Anexo
VII: Psicología del Campo de Concentración
Tesis doctoral: La Lengua del Exilio de Manuel García Sesma
PSICOLOGÍA
DEL CAMPO
DE CONCENTRACIÓN
(Apuntes para un ensayo)
MANUEL GARCÍA SESMA
Argelès-sur-Mer,
Julio 1940
Advertencia
previa.
No tengo la pretensión de escribir un verdadero
estudio acerca de la psicología de los campos de concentración. Confieso
humildemente mi incompetencia para acometer una empresa de semejante
envergadura. Ni soy psicólogo profesional ni, aunque lo fuera, podría
permitirme semejante esfuerzo en la dramática situación en que me encuentro.
Mis intenciones, pues, son más modestas: consignar algunas observaciones y
aportar alguna sugerencia por si tienen la fortuna de excitar la curiosidad de
algún psicólogo verdaderamente documentado y decidido a realizar sobre esta
materia investigaciones que merezcan la pena.
Me parece que el tema es verdaderamente tentador y además de innegable
actualidad.
Con objeto de refrescar y remozar viejas
nociones, hace aproximadamente un año, me permití escribir, desde el campo de
concentración de Gurs (islote 2, barraca 19), en que a la sazón me encontraba,
al profesor del Liceo de Pau, Mr. Robert Tric, en demanda de algún libro
moderno de psicología individual y colectiva. Por aquella época acababa de
constituirse en la patria chica de Bernardette un Comité de Ayuda cultural a
los refugiados del campo de Gurs, figurando dicho señor a la cabeza del mismo.
Desgraciadamente no tuve el honor de recibir contestación. ¿Motivos…?: los
ignoro.
Pero tal vez contribuyera a enfriar bastante el
entusiasmo de los patrocinadores de tan generosa iniciativa -entre los que
figuraba por cierto hasta un canónigo- cierta crónica publicada a los pocos
días en "La petite Gironde"
de Bordeaux, en la que con el visto bueno, se sobreentiende, del caballero de
la Legión de Honor, Mr. Richard Chapon, director de dicho diario, se disparaba,
con poca caballerosidad -también es verdad- unas cuantas injurias y otras
tantas insidias contra los desgraciados encerrados a la sazón en aquel campo,
para sacar en conclusión que a los que había que ayudar en todos los sentidos,
no era precisamente a los hombres de profesiones liberales, que allí nos
moríamos de asco, sino ¡a los gendarmes y soldados franceses que nos
custodiaban...!
Cuento esta anécdota sabrosa para poner de
relieve que, además de no ser un profesional de la Psicología, no he dispuesto
ni de un mal manual psicológico para refrescar viejas nociones sobre esta
disciplina y que, por ende, es más que probable que, a través de estos apuntes,
los psicólogos profesionales adviertan más de un error y más de una laguna.
Perdón. A ellos efectivamente señalar y subsanar esas deficiencias para que
salga un investigador de talento y capacitado que se decida a realizar un
estudio concienzudo sobre la psicología de los campos de concentración, me doy
por plenamente satisfecho. Esos campos son ataques a la dignidad humana y un
baldón para la civilización. Estudiar desapasionadamente sus efectos
embrutecedores aunque solo sea desde el punto de vista psicológico, es una obra
de verdadera ciencia y de alta filantropía. La luz alumbra y, a veces, cura.
Introducción.
Antes de
rozar siquiera el fondo de la cuestión, se nos presenta un problema previo a
resolver. Es el siguiente: ¿ya es posible llegar a conclusiones verdaderamente
científicas acerca de la psicología de los campos de concentración? ¿Ya es posible construir en efecto una
verdadera psicología de los mismos...?
Las dificultades salen al paso por doquier. Por de pronto, las que
proceden de la estructura. Como es notorio, la estructura de los campos de
concentración es heterogénea y complejísima, ya que su población -al menos aquí
en Francia- la integran individuos humanos de todas las edades y condiciones:
hombres, mujeres y niños -¡hasta la inocencia es enjaulada como las fieras...!-;
jóvenes y viejos, sanos y enfermos, intelectuales y analfabetos, normales y
anormales. Naturalmente la manera de reaccionar de tan diversos individuos, así
como de los grupos que espontáneamente forman, tampoco puede ser uniforme, sino
marcadamente diferenciada. Es, pues, evidente que no hay modo de llegar a
conclusiones generales sobre la psicología de los campos de concentración
partiendo de la base de la Psicología diferencial individual. Ah! pero no lo es
menos el que todos estos individuos y grupos presentan una característica
esencial que los reduce a un denominador común: el masivo. No son Fulano ni
Mengano, un campesino o un ingeniero, sino un concentrado, un grupo de
concentrados: una barraca, un islote, etc. Constituyen no una simple
yuxtaposición de individualidades, sino una verdadera masa, una muchedumbre
típica, sujeta a un patrón de vida, asimismo típico y homogéneo: el del campo
de concentración. ¿Por qué, pues, no ha de haber una psique colectiva, típica
de estas masas? Es bien sabido que surge espontáneamente aquella allí donde se
reúnen simplemente por unas horas, media docena de personas para realizar
cualquier cosa en común: rezar, bailar, fabricar paraguas o tomar café. Cuando
los poetas o periodistas hablan del alma de un teatro, de un casino, de un
convento de monjas no hacen una figura retórica, sino que enuncian, generalmente
sin saberlo, una realidad. En efecto, allí donde se congregan unas cuantas
personas para realizar algo en común, se establece inmediatamente una corriente
intermental, un verdadero cruzamiento de influencias psíquicas que determinan
la aparición de una psique colectiva, formada al calor del choque de las
individuales, pero distinta completamente de todas ellas. Como producto de la
sugestión, es decir, de representaciones, sentimientos, tendencias que se
deslizan furtivamente por los meandros de la asamblea, burlando el control del
psiquismo superior de los reunidos, es bien sabido que esa psique suele ser
cualitativamente inferior a la de los individuos que se reúnen. Asimismo esa
psique colectiva es efímera y circunstancial, como la reunión que la provoca,
cuando termina ésta, los individuos recobran generalmente la plenitud de su
personalidad, mejor dicho, el pleno dominio de su yo, y se esfuma o desaparece
totalmente aquella psique colectiva.
Pero ¿qué duda cabe que tiene ésta una realidad tan incontestable como
la individual…? Ahora bien, si existe
esa psique colectiva típica, dentro de cualquier reunión humana, por
transitoria y ordinaria que sea, ¿cómo no va a haberla en una muchedumbre
heterogénea que hace vida en común las 24 horas del día y que está sometida a
una regla de vida colectiva, uniforme y coercitiva...? ¿Cómo no va a haber una psique colectiva
típica de los campos de concentración...?
¿Por qué no ha de existir una psique del concentrado...? Y si la hay... ¿por qué no ha de ser posible
estudiar las reacciones características de esa psique...?
Mas aquí nos tropezamos con una
segunda dificultad; y es que, aun admitiendo sin inconveniente la existencia de
esa psique, como los campos de concentración no son ni mucho menos iguales en
todas las latitudes, sus psiques correspondientes tampoco parece que deben
serlo y por consiguiente; parece que no hay manera de llegar a conclusiones
generales acerca de la psicología de los campos de concentración en general...
Habría posibilidad, es claro, de
llegar a conclusiones particulares acerca de la de éste, de aquel campo no de
esculturar el alma de los campos o dibujar el perfil idiosincrásico del clásico
concentrado. Respondamos a esta objeción.
Desde luego, las diferencias entre los campos de concentración son
innegables, y a veces importantísimas, tanto desde el punto de vista de la
calidad de los concentrados, como de las condiciones externas en que su vida se
desarrolla. A nadie se le oculta, por ejemplo, que un concentrado por sus ideas
políticas (un luchador revolucionario) no es lo mismo que un internado por
diferencias raciales (un israelita) o como consecuencia de una derrota militar (un
prisionero de guerra). Las bases de su conducta son distintas, su moral es
distinta y por ende sus reacciones tienen que serlo igualmente. ¿Cómo se va a
pedir, v. gr., la misma entereza de ánimo a un idealista exaltado y combativo
que a un medroso tendero de un ghetto..? Y si nos referimos a la influencia de
las circunstancias externas, ¿qué duda cabe tampoco que no puede ser igual la
vida representativa, afectiva ni conativa de una muchedumbre que vive
tolerablemente confinada en una playa o en una campiña, sin otras molestias que
la privación material de libertad, al compararla con la de otra masa humana,
sometida a un régimen atroz de hambre, de humillaciones y de miseria y cuyos
individuos se ven incesantemente torturados por la pesadilla inahuyentable de
ser llevados en cualquier momento ante el pelotón de ejecución...? Estas
trágicas diferencias son efectivamente innegables. Pero vengamos a cuentas:
¿son esenciales o solamente accidentales? No se trata más bien de diferencias
cuantitativas que cualitativas? Hemos dicho anteriormente que la heterogeneidad
estructural de los campos de concentración podía muy bien ser reducida a un
denominador estructural común: el hombre-masa del campo, el concentrado medio
(naturalmente no cuentan en este caso las individualidades que escapan a la
influencia del medio o porque, demasiado débiles, sucumben a él, o porque,
demasiado enérgicas, lo dominan y neutralizan). Pues análogamente, el
polimorfemo reactivo de las diferentes manos de concentrados puede ser reducido
indefectiblemente a una reactividad psicofisiológica radical y común: la de la
angustia. Como veremos mas adelante, la angustia es la atmósfera, el principio
y resorte profundo de todas las reacciones psíquicas, características de los
campos de concentración. Por consiguiente, las diferencias psicológicas de unos
campos a otros no son de radical, sino de coeficientes, no son verdaderamente
substanciales, sino accidentales. Así,
pues, sus reacciones características tampoco pueden diferenciarse esencialmente.
Un último reparo, aunque de orden
puramente extrínseco, es el siguiente: ¿cómo realizar una investigación
científica acerca de las reacciones características de la psique de los campos
de concentración? ¿De qué medio valerse? Qué procedimientos emplear? Por de
pronto, yo estimo – no sé si equivocadamente- que la extrospección por si sola
es insuficiente. Desde luego, no puedo negar que una comisión de sagaces
conductivistas que se pasara unas cuantas temporadas, observando las costumbres
de las muchedumbres confinadas en distintos campos de concentración – de
Alemania, de España, de Francia, etc.- pudiera llegar a conclusiones generales,
verdaderamente certeras y apreciables. Lo que dudo, positivamente, es que
lograran internarse en el fondo mismo del alma torturada de estos campos. ¿Por
qué? Porque hay cosas que no se pueden comprender ni interpretar bien, si no se
viven. Sobre todo, los grandes dolores.
Un turista de ese género jamás podría penetrar en el drama interior del
concentrado. Por una razón sencilla: porque no lo siente. Para interpretar
debidamente esos estados, de poco sirven los test, las encuestas, los
cuestionarios si todos los métodos del (...) Hay que vivirlos. No basta ser
espectador: es indispensable ser actor.
Por eso opino lógicamente que para la construcción de una Psicología de
los campos de concentración, a pesar de tratarse de un problema de psicología
colectiva, no serían suficientes los procedimientos extrospectivos. Habría que
apelar además a la introspección, propia o ajena. Y si es verdad, como decía
Bisset, que la introspección es el alma de la psicología, es bien seguro que
una Psicología del concentrado, construida exclusivamente a base de la
observación externa, sería una psicología sin alma. Tiene, pues, que emprender
esta obra quien la haya vivido, quien conozca a fondo la vida de los campos. La
tarea ciertamente no es nada fácil. Porque hay que tener en cuenta que un
psicólogo, confinado en un campo, no en plan de turismo, sino de verdad, en
virtud de una decisión gubernativa y sometido a toda clase de miserias y
penalidades, no tiene en ningún caso la libertad de acción ni su espíritu
indispensable para acometer con éxito una empresa de esta especie. Un campo de
concentración no es precisamente el laboratorio de una Facultad ni los
concentrados los sujetos de experimentación de un investigador. Pero, en fin,
es evidente que estas y otras muchas dificultades externas – como las que yo
experimento en estos momentos – no son ni mucho menos un obstáculo insuperable para
llevar adelante una empresa como la propuesta.
Podemos, pues, como corolario de esta introducción establecer las
siguientes conclusiones:
a)
existe una psique colectiva típica
de los campos de concentración y por ende, una idiosincrasia del concentrado.
b)
es posible estudiar esa psique.
c)
lo es por consiguiente, construir
una psicología de los campos de concentración.
¿Por qué métodos? Por los corrientes:
1.- por la introspección;
2.- por la observación externa.
Nosotros
vamos a hacerlo en cuatro capítulos:
1)
la angustia de los campos de
concentración
2)
Idiosincrasia del concentrado
3)
la cultura de los campos de
concentración
4)
derivaciones psiquiátricas.
Una última observación. Estos
apuntes se refieren a los adultos del sexo masculino. Yo no he convivido ni por
consiguiente estudiado a los desgraciados niños y mujeres, encerrados en estos
campos de Francia.
LA ANGUSTIA DE LOS CAMPOS DE CONCENTRACIÓN
¿Qué es un campo de
concentración? Una extensión de terreno yermo y acotado, más o menos vasta e
insalubre; con alambradas o sin ellas, con barracones o sin ellos, en la que se
encierra como un rebaño, por un tiempo generalmente indefinido, a una
muchedumbre determinada de personas a las que no se imputa de ordinario ninguna
de las figuras de delito definidas en los Códigos vigentes, pero a las que se
inculpa, con fundamento o sin él, de constituir un peligro, real o imaginario,
contra los intereses legítimos o no, de los titulares del Poder Público o de
los grupos sociales o políticos que representan.
Un concentrado es, por
consiguiente, en principio, un penado no delincuente: un buen ciudadano a quien
en un momento dado, se arranca de su residencia, confinándolo en un prado o en
un establo, al margen de la ley y de la vida civilizada. De la libertad pasa
repentinamente al encierro, del trabajo a la inanición, de la comodidad a la
miseria, de la holgura a la estrechez; en una palabra, del desarrollo normal de
su existencia a un desenvolvimiento violento y anormal, según la vieja teoría
de Aristóteles, el dolor, en el sentido psicológico, es la manera cómo nos
impresionan las operaciones psíquicas no connaturales, las connaturales
impedidas; es decir, que hay dos fuentes principales de dolor: a) la actividad
no connatural; b) la impedición de la actividad connatural. Pues bien, en ambos
casos justamente se encuentra el individuo concentrado, pues, por un lado, se
le impone un género de vida que repugna a su naturaleza y a sus hábitos, y por
otro, se le impide hacer su vida regular de persona civilizada. No es, pues,
extraño que al analizar las reacciones psíquicas, individuales y colectivas,
características de los campos de concentración, nos tropecemos invariablemente
con un radical constante: la angustia.
En efecto, toda la vida
del campo de concentración es en el fondo una expresión de angustia. Todas las
manifestaciones típicas de la vida del concentrado pueden ser referidas en
última instancia a este estado psicológico primordial. Lo mismo el desesperado
que acaba ahorcándose del techo de una barraca, que el humorista que se
entretiene en olvidar sus penas haciendo chistes o el romántico que se dedica a
escribir cartas melancólicas a corresponsales desconocidas, todos ellos
obedecen en último término al mismo resorte anímico fundamental: la angustia.
¿Pero qué clase de angustia? He aquí la cuestión. Porque en realidad la
angustia no es un fenómeno extraordinario y accidental en la vida del hombre,
sino un estado inherente a la misma naturaleza humana. Hay efectivamente en el
hombre un estado más o menos agudo, más o menos patente, pero en todo caso
permanente y activo de angustia misteriosa, indeterminada y diluida que le
acompaña desde la cuna hasta el borde del sepulcro. Es la angustia llamada
existencial, una angustia, por decirlo así, etérea, impalpable, imprecisa, algo
análogo a la presión atmosférica que oprime insensiblemente sus cuerpos, como
el tiempo y el espacio que acorralan invisiblemente su espíritu. Las
religiones, observaron hace muchos siglos este fenómeno, utilizándolo pronto en
el terreno dogmático. Para la teología judaico-cristiana, esta especie de
agobio primario universal es una como conciencia confusa de culpabilidad
universal, corolario del pecado original. Para el budismo, una consecuencia
ineluctable del Tanhâ o sed natural de sensaciones. En nuestros días Stekel y Klages han tratado
de explicar el fenómeno como una situación nacida del presentimiento del hecho
vital que llamamos Muerte. Y el ilustre Heideger, como la expresión afectiva de
la amenaza constante de la inmensidad del mundo sobre la parvedad del hombre.
¿Cuál de estas explicaciones se aproxima más a la verdad? Para mi, la del autor
de “Ser y Tiempo” es la más profunda
y por ende, la más filosófica. En efecto, el hombre lanzado al mundo -al
adquirir conciencia de su existencia individual, acto psicológico y
cronológicamente anterior a cualquier otro cognoscitivo sobre su origen o sobre
su fin–, la primera actitud que adopta es la de situarse automáticamente
enfrente de ese mundo; es decir, adquiere a la vez conciencia de que él no forma
una unidad perfecta con ese mundo, de que no se “Santifica con él” y de que además se encuentra solo, completamente
solo, frente a su inmensa potencia. En resumidas cuentas, se trata
sencillamente de la expresión afectiva de un sentimiento de inferioridad en la
que Weber ha situado cabalmente la esencia de la angustia. ¿Y qué otra cosa es
ni más ni menos esa reacción primitiva del hombre frente al mundo que un
sentimiento de impotencia activa y de impotencia cognoscitiva? ¿Qué otra cosa
es que el encuentro inesperado del caminante con la Esfinge amenazadora del
Universo? De aquí nace a su vez precisamente ese profundo sentimiento de
secreta melancolía que invade espontáneamente al hombre en la soledad
contemplativa de la Noche o al dialogar sin palabras con la infinitud de la
naturaleza. Albert Dürer realizó una interpretación genial de asentimiento, al
dibujar al fondo de su célebre grabado la inmensidad del mar y de los cielos,
estrenando la sintonía de su potencia misteriosa, en el silencio amatista del
crepúsculo.
Ahora bien, ¿es esta
angustia universal, inconcreta, existencial, la que puede invocarse como
fundamento para explicar las reacciones psicológicas, características del
confinado en un campo de concentración? Evidentemente no. ¿Por qué? Porque la
angustia de los campos no es precisamente la reacción melancólica ante una
amenaza indeterminada y vaga, ante una situación de peligro indefinido que no
se sabe en qué consiste ni de dónde viene, no es, en una palabra, un
sentimiento puro, sino más bien una especie de sensación, de malestar vital,
cuyos factores se conocen y cuyos efectos se palpan y se sufren. No obstante,
el problema que se puede plantear a este propósito, es si esta angustia
concreta, como todos los estados psíquicos análogos nacidos ante el fantasma de
una amenaza, no se puedan reducir, en último término, a la angustia existencia;
si no serán, en fin de cuentas, concreciones de esta angustia primitiva,
agudizada o intensificada por la intervención de estimulantes inmediatos; si no
se reducirán a condensaciones, más a menos enojadas y apretadas de una
atmósfera impalpable de la angustia existencia. Sigmund Freud ha distinguido
acertadamente dos clases fundamentales de angustia: a) la real, nacida ante las
amenazas del mundo exterior; b) la neurótica que brota ante las agresiones del
ello y la impotencia del yo, para mantener el equilibrio psíquico. Pues bien,
en mi modesta opinión, la angustia de los campos de concentración es justamente
una angustia mixta, es decir, en parte real y en parte neurótica; nacida por un
lado de una situación efectiva de peligro externo y por otro de la insurrección
de los instintos contra un psiquismo superior; disminuido en su potencia. Desde
luego, la amenaza exterior, en los campos de concentración es bien patente. Ni
siquiera hace falta penetrar en su recinto para darse cuenta de ella. Basta
otear a lo lejos el paisaje gris de un
(..) miserable de barracas, subrayado violentamente por los cercos de
alambradas y los filos de bayonetas en vigilancia.
El hambre, la desnudez,
la miseria, los piojos, las ratas, la privación de las ventajas más elementales
de la vida civilizada me parece que constituyen una partida de agresores bien
definidos para que haya necesidad de detenerse en describirlos. Ahora bien, esas
agresiones se refieren principalmente no al civis,
es decir, al hombre civilizado, sino simplemente al homo, es decir al príncipe de los mamíferos, al que se impide
realizar normalmente sus funciones de conservación, de relación y de
reproducción. Por esto la consecuencia inmediata es la enérgica reacción de los
instintos animales del hombre, más o menos adormecidos o sometidos por la
cultura en la vida cotidiana. Pero a su vez coincide con esa reacción, como
veremos más adelante, una disminución y debilitamiento de las energías del
psiquismo superior, amedrentado por la amenaza externa. De aquí la fulminante
ruptura del equilibrio psíquico normal y el nacimiento de la angustia
neurótica. El yo retrocede asustado ante la embestida de los instintos, por un lado,
y de los factores externos, por otro ante la acometida simultánea del enemigo
anterior y del enemigo exterior, y ese concurso dramático de agresiones engendra
la angustia mixta, neurótico-real, característica de los campos de
concentración.
Para acabar de darse
cuenta de ella, vale la pena de compararla con la angustia de las cárceles. La
angustia del concentrado se parece, en efecto, bastante a la del preso, como el
campo de concentración a la prisión. Su causa aparente principal es, en todo
caso, la misma: la privación de libertad. Sin embargo, los estados angustiosos
de uno y otro distan bastante de ser iguales. Por de pronto, la angustia de las
cárceles significa ante todo angostura. Con relación al campo de concentración,
en la cárcel se disfruta de menos libertad individual, de menos espacio, existe
más vigilancia y más reglamentación. El
penado ordinario no se puede mover libremente dentro de la cárcel. En cambio,
el concentrado tiene hasta cierto punto libertad de movimientos en el recinto
del campo. Es como el pájaro enjaulado
que puede revolotear a su antojo dentro del ámbito de su jaula. Sin embargo, el
cerco espiritual y la congoja subsiguiente al mismo son sin duda mayores en el
campo de concentración que en la cárcel. ¿Por qué? Porque el penado ordinario
desenvuelve su vida bajo el signo de la certidumbre. Tiene un domicilio
estable, generalmente, más confortable que el campo de concentración; tiene una
ocupación, un reglamento y un plazo de condena.
Es decir, sabe por qué, cómo y cuánto tiempo va a vivir en este
estado. En cambio, el concentrado –al
menos, tal como vivimos los españoles en los campos franceses,- desenvuelve su
existencia ordinaria en la incertidumbre y hasta, en el sobresalto. ¿Cuántos
infelices compañeros se han encontrado de repente, sin saber por qué, colocados
por los gendarmes franceses en la frontera española y fusilados a los pocos
días, o a las pocas horas? Lo que caracteriza nuestra existencia en estos
campos es precisamente la ausencia de seguridad en todos los órdenes, en la
habitación, la alimentación, el trato, el tiempo y hasta en la vida. Y es, a no
dudarlo, esta situación de perpetua incertidumbre, de perpetua zozobra, la
causa primordial de nuestra angustia. Los estados más dolorosos no soportan con
alguna resignación, cuando se conoce, el final de los mismos. Ese término es como un foco luminoso de
esperanza y de consuelo. Por el contrario, situaciones de malestar relativo, de
pequeña intensidad, devienen insoportables, cuando no se otea su fin. He aquí, por
qué la situación del concentrado es en el fondo más angustiosa que la del
preso. Goldstein, para definir la
angustia, ha insistido con buen sentido, en este hecho tan sencillo como
esencial, que la angustia se opone directamente a la situación de tranquilidad
y que ésta se caracteriza porque el individuo puede reaccionar y reacciona de
un modo adecuado a su manera de ver y a las contingencias que le presta el
mundo. Ahora bien, por descontado que un
presidio no es un lugar a propósito para que el individuo se desenvuelva
tranquilamente conforme a su peculiar manera de ser. La conditio sine qua non de este desenvolvimiento es la libertad. De
todos modos, es posible conseguir –y se consiguió al cabo de un tiempo– ajustar
la idiosincrasia personal al patrón de vida carcelario. Es un caso de verdadera
educación traumática siempre posible en las circunstancias más dolorosas, a
condición de que tengan estabilidad. Mas cuando se trata de situaciones
provisionales o inciertas, sujetas a cambios repentinos y profundos, como
ocurre en estos campos, no hay manera de llevar a cabo una verdadera educación
ortopédica, ni desde el punto de vista orgánico, ni desde el punto de vista
espiritual. Solo adquirir, a lo sumo,
una predisposición conformista a soportar estoicamente todo lo que viniere y a
encajar todos los golpes de la suerte en el ring de la desgracia. Es justamente
la posición adoptada por la mayoría de los concentrados. Pero en todo caso, esa
predisposición que se adquiere en efecto, al cabo de alguno tiempo, no es un
factor positivo de alivio, como el hábito,
sino neutro, como la resignación. Es una actitud de indiferencia, de
abulia más bien del concentrado ante el sentimiento de su impotencia para
aligerar la carga de infortunio que le aplasta y fijar la veleta de su destino
que le atormenta. Por eso el estado de angustia que se puede atenuar –y se
atenúa notablemente en el tiempo en las cárceles presidios– no se alivia sino
en proporciones mínimas en los campos de concentración. Con frecuencia se
registra incluso todo lo contrario: una agravación y es bien lógico, toda vez
que el complejo de inferioridad se va haciendo cada día más profundo y presente
y ya hemos anotado con Wexberg que la angustia es un corolario de dicho
complejo.
Por lo que se refiere a
mi experiencia personal, yo puedo asegurar que el tiempo solo ha contribuido en
proporción exigua a disminuir la angustia que experimenté en los primeros días.
Y eso, debido más bien a causas exógenas que endógenas, al mejoramiento de las
condiciones materiales más que a una reacción puramente espiritual. Por lo
demás, los casos de suicidio, de graves trastornos mentales y de repatriación a
la desesperada –con frecuencia, verdaderos suicidios asimismo– de no pocos
camaradas, constituyen elocuentes ejemplos de la agravación señalada.
Resumiendo: el estado afectivo
fundamental de los campos de concentración es el de angustia. Esta angustia es
a la vez real y neurótica, nacida, por un lado, de la agresión externa del
medio, y por otro de la embestida interna de los institutos
sobreexcitados. El (esquizgante)
principal de esa angustia es la incertidumbre.
Idiosincrasia del concentrado
Siendo el estado psicológico
fundamental de los campos de concentración el angustioso, la manera de ser y de
obrar del concentrado, en cuanto tal, ha de ser naturalmente la que corresponde
a dicho estado. Ahora bien, ¿cuáles son las reacciones
características del estado de angustia? Paul Janet ha distinguido tres tipos
principales:
a) intelectuales
b) viscerales
c) de la conducta.
Por lo que se refiere a las de tipo
intelectual, se ha comprobado la existencia de dos fenómenos contradictorios:
por una parte, la inteligencia se detiene, el individuo no comprende nada, y
por otra, existe cierta excitación intelectual. Algo análogo sucede con la
conducta: de primera intención, hay una como parálisis, una suspensión de la
acción, y en seguida, una necesidad de movimiento, de romperlo todo. Cuando se
presenta un sentimiento nuevo, se acompaña de una conducta especial, llamada
conducta del fracaso. Goldstein la llama, tal vez con más acierto, conducta
catastrófica, y se caracteriza por el miedo a la acción. Lo que distingue al
individuo angustiado, desde el punto de vista dinámico exterior, es que adopta
constantemente conductas opuestas, invertidas.
Pues bien al paso de una a otro, se produce siempre por el miedo a la
acción. Cuando ésta no se logra, cuando una de ellas fracasa, será necesario
inventar nuevas acciones, casi siempre difícil y por consiguiente, la fuerza no
empleada producirá desarreglos viscerales y desórdenes intelectuales. Tal es a
grandes rasgos, la teoría de las reacciones angustiosas, por lo que se refiere
a la Psicología individual. ¿Pero es aplicable asimismo a la colectiva? Sin duda,
aunque con modificaciones. Ya dejamos asentado que las psiques colectivas se
forman a base de la influencia de las individuales, no por adición, sino por
sustracción. Representan generalmente no una superación, sino una degradación
de la individualidad. Son productos comúnmente deficitarios. Por esto la
angustia del concentrado medio no solo no se diferencia esencialmente de la del
individuo abstraído hipotéticamente de la masa del campo, sino que
cuantitativamente suele ser de ordinario menor. Mal de muchos consuelo, de
tontos – dice un refrán castellano. Y el hombre-masa es siempre más tonto que
el hombre a secas. Sin embargo, esta filosofía plebeya, perfectamente aplicable
a los periodos de calma, resulta falsa del todo en las circunstancias críticas.
Miedo de algunos, miedo de todos – puede decirse entonces. La cobardía
multitudinaria es la enfermedad más contagiosa. Y por ende: Angustia de
algunos, angustia de todos. Es decir,
que el factor masivo lo mismo puede actuar de estimulante que de calmante de la
angustia. Depende de las circunstancias.
En todo caso, lo que no admite duda alguna es que del choque o
interferencia de la angustia del individuo con la de la masa del campo de
concentración, es de donde surgen las reacciones habituales y características
que definen la idiosincrasia del concentrado. Cabalmente por este motivo, sea
cualquiera la clasificación que les corresponda particularmente en la caracterología
a los individuos encerrados en un campo el signo tipológico del concentrado
medio es siempre invariablemente el mismo: tipo introvertido. La introversión
es uno de los fenómenos característicos del campo de concentración. Hasta los
individuos más derramados hacia el exterior se convierten en los campos de concentración
en tipos preocupados. Es lógico: su estado de angustia, de incertidumbre e
inmovilización, sus problemas personales –individuales o familiares-, plantados
de repente en el terreno de la indeterminación, cuando no de la insolubilidad,
los tiranizan y absorben, atraen imperiosamente su atención mucho más que todas
las solicitaciones –por otra parte, poco interesantes, variadas ni poderosas–
del medio que los rodea. Por eso no es raro ver en un grupo de concentración a
los hombres más joviales y expansivos –incluso a jovenzuelos bulliciosos de 20
años– pasearse a menudo solo en actitud meditabunda, hablar y gesticular
consigo mismo, pasarse horas y días tumbados sobre un camastro miserable, sin
despegar sus labios. ¡Cosa trágica y curiosa! El primer efecto del campo de
concentración es convertir al individuo, a todo individuo, en un tipo
anímicamente concentrado. Las alambradas del exterior con sus pías y todo, se
proyectan automáticamente sobre su ánimo, y lo aíslan y acorralan, como a un
jilguero en su jaula.
Conciencia inmediata de
la claustración del espíritu, de esa incomunicación relativa con el exterior,
es el signo contradictorio que ofrece alternativamente, la actividad del
concentrado. Diríase que su alma, al retirarse al laberinto interior de la
conciencia pierde el control sobre si misma, se desorienta, anda a tientas, por
sus oscuras salas, quedando a merced completa de gnomos y de fantasmas. Esa
desorientación y ese desequilibrio se manifiestan en efecto, claramente, lo
mismo en las funciones psíquicas por separado que en la conducta en general así
en el dominio psicológico analítico como en el sintético. Vamos a verlo.
Las funciones
Al analizar la vida psíquica del
concentrado desde el aspecto funcional, nos encontramos efectivamente hasta
cierto punto, con la antinomia de Janet: por un lado, detención, torpor de
algunas funciones, y por otro, sobreexcitación, hipertensión de otra. Funcionan
en efecto con torpeza y lentitud, la facultades típicas del psiquismo superior:
entendimiento, voluntad y afectividad inorgánica; y desarrollan una actividad extraordinaria
y absorbente la imaginación, la memoria y los instintos y pasiones. Al
replegarse la conciencia sobre sí misma, los elementos netamente subjetivos
implantan por decirlo así una dictadura, con lo que el resto de las facultades,
aquellas que viven precisamente de proyecciones mutuas y permanentes con el
exterior, se ven forzadas a llevar una vida lánguida y precaria, de miserable
servidumbre.
Por
eso la tónica general de la vida anímica del concentrado, desde un punto de
vista estrictamente psicológico, es la degradación de la energía psíquica del
concentrado, desde un punto de vista estrictamente psicológico es la
degradación de la energía psíquica en general: degradación que se manifiesta
acusadamente lo mismo en la sensibilidad externa, que en la percepción sensible
e intelectual, tanto en la vida afectiva como en la conativa. Pasemos, si no, una ligera revista.
a) La sensibilidad externa. Se desenvuelve bajo la influencia de dos
factores negativos: limitación y tosquedad de los estímulos. Es la que sufre
directamente y en todo tiempo las agresiones del medio externo. La consecuencia
inmediata es un embrutecimiento progresivo de los órganos y por ende, una
degradación creciente de la sensibilidad. Naturalmente esta degradación se
acusa sobre todo en los sentidos cuyos excitantes son, en los campos de
concentración, más limitados y menos finos: el olfato, el gusto y el tacto. La
pituitaria, el paladar y la epidermis de un concentrado están en disposición de
soportar sin repugnancia los estímulos más groseros: desde las emanaciones de
una letrina, a las peladuras de patatas y a la mugre más repulsiva.... Lo que
dudo positivamente es que trasladándolo de repente a la mesa de un gran hotel o
al boudoir de una mundana, aunque
hubiera sido en su vida anterior un gourmand
o un dandy, fuera capaz de captar, de
buenas a primeras, los matices cualitativos que no escapan al hombre menos
refinado que hace una vida de verdadero civilizado. Desde el punto de vista de
los sentidos, la vida del campo de concentración representa, como diría Vargas
Vila, un proceso de cerdotización del
individuo.
b)
La percepción sensible. Si la vida de los sentidos es bastante pobre, la de la
percepción sensible no puede ser muy rica. A su pobreza y tosquedad, hay que
añadir otra nota: su desesperante monotonía. Y a veces otra un poco más
dramática: la anormalidad morbosa. No es extraordinario, ni mucho menos –aunque
tampoco corriente, es cierto– encontrar en los campos tipos de ilusos y
alucinados en el sentido estrictamente psicológico de estos vocablos. Por una
parte, el desfallecimiento orgánico, proveniente del hambre y la miseria, y por
otra, la supremacía de la fantasía, como veremos más adelante, dan lugar alguna
vez a semejantes estados.
En el campo de Gurs, tuve
yo ocasión de observar dos casos tan típicos como trágicos: mi buen amigo L.
P., comandante del Cuerpo Jurídico Militar y J. A. G., teniente del CASE, con
quienes conviví respectivamente en el islote C; barraca 21 y en el L, barraca
19. Se trataba de dos compatriotas en franco proceso de enajenación mental y atacados
de manía persecutoria. El segundo llegó a abrirse una noche el vientre con una
navaja de afeitar.
Pues bien, uno y otro
creían ver en los gestos y oír en las conversaciones de los demás compañeros de
la barraca, una amenaza y una conspiración continua contra ellos. Por lo demás,
el mismo bulo –producto típico del campo de concentración que analizaremos en
otro lugar– tiene a menudo su origen en una ilusión psicológica: una palabra,
una frase cogida al azar en una conversación, en la lectura de una carta o en
una audición de radio; palabra o frase a las que se integran inmediatamente
elementos imaginativos, más o menos verosímiles, reflejo de las continuas
preocupaciones del subconsciente de los concentrados. Por desgracia, los
reductores de fantasías, empezando por el simple buen sentido, no suelen
abundar en estos parajes de soñadores.
c)
La percepción intelectual. Como es de suponer, la percepción intelectual sale
en los campos de concentración bastante peor parada que la sensible. Las
embestidas de la afectividad, la sobrecarga de angustia sobre todo, perturban
continuamente la actividad del entendimiento. Intelectualmente el concentrado
no es un sujeto completamente normal. La anormalidad de su vida exterior se
refleja automáticamente sobre su mente y la descentra. ¿Es el concentrado medio
un semi-loco y un semi-responsable, como diría el Dr. Grasset? No me atrevo a
asegurar tanto. Pero ya dejamos asentado anteriormente que todo concentrado es,
por de pronto, un introvertido. No precisamente temperamental, sino circunstancial
y por ende, anormal. Ahora añadiremos más: todo concentrado merodea de vez en
cuando por las fronteras de la Psiquiatría. A menudo, el campo de concentración
es la antesala del manicomio. Muchos camaradas han perdido la razón en él. La
tragedia de L. P. y de J. A. G. no es extraordinaria.
A
los dos meses de entrar en Saint-Cyprien, contemplé yo asimismo otro caso
impresionante: el de M. P., catedrático universitario de la Facultad de Derecho
y ex vocal del Tribunal de Garantías Constitucionales de la República Española.
Gracias a la solicitud del Comité Británico de Ayuda a España, pudo ser
internado a tiempo en una casa de salud. Pero, en fin, sin necesidad de apelar
a estos dramáticos extremos, es un hecho incontrovertible que el concentrado
medio no suele discurrir con la agilidad y lucidez del hombre medio de la
calle. Naturalmente todo lo ve a través del prisma de su anormal situación y
todo lo juzga a través de ella. Sin duda hay un criterio especial de campo de
concentración, como lo hay de salón aristocrático y de convento de frailes.
Solo que los impertinentes de una condesa o la lupa teológica de un capuchino
no son las alambradas de un campo de concentración... Por lo demás, la facultad
ponderativa, la capacidad de ver, de juzgar certeramente de las cosas, de los
hombres y de las situaciones es un raro don que poseen habitualmente en los
campos de concentración solo algunos individuos privilegiados. El espíritu del
concentrado no es un espíritu en equilibrio. Oscila constantemente entre el
escepticismo absoluto y la credulidad absoluta, entre la exaltación, la
depresión, entre la suspicacia y la ingenuidad, ignorando la ponderación y el
aplomo, indispensables para juzgar con acierto. Es una especie de balanza que
tiene siempre algún platillo desnivelado. Ese desequilibrio lo produce en
último término un peso invisible: la angustia.
d) La vida conativa. La
anormalidad de la vida intelectiva repercute, como es lógico, en la vida conativa,
y particularmente en la volitiva. No hay voluntad normal sin inteligencia
normal. Pero las perturbaciones de la vida apetitiva en los campos de
concentración no proceden precisamente de la irregularidad funcional del
intelecto, sino de las violentas agresiones del subconsciente. Ya dejamos
asentado al definir las características de la angustia típica de los campos de
concentración que su matiz neurótico provenía precisamente de la insurrección
de los instintos contra un psiquismo superior disminuido en su potencia. En
realidad, la voluntad, como agente ejecutivo de los veredictos del
entendimiento, apenas si existe en los campos; quien se impone en cambio,
soberanamente es su majestad el instinto, la espontaneidad animal. Cosa
graciosa. Desde el punto de vista antropológico, el campo de concentración, en
lo que tiene de coerción y de tutela, es una regresión al primitivo no
infantil, y en lo que tiene de negación rotunda de las ventajas más elementales
de la vida civilizada, representa una regresión al primitivismo de los
aborígenes. Y como este trato, en su doble aspecto, es incompatible con la
dignidad de los seres racionales, adultos y civilizados, la racionalidad, para
no desprestigiar al principio de autoridad que los encierra, se escabulle discretamente
de los campos dejando la plaza a los instintos del primitivo... De esta suerte
quedan justificados a posteriori los gendarmes, las alambradas y todo el
aparato coactivo del Estado… ¡Ho! La naturaleza también sabe guardar las
formas...
La vida del concentrado
gira en efecto principalmente alrededor de los instintos. Su conducta, como
veremos más adelante, es una buena prueba de ello. Representa un proceso lento,
pero gradual y seguro de desracionalización individual y por ende de retorno a
la animalidad. Por eso casi resulta
ocioso plantearse la cuestión del funcionamiento del libre albedrío en los
campos de concentración. Me refiero al libre albedrío en su sentido
estrictamente psicológico o de ausencia de necesidad intrínseca. ¿Qué mayor
necesidad intrínseca que esa dictadura de los instintos, unida a la sobrecarga
de angustia real...? A este respecto, se contemplan de vez en cuando en los
campos de concentración espectáculos verdaderamente asombrosos. Por ejemplo, yo he visto a muchos compatriotas
firmar tranquila y libremente –quiero decir, no arrastrados por la violencia
del entusiasmo ni por la fuerza bruta– peticiones de regreso a España o de
enganche en el Tercio Extranjero, con el noventa por ciento de probabilidades
de jugarse la cabeza. ¿Qué cantidad de determinismo, qué cúmulo de factores de
creación interna no actuarían sobre su voluntad, para no tener en cuenta no ya
el dictamen de la sana razón, sino las sugestiones más imperiosas del mismo
instinto de conservación?
Ni reflexión, ni libre
albedrío, ni voluntad, sino instinto, determinismo y espontaneidad: tal es el
panorama de la vida interior del concentrado, desde el punto de vista conativo.
e) La vida afectiva. Por supuesto, tampoco lo es más risueño en el
aspecto sentimental. El balance afectivo del concentrado es un balance de
bancarrota. En su activo solo figuran los sentimientos inferiores y los
inorgánicos, socialmente desvalorizados. En cambio, los sentimientos
verdaderamente superiores, los que constituyen la ejecutoria de su nobleza
racional, apenas si se encuentran en los campos. Existen sin duda alguna almas
de elite en las que el triste espectáculo de su miseria exterior actúa
precisamente como acicate para cuidar, como en revancha, mejor que nunca, el
jardín encantado de su espíritu.
Afortunadamente los harapos y el fango y el hambre no son incompatibles
con la riqueza y la elegancia espirituales.
Epícteto, el esclavo, es mil veces más opulento, a este respecto, que
Lúculo, el millonario. Más en los campos de concentración no pueden abundar los
Epíctetos. En ellos crecen con facilidad los cardos de los sentimientos
egocéntricos más innobles, pero no las flores de los altruistas y de los
estéticos.
f) Las funciones
amnésicas. Paralelo al proceso de degradación de las funciones típicas del
psiquismo superior, se desarrolla otro de hipertrofia de las funciones
amnésicas. Es hasta cierto punto, una especie de desquite; en realidad de
verdadera compensación. La memoria y la imaginación son, en efecto, las
verdaderas reinas de los campos de concentración. Alrededor de ellas gira toda
la vida espiritual del concentrado. ¡Cosa curiosa! El concentrado, amarrado
como Prometeo, a la roca de un presente torturador, vive casi exclusivamente de
ilusiones, como el joven, y de recuerdos, como el viejo.
Toda su vida interior se
reparte entre la memoria de lo que fue y el espejismo de lo que quiere ser. La
angustia de la vida presente le empuja incontinentemente a adoptar en frente de
ella la única actitud aliviadora: la de evasión. Evasión hacia el pasado o
hacia el futuro, hacia el alcázar del recuerdo o hacia los jardines de la
ilusión. En la primera etapa de la vida del campo, predomina la memoria; en la
segunda, la imaginación. La explicación es obvia. La corriente de la vida
afectiva no puede interrumpirse normalmente con la brusquedad que el curso de
la externa. Por fortuna no hay gendarmes ni policías capaces de allanar el
santuario de la conciencia. Las pistolas
ni los sables nada pueden contra los sentimientos y las ideas. Y el efecto de
la violencia material, al interrumpir el curso externo de la existencia, es
justamente de momento todo lo contrario: reforzar el tono afectivo de la trama
espiritual, correspondiente al módulo de la existencia dislocada. De aquí el
papel preponderante que juega la memoria, en la primera etapa de la vida del
concentrado. Mas en todo caso la significación de ese papel no es
exclusivamente afectiva, de soldadura con el pasado roto, sino instintiva, de
evasión del presente incómodo. Mientras se entretiene en evocar las venturas
pretéritas, olvida el concentrado las desventuras del momento. Satisface a la vez a las exigencias de su
corazón y a los intereses actuales de su espíritu angustiado. Justamente por
esta ausencia de la actualidad, se da el caso curioso de que el concentrado, en
lo referente a la vida externa del campo, suele resultar frecuentemente un
verdadero dismnésico. Yo mismo no recuerdo ya en estos momentos los números de
las barracas en que estuve alojado en Saint-Cyprien ni los nombres ni aun la fisonomía
de una buena parte de compatriotas con los que conviví íntimamente en aquel
campo. ¿Anorexia? No, no: verdadera dismnesia. Si no los evoco no es por haber
perdido su recuerdo, sino sencillamente porque no imprimieron huella alguna, o
la imprimieron muy débil, en la trama amnésica de mi conciencia. ¿Quiere esto decir que el campo, con su
brutal realismo, se a pasar rozando la conciencia del concentrado? Todo lo
contrario. En mi vida, como en la mayoría de mis camaradas, el tránsito por
estos parajes, es uno de los acontecimientos capitales de mi existencia: uno de
los que dejarán un rastro más marcado y profundo así en mi alma como en mi
cuerpo. Mas, por lo que se refiere al alma, no se trata precisamente de una
impresión intelectual, sino afectiva. Es campo es ante todo un motivo de dolor,
no un enguizgante de la curiosidad. Interesa al sentimiento y no al
conocimiento del concentrado. Al revés que al espectador de alambradas afuera:
éste no lo sufre, le interesa estudiarlo únicamente. ¡Ah! Pero al que tiene que
soportarlo día a día, qué pocas ganas le quedan de analizar todo su horror!
Prefiere a veces cerrar los ojos, adoptar la postura del avestruz y justamente
ese recurso al pasado por medio de la memoria, como actitud espontánea de evasión
ante la realidad angustiosa del presente, signifiquen intelectualmente esto:
desinterés cognoscitivo por lo actual. Se trata de una actitud sistemática de
inhibición de las facultades cognoscitivas. La conciencia se niega, por decirlo
así, a aprehender los detalles del presente, se resiste a abarcar su magnitud.
“Claro está que no por ello, el horror de lo actual deja de golpear
tragicamente en la puerta de la conciencia y de allanar su interés conturbado.
El fuego no deja de quemar, porque se cierren los ojos ante las llamas. Y
cabalmente por ello las agresiones del medio externo no dejan de producir en el
ánimo una profunda impresión de angustia por grande que sea el poder de evasión
del concentrado.
Consecuencia inmediata de
ese desisterés cognoscitivo es su falta de atención a todo lo que suponga un
desplazamiento del yo fuera de la zona de sus particulares conveniencias. Ya
hemos demostrado anteriormente que todo concentrado es un introvertido, que en
él predominan los sentimientos egocéntricos y por fin que es un dismnésico. No
tiene, pues, nada de extraño el que sea asimismo un aproséxico. Rehusa, en
efecto, parar atención a lo que pasa fuera de él y prefiere distraerse, es
decir, replegarse a su interior, y volar en alas de sus recuerdos o de sus fantasías.
Pero cual es, en último término, la razón de esta desatención y de aquel
desinterés: la misma de siempre: atenuar su angustia. Analizar el dolor es
agravarlo. Únicamente cuando este análisis implica una realización artística o
científica, puede significar un alivio.
“Perche cantando, el dual si disacerba…” cantaba Petrarca. (Canción
I). El pensamiento es como el escalpelo: al hundirse en la carne, la (…)
dolorosamente. Por esto el concentrado, al cabo de un corto espacio de tiempo,
utiliza preferentemente como medio de evasión, la imaginación y no la memoria.
El recuerdo es ciertamente una fuga del medio circundante, pero solo
momentáneo. ¿Por qué? Porque la imagen del pasado venturoso obliga a retornar
inmediatamente , por la ley del contraste, al presente desdichado. Recordar es
penar. En cambio, por la imaginación se evade tranquilamente de la miseria
actual, sin echar tampoco de menos la dicha pretérita. Por eso la verdadera soberana de los campos
de concentración es la imaginación. El concentrado es un introvertido
imaginativo. Probablemente las tres cuartas partes del tiempo libre, es decir,
del tiempo no empleado en algún trabajo más o menos útil, como medio asimismo
–el más práctico– de evasión, se los pasa el concentrado en estado de rêveríe; es decir, soñando
despierto. ¡Cosa curiosa! La vida del
concentrado oscila entre dos polos opuestos: el de la quimera y el de la
animalidad; entre la irrealidad más fantástica y la más tosca realidad. La
bestia y el ángel danzan un galop extraño en la pista del infortunio. Incluso
los mismos trabajos con que a veces emplea sus ocios el concentrado, ¿qué otra
cosa son que tareas predominantemente imaginativas...? La reclusión y el
aislamiento han sido siempre magnificas ocasiones para los hombres de imaginación,
desde el más humilde obrero manual a Cervantes y Dostoiexzky. Han salido más obras geniales de los
presidios que de los palacios.
Resumiendo: desde el punto de
vista de las funciones, la idea psíquica del concentrado sigue dos procesos
anti-paralelos: unos positivos
(hipertrofia de las funciones anímicas) y otro negativo (degradación de las
funciones perceptivas, afectivas y conativas).
La conducta. El
desequilibrio y la autonomía de las funciones engendra naturalmente un
desequilibrio y antinomia en la conducta. El concentrado es un tipo
esencialmente contradictorio. Pasa de la inacción a la acción y de la depresión
a la exaltación, con la mayor facilidad del mundo. Desde el punto de vista
puramente dinámico, la conducta del concentrado se caracteriza por su intermitencia
y su incoherencia. No tiene una línea de conducta; o si se quiere, tiene una
línea de conducta completamente quebrada. La explicación hay que buscarla en la
falta de verdadero control y de verdadera dirección del psiquismo superior.
Abandonado a sus instintos y a su angustia, tan pronto es impulsivo como un
medroso. Por eso su conducta es una conducta típicamente catastrófica, una
conducta de fracaso. El miedo a la acción –a la acción plenamente lograda, desde
el punto de vista teológico– es el puente de cañón entre los dos polos opuestos
en que oscila. Ahora bien esa conducta contradictoria reviste en todo caso
inevitablemente una de estas dos formas irracionales: a) reacción instintiva
ante las agresores externos; b) reacción neurótica ante los agresores internos.
Examinémoslas separadamente.
Mientras los filósofos disienten, el amor y el hambre siguen
el rumbo–dice
Schiller. La frase es una verdad a medias. El ilustre escritor -¡poeta al fin!–
se dejó en el tintero un tercer factor: la ambición, mejor dicho, el instinto
de dominación. (...) son en efecto las tres rostros fundamentales de la (...)
del mundo y de la actividad individual. Ahora bien, esos tres motores
corresponden cabalmente a las tres funciones y a los tres instintos fundamentales
del individuo humano: de conservación, de reproducción y de relación.
¿Cómo actúan esos
instintos en la vida del concentrado? ¿En qué medida y de qué manera
contribuyen a la cristalización de la conducta?
Ni que decir tiene que el
instinto que actúa como soberano en los campos de concentración es el instinto
de conservación. Es lógico: la vida del campo es una lucha, trágica, por la existencia individual, la
lucha más trágica que puede concebirse. Los débiles sucumben irremisiblemente:
los fuertes salen terriblemente heridos. Porque no se trata de luchar contra un
competidor visible al que se puede dejar fuera de combate, asestándole un golpe
certero, sino de la lucha contra el hombre, las miserias, la desnudez, el
clima, es decir, contra agresores (...) de los cuales no hay manera de
defenderse generalmente en los campos de concentración más que con la fuerza de
la piel o la fuerza del ánimo.
La
conducta de los campos de concentración
Formas:
1) reacción ante agresores externos; 2) ante los internos (angustia).
Los tres motores fundamentales de la actividad humana auri
sacra formas correspondientes a los tres instintos: de conservación, de
reproducción y de relación.
Sentido de conservación – despertadores: los agresores del
exterior (hambre, frío, miseria). Derivaciones: egoísmo, juego, robo,
chivatería, prostitución, servilismo, comercio ilícito (Barrio chino),
colilleros, comedores de ratas, peladuras, detritus.
Instinto de reproducción – onanismo, inversión, prostitución,
erotomanía, correspondencia galante, arte erótico, literatura.
Instinto de relación: insolidaridad, egoísmo, desconfianza,
(...), odio, resentimiento, venganza, agresividad, impolitesse (personal:
(...); y social: grosería).
Angustia – Credulidad y escepticismo.
Espiritismo, cartomancia, bulos, superstición, cobardía
,impulsividad, criminalidad ( (...), locura, manía persecutoria, otras manías)
– El humorismo.
La cultura de los campos de concentración
Cultura:
1) Deportes (fútbol, ajedrez, gimnasia, danzas, bolos, maniáticos de la
gimnasia).
2) Artesanía: anillos, aeroplanos, etc.
3) Literatura: periódicos murales, revistas, poesías, novela, cuento,
diarios, memorias.
Matiz: amargura (agresiva, humorística, desolada y desesperada) – Cartas.
4) Arte (Dibujo, caricatura, pintura).
5) Folklore: canciones, música, cuentos, chistes, bailes.
6) Acción didáctica: escuelas, autodidactismo, linguismo.
Función de la cultura: evasión de la angustia.
Matices: subjetividad angustiosa.
Origen: reacción de elites en las formas superiores; masiva, en las
inferiores.
Significado: manifestaciones, singulares y características de la
actividad del campo, al margen de los intereses inmediatos.
Derivaciones psiquiátricas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario