Psicología del Campo de Concentración


Anexo VII: Psicología del Campo de Concentración
Tesis doctoral: La Lengua del Exilio de Manuel García Sesma


PSICOLOGÍA
DEL CAMPO
DE CONCENTRACIÓN
(Apuntes para un ensayo)

MANUEL GARCÍA SESMA

Argelès-sur-Mer, Julio 1940

Advertencia previa.

No tengo la pretensión de escribir un verdadero estudio acerca de la psicología de los campos de concentración. Confieso humildemente mi incompetencia para acometer una empresa de semejante envergadura. Ni soy psicólogo profesional ni, aunque lo fuera, podría permitirme semejante esfuerzo en la dramática situación en que me encuentro. Mis intenciones, pues, son más modestas: consignar algunas observaciones y aportar alguna sugerencia por si tienen la fortuna de excitar la curiosidad de algún psicólogo verdaderamente documentado y decidido a realizar sobre esta materia investigaciones que merezcan la pena.  Me parece que el tema es verdaderamente tentador y además de innegable actualidad.
Con objeto de refrescar y remozar viejas nociones, hace aproximadamente un año, me permití escribir, desde el campo de concentración de Gurs (islote 2, barraca 19), en que a la sazón me encontraba, al profesor del Liceo de Pau, Mr. Robert Tric, en demanda de algún libro moderno de psicología individual y colectiva. Por aquella época acababa de constituirse en la patria chica de Bernardette un Comité de Ayuda cultural a los refugiados del campo de Gurs, figurando dicho señor a la cabeza del mismo. Desgraciadamente no tuve el honor de recibir contestación. ¿Motivos…?: los ignoro.
Pero tal vez contribuyera a enfriar bastante el entusiasmo de los patrocinadores de tan generosa iniciativa -entre los que figuraba por cierto hasta un canónigo- cierta crónica publicada a los pocos días en "La petite Gironde" de Bordeaux, en la que con el visto bueno, se sobreentiende, del caballero de la Legión de Honor, Mr. Richard Chapon, director de dicho diario, se disparaba, con poca caballerosidad -también es verdad- unas cuantas injurias y otras tantas insidias contra los desgraciados encerrados a la sazón en aquel campo, para sacar en conclusión que a los que había que ayudar en todos los sentidos, no era precisamente a los hombres de profesiones liberales, que allí nos moríamos de asco, sino ¡a los gendarmes y soldados franceses que nos custodiaban...!
Cuento esta anécdota sabrosa para poner de relieve que, además de no ser un profesional de la Psicología, no he dispuesto ni de un mal manual psicológico para refrescar viejas nociones sobre esta disciplina y que, por ende, es más que probable que, a través de estos apuntes, los psicólogos profesionales adviertan más de un error y más de una laguna. Perdón. A ellos efectivamente señalar y subsanar esas deficiencias para que salga un investigador de talento y capacitado que se decida a realizar un estudio concienzudo sobre la psicología de los campos de concentración, me doy por plenamente satisfecho. Esos campos son ataques a la dignidad humana y un baldón para la civilización. Estudiar desapasionadamente sus efectos embrutecedores aunque solo sea desde el punto de vista psicológico, es una obra de verdadera ciencia y de alta filantropía. La luz alumbra y, a veces, cura.

         Introducción.

Antes de rozar siquiera el fondo de la cuestión, se nos presenta un problema previo a resolver. Es el siguiente: ¿ya es posible llegar a conclusiones verdaderamente científicas acerca de la psicología de los campos de concentración?  ¿Ya es posible construir en efecto una verdadera psicología de los mismos...?  Las dificultades salen al paso por doquier. Por de pronto, las que proceden de la estructura. Como es notorio, la estructura de los campos de concentración es heterogénea y complejísima, ya que su población -al menos aquí en Francia- la integran individuos humanos de todas las edades y condiciones: hombres, mujeres y niños -¡hasta la inocencia es enjaulada como las fieras...!-; jóvenes y viejos, sanos y enfermos, intelectuales y analfabetos, normales y anormales. Naturalmente la manera de reaccionar de tan diversos individuos, así como de los grupos que espontáneamente forman, tampoco puede ser uniforme, sino marcadamente diferenciada. Es, pues, evidente que no hay modo de llegar a conclusiones generales sobre la psicología de los campos de concentración partiendo de la base de la Psicología diferencial individual. Ah! pero no lo es menos el que todos estos individuos y grupos presentan una característica esencial que los reduce a un denominador común: el masivo. No son Fulano ni Mengano, un campesino o un ingeniero, sino un concentrado, un grupo de concentrados: una barraca, un islote, etc. Constituyen no una simple yuxtaposición de individualidades, sino una verdadera masa, una muchedumbre típica, sujeta a un patrón de vida, asimismo típico y homogéneo: el del campo de concentración. ¿Por qué, pues, no ha de haber una psique colectiva, típica de estas masas? Es bien sabido que surge espontáneamente aquella allí donde se reúnen simplemente por unas horas, media docena de personas para realizar cualquier cosa en común: rezar, bailar, fabricar paraguas o tomar café. Cuando los poetas o periodistas hablan del alma de un teatro, de un casino, de un convento de monjas no hacen una figura retórica, sino que enuncian, generalmente sin saberlo, una realidad. En efecto, allí donde se congregan unas cuantas personas para realizar algo en común, se establece inmediatamente una corriente intermental, un verdadero cruzamiento de influencias psíquicas que determinan la aparición de una psique colectiva, formada al calor del choque de las individuales, pero distinta completamente de todas ellas. Como producto de la sugestión, es decir, de representaciones, sentimientos, tendencias que se deslizan furtivamente por los meandros de la asamblea, burlando el control del psiquismo superior de los reunidos, es bien sabido que esa psique suele ser cualitativamente inferior a la de los individuos que se reúnen. Asimismo esa psique colectiva es efímera y circunstancial, como la reunión que la provoca, cuando termina ésta, los individuos recobran generalmente la plenitud de su personalidad, mejor dicho, el pleno dominio de su yo, y se esfuma o desaparece totalmente aquella psique colectiva.  Pero ¿qué duda cabe que tiene ésta una realidad tan incontestable como la individual…?  Ahora bien, si existe esa psique colectiva típica, dentro de cualquier reunión humana, por transitoria y ordinaria que sea, ¿cómo no va a haberla en una muchedumbre heterogénea que hace vida en común las 24 horas del día y que está sometida a una regla de vida colectiva, uniforme y coercitiva...?  ¿Cómo no va a haber una psique colectiva típica de los campos de concentración...?  ¿Por qué no ha de existir una psique del concentrado...?  Y si la hay... ¿por qué no ha de ser posible estudiar las reacciones características de esa psique...?
Mas aquí nos tropezamos con una segunda dificultad; y es que, aun admitiendo sin inconveniente la existencia de esa psique, como los campos de concentración no son ni mucho menos iguales en todas las latitudes, sus psiques correspondientes tampoco parece que deben serlo y por consiguiente; parece que no hay manera de llegar a conclusiones generales acerca de la psicología de los campos de concentración en general...
Habría posibilidad, es claro, de llegar a conclusiones particulares acerca de la de éste, de aquel campo no de esculturar el alma de los campos o dibujar el perfil idiosincrásico del clásico concentrado. Respondamos a esta objeción.  Desde luego, las diferencias entre los campos de concentración son innegables, y a veces importantísimas, tanto desde el punto de vista de la calidad de los concentrados, como de las condiciones externas en que su vida se desarrolla. A nadie se le oculta, por ejemplo, que un concentrado por sus ideas políticas (un luchador revolucionario) no es lo mismo que un internado por diferencias raciales (un israelita) o como consecuencia de una derrota militar (un prisionero de guerra). Las bases de su conducta son distintas, su moral es distinta y por ende sus reacciones tienen que serlo igualmente. ¿Cómo se va a pedir, v. gr., la misma entereza de ánimo a un idealista exaltado y combativo que a un medroso tendero de un ghetto..? Y si nos referimos a la influencia de las circunstancias externas, ¿qué duda cabe tampoco que no puede ser igual la vida representativa, afectiva ni conativa de una muchedumbre que vive tolerablemente confinada en una playa o en una campiña, sin otras molestias que la privación material de libertad, al compararla con la de otra masa humana, sometida a un régimen atroz de hambre, de humillaciones y de miseria y cuyos individuos se ven incesantemente torturados por la pesadilla inahuyentable de ser llevados en cualquier momento ante el pelotón de ejecución...? Estas trágicas diferencias son efectivamente innegables. Pero vengamos a cuentas: ¿son esenciales o solamente accidentales? No se trata más bien de diferencias cuantitativas que cualitativas? Hemos dicho anteriormente que la heterogeneidad estructural de los campos de concentración podía muy bien ser reducida a un denominador estructural común: el hombre-masa del campo, el concentrado medio (naturalmente no cuentan en este caso las individualidades que escapan a la influencia del medio o porque, demasiado débiles, sucumben a él, o porque, demasiado enérgicas, lo dominan y neutralizan). Pues análogamente, el polimorfemo reactivo de las diferentes manos de concentrados puede ser reducido indefectiblemente a una reactividad psicofisiológica radical y común: la de la angustia. Como veremos mas adelante, la angustia es la atmósfera, el principio y resorte profundo de todas las reacciones psíquicas, características de los campos de concentración. Por consiguiente, las diferencias psicológicas de unos campos a otros no son de radical, sino de coeficientes, no son verdaderamente substanciales, sino accidentales.  Así, pues, sus reacciones características tampoco pueden diferenciarse esencialmente.
Un último reparo, aunque de orden puramente extrínseco, es el siguiente: ¿cómo realizar una investigación científica acerca de las reacciones características de la psique de los campos de concentración? ¿De qué medio valerse? Qué procedimientos emplear? Por de pronto, yo estimo – no sé si equivocadamente- que la extrospección por si sola es insuficiente. Desde luego, no puedo negar que una comisión de sagaces conductivistas que se pasara unas cuantas temporadas, observando las costumbres de las muchedumbres confinadas en distintos campos de concentración – de Alemania, de España, de Francia, etc.- pudiera llegar a conclusiones generales, verdaderamente certeras y apreciables. Lo que dudo, positivamente, es que lograran internarse en el fondo mismo del alma torturada de estos campos. ¿Por qué? Porque hay cosas que no se pueden comprender ni interpretar bien, si no se viven.  Sobre todo, los grandes dolores. Un turista de ese género jamás podría penetrar en el drama interior del concentrado. Por una razón sencilla: porque no lo siente. Para interpretar debidamente esos estados, de poco sirven los test, las encuestas, los cuestionarios si todos los métodos del (...) Hay que vivirlos. No basta ser espectador: es indispensable ser actor.  Por eso opino lógicamente que para la construcción de una Psicología de los campos de concentración, a pesar de tratarse de un problema de psicología colectiva, no serían suficientes los procedimientos extrospectivos. Habría que apelar además a la introspección, propia o ajena. Y si es verdad, como decía Bisset, que la introspección es el alma de la psicología, es bien seguro que una Psicología del concentrado, construida exclusivamente a base de la observación externa, sería una psicología sin alma. Tiene, pues, que emprender esta obra quien la haya vivido, quien conozca a fondo la vida de los campos. La tarea ciertamente no es nada fácil. Porque hay que tener en cuenta que un psicólogo, confinado en un campo, no en plan de turismo, sino de verdad, en virtud de una decisión gubernativa y sometido a toda clase de miserias y penalidades, no tiene en ningún caso la libertad de acción ni su espíritu indispensable para acometer con éxito una empresa de esta especie. Un campo de concentración no es precisamente el laboratorio de una Facultad ni los concentrados los sujetos de experimentación de un investigador. Pero, en fin, es evidente que estas y otras muchas dificultades externas – como las que yo experimento en estos momentos – no son ni mucho menos un obstáculo insuperable para llevar adelante una empresa como la propuesta.
Podemos, pues, como corolario de esta introducción establecer las siguientes conclusiones:
a)     existe una psique colectiva típica de los campos de concentración y por ende, una idiosincrasia del concentrado.
b)    es posible estudiar esa psique.
c)     lo es por consiguiente, construir una psicología de los campos de concentración.
¿Por qué métodos? Por los corrientes:
 1.- por la introspección;
 2.- por la observación externa.
Nosotros vamos a hacerlo en cuatro capítulos:
1)    la angustia de los campos de concentración
2)    Idiosincrasia del concentrado
3)    la cultura de los campos de concentración
4)    derivaciones psiquiátricas.

Una última observación.  Estos apuntes se refieren a los adultos del sexo masculino. Yo no he convivido ni por consiguiente estudiado a los desgraciados niños y mujeres, encerrados en estos campos de Francia.

LA ANGUSTIA DE LOS CAMPOS DE CONCENTRACIÓN

¿Qué es un campo de concentración? Una extensión de terreno yermo y acotado, más o menos vasta e insalubre; con alambradas o sin ellas, con barracones o sin ellos, en la que se encierra como un rebaño, por un tiempo generalmente indefinido, a una muchedumbre determinada de personas a las que no se imputa de ordinario ninguna de las figuras de delito definidas en los Códigos vigentes, pero a las que se inculpa, con fundamento o sin él, de constituir un peligro, real o imaginario, contra los intereses legítimos o no, de los titulares del Poder Público o de los grupos sociales o políticos que representan.
Un concentrado es, por consiguiente, en principio, un penado no delincuente: un buen ciudadano a quien en un momento dado, se arranca de su residencia, confinándolo en un prado o en un establo, al margen de la ley y de la vida civilizada. De la libertad pasa repentinamente al encierro, del trabajo a la inanición, de la comodidad a la miseria, de la holgura a la estrechez; en una palabra, del desarrollo normal de su existencia a un desenvolvimiento violento y anormal, según la vieja teoría de Aristóteles, el dolor, en el sentido psicológico, es la manera cómo nos impresionan las operaciones psíquicas no connaturales, las connaturales impedidas; es decir, que hay dos fuentes principales de dolor: a) la actividad no connatural; b) la impedición de la actividad connatural. Pues bien, en ambos casos justamente se encuentra el individuo concentrado, pues, por un lado, se le impone un género de vida que repugna a su naturaleza y a sus hábitos, y por otro, se le impide hacer su vida regular de persona civilizada. No es, pues, extraño que al analizar las reacciones psíquicas, individuales y colectivas, características de los campos de concentración, nos tropecemos invariablemente con un radical constante: la angustia. 
En efecto, toda la vida del campo de concentración es en el fondo una expresión de angustia. Todas las manifestaciones típicas de la vida del concentrado pueden ser referidas en última instancia a este estado psicológico primordial. Lo mismo el desesperado que acaba ahorcándose del techo de una barraca, que el humorista que se entretiene en olvidar sus penas haciendo chistes o el romántico que se dedica a escribir cartas melancólicas a corresponsales desconocidas, todos ellos obedecen en último término al mismo resorte anímico fundamental: la angustia. ¿Pero qué clase de angustia? He aquí la cuestión. Porque en realidad la angustia no es un fenómeno extraordinario y accidental en la vida del hombre, sino un estado inherente a la misma naturaleza humana. Hay efectivamente en el hombre un estado más o menos agudo, más o menos patente, pero en todo caso permanente y activo de angustia misteriosa, indeterminada y diluida que le acompaña desde la cuna hasta el borde del sepulcro. Es la angustia llamada existencial, una angustia, por decirlo así, etérea, impalpable, imprecisa, algo análogo a la presión atmosférica que oprime insensiblemente sus cuerpos, como el tiempo y el espacio que acorralan invisiblemente su espíritu. Las religiones, observaron hace muchos siglos este fenómeno, utilizándolo pronto en el terreno dogmático. Para la teología judaico-cristiana, esta especie de agobio primario universal es una como conciencia confusa de culpabilidad universal, corolario del pecado original. Para el budismo, una consecuencia ineluctable del Tanhâ o sed natural de sensaciones.  En nuestros días Stekel y Klages han tratado de explicar el fenómeno como una situación nacida del presentimiento del hecho vital que llamamos Muerte. Y el ilustre Heideger, como la expresión afectiva de la amenaza constante de la inmensidad del mundo sobre la parvedad del hombre. ¿Cuál de estas explicaciones se aproxima más a la verdad? Para mi, la del autor de “Ser y Tiempo” es la más profunda y por ende, la más filosófica. En efecto, el hombre lanzado al mundo -al adquirir conciencia de su existencia individual, acto psicológico y cronológicamente anterior a cualquier otro cognoscitivo sobre su origen o sobre su fin–, la primera actitud que adopta es la de situarse automáticamente enfrente de ese mundo; es decir, adquiere a la vez conciencia de que él no forma una unidad perfecta con ese mundo, de que no se “Santifica con él” y de que además se encuentra solo, completamente solo, frente a su inmensa potencia. En resumidas cuentas, se trata sencillamente de la expresión afectiva de un sentimiento de inferioridad en la que Weber ha situado cabalmente la esencia de la angustia. ¿Y qué otra cosa es ni más ni menos esa reacción primitiva del hombre frente al mundo que un sentimiento de impotencia activa y de impotencia cognoscitiva? ¿Qué otra cosa es que el encuentro inesperado del caminante con la Esfinge amenazadora del Universo? De aquí nace a su vez precisamente ese profundo sentimiento de secreta melancolía que invade espontáneamente al hombre en la soledad contemplativa de la Noche o al dialogar sin palabras con la infinitud de la naturaleza. Albert Dürer realizó una interpretación genial de asentimiento, al dibujar al fondo de su célebre grabado la inmensidad del mar y de los cielos, estrenando la sintonía de su potencia misteriosa, en el silencio amatista del crepúsculo.
Ahora bien, ¿es esta angustia universal, inconcreta, existencial, la que puede invocarse como fundamento para explicar las reacciones psicológicas, características del confinado en un campo de concentración? Evidentemente no. ¿Por qué? Porque la angustia de los campos no es precisamente la reacción melancólica ante una amenaza indeterminada y vaga, ante una situación de peligro indefinido que no se sabe en qué consiste ni de dónde viene, no es, en una palabra, un sentimiento puro, sino más bien una especie de sensación, de malestar vital, cuyos factores se conocen y cuyos efectos se palpan y se sufren. No obstante, el problema que se puede plantear a este propósito, es si esta angustia concreta, como todos los estados psíquicos análogos nacidos ante el fantasma de una amenaza, no se puedan reducir, en último término, a la angustia existencia; si no serán, en fin de cuentas, concreciones de esta angustia primitiva, agudizada o intensificada por la intervención de estimulantes inmediatos; si no se reducirán a condensaciones, más a menos enojadas y apretadas de una atmósfera impalpable de la angustia existencia. Sigmund Freud ha distinguido acertadamente dos clases fundamentales de angustia: a) la real, nacida ante las amenazas del mundo exterior; b) la neurótica que brota ante las agresiones del ello y la impotencia del yo, para mantener el equilibrio psíquico. Pues bien, en mi modesta opinión, la angustia de los campos de concentración es justamente una angustia mixta, es decir, en parte real y en parte neurótica; nacida por un lado de una situación efectiva de peligro externo y por otro de la insurrección de los instintos contra un psiquismo superior; disminuido en su potencia. Desde luego, la amenaza exterior, en los campos de concentración es bien patente. Ni siquiera hace falta penetrar en su recinto para darse cuenta de ella. Basta otear a lo lejos el paisaje gris de un  (..) miserable de barracas, subrayado violentamente por los cercos de alambradas y los filos de bayonetas en vigilancia.
El hambre, la desnudez, la miseria, los piojos, las ratas, la privación de las ventajas más elementales de la vida civilizada me parece que constituyen una partida de agresores bien definidos para que haya necesidad de detenerse en describirlos. Ahora bien, esas agresiones se refieren principalmente no al civis, es decir, al hombre civilizado, sino simplemente al homo, es decir al príncipe de los mamíferos, al que se impide realizar normalmente sus funciones de conservación, de relación y de reproducción. Por esto la consecuencia inmediata es la enérgica reacción de los instintos animales del hombre, más o menos adormecidos o sometidos por la cultura en la vida cotidiana. Pero a su vez coincide con esa reacción, como veremos más adelante, una disminución y debilitamiento de las energías del psiquismo superior, amedrentado por la amenaza externa. De aquí la fulminante ruptura del equilibrio psíquico normal y el nacimiento de la angustia neurótica. El yo retrocede asustado ante la embestida de los instintos, por un lado, y de los factores externos, por otro ante la acometida simultánea del enemigo anterior y del enemigo exterior, y ese concurso dramático de agresiones engendra la angustia mixta, neurótico-real, característica de los campos de concentración.
Para acabar de darse cuenta de ella, vale la pena de compararla con la angustia de las cárceles. La angustia del concentrado se parece, en efecto, bastante a la del preso, como el campo de concentración a la prisión. Su causa aparente principal es, en todo caso, la misma: la privación de libertad. Sin embargo, los estados angustiosos de uno y otro distan bastante de ser iguales. Por de pronto, la angustia de las cárceles significa ante todo angostura. Con relación al campo de concentración, en la cárcel se disfruta de menos libertad individual, de menos espacio, existe más vigilancia y más reglamentación.  El penado ordinario no se puede mover libremente dentro de la cárcel. En cambio, el concentrado tiene hasta cierto punto libertad de movimientos en el recinto del campo.  Es como el pájaro enjaulado que puede revolotear a su antojo dentro del ámbito de su jaula. Sin embargo, el cerco espiritual y la congoja subsiguiente al mismo son sin duda mayores en el campo de concentración que en la cárcel. ¿Por qué? Porque el penado ordinario desenvuelve su vida bajo el signo de la certidumbre. Tiene un domicilio estable, generalmente, más confortable que el campo de concentración; tiene una ocupación, un reglamento y un plazo de condena.  Es decir, sabe por qué, cómo y cuánto tiempo va a vivir en este estado.  En cambio, el concentrado –al menos, tal como vivimos los españoles en los campos franceses,- desenvuelve su existencia ordinaria en la incertidumbre y hasta, en el sobresalto. ¿Cuántos infelices compañeros se han encontrado de repente, sin saber por qué, colocados por los gendarmes franceses en la frontera española y fusilados a los pocos días, o a las pocas horas? Lo que caracteriza nuestra existencia en estos campos es precisamente la ausencia de seguridad en todos los órdenes, en la habitación, la alimentación, el trato, el tiempo y hasta en la vida. Y es, a no dudarlo, esta situación de perpetua incertidumbre, de perpetua zozobra, la causa primordial de nuestra angustia. Los estados más dolorosos no soportan con alguna resignación, cuando se conoce, el final de los mismos.  Ese término es como un foco luminoso de esperanza y de consuelo. Por el contrario, situaciones de malestar relativo, de pequeña intensidad, devienen insoportables, cuando no se otea su fin. He aquí, por qué la situación del concentrado es en el fondo más angustiosa que la del preso. Goldstein, para definir la angustia, ha insistido con buen sentido, en este hecho tan sencillo como esencial, que la angustia se opone directamente a la situación de tranquilidad y que ésta se caracteriza porque el individuo puede reaccionar y reacciona de un modo adecuado a su manera de ver y a las contingencias que le presta el mundo.  Ahora bien, por descontado que un presidio no es un lugar a propósito para que el individuo se desenvuelva tranquilamente conforme a su peculiar manera de ser. La conditio sine qua non de este desenvolvimiento es la libertad. De todos modos, es posible conseguir –y se consiguió al cabo de un tiempo– ajustar la idiosincrasia personal al patrón de vida carcelario. Es un caso de verdadera educación traumática siempre posible en las circunstancias más dolorosas, a condición de que tengan estabilidad. Mas cuando se trata de situaciones provisionales o inciertas, sujetas a cambios repentinos y profundos, como ocurre en estos campos, no hay manera de llevar a cabo una verdadera educación ortopédica, ni desde el punto de vista orgánico, ni desde el punto de vista espiritual. Solo  adquirir, a lo sumo, una predisposición conformista a soportar estoicamente todo lo que viniere y a encajar todos los golpes de la suerte en el ring de la desgracia. Es justamente la posición adoptada por la mayoría de los concentrados. Pero en todo caso, esa predisposición que se adquiere en efecto, al cabo de alguno tiempo, no es un factor positivo de alivio, como el hábito,  sino neutro, como la resignación. Es una actitud de indiferencia, de abulia más bien del concentrado ante el sentimiento de su impotencia para aligerar la carga de infortunio que le aplasta y fijar la veleta de su destino que le atormenta. Por eso el estado de angustia que se puede atenuar –y se atenúa notablemente en el tiempo en las cárceles presidios– no se alivia sino en proporciones mínimas en los campos de concentración. Con frecuencia se registra incluso todo lo contrario: una agravación y es bien lógico, toda vez que el complejo de inferioridad se va haciendo cada día más profundo y presente y ya hemos anotado con Wexberg que la angustia es un corolario de dicho complejo. 
Por lo que se refiere a mi experiencia personal, yo puedo asegurar que el tiempo solo ha contribuido en proporción exigua a disminuir la angustia que experimenté en los primeros días. Y eso, debido más bien a causas exógenas que endógenas, al mejoramiento de las condiciones materiales más que a una reacción puramente espiritual. Por lo demás, los casos de suicidio, de graves trastornos mentales y de repatriación a la desesperada –con frecuencia, verdaderos suicidios asimismo– de no pocos camaradas, constituyen elocuentes ejemplos de la agravación señalada.
Resumiendo: el estado afectivo fundamental de los campos de concentración es el de angustia. Esta angustia es a la vez real y neurótica, nacida, por un lado, de la agresión externa del medio, y por otro de la embestida interna de los institutos sobreexcitados.  El (esquizgante) principal de esa angustia es la incertidumbre.

Idiosincrasia del concentrado

Siendo el estado psicológico fundamental de los campos de concentración el angustioso, la manera de ser y de obrar del concentrado, en cuanto tal, ha de ser naturalmente la que corresponde a  dicho estado.  Ahora bien, ¿cuáles son las reacciones características del estado de angustia? Paul Janet ha distinguido tres tipos principales:
a) intelectuales
b) viscerales
c) de la conducta. 
Por lo que se refiere a las de tipo intelectual, se ha comprobado la existencia de dos fenómenos contradictorios: por una parte, la inteligencia se detiene, el individuo no comprende nada, y por otra, existe cierta excitación intelectual. Algo análogo sucede con la conducta: de primera intención, hay una como parálisis, una suspensión de la acción, y en seguida, una necesidad de movimiento, de romperlo todo. Cuando se presenta un sentimiento nuevo, se acompaña de una conducta especial, llamada conducta del fracaso. Goldstein la llama, tal vez con más acierto, conducta catastrófica, y se caracteriza por el miedo a la acción. Lo que distingue al individuo angustiado, desde el punto de vista dinámico exterior, es que adopta constantemente conductas opuestas, invertidas.  Pues bien al paso de una a otro, se produce siempre por el miedo a la acción. Cuando ésta no se logra, cuando una de ellas fracasa, será necesario inventar nuevas acciones, casi siempre difícil y por consiguiente, la fuerza no empleada producirá desarreglos viscerales y desórdenes intelectuales. Tal es a grandes rasgos, la teoría de las reacciones angustiosas, por lo que se refiere a la Psicología individual. ¿Pero es aplicable asimismo a la colectiva? Sin duda, aunque con modificaciones. Ya dejamos asentado que las psiques colectivas se forman a base de la influencia de las individuales, no por adición, sino por sustracción. Representan generalmente no una superación, sino una degradación de la individualidad. Son productos comúnmente deficitarios. Por esto la angustia del concentrado medio no solo no se diferencia esencialmente de la del individuo abstraído hipotéticamente de la masa del campo, sino que cuantitativamente suele ser de ordinario menor. Mal de muchos consuelo, de tontos – dice un refrán castellano. Y el hombre-masa es siempre más tonto que el hombre a secas. Sin embargo, esta filosofía plebeya, perfectamente aplicable a los periodos de calma, resulta falsa del todo en las circunstancias críticas. Miedo de algunos, miedo de todos – puede decirse entonces. La cobardía multitudinaria es la enfermedad más contagiosa. Y por ende: Angustia de algunos, angustia de todos.  Es decir, que el factor masivo lo mismo puede actuar de estimulante que de calmante de la angustia. Depende de las circunstancias.  En todo caso, lo que no admite duda alguna es que del choque o interferencia de la angustia del individuo con la de la masa del campo de concentración, es de donde surgen las reacciones habituales y características que definen la idiosincrasia del concentrado. Cabalmente por este motivo, sea cualquiera la clasificación que les corresponda particularmente en la caracterología a los individuos encerrados en un campo el signo tipológico del concentrado medio es siempre invariablemente el mismo: tipo introvertido. La introversión es uno de los fenómenos característicos del campo de concentración. Hasta los individuos más derramados hacia el exterior se convierten en los campos de concentración en tipos preocupados. Es lógico: su estado de angustia, de incertidumbre e inmovilización, sus problemas personales –individuales o familiares-, plantados de repente en el terreno de la indeterminación, cuando no de la insolubilidad, los tiranizan y absorben, atraen imperiosamente su atención mucho más que todas las solicitaciones –por otra parte, poco interesantes, variadas ni poderosas– del medio que los rodea. Por eso no es raro ver en un grupo de concentración a los hombres más joviales y expansivos –incluso a jovenzuelos bulliciosos de 20 años– pasearse a menudo solo en actitud meditabunda, hablar y gesticular consigo mismo, pasarse horas y días tumbados sobre un camastro miserable, sin despegar sus labios. ¡Cosa trágica y curiosa! El primer efecto del campo de concentración es convertir al individuo, a todo individuo, en un tipo anímicamente concentrado. Las alambradas del exterior con sus pías y todo, se proyectan automáticamente sobre su ánimo, y lo aíslan y acorralan, como a un jilguero en su jaula.
Conciencia inmediata de la claustración del espíritu, de esa incomunicación relativa con el exterior, es el signo contradictorio que ofrece alternativamente, la actividad del concentrado. Diríase que su alma, al retirarse al laberinto interior de la conciencia pierde el control sobre si misma, se desorienta, anda a tientas, por sus oscuras salas, quedando a merced completa de gnomos y de fantasmas. Esa desorientación y ese desequilibrio se manifiestan en efecto, claramente, lo mismo en las funciones psíquicas por separado que en la conducta en general así en el dominio psicológico analítico como en el sintético. Vamos a verlo.

Las funciones

Al analizar la vida psíquica del concentrado desde el aspecto funcional, nos encontramos efectivamente hasta cierto punto, con la antinomia de Janet: por un lado, detención, torpor de algunas funciones, y por otro, sobreexcitación, hipertensión de otra. Funcionan en efecto con torpeza y lentitud, la facultades típicas del psiquismo superior: entendimiento, voluntad y afectividad inorgánica; y desarrollan una actividad extraordinaria y absorbente la imaginación, la memoria y los instintos y pasiones. Al replegarse la conciencia sobre sí misma, los elementos netamente subjetivos implantan por decirlo así una dictadura, con lo que el resto de las facultades, aquellas que viven precisamente de proyecciones mutuas y permanentes con el exterior, se ven forzadas a llevar una vida lánguida y precaria, de miserable servidumbre.
Por eso la tónica general de la vida anímica del concentrado, desde un punto de vista estrictamente psicológico, es la degradación de la energía psíquica del concentrado, desde un punto de vista estrictamente psicológico es la degradación de la energía psíquica en general: degradación que se manifiesta acusadamente lo mismo en la sensibilidad externa, que en la percepción sensible e intelectual, tanto en la vida afectiva como en la conativa.  Pasemos, si no, una ligera revista.
a)     La sensibilidad externa.  Se desenvuelve bajo la influencia de dos factores negativos: limitación y tosquedad de los estímulos. Es la que sufre directamente y en todo tiempo las agresiones del medio externo. La consecuencia inmediata es un embrutecimiento progresivo de los órganos y por ende, una degradación creciente de la sensibilidad. Naturalmente esta degradación se acusa sobre todo en los sentidos cuyos excitantes son, en los campos de concentración, más limitados y menos finos: el olfato, el gusto y el tacto. La pituitaria, el paladar y la epidermis de un concentrado están en disposición de soportar sin repugnancia los estímulos más groseros: desde las emanaciones de una letrina, a las peladuras de patatas y a la mugre más repulsiva.... Lo que dudo positivamente es que trasladándolo de repente a la mesa de un gran hotel o al boudoir de una mundana, aunque hubiera sido en su vida anterior un gourmand o un dandy, fuera capaz de captar, de buenas a primeras, los matices cualitativos que no escapan al hombre menos refinado que hace una vida de verdadero civilizado. Desde el punto de vista de los sentidos, la vida del campo de concentración representa, como diría Vargas Vila, un proceso de cerdotización del individuo.
b) La percepción sensible. Si la vida de los sentidos es bastante pobre, la de la percepción sensible no puede ser muy rica. A su pobreza y tosquedad, hay que añadir otra nota: su desesperante monotonía. Y a veces otra un poco más dramática: la anormalidad morbosa. No es extraordinario, ni mucho menos –aunque tampoco corriente, es cierto– encontrar en los campos tipos de ilusos y alucinados en el sentido estrictamente psicológico de estos vocablos. Por una parte, el desfallecimiento orgánico, proveniente del hambre y la miseria, y por otra, la supremacía de la fantasía, como veremos más adelante, dan lugar alguna vez a semejantes estados. 
En el campo de Gurs, tuve yo ocasión de observar dos casos tan típicos como trágicos: mi buen amigo L. P., comandante del Cuerpo Jurídico Militar y J. A. G., teniente del CASE, con quienes conviví respectivamente en el islote C; barraca 21 y en el L, barraca 19. Se trataba de dos compatriotas en franco proceso de enajenación mental y atacados de manía persecutoria. El segundo llegó a abrirse una noche el vientre con una navaja de afeitar.
Pues bien, uno y otro creían ver en los gestos y oír en las conversaciones de los demás compañeros de la barraca, una amenaza y una conspiración continua contra ellos. Por lo demás, el mismo bulo –producto típico del campo de concentración que analizaremos en otro lugar– tiene a menudo su origen en una ilusión psicológica: una palabra, una frase cogida al azar en una conversación, en la lectura de una carta o en una audición de radio; palabra o frase a las que se integran inmediatamente elementos imaginativos, más o menos verosímiles, reflejo de las continuas preocupaciones del subconsciente de los concentrados. Por desgracia, los reductores de fantasías, empezando por el simple buen sentido, no suelen abundar en estos parajes de soñadores.
c) La percepción intelectual. Como es de suponer, la percepción intelectual sale en los campos de concentración bastante peor parada que la sensible. Las embestidas de la afectividad, la sobrecarga de angustia sobre todo, perturban continuamente la actividad del entendimiento. Intelectualmente el concentrado no es un sujeto completamente normal. La anormalidad de su vida exterior se refleja automáticamente sobre su mente y la descentra. ¿Es el concentrado medio un semi-loco y un semi-responsable, como diría el Dr. Grasset? No me atrevo a asegurar tanto. Pero ya dejamos asentado anteriormente que todo concentrado es, por de pronto, un introvertido. No precisamente temperamental, sino circunstancial y por ende, anormal. Ahora añadiremos más: todo concentrado merodea de vez en cuando por las fronteras de la Psiquiatría. A menudo, el campo de concentración es la antesala del manicomio. Muchos camaradas han perdido la razón en él. La tragedia de L. P. y de J. A. G. no es extraordinaria.
A los dos meses de entrar en Saint-Cyprien, contemplé yo asimismo otro caso impresionante: el de M. P., catedrático universitario de la Facultad de Derecho y ex vocal del Tribunal de Garantías Constitucionales de la República Española. Gracias a la solicitud del Comité Británico de Ayuda a España, pudo ser internado a tiempo en una casa de salud. Pero, en fin, sin necesidad de apelar a estos dramáticos extremos, es un hecho incontrovertible que el concentrado medio no suele discurrir con la agilidad y lucidez del hombre medio de la calle. Naturalmente todo lo ve a través del prisma de su anormal situación y todo lo juzga a través de ella. Sin duda hay un criterio especial de campo de concentración, como lo hay de salón aristocrático y de convento de frailes. Solo que los impertinentes de una condesa o la lupa teológica de un capuchino no son las alambradas de un campo de concentración... Por lo demás, la facultad ponderativa, la capacidad de ver, de juzgar certeramente de las cosas, de los hombres y de las situaciones es un raro don que poseen habitualmente en los campos de concentración solo algunos individuos privilegiados. El espíritu del concentrado no es un espíritu en equilibrio. Oscila constantemente entre el escepticismo absoluto y la credulidad absoluta, entre la exaltación, la depresión, entre la suspicacia y la ingenuidad, ignorando la ponderación y el aplomo, indispensables para juzgar con acierto. Es una especie de balanza que tiene siempre algún platillo desnivelado. Ese desequilibrio lo produce en último término un peso invisible: la angustia.
d) La vida conativa. La anormalidad de la vida intelectiva repercute, como es lógico, en la vida conativa, y particularmente en la volitiva. No hay voluntad normal sin inteligencia normal. Pero las perturbaciones de la vida apetitiva en los campos de concentración no proceden precisamente de la irregularidad funcional del intelecto, sino de las violentas agresiones del subconsciente. Ya dejamos asentado al definir las características de la angustia típica de los campos de concentración que su matiz neurótico provenía precisamente de la insurrección de los instintos contra un psiquismo superior disminuido en su potencia. En realidad, la voluntad, como agente ejecutivo de los veredictos del entendimiento, apenas si existe en los campos; quien se impone en cambio, soberanamente es su majestad el instinto, la espontaneidad animal. Cosa graciosa. Desde el punto de vista antropológico, el campo de concentración, en lo que tiene de coerción y de tutela, es una regresión al primitivo no infantil, y en lo que tiene de negación rotunda de las ventajas más elementales de la vida civilizada, representa una regresión al primitivismo de los aborígenes. Y como este trato, en su doble aspecto, es incompatible con la dignidad de los seres racionales, adultos y civilizados, la racionalidad, para no desprestigiar al principio de autoridad que los encierra, se escabulle discretamente de los campos dejando la plaza a los instintos del primitivo... De esta suerte quedan justificados a posteriori los gendarmes, las alambradas y todo el aparato coactivo del Estado… ¡Ho! La naturaleza también sabe guardar las formas...
La vida del concentrado gira en efecto principalmente alrededor de los instintos. Su conducta, como veremos más adelante, es una buena prueba de ello. Representa un proceso lento, pero gradual y seguro de desracionalización individual y por ende de retorno a la animalidad.  Por eso casi resulta ocioso plantearse la cuestión del funcionamiento del libre albedrío en los campos de concentración. Me refiero al libre albedrío en su sentido estrictamente psicológico o de ausencia de necesidad intrínseca. ¿Qué mayor necesidad intrínseca que esa dictadura de los instintos, unida a la sobrecarga de angustia real...? A este respecto, se contemplan de vez en cuando en los campos de concentración espectáculos verdaderamente asombrosos.  Por ejemplo, yo he visto a muchos compatriotas firmar tranquila y libremente –quiero decir, no arrastrados por la violencia del entusiasmo ni por la fuerza bruta– peticiones de regreso a España o de enganche en el Tercio Extranjero, con el noventa por ciento de probabilidades de jugarse la cabeza. ¿Qué cantidad de determinismo, qué cúmulo de factores de creación interna no actuarían sobre su voluntad, para no tener en cuenta no ya el dictamen de la sana razón, sino las sugestiones más imperiosas del mismo instinto de conservación?
Ni reflexión, ni libre albedrío, ni voluntad, sino instinto, determinismo y espontaneidad: tal es el panorama de la vida interior del concentrado, desde el punto de vista conativo.

e) La vida afectiva.  Por supuesto, tampoco lo es más risueño en el aspecto sentimental. El balance afectivo del concentrado es un balance de bancarrota. En su activo solo figuran los sentimientos inferiores y los inorgánicos, socialmente desvalorizados. En cambio, los sentimientos verdaderamente superiores, los que constituyen la ejecutoria de su nobleza racional, apenas si se encuentran en los campos. Existen sin duda alguna almas de elite en las que el triste espectáculo de su miseria exterior actúa precisamente como acicate para cuidar, como en revancha, mejor que nunca, el jardín encantado de su espíritu.  Afortunadamente los harapos y el fango y el hambre no son incompatibles con la riqueza y la elegancia espirituales.  Epícteto, el esclavo, es mil veces más opulento, a este respecto, que Lúculo, el millonario. Más en los campos de concentración no pueden abundar los Epíctetos. En ellos crecen con facilidad los cardos de los sentimientos egocéntricos más innobles, pero no las flores de los altruistas y de los estéticos.
f) Las funciones amnésicas. Paralelo al proceso de degradación de las funciones típicas del psiquismo superior, se desarrolla otro de hipertrofia de las funciones amnésicas. Es hasta cierto punto, una especie de desquite; en realidad de verdadera compensación. La memoria y la imaginación son, en efecto, las verdaderas reinas de los campos de concentración. Alrededor de ellas gira toda la vida espiritual del concentrado. ¡Cosa curiosa! El concentrado, amarrado como Prometeo, a la roca de un presente torturador, vive casi exclusivamente de ilusiones, como el joven, y de recuerdos, como el viejo.
Toda su vida interior se reparte entre la memoria de lo que fue y el espejismo de lo que quiere ser. La angustia de la vida presente le empuja incontinentemente a adoptar en frente de ella la única actitud aliviadora: la de evasión. Evasión hacia el pasado o hacia el futuro, hacia el alcázar del recuerdo o hacia los jardines de la ilusión. En la primera etapa de la vida del campo, predomina la memoria; en la segunda, la imaginación. La explicación es obvia. La corriente de la vida afectiva no puede interrumpirse normalmente con la brusquedad que el curso de la externa. Por fortuna no hay gendarmes ni policías capaces de allanar el santuario de la conciencia.  Las pistolas ni los sables nada pueden contra los sentimientos y las ideas. Y el efecto de la violencia material, al interrumpir el curso externo de la existencia, es justamente de momento todo lo contrario: reforzar el tono afectivo de la trama espiritual, correspondiente al módulo de la existencia dislocada. De aquí el papel preponderante que juega la memoria, en la primera etapa de la vida del concentrado. Mas en todo caso la significación de ese papel no es exclusivamente afectiva, de soldadura con el pasado roto, sino instintiva, de evasión del presente incómodo. Mientras se entretiene en evocar las venturas pretéritas, olvida el concentrado las desventuras del momento.  Satisface a la vez a las exigencias de su corazón y a los intereses actuales de su espíritu angustiado. Justamente por esta ausencia de la actualidad, se da el caso curioso de que el concentrado, en lo referente a la vida externa del campo, suele resultar frecuentemente un verdadero dismnésico. Yo mismo no recuerdo ya en estos momentos los números de las barracas en que estuve alojado en Saint-Cyprien ni los nombres ni aun la fisonomía de una buena parte de compatriotas con los que conviví íntimamente en aquel campo. ¿Anorexia? No, no: verdadera dismnesia. Si no los evoco no es por haber perdido su recuerdo, sino sencillamente porque no imprimieron huella alguna, o la imprimieron muy débil, en la trama amnésica de mi conciencia.  ¿Quiere esto decir que el campo, con su brutal realismo, se a pasar rozando la conciencia del concentrado? Todo lo contrario. En mi vida, como en la mayoría de mis camaradas, el tránsito por estos parajes, es uno de los acontecimientos capitales de mi existencia: uno de los que dejarán un rastro más marcado y profundo así en mi alma como en mi cuerpo. Mas, por lo que se refiere al alma, no se trata precisamente de una impresión intelectual, sino afectiva. Es campo es ante todo un motivo de dolor, no un enguizgante de la curiosidad. Interesa al sentimiento y no al conocimiento del concentrado. Al revés que al espectador de alambradas afuera: éste no lo sufre, le interesa estudiarlo únicamente. ¡Ah! Pero al que tiene que soportarlo día a día, qué pocas ganas le quedan de analizar todo su horror! Prefiere a veces cerrar los ojos, adoptar la postura del avestruz y justamente ese recurso al pasado por medio de la memoria, como actitud espontánea de evasión ante la realidad angustiosa del presente, signifiquen intelectualmente esto: desinterés cognoscitivo por lo actual. Se trata de una actitud sistemática de inhibición de las facultades cognoscitivas. La conciencia se niega, por decirlo así, a aprehender los detalles del presente, se resiste a abarcar su magnitud. “Claro está que no por ello, el horror de lo actual deja de golpear tragicamente en la puerta de la conciencia y de allanar su interés conturbado. El fuego no deja de quemar, porque se cierren los ojos ante las llamas. Y cabalmente por ello las agresiones del medio externo no dejan de producir en el ánimo una profunda impresión de angustia por grande que sea el poder de evasión del concentrado.
Consecuencia inmediata de ese desisterés cognoscitivo es su falta de atención a todo lo que suponga un desplazamiento del yo fuera de la zona de sus particulares conveniencias. Ya hemos demostrado anteriormente que todo concentrado es un introvertido, que en él predominan los sentimientos egocéntricos y por fin que es un dismnésico. No tiene, pues, nada de extraño el que sea asimismo un aproséxico. Rehusa, en efecto, parar atención a lo que pasa fuera de él y prefiere distraerse, es decir, replegarse a su interior, y volar en alas de sus recuerdos o de sus fantasías. Pero cual es, en último término, la razón de esta desatención y de aquel desinterés: la misma de siempre: atenuar su angustia. Analizar el dolor es agravarlo. Únicamente cuando este análisis implica una realización artística o científica, puede significar un alivio.
Perche cantando, el dual si disacerba…” cantaba Petrarca. (Canción I). El pensamiento es como el escalpelo: al hundirse en la carne, la (…) dolorosamente. Por esto el concentrado, al cabo de un corto espacio de tiempo, utiliza preferentemente como medio de evasión, la imaginación y no la memoria. El recuerdo es ciertamente una fuga del medio circundante, pero solo momentáneo. ¿Por qué? Porque la imagen del pasado venturoso obliga a retornar inmediatamente , por la ley del contraste, al presente desdichado. Recordar es penar. En cambio, por la imaginación se evade tranquilamente de la miseria actual, sin echar tampoco de menos la dicha pretérita.  Por eso la verdadera soberana de los campos de concentración es la imaginación. El concentrado es un introvertido imaginativo. Probablemente las tres cuartas partes del tiempo libre, es decir, del tiempo no empleado en algún trabajo más o menos útil, como medio asimismo –el más práctico– de evasión, se los pasa el concentrado en estado de rêveríe; es decir, soñando despierto.  ¡Cosa curiosa! La vida del concentrado oscila entre dos polos opuestos: el de la quimera y el de la animalidad; entre la irrealidad más fantástica y la más tosca realidad. La bestia y el ángel danzan un galop extraño en la pista del infortunio. Incluso los mismos trabajos con que a veces emplea sus ocios el concentrado, ¿qué otra cosa son que tareas predominantemente imaginativas...? La reclusión y el aislamiento han sido siempre magnificas ocasiones para los hombres de imaginación, desde el más humilde obrero manual a Cervantes y Dostoiexzky.  Han salido más obras geniales de los presidios que de los palacios.
Resumiendo: desde el punto de vista de las funciones, la idea psíquica del concentrado sigue dos procesos anti-paralelos:  unos positivos (hipertrofia de las funciones anímicas) y otro negativo (degradación de las funciones perceptivas, afectivas y conativas).
La conducta. El desequilibrio y la autonomía de las funciones engendra naturalmente un desequilibrio y antinomia en la conducta. El concentrado es un tipo esencialmente contradictorio. Pasa de la inacción a la acción y de la depresión a la exaltación, con la mayor facilidad del mundo. Desde el punto de vista puramente dinámico, la conducta del concentrado se caracteriza por su intermitencia y su incoherencia. No tiene una línea de conducta; o si se quiere, tiene una línea de conducta completamente quebrada. La explicación hay que buscarla en la falta de verdadero control y de verdadera dirección del psiquismo superior. Abandonado a sus instintos y a su angustia, tan pronto es impulsivo como un medroso. Por eso su conducta es una conducta típicamente catastrófica, una conducta de fracaso. El miedo a la acción –a la acción plenamente lograda, desde el punto de vista teológico– es el puente de cañón entre los dos polos opuestos en que oscila. Ahora bien esa conducta contradictoria reviste en todo caso inevitablemente una de estas dos formas irracionales: a) reacción instintiva ante las agresores externos; b) reacción neurótica ante los agresores internos. Examinémoslas separadamente.
Mientras los filósofos disienten, el amor y el hambre siguen el rumbo–dice Schiller. La frase es una verdad a medias. El ilustre escritor -¡poeta al fin!– se dejó en el tintero un tercer factor: la ambición, mejor dicho, el instinto de dominación. (...) son en efecto las tres rostros fundamentales de la (...) del mundo y de la actividad individual. Ahora bien, esos tres motores corresponden cabalmente a las tres funciones y a los tres instintos fundamentales del individuo humano: de conservación, de reproducción y de relación.
¿Cómo actúan esos instintos en la vida del concentrado? ¿En qué medida y de qué manera contribuyen a la cristalización de la conducta?
Ni que decir tiene que el instinto que actúa como soberano en los campos de concentración es el instinto de conservación. Es lógico: la vida del campo es una lucha,  trágica, por la existencia individual, la lucha más trágica que puede concebirse. Los débiles sucumben irremisiblemente: los fuertes salen terriblemente heridos. Porque no se trata de luchar contra un competidor visible al que se puede dejar fuera de combate, asestándole un golpe certero, sino de la lucha contra el hombre, las miserias, la desnudez, el clima, es decir, contra agresores (...) de los cuales no hay manera de defenderse generalmente en los campos de concentración más que con la fuerza de la piel o la  fuerza del ánimo.

La conducta de los campos de concentración


Formas: 1) reacción ante agresores externos; 2) ante los internos (angustia).
Los tres motores fundamentales de la actividad humana auri sacra formas correspondientes a los tres instintos: de conservación, de reproducción y de relación.
Sentido de conservación – despertadores: los agresores del exterior (hambre, frío, miseria). Derivaciones: egoísmo, juego, robo, chivatería, prostitución, servilismo, comercio ilícito (Barrio chino), colilleros, comedores de ratas, peladuras, detritus.
Instinto de reproducción – onanismo, inversión, prostitución, erotomanía, correspondencia galante, arte erótico, literatura.
Instinto de relación: insolidaridad, egoísmo, desconfianza, (...), odio, resentimiento, venganza, agresividad, impolitesse (personal: (...); y social: grosería).
Angustia – Credulidad y escepticismo.

Espiritismo, cartomancia, bulos, superstición, cobardía ,impulsividad, criminalidad ( (...), locura, manía persecutoria, otras manías) – El humorismo.

La cultura de los campos de concentración

Cultura:
1) Deportes (fútbol, ajedrez, gimnasia, danzas, bolos, maniáticos de la gimnasia).
2) Artesanía: anillos, aeroplanos, etc.
3) Literatura: periódicos murales, revistas, poesías, novela, cuento, diarios, memorias.
Matiz: amargura (agresiva, humorística, desolada y desesperada) – Cartas.
4) Arte (Dibujo, caricatura, pintura).
5) Folklore: canciones, música, cuentos, chistes, bailes.
6) Acción didáctica: escuelas, autodidactismo, linguismo.

Función de la cultura: evasión de la angustia.
Matices: subjetividad angustiosa.
Origen: reacción de elites en las formas superiores; masiva, en las inferiores.
Significado: manifestaciones, singulares y características de la actividad del campo, al margen de los intereses inmediatos.
Derivaciones psiquiátricas.

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