto, era un hombre apolítico, pero ideas liberales, tenía razón
hasta cierto punto: la España de 1840 no estaba muy preparada que digamos para
vivir en un régimen constitucional. La reciente guerra carlista de seis años
había puesto de manifiesto que una buena parte del país se contentaba con
seguir viviendo en un régimen absoluto. Pero algo parecido ocurrió en Francia.
¿Acaso la Revolución Francesa no tuvo también en frente a los aldeanos de la
Vendée...? Todo régimen nuevo tiene siempre en su contra a los beneficiarios y
a los fanáticos del antiguo. Es una ley histórica.
La carreta de bueyes hizo más gracia a Gautier que la placa de la
Constitución. Cedámosle de nuevo la palabra: “Un ruido extraño, inexplicable,
bronco, que producía a la vez espanto y risa, preocupaba mis oídos hacía un
rato. Se hubiera dicho que era una multitud de grajos desplumados vivos, de
niños a a quienes se estaba dando de azotes, de gatos en celo, de sierras
rompiéndose los dientes contra una dura piedra, de calderos que estaban siendo
raídos o de goznes de un calabozo, girando sobre la herrumbre y obligados a
soltar su prisionero. Yo creí que, por lo menos, se trataba de una princesa que
estaba siendo degollada por un feroz nigromante. Pero no era nada de so. Se
trataba de un simple carro de bueyes que subía por la calle principal de Irún y
cuyas ruedas maullaban horriblemente, por falta de engrase. Sin duda alguna, el
conductor prefería echar la grasa a la sopa. (Entre paréntesis: se ve que
Gautier no se había enterado todavía de que los españoles echaban a la sopa
aceite de oliva y no grasa ni manteca, como los franceses. Pero dejémosle
terminar su descripción.) El carromato era de un tipo primitivísimo: sus ruedas
macizas, es decir, sin radios, daban la vuelta al mismo tiempo que el eje, como
esos carritos que hacen los niños con cáscaras. Su ruido se oía a media legua y
se ve que no desagradaba a los naturales del país. ¡Cómo que así tienen un
instrumento de música que no les cuesta nada y que además toca solo, mientras
la rueda dure...¡Ese ruido les debe parecer tan armonioso como a nosotros los
ejercicios de un violinista sobre la cuarta cuerda. Un campesino rechazaría un
carro que no cantara. Aquel vehículo debía datar del diluvio...” Pues ¡quién
sabe!, Monsieur: a lo mejor, lo hicieron con tablones del Arca de Noé...Ya se
ve que, en su paseito por la calle principal de Irún, el escritor francés no
vio apenas cosas en qué distraerse y se entretuvo, como un chico, con una
carreta de bueyes. Por lo demás, como Gautier vivía habitualmente en París y no
conocía apenas el campo, no es de extrañar que no hubiera visto nunca carretas
parecidas en las aldeas francesas. Pero un siglo más tarde, también vi yo en su
país carretas campesinas que se lamentaban como una princesa degollada y que
cantaban hasta la Marsellesa.... En todas partes, cuecen habas.....
Desde luego, no es que el Irún de 1840 fuese tan interesante como
París; pero algo tenía que ver: las hermosas Casas Consistoriales, que datan de
1763; la columna de San Juan, erigida en recuerdo de la victoria del 15 de
Marzo de 1476, precisamente contra los franceses; la parroquia de Nuestra
Señora del Juncal, reedificada en 1508; el Hospital de la Concepción; la
histórica ermita de San Marcial...
Para que las personas que me escuchan, sobre todo, si son vascas, o
simplemente españolas, se den cuenta de cómo era Irún hace un siglo, les diré
que la villa propiamente dicha tenía 221 casas, repartidas en cinco calles,
tres de ellas algo costaneras, pero todas empedradas y la mayor parte,
embaldosadas por las aceras. El número de vecinos era de 1810. Ahora bien,
contando los seis barrios: Bidasoa, Meaca, Ergoyen, Alchigor, Lapitze y Anaca,
que constaban de 313 casas y 2.245 habitantes, resulta que la población total
de Irún era de 4055 habitantes, alojada en 534 viviendas. Había dos escuelas
primarias: una de niños, con 140 alumnos, a cargo de un maestro, que cobraba
4.000 reales anuales; y otra, de niñas, con 71 alumnas, a cargo de una maestra,
que percibía 3.000 reales. Como vías de comunicación, estaban la carretera
general y tres caminos vecinales, no muy buenos, a Fuenterrabía, a Vera y a
Lezo. Por la carretera general, llegaban diariamente el correo y las
diligencias que se dirigían hacia Madrid y hacia Bayona. La producción agrícola
consistía principalmente en maíz – 16 mil fanegas – y manzanas – 2.000 cargas –
con las que se hacía la sidra. La industria
estaba representada por dos fábricas de teja y ladrillo, una de vestidos, una
de jabón, una de juguetes de niños, una de carruajes, otra de pianos y una
alfarería. Había además nueve posadas, doce tabernas, tres cafés con juegos de
billar, dos cigarrerías, ocho zapaterías, dos fábricas de alpargatas y cinco
panaderías. Cada quince días, se celebraba mercado de ganado, precisamente en
lunes, y naturalmente había algunos tratantes de ganado, ocho traficantes de
sidra y 31 pequeños tenderos. La parroquia estaba servida por un rector, seis beneficiados
y un sacristán, no existiendo ningún convento de frailes ni de monjas. El
hospital sostenía a 16 pobres. No había Bancos.
Pero volvamos a Gautier. Yo creo que en realidad lo que más le llamó
la atención en Irún fue la vista de la primera diligencia española y sobre
todo, de sus pintorescos sirvientes. ¡Hay que ver con qué minuciosidad los
describe! “En Irún, dice, nos quitaron
los caballos y engancharon al coche diez mulas. Esas estaban afeitadas hasta la
mitad del cuerpo, mostrando media parte de cuero y media de pelo, a semejanza
de esos trajes de la Edad Media que parecen dos mitades de vestidos deferentes,
cosidos al azar. Estas bestias, así afeitadas, tienen un aspecto extraño y
parecen de una delgadez espantosa, puesto que semejante denudación permite
estudiar a fondo toda su anatomía: los huesos, los músculos y hasta sus menores
venas. Con su cola pelada y sus orejas puntiagudas parecen unos enormes
ratones. Además de las diez mulas , nuestro personal quedó aumentado en un
zagal y en dos escopeteros, adornados de sus correspondientes trabucos. El
zagal es una especie de ayudante del mayoral, que frena las ruedas en las
bajadas peligrosas, cuida de los aparejos y de los tirantes, mete prisa en las
paradas y en fin, desempeña en la diligencia, el papel de la mosca del coche de
Lafontaine, aunque con más eficacia. El
traje del zagal es llamativo y de una gran finura y elegancia. Lleva un sombrero puntiagudo, adornado con
listones de terciopelo y con borlas deseda; un saco de color marrón o tabaco,
con forros, mangas y cuello hecho con piezas de distintos colores,
ordinariamente azul, blanco y rojo, y un gran arabesco, minuciosamente
dibujado, en medio de la espalda; unos pantalones constelados de botones de
filigrana; y como calzado, unas alpargatas o sandalias atadas con cordones.
Añadid a esto un cinturón rojo y una corbata de diversos colores y tendréis un
tipo completamente característicos. Los escopeteros o miqueletes son unos
guardias cuya misión es escolar el coche y a asustar a los rateros. Estos no
resistirían seguramente a la tentación de asaltar a un viajero aislado; pero la
vista de un trabuco basta para imponerles respeto y para que pasasen
pacíficamente, saludándoos con el sacramental: Vaya usted con Dios. El traje de
los escopeteros es poco más o menos como el de los zagales, pero menos adornado
y coquetón. Los escopeteros se colocan sobre la imperial, en la parte trasera
del coche, dominando de este modo la campiña.
Ah!, en la
descripción de nuestra caravana, nos hemos olvidado de mencionar a un pequeño
postillón, montado sobre un caballo, que marcha a la cabeza del convoy y que da
impulso a toda fila.”
Como verán nuestros oyentes, la descripción no puede ser más detallada
y si tuvieron todavía la desgracia de viajar en diligencia (digo desgracia,
porque en tal caso, son ya un poco viejos), no les será difícil imaginarse la
clásica caravana.
Con ella despedimos por hoy a Mr.
Gautier, deseándole un buen viaje y prometiéndole volver a encontrarlo el
domingo próximo en Astigarraga, para que nos vaya contando sus impresiones.
II Parte
16 de
agosto de 1959
Vamos a continuar haciendo un rápido recorrido, a través
de la provincia de Guipúzcoa de 1840, en la agradable compañía del chispeante
escritor francés, Mr. Théophile Gautier.
Pero antes tengo que dar
unas explicaciones a unas amables radioyentes, lectoras de Alejandro Dumas
padre, a propósito de ciertos conceptos que vertí incidentalmente sobre él, en
mi charla anterior, y que, según me han dicho, las sorprendieron vivamente. Por
lo visto, se habían formado otra idea del célebre novelista. Les confieso que
también yo devoré, en mi juventud, bastantes novelas de Alejandro Dumas y hasta
vi, en el viejo y trágico Teatro Novedades de Madrid, todo el repertorio
teatral dumesco, que montaba y representaba estupendamente el padre de Enrique
Rambal. Innegablemente Dumas es un formidable narrador que se sabe de memoria
todos los trucos del oficio, para mantener siempre vivo el interés del lector.
En cuanto a la calidad de esos trucos, ya es otro cantar, pues en sus obras
brillan generalmente por su ausencia la verdad, la armonía, la fuerza del
pensamiento y hasta la razón. Entretiene, pero nada más. Y como literato puro,
es decir, como dominador de la lengua francesa, está muy lejos de ser un maestro,
al estilo de Flaubert. Se limita a escribir con facilidad. Por eso, entre los
escritores franceses de la época romántica, ocupa un lugar de segunda
categoría, pues no tiene comparación posible con un Víctor Hugo y ni aún
siquiera con una Jorge Sand.
Pero voy a justificar brevemente los
epítetos que le apliqué en mi anterior charla.
En primer lugar, el de “grasoso”. No
hay más que contemplar cualquier retrato suyo de la edad madura para darse
cuenta de que Dumas era un mulato gigantesco y ventripotente, que andaba por
los cien kilos o los sobrepasaba holgadamente. Creo, pues, que estaba bien
servido en lo tocante a gasa, o si prefieren otro término menos vulgar, en
tejido adiposo.
En cuanto al epíteto de
“presuntuoso”, el autor de “Los Tres Mosqueteros” fue efectivamente de una
vanidad inmensa, femenina, algo así como una “estrella” de cine. El renombre y
el dinero se le subieron a la cabeza y llevó una vida de ostentación y de
derroche que se compadecían muy poco con la humildad y estrechez de su adolescencia.
No hay más que leer sus “Memorias” para ver hasta qué grado de ridiculez llevó
el culto del yo. Acordándose de que su
abuelo paterno fue un Marqués, pero olvidándose de que su padre, el general
Dumas, fue hijo natural del aristócrata y de una negra de Santo Domingo,
Alejandro Dumas empezó a usar el título de su abuelo, haciéndose llamar
pomposamente “Monsieur le Marquis de la Pailleterie”; y al día siguiente de la
Revolución de Julio, tuvo el tupé de dirigir a Luis Felipe una ampulosa carta,
reclamando apenas veladamente una cartera ministerial. El escribiente de la víspera
de su hijo, el Duque de Orleans, se creía un estadista genial. Y como el Rey ni
siquiera le contestó, montó en la escena del Odeón, su intencionado drama
“Napoleón Bonaparte” y dio otras muestras impertinentes de oposición. A pesar
de todo, el Duque de Orleans, a quine debía en buena parte, sus éxitos
iniciales, no le retiró su protección y hasta acabó reconciliándolo con su
padre. En pago, pocos meses después, Alejando Dumas cometía la incorrección de
presentarse en un baile del joven príncipe, del brazo de una de sus queridas:
la actriz Ida Ferrière. ¡El colmo de la insolencia! El Duque se acercó a la
pareja y dijo severamente al escritor: “Il est entendu, mon cher Dumas, que vous
n´avez pu me présenter que votre femme…” (Se sobrentiende, mi querido Dumas,
que V. no ha podido presentarme más que a su señora…) Lo que traducido del
lenguaje aristocrático al vulgar, quería decir: “Ahora, gran majadero, para
repara esta indelicadeza, o te casas inmediatamente con esta mujer o te atienes
a las consecuencias...” Y Dumas se casó poco después con Ida Ferrière. Por
supuesto, el matrimonio no duró mucho tiempo y, después de derrochar juntos
unos cuantos millones, al fin, se separaron, marchándose Ida a vivir a
Florencia.
Por lo que se refiere a los epítetos
de “inescrupuloso” y de “mercachifle literario”, desgraciadamente para la
memoria de Dumas, no pueden ser más exactos. Ya en vida y pleno triunfo del
autor, en 1845, Eugenio de Mirecourt publicó en París una acusación
sensacional: “Fabrique de romans: Maison
Alexandre Dumas et Compagnie”. (Fábrica de novelas: Casa Alejandro Dumas y
Compañía.) Sin duda, había en este libro bastantes injurias y calumnias, pero
también bastantes verdades. Resulta que Dumas había contratado en secreto a una
cuadrilla de colaboradores, menos afortunados o conocidos, que le fabricaban a
todo vapor la obras, que él lanzaba tranquilamente con su nombre. Se dice que
algunas hasta sin leerlas. ¡El colmo de la desaprensión! Desde luego, muchas
fueron escitas por él mismo; pero se sabe, por ejemplo, que “Napoleón
Bonaparte” fue escrito, en su mayor parte, por Cordellier-Delanoue; “Carlos
VII”, por Nerval y Gautier; “Antony”, por Theaulon y Courcy; etc., etc. su
falta de escrúpulos llegó al extremo de hacer traducir por sus gentes a sueldo,
obras extranjeras, cambiarles el título y los nombres propios, y lanzarlas en
francés como suyas. Ejemplos: “El pastor de Ashbourn” y “Romulus”, plagiados
literalmente de dos obras alemanas de Augusto Lafontaine.
Esto en cuanto al origen
de sus obras; que en cuanto a sus argumentos, pretendidamente históricos,
todavía es peor, pues Dumas falseó la historia de la manera más descarada. No
podemos detenernos en demostrarlo, pues, en tal caso, tendríamos que dedicarle
toda la charla y ya es hora de que volvamos a reunirnos en Guipúzcoa con
Teófilo Gautier.
Lo dejamos ese otro día, mejor o peor
acomodado, en la diligencia que iba de Irún a Vitoria; y como debía hacer noche
en Astigarraga, veamos lo que nos cuenta de este pueblo.
“Cambiamos de mulas en
Oyarzun, y al anochecer, llegamos a Astigarraga, donde debíamos dormir. Todavía
no teníamos experiencia de ninguna posada española; pero las descripciones
picarescas y picantes de “Don Quijote” y de “El Lazarillo de Tormes” acudían a
nuestra memoria, y sentíamos comezón en todo el cuerpo, nada más que de pensar
en ellas. Nos esperábamos unas tortillas, adornadas con cabellos merovingios y
entremezcladas con plumas y con patas; unos pedazos de tocino rancio, con todas
sus cerdas, los cuales lo mismo podían servir para cocer la sopa que para dar
grasa a los zapatos; un vino vaciado en pellejos de macho cabrío, como aquellos
que tan furiosamente tajaba en piezas el buen hidalgo de la Mancha; y lo que es
peor, esperábamos incluso no encontrar absolutamente nada, temblando a la idea
de no hallar que tomar otra cosa, sino el fresco de la noche, ni qué cenar,
como le ocurrió al bravo Sancho, sino un aire de mandolina, completamente a
secas.”
Por lo mimo, antes que
conocer la posada, Gautier y su compañero Piot prefirieron darse una vuelta por
el pueblo. A la sazón, Astigarraga se componía de los barrios de La Calle,
formado por las casas inmediatas a la iglesia parroquial; Ergovia, situado en
el camino real para Hernani; y Santiago-Mendi, que agrupaba la mayor parte de
la población. El Urumea la dividía en dos mitades, que se comunicaban entre sí
por medio del puente de piedra, sito en la carretera. Tenía 227 vecinos y 1246
almas, alojadas en 144 casas. La más notable de éstas era el Palacio de
Murguía, que pertenecía entonces al Marqués de Valdespina, una de las casas
fuertes de “parientes mayores” allanadas por Enrique IV de Castilla en 1457.
Aparte del edificio del Ayuntamiento, también era notable “la magnífica posada
recién establecida, quizá la mejor de todas las de la carrera”, según la frase
del contemporáneo Madoz. Ya veremos lo que nos cuenta de ella Gautier. Entre
tanto escuchemos lo que nos dice de la parroquia de San Martín.
“Aprovechando la poca luz del día que quedaba, fuimos a visitar la
iglesia, la cual, a decir verdad, tenía más aspecto de fortaleza que de templo.
La pequeñez de sus ventanas, abierta en forma de aspilleras, el espesor de sus
muros y la solidez de sus contrafuertes, le daban un aspecto robusto y recio,
más guerrero que propicio a la meditación. Esta forma se reproduce a menudo en
las iglesias de España. Alrededor había una especie de claustro abierto, en
cuyo interior se veía colgada una campana de gran volumen, que se tocaba,
agitando su badajo con una cuerda, en lugar de voltearla.”
.....al amanecer y la iglesia debía
estar medio sumida en las tinieblas, pues entonces no había luz eléctrica, de
seguro que Gautier no pudo ver bien el altar mayor, cuya parte principal estaba
ocupada por un hermoso cuadro de la Asunción de Nuestra Señora, pintado en Roma
en 1642, y en el que se exhibía asimismo una cabeza de piedra preciosa, hallada
en 1683 en uno del os montes del término municipal, la cual fue depositada en
dicho altar, por creerse que había pertenecido a una antigua efigie de
Santiago, patrón de la villa, el cual tenía dedicada una ermita, situada en una
altura, a tres cuartos de legua de la iglesia.
Terminado su pequeño
recorrido por el pueblo, Gautier y su compañero se volvieron a la posada.
“Cuando nos condujeron a nuestras habitaciones, escribe, nos quedamos
deslumbrados ante la blancura de las cortinas del lecho y de las ventanas, ante
la limpieza holandesa de los pisos y el cuidado perfecto de todos los detalles.
Unas muchachotas hermosas y bien plantadas, con sus magníficas trenzas
cayéndoles sobre los hombros, e irreprochablemente vestidas, la cuales no se
parecían en nada a las maritornes que nos habíamos imaginado, iban y venía n de
un lado para otro, desplegando una actividad de buen augurio para la cena que
no se hizo esperar. Esta fue excelente y
muy bien servida; y aún a riesgo desaparecer minuciosos, vamos a hacer su
descripción. Precisamente las diferencias de un pueblo a otro se componen de
estos mil pequeños detalles que suelen desdeñar los viajeros, enfrascándose, en
cambio, en consideraciones poéticas y políticas, que se pueden escribir
perfectamente de un país, sin necesidad de ir a él.
Para empezar, nos
sirvieron una sopa grasosa que se diferencia de la nuestra en tener un tinte
rojizo, debido al azafrán que le echan para darle color. A propósito, he aquí,
pues, una muestra de color local: la sopa roja. El pan s muy blanco y
apelmazado, con una corteza lisa y ligeramente doradas. Además está salado de
un modo que inmediatamente se dan cuenta laos paladares parisienses. Los
tenedores tienen el mango vuelto hacia atrás,
las puntas, lisas y talladas como las púas de un peine. Las cucharas
también tienen una forma de espátulas, inusitada en nuestra vajilla. El mantel
era una especie de damasco de grano gordo; y en cuanto al vino, tenemos, que
confesar que era del más hermoso color violeta de obispo que se puede ver, y
tan espeso que se podía cortar con un cuchillo, sin que los jarros en que lo
servían, le diesen ninguna transparencia.
Después de la sopa, nos
sirvieron el puchero: plato eminentemente español, o más bien, el único plato
español, porque se coma todos los día desde Irún a Cádiz y desde Cádiz a Irún.
Entran en la composición de un buen puchero, un gran pedazo de carne de vaca,
otro de carnero, un polo, varios trozos de
DOS
VALIENTES DE VERDAD:
UN REY DE
ESPAÑA Y UN CAMPESINO NAVARRO
30 de Agosto de 1959
Por el profesor Manuel García Sesma
La calamidad más terrible que azotó a Europa en
el siglo XIX, aparte la endémica de las guerras, fue sin duda alguna el cólera
morbo asiático. Antiquísimo en las
Indias Neerlandesas, en Indochina y, sobre todo, en el Indostán, con focos casi
permanentes en Calcuta, Allahabad, Madras y Bombay, solo era conocido vagamente
en Europa por las noticias de algunos viajeros.
Hasta que en 1830 lo introdujeron en Polonia las tropas zaristas,
enviadas por Nicolás I para reprimir la insurrección de Noviembre. De aquí se propagó sucesivamente a Moldavia,
Galitxia, Inglaterra, Irlanda, Francia, Portugal, Holanda, Bélgica y España,
ocasionando verdaderas hecatombes. En
Francia solamente produjo más de cien mil víctimas.
Durante el siglo XIX, España fue atacada por la
terrible epidemia en cinco ocasiones: en 1835, en 1856, en 1865 y en 1890. La más benigna de todas fue la última, pues
se limitó a algunas localidades de Valencia, Toledo y Asturias, ocasionando
pocas defunciones. en cambio las
restantes se extendieron a toda la Península, cebándose mortíferamente en la
población. el cólera de 1835 empezó en
el puerto de Vigo, habiendo sido importado por la tripulación de un buque
inglés y por los portugueses refugiados de la escuadra de Don Pedro. De allí se propagó a Galicia, mientras que en
Andalucía entraba por la frontera de Portugal, y en Cataluña, por la vía
marítima del Mediterráneo, traído por unos buques franceses, que atracaron en
Rosas y en Tarragona. En cambio, las
epidemias de 1856, 65 y 85 fueron introducidas exclusivamente por buques
franceses, surtos en los puertos de Levante, empezando la del 65 en Valencia, y
la del 85 en Alicante.
La más horrorosa fue la de 1865, que marcó una
huella profunda en todas las capas de la sociedad española. Recuerdo que en mi juventud todavía se
llamaba antonomásticamente a dicho año " el año del cólera",
refiriéndose a él los adultos, como a la más horrible pesadilla de su vida.
Ya en el otoño de 1864, aparecieron numerosos
casos de coléricos en Nolvelda y algunos, en Elche. Sin embargo, cuando empezó
adquirir aterradoras proporciones, fue hacia fines de la primavera de
1885. El mismo Gobierno se creyó en el
caso de prevenir a España entera, por medio de la "Gaceta Oficial",
revelando que, en solo el día 18 de Junio, habían ocurrido en Valencia y su
provincia 115 defunciones; y en la de Murcia, 322 casos y 90 defunciones. En cambio, en Madrid solo habían aparecido
hasta entonces cinco casos. Pero la
declaración oficial de la "Gaceta" fue lo bastante para que cundiera
el pánico entre los madrileños, enlutando al día siguiente sus casas los
tenderos de la calle de Toledo y organizándose una manifestación que recorrió
las calles de la Corte, paseando una bandera negra y obligando a cerrar todos
los establecimientos comerciales, a excepción de las farmacias y de las tiendas
de comestibles. El presidente del consejo de Ministros, don Antonio Cánovas del
Castillo, y el ministro de la Gobernación, don Francisco Romero y Robledo, se
trasladaron, durante 24 horas, a Murcia, para repartir socorros; y con el mismo
objeto, hizo un viaje a Valencia el Ministro de Gracia y Justicia, don
Francisco Silvela. El mismo Rey, don Alfonso XII, de ánimo generoso y
arriesgado, quiso acudir en persona a consolar y auxiliar a los atacados,
estando a punto de provocar una crisis ministerial, ante la oposición de sus
Ministros a la realización de sus propósitos.
Pero huyo de renunciar, por el momento, a ellos, ante la negativa
rotunda de los jefes de todas las fracciones políticas monárquicas a asumir la
responsabilidad de semejante aventura.
En tan dramáticos momentos, el sabio médico
catalán, Dr. Jaime Ferrán, descubrió su famosa vacuna anticolérica, que
representaba un remedio verdaderamente providencial para atajar la terrible
epidemia. Comisionado en 1884 por el Ayuntamiento de Barcelona para estudiarla
en Marsella y en Tolón, donde reinaba a la sazón, el Dr. Ferrán se había
entregado, con juvenil entusiasmo, a tan delicada tarea, en el modestísimo
laboratorio de los Doctores Nicati y Riessh.
En septiembre del mismo año, había vuelto a España y, encerrándose en su
laboratorio de Tortosa, con su inseparable compañero Paulí, al cabo de tres
meses de pacientes observaciones y experimentos, había conseguido dar con un
suero que inmunizaba, al menos contra la terrible bacteria. Era un buen triunfo
de la ciencia española, y nada más lógico que, al cebarse nuevamente en el país
la espantosa plaga, el pueblo y las autoridades se hubiesen apresurado a
utilizar su remedio. Pero
desgraciadamente no fue así; y la indiferencia, cuando el Gobernador y el
Alcalde de Valencia, unidas a la ignorancia popular, y a la suspicacia y
espíritu rutinario de no pocos facultativos, frustraron, en gran parte, los
esfuerzos del sabio catalán. Si se
hubiera hecho caso de su vacuna, no habrían muerto más allá de seis mil
personas; pero, por no hacérselo, perecieron nada menos que ciento cincuenta
mil... Los españoles somos así. Reconocer los inventos ni los méritos de otro
compatriota eminente..? Jamás. ¡Caray!, nosotros somos todos herederos directos
de la sabiduría de Salamón…!
Hay que hacer constar, sin embargo, que algunos
pueblos acogieron la vacuna de Ferrán con verdadero entusiasmo y que los más
eminentes médicos españoles de entonces, con el Dr. Amalio Gimeno a la cabeza,
se convirtieron en acérrimos defensores del método de su colega catalán. La ciudad de Alcira se prestó en masa a ser
vacunada; y en la gran controversia, entablada en torno al descubrimiento, en
el Ateneo de Madrid, rompieron lanzas en su favor los Doctores Pulido,
Fernández Caro, Tolosa Latour, Comenge y otras eminencias. La misma Real Academia de Medicina, presidida
por el Dr. Alonso y Rubio nombró a este propósito una comisión que emitió un
dictamen bastante favorable. Pero otra
comisión dictaminó en contra, y naturalmente se le hizo más caso. ¡Cómo no!, si
era extranjera. Ello no fue obstáculo
para que, años más tarde, en 1907, la Academia de Medicina de París otorgase un
premio al Dr. Ferrán, previo un informe altamente laudatorio del célebre Dr.
Pierre-Emile Roux, discípulo de Pasteur, en el que se reconocía a nuestro
compatriota el mérito de “La iniciativa de la inmunización preventiva contra el
cólera”.
Pero en 1885, los necios y los rutinarios
esterilizaron, en buena parte, los esfuerzos generosos de Ferrán. Sus
patrióticos ofrecimientos de vacunar gratuitamente a los albergados en los
asilos, a las Hermanas de la Caridad y a las familias pobres, no fueron tomados
en consideración; y como era de esperarse, el mal, en vez de disminuir, tomó
cada día más incremento. Aragón, Cataluña y Castilla la Vieja se vieron a
continuación invadidas por la epidemia, manifestándose principalmente en
Zaragoza, Tarragona, Toledo y Cuenca. El
28 de Junio se contaron nada menos que 1040 casos y 513 defunciones¸ eso sin
contar los terribles focos de Cuenca y de Murcia, de las que no se habían
obtenido todavía noticias. Y el día 29,
se presentaron, solamente en Aranjuez, 134 casos, todos ellos gravísimos, y 33
defunciones. Con tal motivo, el pánico en el Real Sitio fue indescriptible.
Todos los vecinos de algunas posibilidades económicas abandonaron
precipitadamente el lugar. Entonces el Rey Alfonso XII, sin comunicar a nadie
sus intenciones salió de incógnito del Palacio de Oriente, a las 7 de la mañana
del día 2 de Julio, y acompañado de un solo ayudante, tomó dos billetes de
primera clase en la estación del Mediodía y se presentó en Aranjuez. Allí se dedicó a recorrer los hospitales y
casas de coléricos, prodigando a todos consuelos y ofreciendo su palacio del Real
Sitio para departamento de convalecientes.
Aunque el monarca solo había dejado una carta cerrada para la Reina
María Cristina en la que le daba cuenta de su viaje, con el encargo de que no
se la entregasen hasta que se hubiese levantado de la cama, pocas horas
después, se enteró Madrid entero del gesto real. Un extraordinario del diario “El Correo” se
encargó de propalar la noticia.
Inmediatamente el Gobernador Civil de Madrid se presentó en Aranjuez en
un tren especial, y en la sesión del Congreso de aquella tarde, se levantó su
presidente, don Práxedes Mateo Sagasta, para comunicar a la Asamblea: -“Señores
diputados: S. M. el Rey está en Aranjuez, adonde ha ido para luchar
denodadamente con la muerte. Ante este nobilísimo rasgo de generosidad y de
valor, únicamente se me ocurre dar un entusiasta viva a S. M. El Rey.”
Todos los Diputados se pusieron en pie para
corearlo, y levantando acto seguido la sesión, se dirigieron a la estación de
Atocha, a esperar el regreso del Monarca.
Llegó, en efecto, al atardecer de dicho día, y la ovación que le tributó
el pueblo de Madrid, fue extraordinaria. Tan extraordinaria como merecida.
Porque, desde luego, es indiscutible que aquel gesto de un día del Rey Alfonso
XII; dada precisamente su posición relevante, fue un verdadero rasgo de nobleza
y de valentía. Sin embargo..., ¿cuántos
miles de obscuros españoles no demostraron, en aquellas trágicas
circunstancias, no ya durante veinticuatro horas, sino durante semanas enteras,
igual o más valor y humanitarismo..? Voy
a citarles un solo ejemplo: el de un humilde campesino navarro, conocido en el
pueblo de Fitero de donde era natural, con el nombre del Tío Victorillo el
Alvarilla.
Como era de esperar, la
mortal epidemia, una vez invadidos Aragón y Castilla, no tardó en penetrar en
Navarra, haciendo su aparición en Fitero, hacia mediados de Agosto del mismo
año. El primer atacado fue Juan de Mata González Jiménez, que murió casi de
repente el 19 de dicho mes. Vivía en el número 64 de la calle mayor.
Inmediatamente se propagó a las demás calles. Las más castigadas fueron la de
Palafox – antiguo Virrey de México -, con 16 víctimas; la calle mayor, con
otras 16; los Charquillos, con 11; la calle de San Juan, con 9; la de la loba,
con 8; y el Cogotillo Bajo, con 7. Pero ninguna se libró del azote, pues las
que salieron mejor libradas, como el Cortijo, Oñate, San Antón, Patrona y Espoz
y Mina, tuvieron cada una su víctima respectiva. La epidemia duró 41 días, haciendo un total
de 115 víctimas, de las que 48 fueron varones y 67, hembras. Como se ve, pues,
el cólera atacó mucho más a las mujeres que a los hombres; y por lo que se
refiere a las edades, se cebó sobre todo, con la niñez y la edad madura,
pereciendo 59 niños, ente los cero y los 15 años, y 25 adultos, entre los 30 y
60. La epidemia alcanzó su periodo álgido del 7 al 14 de septiembre, contándose
el día 7 otras tantas defunciones; el 10, cinco; y el 14, otras cinco. La última víctima del terrible azote fue una
infortunada casada; Petronila Lavilla Alvarez, de 42 años, que murió el 29 de
septiembre de 1885, en la casa número 8 de la calle de San Juan.
Con tan tremenda hecatombe, no es de extrañar que el número total de
defunciones de aquel año ascendiese a 203; es decir, a más del triple del
promedio anual ordinario.
En tan dramáticas circunstancias, no es difícil imaginarse cuál sería
el estado de ánimo y el aspecto de Fitero. Por supuesto, las Fiestas
Patronales, que se celebran todos los años en Septiembre, se suspendieron -
¡para Fiestas estaba la cosa...! -, las labores del campo quedaron
semiparalizadas, sus famosos Balnearios termales, tan concurridos en el verano,
se despoblaron completamente y el comercio sufrió un verdadero colapso. La preocupación y la tristeza se pintaban en
todos los semblantes, pues nadie estaba seguro de no ser llevado horas después
al cementerio. Y en efecto, más de una vez se dio el terrible caso de vecinos
que la noche anterior, habían estado reunidos a la puerta de una casa, tomando
el fresco y comentando los sucesos, y que al día siguiente, se enteraban, al
levantarse, de que aquella misma noche, había muerto uno de los contertulios.
Como el bacilo del cólera – el famoso “Spirillum cholerae o Vibrio
comma” – había ya sido descubierto, dos años antes, por el célebre doctor
alemán, Roberto Koch, y se sabía de manera cierta que la enfermedad era de
origen hídrico, los médicos recomendaban, como medidas preventivas, el
abstenerse de beber agua corriente, de tomar melón, sandía y otras frutas
aguanosas, y en general, de comer cualquier clase de verduras en crudo.
Semejante recomendación dio como resultado el que aquel año, no se recogieran
las frutas de los campos, lo que aprovecharon los mozalbetes inconscientes para
darse los grandes banquetes.
Antes de que comenzara la catástrofe, el Ayuntamiento de la Villa,
imitando el ejemplo de otros lugares, estableció un pequeño lazareto en la
entrada del pueblo, instalándolo en la casilla de la era del Tío Valito,
situada en la carretera de Cintruénigo.
Allí se detenía a todo el que llegaba por dicha carretera, sometiéndolo
a una fumigación obligatoria, como medida de precaución. Pero de nada sirvieron
tales fumigaciones, pues el temible bacilo penetró en el pueblo, a pesar de
todo. Iniciada la mortandad, uno de los problemas más angustiosos con que se
encontró el Municipio fue el de encontrar una persona idónea y valerosa, que se
prestaba a vigilar a los presuntos muertos, en el depósito del cementerio, pues
los coléricos eran trasladados a este lugar, sin pérdida de tiempo, apenas
daban señales de fallecimiento. Ahora bien, enterrarlos antes de que pasasen
las veinticuatro horas era una verdadera temeridad, pues, en más de una
ocasión, la muerte solo era aparente y no real; - y a pesar de todo,
seguramente que, en aquella época, se enterró vivo, a más de un ciudadano en
toda España.
Pero, ¿quién era el valiente que se iba a prestar, ni por todo el oro
del mundo, a pasarse día y noche, en semejante lugar y compañía...? Tanto más
cuanto la terrible enfermedad se presentaba con caracteres exteriores
repugnantes y pavorosos: gran descomposición del semblante, hundimiento de los
ojos, vómitos violentos, frecuentes diarreas albinas, calambres aparatosos,
angustiosas asfixias, etc. Así que huelga decir el aspecto poco agradable y
tranquilizador que presentarían las pobres víctimas. Sin embargo, no faltó en
Fitero un vecino verdaderamente valiente, que se prestó espontánea y
desinteresadamente a tan macabra tarea. Fue el Tío Victorillo el Alvarilla.
Yo no llegué a conocer a este benemérito fiterano; pero una anécdota
de él que oí contar en mi infancia a mi padre, revela mejor que nada cual debió
ser su temple de ánimo. A la sazón, las
víctimas del cólera no eran enterradas en cajas individuales, ya que no se
podía guardarlas en casa hasta que las hicieran una a la medida, sino que eran
trasladadas inmediatamente al cementerio, en un ataúd común. Allí se dejaban los cadáveres en el depósito,
al cuidado del Tío Alvarilla, envueltos
sencillamente en una sábana, hasta que les tocara el turno de enterrarlos. Y junto a ellos, se dejaba asimismo el ataúd
común, en espera de que viniesen a buscarlo los que lo necesitasen para traer
nuevos difuntos, ya que nadie quería guardar, dentro del pueblo, aquel macabro
armatoste. Así, pues, una noche, se
presentaron, con tal objeto, en el camposanto, unos vecinos, a los que se les
acababa de morir un pariente. Como es natural, trataron de entrevistarse antes
de nada con el Tío Alvarilla; pero, cosa extraña, entraron en el depósito y no
lo encontraron. ¿Dónde, diablos, se habría metido el buen hombre...? Dieron algunas
voces, llamándolo por su nombre, y no respondió nadie. Entonces se decidieron,
sin más trámites, a llevarse el ataúd. Pero al levantarlo y notar que pesaba
más de la cuenta, comprendieron inmediatamente que había alguno dentro.
¿Quién..? Se figuraron que sería algún muerto, olvidado por el Tío Alvarilla;
pero abrieron la tapa, que por algo estaba un poco entreabierta y oh!
Tragicómica sorpresa, s encontraron con que era ni más ni menso que el Tío
Alvarilla, quien dormía tranquilamente en el ataúd..! No me negarán ustedes que
el buen hombre tenía valor y sangre fría!
Por supuesto, la Muerte respetó por entonces a este bravo, y, cuando
terminó la epidemia, el párroco don Joaquín Aliaga, desde el púlpito de Santa
María la Real, hizo el más caluroso elogio de la conducta valerosa y
humanitaria de este heróico hijo de Fitero. Por su parte, el Ayuntamiento, para
recompensar de algún modo sus servicios, acordó pagarle cinco pesetas por cada
día que los prestó, regalándole además un traje completo.
Mas, desde luego, ni la prensa de Madrid ni la de provincias se acordó
de ensalzar al Tío Alvarilla, como al Rey Alfonso XII. Era natural, porque se
trataba de un desconocido. Pero ¿quién
negará que mi humilde paisano demostró, en aquellas trágicas circunstancias,
aún más serenidad y valentía que el intrépido y malogrado Rey de España..?
CHARLAS VASCO-NAVARRAS
LEYENDA Y SANTUARIO DE SAN MIGUEL
DE EXCELSIS
"San
Miguel de Excelsis: historia, arte y devoción popular"
04 de
octubre de 1959
I
San Miguel de Excelsis es uno de los más famosos santuarios de
Navarra. Famoso, por su estupenda leyenda medieval; por sus recuerdos
históricos; por su célebre retablo esmaltado, tan estudiado y discutido por los
arqueólogos nacionales y extranjeros.
Se encuentra en la cumbre más alta de la Sierra de
Aralar, la cual comienza, hacia el este, en el Valle de Araquil, continúa
transversalmente por el sur, tocando en el de la Burunda, y entrando hacia el
centro, en la provincia, de Álava, termina por el lado norte, en la provincia
de Guipúzcoa; pero San Miguel de Excelsis pertenece al Valle de Araquil, es
decir, a Navarra.
La leyenda de San Miguel de Excelsis tiene toda la ingenuidad, frescor
y dramatismo de las mejores leyendas medievales. Dolores Baleztena y Miguel
Angel Astiz han dado, hace algunos años, una excelente versión de ella, en su
curioso libro “Romerías navarra”
(Pamplona, 1944), y a ella nos vamos a atener. Como en todas las leyendas,
seguramente que en la de San Miguel de Excelsis, hay un fondo de verdad; y con toda
seguridad, el protagonista de la misma, don Teodosio Goñi el Parricida, no es
un personaje mítico, sino que existió en realidad pues todavía se conserva en
el pueblo de Goñi, la ermita de San Miguel, en la que se afirma se entregó a la
penitencia el desdichado caballero. El valle de Goñi se encuentra hacia el
sureste de la Sierra de Aralar, está resguardado por las sierras de Urbasa y
Andía y comprende los pueblos de Aizpún, Azanza, Goñi, Munárriz, perteneciendo
al partido judicial de Estella.
En este valle, vivía a principios del siglo VIII, el personaje
principal de nuestra leyenda. Según ésta, Teodosio de Goñi pertenecía a una de
las casas más antiguas y linajudas de la región de Navarra; era señor del Valle
de Goñi y estaba casado con doña Constanza de Butrón, dama asimismo noble y
rica, siendo mayores todavía sus virtudes que sus cuantiosos bienes de fortuna.
A la sazón, los tiempos no podían ser más revueltos: vascones y visigodos
andaban, desde hacía muchos años, a la greña, y la invasión sarracena de la
Península ibérica acababa de encender, para
unos cuantos siglos, la hoguera devastadora de la guerra. Los caballeros
medievales que se aburrían en sus dominios, tenían ocasión de distraerse,
mezclándose con su espada en estas contiendas, en la seguridad de que, si no
perdían la vida en ellas, conquistarían fama, honores y riquezas, y hasta quién
sabe si algún trono más o menos resplandeciente. El caballero Teodosio de Goñi
se contagió de la sed de aventuras de la época y un buen día se despidió tiernamente
de sus esposa y abandonó su valle nativo, en busca de la gloria.
¿Se fue a luchar contra los moros, que avanzaban incontenibles por el
sur de España, o contra las tropas visigodas de don Rodrigo, atacadas por los
vascones, al sublevarse contra ellas Pamplona...? Nada se sabe; lo cierto es
que estuvo ausente de su dominio durante varios años, al cabo de los cuales
volvía cargado de honores y todo ilusionado, soñando con la paz de su hogar, el
cariño de su esposa y la ternura de sus padres que estarían esperándole, cuando
le salió al camino un extraño ermitaño, agotado, al parecer, por las austeras
penitencias, a que se dedicaba en aquellos solitarios parajes. Su voz grave y su apariencia de hombre de
Dios impresionaron a Teodosio, quien se apeó de su caballo, para besarle la
mano. Y he aquí que, cuando estaba conversando tranquilamente con él, le hizo
de pronto el ermitaño la más terrible revelación: mientras él, Teodosio de
Goñi, espejo de caballeros y noble navarro de esforzado ánimo, honraba con sus
hazañas el blasón de sus mayores, su mujer, a la que él creía la más digna y
amante de las esposas, aprovechando sus ausencia, mancillaba bajamente su
honra, afrentándole con un criado suyo, vil profanador de su casa.
“¡Ay de ti, desgraciado caballero – le dijo el ermitaño, según nos
cuenta Fray Tomás de Burgui -, que en cada paso que avanzas hacia tu casa, te
vas despeñando en un abismo de dolor, de ignominia y de amargura! Ojalá pudiera
darte un anuncio más proporcionado a tu nobleza y méritos; pero ahora mismo tu
esposa, ignorante de tu regreso, está entregada a execrable delito. Cerca estás del desengaño; llégate con
disimulo y podrás evidenciarte de ello por tus ojos. Trata del remedio más
oportuno para en tu casa cese el escándalo del pueblo, tu fe y honor se vean
menos ultrajados y Dios sea menos ofendido.”
Pronunciadas esas palabras, desapareció aquel extraño individuo.
Atónito y espantado se quedó Teodosio de Goñi, ante tan tremenda revelación.
Pero sería verdad tanta vileza..?
Atarazado por los celos, montó de nuevo a caballo y, aguijoneando
furiosamente a la bestia, voló al lugar de sus desventuras. Era ya de noche,
cuando, penetrando sigilosamente en el pueblo, se acercó con cautela a su casa,
los corredores de sus palacio, llegó por fin hasta la puerta de su aposento.
Pegó la oreja a la cerradura y no oyó nada. Este silencio le serenó un momento,
pensando que seguramente Constanza era inocente de la horrenda calumnia que el
extraño ermitaño había vertido en mala hora en sus oídos. ¿Entraría...? ¿No
entraría...? Había que salir cuanto antes de la torturante duda; y empujando cuidadosamente
la puerta internóse en la estancia. Se acercó de puntillas al lecho conyugal y
percibió claramente la reposada respiración del que duerme sin cuidados. Entonces adelantó la mano derecha hacia la
cabecera y palpó dos rostros diferentes, pues el uno era velludo y el otro, no.
No cabía duda alguna. Allí estaban durmiendo un hombre y una mujer. Su corazón
empezó a palpitar aceleradamente, la sangre se le subió al rostro, como una
oleada de fuego, y levantando su daga, la descargó repetidas veces sobre los
dos cuerpos. Los golpes debieron ser tan certeros que las víctimas apenas si
exhalaron un leve quejido. Tiró allí mismo la daga y salió del aposento. Con paso
firme y despreciando ya toda cautela, abandonó su palacio, en el momento en que
la luz de la aurora empezaba a iluminar el pueblo. Frente a su casa señorial,
se alzaba la iglesia parroquial. De ella salía en aquel momento una mujer,
envuelta en su manto. Al ver a Teodosio, se detuvo un instante asombrada y, al
reconocerlo, se precipit´ohacia él, con radiante alegría. Helada se le quedó la
sangre en las venas al caballero, al ver parda frente a él a su esposa, a quien
creía ya muerta junto a su cómplice.
-
¡Constanza! ¿De dónde vienes...?,
le preguntó estupefacto.
-
Ya lo ves:de oír misa primera.
-
Entonces ¿quiénes duermen en nuestra
cámara...?
Extrañada
de la actitud de Teodosio y del tono angustioso de su voz, le replicó su mujer:
“¿Pero qué es lo que te pasa, Teodosio...? En nuestra cámara duermen tus
padres, a los que hice, tiempo ha, venir a vivir conmigo, para hacerme compañía
y atenderlos, al mismo tiempo, mejor.
Al oír aquellas palabras, el desdichado caballero se llevó las manos a
la cabeza y por poco pierde el sentido, presa de horror y de emoción.
-
¡Desgraciado de mi!, exclamó; y
huyó avergonzado de la presencia de Constanza.
Ella se dirigió inmediatamente al Palacio y comprendió. Entretanto,
Teodosio fue a buscar al párroco del lugar y le confesó entre sollozos su doble
crimen. Había asesinado bárbaramente a sus dos ancianos padres y había
ultrajado al mismo tiempo a su inocente esposa, en lo más delicado de su
honor...!
¿Podía haber perdón para él...? El párroco de Goñi trató de calmarlo;
pero, visto lo horrible del suceso, le ordenó que saliera, en el mimo instante,
camino de Iruña, para que el santo obispo Marciano decidiera de su suerte. Y
así lo ejecutó.
Hacía tan solo unas horas que acababa de recorrer aquellos mismos
parajes, feliz, triunfante y optimista, mecido por sueños de amor y de
felicidad, hasta que se topó con el funesto ermitaño que emponzoñó su alma, y
ahora volvía a pesar por ellos abatido, desesperado, humillado y deshonrado....
Después de vagar, por mucho tiempo, sin rumbo fijo, como un demente,
por aquellos valles y cerros, andando y desandado camino y verdades, el
desgraciado caballero llegó por fin a Iruña, donde confesó a San Marciano su
doble parricidio. Aterrado se quedó el buen obispo, al escuchar la confesión
del señor de Goñi.
Pero, hijo mío, le dijo: ¿Te das cuenta del horrendo crimen que has
cometido...? Grande es la misericordia de Dios y de seguro que no ha de
faltarte, si, como veo, estás bien arrepentido. Pero dada la enormidad de tu
pecado, yo no sé si acertaría a imponerte la penitencia conveniente. Ve, pues,
a Roma como peregrino y que el mismo Santo Padre te la imponga.
Teodosio de Goñi se visitó un tosco sayal, tomó un bordón y
confundiéndose con los más humildes peregrinos que confluían a la sazón, por
todos los caminos de la cristiandad, en dirección a la Ciudad Eterna, emprendió
su larga y penosa peregrinación confiándose, como un mendigo, a la caridad de
las gentes. Por entonces, gobernaba la
nave de Pedro el Pontífice Juan VII. Cuando, al cabo de algunos meses, logró el
caballero navarro llegar a la capital del mundo cristiano, fue inmediatamente a
postrarse de hinojos ante el Papa y a descargar su conciencia torturada. A la sazón, las penitencias que imponía la Iglesia,
eran bastante más dura que ahora, incluso para los señores y hasta para los
reyes. Así, pues, no es de extrañar que
el Santo Pedro, después de oír la confesión de Teodosio, le impusiese la
siguiente: mandólo, por de pronto, que ciñese su cuerpo con una gruesa cadena y
que, cargados de una gruesa cruz de madera, hiciese penitencia en los lugares
más apartados del comercio humano, sin dormir nunca bajo techado; que
continuase así hasta que se le desprendiese la cadena de la cintura, lo cual
sería prueba de que dios le había perdonado; y que en el lugar donde esto
ocurriese, levantase un templo en honor de San Miguel Arcángel.
Duro era el castigo, pero Teodosio salió de Roma confortado con la
esperanza del perdón, aunque fuese tan lejano, pues ¿cuándo acabarían de
desgastarse y desprenderse aquellas gruesas cadenas...? Y naturalmente volvió a
su querida Navarra. Por allí anduvo varios años, errando por los montes más
fragosos, siempre con su cruz a cuestas, arrastrando su pesada cadena y
entregado a las más austeras penitencias. Una vez, en su continuo peregrinar,
sus deseos más que sus pies lo llevaron a la Sierra de Andía. Desde allí se
divisaba su señorial valle y su casa nativa. ¿Cómo no ceder a la tentación de
verlos más de cerca y de percibir, aunque fuera de lejos, la grácil silueta de su
desgraciada mujer, cuando saliera de la
iglesia...? Sus ojos se humedecieron de ternura, al recordar la imagen de
Constanza, y casi sin darse cuenta, se encontró de pronto ante un árbol
corpulento, tras de cuyo tronco se ocultó, con el corazón palpitante, esperando
el paso de la misma. Pero en la lucha interior que sostuvo durante la espera,
venció la voluntad al deseo y acabó por alejarse de allí. Aquella satisfacción
que quería darse, no era completamente contraria al espíritu de la penitencia
que le había impuesto el Santo Padre...? ¿No representaba una capitulación ante
las tentaciones de la carne...? Entonces le ocurrió un accidente altamente
significativo; y es que al intentar alejarse del árbol en que se había
escondido, la cadena se le enredó en las raíces del mismo, como si alguien
quisiera detenerle. Teodosio dio entonces un fuerte tirón y se deshizo del
obstáculo; pero, al seguir adelante, se dio cuenta, con alegría, de que, al
separase, se había roto un eslabón de la cadena. ¿No era esto una prueba
evidente de que Dios acababa de premiar su pequeño sacrificio..? En recuerdo de
este suceso, el caballero navarro plantó una cruz en aquel lugar.
Para no tener en adelante semejantes tentaciones, se alejó de aquellos
parajes y, poniendo de por medio el ancho Valle de Araquil, subió a la cumbre
de la Sierra de Aralar, redoblando allí sus extraordinarias penitencias. Desde
luego, no era cosa fácil que la gruesa cadena que arrastraba, se gastase antes
que sus fuerzas agotadas, y de no intervenir en su favor la misericordia de
dios, concediéndole un piados indulto, su terrible penitencia duraría lo que su
propia vida. Pero aquélla intervino a tiempo. Había en lo alto de las rocas que
coronan y ciñen la sierra, una cueva profunda y lóbrega, donde, al decir de las
gentes, solía aparecer de tarde en tarde, un dragón enorme y espantoso, que
aterrorizaba a todos los moradores de la comarca. Por supuesto, ninguno lo
había visto de cerca; y abultando un poco más las proporciones del monstruo, se
agregaba que era un aborto del infierno. ¿Quién, sino al mismísimo demonio,
podía entretenerse en aterrorizar a aquellas sencillas y cristianas gentes...?
Un día, encontrándose Teodosio junto a la sima, vio salir por su boca el
terrible dragón, avanzando a grandes pasos hacia él y extendiendo sus feroces
garras para destrozarlo. Desarmado como
estaba el antiguo caballero y sin fuerzas para resistir a la acometida de la
fiera, se quedó inmóvil ante el peligro.
Pero firme en su fe, cayó de rodillas, implorando la protección divina,
y lanzó este grito, salido del fondo de su alma: - ¡San Miguel me valga!.
Y en efecto, le valió, pues inmediatamente se cubrió la cumbre de
Aralar de resplandores celestiales y envuelto en ellos, apareció magnífico y
radiante, el Arcángel San Miguel, Príncipe de las milicias celestiales. No blandía una espada flamígera, como de
ordinario, sino que, con sus brazos, sostenía sobre su cabeza, una cruz
resplandeciente. El Arcángel se irguió
sobre el dragón y mostrándole la cruz que llevaba encima, lanzó en vasco, que
era la lengua del penitente navarro, aquel potente grito de guerra, con el que
venció a los ángeles rebeldes: “¿Nor Jaungoikoa bezala...? ¿Quién como Dios...?
Al conjuro del Santo Hombre, el dragón se precipitó impotente por la sima, mientras
que Teodosio, testigo mudo y maravillado de aquella sobrenatural escena, sintió
que caían rotas a sus pies las pesadas cadenas, que, durante siete largos años,
le habían tenido ligado a tan austera penitencia. Evidentemente, era la señal
de que Dios le había, al fin, otorgado su perdón.
Tiempo le faltó al Señor de Goñi para descender de la sierra de Aralar
e ir a reunirse con doña Constanza, en su casa solariega. El relato de sus
penitencias y del extraordinario milagro de que había sido testigo, llenó a
todos los habitantes del Valle de admiración y todos decidieron secundar a los
señores de Goñi en el cumplimiento del mandato del Sumo Pontífice: levantar en
la cumbre del monte Aralar, donde se había consumado el prodigio, una iglesia
en honor de San Miguel, que lo perpetuara por los siglos de los siglos. Con
noble desinterés, los Señores de Goñi se desprendieron de bienes y haciendas, y
consagraron el resto de sus días a extender la devoción a su Santo protector.
El pequeño templo, allí levantado, fue llamada de San Miguel de Excelsis o de
San Miguel Excelso, a causa de la altura en que se edificó, y en él se empezó a
exponer a la pública veneración, una imagen de dicho Arcángel, tallada en
madera, de la que se dice que fue hallada por Teodosio, en el lugar de la
aparición. Esta imagen, recubierta de plata sobredorada, es la que se venera
todavía hoy.
Después de una vida ejemplar, los Señores de Goñi fueron enterrados, a
su muerte, en el mismo Santuario; pero se ignora exactamente el lugar de su sepultura.
Una tradición dice que se encuentra debajo de una gran columna redonda, que hay
a la derecha de la entrada de la iglesia.
Y esta es la curiosa leyenda medieval de San Miguel de Excelsis. ¿No
es verdaderamente interesante...? En la próxima charla, nos ocuparemos de la
historia, arte, devoción y romerías al famoso santuario navarro.
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