Poemas de Manuel García Sesma
grabados por él mismo
La Madre Bescós La muerte del cisne María Rafols
El amor y la muerte Al Peñón de Ifach La Sonata Patética
La vengadora de su honra La última victoria de San Martín
La vacante de California El Idilio de Bramhs La muerte de la Pola
El Himno Austriaco Simón Bolivar
Un bañista llamado Bécquer Puesta de Sol La tartana del Boticario
La silla del Alcalde Oñate La Cruz de la Atalaya Horóscopo Nupcial
El viático del Ojin El Joyero de Walada
Canción de Primera Comunión Anita, la del Batán Sinfonía Matinal
Nocturno Estival Luciano el organista La misa de doce
El sobrecito de Tena Carretera de Hospinete
POEMARIO
FITERANO
Pamplona, Gráficas Iruña, 1969
Por Manuel García Sesma
Con su voz y música elegida por él mismo
PROLOGO
Este
libro es fruto de una crisis de nostalgia. Recuerdo que me sobrevino hacía
1953. En aquella época, hacía ya veintiocho años que no había vuelto a Fitero;
dieciocho que no había visto a ningún miembro de mi familia; y quince que vivía
lejos de España. Entonces, a modo de desahogo espiritual, compuse de un tirón
una buena parte de los poemas de esta colección; la mayoría, a bordo de los
autobuses de servicio público de la ciudad de México, durante los viajes que
hacía diariamente, para trasladarme a los colegios de Segunda Enseñanza, en los
que impartía clases de bachillerato.
Como
al principio no pensé, ni mucho menos, en la publicación de tales
composiciones, comencé a escribirlas al estilo sin pretensiones del viejo
Gonzalo de Berceo:
"en
román paladino,
en
qual suele el pueblo fablar a su vecino...".
Y
cuando más tarde, me decidí a escribir mayor cantidad y reunirlas en un libro, a instancias de un
buen amigo fiterano, continué con el mismo método ‑a la antigua, como dicen en
México‑, puesto que sólo iban a leerlas los vecinos de Fitero, que son gente
sencilla, y algunos bañistas curiosos de sus afamados balnearios termales.
Por
lo demás, como ya no estoy en la edad de las ilusiones, sino de las
desilusiones, tengo que hacer mía la humilde confesión de Cervantes en La
Gitanilla:
"Has de saber, Preciosa, que ese nombre de
poeta muy pocos lo merecen, y así, yo no lo soy, sino un aficionado a la poesía".
Aunque todos los poemas son
de fácil comprensión, he creído oportuno añadir a cada uno una nota explicativa
y reunir todas estas notas en un Apéndice, para dar al lector toda clase de
detalles complementarlos acerca de los personajes, hechos y cosas de que me
ocupo en cada composición.
EL AUTOR
México, Distrito Federal, 6 de mayo de 1969
1.- Saludo a
Fitero
2.- EL
Castillo de Tudején
3.- Luciano el
Organista
4.-La fiesta
de San Antón
5.- Un bañista
llamado Bécquer
6.- Leyenda de
Roscas
7.- Los
espectros del abad Erviti
8.- Amanecer
en el Soto
9.- El horno
de la Tía María Esteban
10.- El Tío
Maturrillo
11.- Nocturno
estival
12.- EL Poba
13.- Romance
de Pepete
14.- La boca
del Infíerno
15.- La misa
de doce
16.- A Roland
Mois
13.- La
tartana del Boticario
18.- EL lecho
del Tío Alvarilla
19.- La
Infancia del Venerable Palafox
20.- Los
alabarderos
21.- Puesta de
sol
22.- El Vizconde
de la Alborada
23.- El
encierro
24.- EL crimen
del Tío Puya
25.- La Infanta
del Balneario
26.- EL Cristo
del Humilladero
27.- EL
viático del Ojín
28.- EL
bañillo
29.- EL olivo
Sopetrán
30.- La Ronda
31.- Sinfonía
matinal
32.- Los
Charquillos
33.- Alberto
Pelairea
34.- EL
Mentidero
35.- Fray
Marcos de Villalba
36.- Anita la
del Batán
37.- La Peña
del Baño
38.- La Banda
del Carrascas
39.- Sueños de
plata
40.- El
Montecillo
41.- Raimundo
de Fitero
42.- Las
Rebuscadoras.
43.- La Peña
del Saco
44.- La silla
del alcalde Oñate
45.- Carnet
sentimental de un bañista
46.- EL
maestro don Blas
47.- La
bandera de Fitero
48.- EL joyero
de Walada
49.- El Duende
del Cortijo
50.- Pilar
51.- Cantares
fiteranos
52.- EL Mojón
de los Tres Reyes
53.- Las Completas
de Monseñor Della Chesa
54.- Viaje en
trillo
55.- Valito el
Ciego
56.- El pino
de don Juan Cruz
57.- EL gitano
Manuelillo
58.- La Cruz
de la Atalaya
59.- La Voz de
Fitero
60.- A la
Virgen de la Barda
Yo te saludo,
villa medieval y moderna,
vergel entre
montañas de rocoso perfil,
de Aragón y
Navarra y Castilla frontera,
otrora
disputada en prolongada lid.
Yo os saludo,
Roscas, Atalaya y Castillo,
colosos
milenarios de testa venerable
de la vida y
las luchas de Fitero testigos,
y de sus
avanzadas, centinelas gigantes.
Yo te saludo,
Alhama, río de nombre moro,
junto a cuyas
orillas Bécquer en sueños vio
a una mora dar
agua a un moribundo mozo,
capitán de
cristianos, que su amor conquistó.
Yo te saludo,
viejo cenobio cisterciense,
cuna de la
gloriosa Orden de Calatrava,
con cuyos
caballeros defendió el Occidente
contra la
Media Luna, la cultura cristiana.
Yo os saludo,
Huerta, Fustal y Peñahitero,
campos de
dulces frutas, viñedos y olivares,
regados desde
siglos por bravos jornaleros,
con sudor de
sus frentes y, a veces, con su sangre.
Yo te saludo,
calle de don Juan Palafox,
el más ilustre
hijo de la villa navarra,
en la que,
siendo niño, fue un humilde pastor
y más tarde,
famoso Virrey de Nueva España.
Yo te saludo,
hermosa Plaza de San Raimundo,
donde, cada
septiembre, arde Fitero en fiestas,
y las pupilas
mozas, del amor al conjuro,
brillan como
las chispas de la clásica Hoguera.
Yo te saludo,
templo románico‑ojival,
do, desde
siglos hace, las gentes fiteranas,
bajo tu amplia
bóveda, acostumbran a orar,
a los pies de
la Virgen María de la Barda.
Yo te saludo,
fuente coqueta del Obispo,
que, a la
entrada del pueblo, tu fresca linfa ofrendas,
cual la
Samaritana, en otro tiempo, a Cristo,
al sediento
foráneo que llega hasta sus puertas.
Yo os saludo,
Termas de poético encanto,
secular
sanatorio de cuerpos y de almas,
do viví con
mis padres y un inspirado bardo
y una linda
muchacha de blondas trenzas largas.
Yo te saludo,
madre, querida anciana présbita,
cuya vista no
alcanza más allá del Terrero,
y cuyo
pensamiento me llega hasta la América,
envuelto entre
las ondas de tu cariño tierno.
En fin, yo te
saludo, pequeño cementerio,
donde enterré
a mi padre un día gris de mayo,
y donde yo
quisiera dormir el sueño eterno,
con todos mis
parientes y amigos fiteranos.
México D. F.,
7 de septiembre de 1952.
Este poema de 12 estrofas de
versos alejandrinos es el más antiguo de los que he escrito sobre Fitero, pues
lo acabé el 7 de septiembre de 1952; es decir, hace 33 años. Lo compuse como un recuerdo y un regalo para
mi madre, precisamente durante las Fiestas del pueblo, y fue también el primer
poema al que puse música; pero no la que lleva actualmente, sino el adagio de
la sonata “Claro de Luna” de Beethoven. Por entonces, sufrí una especie de crisis de nostálgica de mi familia y
de Fitero, pues hacía 28 años, que no había vuelto al pueblo; 18 que no había
vista a ningún miembro de mi familia; y 15 que vivía lejos de España.
Es curioso cómo al vivir
mucho tiempo lejos de su patria grande y, sobre todo, chica, y al avanzar hacia
la vejez, se siente como una secreta llamada sentimental de la tierra que lo
vio nacer a uno. Esta llamada nostálgica me impulsó a comenzar al año siguiente
el Poemario Fiterano con 60 composiciones.
Ello me costó más de 10 años de trabajo, pues no lo escribí
seguidamente, sino con intervalos. Además lo hice de la manera más incómoda e inverosímil, pues compuse la
mayoría de los poemas a bordo de los autobuses de servicio público de la ciudad
de México, que me trasladaba a los colegios anejos a la Universidad Nacional
autónoma en los que daba clases de Francés, Latín, Terminologías y otras
materias. Uno de ellos, el Colegio
Franco-Español, en el que di clases durante 23 años seguidos, estaba a más de
10 kilómetros de mi domicilio y tardaba en ir a él ordinariamente unos t res
cuartos de hora; y otros tantos, en volver.
Pues bien, durante muchos meses, empleé este tiempo perdido en acordarme
de Fitero y escribir versos sobre él.
Cuando acabé el POEMARIO FITERANO
y me lo publicaron en Pamplona, a mis costas, no se me había ocurrido
musicarlo, sino que esto lo realicé mucho después. Es que la tarea es más difícil de lo que
parece, pues hay que saber escoger la música clásica que le encaja bien y hay
que saber escoger la música clásica que le encaja bien y hay que saber escoger
la música clásica que le encaja bien y hay que saber recortar, sin que se note,
la obra musical elegida, si, como es lo más corriente, resulta mucho más larga
que el poema.
2
EL CASTILLO DE TUDEJEN
EL fuerte de
Tudején
viste arreos
de gran gala.
La torre del
homenaje
al viento
despliega ufana
dos flamantes
estandartes
de soberana
prestancia.
Son las
banderas gloriosas
de Castilla y
de Navarra:
las mismas
que, hace unos meses,
juntas también
ondearan
en las torres
de Almería,
al final
arrebatada.
Los dos Reyes
que rindieran
aquella famosa
plaza,
descansan ahora
juntos,
a orillas del
río Alhama.
Alfonso y
García son,
con Berenguela
y Urraca,
y los Infantes
ilustres
de los dos
Reinos de España.
Los acompaña
un gran séquito
de caballeros
y damas.
De las almenas
del fuerte
penden los
escudos de armas
castellanos y
navarros
de la nobleza
más rancia:
la Sierpe de
los Villegas,
el Grifo de
los Peralta,
los Leones de
los Góngora,
y de los
Muñoz, las Fajas.
Por los patios
y las torres,
los corredores
y cámaras,
desfilan
mantos y yelmos,
velos,
cogullas y espadas.
Nunca en
Tudején se vio
más bullicio y
elegancia,
ni la Vega ni
las Termas
se vieron más
visitadas.
Y todos los
visitantes,
sin exceptuar
los Monarcas,
se hacen
lenguas del encanto
de la cuenca
del Alhama.
Hoy más que
nunca en el fuerte
hay concurso y
algazara,
pues, en honor
de los Reyes,
se celebra
fiesta magna.
cabe las
recias murallas,
presiden la
reunión
los dos reales
Jerarcas.
En torno de
ellos se agrupan
Reinas,
Princesas e Infantas,
Obispos,
Nobles y Abades,
Ricos‑hombres
y sus damas.
Dos compañías
de histriones
los divierten
con sus farsas;
y acróbatas y
bufones,
con sus
piruetas y chanzas.
Un juglar
canta el idilio
de Alfonso
Sexto y de Zalda;
y otro cuenta
del Rey Sancho
y del jabalí,
la fábula.
Coros de
jóvenes bellas,
ligeramente
ataviadas,
entonan cantos
de amores,
al son de
violas y flautas;
y una mora de
Tudela,
linda como la
Mejana,
entusiasma a
la asamblea,
con sus danzas
africanas.
Pero el número
de fuerza,
que todos con
ansia aguardan,
es la justa
entre dos nobles
de Castilla y
de Navarra.
Son don Ponce
y don García,
justadores de
gran fama:
el primero, de
Toledo;
y el segundo,
de Tafalla.
Don Ponce
ostenta el blasón
de la Reina
doña Sancha;
y don García,
el escudo
de la Reina
doña Urraca.
Los heraldos
los anuncian,
con sus
trompetas de plata;
y al son de
los atabales,
los
contendientes se atacan.
Qué hermosos
caballos montan,
luciendo ricas
gualdrapas!
Y qué
ágilmente manejan
la lanza como
la adarga!
¿Quién de los
dos ganará
el premio de los
Monarcas. . .?
No es fácil
adivinarlo,
pues muestran
destreza análoga;
y ya llevan
cuatro asaltos,
sin que se
saquen ventaja.
Los
espectadores vibran,
cuando se
encuentran las lanzas;
sobre todo,
las mujeres,
que son más
apasionadas.
Por seis veces
todavía,
los paladines
se asaltan;
mas no se
vislumbra el triunfo,
ni aun a la
décima carga.
Entonces pide
a los Reyes
la discreta
doña Sancha
que la
singular contienda
se dé, en fin,
por terminada;
y ya que de
igual valor
entrambos han
hecho gala,
que se otorgue
a entrambos nobles
el premio de
los Monarcas.
Se hace así y
ambas airosas
quedan:
Castilla y Navarra.
Ya en el cielo
arde el crepúsculo,
cuando el
festival acaba;
y pronto el
manto estrellado
cubre a la
vieja morada.
En los
pasillos y torres,
tan sólo queda
la guardia,
con sus
brillantes lorigas
y sus largas
alabardas.
Y mientras que
en Tudején
es todo
silencio y calma,
la luna se
baila sola
en las aguas
del Alhama.
Dos días
después, los Reyes
ponen término
a su estancia;
y abandonan el
castillo;
con cortesanos
y damas,
con clérigos y
guerreros,
con fámulos y
azafatas.
Las doncellas
del lugar,
a quienes
impresionaran
tantos
apuestos mancebos,
los ven
desfilar con lágrimas.
Y hasta el
mismo adusto fuerte
de berroqueñas
entrañas,
se conmueve y
entristece,
contemplando
aquella marcha.
No será porque
presiente
que no verá
otras jornadas
tan rumbosas y
felices
brillar entre
sus murallas...?
Hoy, al cabo
de ocho siglos,
evocando tal
parada,
también una
gran tristeza
se apodera de
mi alma.
Es porque de
Tudején
ya no
sobrevive nada:
ni siquiera el
nombre mismo,
borrado, ha
tiempos, del mapa;
que en esta
efímera vida,
las cosas
humanas pasan,
como las aguas
que corren
por el lecho
del Alhama.
México D. F., 19 de mayo de 1953
3
Luciano el organista
Vino de
Sigüenza, y era un joven rubio,
guapo, artista
y fino, igual que Franz Liszt.
Había en sus
ojos azules efluvios
y en sus
blancas manos, brillos de marfil.
En su porte
humilde de huérfano pobre,
de su buena
madre solo y fiel sostén,
se notaba un
aire distinguido y noble
de varón
selecto y de hombre de bien.
Ardía en su
pecho la llama del arte
y con ser un
músico famoso soñaba,
y para
lograrlo, febril e incansable,
al piano,
sentado, su vida pasaba.
Las vecinas
jóvenes que en frente vivían,
en la
silenciosa calle de San Juan,
al mozo
espiaban tras de las cortinas,
y sin
distraerlo, le oían tocar.
Y sus
corazones sencillos y tiernos
de amor
palpitaban ante su balcón,
oyendo una
fuga, sonata o concierto
de Bach, de
Beethoven, de Franck o Berlioz.
-“¡Qué bien
toca el piano y cuánto trabaja!,
decían. Se
pasa las noches en vela.
¿No irán a
matarlo tantas desveladas,
a la lucecilla
de débil candela...?”
Y
efectivamente, tan rudo trabajo
de estudio,
tecleo y composición
minaban la
frágil salud de Luciano,
cuya tos tenía
sospechoso son.
En torno a sus
ojos se formaban cercos
de tonos
violeta, señal de fatiga,
e igual que el
pañuelo que levaba al cuello,
se volvían
blancas sus frescas mejillas.
Mas él, a sus
sueños de triunfo aferrado,
no paraba
mientras en la enfermedad
y seguía
siempre tenaz trabajando,
quemados sus
huesos por fiebre letal.
La sed de la
gloria inmortal lo abrasaba,
que a Chopin
antaño también abrazó,
y la misma
tisis que a Chopin matara,
al joven
Luciano también consumió.
Un día en el
lecho cayo, al fin, vencido.
su pobre
organismo ya no pudo más;
y de sus
afanes y de sus delirios,
la Muerte
piadosa lo vino a librar.
Las vecinas
jóvenes que antes lo espiaban,
lloraron
sinceras su fin prematuro,
como la
estatuilla de Mozart, posada
sobre la
cubierta de su piano mudo.
Era yo muy
niño, pero aún recuerdo
el dolor que
al pueblo su muerte causó,
pues era tan
joven, tan artista y bueno,
cual lo fuera
Schubert, el compositor.
Recuerdo la
palma que adornaba el féretro
en el que encerraron
al mozo infeliz,
y la marcha
fúnebre que tocó en su entierro
la banda de
música de Lorenzo Luis.
México D. F., 5 de marzo de 1953
Luciano el
Organista se llamó en vida Luciano Hernando Palafox y nación en Alcolea del
Pinar, provincia de Guadalajara, en 1892. Fue niño de coro de la catedral de Sigüenza, donde aprendió solfeo y
canto, armonía y composición, así como a tocar el órgano y el piano. Muy joven todavía, fue nombrado organista,
mediante concurso, de Santa María la Real de Fitero, puesto modesto que no
podía satisfacer sus aspiraciones de artista nato. Por ello, aparte de sus
ocupaciones en la iglesia y de algunas lecciones particulares que daba para
poder vivir, se dedicaba principalmente al estudio, soñando con descollar un
día en el mundo musical. A fin de adquirir una digitación vigorosa, colocaba
tiras de goma debajo de las teclas de sus piano –un piano Montano, comprado
sabe Dios a costa de qué sacrificios-, llegando a familiarizarse de tal modo
con el teclado duro, que llegó a tocar, en tal forma, perfectamente matizados e
impecables, los valses de Chopin y las fugas de Bach. En 1912, entró a formar parte de la Banda de
Lorenzo Luis, tocando el pífano. También
tenía verdaderas aptitudes de compositor, como demostró con algunas pequeñas
obras que escribió, siendo más que probable que hubiera alcanzado la fama que
anhelaba, si la muerte implacable no hubiera segado en flor su laboriosa
existencia, el 17 de noviembre de 1912.
Tenía solamente 20 años. El mismo
día -¡oh! ¡irónica casualidad!– LA VOZ DE FITERO daba la noticia de un alivio
de su enfermedad. Y en el número
siguiente, le dedicó una sentida necrología.
4
LA FIESTA DE SAN ANTÓN
LA FIESTA DE SAN ANTÓN
En la calle
Calatrava,
hay asamblea
de bestias,
pues a su
santo Patrón
hoy la
liturgia celebra.
Es el viejo
San Antón,
aquel noble
anacoreta,
que todo a los
pobres dio
y vivía en una
cueva;
al que
legiones de diablos,
dando feroces
aullidos,
pretendían
ahuyentar
de su piadoso
retiro;
Y no pudiendo
lograrlo,
por las noches
lo tentaban,
con sueños de
mujercitas,
tan lindas
como livianas.
Y como al fin
vencedor
salió de tan
rudas pruebas,
la iglesia lo
proclamó
patrón de
todas las bestias.
Vedlo en el
primer balcón
de la calle
Calatrava,
con su
capuchón, su cerdo,
su cayado y
barba blanca.
Y ved cómo en
honor suyo
desfilan el
burro, el pavo,
la yegua, el
potro, la cabra,
la oveja, el
perro y el gato.
Una casada ha
llevado
al desfile a
su marido,
pues, es al
decir de ella,
un verdadero
pollino.
Y un casado ha
hecho igual
con su mujer y
su suegra,
porque asegura
que son
un par de
mulas coceras.
Un gitano le
ha ofrecido
un par de
velas al Santo,
si logra pasar
por joven
a un burro de
ochenta años.
Y un carnicero
apoplético
le ha costeado
la misa,
por los perros
y los gatos
que ha metido
en las salchichas.
En cambio, el
veterinario
no ha querido
ir a la fiesta,
pues dice que
San Antón
le hace una
gran competencia.
Y yo, que no
soy gitano,
albéitar ni
carnicero,
a San Antón le
he rogado,
con el fervor
más sincero.
“Tú, que
omnímodo poder
tienes sobre
las reatas,
presérvame de
las bestias
de dos y de
cuatro patas...
México D. F., 20 de abril de 1953
5
6
LEYENDA DE ROSCAS
San Antón es
venerado en Fitero desde hace siglos, como lo demuestran la vieja calle de San
Antón perpendicular a la Placilla, y el viejo cuadro de San Antón y San Pablo
Primer Ermitaño, que se conserva en la sacristía. Sin duda, fueron los monjes del Monasterio
los que introdujeron su devoción; y los labradores del pueblo, la ronda
tradicional de los Sanantones. Cada 17
de enero, se exponían al público –al menos, en los comienzos de este siglo–
dos imágenes del Santo anacoreta: una, en la casa nº 2 de la calle Calatrava, perteneciente a los padres de don José Jiménez Fernández; y
otra, en la nº 4 del Cogotillo Bajo (Ahora Pío XII), de cuyo propietario ya no recuerdo el nombre. Al anochecer, cuando los vecinos volvían del
campo, los mozos del pueblo, montados en bestias de todas clases (caballos,
machos, mulas, yeguas, burros y burras) se dirigían, a galope tendido, hacia
una de las imágenes, formando corros debajo de ella. Entonces se comían unas cuantas nueces,
echábanse a coleto unos cuantos tragos de vino de la bota y, a continuación,
gritaban al Santo: “San Antón, guárdame el caballo para otro año” (o el macho,
la burra, etc.) y salían disparados hacia la otra imagen, donde repetían la misma operación.
En 1944, don José María Yanguas Berdonces, más conocido por el Tío Bendice, regaló a la iglesia parroquial una bella escultura del Santo, la cual fue colocada en el gran altar barroco de la derecha del crucero, donde sigue todavía; y al año siguiente, a continuación de una gran fiesta religiosa que se le hizo el 17 de enero, se organizó la Cofradía de San Antonio Abad, cuyos fundadores fueron los señores José María Yanguas, Martiniano Casado, Fidel Fernández Yanguas y José Jiménez Fernández. Cada año, se hace en dicha fiesta una colecta pública cuyo producto, incrementado con los óbolos de los cofrades, se destina a socorrer a los pobres y, por supuesto, a sufragar los gastos de la misa solemne y del sermón del Santo.
5
Un bañista llamado Bécquer
A los Baños ha
llegado,
procedente de
Madrid,
un joven
Llamado Bécquer,
de delicado
perfil.
Sus ojos son
soñadores
y su cabello,
ondulado.
Luce una fina
perilla
y un bigotillo
delgado.
Y aunque
apenas ha cumplido
veinticinco
primaveras,
parece un
doncel formal,
de
distinguidas maneras.
Tal vez su
salud precaria
contribuya a
ello, en parte;
mas su suave
palidez
lo hace más
interesante.
Rosita, la
camarera
a quien le ha
tocado en suerte,
se desvive por
servir
a Gustavo
Adolfo Bécquer.
Señorito, por
aquí;
señorito, por
allá.
- “¿Desea algo
el señorito...?”,
va a su cuarto
a preguntar.
Pero el
señorito Bécquer
es un poco
distraído;
y además no
sabe Rosa
que ya está
comprometido.
Allá, cerca
del Moncayo,
en el pueblo
de Veruela,
ha conocido a
otra joven
que lo trae de
cabeza.
Y por otra
parte, aquí,
la señorita
Isabel,
que es una
hermosa morena,
también se ha
fijado en él.
Mas Gustavo es
algo tímido
y tiene por el
momento
otras
preocupaciones,
ajenas a los
flirteos.
El paisaje del
Alhama
y de Fitero el
prestigio
acicateando
están
su seguro
instinto artístico;
Y arriba el
presentimiento
de que han de
proporcionarle
motivos, para
escribir
leyendas
interesantes.
Cada tarde
cruza el río,
frente a la
Peña del Saco,
para
sorprender secretos
de aquellos
sitios de encanto;
Sobre todo, de
las ruinas
del viejo
castillo moro,
de las
escarpas de Roscas
y del bocaje
del Soto.
Hasta que
encuentra la entrada
de la Cueva de
la Mora
y le cuenta un
campesino
su cautivadora
historia;
la historia
del amor y muerte
de una mora y
un cristiano,
que, en el
fondo de la cueva,
expiraron
abrazados.
Entonces baja
a Fitero
a visitar su abadía,
cuyos restos
son testigos
de su
esplendor de otros días.
Recorre sus
grandes claustros,
admira su
antiguo templo
y se pierde en
el enorme
refectorio del
convento.
Por fin, en la
biblioteca,
haya unos
viejos papeles
musicales, que
le inspiran
su famoso
Miserere.
Y ya con todas
sus notas,
Bécquer se
pone al trabajo,
que
interrumpe, a veces, Rosa,
con sus
llamadas al cuarto.
Por cierto que
Rosa es linda:
más luce mucho
mejor
la señorita
Isabel,
que ya llamó
su atención.
Con su tipo de
sultana,
toda ataviada
de blanco,
con sus
grandes ojos negros
y grandes
pendientes de aro,
¿no es la mora
legendaria
de la cueva
del Alhama,
que sale todas
las noches,
con su jarra,
a coger agua?
Así Gustavo la
ve
y así se lo
dice a ella,
con miradas
que acarician
y palabras que
embelesan.
Y al punto
sueña Isabel
con un poético
amor,
como el que
cree que el joven
abriga en su
corazón.
Pero la
ilusión es breve,
pues la novena
termina
y a Madrid
debe volver
el poeta y
periodista.
Al pie de la
diligencia,
las dos bellas
fiteranas
despiden al
joven Bécquer,
con emoción
soterrada.
¿Les deja un
beso, una rima...?
Eso es un
secreto; mas
sus leyendas
de Fitero
el mundo
recorrerán.
México D. F.,
15 de mayo de 1963.
Sobre la puerta
de la habitación nº 350 del Balneario Gustavo Adolfo Bécquer, destaca una placa
rectangular, con la siguiente inscripción: “En este cuarto se hospedó el
inmortal poeta sevillano Gustavo Adolfo Bécquer”.
El tal cuarto
ha sufrido, al cabo de un siglo y pico, por lo menos, cuatro
trasformaciones. En la 2ª mitad del
siglo XIX, cuando lo ocupó Bécquer, hacía 1861, era una habitación modesta y
ordinaria, sin lujos de ninguna especie.
A principios del siglo actual, fue transformada en Sala de Espera de la
Consulta médica; más tarde, en Salón-Biblioteca; y finalmente, en la actual
habitación de lujo. Cuando era Sala de
Espera, dicha placa estaba en el interior de la pieza, encima del marco del
balcón.- Había además en su interior
otro recuerdo muy interesante del poeta.
Se encontraba en el testero, entrando, a mano izquierda, y se trataba de
un cuadrito, con marco dorado, el cual contenía una imagen del autor de las
rimas, al parecer, dibujada a pluma por su hermano, el pintor Valeriano Bécquer
y firmaba y rubricada por el propio poeta.
¿Era un autógrafo auténtico? Eso parecía. En la parte inferior izquierda del cuadrito,
destacaba una inscripción a pluma que decía: “V. Bécquer”; y en la inferior
derecha, otra en que se leía: “B. Maura D. Y G. 1884”. Al dorso del mismo
cuadrito, sobre un trozo de papel pegado, figuraba esta leyenda manuscrita:
“donativo del bañista Antonio Casaña – Homenaje al inmortal poeta – Gratitud a
las curativas aguas – Zaragoza, Octubre de 1921 – Firmado y rubricado: A.
Casaña”.
¿Cuándo estuvo
Bécquer en el Balneario Nuevo..? No se sabe con certeza; pero no es difícil
conjeturarlo. Baste saber que la primera
leyenda que publicó sobre nuestro pueblo, titulada “El Miserere” apareció en el
diario madrileño “El Contemporáneo”,
correspondiente al 17 de abril de 1862.
Lo más probable es que estuviera precisamente durante la primavera o el
verano del 61, ya que en La Cueva de la Mora nos dice que iba todas las tardes
de paseo por el paraje del Castillo.
Ahora bien, aquel paraje es bastante escabroso y fresco, para visitarlo
a diario, de no ser en el buen tiempo; sobre todo, tratándose de un individuo
de salud delicada, como era Bécquer. Fitero le dedicó una calle en 1971 y la
administración de los Baños Nuevos los rebautizó con el nombre del poeta en
1973.
6
LEYENDA DE ROSCAS
Roscas no es una montaña,
sino un lamento de piedra.
No la estructuró un volcán,
según afirma la ciencia
sin alma de los geólogos,
sino una hondísima pena:
que, a veces, las rocas sienten,
por extraño que parezca,
más que algunos corazones,
mucho más duros que ellas.
Hace varios miles de años,
cuando, en plena Edad de Piedra,
habitaban los íberos
la hermosa cuenca alhameña,
en sus tríbus florecía
una espléndida doncella.
Todos la llamaban Goiko,
igual que a ¡a luna llena;
y lo mismo que a este astro,
le rendían culto a ella.
Ni en su tribu ni en las próximas,
había joven más bella.
Sus ojos eran dos granos
de moscatel de la Vega;
su piel, la de las manzanas
que se crían en la Huerta;
su boca, una cerecita
de los guindos de la Serna;
y su voz, la del jilguero
que por el Soto gorgea.
En todos los plenilunios,
su esbeltísima silueta
brillaba en las danzas sacras,
igual que la luna llena.
Todos los hombres estaban
enamorados de ella,
no sólo en su propia tribu,
sino en la comarca entera.
Mas ¡ay! que esta apoteosis
fue causa de su tragedia,
pues al ¡efe de la tribu
inspiró pasión violenta;
y en una noche de luna,
de luna sagrada y llena,
en que hechizó con sus danzas
más que nunca a la asamblea,
el viejo jefe tribal
intentó abusar de ella.
Con un pretexto ritual,
condujo a la diosa ibera
hasta la cima de Roscas
y la atacó por sorpresa.
La desgraciada muchacha
reaccionó con fiereza.
Desasióse como pudo
de aquellas garras sacrílegas,
y antes que rendir al fauno
su inmaculada belleza,
se precipitó al abismo,
desde la bravía cresta.
Su cabello flotó al viento,
lo mismo que una bandera;
y el jefe, de pasión ciego,
se arrojó, a su vez, tras ella.
En el fondo del barranco,
dos grandes manchas sangrientas
enrojecieron de pronto
los guijarros de la senda.
Y las entrañas de Roscas,
ante la brutal tragedia.
de dolor se retorcieron,
igual que heridas culebras.
Desde entonces la montaña
tiene la forma patética
de un muro de boas muertas
y
de un lamento de piedra.
México D. F., 17 de abril de 1953
La Leyenda de
Roscas es un poema de argumento trágico, inventado ciertamente por D. Manuel,
pero con cierta base geográfica e histórica. La base geográfica es la morfología torturada de la Montaña, la cual es
de indudable origen volcánico, pero erosionada por las aguas que la cubrieron
en la era terciaria, formando parte del mar que ocupaba, a la sazón, la
depresión actual del Ebro; es decir, la Ribera de Navarra; y más tarde, por los
vientos, las lluvias, las heladas y los rayos del sol, cuando quedó emergida
por el hundimiento del Macizo Ibérico, concomitante con el levantamiento de los
Pirineos, y la formación de la cuenca del Alhama.
La base
histórica es la comprobada presencia sucesiva de pobladores ibero-eúzkaros y
celtíberos, en la próxima Peña del Saco y sus aledaños. Ahora bien, sabido es que los iberos adoraban
a la luna, en cuyo honor celebraban danzas nocturnas, en las noches de
plenilunio, a las puertas, o mejor dicho, salidas de sus chozas. Algunos vascófilos, como el Príncipe Roland
Bonaparte, han pretendido hallar una prueba filológica de este culto lunar
entre los vascones primitivos, precisamente en la palabra Jaungoikoa, la cual no debería traducirse “el Señor de lo Alto”,
como se admite generalmente, sino “el Señor de la Luna”, por estimar que Jaungoikoa sería una contracción de Jaungoikokoa, pues Goiko significa Luna, en el viejo dialecto roncalés.
7
LOS ESPECTROSDEL ABAD ERVITI
7
LOS ESPECTROS
Cuando iba a la escuela del maestro don
Blas,
me infundía terror el largo subterráneo
de la vieja y masiva morada conventual,
que empieza en Calatrava y llega al
Barrio Bajo.
Alguien me había dicho que por allí
vagaba
el ánima doliente de un abad del convento,
perseguida, en las sombras, de manera
enconada,
por una legión lúgubre de sangrientos
espectros.
Y con tales informes, excusado es decir
que yo no me atrevía a asomar la cabeza,
a pesar de mi fuerte curiosidad pueril,
ni por los tragaluces que, a ras, se
ven, de tierra.
Cuando ya fui mayor, me puse a
escudriñar
cuál seria el origen de esta leyenda
extraña,
por deducción sacando la conclusión
final
de que tuvo su origen en una historia
trágica.
Fue un famoso motín, ocurrido en Fitero,
en el setenta y cinco del siglo diecisiete,
que estremeció a Navarra y dejó en
nuestro pueblo,
un reguero siniestro de rencores
candentes.
Desde su fundación, Fitero había sido
un feudo de su célebre monasterio del
Císter,
y su abad era dueño de tierras y
vecinos,
con potestad canónica y poderes civiles.
Mientras el vecindario fue poco numeroso
y por doquier reinaba el orden señorial,
nuestro pueblo acató, más o menos
gustoso,
su entera dependencia del mando monacal.
Pero, cuando a partir del siglo
dieciséis,
sus viejas posiciones perdió el
feudalismo,
Fitero, ya mayor, quiso, a su vez,
romper
aquella dependencia y regirse por sí
mismo.
A tal fin, compró al Rey, sólo en tres
mil ducados,
las dos jurisdicciones, civil y
criminal,
que a ejercer comenzaron, con general
aplauso,
vecinos de Fitero, de elección popular.
Mas el pueblo era pobre, pues la mayor
riqueza
estaba acaparada por la vieja Abadía,
y no pudo pagar, de su modesta hacienda,
puntualmente la deuda que contraído
había.
Entonces el convento a intrigar comenzó,
para recuperar los poderes perdidos,
y, al cabo de los años, al fin, lo
consiguió,
por ocho mil ducados que del Rey pagó al
fisco.
Las relaciones mutuas comenzaron a
agriarse;
cada día estallaban conflictos y
fricciones,
y la situación iba gradualmente agravándose,
presagiando inminentes y graves
explosiones.
Y ocurrió la catástrofe, que provocó,
imprudente,
Fray Bernardo de Erviti, un monje
pamplonica,
pleitista e intrigante, déspota e
influyente,
que a las reclamaciones del pueblo se oponía.
El pueblo, enfurecido, asaltó el
monasterio,
saqueó sus bodegas, sus arcas y
despensas,
huyendo hacia Cintruénigo los monjes que
pudieron,
y sufriendo los otros, ultrajes y
violencias.
La represión fue dura, pues, aparte las
penas
de prisión, de galeras y pecuniarias
fuertes,
veinte de los participes en aquella
revuelta
fueron, meses más tarde, sentenciados a
muerte.
Cuando Erviti murió, forjó, en venganza,
el pueblo
la leyenda del alma de aquel monje
execrado,
que vaga por los sótanos sombríos del
convento,
perseguida sin tregua por espectros
macabros.
Tehuacán, 31 de mayo de 1963
8
AMANECER EN EL SOTO
AMANECER EN EL SOTO
El Soto.
Amanecer.
Orillas del
Alhama.
El sol que
asoma apenas
por las
crestas cercanas.
Alborado
estival.
El rocío,
temblando
en la flor y
el frutal,
como un
insecto helado.
Un chal de
azul y oro,
cubriendo las
montañas,
como un tul
vaporoso
a una bella
sultana.
Y el gigante
desnudo
de la Peña del
Baño,
restregando
sus gruesos
y soñolientos
párpados.
La aurora, que
ilumina
la Cueva de la
Mora,
y a gnomos y a
fantasmas
pone en fuga y
derrota.
El eco
desvaído
de lejana
campana,
que a los
fieles invita
a la misa del
alba.
Y la vieja
Atalaya,
con su gran
cruz de álamo,
que esboza un
desperezo,
estirando los
brazos.
En el lecho
del río,
el agua
cantarina,
que enjuaga su
garganta
con finas
piedrecillas.
En las amplias
laderas
del monte del
Castillo,
la pompa y el
perfume
del níveo
tomillo.
Y en el bosque
del Soto,
el alegre
concierto
de ruiseñores,
tórtolas,
cuclillos y
jilgueros.
.................................
Entornad
vuestros párpados,
el oído aguzad
y oiréis de
Beethoven
la inmortal
Pastoral.....
México D. F.,
13 de marzo de 1953
Amanecer en el Soto no es una pura fantasía poética, sino el recuerdo
de una sensación que experimenté realmente en aquel paraje, un amanecer de
junio, allá por mis veinte abriles, durante un paseo matinal con un amigo
íntimo, don José Jiménez Fernández. Entonces el paisaje de aquel lugar era más
poético que en la actualidad, pues el río Alhama pasaba más cerca de a casa que
ahora, en que ha sido algo alejado por un camellón, y las esparragueras y
muchos de los árboles frutales que cubren actualmente el terreno, formaba en mi
juventud una espesa arboleda de chopos, en los que anidaban millones de pájaros
y de aves canoras. Al amanecer, se ponían todos a cantar y aquel inmenso
orfeón, al rebotar contra la muralla inmediata de la montaña, producía un
efecto verdaderamente impresionante.
El cortijo o casa del Soto propiamente dicha –es decir, sin tomar en
cuenta los corrales traseros, adicionados probablemente después de la
exclaustración de los monjes del Monasterio fue levantado en la época del
abadengo y es un paralelepípedo rectangular de unos 14 metros de alto, 11 de
ancho y 10 m. de largo. Está orientado hacia el mediodía, esto es, frente a las
estribaciones del Castillo, corriendo al N. el río alhama y abriéndose al S. O.
la Cueva de la Mora. Consta de tres partes: una planta baja, un primer piso y
un desván. La planta baja es de piedra sillería y su construcción se debe
remontar, cuando menos, a finales del siglo XVI, a juzgar por su hechura y por
el desgate de varios de sus sillares. Seguramente constituyó la primitiva casa
de campo, como lo acusa la cornisa que lo remataba, mientas que el piso primero
y el desván, construidos ya de ladrillo, fueron superpuestos en época
posterior.
Con toda probabilidad, este cortijo se destinó, en un principio, a
guardar los aperos de labranza de los peones del Monasterio que trabajaban las
tierras de los alrededores, así como las municiones y armas de caza, y las
cañas y demás adminículos de pesca, a que eran tan aficionados los monjes. Para
cazar, tenían la gran arboleda que cubría todo el Soto y los montes cercanos en
los que nunca faltaban animales de caza; y para pescar, disponían, a las
puertas mismas del cortijo, de la Pesquera: un estanque de unos 400 metros
cuadrados, situado al S. O. del edificio en el que criaban anguilas, barbos y
otros muchos peces de agua dulce. A la sazón, la finca del soto comprendía una
extensión de 90 robadas: es decir, 80.861 metros cuadrados.
El edificio ostenta en la fachada del mediodía, donde está la puerta
de entrada, dos relojes de sol, actualmente inservibles, puesto que ambos
carecen de puntero indicador. El más moderno es el mayor, que dato de 1922. Según
me informó uno de los propietarios de la finca en 1967, al hacer ese reloj, se
cubrió la mitad de un escudo y unos números romanos que se veían en esa parte
de la fachada. Seguramente serían el escudo del Monasterio y la fecha de
construcción del primer piso y del desván.
Otras curiosidades del lugar son unas fuentecillas de aguas sulfurosas
que brotan a flor de tierra, así como una fuente subterránea de dos caños,
situada al E. de la casa y a unos dos escalones de piedra arenisca, todavía
bien conservados. Durante muchos años, se ignoró su existencia, por haber sido
cegada, tal vez desde la exclaustración de los monjes; hasta que un buen día,
la descubrió don Dionisio Pina. Esta fuente también es de aguas sulfurosas, las
cuales salen a unos 11 grados centígrados de temperatura y tienen las mismas propiedades medicinales que
las del antiguo balneario de la Albotea. Se puede, pues, conjeturar que fueron
utilizadas terapéuticamente por los monjes.
Actualmente el edificio está deshabitado; pero seguramente que, a
partir de la edificación del primer piso, lo habitó la familia de algún guarda
del Monasterio, pues quedan todavía restos evidentes de una antigua vivienda:
sobre todo, una chimenea en bastante buen estado.
Durante la segunda mitad del siglo XIX, la finca y casa del soto pertenecieron
a don Manuel María Alfaro; y, posteriormente, a don Manuel Remón y a los
hermanos Dionisio y José María Pina. En 1967, sus propietarios eran, por una
parte, los hermanos Carrascosa, y por otra parte, las hermanas Joaquina y María
Cruz Pina Galindo.
****
Años más tarde,
Manuel García Sesma completó la historia de esta Casa del Soto al tener acceso
a un documento recogido en los Archivos de Protocolos de Tudela y Pamplona: “PROTOCOLO DE MIGUEL DE URQUIZU Y UTERGA DE 1614,
FOLIO ANTIGUO 73, Y MODERNO, 41.”
Para completar, por lo tanto, la información sobre
esta Casa del Soto, adjuntamos el texto redactada por Manuel García Sesma (J.
B. A.)
“En
el Soto, hubo una casa primitiva, levantada por los monjes de la abadía de
Fitero, probablemente en la segunda mitad del siglo XVI. Junto a ella, el abad
Fr. Plácido del Corral y Guzmán, que estuvo al frente de aquélla, desde 1625
hasta 1643, edificó una capilla dedicada a San Plácido, según consigna el Tumbo
de Fitero, en el folio 732.
Ahora
bien, la actual casa del Soto data ya de 1671-72. Por consiguiente, no son
acertadas las suposiciones que hice yo, relativas a su construcción, en mi "Poemario Fiterano", p. 184,
inducido a error por el desgaste considerable de varios de sus sillares y por
los diversos materiales, empleados, por una parte, en su planta baja, y por
otra, en el piso 1º y en el desván.
naturalmente, en México no podía echar mano a ninguna documentación
sobre tal punto; pero en España, sí, pues ésta se conserva en los Archivos de Protocolos de Tudela y de
Pamplona.
En
el 1º, figura el contrato del Monasterio con el constructor, firmado en Fitero,
el 12 de abril de 1671, el cual se guarda en el protocolo de dicho año del
escribano de Fitero, Dn. Miguel de Aroche y Beaumont, folios 92.97. Y en el 2º, figura, a su vez, la tasación
definitiva, aunque incompleta, de la casa: tasación iniciada el 12 de agosto de
1673 y cuyos documentos se encuentran en los Protocolos de 1668-74, del
escribano Dn. Miguel Marín, nº 245.
Resumiendo
estos largos documentos, podemos afirmar - ahora con certitud - que la Casa
actual , (pero ya había otra anterior, según se dice en el contrato de con Macaya, para el arriendo de una helera
del 17-IV-1614 ) del Soto fue levantada, como hemos dicho, en 1671-72, por Pedro de Angós Manero, "maestro
cantero y arquitecto", vecino de Fitero, previo contrato con el abad Fr.
Manuel del Pueyo. Se había convenido en que Angós haría la casa, al precio de
nueve reales la vara superficial cuadrada de piedra labrada; y a seis reales y
medio, la de mampostería, debiendo ser hecha la tasación por Sebastián de Sola
y Calahorra, maestro arquitecto, vecino de Tudela. Pero el Monasterio no se conformó con ésta y
la hizo reconocer, medir y tasar por el monje trinitario descalzo de Alfaro,
Fr. Diego del Espíritu Santo, arquitecto de su Orden. Mas, a su vez, Angós no aceptó el dictamen de
este fraile, entablándose, a continuación, el correspondiente pleito judicial.
Angós alegaba que, no solo había cumplido con la obligación de levantar dicha
casa, sino "haber hecho otras muchas obras que son de mucho más coste y
primor", las cuales no estaban declaradas en las escrituras anteriores con
el Monasterio.
Una
tentativa de dirimir el pleito, mediante otra vista ocular, realizada por el
maestro cantero Juan de Anechea, nombrado de oficio por la Corte, y Fr. Diego
del Espíritu Santo, no prosperó, hasta que se hizo otra definitiva, iniciada el
12 de agosto de 1673, con asistencia del nuevo Abad Jorge de Alcat, el
Visitador Bernardo de Erviti, Fr. Fernando Sarasa, Pedro de Angós, Sebastián de
Sola y otros dos individuos nombrados de oficio: el cantero de Pamplona, Pedro
de Aspiroz, y el albañil de Fitero, Pedro Gómez.
La
medida total de la obra de cantería dio 1.250 varas navarras, 6 pies y 2 dedos,
detallándose en ella las medidas de los 4 lienzos, del sobre lecho de la
cornisa, de las losas de la puerta principal, de la puerta de la Pesquera, de
la ventana de la despensa, del hogar de la cocina, de la fregadera, de los
zócalos de los dos pilares, del antepecho de encima de la fuente (con los
arpones de hierro, por donde va el agua a las pesquerillas), de la canal por
donde pasa el agua a las pesquerillas sobre la fuente, de la fachada del cañón
al lado de la fuente, de la solera del cañón, debajo de la casa, que va hasta
la fuente), de los lienzos del cañón que sale de la pesquera hasta la fuente
(desde la puerta de la sala que cae a la otra pesquera), de la bóveda del
cañón, del canal de la Pesquera (junto a la puerta de la casa), de la cubierta
del arca de la fuente, del pasador, de las dos piedras grandes que defienden
las dos esquinas de la casa, de las zapatas de los zócalos de los pilares y de
la puerta de la iglesia.
Como
se ve, la medición se hizo, esta vez, con una minuciosidad inobjetable.
Para
los efectos de la tasación, se dedujeron de la medida total de la obra de
cantería, de conformidad con la escritura de construcción, 96 varas y 7 pies y
medio, quedándose en 1.155 varas navarras, 9 pies y 30 dedos.
Con
igual meticulosidad, se midió la obra de mampostería baja, la cual arrojó un
total de 332 tapias, 3 pies y 6 dedos (a razón de 67 pies la tapia) y de 366
tapias, 60 pies y 6 dedos (a razón de 60 y 3/4 pies la tapia, la cual era una
medida superficial empleada, a la sazón, por los albañiles, de diferente valor
en Castilla y en Navarra).
En
cuanto a la albañilería alta o del cuarto de arriba, su medición dio 214 y 1/3
tapias navarras.
El
número total de ladrillos empleados fue 15.893.
En una segunda tasación, Fr. Diego del Espíritu Santo valoró toda la
obra de cantería en 9.988 reales, ignorándose el resto, así como las tasaciones
realizadas por Sola, Aspiroz y Gómez.
Así que, en resumidas cuentas, no sabemos lo que pagaron, en definitiva,
los frailes a Pedro de Angós por la construcción de la actual Casa del Soto.
En
el Inventario realizado a fines de 1835, con motivo de exclaustración
definitiva de los monjes, se cita al Soto entre sus fincas rústicas, con esta
lacónica descripción: "El SOTO,
poblado de árboles, de 90 robos, con su casa en medio, la que se halla
actualmente derruida en su fondo y contiene un Estanque en medio. Tiene la servidumbre de suministrar la leña
necesaria para la construcción de estacas para las presas de la Villa"
(folio 98).
Acogiéndose
a las leyes desamortizadoras, la finca fue adquirida por D. Rafael Javat,
vecino de Madrid, por escritura firmada en Pamplona, el 20 de diciembre de 1844,
siendo su administrador en Fitero el vecino D. Joaquín Aliaga, y el guarda de
la misma, Eugenio Bayo. Por orden del
Sr. Javat, se "procedió al descepo del arbolado, con objeto de reducir el
terreno a cultivo" y como naturalmente Eugenio Bayo empezase a usar las
aguas del Alhama, para regar la finca, protestaron los propietarios de
Solosoto, el Combrero y la Hoya del Puente, llegándose por fin a un convenio
con ellos el cual fue firmado el 31 de mayo de 1846. Una copia de este largo documento se encuentra
en un Manuscrito de Sebastián María de Aliaga, folio 90 v. y siguientes, de
donde hemos tomado estas últimas noticias.”
9
EL HORNO DE LA TÍA ESTEBAN
EL HORNO DE LA TÍA ESTEBAN
En el amplio
horno
de María
Esteban,
las amas de
casa
están de
faena.
Dale, dale al torno
y dale a la lengua.
Son del Barrio
Bajo
y del de la
iglesia.
son de la
Picota
y hasta de
Belenas.
Dale, dale al torno
y dale a la lengua.
Y sobando
están
la masa
panera,
o esperan que
cuezan
panes y
molletas.
Dale, dale al torno
y dale a la lengua.
Más soban y
cuecen
también la
pelleja,
de los pobres
prójimos,
con sin par
destreza.
Dale, dale al torno
y dale a la lengua.
- Mirad qué
ojo trae
tan morado
Elena.
dicen que el
Patancha
le arrea
candela...
Dale, dale al torno
y dale a la lengua.
-Anoche el
Morrongo
iba a la
taberna
más mojado que
otros,
al salir de
ella...
Dale, dale al torno
y dale a la lengua.
- Han puesto
una multa
a la Tía
Becha,
porque nunca
barre
ni rucia su
acera.
Dale, dale al torno
y dale a la lengua.
- ¿Por qué el
carnicero
guarda a
Micaela
siempre los
mejores
tajos de
ternera...?
Dale, dale al torno
y dale a la lengua.
- ¿Y por qué
la Eladia
tanta ropa
estrena,
desde que
entró en casa
del Doctor
Requena...?
Dale, dale al torno
y dale a la lengua.
- Dicen que la
Chucha
va mucho a
Tudela
para
entrevistarse
con una
partera...
Dale, dale al torno
y dale a la lengua.
- Y que el
joven Lucio
no come ni
cena,
desde que,
hace un mes,
lo dejó la
Chencha.
Dale, dale a ltorno
y dale a la lengua.
Al hijo del
Ninchi,
el guarda, en
la Huerta,
sorprendió
anteayer,
cuando hurtaba
peras.
Dale, dale al torno
y dale a la lengua.
Y a la hija de
Haro
vio el Tío
Rasera,
abrazada al
hijo
de la
Molinera.
Dale, dale al torno
y dale a la lengua.
El veterinario
anda que
cojea,
por un par de
coces
que le dio una
yegua.
Dale, dale al torno
y dale a la lengua.
Y el pobre
Chorrito
está con
jaqueca,
por un
sartenazo
que le dio su
suegra.
Dale, dale al torno
y dale a la lengua.
-¡Ea!,
interrumpe
a todas la
hornera:
que ya están
cocidos
panes y
molletas.
Y paran los tornos,
pero no las lenguas.
Las comadres
cargan
sus sacos y
cestas,
y el horno
abandonan
de María
Esteban.
Dale, dale, dale
y dale a la lengua.
México D. F.,
17 de abril de 1963
Puebla de los Angeles , 24 de febrero de 1953
La Tía María
Esteban se llamaba María Esteban Latorre Lozano y era una mujer simpática,
lista, trabajadora y pulcra. Cuando yo
estaba en la pubertad, ella debía estar ya en la sesentena; pero la llevaba muy
bien. Recuerdo haber oído decir a mi padre que la Tía María Esteban había sido
de joven muy guapa, como lo era entonces su hija Rosario, casada con el
Director de la Banda Municipal, Lorenzo Luis. Su horno estaba instalado en la
casa número 15 del Barrio Bajo, enfrente precisamente de la de mis padres, puse
nosotros vivíamos a la sazón en el número 10. Por lo mismo, la recuerdo
perfectamente. ¡Cuántas veces sobé yo en sus hornos la masa de los panes y
molletas que hacía mi madre! Estaba casada con el Tío Rasera, o Vicente Díaz
Calleja, de cuya cabeza de anciano, con la cara surcada de grandes arrugas,
hizo una magnífica reproducción escultórica el joven Fausto Palacios, quien la
presentó, con éxito halagüeño, titulándola “Campesino Navarro”, en el Segundo
Congreso de Estudios Vascos, celebrado en julio de 1920, así como en la
Exposición Nacional de Bellas Artes del mismo año.
Fue un pastor de égloga,
lo mismo que Albanio.
Iba yo a la escuela
y él ya era anciano:
un anciano fuerte,
con la barba blanca,
los ojos azules
y la piel tostada.
Su indumento típico:
zamarra de oveja,
abarcas de cuero,
zurrón y montera,
dábanle el aspecto
recio y emotivo
de aquellos pastores
de los tiempos bíblicos:
cual los que cuidaban
allá, en Canaán.
los grandes rebaños
del viejo Abrahám.
Solito en el monte,
pasaba su vida,
de su leal perro
en la compañía:
pero él conversaba
allí con el sol,
sus mansas ovejas
y Nuestro Señor.
Todas las montañas
que hay en la Ribera,
a pie recorría,
en busca de hierbas,
tan pronto pastando
en el Malaheto,
como en Trasorillo
o en Montes de Cierzo.
Sólo cinco reales
ganaba diarios,
por aquella vida
de austero ermitaño;
pero era más rico
que muchos banqueros,
porque le sobraba
todo lo superfluo.
Su frugal sustento
lo constituían
patatas y leche,
castañas y migas;
Y su lecho eran
brazadas de heno
y una vieja manta
sobre el duro suelo.
Nunca fue a la escuela
ni leer sabía;
pero era versado
en astronomía,
sabiendo la hora
y previendo el tiempo,
tan sólo elevando
sus ojos al cielo.
Conocía a fondo
las hierbas del campo;
las que benefician
y las que hacen daño;
y el rastro husmeaba,
igual que su can,
del astuto zorro
y el fiero chacal.
Dos veces tan solo
al pueblo bajaba:
en las Navidades
y en Semana Santa:
a adorar al Hijo
de Dios encarnado
y a cumplir en Pascua,
como buen cristiano.
En la Nochebuena,
ante el Nacimiento,
bailaba en la misa,
al son del pandero;
y el Divino Niño
feliz sonreía
al ingenuo anciano
de barba florida.
Al día siguiente,
se volvía al monte,
a seguir viviendo
lejos de los hombres.
Y así pues pasó,
su larga existencia,
solo con su perro
y con sus ovejas.
Casi centenario
murió el buen pastor,
y su alma cándida
acogió el Señor;
mas yo sé que vuelve
cada año al pueblo,
a bailar a solas
ante el Nacimiento.
México D. F., 17 de julio de 1953
El
Tío Maturrillo se llamaba en vida Manuel Bermejo Oliver. Nació en Fitero allá
por los años de la Regencia del General Espartero; exactamente, en 1843 y,
desde niño, se dedicó al oficio de pastor.
Cuidó sucesivamente los rebaños delos ganaderos fiteranos Úrsula Andrés,
Anselmo Ágreda, Eloy Andrés y Joaquina Yanguas, falleciendo en la Villa el 20
de febrero de 1938, a los 95 años de edad.
La
pintoresca intervención de los pastores de la localidad en la clásica Misa del
Gallo era una costumbre tradicionalantiquísima, abolida actualmente, como
tantasotras. Hay ue tener en cuenta que los pastores constituían un gremio
respetable, pues, en el censo de 1797, figuraban nada menos que 47. En tiempos
pasados, los pastores locales bailaban en la Nochebuena, delante del Niño dios,
al son de zambombas y panderos, y se cenaban, en su presencia, una gran sartén
de migas. Las freían previamente en el
cementerio, situado en la actual Plaza de la Iglesia y, a continuación,
entraban con ellas en el templo, colocándose en el presbiterio, delante del
Nacimiento. Cuando llegaba el ofertorio,
el celebrante bendecía las migas, hacía ofrenda de ellas al Niño Jesús, en
compañía de los pastores, y éstos finalmente se las engullían, en medio de un
regocijo ingénuo y honesto. Un detalle importante que se le olvidó consignar a
mi informador, es, si durante esta cena ritual, los pastores empinaban también
la bota; pues las migas sin vino no se deslizan fácilmente hacía el estómago.
Esta
costumbre se mantuvo hasta que, un año, un chusco irreverente tuvo la diabólica
ocurrencia de arrojar en la sartén unas cuantas guindillas que picaban a rabiar
–y tal vez, polvos de pica-pica-, provocando en los pastores una tos bronca y
persistente, que degeneró en un espectáculo cómico, indigno del lugar
sagrado. Desde entonces quedó suprimida
la Ofrenda de las Migas.
Nocturno Estival
En la paz de las noches estivales
de los tiempos del Rey Alfonso Trece,
en tanto que las clásicas comadres
murmuraban, gozando del relente,
y que la luna, con su filo de hoz,
recortaba del pueblo la silueta,
a menudo se oía el grato son,
en la Calle Mayor, de unas cadencias.
Por el balcón de par en par abierto
de la antigua Oficina de Telégrafos,
huían los acordes mensajeros
de los mejores músicos románticos:
de Van Beethoven, la Romanza en sol;
de Schubert, su más bella Serenata;
de Chopin, el Nocturna en mi bemol;
de Mendelsshon, Romanzas sin palabras:
mensajes líricos de dolor o dicha,
de esperanza, de amor o de piedad,
que envía el corazón de los artistas
a la pobre y doliente humanidad.
Conchita, Josefina y Asunción,
las muchachas más lindas de la calle,
se asomaban silentes al balcón,
al son de aquellas piezas musicales;
y en sus pechos de vírgenes sencillas,
se encendía la luz de una ilusión,
volaba alegre una mariposilla
o suspiraba un presentido amor.
Incluso las comadres criticonas
suspendían alguna vez sus diálogos
para escuchar las notas retozonas
de una danza española de Granados.
Y el silencio expectante de la calle,
cortado por aquellas melodías,
era el de los caminos siderales,
recorridos por cósmicas cuadrigas.
En la brisilla con olor de eras,
que descendía de los Cogotillos,
había un polvo embrujador de estrellas
y un aleteo leve de amorcillos.
¿Los sentían los jóvenes artistas,
a sus dos instrumentos apegados?
Al violín, Pepito el Telegrafista;
Viscasillas el Organista, al piano.
Tal vez, pues los ojos de Pepito
parecían gozar de apariciones,
y los ágiles dedos de su amigo,
acariciar angélicas facciones.
La mascarilla en yeso de Beethoven,
colgada en la pared de la salita,
desarrugaba su entrecejo prócer
esbozaba una tímida sonrisa;
y yo, sumido en éxtasis celestes,
viajar dejaba a mi imaginación,
por los palacios y por los vergeles,
en que mora la mágica ilusión.
Cuando aquellas veladas terminaban,
Conchita, Josefina y Asunción
su balcón en silencio abandonaban
y soñaban con un radiante amor.
La luna continuaba recortando
la silueta del pueblo soñoliento,
y a intervalos, se alzaba en el espacio
el monótono grito del sereno.
inolvidables noches fiteranas
de aquella etapa de mis verdes años,
saturadas de ensueños y romanzas,
de olor de viñas y de luz de astros.
¿Es que aún resuenan melodiosos ecos
en la Calle Mayor, algunas veces...?
¡Quién sabe si no son de los conciertos
de los tiempos del Rey Alfonso Trece...!
Las reuniones en las calles de los vecinos, después de
cenar, en los días largos y calurosos del verano, hacia 1920, no se
parecían en nada a los nocturnos de ahora.
Por de pronto, no se oían ruidos de motos ni de automóviles ni se
respiraban olores de gasolina por ninguna parte. El aire era puro y se recibía con placer la
tenue brisilla que venía de los campos cercanos. La gente salía a las puertas de sus casas,
para tomar el fresco, sentándose en alguna banca o banquillo, o sencillamente
en las aceras, con un rallo de agua fría al alcance de la mano, a conversar
tranquilamente con los vecinos. Había
más sociabilidad que ahora y, por otro lado, se vivía con las horas
naturales. Es decir, que al mediodía,
eran las 12 solares, y no las 2 de la tarde de hoy.
El poema Nocturno Estival evoca
aquellas noches plácidas del pueblo y, sobre todo, los conciertos de violín y
piano que se celebraban, con frecuencia, en la casa nº 48 de la Calle
Mayor. De día, era simplemente una
oficina pública: la de Telégrafos; pero de noche, se convertía en una salita
privada de conciertos. De manera que, al
repiqueteo del Morse sucedían los acordes de la música clásica. Los ejecutantes
eran invariablemente dos jóvenes: al piano, el organista de la Parroquia, José
Mª Viscasillas, y al violín, el telegrafista, Pepito Jiménez Fernández. Su único público visible lo constituía otro
joven, llamado Manuel García Sesma. Hace
ya de esto 65 años. ¡Cómo pasa el tiempo!
La música de acompañamiento de este
poema es naturalmente una fina pieza para violín y piano: los Aires bohemios
del célebre violinista navarro, D. Pablo Sarasate.
Nadie
sabía su nombre,
nadie
sabía su edad.
Le
llamábamos el Poba
y
era un pobre sacristán:
Pobre
de cuerpo y de espíritu,
o
sea, pobre integral,
desprovisto
igual de músculos
que
de masa cerebral.
Perniabierto,
frenticorto,
tartajoso,
alfeñical,
era
un simple antropomorfo,
con
sotana de percal.
¿Con
que agilidad trepaba
a
la mesa de un altar
y
los cirios encendía
con
su caña pabilar!
Era
acólito y ostiario;
pero
nunca llegó a más,
pues
no sabía leer
ni
menos exorcizar.
Los
latines mascullaba,
como
aquel que masca pan,
sin
saber lo que decía
ni
intentarlo averiguar.
Le gustaba un
poco el vino
dabroso de
consagrar;
nadie, empero,
conodióle
vicios de más
gravedad.
Jamás cortejó
a una joven
ni los pies
puso en un bar,
ni supo lo que
es un cine
ni una mesa de
billar.
Se pasó toda
su vida
al servicio
parroquial,
cuidando los
ornamentos
y
transportando el misal.
Ufano como un
alférez,
se le veía
avanzar
llevando la
cruz alzada,
en toda
solemnidad.
A los santos
los trataba
con llaneza
familiar,
cepillándoles
la ropa
o lavándoles
la faz;
Y su preferido
era
el mutilado
San Blas,
por el que le
daban roscas,
sin tenerlo
que cuidar.
Por las Ánimas
benditas,
que en el
purgatorio están,
pedía todos
los días,
con su caja de
nogal.
¿A cuántas
sacó de penas
con su piadoso
caudal...?
Sólo Dios que
sabe todo,
con justeza lo
sabrá.
Mas cuando el
Poba murió
y al
purgatorio fue a dar,
las almas
agradecidas
lo sacaron del
lugar.
¿Subió al
cielo...? ¿Está en el limbo...?
¡Vaya usted a
averiguar!
Del destino de
ultratumba
nada sabemos
acá.
Si Dios acoge
a los buenos,
con El de
seguro está.
Y si al limbo
van los simples,
allí se debe
encontrar.
En todo caso,
de un punto
no cabe en
modo dudar:
de que pasó
por el mundo
sin gozar y
sin penar.
México D. F.,
26 de febrero de 1953
El Poba se
llamaba Cristóbal Aznar Latorre. Nació en Fitero el 10 de julio de 1873 y
murió, a los 75 años, el 23 de diciembre de 1948. El Poba fue el tipo más popular de la Villa,
durante la primera mitad del siglo actual. Además de su oficio de sacristán
menor, por el que solo le pagaban 1 real diario, ejercía el de cobrador de las
Cofradías, de las Conferencias de San Vicente de Paul y de la Caja de Crédito
Popular, quedándole todavía tiempo para cuidar la pequeña viña que había
plantado en su parcela de la Dehesa de Ormiñén. El Poba era el invitado
espontáneo de todos los bautizos, confirmaciones, comuniones, bodas y
mayordomías que se celebraban en la localidad. Por supuesto, nadie tomaba a mal semejante auto-invitación; en primer
lugar, porque se daba por descontada; y en segundo, porque, a semejanza de los
gatos, el Poba tenía la discreción de colarse casi siempre por las cocinas, en
las que tenía asegurada la t ajada. Era,
en fin de cuentas, todo lo que buscaba.
Según me contó,
la señora Asunción G. Lahiguera de Tutor, una vez, lo llevaron a Pamplona ,para
hacer bulto en un mitin político de Gil Robles, aunque no sabía nada de
política. Por lo visto, era la primera
vez que salía del pueblo y, al volver, comentaba con ingenua admiración: ”¡Mecagüén! ¡mecagüen! ¡El mismo sol aquí y
allá! ¡La misma Luna aquí y allá!”. Sin duda, creía que el sol, la luna y
las estrellas de las capitales eran diferentes de las de los pueblos. Su masa encefálica no daba para más. Fausto Palacios le dedicó una curiosa caricatura, titulada “El Poba con la cajeta de las ánimas” en
la revista FITERO del 10 de
septiembre de 1922; y uno de los restauradores artísticos del Museo del Prado,
D. Cristóbal González Quesada, que anduvieron por Fitero en 1947, restaurando
el notable retablo del Altar Mayor de la Parroquia, hizo del Poba un excelente
retrato, que se conserva en el Ayuntamiento.
ROMANCE DE PEPETE
“En la Plaza
de Fitero
murió el
torero Pepete.
Fue en una
tarde de sol
y en un trece
de septiembre.”
¡Ay!, cifra de
mal agüero,
infausto
número trece,
que a toreros
y a gitanos
acarreas mala
suerte.
Al verlo hacer
el paseo,
aclamado y
sonriente,
nadie sospechó
siguiera
la inminencia
de su muerte.
Su hermoso
traje de luces
lanzaba
reflejos verdes:
el color de la
esperanza,
que a todos
los hombres mece.
triunfar
esperaba el mozo,
por artista y
por valiente,
delante de la
afición,
aquella tarde
esplendente.
de Corella y
de Cintruénigo
había afluido
gente.
Cervera,
Alfaro y los Baños
estaban
también presentes;
y las mozas
fiteranas,
ramillete de
claveles,
pendientes
todas estaban
de los gestos
de Pepete.
¡Qué mozo tan
bien plantado
con su traje
refulgente!
Con la capa y
la muleta,
¡qué garrido
combatiente!
Mas, ¡ay! que
a los más gallardos
ronda celosa
la Muerte;
y cuando más
ovaciones
cosechaba con
sus suertes,
el airoso
matador
se desplomó
para siempre.
Un astado de
Zalduendo
le hundió un
cuerno ferozmente,
y de su cuerpo
rasgado,
brotaron
sangrientas fuentes.
Los manes del
Espartero
debieron
estremecerse,
como
estremecióse el aire,
desde la
Huerta a Hospinete.
Y palideció la
tarde,
lo mismo que
las mujeres,
que, sobre el
torero yerto,
arrojaron sus
claveles.
¡Triste y
hermoso homenaje
a los
malogrados héroes!
Entonces nació
la copla
que recuerda
el accidente:
“En la Plaza
de Fitero
murió el
torero Pepete.
fue en una
tarde de sol
y en un trece
de septiembre.”
México D. F.,
27 de febrero de 1953
Era la tarde
del 12 de septiembre de 1899, y se celebraba la segunda corrida de las Fiestas
de la Virgen de la Barda. Pepete debía
matar en ella cuatro toros de la ganadería de Zalduendo. Mató bien los dos
primeros, siendo muy aplaudido. El
tercer toro, llamado Cantinero, salió con muchos pies en dirección a los
picadores, tomando la primera vara del picador Cerrajas. Pepete entró al quite
lanceando con dos medias verónicas; y al terminar con una larga, el Zalduendo
le cortó el terreno, obligándole a saltar la barrera. Saltó el toro tras él y, según la versión de
Don José María Iribarren, como el callejón estaba lleno de espectadores, el
diestro no se puedo revolver y fue corneado y lanzado al redondel. Pepete se
puso valientemente en pie; pero cayó inmediatamente en brazos de sus compañeros
quienes lo llevaron a la enfermería. Allí los médicos le apreciaron una herida
de 18 centímetros de profundidad por 6 centímetros de anchura, en la cara posterior
del muslo izquierdo. Trasladado a casa de Baldomero Pina, en la Calle Mayor nº 24, que era entonces café público, Pepete
pasó la noche con toriles dolores y falleció en la tarde siguiente, día 13. El
14, fue enterrado en el camposanto de Fitero, en una humilde caja de madera sin
forro, construida por el carpintero Patricio Alfaro, en la cantidad de siete
pesetas. Según el difunto domingo Alfaro, hijo de Patricio, quien fue testigo
presencial del suceso y ayudó a su padre a hacer el féretro, Pepete no fue
corneado, porque el callejón estuviese lleno de espectadores, como afirma el
escritor tudelano, sino porque el infeliz torero le falló el pie, al intentar saltar
hacia el redondel, pues resulta que aquella barrera no tenía estribo interior:
detalle fatal en que no había reparado el matador. Sin duda, por ahorrar
madera, mientras que hacia el redondel, se había puesto estribos a todas las
vallas, hacia el callejón solo lo tenían entonces una sí y otra, no.
Naturalmente después de este trágico percance, se pusieron estribos interiores
a todas las barreras. Demasiado tarde.
En el Archivo de la
Parroquia de Fitero, se conserva su partida de defunción, que dice así.
Año 1899 – En la Parroquia de Fitero, Obispado de
Tarazona, el 14 de septiembre de 1899, en la casa nº 1 de la Calle del Pozo,
murió de seticemia, a las 7 de la tarde, después de recibir los Santos
Sacramentos y sin constar haber hecho testamento, José Rodriguez y N, alias
Pepete, de profesión, torrero, casado, hijo legítimo (se ignoran los nombres de
sus padres y esposa), natural de San
Fernando, provincia de Cádiz. Se enterró
pasadas más de 24 horas, en el cementerio de la misma de que certifico – Mariano
Solana, firmado y rubricado”.
Transcurridos
ya tres cuartos de siglo, vinieron a Fitero unos descendientes de Pepete, con
la pretensión piadosa, pero ingenua, de recoger sus restos y trasladarlos a su
patria chica; mas dichos restos había ya desaparecido, hacía muchos años, por
haber sido enterrado en una fosa anónima común.
LA BOCA DEL INFIERNO
Sobre las
bravas crestas que forman los confines
de los
antiguos reinos de Castilla y de Navarra,
allá, cerca de
Yerga, solitario y horrible,
ábrese un gran
abismo de fama legendaria.
A la luz
vacilane y aún fría de la aurora,
y a la pálida
y tibia de los claros crepúsculos,
se ven
ascender lentas, de su siniestra boca,
nubecillas
informes de vapores blancuzcos.
Lo probable es
que sean tan solo exhalaciones
de las aguas
termales de Arnedillo y Fitero;
mas, según la
conseja que cuentan los pastores,
son poderes
mefíticos que respira el infierno.
Dice dicha
conseja que, en tiempos muy remotos,
cuando eran
esos montes la insegura frontera
de los Reinos
cristianos y de los Reinos moros,
tuvo lugar en
ellos una extraña tragedia.
Vivía
solitario en aquellos parajes,
un turbio
personaje, ermitaño o espía,
de quien
nadie, en efecto, conocía el carácter
y que aquellos
lugares a ciegas conocía.
Un día,
sorpendiólo una algarada mora,
que a saquear
venía de Fitero el cenobio,
ofreciéndole
oro y una doncella hermosa,
si quería
servirles de guía cauteloso.
Y el turbio
personaje accedió a sus deseos;
los condujo
por hondos y escondidos barrancos,
y los dejó a
la vista del pueblo de Fitero,
blandiendo sus
alfanjes para el brutal asalto.
Los feroces
infieles la abadía tomaron,
bañándose en
la sangre de los monjes inermes,
y en la Villa
dejaron, en señal de su paso,
una estela de
robos, violaciones y muertes.
El traidor
entretanto se volvió a su guarida,
con la
doncella hermosa y la escarcela de oro,
temblándole en
los labios y en las turbias pupilas,
la fétida
lascivia del garañón añoso.
Mas no gozó
aquel Judas del precio de su infamia.
La moza
resistióse y él la mató en el lecho,
y entonces la
justicia del Eterno, en venganza,
abrió a sus pies
la tierra y lo hundió en el infierno.
Arrastrando
cadenas y envuelto en rojas llamas,
aún vuelve, un
día al año, a aquella sima horrible,
mientras
doblan a muerto misteriosas campanas
y una voz de
ultratumba modula el Dies Irae.
México D. F.,
13 de mayo de 1954
como si fuese todo un campo de
batalla.
como en el más tranquilo palacio
de recreo.
como el gesto de un día del Rey Alfonso Doce;
como un timbre de orgullo de sus
fuertes varones.
Es una leyenda
fantástica, inventada completamente por D. Manuel, en base a cuatro recuerdos.
El primero, de su infancia, pasada cada cuatro años en el Balneario Nuevo,
fuera de la temporada oficial. Era el de
unos grandes vapores que se divisaban perfectamente, entre Peña Isasa y Yerga,
en los días más fríos de invierno y que no supo de dónde salían. El 2º es la
visión espantosa del músico peregrino en el Miserere de la Montaña de Gustavo
Adolfo Bécquer. El 3º, es el tremebundo Dies
irae de la 5ª parte de la Sinfonía Fantástica de Berlioz. Y el 4º, el retrato de San Plácido, en un
extremo de la predela del altar del Santo Cristo de la Guía de nuestra iglesia.
Este Santo fue un joven abad benedictino de 24 años,
hijo de un opulento senador romano, con cuya ayuda económica, fundó el
Monasterio de San Juan Bautista, en las inmediaciones del puerto de
Nesina. En octubre del año 539, el
convento fue asaltado por el pirata Nanuca y sus compinches, los cuales lo
saquearon, le prendieron fuego y degollaron a San Plácido y a sus 32
compañeros, cuyos restos no fueron descubiertos hasta el siglo XVI. Desde luego, el argumento de la leyenda de
“La Boca del Infierno” podría pasar como un hecho histórico, pues el trágico
final de San Plácido y sus compañeros no fue el único caso de esta especie,
ocurrido en la Edad Media; pero no es cierto que se repitiera en el Monasterio
de Fitero, porque, para cuando se erigió nuestro Monasterio, hacía una
treintena de años que la dominación árabe había acabado en la cuenca del
Alhama, y los moros estaban ya bastante lejos de Fitero para volver a él, en so
n de reconquista.
La misa de doce
A misa de doce
repicando
están
y las
fiteranas
a la iglesia
van.
Din, don, din, dan.
En traje de
fiesta,
¡qué guapas
están!
¿Van a que las
vean
o van a
rezar..?
Din, don, din, dan.
En su casa,
algunas
nerviosas
están,
porque su
tocado
no acabaron
ya.
Din, don, din, dan.
Mas otras,
orondas
por las calles
van,
luciendo su
tipo
garboso y
juncal.
Din, don, din, dan.
Frente al
venerable
templo parroquial,
los mozos,
parados,
chismeando
están.
Din, don, din, dan.
Alli viene
Rosa.
Mira qué
collar
trae tan
bonito,
color verde
mar.
Din, don, din, dan.
Fíjate en
Aurora.
¡Qué escotada
va!
¿Acaso a algún
Duque
piensa
conquistar?...
Din, don, din,dan.
- Con un aire
devoto,
cualquiera
diría
que engaña a
su esposo
doña
Soledad....
Din, don, din, dan.
Din, don, din,
dan.
Ahí llegada
pintada
al óleo, Paz;
mas ni San
Antonio
la podrá
casar.
Din, don, din, dan.
Entremos a
misa,
que va a
comenzar,
pues el tercer
toque
acaban de dar.
Din, don, din, dan.
Y, en efecto,
el cura
salió ya al
altar
y el Kyrie
eleison
recitando
está.
Din, don, din, dan.
Los mozos
livianos
miran mucho
más
a las mozas
guapas
que al
ceremonial.
Din, don, din, dan.
Y con el
rosario
alternando van
las mozas,
sonrisas
a más de un
galán.
Din, don, din, dan.
El buen San
José
que así las ve
obrar,
sonríe, a su
vez,
con
benignidad.
Din, don, din, dan.
Pero San
Antonio,
que es menos
jovial,
para sí
comenta
con
perplejidad:
Din, don, din, dan.
-¡Ah! ¡qué
juventud
tan poco
formal!,
pues viene a
oír misa,
como va a
bailar....
Din, don, din, dan,
din, don, din, dan.
México D. F.,
8 de marzo de 1953
El
primitivo título de esta poesía fue La misa de Once, pues en las primeras
décadas de este siglo, en que se sitúa la acción, era la última que se
celebraba los domingos y días festivos, en la iglesia parroquial de
Fitero. Todavía no había cambiado la
liturgia de la Misa y se seguían las costumbres tradicionales.
Por entonces,
las mujeres estaban completamente discriminadas en los templos, por aquel
dichos de San Pablo de que “mulieres in
ecclesia tacenat” (que las mujeres estén calladas en la iglesia); el cual
ha sido interpretado por los exégetas machistas como que las mujeres no tienen
voz ni voto, en los asuntos de la Iglesia.
Allá ellos.
En 1627, el
Abad de Fitero, Fr. Plácido del Corral y Guzmán lanzó un decreto de excomunión
mayor contra los hombres que, mientras se celebrasen los divinos oficios, se entremetieran en el
lugar, donde se sentaban las mujeres, “con conminación de proceder a mayores
penas”, si no le obedecían. Naturalmente,
al correr de los siglos, esta amenaza se quedó en letra muerta. De todos modos, todavía en 1920, los bancos
delanteros, cercanos al presbiterio, estaban destinados exclusivamente a los
hombres, y los de atrás , a las señoras y señoritas. Aún debe resonar en las bóvedas del tiempo el
eco del tonante exabrupto que lanzó una vez un coadjutor, de modales nada
versallescos, a unas devotas señoras, porque se habían sentado debajo del
púlpito.
En aquella
época, las muchachas, salidas de la pubertad, se solían colocar en el 5º tramo
de la nave central, sobre todo, en su lado meridional, a la vista de los
altares de San José y de San Antonio de Padua cambiados de lugar, hace más de
20 años, por el párroco, D. Jesús Jiménez Torrecilla. Y los mozos, poco o nada devotos, lo hacían
frente a ellas, estacionados de pie, en las dos naves laterales
correspondientes.
El argumento
del poemita “La Misa de Doce”, es una descripción un poco desenfadada de la
actitud del os jóvenes de ambos sexos, en la última Misa dominical de aquella
época.
A ROLAND MOIS
Roland Mois;
bien hiciste en sentirte el igual
de los nobles
altivos del siglo dieciséis.
cuando por ti
querían hacerse retratar,
tenían que
posar en tu propio taller.
Tus pinceles,
sin duda, tenían más valor
que todos sus
inútiles y viejos pergaminos,
pues una obra
artística es el mejor blasón
de auténtica
nobleza, en todo tiempo y sitio.
Mas igual que
los nobles, procedías muy mal,
al despreciar
al pueblo del que salido habías,
pues Velázquez,
Murillo, Ribera y Zurbarán
pintaron a
artesanos, mendigos y obrerillas.
Y por lo
mismo, el pueblo los recuerda y venera,
sin entender
gran cosa de valores estéticos;
mas a ti, que
a los nobles serviste –y a la iglesia-,
¿quién a ti te
recuerda, pintor de caballeros?....
Ni siquiera
los mismos que conservan tus obras,
como los
fiteranos en su templo magnífico.
ante tu Altar
Mayor cada día se postran
y aún ignoran
tu nombre, después de cuatro siglos!...
Pero, como en
la vida de todos los artistas,
no importa, en
fin de cuentas, más que su obra de arte,
como pintor
egregio de Fitero y La Oliva,
artista de
Bruselas, te rindo mi homenaje.
Tehuacán, 27 de mayo de 1965
Roland Mois fue un notable pintor flamenco, de Bruselas, que floreció
en el siglo XVI. Vino a España contratado por el Duque de Villahermosa y
habiéndose casado con una española, se quedó definitivamente en nuestro país,
avecindándose en Zaragoza. Sobresalió como retratista, haciendo un considerable
número de retratos de individuos de la nobleza aragonesa y, entre ellos, los de
los antepasados de su mecenas. Pero también trabajó bastante para iglesias y
conventos y, entre éstos, para los monasterios cistercienses de La Oliva y de
Fitero. En 1571, firmó el contrato para pintar el retablo mayor de La Oliva; y en 1590, para el de Fitero. Terminó el
primero, pero no tuvo tiempo de acabar completamente el segundo, por haber
fallecido antes, dejando por pintar “el
sagrario y la capillica”. De todos modos, son suyos casi todos los cuadros
del nuestro altar Mayor: la Aparición de la Virgen a San Bernardo, San Bernardo
abrazado por el Crucificado, San Lorenzo, San Benito, Santa Agueda, Santa
Lucía, el Nacimiento, la Adoración de los Reyes, San Juan Bautista, San Juan
Evangelista, San Pedro y San Pablo.
La traza de la arquitectura del retablo fue hecha previamente por el
arquitecto Diego Sánchez; y las esculturas de la calle central, es decir, la
Crucifixión, la Coronación de Nuestra Señora y la Asunción, por el escultor Antón
de Zárraga, en 1583. La obra de pintar, decorar y estofar el retablo fue
comenzada en 1590, siendo abad, Fray Marcos de Villalba, y se terminó poco después,
en tiempos de su sucesor, Fray Ignacio Fermín de Ibero.
El distinguido investigador tudelano, Dr. José Ramón Castro publicó,
hace años, un buen estudio del gran retablo fiterano, en su obra Cuadernos de Arete Navarro – Pintura (Pamplona,
1944).
Con el transcurso de los siglos, las pinturas de nuestro Altar mayor
se deterioraron bastante, sobre todo el colorido; pero hoy pueden ser admiradas
casi en su primitivo esplendor, gracias a la restauración que hicieron de
ellas, en 1947, por cuenta de benemérita Institución Príncipe de Viana, los
técnicos del Museo del Prado de Madrid, Sres. Cristóbal González Quesada, restaurador
, y Alejandro Despierto, forrador.
La tartana del Boticario
Aunque
lloviera o nevara,
cayesen chuzos
o rayos,
no dejaba su
paseo
don Fernado el
Boticario.
Entonces ya
estaba ciego;
mas conservaba
la estampa
arrogante de
un hidalgo
de los tiempos
de los Austrias.
Su barba y
bigote canos,
sus ojos
introvertidos
y su faz
serena y noble
irradiaban
señorío.
Manipulando
los ácidos,
las sales y
bases químicas,
había ido
perdiendo
poquito a poco
la vista.
Más ciego ya,
continuó
al frente de
su farmacia,
sirviendo
siempre a los suyos
de sostén y no
de carga.
Sus paseos
vespertinos
los hacía en
compañía
de su
inseparable esposa
y guía, doña
Joaquina;
La cual era
una señora
frondosa y de
buen carácter,
de esas que
incapaces son
de amargar la
vida a nadie.
Tenían una
tartana
de color
anaranjado,
que arrastraba
suavemente
un caballo
noble y manso;
Llevando
siempre sujetas
las riendas
doña Joaquina,
a la que, como
un esclavo,
el caballo
obedecía.
Su trayecto
era invariable,
como el trote
de la bestia:
de su casa al
Baño Nuevo;
y al regreso,
viceversa.
En el tiempo,
pasaban
el rato con
Pelairea;
y en el bueno
paseaban
por el jardín
o las Ventas.
Todos los que
frecuentaban
la carretera
del Baño,
conocían la
tartana
popular del
Boticario;
Y todos, al
tropezársela,
sentían cierta
emoción
ante la vieja
pareja,
por su
desgracia y su unión.
Una tarde, un
automóvil
la alcanzó en
la travesía:
el único, por
entonces,
que rodaba en
nuestra villa;
Y su dueño,
don Gervasio,
deteniéndose
un momento,
-¡Buenas!, les
dijo. ¿A los Baños..?
Bien, bien:
allá nos veremos.
Y acelerando
la marcha,
con un gesto
vanidoso,
dejó atrás a
la tartana,
entre una nube
de polvo.
Más sin llegar
al Yesal,
el raudo Ford
se paró,
y entretanto,
la tartana,
con su trote,
lo alcanzó.
Doña Joaquina
detuvo
asimismo su
caballo
y preguntó a
don Gervasio:
-¿Qué es lo
que le ha pasado...?
-No es nada,
repuso él,
visiblemente
molesto.
Sigan a los
Baños; sigan.
-Bien, bien,
allá nos veremos...
.............
Hace ya
bastantes lustros
que la
senectud traspuesta,
Don Fernando y
su señora
abandonaron la
tierra.
Mas no falta
quien afirme
-sin duda,
algún visionario-
que, a veces,
aún su tartana
se ve, camino
del Baño.
México D. F.,
25 de Mayo de 1964
El tema de LA TARTANA DEL BOTICARIO es el paseo en
tartana que hacían diariamente los dos esposos al Balneario Nuevo, que
administraba, a la sazón D. Alberto Pelairea.
En uno de estos paseos, les ocurrió una anécdota graciosa, con el
industrial D. Gervasio Alfaro, que constituye la salsa de este poemita.
El boticario al
que se refiere este pequeño poema, se llamó en vida D. Fernando Palacios
Pelletier. Nació en Mayágüez, en 1886, cuando Puerto Rico, del que Mayáguëz es
una cabeza de distrito, pertenecía todavía a España. Hizo su carrera en la
Universidad de Madrid y apenas terminada vino a Fitero como regente de una
farmacia. Al año siguiente, contrajo
matrimonio con la distinguida señorita fiterana, Joaquina Martínez Labarga, y
con ello, se avecindó en nuestro pueblo.
Ejerció en él su profesión, con farmacia propia, durante cerca de 20
años. Hombre activo y curioso, estudió
las propiedades medicinales de la flora fiterana y lanzó al comercio diversos
medicamentos patentados, como el Té
purgante de Palacios Pelletier, la
Crema de bismuto Pelletier, el
Antirreumático Pelletier y la
Lombricina Pelletier. Pero, poco a
poco empezó a perder la vista, quedándose ciego en plena madurez, a causa de un
desprendimiento de retina, que, a la sazón, era incurable. No obstante, continuó al frente de su
farmacia, establecida en la casa nº1 25 de la Calle Mayor, durante algunos años
más. Don Fernando fue uno de los
fundadores del semanario LA VOZ DE FITERO, cuyas nobles campañas a favor del
vecindario le atrajeron la enemiga de ciertos caciquillos locales quienes se
vengaron del buen farmacéutico, arrebatándole la titular municipal y ahogando
al simpático semanario.
En 1927, don
Fernando se trasladó con su familia a Madrid, donde murió repentinamente de un
síncope cardiaco, en agosto de 1938. A su vez, su esposa falleció asimismo en
la capital de España, en 1942, a los 73 años de edad. Los esposos Palacios-Martínez tuvieron tres
hijos y una hija, de los cuales sobresalieron dos: Luis, que siguió la carrera
de su padre, fundó en 1926 los Laboratorios Pelletier de Madrid y llegó a ser
Vicepresidente de la Real Academia de Farmacia; y Fausto, excelente escultor y
alcalde de Fitero, desde mediados de 1955 a mediados de 1967.
EL LECHO DEL TíO ALVARILLA
El pánico y la angustia reinaban en la
Villa,
así como en el resto de los pueblos
de España.
Cada día aumentaba el número de
victimas,
Era el cólera morbo asiático y
pestífero,
que, ya por cuarta vez, en el siglo
pasado,
lo mismo que un siniestro jinete apocalíptico,
la muerte iba sembrando por ciudades y
campos.
Esta vez, su tarea fue más mortal que
nunca,
pues, sólo en el verano del año ochenta
y cinco,
decenas de millares bajaron a la tumba,
fulminados en masa por el letal bacilo.
El miedo apoderóse del pueblo madrileño,
y para dar ejemplo de altruismo y valor,
el Rey Alfonso Doce, a espaldas del
Gobierno,
se fue a Aranjuez, diezmado por la
horrible infección.
Visitó a los coléricos. animó a los
medrosos
y el propio Real Sitio cedió como hospital;
y al volver a la Corte, recibió el
fervoroso
homenaje del pueblo, por su gesto
ejemplar.
La epidemia a Fitero llegó, mediado
agosto,
alcanzando su clímaz en el mes de
septiembre,
y en solo seis semanas, el espantoso
morbo
arrastró a ciento quince vecinos a la
muerte.
Como es de imaginarse, la angustia y el
terror
cundieron asimismo en todo el
vecindario,
sobre todo, en las calles Mayor y
Palafox,
donde el azote hacía los mayore
estragos.
Mas tampoco en Fitero faltó un hombre ejemplar,
mucho más abnegado que el buen Rey Don
Alfonso,
que al cólera hizo frente, con valor
singular,
y prestó al vecindario sus servicios
heróicos.
De manera espontánea, en nuestro
cementerio,
se instaló en permanencia, sin cobrar ni
un centavo,
a velar los cadáveres de los presuntos
muertos,
para, pasado un día, proceder a
enterrarlos.
La tarea era horrible, porque las pobres
víctimas,
de manera espantosa, descompuestas
quedaban,
y esperando su turno, en el suelo yacían
del pequeño depósito, con una simple
sábana.
Pero el Tío Alvarilla –que así es como llamaban
a este varón intrépido los vecinos del pueblo–
vivía con aquella compañía macabra,
Una noche, a buscarlo fueron al
camposanto
dos hombres conturbados, de la luna a la
luz,
y a Victorillo hallaron fuertemente
roncando,
acostado en el fondo del ataúd común!!!
Por supuesto, la Prensa no loó su
bravura,
mas su recia memoria en Fitero perdura,
México D. F., 9 de mayo de 1963
Desde luego, el
héroe principal de aquellos 41 días de pesadilla fue el Tío Victorillo el Alvarilla.
Se llamaba Victorio Jiménez Pascual y fue agricultor y alpargatero. Nació en Fitero en 1832 y murió de parálisis,
el 10 de marzo de 1907, en la casa nº 36 (numeración antigua) de la Calle
Mayor. Estuvo casado con Margarita
Barea, la cual falleció antes que él. Al
invadirnos el cólera – no a nosotros, claro está, sino a los vecinos de
entonces -, Victorio tenía ya 53 años, de manera que era un hombre bien maduro,
a pesar de lo cual demostró tener más arrestos que el joven más valiente. Iniciada la mortandad, uno de los problemas
más angustiosos con que se encontró el Municipio fue el de encontrar una
persona idónea y valerosa que se prestara a vigilar a los presuntos muertos, en
el depósito del cementerio, pues los coléricos eran trasladados a este lugar,
sin pérdida de tiempo, en el ataúd municipal de los pobres, apenas daban
señales de fallecimiento. Ahora bien, enterrarlos antes de que pasasen 24
horas, era una verdadera temeridad, pues, en más de una ocasión, la muerte era
solo aparente y no real; y es bien seguro que, a pesar de todo, se enterró vivo
en toda España, a más de un desgraciado, en aquella época apocalíptica. Pero... ¿quién era el valiente que se iba a
prestar, ni por todo el oro del mundo, a pasarse día y noche, en semejante
lugar y compañía..? Tanto más cuanto que la mortífera enfermedad se presentaba
con caracteres exteriores repugnantes y pavorosos: gran descomposición del
semblante, hundimiento de los ojos, vómitos violentos, frecuentes diarreas
albinas, calambres aparatosos, angustiosas asfixias, etc. Así que huelga decir el aspecto agradable y
poco tranquilizador que presentaban las pobres víctimas.
Sin embargo, no
faltó en Fitero un vecino verdaderamente valeroso y poco interesado, que se
prestó humanitariamente a tan macabra tarea. Fue Victorio Jiménez Pascual, por 4 pesetas diarias que le dio el
Ayuntamiento, y un traje completo y un buen tapabocas que le regaló al final de
la tragedia.
LA INFANCIA DEL VENERABLE PALAFOX
En el año mil
seiscientos,
hacia finales
de mayo,
una dama
principal
descendió en
el Balneario.
Venía de
Zaragoza,
capital del
Principado
de Aragón, y
aparentaba
tener unos
treinta años.
Traía su coche
propio,
con un tronco
de caballos,
que conducía
un cochero
maduro, mas
bien plantado;
y como ángel
de la guarda,
a su dueña,
fiel retrato
de esas
prójimas taimadas,
que saben
latín y sánscrito...
Ocuparon las
señoras
el cuarto más apartado
de los de
primera clase;
y el cochero,
el aledaño.
La joven dama
era hermosa;
pero mostraba
un cansancio
anormal, como
el debido
a un embarazo
avanzado.
Mas su amplia
y larga falda
impedía
comprobarlo.
Por otra
parte, no quiso
ver al doctor
de los Baños,
pretextando
que venía
tan sólo en
plan de descanso.
En cambio. su
oronda dueña,
cuyo aspecto
era bien sano,
se bañaba cada
día,
para adelgazar
sus flancos.
¿Qué misterio
se traían
aquellas mañas
y el maño. . .?
¿No era un
poco sospechoso
su comportamiento
extraño. . .?
No saludaban a
nadie,
comían siempre
en su cuarto,
y tan solo de
paseo,
salían de vez
en cuando.
Un anochecer
de junio,
un buen viejo
fiterano,
que se
retiraba a casa,
terminado su
trabajo,
por las
orillas del río,
sintió de
pronto otros pasos.
Eran los de
una mujer,
con una cesta
en un brazo,
deslizándose
furtiva
entre un
matorral cercano.
¿Quién sería
aquella prójima. . .?
De curiosidad
picado,
le salió al
punto al encuentro,
por parecerle
algo extraño.
Y se topó con
la dueña
de la dama de
los Baños,
quien, al
verse descubierta,
se explayó con
el anciano.
Llevaba en la
cesta a un niño,
que al mundo
había llegado,
hacía solo dos
días,
en el viejo
Balneario.
Por supuesto,
no era suyo,
sino ilegítimo
vástago
de un poderoso
aristócrata
y de una mujer
de rango;
y para evitar
de ésta
la deshonra, y
el escándalo,
a las aguas
del Alhama
iba dispuesta
a tirarlo.
A eso habían
venido
precisamente a
los Baños,
ya que Fitero
está lejos
del valle
zaragozano.
Ante tal
revelación,
se quedó el
viejo pasmado.
Murmuró
algunas palabras
de reprobación
del acto
y, por algunos
instantes,
permaneció
cabizbajo.
¿Qué hacer en
tal compromiso. . .?
¿Cómo salir de
aquel paso...?
Imposible
denunciar
tan feo
desaguisado
ni permitir,
aún menos,
del niño el
asesinato.
‑"Me lo
quedo, resolvió,
tomando la
cesta en manos.
Y diga usted a
su ama
que ya ha
cumplido su encargo”.
El viejo era
Juan Francés,
un molinero
casado,
mas sin hijos,
y tan pobre
como honrado y
buen cristiano.
Se llevó,
pues, al infante,
y después de
presentárselo
a su cónyuge,
Casilda,
decidieron
adoptarlo.
Por supuesto,
procedieron
sin tardanza a
bautizarlo
y a
inscribirlo en el Registro,
como requería
el caso.
Una nodriza
del pueblo
se encargó de
amamantarlo,
y con la
humilde familia,
Juanito se fue
criando.
Cuando el niño
ya creció,
empezó a sacar
al campo
a pastar unas
ovejas,
que tenían los
ancianos;
y al mismo
tiempo aprendía,
pues era muy
despejado,
los rudimentos
de letras,
entonces
acostumbrados.
Hasta que, al
fin, un buen día,
cumplidos ya
los diez años,
como en los
cuentos de hadas,
fue trasladado
a un palacio.
Reconociólo su
padre
y, con esmero
educado,
el antiguo
zagalillo
se convirtió
en cortesano.
En las Cortes
de Monzón
brilló como
diputado;
y en Madrid,
poco después,
cual Consejero
de Estado,
pues fue de
Guerra y de Indias
Fiscal, con
Felipe Cuarto,
destacando en
ambos puestos
por su
rectitud y tacto.
Conoció todos
los triunfos
y los placeres
mundanos,
ya que era
igual su prestancia
de cuerpo como
de ánimo.
Pero les
volvió la espalda,
a los veintinueve
años,
renunciando al
matrimonio
e ingresando
en el santuario.
Sin embargo,
no por eso
los honores lo
dejaron
y en Nueva
España ejerció
los más
elevados cargos:
Fue Capitán
General,
Visitador y
Prelado,
Presidente de
la Audiencia
y Virrey
décimo octavo.
Descolló como
escritor,
estadista,
obispo y santo:
fue lumbrera
de su siglo
y gloria del
mundo hispano.
.....................................................
No obstante,
hoy, en España,
está del todo
olvidado.
¡Tantos
varones insignes
nuestra vieja
Patria ha dado...!
Pero México,
que es joven,
a Palafox no
ha olvidado,
y allí fulgura
su nombre,
como un
histórico faro.
LOS ALABARDEROS
Cuando yo era
niño,
mi atención
llamaban
los
alabarderos
de Semana
Santa.
Yo los
esperaba
cada Viernes
Santo,
como en
Navidad
a los Reyes
Magos.
Sus lanzas,
escudos
y finas
corazas
respeto
infundían
a mi tierna
infancia.
Los yelmos de
acero
con que se
cubrían,
en mí
despertaban
curiosidad
viva;
y su rigidez
y marcialidad
mi alma
infantil
hacían vibrar.
¡Cómo desfilaban,
al son del
tambor,
y hacían la
guardia
a Nuestro
Señor!
Sus golpes de
lanza
en el
pavimento
sonaban lo
mismo
que el eco de
un trueno;
y a la
procesión
de la Soledad
le daban un
tono
de realidad:
cual si los
soldados
del César
Tiberio
a Cristo
escoltasen
aún en su
entierro;
y aquellos
arreos
y encarnados
trajes
no fueron tan
solo
vulgares
disfraces.
¿Más que
importa al fin
la ingenua
ficción,
si de la
verdad
causa la
impresión?
Después de mi
infancia,
vi muchos
desfiles
de grandes
gentíos
y recios
perfiles:
paradas de
gala,
manifestaciones,
revistas
marciales
y
revoluciones.
Más olvidé
todos,
pues sólo
retengo
lo que con los
ojos
del corazón
veo.
Por eso
grabados
siguen en mi
alma
los
alabarderos
de mi villa
amada.
México D. F.,
7 de abril de 1953
Yo no sé por qué a los soldados romanos que custodian el Santo Sepulcro, el día de Viernes Santo, les pusieron en Fitero el nombre de alabarderos, pues, además de no usar el uniforme de éstos, tampoco usan alabarda, sino lanza: una lanza inofensiva, terminada en una lámina triangular de hojalata. Tal vez, los llamaron así, porque dan guardia de honor a Nuestro Señor, como los alabarderos la daban antiguamente a los Reyes de España.
En mi infancia, los alabarderos siempre nos imponían a los niños cierto respeto; pero esto no obstaba para que, cuando estaban inmóviles, haciendo guardia al Santo Sepulcro, en medio de la iglesia, nos acercáramos medrosamente a ellos y llevados de la curiosidad, los miráramos de abajo arriba, a ver si los reconocíamos, a través de sus yelmos.
-¡To!, ¡si es el Plejillas!, exclamaba uno.
-To!, ¡si es el Mochón!, descubría otro.
Recuerdo otro detalle de los alabarderos que me intrigaba mucho de pequeño; eran las letras bordadas en su estandarte de púpura: S. P. Q. R.; es decir, Senatus Populusque Romanus (El Senado y el Pueblo Romano). Yo ya me había fijado en que, en las spulturas del camposanteo, ponían siempre R. I. P. ¿Por qué, pues el estandarte de los alabarderos, que acompañaban en la procesión de Viernes Santo al Sepulcro de Nuestro Señor, decía S. P. Q. R. y no R. I. P.?
como fatuo y vengativo.
Yo no sé por qué a los soldados romanos que custodian el Santo Sepulcro, el día de Viernes Santo, les pusieron en Fitero el nombre de alabarderos, pues, además de no usar el uniforme de éstos, tampoco usan alabarda, sino lanza: una lanza inofensiva, terminada en una lámina triangular de hojalata. Tal vez, los llamaron así, porque dan guardia de honor a Nuestro Señor, como los alabarderos la daban antiguamente a los Reyes de España.
En mi infancia, los alabarderos siempre nos imponían a los niños cierto respeto; pero esto no obstaba para que, cuando estaban inmóviles, haciendo guardia al Santo Sepulcro, en medio de la iglesia, nos acercáramos medrosamente a ellos y llevados de la curiosidad, los miráramos de abajo arriba, a ver si los reconocíamos, a través de sus yelmos.
-¡To!, ¡si es el Plejillas!, exclamaba uno.
-To!, ¡si es el Mochón!, descubría otro.
Recuerdo otro detalle de los alabarderos que me intrigaba mucho de pequeño; eran las letras bordadas en su estandarte de púpura: S. P. Q. R.; es decir, Senatus Populusque Romanus (El Senado y el Pueblo Romano). Yo ya me había fijado en que, en las spulturas del camposanteo, ponían siempre R. I. P. ¿Por qué, pues el estandarte de los alabarderos, que acompañaban en la procesión de Viernes Santo al Sepulcro de Nuestro Señor, decía S. P. Q. R. y no R. I. P.?
Puesta de sol
Era un huerto
cerrado, soleado y tranquilo,
situado en las
afueras de mi pueblo natal,
que arrullaban
las aguas de un pobre canalillo
y de las
avecillas el alegre cantar.
Se abrían en
los bordes de sus estrechas sendas
la rosa y el
geranio, el lirio y el clavel;
y el peral, el
granado, el ciruelo y la higuera
ofrecían sus
frutas de dulzura de miel.
Al caer de las
tardes calurosas de estío,
¡cuántas
veces, dichoso, me embriagué de su encanto,
mientras que
dialogaba con un querido amigo
de Schumann y
Velázquez, de Balzac y Machado!
Diálogos
juveniles, que sólo interrumpían
el fuerte
abuelo Pedro o la abuela Facunda,
o Lolita, la
nieta de azuladas pupilas,
que regaban
las flores o recogían frutas.
Y en tanto que
los rayos del sol que declinaba,
daban un
melancólico adiós al heliotropo,
¡cuántas veces
seguirlos imaginé, en su marcha
hacia las
rosaledas del Oeste remoto!
Y un día dejé
el pueblo y conocí el Retiro,
y los regios
vergeles de Aranjuez y Versalles,
y los
paradisíacos jardines parisinos
y de New York
los vastos y prosaicos parques.
Y hoy, en
Chapultepec, desde el bosque poético,
do soñó mi
paisano el Virrey Palafox,
mientras las
sombras cubren ahuehuetes y fresnos
y del Valle de
Anáhuac desaparece el sol,
¡cuánto yo no
daría por seguirlo en su marcha,
hacía aquel
huertecillo de mi villa natal,
en el que,
siendo joven, con mi buen camarada,
platicaba de
Schumann, Velázquez y Balzac!
México D. F.,
25 de enero de 1952
El huerto descrito en
Puesta de sol es el de la casa número 2 de la calle de Calatrava, el cual
pertenecía a la sazón a los padres de don José Jiménez Fernández, que es el
amigo a quien me refiero en mi poema. El abuelo Pedro era Pedro Jiménez
Fernández (1857-1941). Su nieta Lolita era la señora Dolores Alfaro de Burgos.
Al volver a ver con emoción el pequeño huerto de mi remota juventud, en
diciembre de 1960, al cabo de 35 años de ausencia, me di cuenta de que había
cambiado algo de fisonomía y de que a la sazón, no correspondía ya exactamente
al recuerdo poético que yo conservaba de él. Naturalmente, todo y todos
cambiamos con el tiempo. Por otra parte, la imagen que yo había guardado de él,
era la alegre y florida de los meses de verano, y no la triste y desnuda de los
de invierno.
El histórico Castillo
de Chapultepec de la ciudad de México, al que me refiero en mi poema, fue, en
siglos pasados, residencia de Virreyes y Jefes de Estado; pero, en la actualidad,
se haya convertido en Museo Nacional. Chapultepec quiere decir en lengua náhuatl,
Cerro del Chapulín o del Saltamontes. A mí llegada a México en 1947, se conservaban
en el Castillo de Chapultepec dos hermosos retratos de Palafox y Mendoza: uno
en la Sala de los Virreyes de México, y otro, en la Sala de los Misioneros y
otros benefactores de los indios. El primero se conserva todavía en dicha sala
y es un retrato de medio cuerpo, el cual representa a nuestro paisano, a la
edad de 42 años; el segundo es de cuerpo entero, pero ya no figura en este
museo, sino que fue trasladado posteriormente a otro, que no he podido
localizar. Por cierto que, en este término, aparece escrito el nombre de
Fitero, en un pequeño recuadro en el que se consignan la fecha y el lugar del
nacimiento de Palafox.
EL VIZCONDE DE LA ALBORADA
“—Traspórtenla
con cuidado”,
rogó el
Vizconde, solícito.
Y a su
estancia la llevaron
dos empleados
fornidos.
Inmóvil en un
sillón,
daba ligeros
quejidos.
“—¿Te duele
mucho, querida?»,
dándole un
beso, le dijo.
Y María, con
los ojos,
de afirmación
hizo un signo.
El viaje desde
Madrid
era entonces
penosísimo;
sobre todo,
para enfermos
de algún
cuidado o heridos.
Los caminos
eran malos,
e incómodos,
los vehículos,
aunque fuese
una carroza,
tirada por jacos
finos.
—«Más ¿por qué
a la cacería
del Marqués
habían ido?”,
rumiaba el
joven Vizconde,
desesperado y
contrito.
¡Ah, de la
Corte engañosa
los eternos
compromisos!
Fueron, es
cierto, a desgana,
por cumplir con el Valido
real, tan omnipotente
No ignoraban que ofrecía
su coto serios peligros
y que más de una tragedia
en él había ocurrido.
Pero, ¿cómo desairar
al temible favorito?...
Había que resignarse
y plegarse a sus caprichos.
Y ocurrió lo de otras veces:
ante un jabalí bravío,
una jaca que se espanta
y da un formidable brinco:
y una dama que
se asusta
y pierde
riendas y estribos.
Lo extraño es
cómo María
no murió en el
acto mismo,
al ser con
fuerza arrojada
contra aquel
suelo roquizo.
La recogieron
sangrando,
mal herida y
sin sentido;
y la
atendieron dos médicos,
que tan sólo
un traumatismo
violento
diagnosticaron,
con desgarro
de tejidos;
mas no una
lesión interna,
que ofreciera
un gran peligro.
Para acelerar
su cura,
alguien señaló
al marido
que las aguas
de Fitero
eran medio
indicadisimo.
Y allí la
llevó el Vizconde,
un día claro
de estío.
Agradóles la
mansión
y,
principalmente, el sitio;
y pronto la
joven dama
empezó a
sentir alivio,
recobrando
poco a poco
su salud,
humor y bríos.
Cuando, al
parecer, se hubo
del todo
restablecido,
los esposos
revivieron
de su boda el
tierno idilio.
Se acabó la
pesadilla
de aquel
cuerpo dolorido,
y de las
noches en vela,
entre quejas y
suspiros.
Volverían a la
Corte,
con redoblado
optimismo,
a reanudar su
vida de amor,
de dicha y de
brillo.
Pero, ¡ay!,
que, por desgracia,
estaba sin
duda escrito
que la ventura
no era
de aquella
pareja el sino.
La víspera de
su marcha,
la joven
ascender quiso
hasta la Peña
del Baño,
que es un
mirador magnifico.
Y hasta allí
subió, en efecto,
del brazo de
su marido,
aspirando el
grato aroma
de romeros y
tomillos,
Acercóse hasta
los bordes
del enorme
precipio,
cuando sufrió
de repente
un sincope
violentísimo.
Por fortuna,
sujetóla
su esposo, al
instante mismo,
impidiendo que
rodara
de bruces
hasta el abismo.
Y luego la
acostó en tierra,
dándole a
aspirar tomillo,
a ver si, de
esta manera,
recuperaba el
sentido.
Pero no lo
recobró;
y el Vizconde,
azoradísimo,
descendió al
Baño, llevando
en brazos el
cuerpo tibio.
Al punto, la
auscultó un médico,
quien sentenció:
Ha fallecido.
Ante golpe tan
tremendo,
el noble quedó
aturdido,
y abrazándose
al cadáver,
rompió a
llorar como un niño.
Al otro día,
en la iglesia
de Fitero, se
le hizo
un solemne
funeral,
de la
inhumación seguido.
Con ella,
hasta el camposanto,
fueron todos
los vecinos,
cubriendo su
sepultura
de flores y de
tomillos.
Y el
inconsolable viudo,
con el corazón
partido,
continuó en el
Balneario,
hasta el final
del estío.
Cada aurora,
visitaba,
de luto total
vestido,
el sepulcro de
su amada,
siempre de
flores provisto;
y cuando el
sol apretaba,
dejaba el
fúnebre sitio,
volviéndose al
Balneario,
en su elegante
vehículo.
Al fin,
regresó a Madrid,
siempre
enlutado y sombrío,
al comenzar en
Fitero
los festejos
septembrinos.
Mas de María
el sepulcro
continuó
siempre florido.
Sin duda,
entonces las flores
se las llevaba
un vecino.
Pero pronto se
corrió
del Cortijo al
Cogotillo,
que ninguno
era el autor
de aquel
obsequio continuo.
¿Ouién, pues,
era el que lo hacía?
¿Tal vez un desconocido,
por encargo
del Vizconde...?
Mas ¿por qué
tanto sigilo?
En vano, el
enterrador
empeñóse en
descubrirlo,
vigilando día
y noche
el funerario
recinto.
No lo logró;
pero vio
cada alba,
sorprendido,
el sepulcro de
María,
de frescas
flores vestido.
El pueblo
estaba intrigado,
ante aquel
hecho inaudito,
y al
cementerio acudía,
curioso y
sobrecogido.
Pero ¿quién
podía ser el mismo
Vizconde de la
Alborada,
Con disfraz de
alado silfo?
¿No será él
quien, al alba,
desciende como
el rocío,
depositando en
la tumba
claveles,
rosas y lirios?
.................................
Y así nació la
leyenda,
que aún narra
algún vecino,
del romántico
Vizconde
de los
“bouquets” matutino.
México, D. F.,
29 de abril de 1963.
Uruapan , 6 de septiembre de 1953
como un oso mal herido.
como para agriar el genio
Hace más de 20 años que, habiendo pedido a mi buen
amigo, ya difunto, D. José Jiménez Fernández, que me indicase algunos temas
fiteranos, a propósito para componer algunas leyendas en verso, me habló de una
novela del siglo pasado, titulada “La sepultura de las flores”, cuyo argumento
se desarrollaba en parte en los Balnearios de Fitero y cuyo protagonista era el
Vizconde de la alborada. Por lo demás, desconocía el nombre de su autor e
ignoraba el argumento de la obra.
Entonces asociando esos tres datos escuetos, escribí el poema legendario
El Vizconde de la alborada, en la ciudad de México, en abril de 1963. En enero de 1964, durante una corta estancia
en nuestro pueblo, para visitar a mi anciana madre, traté de localizar algún
ejemplar de dicha novela, que, según referencias, había sido publicada en
folletón por el HERALDO DE ARAGON, y
me dirigí a la señora Jacoba Jiménez, quien, al parecer conservaba uno. Pero no era cierto. De todos modos conocía perfectamente su
argumento y, a petición mía, me lo narró con toda minuciosidad. Por lo visto, había leído tal novela más de
una vez. Inmediatamente me di cuenta con
satisfacción de que su trama no coincidía en absoluto con la de mi leyenda, de
manera que no podría tachárseme de plagiario.
Lo contrario habría sido demasiada casualidad. Mas tarde, me enteré de que el autor de “La sepultura de las flores” fue Manuel Ibo Alfaro (1828-1885): un
escritor cerverano muy estimado en su tiempo, pero ya completamente olvidado,
salvo en su patria chica, donde tiene dedicada una calle.
EL ENCIERRO
Las Fiestas.
Calle Mayor.
Mañanitas de
septiembre.
Rayitos tibios
de sol
y cálidos de
mujeres.
Del Cogotillo
a la Plaza,
una alegre
algarabía,
en espera del
encierro,
de los
novillos de lidia;
y los balcones
ornados
de racimos de
muchachas,
más dulces y
apetecibles
que los que da
Majarrasas.
Todas las
puertas, biertas;
y en las
puertas, los vecinos;
y a lo largo
de la calle,
el vibrante
mocerío.
En sus
gargantas tostadas,
pañuelos
multicolores;
y en las
blusas femeninas,
y en el pelo,
lindas flores.
Bullicio.
Nerviosidad.
miradas como
saetas,
que se clavan,
sobre todo,
en las
forasteras bellas.
Piropos como
relámpagos,
que deslumbran
las pupilas,
y encienden
los corazones
y labios de
las mocitas.
Cantos, pitos,
algazara,
corrillos de
bailadores;
y circulación
de botas
y de rajas de
melones.
Todo el ansia
de gozar,
reprimida un
año entero,
estallando
incontenible,
como un
surtidor de fuego.
De pronto, el
agudo grito
de un vibrante
cornetí,
y la explosión
de un cohete,
como la de un
polvorín.
Estremecimiento
súbito
de todos los
corazones;
repliegue
hacia las aceras
y gritos en
los balcones.
-¡Los toros!.
Y es un clamor
de millares de
gargantas,
que sacude
hasta los pinos
de la lejana
Atalaya.
- ¡Los toros!
Y es una tromba
que al punto
en la calle irrumpe
y en la que
mozos y fieras
se acosan y se
confunden:
una tromba
arrolladora
de alegría y
de emoción,
que pone
tensos los nervios
y acelera el
corazón.
Sustos,
porrazos, carreras,
cencerreo de
cabestros,
alaridos de
mujeres
y arremetidas
de cuernos.
Mozos, que por
asombrar
a las bellas
de un balcón
caen y son
sumergidos
por el fugaz
aluvión.
Otros que, al
verse alcanzados,
de bruces al
suelo se echan
o se lanzan
como locos,
hacia alguna
puerta abierta.
Un astado,
rezagado,
a la vuelta de
una esquina,
fascinado por
los ojos
de una
muchacha bonita.
Y un ebrio que
se le acerca,
con
inconsciencia de niño,
para
ofrecerle, galante,
su bota de
vino tinto.
En la entrada
de la Plaza,
unas gavillas
de cuerpos
caídos, por
las que saltan
los toros y
los cabestros;
y adentro, el
continuo acoso
de
improvisados toreros,
que aturden a
la manada,
con sus gritos
y sus gestos.
Volteretas en
el aire,
cabriolas en
las barreras,
regocijo en
los tendidos
y hervor de
sangre en la arena.
Inenarrable
espectáculo
de gente
sencilla y brava,
como son todos
los hijos,
de la Villa
fierana.
La afición de los
fiteranos a los toros es muy antigua, pues incluso los monjes del Monasterio
eran taurófilos. Entre la copiosa documentación sobre Fitero que se conserva en
el Archivo de la Diputación de Navarra, figura un curioso proceso, fechado en
1665 y promovido por la Abadía de Fitero, a propósito del asiento que
correspondía a su Abad, en las corridas de toros que se celebraban en Pamplona
(Sección Monasterios, Fitero, n. 172). Ni que decir tiene que los monjes no se
perdían ninguna de las que se celebraban en esta villa, siendo costumbre que el
Ayuntamiento les pasara previamente la invitación correspondiente.
La celebración
regular de corridas de toros en nuestro pueblo se remonta a principios del
siglo XVII, según consta en un acuerdo que figura en el Inventario del Archivo
de la Villa, de 1545 a 1782, el cual dice así:
1606.- Convenio entre
el Monasterio y la Villa sobre la construcción de la Plaza de la Orden, que ha
de servir para correr los toros y novillos (20 de septiembre).
A la sazón, era abad
el culto pamplonica Fr. Ignacio Fermín de Ibero.
En un principio, las
corridas de toros se celebraban en la fiesta del Corpus Christi, la cual era
entonces la principal del pueblo; y la corporación encargada de organizarlas
era la Cofradía del Santísimo Sacramento, cuyo representante principal era el
Mayordomo. Servía de coso taurino el actual Paseo de San Raimundo, que naturalmente
no era todavía paseo ni tenía árboles, pues éstos no se plantaron hasta finales
del siglo XIX.
¿Había ya encierros
por aquella época?... Seguramente, pero no constituían un espectáculo
organizado, como los de ahora. Lo más probable es que se redujeran a lo que en
mi infancia llamábamos “ir a esperar a
las vacas”; es decir, salir al encuentro del ganado, la noche en que lo
traían al pueblo, y verlo encerrar en un corral o en una cochera de la Plaza de
la Orden. Os encierros de los toros de las Fiestas de la Virgen de la Barda,
tal como se realizan en la actualidad, solo datan del 13 de septiembre de 1897,
en que se inauguró la actual Plaza de Toros. La hizo construir don Francisco
Furriel, quien, al año siguiente, la vendió a don Anastasio Andrés. Los
albañiles que se encargaron de ejecutar las obras, fueron Zoilo Fernández y su
hermano mayor, como reza una curiosa inscripción, escrita en una pared del
patio de la casa nº 2 de la calle de Calatrava. La terminaron en menos de seis
meses. Según me informó mi madre, a las amasadoras de yeso les pagaban una peseta
de jornal.
El diestro que
estrenó la Plaza fiterarna, fue el sevillano Félix Velazco, con su correspondiente
cuadrilla, compuesta de un sobresaliente, tres picadores, cuatro banderilleros
y un puntillero. Actuaron los días 13 y 14 de septiembre de dicho año, lidiando
seis toros de tres años y cuatro yerbas de la ganadería de Beriáin, con divisa
encarnada y blanca. A continuación de cada media corrida, se soltaron cuatro
vacas bravas para los aficionados de la localidad. El Ayuntamiento conserva en
un cuadrito un programa de aquella corrida, donado por don Fausto Palacios. En nuestra
Miscelánea Fiterana, reproducimos su
curioso texto.
Aunque el trayecto de
los encierros es desde entonces el mismo: Calle Mayor – del Pozo – Alfaro –
Plaza de Toros, recuerdo que en mi juventud varió, en algunas ocasiones, el
corral o cocheras de donde partían las reses, pues unas veces era de la
Costerilla, y otras, de lo alto de la Calle Mayor. Los encierros de las Fiestas
de la Virgen de la Barda figuran entre los recuerdos más vivos y vibrantes de
mi infancia y de mi mocedad; y me imagino que de la mayoría de los fiteranos.
¿Quién no corrió de joven, por lo menos, alguna vez, en un encierro?...
EL CRIMEN DEL TÍO PUYA
(Romance de ciegos)
Oigan, mujeres, casadas;
escuchen, viejos y niños,
el crimen más espeluznante,
en Fitero acaecido.
Lo cometió el Tío Puya,
un desalmado marido,
que degolló a su mujer,
como a un infeliz cabrito.
Era ya un sexagenario,
chaparro, fuerte y cetrino;
y tan feo, adusto y fiero,
Por las calles de la Villa,
vendía agua a los vecinos,
montado en un carro viejo,
que arrastraba un penco esquivo.
Sobre el carro iba la cuba,
llena del no claro líquido,
que cogía en el Terrero,
más allá del Cogotillo.
Cabía cuarenta cántaros,
que expendía al precio ínfimo
de tan sólo cinco céntimos
dos cántaros bien henchidos.
No era tan duro el trabajo
ni tan mísero el oficio,
de un ciudadano pacífico.
Pero el ceñudo aguador
era un borracho perdido,
al que por igual tentaban
el aguardiente y el vino.
Y este vicio exacerbó
sus ya crueles instintos,
convirtiéndolo en verdugo
de su mujer y sus hijos.
Una vez, a uno de éstos
intentó escaldarlo vivo,
con aceite hirviendo, porque
pisó la cola al minino;
y otra vez, quiso arrojar
a la calle, en cueros vivos,
a su hija, ya mocita,
por ir al baile un domingo.
Mas la víctima ordinaria
de su alcoholismo agresivo
era su infeliz
esposa,
el ser más
inofensivo.
Dolores era su
nombre
y doloroso su
sino:
que jamás otra mujer
sufrió más con su marido.
Amenazas y denuestos,
golpes, blasfemias y gritos
eran el pan cotidiano
de su vida de martirio.
¡Cuántas veces la cuitada,
para escapar del cuchillo
del Puya. bajo la cama
se escondió, de algún vecino!
Era pequeña y delgada,
morena y de aire sumiso,
como una pobre ovejita,
que llevan al sacrificio.
Y así la llevó su cónyuge,
una tarde de domingo,
al horrible matadero
de la acequia del Pontigo.
Ocurrió en el mes de junio,
al comienzo del estío,
con el campo solitario,
por ser el día festivo.
Ya la tarde declinaba,
cuando, can aire fingido,
el Tío Puya a Dolores
amablemente le dijo:
«—Vamos a dar
un paseo,
para tomar el
fresquillo,
y a merendar
habas verdes
del pedazo del
Pontigo».
Y allá se
fueran los dos,
acompañados
del hijo
más pequeño,
que se había
quedado en el domicilio.
No bien al
habar llegaron,
el padre envió
al chiquillo
a comprar unos
molletes,
a la calle de
Garijo.
Y apenas el
mozalbete
hubo
desaparecido,
el Puya sobre
Dolores
arrojóse de
improviso.
La rodilla
sobre el pecho
hincóle, sacó
un cuchillo
y
hundiéndoselo en el cuello,
la degolló con
sadismo.
La pobre mujer
no pudo
lanzar ni una
voz de auxilio,
para detener
la mano
de su criminal
marido.
Y allí murió
desangrándose,
lo mismo que
un corderito,
enrojeciendo
las aguas
de la acequia
del Pontigo.
Cuando volvió
al poco rato,
con los
molletes, el hijo,
ante el
horrible espectáculo,
comenzó a dar
grandes gritos.
Pronto
acudieron algunos
y luego,
muchos vecinos,
y el juez, que
acta levantó
del bárbaro
uxoricidio.
Al entierro de
Dolores
fueron todos
los vecinos,
indignados por
tal crimen,
jamás en
Fitero visto.
Nadie dudó ni un momento
de quién fuera el asesino,
pues desapareció el Puya,
no bien perpetró el delito.
Mas, al cabo de dos días,
por el hambre compelido,
en la Casa de Hospinete,
se presentó anochecido.
A Doroteo el Garapa
pidió comida y asilo
y éste se los concedió,
por salir del compromiso.
Mas no podía encubrir
al autor de tal delito,
y a la Guardia Civil dio,
con todo sigilo, aviso.
Y allí fue por la Pareja
sorprendido el fugitivo,
y con las esposas puestas,
a la cárcel conducido.
«—¿E uté el Tío Purrias?»,
con su acento andaluz,
dijo al reo el sargento Rufas.
“—Pue etá uté fresco, amigo».
Y al abandonar la Casa,
volviéndose el asesino
hacia el Garapa, exclamó:
«—¡Amigo: bien
me has vendido!»
El Puya
confesó todo,
y a Pamplona
conducido,
a reclusión de
por vida,
fue condenado
en el juicio.
Y presto acabó
sus días,
sufriendo
horrible suplicio,
digno de su
fechoría,
de la Gota en
el Presidio.
Escarmienten,
pues, en él
los maridos
impulsivos,
que a sus
mujeres quisieran
degollar como
cabritos.
México, D. F.,
15 de febrero de 1964.
Por supuesto, acompañábanlos
LA RONDA
EL GITANO MANUELILLO
El crimen del Tío Puya
no es una leyenda, inventada por el autor de estas líneas, sino un suceso real,
ocurrido en junio de 1896. Me abstengo de dar el verdadero nombre del
delincuente, por si viven algunos descendientes suyos, los cuales serán
seguramente unas personas honorables. Lo que, desde luego, es una conseja
popular inadmisible, es el pretendido final horrible del Tío Puya, en el Presidio
de la Gota, pues, a fines del siglo pasado, ya no existía en España –si es que
alguna vez lo hubo- ningún establecimiento penitenciario, donde se sometiese a
los condenados a tan bárbaro suplicio. Consistía éste en tener amarrado al reo
en un poste, dejando caer sobre su cabeza, a cortos intervalos, una gota de
agua.
Sin duda inventó este
cuento alguna vecina atemorizada, que andaba muy mal con su marido, para
ahuyentar de la cabeza de éste el pensamiento de imitar al Tío Puya.
Por lo demás en Fitero,
los crímenes han sido siempre una cosa rarísima. En los 23 años que viví en el
pueblo, o en Tudela, no conocí ninguno, salvo dos suicidios.
LA INFANTA DEL BALNEARIO
Han pasado
muchos años, y, sin embargo, aún conservo
fija y clara
en mi memoria, la figura adorable
de aquella
muñeca de oro, con perfil de camafeo,
como la
Infanta del cuadro Las Meninas de Velázquez.
Ella también
era rubia, fina y tierna, cual la Infanta,
vivía en los
inviernos, en un gran palacio blanco,
que acarician
los suspiros insinuantes del Alhama
y sostiene
enorme roca, en su pétreo regazo.
Con ella moré
algún tiempo y, aún como entonces, la veo
cortar con sus
finos dedos, las brumas de la mañana,
por los bordes
escarpados de un hondo despeñadero,
cabe la cinta
argentada de una humeante cascada.
La veo entre
los macizos verdosos de balsamina,
sentada junto
a la taza del surtidor del jardín,
jugar con los
pececitos de escamas de purpurina,
o del sol con
los reflejos en la línea del zenit.
La veo hacia
el mediodía, ornando con su belleza
la magnífica
terraza del rocoso Mirador,
suspendido en
el espacio, lo mismo que una diadema,
sobre el alma
del paisaje de aquel hermoso rincón.
La veo en las
tardes tibias, paseando por el Parque,
con un libro
de Darío, entre sus manos pulidas,
soñando con el
desfile del rebaño de elefantes
y el palacio
de diamantes de su cuento "A
Margarita".
La veo, al
ponerse el sol, cruzar los largos pasillos,
silentes y
penumbrosos, del Balneario desierto,
igual que el
alma sonámbula de la Reina de un castillo,
levantado en
un peñasco por un Rey del Medio Evo.
La veo en las
noches frías, extasiada junto al plano,
al que
arrancaba un poeta, las notas de "La Bohème",
liberar con un
suspiro, su corazón enjaulado
y echarlo a
volar alegre, entre los copos de nieve.
La veo, en
fin, noche y día, embelleciendo la estampa
imponente,
hermosa y brava de aquel sitio encantador,
con la luz y
el movimiento de su figura de hada,
cual las
ninfas que decoran los paisajes de Corot.
Muchos años
han pasado desde aquellos días bellos;
y aun cuando
el tiempo implacable borra todos los retratos,
fija y clara
en mi memoria, todavía la conservo
la imagen de
Mariíta, la Infanta del Balneario.
México D. F.,
6 de febrero de 1953.
Este poema es un recuerdo afectivo de infancia y de
los Baños Nuevos, tal como quedaron después de la reforma de 1910-1911. La Infanta del Balneario era sobrina del
antiguo Administrador del mismo e ilustre poeta regional, D. Alberto Pelairea
Garbayo, por parte de su señora, Doña Cecilia Alba. Mariíta, como la llamábamos entonces, pasaba
largas temporadas, fuera de la oficial, al lado de sus tíos, los cuales como no
tenían familia, la querían y la trataban igual que a una hija; y como ella era
linda y de buen carácter, se convirtió, con la mayor naturalidad, en una
pequeña musa de don Alberto, a quien inspiró más de una poesía y quien compuso,
pensando en ella, algunas obritas teatrales, en cuyo estreno desempeñaba
siempre Mariita uno de los papeles principales.
Mi amistad con ella, data de la infancia, pues mi
padre era, a la sazón, pocero, o como se dice ahora más finalmente, bañero del
establecimiento termal nuevo y, cada cuatro años, vivíamos nueve meses seguidos
en los Baños Nuevos, en compañía de los Pelairea,. Todavía recuerdo perfectamente mis juegos
infantiles con mi hermano Florencio y con Mariita en el jardín, en el
descansillo y en los pasillos desiertos del establecimiento.
Por cierto que el jardín desapareció, hace varios
años, y con él, los macizos de balsamina y el surtidor y su taza con peces de
colores, dique hablo en mi poema.
También desapreció la humeante cascada que se despeñaba por el monte,
hacia la parte posterior de la centralilla eléctrica, cuya dínamo ponía en
marcha, para suministrar alumbrado eléctrico a los dos balnearios; y asimismo
corrieron igual suerte la vieja capilla rectangular, adornada con muletas y con
exvotos, regalados por bañistas agradecidos; el romántico salón de recreo,
pintado de color de rosa, con su piano, sus grandes espejos de marcos dorados,
sus sillones y sus cornucopias, estilo rococó; el pequeño salón de la
Biblioteca, que fuera otrora habitación de Gustavo Adolfo Bécquer; el salón de
café y los billares, regentado, en la época oficial, por el jovial Luquillas
(Benito Ramírez), quien, por cierto, tenía una hija pelirroja muy linda,
llamaba Margarita; los grandes arcos de entrada y salida laterales del
establecimiento y, en fin, otra porción de detalles que ya no recuerdo.
Sin duda alguna el edificio actual es mucho más vasto,
cómodo y lujoso; pero ya no es precisamente el que embelesó mi niñez.
EL CRISTO DEL HUMILLADERO
Cristo del
Humilladero,
¡qué cosas
tienes que oír
a las mozas y
a las viejas
que van a
lavar allí..!
Menos mal que
es tu paciencia
inmensa, cual
tu bondad,
porque, de
otro modo, al agua
las tendrías
que arrojar,
Ya que sus
lenguas traviesas
no dejan en paz
a nadie,
ni siquiera a
tus ministros
ni a los
guardias ni al alcalde.
Una dice que
la Trini
frecuenta el
confesionario
a ver si le
busca un novio
guapo y rico,
el nuevo párroco...
Otra agrega
que el Alcalde
va a nombrar
sereno al Pocha,
para tenerlo alejado
por las noches
de su esposa....
Y una tercera
murmura
que el
Comandante del Puesto
va cada día a
los Baños
a un servicio
archisecreto...
Y si a las
autoridades
las ponen de
azul y oro,
no hay que
decir cómo ponen
a todos los
demás prójimos.
Que si el
carnicero emplea
kilos de
seiscientos gramos
y que si la
panadera
se entiende
con su criado;
que el lechero
Sebastián
hace leche de
almidón
y que el lujo
de Pascuala
lo paga don
Nicanor;
Y que si a la
boticaria
sacudió el
polvo su esposo,
porque al hijo
del notario
le puso un
parche poroso.
En fin, todos
los trapitos
sucios de la
vecindad
son sacados
sin escrúpulos
al sol, en
aquel lugar.
Y menos mal,
si se trata
de trapos
sucios auténticos,
y no ropa bien
limpia,
que ensucian
sus comadreos;
pues no hace
daño el hablar
de lo que ve
todo el mundo,
y en cambio,
sí, calumniar
o revelar algo
oculto.
Yo no sé si
tales prójimas
lavarán muy
bien la ropa,
pero es seguro
que manchan
a placer la
ajena honra;
y a mi no me
cabe duda
de que, en su
trabajo, emplean,
más y mejor
que las manos,
su kilométrica
lengua.
Cristo del
Humilladero
que las oyes
cada día:
cuando yo por
allí pase,
líbrame de sus
mordidas...
Morelia, 24 de
mayo de 1953
En todos los
pueblos de Navarra, había antiguamente un Humilladero; es decir, un lugar con
una cruz, un Cristo u otra imagen sagrada, ante la cual se humillaba o
inclinaba el caminante. Estaba
invariablemente a la entrada o a la salida de la localidad. El Humilladero actual del pueblo – es decir,
para ser exactos, el templete y su columna central, menos las imágenes – data
de mediados del siglo XVI y se construyó con piedra del os montes de los Baños,
a expensas de los acaudalados esposos fiteranos, don Juan Martínez Azcoitia,
que fue varias veces Alcalde y de Doña María Serrano. Así consta en el testamento que hicieron
ambos, ante el notario D, Sebastián Navarro, el 28 de mayo de 1558 y que consta
de 5 folios. Se conserva en el Archivo
de Protocolos de Tudela, y en la escritura número 24 de dicho año y en su folio
54 vuelto, se lee textualmente: “Otrosi
mandamos 20 ducados para el reparo de un Humilladero y Crucifijo que nos
hicimos en este dicho lugar, donde dicen el Paradero”, ordenando que se
pusieran en renta y que con sus réditos se realizaran las reparaciones
ulteriores que hiciesen falta. A la
sazón, 20 ducados constituían una cantidad de cierta consideración, pues medio
siglo más tarde, una viña en el Paguillo, con 140 cepas, se vendió por 6
ducados. El matrimonio Azcoitia-Serrano
no tuvo hijos y, a juzgar por su testamento, se ve que fueron unas buenas
personas, pues dejaron otros 20 ducados al Hospital, 50 a María del Río, hija
de unos sirvientes suyos, y otras cantidades menors, a todas las criadas que
tuvieron.
La imagen del
Crucifijo que remataba la columna de piedra del Humilladero, estaba ya muy
deteriorada, al cabo de 400 años, por lo que en 1948, fue sustituída por las
actuales imágenes de Jesucristo en el anverso de la cruz y de la Virgen con el
Niño en el reverso, las cuales fueron esculpidas por D. Fausto Palacios.
Antes de ser
cubierto el Río Molinar, el Humilladero, o mejor dicho, sus aledaños eran un
pequeño lavadero público, en el que las vecinas de la calle de Lejalde se
apretujaban para lavar su ropa o sus utensilios de cocina, bajo la protección
del tejado del templete; sobre, todo, en los días de mucho calor o de lluvias y
nieves... El Río Molinar fue cubierto en el primer semestre de 1936, con lo
cual desapareció el lavadero.
El viático del Ojín
Cuatro fieles tomaron el palio
arrinconado;
yo empuñé, por mi parte, el pálido farol
y portando el sagrado Copón don Nicasio,
salimos de la iglesia, apenas puesto el
sol.
Un silencio de muerte reinaba por las
calles,
barridas por un cierzo congelante de
otoño,
asomando tan sólo detrás de los
cristales
de contadas ventanas, unos rostros
curiosos.
De vez en cuando, el Poba, que delante
marchaba,
daba tímidamente unos campanillazos,
que apenas resonaban en las fachadas
bajas
de las casas en serie, de la calle de
Alfaro.
Si alguno los oía, temblaba de pavor,
igual que si escuchara los pasos de la
Muerte,
la cual a todo el pueblo rondaba a la
sazón,
en la trágica gripe de aquellos torvos
meses.
Finalmente llegamos a casa de Juanito,
—numero treinta y uno, calle de
Calatrava—
y entramos en su pieza, donde unos
cuantos cirios
dejaban ver apenas los rasgos de su
cara.
Juan Atienza, llamado vulgarmente el
Ojín,
era un amigo mío de diecinueve años,
de carácter alegre, simpático y gentil,
con unos ojos grandes y negros de
gitano.
La letal epidemia atacado lo había
y luchando con ella, con su vigor de joven,
se debatía entonces en terrible agonía,
entre ronquidos débiles y mortales
sudores.
Delante de su lecho, yo, puesto de
rodillas,
contemplaba aterrado el patético drama,
mientras que don Nicasio la Santa Eucaristía
a Juan administraba, conteniendo sus
lágrimas.
Al irnos, lo miré con fraternal piedad,
y él, entonces, haciendo un esfuerzo
infinito,
en mi clavé sus ojos, con terrible
ansiedad,
y quiso decirme algo; mas sólo dio un
ronquido.
Pocas horas después, expiró el pobre
Ojín.
Lo acompañé angustiado hasta la
sepultura,
y durante semanas, clavados tuve en mí
sus ojos, su ronquido y su espectral
figura.
Mas yo tenía entonces sólo dieciséis
años;
y como todo pasa, alegría y dolor,
el recuerdo doliente de mi amigo de
antaño,
al cabo de algún tiempo, también se
evaporo.
Me trasladé a Madrid y, una tarde estival,
me fui, por vez primera, al Museo del
Prado,
do pasé varias horas de arrobo
celestial,
contemplando la gloria de sus famosos
cuadros.
Mas de Goya una tela rompió aquel
embeleso,
sumiéndome de pronto en honda turbación.
Fue su terrible cuadro de “Los Fusilamientos
el Día Tres de Mayo», a la luz de un
farol.
¿Dónde había yo visto los espantados
ojos,
abiertos a la muerte, del Majo puesto en
cruz...?
Sí; los había visto, de Juanito en el
rostro,
poco antes da cerrarse para siempre a la
luz.
Y abandoné el Museo, pensativo y
turbado,
olvidando a Velázquez, al Greco y a Van
Dyck,
para acordarme sólo del patético viático,
en mi lejano pueblo, de mi amigo el
«Ojín”.
México D. F., 12 de mayo de 1963.
El tema de este poema es una
descripción de la situación moral de angustia, por la que atravesaron los
vecinos del pueblo, durante la terrible epidemia de gripe de 1918, que duró
desde el 5 de septiembre al 15 de noviembre, produciendo 56 víctimas. Fueron diez semanas de terror, pues la
epidemia se cebó principalmente, no en la gente débil y de edad avanzada, sino
en la joven y fuerte. En casi todas las
calles, hubo alguna defunción, pero las más castigadas fueron el Cogotillo Bajo
(hoy Pío XII), la Calle Armas y la Calle Mayor, en cada una de las cuales
fallecieron seis vecinos.
Entre las víctimas que causaron más sensación, figuraron el Párroco,
D. Antonino Fernández Mateo, corellano, quien murió el 13 de octubre, a los 53
años; y su vecino, el sacristán mayor de la iglesia, Cristóbal Magaña Asensio,
que murió al día siguiente, a los 72. Ahora bien, la que más impresionó y
sintió D. Manuel, fue la de su amigo, Juanito Atienza, que falleció el 1 de
octubre, a los 18 años, y cuyo viático y muerte constituyen el principal motivo
del poema. Juanito era el hijo mayor de
la familia. Vivía en la casa nº 31 –
hoy, 39 – de la calle Calatrava, con sus padres, Baltasar y Petra, su hermano
Francisco y sus hermanas Juana y Concepción. (María y Engracia no habían nacido
todavía).
Otros dos personajes que se menciona en este poema, son D. Nicasio
Carrillo, que administró el viático a Juanito y murió en 1934; y el Poba,
sacristán menor, cuyo nombre era Cristóbal Aznar Latorre y falleció en 1948.
El cuadro de Goya, “Los fusilamientos de la Montaña del Príncipe Pío”,
a que se alude en la composición, se encuentra en le Museo del Prado de Madrid
y en él llama principalmente la atención, la figura trágica del majo, en mangas
de camisa y con los brazos abiertos en cruz, que está mirando, con los ojos
desorbitados de espanto, a los soldados franceses que le apuntan con sus
fusiles.
La música que acompaña a este poema, es la conocida Marcha fúnebre de
Federico Chopin, que forma parte de la Sonata nº 2 en Si bemol menor, opus 35,
del célebre compositor romántico polaco.
Entre las
viejas costumbres,
relegadas al
olvido,
figura la
romería
que llamaban
del Bañillo.
Se celebraba
el primer
día de las
Rogativas,
concurriendo a
ella el clero
y el Concejo
de la Villa.
Por supuesto, acompañábanlos
gran cantidad
de vecinos,
predominando
entre ellos,
como es
natural, los chicos.
El clero
invocando iba
devótamente a
los santos
y con el Ora
pro nobis,
respondía el
vecindario.
Cuando hasta
la Mejorada
llegaba la
comitiva,
la bendición a
los campos
daba el clero
y se volvía.
Pero las
autoridades
y buena parte
del público
hasta el
Balneario Viejo
subían, llenos
de júbilo.
El Baño daba
un banquete
a los miembros
del Concejo;
y a los demás
concurrentes,
un panecillo y
un huevo.
Mas un año
presentóse
una multitud
tan grande,
que no hubo
para todos
bastantes
huevos ni panes.
Primero, pues,
repartieron
sólo a la
gente mayor
la colación
consagrada
por la vieja
tradición.
Pero los
chicos, que estaban
haciendo cola,
felices,
únicamente les
dieron
con la puerta
en las narices.
Se alborotaron
al punto,
y en coro,
ante el edificio,
comenzaron a
clamar:
-“¡Queremos
nuestro bañillo!”
Entonces salió
un pocero
a un balcón y
les gritó:
- “¿Queréis el
bañillo...? - ¡Síiii!
- Pues ahora
mismo os lo doy”.
Y enderezando
hacia ellos
un chorro de
agua caliente,
les propinó en
un instante
su baño
correspondiente.
Tras de broma
tan cruel,
los muchachos
de la Villa
ya no
volvieron al Baño,
el lunes de
Rogativas.
Y el alcalde y
los ediles,
por no pasar
por gorrones,
al tradicional
banquete
renunciaron
desde entonces.
Y así acabó
tal costumbre,
de manera un
tanto chusca,
por haberse
convertido
el bañillo en
una ducha....
México D. F. ,
25 de enero de 1968
Yo
no llegué a conocer la romería del Bañillo, pues, si existía en mi infancia, no
recuerdo haber ido a ella; pero, según las referencias de don Julio Fernández
Yanguas, todavía se celebraba a finales del siglo XIV. Aunque carezco de
noticias ciertas acerca de su origen, conjeturo que tan pintoresca costumbre
debe remontarse, cuando menos, a la segunda mitad del siglo XVIII; es decir, a
la época en que los monjes del Monasterio eran dueños de las aguas del
balneario Viejo y edificaron la parte primitiva del actual establecimiento.
¿Cuántos
otros edificios le precedieron, a través de los siglos? ¿Quién lo sabe? El Dr.
Saturnino Mozota Vicente, en sus Notas
hidrológicas y clínicas de los Balnearios de Fitero (1930), escribe, con
certero juicio, que “es difícil precisar
la época en que comenzaron a usarse estas aguas, pero no es muy aventurado
suponer que, estando en una región, habitada en tiempos prehistóricos, fueron
aprovechadas por los que vivieron en aquella época”. Así pues, es lo más
probable que fueran ya conocidas y utilizadas por los pobladores celtibéricos
de la Peña del Saco. Sin embargo, dudo mucho de que estos primitivos habitantes
levantaran ninguna casa de baños, en este paraje.
En
cambio, es completamente seguro que la erigieron los romanos, puesto que, en
1861, se descubrieron al oeste del Balneario Viejo y al pie de un cerro que se
encuentra a su derecha, restos de un edificio de aquel tiempo, con trozos de
ánforas, vasos saguntinos, medallas, monedas y hasta un pedestal, los cuales
fueron trasladados al Museo Arqueológico de Navarra. Las monedas atestiguan que
se aprovecharon dichas aguas, por lo menos, en la época de Augusto; pero es
bien probable que lo fueran ya en el siglo II antes de Cristo, pues el
territorio actual de Fitero debió caer en poder de los romanos, a más tardar,
después de la destrucción de Numancia, en el año 133 antes de Cristo; y tal
vez, unas décadas antes, a raíz de que Sempronio Graco derrotó a los celtíberos
al pie del Moncayo, en 179 antes de Cristo, fundando al año siguiente la ciudad
de Graccuris (Calahorra) o quizá
rebautizando con este nombre, alguna ciudad indígena que existía ya con
anterioridad y que bien pudo ser la
Ilurcis de Tito Livio.
Finalmente
es casi seguro que las aguas termales de Fitero, así como las de Tiermas y
Arnedillo, estuvieron comprendidas en la denominación genérica de Termae Vasconiae con que designaron los
romanos a las aguas calientes que encontraron en el territorio de los vascones.
¿Fueron
utilizadas asimismo en la época visigoda…? Es lo más probable; pero no tenemos
ningún dato que lo confirme.
En
cambio, es también indudable que las aprovecharon los árabes, como lo
testimonian los tres baños de origen moro que se conservaban todavía en el
establecimiento viejo, a comienzos del siglo XIX. Los árabes fueron
precisamente los que dieron el nombre de Alhama –procedente de aljama o baño termal- al río que pasa
frente al Balneario Nuevo, y se lo dieron seguramente por referencia a las termas
y porque recoge las aguas de las mismas.
En
aquella época, y durante bastantes siglos todavía, las aguas del Balneario
viejo se llamaron termas, aguas caldas o baños de Tudején, por
pertenecer territorialmente a la villa y castillo de Tudején, anteriores a
Fitero. En el instrumento de donación de la Serna de Cervera a Fr. Raimundo,
abad de Niencebas (San Raimundo), hecha por Alfonso VII de Castilla, a mediados
de octubre de 1146, se lee: “mia tota
illa Serna de Cervera et mea, quae est supra illa balnea de Tudeson”; es
decir, toda aquella Serna de Cervera y mía, que está sobre los baños de Tudeson
(Tudejen). (En realidad, no estaba sobre o encima de los baños, sino debajo de
ellos, puesto que el balneario viejo tiene mayor altitud que la Serna.)
Terminada
la dominación árabe de nuestra comarca, las aguas termales del Balneario Viejo
continuaron gozando de gran predicamento entre los reinos cristianos
fronterizos de Navarra, Castilla y Aragón, siendo visitadas, en diferentes
ocasiones, por diversos monarcas de los tres. En 1134, Alfono I el Batallador,
que había arrojado a los árabes de la Ribera de Navarra, sintiendo cercana su
muerte, legó testamentariamente el castillo y las aguas de Tudején a Santiago
de Compostela; pero, como ya hemos anotado en otro lugar, su testamento no se
cumplió, y pocos años después pasaron a poder de Alfonso VII el Emperador.
Finalmente, por donación desancho III de Castilla, hecha con la anuencia de su
padre Alfonso VII, a mediados de 1157, Tudején con su castillo, sus aguas termales
y demás pertenencias, pasó a ser propiedad definitiva, durante siglos, del
Monasterio cisterciense de Fitero. En efecto, sus abades conservaron la
propiedad de las aguas termales del balneario viejo hasta la extinción del
convento en 1835; es decir, durante 678 años.
Sin
duda alguna, al cabo de tantas centurias, los monjes debieron edificar o
reedificar más de una casa de baños; pero no quedan noticias de estos
edificios. (O al menos, no se han descubierto todavía.) Del anterior a la
planta primitiva del actual, escribía el académico don Manuel Abella en 1802
que era una “casa mezquina”; y por lo
mismo, hacia 1767, construyó el Monasterio el moderno establecimiento.([1])
En un principio,
sólo constó del actual edificio central con dos pisos. Abella anotaba
especialmente que se habían construido “las
pilas de los baños, de piedra sillería, para mayor curiosidad, y también se ha
fabricado una capilla muy decente, aunque no tiene culto, en el mismo sitio de
los Baños en que según tradición nació el Venerable don Juan Palafox. En otra
capilla de la casa contigua, se dice misa los días festivos”.
Con un
gran sentido comercial, los monjes pusieron sobre la puerta de entrada del
flamante establecimiento, este curioso dístico:
Esta agua todo lo cura
Menos gálico y locura.
Con todo,
el Monasterio no explotó mucho tiempo directamente el nuevo balneario, sino que
lo cedió en arrendamiento a particulares. Según el inventario de 1835, en el
momento de ser expulsados definitivamente los monjes de Fitero, lo tenían
arrendado por 24.000 reales anuales.
El Dr.
Mozota, en sus Notas antecitadas, escribe que “en 1823, cuando la primera desamortización, compró don Juan José
Aréjula el establecimiento, pagando por él un millón de reales en créditos
contra el Estado. El mismo año, restablecidas las Ordenes monásticas, lo
desposeyeron, y en 1835, volvió a tomar posesión de él. Los monjes, en el
periodo de tiempo del año 1823 al 1835, construyeron el estanque de
enfriamiento y los cuatro primeros baños de asperón; y más tarde, al
fallecimiento del Dr. Aréjula, sus herederos, doña Juan María Orozco y la
Marquesa de Vezmellana, construyeron cuatro baños de jaspe y ensancharon el
establecimiento de enfriamiento y el edificio.”
En
1843, se construyó el salón de recreo y, en 1864, con motivo de la venida al
Balneario del Rey-Consorte, don Francisco de Asís, marido de Isabel II, la
Diputación de Navarra hizo construir expresamente para él un baño de mármol
blanco, que, a continuación, fue puesto al servicio público. Su estancia costó
a la Diputación 40.000 reales.
El
Dr. Cirilo Castro, que fue médico-director del establecimiento, a mediados del
siglo pasado, dejó una curiosa y detalladísima descripción del Balneario viejo,
tal como estaba en 1846, incluyendo hasta la tabla de precios que regían a la
sazón. Pero no podemos insertarla aquí, por no ser su sitio adecuado,
reservándola para otro libro.
En mi
infancia, el Balneario viejo sólo constaba del edificio central con dos pisos y
de un ala derecha, la cual tenía en la planta baja unos soportales. Su último
propietario individual fue don Francisco Villacampa, quien realizó en él
algunas reformas y, por fin, lo vendió en 1909, a la Sociedad anónima del
Balneario Nuevo.
El
establecimiento viejo fue completamente modernizado y ampliado, a partir de
1960. Según la información que me proporcionó el actual administrador, don
Jesús Azpilicueta, en dicho año se edificó el ala izquierda, con el comedor y
la capilla. En 1965, se construyeron detrás de este ala, las dependencias para
la servidumbre femenina, y empezó a ser utilizado para la masculina el antigua
cuartillo adyacente, el cual había sido ya adquirido por la S. A. en 1956; y en
1967-1968, se levantó el tercer piso del edificio central.
En un principio,
el Balneario viejo se llamó simplemente Baños de Fitero; pero tomó el nombre de
Balneario Viejo, al construirse el Nuevo, en la segunda mitad del siglo pasado.
[1] En la habitación nº 101 del primer piso, se conserva aún un letrero que
dice: “Abril a 24 de 1768.
OLIVO SOPETRÁN
Era ya muy viejo. ¿Qué tiempo tendría…?
Varios cientos de años. Tal vez, más de
mil.
¿No afirman que aún viven allá, en
Palestina,
los que Jesucristo vio en Gethsemani…?
Era un recio ciclope de potentes brazos,
de extensas raíces y profundos surcos,
que desafiaba, valiente, a los rayos,
a los huracanes y fríos más curdos.
Cuatro hombres
podían abarcar apenas
su tronco
fornido de grandes arrugas,
y cada año,
daba sus cinco centenas
de almudes
colmados de gruesa aceituna.
En una cañada,
allá, en Peñahitero,
pasaba su vida
fecunda y tranquila,
acogiendo,
amable, en sus brazos negros,
al buho, al
cuclillo y a la cardelina.
Pero un día,
un misero y achacoso anciano,
de una de sus
ramoas, infeliz, se ahorcó,
y, a partir de
entonces, la vida del árbol,
cual la del
suicida, se entenebreció.
Gentes ignorantes
y supersticiosas
en inventar
dieron leyendas absurdas,
achacnado al
muerto y al olivo historias
abracadabrantes
de diablos y brujas.
Así, pues, el
árbol se vió convertido
en un ser
maldito que infundía miedo,
no faltando
vieja que afirmó haber visto
salir de su
tronco humo del infierno.
Otra, más
fantástica, redondeó el chisme,
jurando que,
un día, vio al propio Satán
brotar con mil
diablos, de sus mil raíces,
y una misa
negra celebrar allá.
Con tan mala
fama, el anciano olivo
de melancolía
enfermó y murió,
y el último
año del pasado siglo,
a golpes de
hacha, desapareció.
Ni diablos, ni
brujas allí se encontraron;
pero desde
entonces -¡cosa bien extraña!-,
las tierras
fecundas que lo sustentaron,
tal vez en
venganza, no producen nada.
Morella, 23 de
mayo de 1953
En los siglos
pasados, el olivo fue el 2º cultivo en importancia de la agricultura
fiterana. En el Inventario del
Monasterio, hecho en 1835, consta que solamente los olivares que administraba
por sí misma la abadía (el Olivar Grande, la Pieza de la Orden, la Mejorada,
etc.) contenían cerca de 2.000 plantas, a las que había que añadir las de las
fincas de los censatarios. Estos pagaban
cada año al Monasterio la quinta parte de las olivas que cosechaban. En el decenio de 1796-1805 (ambos inclusive), solamente la oliva
recogida por los monjes en las fincas de administración propia, alcanzó la
cifra de 16.903 robos. El académico de
la Historia D. Manuel Abella
consignaba en 1802 que los olivos de Fitero eran los mayores que se conocían en
Navarra, produciendo entonces anualmente 10.000 arrobas de aceite. Para confirmar la aserción de Abella acerca
de la magnitud de los olivos fiteranos, hasta recordar al famoso olivo sopetrán, que se erguía en
Peñahitero y que, al secarse, fue arrancado en 1899. Su enorme tronco tenía
alrededor de siete metros de circunferencia y entre sus ramas, según Jimeno y Jurío, “se ocultaban sin verse
hasta 27 hombres, sacudiendo los 300 robos de oliva que fructificaba en cada
campaña”. Desde luego, eta cifra de su
producción anual es una exageración, pues su máxima cosecha, en un año, según
algunos campesinos ancianos del pueblo, solo llegó a 36 robos; que no son
pocos. Al arrancarlo, dio alrededor de
una tonelada de leña. Durante algunos
años, la tierra que había ocupado este olivo, no dio ningún fruto, porque había
absorbido todos los jugos de la misma.
Desde luego, es
cierto lo que contamos de que un infeliz vecino se ahorcó un día, de una de sus
ramas; pero lo demás son cuentos fantasmagóricos, inventados por el autor.
LA RONDA
Septiembre. Noche de Fiestas.
La Plaza de San Raimundo
es una alegre verbena
de luces, música y churros.
Todo el pueblo de Fitero
congregado allí se halla,
festejando el bello día
de la Virgen de la Barda.
La hoguera, a la entrada, eleva
sus grandes llamas al cielo,
estallando en mil rubíes,
hermanos de los luceros.
Montadas por cien infantes,
las jacas del Tío Vivo
galopan por el espacio,
al ritmo de un organillo.
Y entre los frondosos árboles,
la Banda Municipal
lanza al viento sus clamores
de júbilo popular.
En los paseos centrales,
bullen los mozos y mozas,
saltarines y policromos,
igual que las mariposas.
En los extremos, pasean
gravemente los mayores
o forman amenas peñas,
en torno a los veladores.
Y San Raimundo, orgulloso
y enhiesto en su pedestal,
ondea al aire los pliegues
de su pendón inmortal.
De vez en cuando, el espacio
surca un radioso cohete,
que clava un ramo de flores
en la túnica celeste.
La Torre, hundida en las sombras,
se estremece al resplandor,
y sus campanas saludan
al brillante embajador.
Un polvillo de oro cae
sobre los olmos despiertos,
cuyos ojos, ya cansados,
se quieren rendir al sueño.
Una pareja de novios,
la vigilancia burlando,
se desliza por las sombras,
cómplices de los abrazos;
Y en las frías catacumbas
del convento cisterciense,
los fantasmas de los frailes
entonan el Miserere.
Es medianoche. La Banda
tocó la clásica jota
y descendió ya del quiosco,
para comenzar la Ronda;
y por el Arquillo asoma
el Ayuntamiento en pleno,
precedido de la música,
bandera, antorchas y pueblo.
Al punto, estalla en el aire
un potente cohetón,
y un pasodoble castizo
lanza al aire su pregón.
Es el pregón
de la Ronda,
que va a
recorrer la Villa,
para llevar a sus calles
un mensaje de alegría.
Es el pregón de la Ronda,
que dirige a los ancestros
un bullicioso saludo,
a través de los luceros.
Es el pregón
de la Ronda,
que ofrenda una serenata,
a los ancianos y enfermos,
recluidos en sus casas.
Es el pregón
de la Ronda,
que grita a
los cuatro vientos
el humor y
resistencia
de sus típicos
boleros.
Es el pregón
de la Ronda,
que brinda con
entusiasmo
por el
progreso y la unión
de todos
losfiteranos.
Es el pregón
que, ha treinta años,
dejé de oir un
septiembre
y que quisiera
escuchar
de nuevo,
antes de mi muerte.
México D. F.,
16 de mayo de 1953
Cuando yo
escribí La Ronda, ignoraba que ésta había sido ya suprimida en Fitero, hacía 18
años. Así, puse, razón de más para ocuparme de ella en estas notas.
La Ronda era el
coronamiento de los bailes públicos que se celebraban en el Paseo de San
Raimundo –y que siguen celebrándose todavía- en las noches de la víspera y del
día de la Virgen de la Barda. Su origen se remontaba solamente a la segunda
mitad del siglo XIX; de manera que no llegó a hacerse centenaria.
La Ronda se
organizaba hacia las doce de la noche, al terminar con una jota el baile
público; en la salida del Arquillo. En primer término, iban los danzantes, más
o menos formales, formando corros mixtos, cogidos de las manos; a continuación
los mozos de bronce, que formaban el
clásico bolo; en seguida la Banda
Municipal, que iba interpretando un pasacalle, acompañada de individuos con
antorchas; y finalmente, el Ayuntamiento con banderas desplegada y su séquito
de alguaciles, serenos y guardias civiles.
El bolo era un enjambre de corrillos de
mozos, cogidos ordinariamente con los brazos sobre los hombros, o apelotonados
sencillamente como los espárragos en un bote de conserva, los cuales se
colocaban delante de la Banda de Música, dando brincos más bien que bailando, y
no dejándola avanzar más que paso a paso.
El trayecto de
la Ronda era el siguiente: Arquillo - Paseo de San Raimundo -calle de la
Iglesia - Plaza de la Iglesia - calle de la Patrona - calle de Díaz y Gómara - Calle
Mayor - Parador de San Antonio – calle de la Villa - Plaza de la Villa.
Cuando terminaba
la ronda propiamente dicha, todavía se veían obligados los músicos, para
contentar al público, a ejecutar en la Placilla dos o tres jotas de propina.
La razón e
intención primitivas de la introducción de la Ronda fueron probablemente las de
hacer, en cierto modo, participes de la alegría de las Fiestas de la Virgen de
la Barda, a los enfermos y a los ancianos, recluidos forzosamente en sus
domicilios. Pero no tardó en degenerar en una demostración de resistencia
física, por parte de los mozos del bolo;
y en una prueba de resistencia pulmonar y de paciencia, por parte de los
músicos de la Banda Municipal.
En mi juventud,
el éxito de la Ronda dependía de su duración. Si la del sábado había durado,
por ejemplo, una hora, la del domingo tenía que durar hora y media o dos horas.
¡Y vaya si las duraba! “El pelotón de los torpes” (que es como llamaba un amigo mío al bolo, porque no
adelantaba nada) se encargaba de ello. Ya podían empujarlo los alguaciles, los
serenos y hasta algunos hombres maduros voluntarios, pues el bolo avanzaba menos que una tortuga.
Naturalmente los paganos eran los pobres músicos, los cuales tenían que echar
los hígados y hasta el bazo, soplando y resoplando, como el fuelle de una
antigua fragua. Aunque la noche estuviera fresca, los músicos siempre sudaban a
torrentes. Menos mal que se alternaba en la faena, y mientras tocaba una parte
de ellos, la otra descansaba; de lo contrario, les hubiese sido imposible
aguantar tan tremenda paliza. A veces, el del bombo y el del tambor,
exasperados por los empujones, golpeaban en la cabeza a los “boleros” próximos
con el mazo y con los palillos; pero era en vano. Otras veces, los antorchados
les socarraban un poco el pelo, como por descuido, y esto ya era más efectivo,
pero también más peligroso.
Un año, los del
bolo se encontaron con la horma de su zapato. Un alcalde rumboso –creo que fue
don Gervasio Alfaro, hacia 1917- contrató a una banda de música de un
regimiento de Pamplona. Por supuesto, la banda forastera no contaba con el bolo
y lo aguantó, haciendo de tripas corazón, al ir, y al volver de las vísperas
solemenes del sabádo y en la Ronda de la misma noche. ¡Ah!, pero el domingo, al
partir desde la Plaza de la Villa en dirección a la de San Raimundo, para
iniciar el baile público nocturno, los músicos, sin dejar de tocar, atravesaron
rápidamente la Placilla, despegándose del bolo y del Ayuntamiento, bajaron por
las Escalerillas, se internaron a la izquierda por la estrecha calle de la
Victoria y, saliendo a la Picota, se presentaron en un santiamén en el Paseo de
San Raimundo, instalándose tranquilamente en el quiosco. El Ayuntamiento,
aunque visiblemente desairado por la Banda, lo tomó filosóficamente,
comprendiendo la razón de los músicos; pero los mozos, al verse burlados tan
donosamente, se encresparon y protestaron violentamente ante el Alcalde, quien,
con su diplomacia, logró calmar los ánimos excitados.
-¡Es la ronda
nos desquitaremos! –juraron los mas exaltados.
Pero en la
Ronda, se repitió la misma comedia, corregida y aumentada. Los de la Banda era,
al fin y al cabo, militares, y no estaban dispuestos a dejarse trasquilar como
unos carneros. Aguantaron, pues, un poco al bolo en las calles estrechas; pero
al desembocar en la Calle Mayor, desde la de Diaz y Gómara, los músicos
comenzaron a escabullirse por las aceras, unas veces hacia la derecha yo tras,
hacia la izquierda, y aquello se convirtió en un juego del raton y del gato,
divertidísimo.
Por supuesto; ya
no volvió a contratarse para las Fiestas a ninguna Banda de Regimiento. La
ronda fue, al fin suprimida en 1934.
Sinfonía Matinal
Hace ya siete
lustros. Estaba en vacaciones
y todas las
mañanas, cuando irrumpía Febo,
con un intimo
amigo, emprendía excursiones,
a través de
los llanos y los montes del pueblo.
El solo flavo
de estío, como una gran patena,
se alzaba
sobre el cáliz inmenso del Moncayo,
y sus rayos
fundían las infinitas perlas
del manto de
rocío que cubría los campos.
Las crestas
escarpadas de la cuenca alhameña,
bajo los
reverberos dorados de la aurora,
formaban una
espléndida corona berroqueña
sobre la
humilde testa de nuestra viña añosa;
y las sendas
poéticas de la Huerta y la Nava,
de Ormiñén,
Majarrasas, Cascajos y Abatores
eran unas
alfombras de Angora y Samarkanda,
con colores de
gemas y perfumes de flores.
Por ellas caminábamos
alegres y ligeros,
con un libro
de Bécquer o Nervo bajo el brazo,
bañado en
fresca brisa nuestros ágiles cuerpos,
y nuestras
almas jóvenes, en optimismo sano.
Posadas en las
copas del chopo y del peral,
al pasar,
saludábamos las avecillas tiernas,
que entonaban
a coro su canción matinal,
a la gloria
fecunda de nuestra madre Tierra.
Y al compás de
esta suave sinfonía campestre,
escalábamos
Roscas o la Peña del Baño
y en sus
cumbres leíamos las Leyendas de Bécquer
o bien las Perlas Negras del vate mexicano.
Allí todo era
calma, silencio y bienandanza,
total
despegamiento del mundo material,
planeo
sosegado del alma liberada,
por las
inmensidades del infinito astral.
El olor del
tomillo perfumaba el ambiente
la música del
verso deleitaba el oído,
el solo tibio
ascendente nos besaba la frente
y el aura
acariciaba nuestros cuerpos tendidos.
Aquella era
sin duda la auténtica ventura
que, en este
pobre mundo, se puede disfrutar:
juventud,
ilusiones, alegría, cultura
y la
Naturaleza en su pompa triunfal.
Recordando hoy
aquellas excursiones radiosas,
después de
haber morado en París y New-York,
comprendo más
que nunca la razón de la oda
¡Qué descansada vida...!, de Fray Luis de
León.
México D. F.,
13 de marzo de 1953
Sinfonía
matinal no es una simple expansión lírica, producto de mi
imaginación, sino el recuerdo de impresiones y emociones reales, experimentadas
en mi juventud fiterana. En virtud de esa experiencia vivida, puedo asegurar a
los lectores que las excursiones matinales, desde el pueblo o desde los Balnearios,
a las diversas cumbres de Fitero, constituyen una de las diversiones más sanas
y agradables, en la época de verano. Los panoramas y el ambiente de que se
disfruta desde ellas, y durante el mismo camino, valen muy bien la pena de
levantarse al rayar el alba y de realizar los consiguientes escalamientos. Naturalmente
que para realizarlas, hay que ser joven y sentir algún amor por la naturaleza. Por
lo mismo, son especialmente recomendables para los estudiantes que pasan sus
vacaciones en Fitero o para los jóvenes que acuden a los Balnearios, únicamente
en calidad de acompañantes de personas mayores enfermas. Prueben y se convencerán
de ello.
LOS CHARQUILLOS
Los Charquillos,
calle humilde,
la más
estrecha del pueblo,
donde sólo al
mediodía,
brilla el sol
unos momentos;
Do las vecinas
chismosas
pueden al oído
hablarse,
con sólo abrir
su balcón
o a su ventana
asomarse;
donde oye y ve
cada uno
lo que el otro
dice o hace,
a través de
las paredes,
las reclizas y
cristales.
Do cuando
llueve, la calle
se convierte
en riachuelo,
que empapaba
las entradas
antiguas de
piso térreo...
Charquillos,
humilde calle,
de corte moro
y cristiano,
do la luna, en
sus cuadrantes,
abraza opuestos
tejados:
allí viví yo
en mi infancia,
con mis
padres, algún tiempo,
cuando aún se
usaba el candil
y estaba
empedrado el suelo.
Allí mi abuelo
Inocente
un atardecer
murió
y, una noche,
di a mi abuela
Benita el
postrer adiós.
Me parece
estar aún viendo
a mis antiguos
vecinos:
Zamora, el
Faíco, Irene,
el Carambucho
y Julio;
o a mi madre,
haciendo trenza
de la casa en
el umbral,
y a mi padre,
preparando
injertos para
el Fustal.
Aún recuerdo
aquella noche
de un sábado
de las Fiestas,
en que me
escapé de casa
por el balcón,
a la Hoguera.
¿Qué años
tendría entonces...?
¿Cuatro o
cinco...? Por ahí.
Más recuerdo
aún el porrazo
y el gustazo
que me di.
Charquillos,
humilde calle,
donde en mi
infancia jugué:
ni tus casas,
ni tus rostros,
mientras viva,
olvidaré.
México D. F., 28 de marzo de 1953
La calle de los Charquillos [7] recibió sin duda este nombre
pintoresco, a causa de los innumerables charquillos que se formaban en ella,
cuando llovía, pues, en un principio, no estaba cementada, como ahora, sino
solamente empedrada. Por cierto que fue la primera calle del pueblo a la que se
puso piso de cemento, ya en 1955.
Mis abuelos maternos: Inocente Calvo y
Benita Aguirrebeitia Angós poseían en ella la casita nº 7, donde viví con mis
padres, unos pocos años de mi infancia. Por lo mismo, recuerdo perfectamente
dicha calle. Mi abuelo Inocente era de Grávalos y de oficio, agricultor. Murió
en dicha casa el 14 de agosto de 1913, a los 70 años. Mi abuela Benita era
fiterana y la llamaban la tía Benita la Rezadora, no porque se pasase el tiempo
rezando, sino porque, en todos los funerales, llevaba la voz cantante – o mejor
dicho, orante, en los rosarios que se rezaban en la parroquia, por el alma del
difunto. Parece que tenía un repertorio de jaculatorias inagotable. Le daban
una libra de chocolate por cada rosario. ¡Lástima que no hubiera sido por cada
jaculatoria!, porque, en tal caso, habría hecho mejor negocio. A pesar de
todo, de tarde en tarde, pues las defunciones eran escasas, también solía
tocarme a mí alguna tacita de aquel chocolate un poco macabro, dada su
procedencia. Falleció mi abuela Benita en la misma calle y casa de los
Charquillos, el 13 de enero de 1916, a los 60 años. (En 1862, el número de la
casa era el 8; en 1916, el 7, y hoy, el 5.)
De los antiguos vecinos que nombro en mi
pequeña composición [8], ya no volví a
saber nada, desde que abandoné el pueblo, hasta que, en 1939, me tropecé
casualmente, en Gurs (Francia), a un hermano del Faíco o Jesús Ucar [9], el cual había
salido de Fitero, hacía muchos años, para avecindarse en Barcelona. Por cierto
que, en el mismo lugar, me encontré a cuatro fiteranos más, procedentes de
otras ciudades españolas: al Dr. Mariano Val Chivite, a don Eduardo Olóndriz, a
Fulgencio Yanguas y a Juan Cruz Alfaro. ¡Qué azares tan sorprendentes tiene la
vida!
ALBERTO PELAIREA
Unos ojos
penetrantes;
a flor de
labio, el ingenio;
un corazón
bondadoso;
y... he aquí
su boceto.
Era de esas
personas
de natural
simpatía,
en cuya grata
presencia
hasta las
penas se olvidan.
De seguro que
no tuvo
jamás enemigo
alguno,
pues se
mostraba cordial
y afable con
todo el mundo;
y además
dispuesto a dar
siempre su
tiempo y dinero,
para aliviar a
los pobres,
a los ancianos
y enfermos.
En el
Balneario Nuevo,
que administró
muchos años,
era para los
bañistas
un médico de
sus ánimos;
pues para
todos tenía
una ocurrencia
jovial,
ya fuesen
monjas, toreros
o damas de
sociedad.
Sabía jugar a
todo:
a la pelota, a
las damas,
al dominó, al
ajedrez,
al billar y a
la baraja;
Y era capaz de
alegrar
la mas seria
reunión,
con sus
chistes y sus cuentos
y sus juegos
de ilusión.
Descollaba
como vate
de inspiración
natural,
derrochando
las metáforas
de más
colorido y sal;
y obtuvo más
de un laurel,
en certámenes
poéticos,
aunque nunca
editó un libro,
con sus
innúmeros versos.
Incluso para
el teatro
escribió no
pocas piezas,
cuyo escenario
ordinario
eran Fitero o
Tudela;
y nunca
cobraba nada
por las
representaciones,
destinadas a aliviar
escaseces o
dolores.
Aficionado a
la música,
tocaba con
maestría
el acordeón y
el piano,
la guitarra y
la ocarina;
y ejecutaba a
menudo
fragmentos de
“La Bohème”,
por afinidad
de espíritu
con Marcel y
con Mussette.
De niño y
joven, viví
junto a él,
varios inviernos,
contagiándome
su gusto
por la música
y los versos;
y todavía
recuerdo
aquellas
gratas veladas
con su
pimpante señora
y sobrina
tudelanas.
La nieve caía
lenta
sobre la Peña
del Saco,
mientras él
nos deleitaba,
con un
nocturno en el piano;
O bien,
sentados en torno
de la mesa de
camilla,
nos leía con
unción
una bella
poesía.
No nació en
Fitero; mas
amó y cantó a
nuestro pueblo
y al morir,
descansar quiso
en su humilde
cementerio.
Lector que
estas líneas lees:
si es que su
tumba visitas,
no te olvides
de dejar
sobre ella
unas florecitas.
México D. F.,
20 de mayo de 1963
Alberto
Pelairea y Garbayo (Bilbao, 1878- Fitero, 1939)[1].
El ilustre poeta e hijo
adoptivo de Fitero, don Alberto Pelairea y Garbayo [2],
nació en Bilbao, el 16 de mayo de 1878. Fueron sus padres don Calixto Pelairea
y doña Rita Garbayo [3]: él,
roncalés; ella, tudelana; y ambos, de familias acomodadas. Su padre, notable
dibujante, era, a la sazón, profesor del Instituto Nacional de Segunda
Enseñanza de Bilbao. Dos años después, la familia se trasladó a la ciudad de
Tudela, donde el joven Alberto cursó los estudios de primera y de segunda
enseñanza. Entretanto fallecieron su hermana Luisa, así como su padre (1899) y,
cuando hubo acabado el bachillerato, Pelairea, demasiado inquieto y versátil,
emprendió una vida alegre y errabunda de estudiante universitario, viviendo
sucesivamente en Zaragoza, Madrid y Barcelona. Le acompañaba siempre su madre,
quien ponía casa y la levantaba en cada ciudad.
Pero, a pesar de esta vigilancia, bastante indulgente, por tratarse de
su hijo único, no consiguió que Alberto sentara la cabeza, como se dice
vulgarmente, y el joven comenzó y abandonó una tras otra la carrera militar, la
de Filosofía y Letras y la de Derecho: esta última, cuando sólo le faltaban dos
asignaturas para acabarla. En fin de
cuentas, no terminó ninguna; pero entretanto derrochó el patrimonio
familiar. Entonces volvieron madre e
hijo a Tudela, donde Alberto se tuvo que poner a trabajar. Estuvo empleado algún tiempo en las oficinas
de la Azucarera de la ciudad; a continuación, pasó a Sitges, en la provincia de
Barcelona, donde estuvo cuatro años, al servicio de una importante fábrica de
calzado, que acabó por quebrar; y por fin, en 1908, obtuvo la administración
del Balneario Nuevo de Fitero: puesto que no podía acomodarse mejor con su
carácter y en el que desarrolló una magnífica labor. Poco antes, se casó con
una bella tudelana: Cecilia Alba, joven laboriosa, enérgica y de sentido
práctico, quien supo encauzar el carácter voluble de su esposo por la senda del
orden, del trabajo y de la economía. El matrimonio vivió sin interrupción en
Fitero hasta su muerte; y como no tuvieron hijos, la mayor parte del año, a
excepción de la temporada oficial del Balneario, solía hacerles compañía su
sobrina tudelana, María Alava Alba.
Doña Cecilia murió en
1931, a los 50 años de edad. Su fallecimiento constituyó un golpe terrible para
don Alberto, cuya salud empezó a declinar visiblemente hasta 1937, muriendo de
un cáncer en la garganta, el 17 de abril de 1939, un mes antes de cumplir los
61 años. Había administrado el Balneario Nuevo durante 31. Por disposición
expresa suya, fue enterrado en el cementerio de Fitero, en la misma tumba de su
madre y de doña Cecilia.
Pelairea, a quien tuve
ocasión de tratar íntimamente, durante varios años, era un hombre
simpatiquísimo, inteligente, culto, caritativo, sencillo, de carácter jovial y
de ingenio agudo y chispeante. Aunque tenía múltiples aficiones, su pasión
principal fue siempre la poesía, siendo sus vates favoritos Rubén Darío, Amado
Nervo y Jacinto Verdaguer. A su vez, Pelairea era un poeta nato, pues componía
y hasta improvisaba versos, con la mayor facilidad. A los nueve años, compuso
ya los primeros, para felicitar a su padre. De joven, cultivó con preferencia
el género festivo, firmando en la prensa sus trabajos, con seudónimos tan
pintorescos, como Acotolo, Lodares y El Gallo de la Malena; pero, en la madurez, casi siempre escribió
en serio y firmando con su nombre.
Obtuvo la flor Natural de
los Juegos florales de Pamplona de 1918, por su poema Navarra; un premio de la Diputación Foral de Navarra, en 1922, por
su Himno a San Francisco Javier; y
otro del Rey Alfonso XIII, en 1925, por su poema al Pilar de Zaragoza. Fitero
lo nombró hijo adoptivo de la Villa en 1922; y Tudela le rindió un gran
homenaje oficial y popular en 1924. Un cuarto de siglo después de su muerte, la
misma ciudad dio el nombre de Pelairea a una de sus calles nuevas, en octubre
de 1965. Muchos de los versos que compuso Pelairea, por no decir la mayoría,
fueron ocasionales. Así, limitándonos exclusivamente a las ocasiones fiteranas
– a cuatro solamente -, recordaremos los Versos
de gracias al pueblo de Fitero, que leyó, al recibir el titulo de hijo
Adoptivo de la Villa el 14 de septiembre de 1922; los Versos de gratitud a doña Pilar Carsi de Castellanos, por haber
costeado una fiesta de Primera Comunión a varias niñas de las Ventas, la cual
se celebró en el Balneario Nuevo, a principios de septiembre de 1924 (La Voz de
Navarra, 4-IX-1924); las Dos cuartetas y
Cuatro jotas de Pepita Sanz, con motivo de un concierto que dio esta
cantante navarra en el Teatro Gayarre de Fitero, en febrero de 1925 (Diario de
Navarra, 23-II-1925); y la letra del pasodoble Villalta [4],
dedicado al famoso torero aragonés, Nicanor Villalta, con motivo del festival
benéfico que dio en la Plaza de Toros de Fitero, el 30 de octubre de 1927. Y es que Pelairea escribía por puro gusto,
sin interés material de ninguna especie. Por lo mismo, jamás se le ocurrió la
idea de componer un libro de poemas. Sin embargo, con todos los que sembró a
voleo en las columnas de la prensa navarra y aragonesa, o regaló sencillamente
a los amigos, se podría formar un buen volumen.
A raíz de su muerte, la Diputación Provincial de Navarra proyectó hacer
una edición de sus composiciones más interesantes; pero, en definitiva, no se
llevó a efecto.
Fuera de las
publicaciones en los periódicos, las únicas ediciones de obras de Pelairea,
hechas todavía, mientras vivió, fueron las del drama San Miguel de Aralar y del Himno
a San Francisco Javier, publicadas lujosamente por la Diputación de
Navarra; la del drama misional El último
milagro, publicado en Corella; y la de dos obras teatrales: Diputados de un día y Nobleza errante, publicadas en Sitges.
Todas las demás composiciones suyas hay que buscarlas en las colecciones del Diario
de Navarra y La Voz de Navarra de Pamplona; del Heraldo de Aragón de Zaragoza;
de El Anunciador Ibérico, La Ribera de Navarra, el Porvenir Agrícola, El
Ribereño Navarro, El Eco del Distrito y La Voz de la Ribera, de Tudela; de La
Voz de Fitero y de Fitero Mercantil, y en copias que obran en poder de
particulares; en especial, de su sobrina, doña María Alava, celosa guardiana de
las reliquias de su tío, a la cual debo las notas que me han permitido pergeñar
esta sucinta biografía.
Pelairea no sólo fue un
buen poeta lírico, sino además autor teatral, en prosa y en verso, pues
escribió una veintena de obras para el teatro y hasta fue un excelente actor,
en sus tiempos mozos. No existe ningún catálogo de las obras de Pelairea; por
lo que, a continuación, insertaremos una lista necesariamente incompleta, de
las que tenemos noticias.
Composiciones líricas.
Relativas a Fitero:
¿A dónde vamos....?: composición festiva, publicada en el nº 2 de Fitero Mercantil (noviembre
de 1917).
A la Virgen de la Barda; poema escrito para el camarín de la Patrona de Fitero
(diciembre de 1919).
Olivar de Fitero: poema publicado, a la vez que otro titulado Para mi mujer navarra, en el nº dedicado por el Diario de Navarra
al II Congreso de Estudios Vascos (18 de julio de 1920).
A la Virgen de la Barda: poema escrito para la Revista Fitero (10 de septiembre de 1922).
Versos de gracias al pueblo de Fitero: poema leído por su autor, al recibir el título de
Hijo Adoptivo de la Villa (14 de septiembre de 1922).
Gozos en alabanza de la Virgen de la Barda: publicados en La Voz de Navarra (9
de septiembre de 1923).
El Cristo de Fitero: poema aparecido en el Diario de Navarra (10 de abril de 1925).
Villalta:
letra del pasodoble, con música del Maestro Lorenzo Luis, dedicado a Nicanor
Villalta y publicado por el Heraldo de Aragón (1 de noviembre de 1927).
Por el testimonio de Luis Palacios
Martinez Pelletier (El periodismo en Fitero, artículo aparecido en La Voz de
Navarra, el 9 de septiembre de 1923) sabemos que Pelairea publicó además numerosos
versos de carácter local, en La Voz de
Fitero; pero, por desgracia, no hemos podido localizar ninguno.
Relativas a Tudela:
A don Joaquín Gaztambide en su retorno: poema escrito con motivo del traslado de los restos
de Gaztambide de Madrid a Tudela, en 1920. (Por cierto que recuerdo haber
leído, hace años, no sé dónde, que el tal traslado fue una macabra
equivocación, pues, al levantar la tapa de la caja en el cementerio tudelano,
antes de inhumarlos, se dieron cuenta de que el cadáver llevaba zapatos de
mujer... Y si, lector, dijeres que es comento, como me lo contaron, te lo
cuento.)
A Santa Ana:
poema escrito para la fiestas de la Patrona de Tudela, el 26 de julio de 1922.
Versos de gracias al pueblo y al Ayuntamiento de Tudela, leídos por su autor, con motivo del
homenaje que le tributaron los tudelanos, en abril de 1924 (La Voz de Navarra,
23 de abril de 1924).
A la Mejana:
poema publicado por El Eco del Distrito de Tudela, en 1825.
El Gallo de la Magdalena: poema aparecido asimismo en 1925.
En el estudio de Miguel Pérez Torres (1925).
A Santa Ana:
poema aparecido en El Ribereño Navarro de Tudela (24 de julio de 1927).
Composiciones líricas, relativas a
Aragón: y aparecidas en el Heraldo de Aragón de Zaragoza:
San Juan de la Peña (1921). La jota (1922). A la mujer aragonesa (1923). A la alpargata y al zorongo (1923). Oración al Moncayo (1924). Al Pilar (1925).
Obras teatrales de Pelairea (en
verso).
Relativas a Fitero:
El Cojo de Fitero: juguete cómico, estrenado en el Teatro Principal de Tudela, en 1910.
Doña Fermina:
sainete lírico con música del Maestro Lorenzo Luis, estrenado en el Teatro
Gayarre de Fitero, en diciembre de 1915.
La Maestra nueva: sainete estrenado en el Salón de las Religiosas de la Caridad de Santa
Ana, en Fitero (1916):
Fantasmas y Compañía: sainete estrenado en el local anterior y en el mismo año.
La Cruz de la Atalaya: leyenda fiterana, con música del Maestro José María Viscasillas
Catalán, estrenada en el Teatro Gayarre de Fitero, el 18 de febrero de 1918.
Película fiterana: sainete lírico en verso, con música del Maestro Viscasillas, estrenado
en el Teatro Gayarre de Fitero, en 1928.
Artistas de pago: juguete lírico, con música del Maestro Viscasillas, estrenado en el
Teatro Gayarre de Fitero, en 1929.
Relativas a Tudela:
La boda del Volatín:: juguete cómico, estrenado en el Teatro Principal de Tudela, el 15 de
mayo de 1921.
La Hija del Santero: zarzuela con música del Maestro Tomás Jiménez, estrenada en el Teatro
Novedades de Tudela, en 1924. Posteriormente, el Maestro Viscasillas le puso
una nueva música, para su reestreno en el Teatro Gayarre de Fitero.
La tarde del Cristo: zarzuela con música del Maestro Luis Gil Lasheras, estrenada en el
Teatro Novedades de Tudela, en 1925.
La que salvó al guerrillero: drama, estrenado en el Teatro Cervantes de Tudela, en 1927.
Varias:
Diputados de un día: sainete lírico, con música del Maestro Cuscó, estrenado en Sitges en
1905.
Nobleza errante:
drama estrenado en Sitges, en 1905.
El Duende Negro:
juguete cómico, estrenado en el Salón de la Escuela dominical de Tudela, en
1923.
El último milagro: drama lírico, con música del Maestro Viscasillas, estrenado en el
teatro de la Juventud Católica de Corella, el 6 de noviembre de 1924.
San Miguel de Aralar: drama legendario, estrenado en el Teatro Gayarre de Pamplona, en marzo
de 1925.
Blanca de Navarra: drama histórico, estrenado en el Teatro Novedades de Tudela, en 1926.
Un cuento provenzal: romance en dos actos, con música del Maestro Antoni Catalá, 1936. No
llegó a estrenarse por causa de la guerra civil de 1936-39.
Gloria difícil:
drama lírico, con música de los Maestros Tomás Jiménez y Felipe Bernad,
estrenado en el Teatro Cervantes de Tudela, en 1937.
[1] La Revista Fitero-89 le hizo un pequeño
homenaje con motivo del cincuentenario de su fallecimiento (1939-1989).
Reprodujo, entre otras cosas, su Pasillo en verso: Fantasmas y Compañía (1916).
[2] El apunte de Alberto Pelairea, cuya
copia nos proporcionó en 1990 D. Joaquín Sagüés, “se publicó en la Antología
Poética que escribió Luis Gil Gómez. Su autor, Rafael Andrés Iturralde, vive en
Tudela.”(Carta personal, 15-06-1990.) N. del E.
[3] Fallecida en 1919 y enterrada, junto a
Cecilia Alba y su hijo, Alberto Pelairea, en el Cementerio de Fitero.
[4] Ver p. 87-88.
EL MENTIDERO
En la plazuela
estratégica
de San Antonio
de Padua,
el Mentidero
del pueblo,
en sesión
plena, se ahalla.
Ved aquel
grupo de ociosos,
comentando y
discutiendo
lo que pasa en
todo el mundo
y, por
supuesto, en Fitero.
Son los rentistas
sin renta,
que nada tienen
que hacer,
pues
prefieren, cual los moros,
que trabaje su
mujer;
comerciantes vecinos
de limitada
clientela,
que pueden
comadrear,
sin desatender
la tienda.
Junto al banco
alpargatero
del Cuadrao, que preside,
la pintoresca
asamblea
murmura, discute
o ríe.
Hoy parece que
se encuentra
más animada
que nunca,
pues sin duda
están tratando
de asuntos de
envergadura.
Y en efecto,
hablando están
del programa
de las Fiestas,
de la lucha
electoral
Andrés el Zorrita trae
el sensacional
rumor
de que matará,
en las próximas
Y lo completa
el Motolo,
con la
estupenda noticia
de que actuará
en el teatro
Santos Liñán,
que reparte
por la Patria
y la Verdad,
dice que los
alemanes
en París
entrando están.
Pero Manolo
Remón,
que es
partidario de Francia,
le replica que
en Verdún
aún detenidos
se hallan.
Maculet afirma
que
lo hará elegir
senador,
en las
elecciones próximas;
y el Chicho
dice que en marcha
el viejo tren
de la Nava,
si lo eligen
otra vez.
El Mulero cuchichea,
viendo pasar a
la Cota,
que su falda,
por delante,
de día en día
se acorta;
y Julio el
Fausto murmura
que al Medranillo lo han visto
salir, muy de
madrugada,
de una casa
del Cortijo.
Y así se pasan
las horas
los miembros
del Mentidero,
sin dar golpe
en todo el día
y hablando del
mundo entero.
Y los vecinos
lo llaman
burlescamente
el Congreso,
pues dicen que
allí se habla
mucho, mal y
sin provecho.
Para mí, es
una Academia
que de la
crítica han hecho
un oficio
descansado;
y además, un
tribunal
como el de la
Inquisición,
que inquiere,
juzga y condean,
sin ninguna
apelación.
Mentidero de
Fitero,
meridiano de
los chismes:
sin ti, la
vida del pueblo
sería una cosa
chirle....
México D. F.,
29 de abril de 1953
El Mentidero
fue la más famosa reunión de aldragueros de las primeras décadas del siglo
actual. Todos sus componentes dejaron,
hace muchos años, el mundo de los vivos. La célebre tertulia llegó a su apogeo,
durante la primera Gran Guerra de 1914-1918, que tantas discusiones provocó en
España entre germanófilos y francófilos. El más ferviente germanófilo era el
estanquero Santos Liñán, quien tenía
su establecimiento en la Calle Mayor, nº 22 (numeración de entonces) y se
encargaba del reparto de Por la
Patria y por la Verdad, revista gratuita de propaganda alemana, que
editaba en Madrid el conocido relojero de la Calle del Arenal, Carlos Coppel –
de origen germánico – y cuya impresión y difusión eran, por supuesto,
sufragadas por la embajada del Kaiser, en la capital de España.
El Mentidero
tenía sus sesiones en la plazuela de San Antonio, una vez que fue derribado el
edificio del Garapito. La pintoresca peña al aire libre se reunía allí diariamente,
cuando hacía buen tiempo y su figura principal era Jenaro Falces, alias el Cuadrao. Vivía exactamente en el rincón de la plazuela
y era el que proporcionaba las bancas en que se sentaban los contertulios. Así, pues, el Cuadrao era el presidente nato y vitalicio del Mentidero; y además
el más importante del mismo, a causa de su carácter optimista, jovial y
dicharachero. Si faltaba él, no había
tertulia. Su oficio era el de alpargatero y trabajaba incesantemente, mientras
los otros comadreaban.
El Cuadrado
tenía un pequeño bar, cuyos mejores parroquianos, aunque no fuesen precisamente
de la Parroquia, eran paradójicamente los viajeros estivales de los Balnearios,
pues los autocares de estos establecimientos hacían entonces sus paradas, como
hoy, enfrente de San Antonio. No bien
los veía llegar, el Cuadro dejaba apresuradamente su banco de trabajo y salía
invariablemente a su paso, con su cajón de licores, colgado del cuello,
lanzando su pintoresco grito de guerra: “¡Caballeros
y caballeras: Gasiosas y cervezas frescas!”
Esto de las caballeras era uno de los muchos lapsus
o trabucaciones divertidas que soltaba espontáneamente en su lenguaje. D.
Alberto Pelairea comunicó varias de ellas al escritor D. José Mª Iribarren, el
cual las consigna en su libro Retablo
de curiosidades; y Don Manuel ha recogido y aclarado casi todas, en el
capítulo V de su Miscelánea Fiterana.
Por lo demás, no era Jenaro el único miembro del Mentidero que incurría
en estas trabucaciones; pero era el que las soltaba con más frecuencia y
salero.
Los demás
socios activos del Mentidero, pues los había también honorarios, que solo se
descolgaban por allí de Pascuas a Ramos, eran el Mulero, el cual se lamentaba
todos los años de la falta de toros educados (por adecuados) a los toreros;
el Foro el Chicho, obsesionado siempre por organizar unas Fiestas brillantes de
la Virgen de la Barda, porque era cafetero; Julio el Poteta (Julio Martínez),
un hombrachón atacado de ciática, con un vozarrón de sochantre y una testarudez
de baturro; y el estanquero Santos Liñán, el cual irrumpía siempre en la
tertulia, trayendo noticias sensacionales y, de ordinario, falsas, para dejar
boquiabiertos a sus compinches.
Otros
habituales del Mentidero eran Gregorio el Basilio, apodado así a causa de la admiración
sin límites que sentía por el industrial político aragonés, D. Basilio Paraíso;
Ricardo el Chato, un carnicero fornido y jacarandoso; y en fin, el Tío Zorrita,
el Santillos, el Motolo, Perico Moreno, Manolo Remón, Manuel Muro y Rufino
Maculet.
En fin, el
Mentidero de San Antonio desapareció sin pena ni gloria, en el tercer decenio
de este siglo. Por supuesto, el pueblo
no perdió nada por éllo.
FRAY MARCOS DE
VILLALBA
Turista que
visitas la iglesia de Fitero:
sube hasta el
presbiterio, y a tu mano derecha,
verás un
cenotafio de piedra, polvoriento,
con un abad mitrado,
yacente en su cubierta.
Detente unos
minutos y obsérvalo despacio.
La tumba está
montada sobre seis leoncillos.
Mira esos
cuatro ángeles, con sendos incensarios,
y esos cuatro
bernardos, leyendo en sendos libros.
Se encuentran
en las partes superior e inferior.
y alrededor
del túmulo, mira el alto relieve,
con todos esos
monjes y ministros de Dios,
que preside su
Abad, en procesión solemne.
Yace en este
sepulcro Fray Marcos de Villalba,
varón piadoso
y justo, que al convento y al pueblo
gobernó sabiamente,
en tiempos de los Austrias,
mereciendo el
recuerdo perenne de Fitero.
Tehuacán, 28
de mayo de 1963
Fray Marcos de Villalba nació en Cebreros (Ávila), en la primera mitad
del siglo XVI. Ingresó en su juventud en el monasterio cisterciense de
Monte-Sión (Toledo) y desempeñó primeramente los cargos de Rector de los
Colegios de Alcalá y de Salamanca, de Visitador, Consiliario, dos veces
Definidor General, y General de la Congregación de Castilla (1581-1584). En
1580, siendo Rector del Colegio de Alcalá, el General reformador, Fr. Ángel de
Victoria, le ordenó, en virtud de santa obediencia, que se graduase en alguna
universidad y se presentase a las oposiciones para la cátedra de Sagrada
Escritura de la universidad de Alcalá de Henares; pero el mandato quedó sin
efecto. Felipe II lo eligió para abad de Fitero, a principios de 1589, y el 4
de marzo del mismo año, le ordenó que viniera a nuestro pueblo y administrara
el monasterio en lo temporal, en tanto llegasen las bulas de su nombramiento.
El Papa Sixto V lo nombró, en efecto, abad perpetuo de nuestro convento, el 5
de febrero de 1590, y el 21 de diciembre del mimo año. Fray Marcos recibió la
bendición abacial de manos del Obispo de Pamplona, en la iglesia de San
Saturnino. Pero su gobierno fue efímero, pues murió en el mes de diciembre de
1591.
En 1590, Fr. Marcos de Villalba hizo construir en la iglesia conventual
de Monte-Sion un rico sepulcro, dentro del cual fueron colocados los restos del
fundador de la Orden Militar de Calatrava, encerrados en una urna dorada. El
mismo año, por encargo suyo, el artista flamenco Roland Mois pintó y decoró el
gran retablo del altar Mayor de nuestra parroquia.
Don Vicente de la Fuente dice que Fr. Marcos de Villalba vivió y murió
en opinión de santidad y Fr. Ángel Manrique lo llama varón a todas luces
grande, prudente y docto. El Tumbo del Colegio de San Bernardo de Alcalá afirma
que fue hombre eminente en cuantas prendas se pueden desear para el buen
gobierno: docto, prudente y tan amable que lo deseaba toda la Congregación para
prelado suyo. Así mismo Crisóstomo Enríquez hace grandes elogios de sus
virtudes en su Menologio cisterciense.
Su cuerpo se encontró incorrupto, dos siglos después de su
fallecimiento. Entre sus obras literarias, figura una curios Carta consolatoria a Felipe II, con motivo
de la derrota de la Armada Naval enviada a Inglaterra (Salamanca, 1588).
Ignoramos si el Monarca se consoló efectivamente de tal desastre con la misiva
de Fr. Marcos, aunque lo dudamos un poco. También escribió una Historia de la Orden de San Bernardo,
que la muerte no le dejó terminar, así como Definiciones
de la Sagrada Orden del Císter y Observancia de España (Salamanca, 1584), e
In Isaiam Prophetam libri X, que se
quedó manuscrito.
Anita, la del Batán
Entre las
bellas mocitas
de mi inquieta
mocedad,
era Anita la
más linda
de mi villita
natal.
¡Oh!, ¡qué
bonita era Anita,
Anita la del
Batán!
En un molino
vivía,
a extramuros
del lugar,
y era una
joven rubita
y blanquita
como el pan.
¡Oh!, ¡qué
bonita era Anita,
Anita la del
Batán!
Unas trenzas
doraditas,
uual mazorcas
de maizal,
sobre su pecho
caían,
como una
lluvia floral.
¡Oh!, ¡qué
bonita era Anita,
Anita la del
Batán!
Y unas serenas
pupilas
de claro azul
celestial,
en su cara refulgían,
igual que un
sol matinal.
¡Oh!, ¡qué bonita era Anita,
Anita la del Batán!
Como una
azucena fina,
esbelta,
blanca y juncal,
era esta bella
mocita,
flor de mi
tierra natal.
¡Oh!, ¡qué bonita era Anita,
Anita la del Batán!
En sus maneras
tenía
la distinción
señorial
de una Reina
de Castilla,
sin su boato
real.
¡Oh! ¡qué bonita era Anita,
Anita la del Batán!
Y por su
virtud, se hacía
de los mozos
respetar,
igual que la
Virgencita,
venerada en el
lugar.
¡Oh!, ¡qué bonita era Anita,
Anita la del Batán!
Rosas,
claveles y lilas,
al contemplar
su beldad,
palidecían de
envidia,
sin dejarla de
admirar.
¡Oh!, ¡qué bonita era Anita,
Anita la del Batán!
Y hasta el sol
se detenía
sus rayos a
compararc
con sus
doradas trencitas,
que
reverberaban más.
¡Oh!, qué bonita era Anita,
Anita la del Batán!
Los mozos que
la veían
imperturbable
pasar,
en sus
arterias sentían
toda su sangre
brincar.
¡Oh!, ¡qué bonita era Anita,
Anita la del Batán!
Y hasta los
viejos volvían
sus dos ojos
hacia atrás,
como muda
pleitesía
a su juventud
triunfal.
¡Oh!, ¡qué
bonita era Anita,
Anita la del
Batán!
Tan bonita que
a mi villa
no he vuelto
seis luestros ha,
y aún mi
corazón respira,
al recordar su
beldad:
¡Oh!, ¡qué
bonita era Anita,
Anita la del
Batán!
México, D. F.,
10 de enero de 1953.
En
mi juventud, llamábamos Anita la del Batán a la joven Anita Mangado, la cual
vivía con su familia en el Batán, donde, a la sazón, funcionaba un molino
primitivo, propiedad de Casimiro Francés, y del cual estaba encargado el padre
de Anita, Francisco Mangado. Allí acudían muchos vecinos que recolectaban
trigo, a moler su cosecha, mediante un tanto determinado. Todavía me acuerdo de
la gran noria, con sus cangilones rebosantes de agua, que chirriaba
constantemente, como si fuera a romperse. En 1967, volví por curiosidad a ver
el Batán y sólo me encontré con una casa en ruinas, abandonada, según me
dijeron, desde hacía muchos años.
¡Quién
diría que, hace dos siglos, fue un centro manufacturero de gran importancia!
Pero no precisamente de molida, sino de tejidos, como lo da a entender su mismo
nombre, pues antiguamente se llamaba batán a una máquina compuesta de grandes
mazos, que servía para golpear y enfurtir el paño; y a mediados del siglo XIX,
a propósito de la industria textil fiterana, que “antes se elaboraban paños
ordinarios de muy buena calidad y que estaban bien acreditados”. En efecto, tan
buena fama tenían que, en un curioso proceso, incoado en Pamplona, hacia 1739,
a una cuadrilla de gitanos, por los asaltos y robos que venían sometiendo en la
comarca fronteriza navarro-riojana, se hablaba de un vecino de Cabredo, al que,
entre otras “cosas valiosas”, le habían robado los salteadores “un capote de
paño de Fitero” [1].
Según
el censo oficial de 1797, había en Fitero, en aquella época, nada menos que 65
pelaires puros, 100 hilanderos de lana y 17 tejedores. En total, 182 pañeros.
Desgraciadamente esta floreciente industria no se pudo sostener mucho tiempo, a
causa de la invención de las máquinas de hilados, la cual arruinó completamente
las manufacturas, en la primera mitad del siglo XIX.
LA PEÑA DEL BAÑO
Centinela
ciclópeo del Balneario Nuevo,
al que un gran
cataclismo, mayor que el de Pompeya,
sorprendió
como al límite cesáreo, en su puesto,
conviertiéndote
en guardia perpetuo de sus Termas:
Hacha
paleolítica que usaron los titanes,
que, en los
primeros tiempos de la infancia del hombre,
el macizo
alhameño partiendo en mitades,
formando una
cañada rica en frutos y en flores:
Antena
poderosa de la Naturaleza,
que recoges
los ecos de los lejanos cielos
y las
palpitaciones profundas de la Tierra
y las ondas
cordiales del pueblo de Fitero:
Majestuoso
hito que marcas las fronteas
de Aragón, de
Navarra y de la Baja Rioja,
disputadas por
siglos en innúmeras guerras,
en que, con la
cristiana, corrió la sangre mora:
Esfinge
monolítica del valle del Alhama,
que guardas el
secreto de las revoluciones,
que sufrieron
las tierras de nuestra amada Patria,
cuando no las
hollaban aún los antropoides:
Coloso
milenario de complexión de piedra,
que, cuando el
sol se pone y, al fin, te rinde el sueño,
reposas tu
cabeza pesada en las estrellas,
al arrullo del
agua termal del Baño Nuevo:
A tu sombra
benéfica yo jugué, siendo niño,
confiando en
tu fuerza de titán paternal,
y hoy, tu vida
y la mía comparando, medito,
de la
existencia humana, en la fugacidad.
México d. F.,
5 de junio de 1953
La Peña del Baño es de origen volcánico, y en los vivos colores de su
gigantesco hito, parecen reflejarse todavía las llamas que alumbraron su
nacimiento. Data del periodo triásico superior, perteneciente a la era
geológica llamada mesozoica o secundaria; y por lo tanto, de acuerdo con la
cronología geológica, adoptada en la Asamblea de Geólogos, celebrada en Nueva
York, en marzo de 1960, se le puede signar la respetable antigüedad de unos
doscientos millones de años. Cuando casi toda Navarra –y por supuesto, la
Ribera-estaba aún cubierta por las aguas del mar, la Peña del Baño ya se miraba
tranquilamente en el espejo del inmenso lago que formaban a sus pies. La Peña
del Baño es más vieja que los Alpes y los Pirineos, cuyo levantamientos
definitivos ocurrieron ya en la era cenozoica o terciaria; es decir, hace unos
veinte millones y pico de años.
Nuestro pétreo gigante vio la primera mariposa y el primer pájaro que
volaron bajo nuestro cielo, así como la primera flor y al primer hombre que
aparecieron sobre nuestro suelo. Es, por consiguiente, el testigo más
excepcional de nuestra historia. Pero, por desgracia, es un testigo mudo, y su
imponente presencia no pasa de ser ornamental. En efecto, de lejos, su gran
monolito parece como una nube crepuscular que llamea sobre el horizonte; y de
cerca, como un titán despierto que se asoma al valle del Alhama y a la
carretera general, para observar curiosamente la vida que pasa. En todo caso,
imprime un verdadero sello de grandeza a este pintoresco rincón de la cuenca
del Alhama.
A simple vista, se nota que ha sufrido muchos arranques en épocas
diversas; y en efecto, de la Peña del Baño se han extraído grandes cantidades
de material pétreo para las construcciones fiteranas: entre ellas, la de la
Abadía cisterciense y su monumental templo medieval, así como la del puente
sobre el Alhama, el cual fue reconstruido en 1843, después del derrumbamiento,
ocurrido en la noche del 16 de septiembre de 1827, a consecuencia de una
terrible crecida del río. Precisamente tomó parte principal en dicha
reconstrucción mi bisabuelo materno, Félix Aguirrebeitia Turriega, maestro
cantero, natural de Elorrio (Vizcaya), quien vino a Fitero, contratado para tal
obra. A la sazón, tenía 31 años y aquí conoció a una guapa moza fiterana,
llamada Lucía Angós Marín (1827-1888) a la que desposó, avecindándose
definitivamente en nuestra villa. Murió a los 50 años, en la casa número 8 de
la calle de los Charquillos, el 15 de julio de 1862,
La Banda del
Carrascas
Entre los
recuerdos
gatos de mi
infancia,
figura la
Banda
del sin par Carrascas.
Era la alegría
de los
fiteranos,
en los grandes
días
festivos del
año;
y tenía fama,
en todo el
distrito,
de ser una
banda
de mérito
artístico.
Para mi, era
entonces
-sólo a ella
oía -,
el mejor
conjunto
musical que
había;
y admiraba,
ingenuo,
a Lorenzo
Luis,
como a un
verdadero
mago del
atril.
No era
ciertamente
un Arbós o un
Villa;
pero sí, un
buen hombre
y un valioso
artista.
Sabía su
oficio
y no se
escapaba
a su fino oído
ni una nota
falsa;
y era al mismo
tiempo
director e intérprete,
haciendo
proezas
con el
clarinete.
Componía
piezas
garbosas y
aladas,
que, en
bastantes pueblos
de España,
bailaban;
y es seguro
que,
en campo más
vasto,
nuestro
humilde artista
habría
triunfado.
Pero prefirió
vivir en
Fitero,
haciendo de músico
y de cafetero.
En las Fiestas
típicas
de Nuestra
Patrona,
su Banda
tocaba
a todas las
horas;
tan pronto
escoltando
al
Ayuntamiento,
como actuando
en bailes,
toros y
conciertos.
Lo recuerdo
aún,
durante la
Ronda,
sudando a
torrentes
entre las
antorchas;
y el flamante
Alcalde,
don Gervasio
Alfaro,
levita y
chistera
luciendo en
tal acto.
¡Qué tiempos
aquellos
de mi
pubertad,
tranquilos y
alegres,
que no
volverán!
Abandoné el
pueblo
y no oí ya
nunca
del genial
Carrascas
la vibrante
música;
en cambio,
escuché
en España y
fuera,
a famosas
bandas
y a grandes
orquestas.
Mas aún los
ecos
resuenan en mí
de los
pasacalles
de Lorenzo
Luís.
México D. F.,
8 de abril de 1963
Sueños del Plata
Como soñar
nada cuesta,
hace
cuatrocientos años,
les dio por
soñar despiertos
a todos los
fiteranos.
Un señor de
Calahorra
y otro de
Rincón de Soto
creyeron
localizar
en Fitero un
gran tesoro.
Era una mina
de plata,
sita en la
Peña del Baño,
que, en unas
cuantas semanas,
los haría
millonarios.
Así, pues, con
el sigilo
que tal caso
requería,
se pusieron a
excavar
de el filón
estar creían.
Un conocedor
de Alfaro,
que examinó
algunas muestras,
afirmó que era
la plata
mejor que, en
su vida, viera;
y otros
plateros expertos
de Sigüenza y
de Madrid
presagiaron
que Fitero
ser podría un
Potosí.
Con tan
óptimos augurios,
el rector
Soria Medrano
y el señor
Pedro González
prosiguieron
sus trabajos.
Pero
transcendió el secreto
prontamente
hasta el Alcalde,
quien
sorprendió a los peones
y los encerró
en la cárcel.
-“¿Qué es eso
de arrebatar,
dijo, a Fitero
tesoros,
que a él sólo
pertenecen,
pues son de su
territorio..?”
Mas al Rector
de Rincón
no le agradó
tal desplante
y recurrió
hasta la Corte
contra el
insolente alcalde.
Por supuesto,
todo el pueblo
apoyó a su
Regidor
y empezó a
hacer sus proyectos,
según su
imaginación.
Los monjes del
Monasterio
montar al
punto pensaron
una industria
de medallas,
de cálices y
rosarios.
Tres hidalgos
prominentes
hablaron de
establecer
un negocio de
vajillas
y de joyas a
granel;
y no hubo
fiterana
que no soñara
siquiera
con un anillo
de plata,
un dedal o una
pulsera.
Entretanto
Soria obtuvo
una provisión
real,
para que se le
dejase
seguir sus
obras en paz.
Y continuaron
cavando
los peones a
porfía,
a ver si el
fino metal
del duro suelo
salía.
Pero no dieron
con él.
fueron vanos
sus esfuerzos
y entonces se
evaporaron
completamente
los sueños.
¡Adios
collares, vajillas,
rosarios,
medallas, cálices,
pendientes y
brazaletes,
anillos y
hasta dedales!
Fitero no
llegó a ser
el Potosí de
Navarra.
¡Ay!, ¡qué
lástima lectores!
Fiteranos,
¡ay!, ¡qué lástima...!
México D. F.,
12 de febrero de 1968
El
episodio de la pretendida mina de plata ocurrió en1589 y lo narra don Florencio
Idoate, en sus ya citados Rincones de la Historia de Navarra (T. II, ps.
413-415). A la sazón, el el alcalde de Fitero un vecino apellidado Gómez
Calderón (Idoate no da su nombre de pila). Los que hicieron tan estupendo
hallazgo fueron un propietario de Calahorra, llamado Pedro González; el cura de
Rincón de Soto, bachiller Francisco de Soria Medrano y un vecino de Alfaro,
llamado Juan González, apodado el Indio,
sin duda por haber vivido algún tiempo en las Indias occidentales; es decir, en
la América Española. Los tres individuos se asociaron para explotar el negocio,
y el cura, como el más avisado de lostres, se encargó de resgistrar legalmente
el descubrimiento, en la alcaldía de Rincón de Soto. Aunque procedieron con
sigilo, no pudieron evitar que algún vecino de Fitero se diese cuenta de
aquellas misteriosas excavaciones y de las traslaciones a Castilla de las
muestras de tierra extraídas. Así, pues, el Alcalde de Fitero no tardó en
enterarse de estos movimientos y “mandó poner guardas de día y de noche ara ver
qué gentes eran, qué hacían, y para que se llevaban la dicha tierra”. Y un buen día, los guardas fiteranos
sorprendieron a D,. Pedro González y a dos peones suyos, y los trajeron presos
a la cárcel de la Villa. Naturalmente el calahorrano no tuvo más remedio que
confesar de qué se trataba y, a continuación, fueron puestos los tres en
libertad. Mas, por lo visto, Gómez
Calderón quiso poner trabas o condiciones a la prosecución de los trabajos
exploratorios y entonces el Rector de Rincón de Soto apeló a Felipe II. Su apelación tuvo buena acogida, pues obtuvo
una provisión real en la que se le autorizaba a continuar las excavaciones y
los ensayos, pero en presencia de una persona, designada por el Alcalde de
Fitero. Desafortunadamente para todos, la mina de plata no apareció por ninguna
parte.
EL MONTECILLO
Cuando yo era
niño,
hace muchos
años,
era el
Montecillo
un cerro
pelado.
Tan sólo en
sus faldas
morían de
viejos
algunos olivos
tristes y
esqueléticos.
Nadie allí
subía;
ni cabras, ni
novios,
pues no había
yerbas
ni complices
troncos.
Pero un día,
un rico
joven lo
compró
y en alegre
sitio
pronto lo
trocó.
Los viejos
olivos
desaparecieron,
y en su
puesto, pinos
gallardos
surgieron.
Un campo de
tenis
construyó
además,
al que sus
hermanas
iban a jugar:
Isabel,
Remedios,
María Eugenia,
María Jesús,
Margot y
Teresa.
El pequeño
cerro,
tan desierto
antaño,
se pobló de
jóvenes,
de risas y
pájaros:
Y desde la
cima
de su mirador,
inició Cupido
sus juegos de
amor.
Idilios
ingenuos
allí
comenzaron,
que, en la
vicaría,
más tarde
acabaron.
Es tan
delicioso
y bello el
paraje,
que allí el
corazón
como flor se
abre;
y a volar se
lanza
la azul
fantasía,
ante la
belleza
de sus
perspectivas.
¡Qué lindo se
ve
desde allí
Fitero,
con sus casas,
campos,
montes, río y
templo!
Señaladamente,
al salir el
sol
y cuando se
pone
y nos dice
adiós.
Después de
diez lustros,
sin haberlo
visto,
mientras que,
en su loma,
crecieron los
pinos,
Seguro es que
el cerro
ahora estará
más hermoso
aún
que en mi
mocedad.
Mas mucho me
temo
que si hoy lo
viera,
en vez de
alegría
me diera
tristeza,
puesto que al
instante
echaría en
falta
la presencia y
risas
de las hijas
de Armas:
Isabel,
Remedios,
María Eugenia,
María Jesús,
Margot y
Teresa.
Morelia, 25 de
mayo de 1953
El joven fiterano que
transformó el Montecillo hacia 1917, fue José Luis Armas Mayor, cuando ya
estaba al frente del acreditado comercio de tejidos de su padre, don Cesáreo.
José Luis no sólo era un comerciante honesto y laborioso, sino, en lo personal,
un hombre abierto, generoso y simpático. Lo traté personalmente en mi mocedad
y, por lo mismo, puedo dar fe de ello. Cualquier iniciativa a favor del pueblo
tenía inmediatamente su apoyo. Fue uno
de los fundadores y sostenedores del efímero club de fútbol local y de su equipo
el Calatrava F. C., constituido en 1924.
Según los datos que me
proporcionó su hermana, doña Teresa Armas de Bermejo, José Luis nació en
Fitero, el 1 de diciembre de 1881 y murió el 23 de enero de 1927. Su deceso fue
generalmente sentido y el poeta don Alberto Pelairea le dedicó en La Voz de Navarra del día siguiente este
soneto elegíaco:
Luis Armas: juventud; buen fiterano;
brazo viril donde el trabajo brota;
mi contrario o amigo en la pelota;
alma de niño y generosa mano.
Buen hijo, buen navarro y buen
cristiano,
todo en su vida duración denota
y en un momento fue la vida rota
del que más que un amigo, era un
hermano.
Llora Fitero ante la triste nueva
y a tu paso, en dolor, baja la frente
y dice: “Que mi tierra se remueva
y abrace al hijo mío dulcemente..”
La Virgen de la Paz que se te lleva,
te la conceda, Luis, eternamente.
RALMUNDO DE FITERO
Castilla está
consternada.
La inquietud
reina en Toledo.
Se planta en
los graves rostros
de los nobles
y guerreros;
y sobre todo,
en los ojos
de
interrogantes destellos,
del Arzobispo
Don Juan
y del Rey
Sancho Tercero.
Es el nombre
de Abd‑el‑Mumen
causa del
desasosiego:
que en los
oídos cristianos,
hace el efecto
de un trueno;
pues lo mismo
que un ciclón,
avanza el jefe
agareno
hacia
Castilla, arrollando
cuanto le sale
al encuentro.
Ante el empuje
almohade,
los pueblos se
van rindiendo,
y de Algeciras
a Beja,
su avance es
triunfal paseo.
Es que las
armas cristianas
¿conseguirán
detenerlo...?
La horrible
duda ataraza
a no pocos
caballeros,
y ante todo, a
los Templarlos,
que son de
valor espejo.
No acaban de
devolver
al Rey Don
Sancho Tercero
la plaza de
Calatrava,
confiada a sus
aceros. . .
para resistir
con ellos,
sin los medios
suficientes
para soportar
un cerco.
La fuerte
villa manchega,
por su valor
estratégico
y posición
geográfica,
es la Llave de
Toledo.
Por eso al
moro Faraj
se la quitó
Alfonso Séptimo.
En manos de
los infieles,
¿es que va a
caer de nuevo. . . ?
Y si cae, cual
será
el destino de
Toledo. . .
En la Corte de
Don Sancho,
cundiendo está
el desaliento,
pues todos dan
por perdido
el campo
calatraveño.
Entonces,
desanimado,
apela el Rey a
este extremo:
ordena que se
pregone,
en todo lugar
del Reino,
que hará
donación del campo,
a quien quiera
defenderlo.
Mas nadie al
pregón contesta
ni acude a su
Llamamiento:
que el gesto
de los Templarlos
ha infundido a
todos miedo.
Calatrava va a
perderse;
y después, tal
vez, Toledo.
¿Será posible
tal cosa. . .?
¿Será tal
desastre un hecho. . .?
No, porque van
a impedirlo
dos vecinos de
Fitero.
Son dos monjes
cistercienses
de su
incipiente convento,
que se
encuentran casualmente
en la ciudad
de Toledo.
Se Llaman
Raimundo Sierra,
abad santo y
tesorero,
y Diego
Velázquez, fraile
con corazón de
guerrero.
Ambos al Rey
se presentan
y le dicen sin
rodeos:
‑ ¿ No hay
quien el Reino defienda...?
Pues bien,
nosotros lo haremos.
Concedednos
Calatrava
y al musulmán
venceremos
Ante gesto tan
insólito,
el Rey se
queda perplejo.
¿Pueden triunfar unos frailes
do fracasan
los guerreros...?
Haría falta un
milagro
para que
tuvieran éxito.
Mas el milagro
lo hacen
los dos monjes
de Fitero;
pues, no bien
en Almazán,
les firma
Sancho el convenio,
cuando a
Calatrava acuden,
con miles de
hombres resueltos.
Son campesinos
y nobles,
son clérigos y
guerreros.
Son de
Asturias y Navarra,
valencianos y
gallegos:
que a todos
une, en la lucha,
el común y
mortal riesgo.
En Fitero sólo
quedan
las hembras,
niños y viejos.
Y a todos
Lleva una fe
al campo
calatraveño:
la fe ciega en
los dos monjes
del cenobio de
Fitero.
Ralmundo los
entuslasma,
con su palabra
y su celo,
y Velázquez
los encuadra,
con su talento
guerrero.
Y bajo tal dirección,
se crea, sin
perder tiempo,
la Orden de
Calatrava,
con monjes y
caballeros:
la primera de
esta clase,
que surge en
el patrio suelo.
Bajo su blanco
pendón,
con cruz de
lises concéntricos,
dan el pecho
los cristianos
a los hierros
agarenos.
Y los resisten
y atacan,
vencen y paran
en seco.
Y Calatrava se
salva;
y queda a
salvo Toledo;
recobrando la
confianza,
perdida por un
momento.
Ya no galopa
Abd‑el‑Mumen,
con la rapidez
del viento.
A la Corte de
Don Sancho
ya no postra
el desaliento.
Y la España
combatiente
contra el
infiel sarraceno,
vencedora en
Covadonga,
en Alhandega y
Toledo,
recobra sus
energías
y sus viejos
bríos bélicos,
slguiendo la
Reconquista
bajo el
estandarte nuevo:
el pendón de
Calatrava
de Raimundo de
Fitero.
México D. F.,
15 de marzo de 1953.
LAS REBUSCADORAS
Sí; yo las recuerdo bien a aquellas
infelices
mujeres fiteranas, que, en mi lejana
infancia,
rebuscaban olivas, en los días difíciles
de los inviernos crudos de nieves y de
escarchas.
Eran pobres esposas de obreros sin
trabajo,
o viudas miserables, o madres de familia
que, con los seis reales del marital
salario,
sostener no podían de sus hijos la vida;
y en los días más duros del despiadado
invierno,
rebuscaban las pocas olivas olvidadas
en cabañas y en cuestas, en riberas y en
cerros,
donde ya la cosecha estaba levantada.
Sí; yo las recuerdo bien, hambrientas,
mal vestidas,
todo el día encorvadas, lo mismo que
animales,
hurgando con sus manos, de frío
entumecidas,
en las piedras y hielos de nuestros
olivares.
Los recorrían todos: los Abatores,
Roscas,
Hospinete, la Vega, la Huerta, el
Olivar,
para sacar, al cabo de labor tan penosa,
los riñones quebrados y el valor de un
real...!
Y a pesar de una lucha tan terrible y
heroica,
en vez de sentir lástima de su
existencia amarga,
algunos las llamaban todavía ladronas,
cruzando,
con la tralla de la injuria, su cara.
¡Ladronas...!, porque, acaso,
desesperada alguna,
tras de una inútil búsqueda, desde el
alba al ocaso,
cogía un taleguilla, cuando más, de
aceitunas,
en olivar ajeno, aún no recolectado.
Ladronas, porque hambrientas, pero
fieles esposas,
arrostrar preferían aquel cruel
martirio,
a vender, en secreto, su inmaculada
honra,
a cualquier ricachuelo bien comido y
vestido.
¿Ladronas...? ¡Pobrecillasl Cuando
abandoné el pueblo,
recorrí mucho el mundo, en todas
direcciones,
y entonces tuve en todas, ocasiones sin
cuento
de conocer a auténticas ladronas y
ladrones
Ladrones de millones, doblados de
asesinos,
ladrones de naciones y hasta de
continentes,
a quienes, no obstante, admiran los
cretinos,
inciensan los cronistas y adoran las
mujeres.
Por eso, hoy, al recuerdo de las
rebuscadoras
que vi penar antaño en nuestros olivares
y a las que algunos pillos trataban de
ladronas,
me conmuevo y exclamo: ipobres y nobles
mártires!
México O. F., 26 de diciembre de 1953.
Las Rebuscadoras [10] es uno de tantos cuadros sombríos que
ofrecía la existencia de la clase humilde fiterana, a principios del siglo
actual: una existencia dura, miserable y humillante. Por supuesto que no era
privativa de Fitero, sino de todos los pueblos de la Ribera y aun de la inmensa
mayoría de España. A la sazón, los jornales eran de seis reales diarios (sólo a
los segadores se les pagaba dos pesetas, en la época de la recolección de las
mieses) y ello por trabajar brutalmente, desde el alba hasta el crepúsculo; es
decir, de once a catorce horas, según la estación del año. Pero además
este mísero jornal sólo era diario teóricamente, puesto que había que descontar
los días de fiesta, de lluvias y de nieves, y aquéllos en que las faenas del
campo eran escasas y no había trabajo para todos. Los jornaleros, que
constituían la mayoría de los vecinos, cuando no eran peones fijos, salían de
madrugada al Parador de San Antonio, en la calle Mayor, a esperar que vinieran
a alquilarlos por el día los propietarios, como a un mercado de esclavos.
Naturalmente los débiles y los viejos se quedaban a menudo sin jornal y
entonces se marchaban mohínos al monte, a recoger samantas de aulagas o a cazar
pájaros con costillas.
Aunque la vida, a la sazón, era mucho
más barata que en la actualidad, es claro que, con un exiguo salario
intermitente de unos doce céntimos por hora, no podía vivir una familia con
hijos pequeños; y por lo mismo, tenían que trabajar asimismo en lo que podían,
las mujeres de los jornaleros. Su trabajo era peor pagado. En la recolección de
la oliva, como la jornada era más corta, por ser invierno, solamente les daban
tres reales; y en la recolección de las mieses y en la vendimia, tanto a las
cernedoras del grano, como a las cortadoras de uva, les pagaban una peseta.
Ahora bien, como estas faenas eran solamente de temporada, el resto del año se
dedicaban a otros trabajos peor retribuidos. El más corriente era el de
trenceras y capelladoras de alpargatas. A las trenceras sólo les pagaban dos reales
por cada 150 varas. ¡Ah!, pero además tenían que hacer por su cuenta los
juvillos (ovillos), en lo que perdían, por lo menos, un día; y si iban a
recoger la etapa a Cervera – a pie o en burra -, todavía tenían que perder otra
jornada, que nadie les pagaba. Para colmar la explotación, no se les
remuneraba su trabajo en dinero contante y sonante, sino en víveres, o como se
decía entonces, en recado: hogazas, abadejo, habas, alubias, aceite, etc.,
ordinariamente mal medidos y pesados, y de la peor clase, pero cobrados como de
buena; de manera que el despojo era por partida doble. Huelga decir que la vida
de esta pobre gente no podía ser más triste y miserable, puesto que tenían que
trabajar como bestias para mal comer y peor vestir. Aunque hoy parezca increible,
había entonces jornaleros que se veían forzados a pasarse los días festivos en
la cama, para que su mujer les lavase la única camisa y les remendara o
apedazara el único pantalón que poseían. Con razón podía escribir el
comerciante de tejidos, don Rufino Maculet, en el nº 2 del periódico Fitero
Mercantil, de noviembre de 1917: “Comparando los tiempos pasados con los
actuales, oímos a veces disparates verdaderamente estupendos. Hay quien se
empeña en hacernos creer que antiguamente, habiendo ganancias excesivamente más
pequeñas que ahora, vivían las gentes mejor que en la actualidad. Esos
tales no se fijan en que nuestros antepasados ni comían ni bebían ni vestían ni
gozaban de nada...” Algo exagerado don Rufino, al generalizar de esta
manera; pero restringiendo su juicio a los jornaleros fiteranos, tenía más
razón que un santo.
Afortunadamente pasaron aquellos negros
tiempos y actualmente los asalariados fiteranos viven por lo menos, como
personas, que es lo mínimo a lo que tiene derecho todo trabajador.
LA PEÑA DEL SACO
A orillas del
río Alhama,
frente al
nuevo Balneario,
se alza una mole
de piedra,
llamada Peña
del Saco.
Parece una
gran matrona,
envuelta en
pétreo manto
y extasiada
ante la Vega,
el río, Roscas
y el Baño.
¿Por qué se le
dio a este monte
ese nombre un
tanto extraño...?
Hay diferentes
leyendas
que pretenden
explicarlo;
pero es la más
intrigante
la que me
contó un anciano.
Según esa
referencia,
hace varios
cientos de años,
un pastor
hizo, en tal sitio,
el hallazgo
más macabro.
Andaba por el
paraje,
su rebaño
apacentando,
cuando
empezaron sus perros
a lanzar
ladridos raucos.
En la ladera
oriental,
ya muy cerca
del picacho,
los vio que, a
la vez, estaban
furiosamente
escarbando.
Ascendió al
lugar corriendo
y localizó en
el acto
un gran hoyo,
que dejaba
ver una punta
de saco.
Estaba
completamente
recubierto de
guijarros,
y el pastor,
con diligencia,
apresuróse a
sacarlos.
Terminó y ¿qué
es lo que vio..?
En efecto, un
amplio saco,
ya putrefacto
y deshecho,
lleno de
restos humanos.
Ante tal
descubrimiento,
el pastor
tembló de espanto,
pues pensó que
se trataba
de un horrible
asesinato.
Cuando, al
fin, se serenó,
hurgó en ellos
con cuidado
y vio que eran
de ambos sexos,
por el pelo de
los cráneos.
Marchó al
pueblo, refirió
a los vecinos
su hallazgo
y todo el
mundo convino
en la
explicación del caso.
Era un crimen
pasional,
tan oscuro
como bárbaro.
¿No andan
acaso, a menudo,
amor y muerte
enredados...?
Mas, ¿quiénes
serían las
víctimas del
atentado..?
¿Y quién el
fiero asesino
de aquellos
dos desgraciados...?
¿Obedeció a
una venganza
de amante
menospreciado
o a justicia
primitiva
de algún
marido burlado..?
Una cosa era
segura,
y es que no
eran fiteranos
ninguno de los
dos seres
tan
brutalmente inmolados;
puesto que, de
haberlo sido,
Fitero habría
notado
la
desaparición súbita
bien de uno,
bien de ambos.
Tampoco en los
pueblos próximos:
Cervera, Igea
o Cornadgo,
desaprecido
habían
personas del
vecindario.
¿No serían,
pues, bañistas,
de otras
regiones llegados,
para sus
turbios amores,
un escondite
buscando...?
¡Quién sabe!
Bien pudo ser,
pues, hacía
luengos años,
que era el
Balneario Viejo
refugio de
enamorados.
Sea de ello lo
que fuere,
desde
entonces, por tal caso,
a este monte
de Fitero
llaman la Peña
del Saco.
México D.F.,
10 de abril de 1963
La silla del Alcalde Oñate
En Fitero hay
gran revuelo,
porque el
Alcalde del crimen
ha hecho al
señor Abad
un agravio
inconcebible.
De las fiestas
del Santísimo,
ayer tarde, la
comedia,
don Juan de
Oñate sentóse
en una silla
de anea!
¿Cuándo en
Fitero se vio
que, en una
función del pueblo,
se permitiera
un alcalde
usar tal clase
de asiento...?
Siempre estuvo
reservada
la silla para
el Abad;
y para los del
Consejo,
un escaño de
nogal.
Pero el
Alcalde pensó
que, para sus
posaderas,
sería también
más cómoda
una amplia
silla de anea.
Y cogiendo una
en su casa,
se la llevó a
la función,
desafiando
impertérrito
a la vieja
tradición.
Nadie esperaba
tal cosa
y el escándalo
fue enorme,
cayendo como
un chubasco
entre los
pasmados monjes.
El señor Abad
temió
que le diera
algún soponcio;
pero todo se
redujo
a tragar
saliva a chorros;
pues se dio
perfecta cuenta
de que el
gesto del Alcalde
era acogido
con gusto
por la gente
de la calle.
En cambio, los
religiosos
y adictos al
Monasterio
estaban que
echaban chispas
ante el
insolente reto.
Mas nadie allí
se movió,
no fuera que
la comedia,
por una
imprudencia torpe,
se convirtiese
en tragedia.
Terminada la
función,
partieron los
asistentes,
comentando a
su manera
el histórico
incidente.
¿Qué es lo que
iba a pasar...?
¿Qué es lo que
iba a ocurrir...?
Aquella ofensa
al Abad
¿se iba a
quedar así...?
A
continuación, los monjes
una reunión
tuvieron,
para examinar
el caso
y aplicarle
algún remedio.
El padre
Fiscal propuso
una penitencia
pública;
el Prior, la
excomunión;
y el
Cillerero, una multa.
Mas, al fin,
triunfó el criterio
del Padre
Procurador,
quien al
Tribunal del Reino
llevar el caso
pidió.
Transcurrieron
varios años;
se consumió
mucha tinta,
sudando más de
una vez
los actuarios
y golillas.
Y al fin,
falló el Tribunal
que don Juan
pagase al Fisco
una multa de
cien libras
y las costas
del litigio...!
Así Fitero
aprendió
que solo el
Abad podía
usar silla
preferente
en las fiestas
de la Villa.
México D. F.,
18 de enero de 1968.
El chusco
incidente de la silla del Alcalde del Crimen, D. Juan de Oñate, no es un
chascarrillo, inventado por Don Manuel, para regocijo de los fiteranos, sino un
hecho real, ocurrido en las fiestas del Corpus Christi de 1647. A la sazón, era
Abad del Monasterio, Fr. Atanasio de Cucho, quien, por cierto, era un hombre
ilustrado, pero imbuido de todos los prejuicios de las clases dominantes de su
época. Las relaciones entre el pueblo y
el convento andaban bastante deterioradas, desde hacía más de un siglo, y en
los últimos años, se habían puesto más tirantes todavía, porque el Concejo o
Regimiento de la Villa, como entonces se decía, había, al fin conseguido
emanciparse, hasta cierto punto, del Monasterio, arrebatándole la jurisdicción
mediana y baja sobre el vecindario, detentada hasta entonces por la Abadía. Este pequeño triunfo hizo sin duda crecerse a
los componentes del Concejo, por lo que no es imposible que el gesto del
Alcalde del Crimen, Don Juan de Oñate, sentándose en una silla de anea, cerca
del Abad, en vez de hacerlo en un escaño trasero, destinado a los munícipes,
para presenciar los espectáculos públicos, no fuese simplemente una ocurrencia
chusca de un vecino comodón, sino un velado desafío al Monasterio, queriendo
significarle que, si el Abad se creía con derecho a sentarse en una silla de
preferencia, colocada delante de la comunidad religiosa y del Concejo, por ser
el Superior del convento y el representante del poder espiritual de la Villa,
también el Alcalde Mayor de Fitero debía tener derecho a sentarse en otra
silla, por ser el representante del pueblo y del poder civil. Pero estas ideas eran demasiado avanzadas
para aquellos tiempos de absolutismo político y religioso, y naturalmente el
Alcalde, Don Juan de Oñate, fue condenado judicialmente, por su actitud subversiva
del orden constituido.
Es posible,
aunque nos falta comprobarlo, que la vieja calle de Fitero que lleva el nombre
de Oñate, sea un desagravio póstumo al antiguo Alcalde del Crimen, realizado,
después de la supresión del Monasterio, por algún Ayuntamiento liberal.
Añadamos que
Fr. Atanasio de Cucho también chocó con los propios frailes del convento, a
causa de sus aspiraciones al mando perpetuo y por su defensa del Patronato
Real, y que acabó por ser depuesto de su cargo.
Apeló al Nuncio de Su Santidad, pero no le sirvió de nada. Entonces Felipe II queriendo premiar su
discutible gestión en Fitero, lo impuso contra viento y marea, como Abad del
Monasterio de la Oliva; pero el viento y la marea eran nada menos que el
Vicario General de la Congregación Navarro-aragonesa, quien redactoó un informe
contra él, así como los monjes de La Oliva, que estaban disconformes con su
mando. Ante tan delicada situación,
renunció al poco tiempo, a su puesto, acabando su carrera abacial.
CARNET SENTIMENTAL DE UN BAÑISTA
Balneario
Nuevo de Fitero, agosto de 1930.
Primer día. En
el restaurante.
Empiezo con
suerte. Hoy, mientras comía,
igual que un
relámpago en la obscuridad,
cegaron mis
ojos las verdes pupilas
de una bella
joven, en el restaurant.
Segundo día.
En el jardín.
Después de la
siesta, he vuelto a encontrarla,
sentado en un
banco del verde jardín.
Mas no me ha
mirado. Y en verdad que es guapa.
Semeja a una
virgen de fino marfil.
Tercer día. En
el Salón de recreo.
Hoy la he
sorprendido, tocando en el piano,
del clásico
Schubert un bonito lied.
Le aplaudí y
me dijo: “Sois músico acaso...?
- ¡Oh!, no;
pero admiro a las Clara Wieck” ([7])
Cuarto día.
Junto al estanque.
Mientras
contemplaba conmigo el estanque,
envuelto en la
bruma de un tenue vapor,
“ - ¡Qué
lástima!, díjele, con voz insinuante,
que así tenga
el fondo nuestro corazón...”
Quinto día.
Domingo. En la capilla.
En la misa de
once, la he visto rezando,
con las
apariencias de una gran piedad.
¿Es cierto que
piden apoyo a los santos
todas las
mujeres, para hacerse amar...?
Sexto día. En
las Ventas.
-“¿Me
acompañaría, me dijo esta tarde,
a dar un paseo
hasta la Albotea...?
- Y hasta el
fin del mundo, respondí galante,
con usted
iría, si me lo pidiera”.
Séptimo día.
En el Mirador.
Hoy me he
declarado. No pude impedirlo.
Lucía tan
bella como el sol poniente.
Estábamos
solos sobre el precipicio
y sobre mis
hombros reclinó su frente.
Octavo día. En
la Vega.
Cabe el río
Alhama y entre los nogales,
sentado a su
vera, en la soledad,
de Pablo y
Virginia reviví esta tarde
el clásico
idilio, feliz e inmortal. ([8])
Noveno día. En
la boca de la Cueva de la Mora.
-“¿Irás a
olvidarme...?, me ha dicho muy quedo.
¿La leyenda
ignoras de este sitio hermoso...? ([9])
Yo te amaré
siempre, como el caballero
a la bella
hija del Alcaide moro.
México D. F.,
19 de junio de 1953.
¿Cuántos amores
han nacido en los románticos Balnearios de Fitero, al calor de sus aguas..?
Seguramente muchísimos: amores y amoríos.
Sus bellos paisajes, su tranquilidad y las relaciones que brotan
espontáneamente entre personas que conviven en un mismo lugar, aunque solo sea
por una novena, sobre todo, si son jóvenes y de sexo diferente, pueden
despertar y de hecho despiertan a menudo ese sentimiento de atracción mutua que
un escritor francés definió como “un no sé qué, que viene de no sé dónde y que
terminó no se sabe nunca cómo ni por qué”.
Desde luego, el
autor, en la época de su adolescencia en que vivió en el Balneario Nuevo, tuvo más de una ocasión
de observar el nacimiento de no pocos idilios que acabarían probablemente en la
vicaría o vaya usted a saber dónde.
Recuerda especialmente uno de ellos cuyos protagonistas fueron una
bonita camarera y un joven que venía a verla a menudo del pueblo. Por cierto que ninguno de los dos era
fiterano, aunque los dos estaban avecindados en Fitero. El idilio acabó en boda, después de haber
sido rebautizados por el autor de estas líneas. Les voy a explicar cómo. Fue
allá por 1911, cuando, en aquel verano, estuvo de botones en el Balneario, y las
camareras le llamaba cariñosamente Manolito. Con que una de ellas, algo
envidiosilla, estando pelando la pava los dos novios, sentados muy formalmente
en la primera grada de mármol de la
escalera interior que subía hasta el pasillo del Obispo, atravesando antes el
del Entresuelo, le dio unas ochenas para que arrojara a los novios desde lo
alto un barreño de agua fría. Y Manolito
lo hizo, con la inconsciencia de un niño, apagándoles instantáneamente el fuego
de la pasión.
Las víctimas de
esta travesura murieron hace muchos años; y ella, prematuramente, a causa de un
mal sobreparto. Entonces él contrajo
segundas nupcias, al cabo de algún tiempo. Un hijo suyo llegó a ser Alcalde de
Fitero y también es inquilino del cementerio. Naturalmente nos reservamos sus
nombres. Adivínenlos ustedes, si pueden.
No hay que
decir que los versos del Carnet sentimental de un bañista son obra de Don
Manuel, aunque podrían muy bien haber sido escritos por un bañista cualquiera,
con aficiones literarias.
EL MAESTRO DON
BLAS
Uno de los
auténticos
bienhechores
del pueblo,
ya del todo
olvidado,
fue don Blas
el Maestro.
Maestro con
mayúscula,
porque lo fue
integral:
de enseñanza y
de vida,
de letras y
moral;
pues hacer no
quería
hombres sólo instruídos,
sino
trabajadores,
honrados y
pulidos.
Y él fue
siempre un modelo
de conducta
intachable,
en su escuela,
lo mismo
que en su
lugar y en la calle
Durante
treinta años,
se entregó en
cuerpo y alma
a educar a la
infancia
varonil
fiterana,
Haciéndolo él
solo,
durante mucho
tiempo,
por no haber
más que un aula
de niños, en
el pueblo.
Más de cien
mozalbetes
a diario
acudían
a recibir las
clases
que don Blas
impartía;
y en las
noches de invierno,
su labor
coronaba,
con las que
todavía
a los adultos
daba.
Consigo mismo
rígido,
lo era con los
demás,
imponiendo una
férrea
disciplina
escolar;
mas suavizada
siempre
por el amor de
padre,
que profesaba
a todos
los niños de
la clase.
“La letra con
sangre entra”,
entonces se
decía,
abonando una
vieja
y cruel
pedagogía.
Mas, a menudo,
era
la sangre del
maestro,
cual don Blas,
extenuado
por su
terrible esfuerzo.
Y bien, por
esta heroica
y fecunda
tarea,
sólo ganaba al
día
tres pesetas y
media...;
bien es verdad
que entonces
valía un real
más
que un duro depreciado
de la época
actual.
Yo a su
escuela acudí,
en su postrera
etapa:
próximo a
jubilarse,
roído por el
asma.
Del arrogante
mozo,
que en su
juventud fuera,
quedaba
únicamente
un anciano sin
fuerzas.
Y dos años
después,
murió el noble
maestro.
El vecindario
en masa
lo acompañó en
su entierro.
Pero ya está
olvidado
-el tiempo
todo lo borra–
y por eso
estas líneas
dedico a su
memoria.
México D. F.,
6 de mayo de 1965
Según
los datos que me proporcionó la R. M. María Bozal, su padre, don Blas Bozal y
Romero [1],
nació en Cascante, el 3 de febrero de 1849 y murió en Fitero, el 14 de
diciembre de 1910. Muy joven, hizo los estudios del Magisterio de Primera
Enseñanza (en la Normal de Zaragoza) y, después de ejercer su carrera, durante
tres años, en Azagra [2] y
cuatro meses en Cortes (Navarra), fue destinado a Fitero en mayo de 1882. En 1882, contrajo matrimonio con la
distinguida señorita fiterana Matías Alfaro, y ya se quedó definitivamente en
nuestro pueblo. De su matrimonio nacieron diez hijos, muriendo seis en la
infancia. Uno de los sobrevivientes, don Alfonso Bozal Alfaro, fue párroco de
la iglesia de Fitero, desde 1925 hasta 1937, en que falleció. Anteriormente
había sido profesor del Seminario Conciliar de Tarazona y Cura Ecónomo de la
parroquia de Cintruénigo.
La
labor escolar de don Blas Bozal [3]
fue tan fecunda y meritoria, como larga y abrumadora. A consecuencia de ella,
cayó gravemente enfermo en 1903 y tuvo que poner un sustituto, el cual se quedó
finalmente como auxiliar.
Yo
ingresé en su escuela en 1908, poco antes de jubilarse, pues lo hizo en el
mismo año, y sólo conservo de él la imagen borrosa de un anciano encanecido, de
ojos vivos y enérgico rostro, que sufría frecuentes accesos de asma. ¡Qué
distinto del magnífico retrato de su juventud, que me mostraron sus familiares
en Fitero, en enero de 1964!
Al
jubilarse [4],
don Blas, que hasta entonces, había ocupado la vivienda aneja a la escuela y
que daba a la Plaza de las Malvas, pasó a vivir, con su familia, a la casa nº 2
del Barrio Bajo, frente al Pozo de la Picota [5],
ya desaparecido, y allí falleció. Como nosotros vivíamos a la sazón en el nº 10
de la misma calle, recuerdo perfectamente que, el día de su entierro, su
familia enlutó completamente las paredes y el techo del vestíbulo de la casa y
que la caja de don Blas era hexaédrica y estaba revestida de terciopelo negro,
con flecos colgantes. Se la hizo el carpintero Patricio Alfaro, cuyos hijos
habían sido alumnos de don Blas.
El
buen maestro vivió como un asceta y murió como un santo, conservando sus
facultades mentales hasta el último momento. La víspera de su muerte, dijo a su
esposa: “Mañana hará 28 años que nos
casamos y mañana nos separaremos por mi fallecimiento”. Y así ocurrió. Hacia
las cinco de la tarde del día siguiente, llamó a su lecho de muerte a todos los
suyos y les dijo: “Vamos a rezar, por última vez, el rosario en familia, antes
de irme al cielo, donde os esperaré, y allí nos volveremos a juntar, para no
separarnos nunca.” Y mientras rezaban la letanía, murió plácidamente, sin
agonía.
[1] El Maestro Don Blas, p. 256.
[2] De 1877 a 1880. Luego fue destinado,
con plaza en propiedad, a Cortes (Diciembre, 1881- Mayo, 1882). N. del E.
[3] Ver fotografía, rodeado de sus alumnos,
en la Revista Fitero-90.
[4]
Fue maestro de Fitero durante veintisiete años, un mes y veintiocho días. Don
Blas Bozal ejerció como maestro durante 30 años, dos meses y diez díaz. (Hoja
de Servicios expedida el 15 de
febrero de 1909, fecha de su jubilación). N. del E.
[5] El Pozo del
Barrio Bajo, también llamado de la Picota, estuvo emplazado, en otros tiempos,
frente a la casa número 2 de la calle del Barrio Bajo. Era una bomba hidráulica aspirante, accionada
por un pesado manil de hierro, que en todo tiempo, y sobre todo, en verano,
daba una agua cristalina y fresquísima, con ligero sabor metálico. Tenía adosado un gran pilón, que servía de
abrevadero para las caballerías. El Pozo
era un sitio concurridísimo a todas las horas, pero sobre todo, al mediodía y
al anochecer. ¡Cuántas veces no saqué yo agua del mismo, cuando en mi
adolescencia, viví durante algunos años con mis padres, en la casa nº 14 del
Barrio Bajo! Al fin, fue desmontado en 1945, al instalarse en el pueblo el
servicio de agua corriente a domicilio. La sastrería Mesa estaba instalada en
la casa nº 2 del Barrio Bajo. (Poemas
Humorísticos).
LA BANDERA DE FITERO
Es un símbolo
magnífico
de su
brillante pasado,
del carácter
de sus hijos
y de sus
fértiles campos.
Me recuerda la
bandera
que presidió,
en Calatrava,
una de las
grandes gestas
de la historia
de la Patria;
el blanco
hábito del Císter,
cuyo antiguo
monasterio
dio una fama
inmarcesible
y la cruz de
lises rojos
a la villa de
Fitero;
de la Orden
Militar,
que mil
combates honrosos
libro por la
cristiandad.
Su escudo
ostenta una vid
y un perfumado
romero,
que son, del
hombre, elixir;
de la mujer,
embeleso.
La blancura de
sus pliegues
elegante
simboliza
el candor de sus
mujeres
hacendosas y
bonitas.
El carmesí de
sus lises,
el valor de
que hacen gala
sus varones,
en las lides
de la
existencia diaria.
Y la viña y el
romero,
la fecundidad
perpetua
de su lomerío
extenso
y de su vega
risueña.
¿Qué otra
villa envanecerse
puede de tener
un lábaro
que al de
Fitero supere,
en gloria,
expresión y garbo?
¡Oh, bandera
de mi pueblo,
tan ilustre
como bella:
yo te saludo y
te beso
desde la
lejana América!
México, D. F., 10 de junio de 1953
A principios del
verano de 1861, la Diputación Foral y Provincial de Navarra, habiendo decidido
decorar el Salón del Trono, así como la galería principal de su Palacio en
Pamplona, con los escudos de armas de los pueblos de la provincia, se dirigió a
todos los Ayuntamientos navarros, pidiéndoles una descripción detallada de sus
respectivos blasones. Don Nicolás Octavio de Toledo, a la sazón,
alcalde-presidente de Fitero, comunicó a la Diputación, por oficio del 30 de
junio de 1961, que el Ayuntamiento de Fitero “de inmemorial tiempo, viene usando en los sellos un romero y una Parra,
ignorando su origen. Los colores de estas dos plantas son verdes”.
Si los señores
Alcaldes y Secretario de entonces se hubieran tomado la molestia de hacer
algunas indagaciones en los archivos, habrían averiguado que el escudo de la
Villa no databa de tiempo inmemorial, como ellos decían, sino de hacía
solamente dos siglos.
En efecto, la Villa
de Fitero empezó a tener y a usar escudo propio, hacia la mitad del siglo XVII;
es decir, cuando logró independizarse, hasta cierto punto, de la Abadía,
adquiriendo la jurisdicción civil y criminal sobre el vecindario.
Anteriormente, el
único escudo oficial de Fitero fue el del Monasterio. El primitivo de éste
constaba de un cuartel único, con la apoteosis de San Veremundo; y en bordura,
las cuatro cruces de las Ordenes Militares peninsulares: Calatrava, Alcántara,
Cristo de Portugal y Montesa.
Posteriormente, fue
sustituido por otro blasón con tres cuarteles: el primero ocupaba la mitad
superior del escudo y representaba la apoteosis de San Raimundo; y los otros
dos cuarteles, situados en la mitad inferior, representaban respectivamente las
cuatro cruces de las Órdenes Militares citadas, puestas en cruz: y el típico
brazo prelaticio, revestido de la cogulla cisterciense y empuñando el báculo
abacial. Todo el escudo aparecía sostenido por una gran cruz de Calatrava.
Ni
que decir tiene que el primer escudo propio de la Villa, hecho ya por los fiteranos,
rescindió de todos estos símbolos de la dominación del Monasterio, para
sustituirlos por otros que afirmasen su personalidad. Se empezó a usar en 1680
y ostentaba un jeroglífico de tosca factura que simbolizaba el término de
Ormiñén, con sus romerales, viñas y otros arbustos, y una leyenda alrededor que
decía: “Ormiñén, propio de la Villa de
Fitero.”
Su origen fue un
largo pleito que sostuvieron la Abadía y el Ayuntamiento, acerca de la
propiedad de Ormiñén. Duró desde 1627 hasta 1643, siendo Abad Fr. Plácido del
Corral y Guzmán, y al fin, se terminó con un arreglo, por el que se aclaraba el
dominio de Ormiñén, como propio de la Villa. Naturalmente los fiteranos de
entonces consideraron aquella solución como un triunfo y la representaron
simbólicamente en su primer escudo municipal.
Lo
más curioso del caso es el origen de este pleito; el enésimo entre el convento
y el pueblo. Todo empezó porque, un buen día, el arrendador de la caza del
término municipal quitó a un fraile franciscano la escopeta y una jaula con dos
perdigones (perdices machos de reclamo), con los que estaba cazando en Ormiñén.
A la sazón, era época de veda y Ormiñén era un terreno vedado. El guarda
depositó los perdigones en la Casa del Concejo, y cuando el abad, poniéndose
injustamente de parte del fraile furtivo, fue a reclamar la jaula al
Ayuntamiento, el Alcalde se negó a entregársela. El abad recurrió entonces a
los Tribunales, entablando un pleito que duró 18 años. Es decir, ¡5.840 días de
pleito por dos perdigones…!
Así
nació el escudo de Fitero.
El
tosco blasón de 1650 se refinó más tarde, quitándole la leyenda alusiva al
litigio y dejándolo reducido a un escudo cortado, con un romero en el cuartel
superior y una parra en el inferior. En la decoración del Palacio de la
Diputación de Navarra, que se hizo en el seto decenio del siglo XIX y a que
aludimos al principio de esta Nota, el campo de nuestro escudo fue pintado de
plata; y el romero y la parra, de sinople.
El Joyero de Walada
De Tudején en las
Termas
se está
bañando Walada:
la mujer más
seductora
de Córdoba la
Sultana
Su baño está
perfumado,
con aromas de
la Arabia;
y con jabones
de Persia,
lava su cuerpo
de alba.
Tocando un
fino laúd
y envuelta en
manto de gasa,
una joven
juglaresca
melosamente le
canta:
"‑Como
las de amor, no hay penas
para las
enamoradas.
Mas nada al
tiempo resiste
y amor nuevo
al viejo mata".
Yes que sabe
la cantora
que, en estos
días, su ama,
por una
desilusión
de amor, vive
torturada.
Por eso salió
de Córdoba,
alejándose de
AL‑Zahra:
la de los
techos de perlas
y de las
fuentes de plata.
Allá quedó
Abenzaldún,
el vate al que
tanto amara
y que a Walada
dejó
por una de sus
esclavas.
Veleidades del
amor
y arcanos del
alma humana,
que, a veces,
trueca un palacio
por una
humilde cabaña!
Rumiando
Walada está
su despecho y
su venganza,
porque una
afrenta tan grave
no puede ser perdonada.
Mas Tudején
entretanto
sus nervios
crispados calma,
pues sus
termas y paisaje
son un sedante
del alma.
Y además ha
conocido
a un joven de
bella estampa,
quien, con
toda discreción,
la acompaña y
la agasaja.
En efecto,
Abenjall
se ha prendado
de Walada,
entre cuyos
atractivos
es el menor la
elegancia.
Pero ya sabe
que es
una dama
aristocrática
y en su pecho,
con sigilo,
su dulce
secreto guarda.
¿Para qué
manifestar
una pasión
soterrada,
si esperar
correspondencia
sólo es una
ilusión vana?
Mas no es
fácil ocultar
en los sótanos
del alma
lo que asoma,
a pesar nuestro,
por los ojos
de la cara.
Y no tarda en
darse cuenta
la penetrante
Walada
de que al hijo
del Alcalde
quemando está
las entrañas.
Y si lo duda,
una noche,
la juglaresca
le canta
una copla
relevante
por Abenjall
rimada:
"‑De un
amor perdido es fácil
borrar toda
remembranza;
mas no se
olvida tan pronto
un amor sin
esperanza. . ."
La princesa se
conmueve
y hasta se
siente halagada,
pues a ninguna
mujer
la adoración
desagrada.
Pero no
concede al caso
una mayor
importancia
y a regresar
se dispone
a Córdoba la
Sultana.
Con todo, está
agradecida
al Alcalde del
Alcázar
y a su hijo,
por haberle
hecho
agradable la estancia;
y al
despedirse del joven,
en recuerdo le
regala
un rizo de sus
cabellos,
en una arqueta
de alhajas.
Pasaron ya
muchos siglos
desde esta
escena romántica.
Nli-Al-Zahra
ni Tudején
figuran ya en
ningún mapa;
mas todavía en
Fitero
se conservaba
en mi infancia (1)
olvidado en un
rincón
el joyero de
Walada.
México D. F.,
15 de enero de 1968.
(1) Y se conserva todavía.
Es un romance a
propósito de la más rica arqueta de marfil que posee Fitero: la arqueta
hispano-arábiga del siglo X. Es un
estuche rectangular de cubierta planta, para guardar joyas y perfumes, y está
formado por dos bloques de marfil y decorado íntegramente con ataurique. En su tapa, aparece tallada una inscripción
cúfica que dice así: “En el nombre de Aláh. La bendición de Aláh,
prosperidad, felicidad, alegría y gracia para la queridísima Walada. Hecha en Madinat al-Zahara, el año 355. Obra
de Half”. Halaf fue evidentemente el artista que labró esta joya y el
año 355 es el de la era o Hégira mahometana, correspondiente al año 966 de la
era cristiana. De manera que hoy tiene
1.019 años. Don Manuel inserta una
magnífica fotografía de esta arqueta, en la página 223 de sus libro LA IGLESIA
CISTERCIENSE DE FITERO; pero hace más de un cuarto de siglo que aparecieron dos
estupendas de la misma ,en el tomo IV, página 384 de la monumental HISTORIA DE
ESPAÑA, dirigida por D. Ramón Menéndez Pidal y editada por España-Calpe
(Madrid, 1957, 2ª edición).
¿Cómo llegó a
Fitero tan rara joya..? No lo sabemos, pues la explicación que damos en nuestro
romance, no es histórica, sino poética.
Lo único que podemos decir es que la Parroquia de Fitero la heredó de su
Abadía cisterciense, figurando ya en un inventario del siglo XVII.
¿Y quién fue la
Walada de la dedicatoria..? Seguramente alguna dama de la alta sociedad
cordobesa, de cuya personalidad no tenemos noticia alguna. Por lo mismo, para escribir nuestro romance,
no dudamos cometer un pequeño anacronismo, fijándonos en la única Walada célebre
de la época hispano-musulmana: una princesa y poetisa cordobesa de la familia
de los Beni-Humeyas, que vivió en el siglo XI y murió en el año 1091. Era
bisnieta del califa Abd-al-Rahmán III. La fama de la poetisa Walada no se debe
tanto a sus propias obras, cuanto a la pasión y a los poemas que inspiró a
Ibn-Zaydun (Abenzaidún), el más grande poeta neoclásico de la España musulmana.
Por lo demás, las noticias acerca de la personalidad y de los amores de Walada
son confusas, aunque todos los arabistas convienen en que fue una dama culta,
elegante, de agudo ingenio y de amena conversación. Ahora bien, mientras unos afirman que
Abenzaidún dejó a Walada por una esclava de ésta, negra y cantora, otros
aseguran que fue la Princesa la que abandonó al poeta. ¿Cuál de las dos versiones es la verdadera..?
Nosotros nos hemos atenido a la primera, por parecernos más romanesca. Por lo demás, no constas en ningún documento
que la Princesa Walada viniese jamás a las termas de Tudején. La tal visita y la pasión que inspiró al
joven Abenjalil es una invención de Don Manuel.
EL DUENDE DEL CORTIJO
En
el Cortijo hay un duende,
al
decir de las comadres.
¿Es
blanco, amarillo o negro?
En
verdad, nadie lo sabe.
Una
vecina asegura
que
tiene forma de gato
y
que lo ha visto una noche,
corriendo
por los tejados.
Otra
dice que ha escuchado
sus
lastimeros quejidos,
semejantes
a los lloros
de
un nicho recién nacido.
Y
una vieja medio ciega
dice
en serio que lo vio
colarse
por la pared,
envuelto
en un albornoz.
¿A
cuál de las tres versiones
le
concedemos más crédito?...
¿Es
el gato, niño o fantasma?...
¿Es
un vivo o es un muerto?...
El
caso es que, en todo el pueblo,
sólo
hablan los vecinos
de
las extrañas hazañas
del
ignoto duendecito.
Una
devota ha pedido
al
Párroco que exorcice
a
los perros y a los gatos,
a
los niños y tabiques.
Un
matarife ha ofrecido
sus
cuchillos y sus hachas,
para
perseguir al duende,
lo
mismo que a una alimaña;
Y
un conejal ha propuesto
que
la Guardia Civil sea
la
que al misterioso duende
lo
descubra y lo detenga.
Pero
el médico asegura
que
no hay tal duende ni duenda
y
que todo es sugestión
de
gente ignorante y crédula.
Mas,
por si acaso, en las casas
embrujadas
del Cortijo,
se
derrocha agua bendita
y
vela más de un vecino.
¿En
qué por fin parará
este
intrigante misterio?
¿Dará
el tiempo la razón
a
las comadres o al médico?
Mas
el tiempo ha transcurrido
sin
saberse la verdad
y
al duende en paz han dejado
las
viejas y el concejal.
Meses
ha que en el Cortijo
nadie
habla ya del fantasma,
pero
sí de una mocita,
hace
poco evaporada.
Y
yo, ingenuo, me pregunto
si
su desaparición
no
habrá sido obra del duende
que
todo el mundo olvidó...
México D. F., 9 de abril de
1953
El Cortijo es
la calle más antigua de Fitero, pues se remonta hasta el siglo XII. Claro está
que las casas actuales no son precisamente las de entonces; pero la traza
tortuosa de la calle es la misma. Todavía se conservan en un rincón de ella
restos de la antigua muralla del Monasterio. En aquella época, el Cortijo
estaba también murado y fortificado y se comunicaba con la Iglesia por una
puerta. Además tenía dos puertas de entrada, las cuales se cerraban por la
noche, con gruesas cadenas y cerraduras. Durante el día, en caso de incursión
enemiga, se tocaba una campa de la iglesia, para prevenir a los vecinos que se
encontraban en el campo, y éstos regresaban presurosamente para encerrarse en
el Cortijo y organizar la defensa, disparando contra los invasores saetas y
piedras, y arrojándoles calderas de agua hirviendo.
Dado su trazado
arcaico irregular, así como su historia legendaria, no es de extrañar que, en
su ambiente, floten todavía, de vez en cuando, los duendes y las brujas de
otros tiempos, producto de la imaginación calenturienta de la gente sencilla y
crédula. Recuerdo que, en mi infancia, el vecindario anduvo efectivamente
alborotado un año, con la historieta de un pretendido duende, que hacía
misteriosos ruidos nocturnos, en una casa de dicha calle. Probablemente serían
debidos a alguna rata que roía algún trozo de leña o a un cerdo que se rascaba
contra la puerta de una pocilga, que chirriaba; pero los moradores y sus
vecinos los atribuían a un duende tan misterioso como juguetón. Tal vez por
este curioso caso, Luis Palacios M. Pelletier adoptó más tarde en La Voz de Fitero, el pseudónimo de El
Duende del Cortijo.
Pilar
Era
una muchacha de unos veinte años,
con
tipo de Venus castaña y juncal.
Su
cuerpo era un vivo y preciosos mármol,
tallado
por manos de escultor genial.
Tenía
unos ojos aterciopelados,
oscuros
y grandes, cual ventanas góticas,
y
unos finos párpados, de ensueños cargados,
y
de vaporosas bellezas exóticas.
Su
cara ovalada, graciosa y trigueña,
era
del más puro y hermoso contorno,
como
las Madona de tez marfileña
de
Rafael Sanzio y Lorenzo Lotto.
Marchaba
despacio, con un paso rítmico,
igual
que un adagio de sonata clásica,
y
su voz sonaba igual que un suspiro
de
doncella enferma de pasión romántica.
Al
verla radiante pasar por la calle,
su
busto inclinando como un blanco lis,
todos
le rendían callado homenaje,
igua
que a una Virgen o a una Emperatriz.
Siempre
la recuerdo, por ser la primera
mujer
que mis ojos de niño inquieto,
al
alzar un ápice del velo de seda,
que
cubre en la infancia al dios del Amor.
¿Qué
habrá sido de ella?... Se marchó del pueblo,
cuando
aún su belleza juvenil triunfaba.
Tal
vez reza ahora en algún convento
o
cuanta a sus nietos un cuento de hadas.
México
D. F., 21 de mayo de 1953
Pilar
de Amusátegui, que es la joven a la que me refiero en mi poema [1],
era hija de don Rufino de Amusátegui, abogado-notario [2] de
Fitero, hacia el primer decenio del siglo XX. Vivía entonces con su familia, en
la casa nº 23 del Paseo de San Raimundo. Don Rufino, que era de una acentuada
cojera, pero un hombre fuerte, gozaba del respeto y de la estimación general, a
causa de su caballerosidad, pues era un hombre culto, honrado, tolerante, fino
y entusiasta de todas las causas nobles. Estaba casado con una vistosa dama
andaluza, llamada doña Catalina, la cual era una rubia hermosa, alegre,
elegante y dicharachera. Tenían seis hijos: cuatro hembras y dos varones. Las
mujeres eran Manolita, que era la mayor: una morena alta y muy religiosa que
acabó naturalmente en un convento; Pilar, la protagonista de mi composición;
María, una espléndida rubia, de blancura marmórea, que se casó más tarde en
Corella, donde pasó a ejercer su profesión don Rufino; y Carmela, la menos
agraciada físicamente, pero tan salerosa como su madre. Los varones se llamaban
José y Antonio. Ambos siguieron la carrera de oficiales de la Marina de Guerra
y el segundo murió trágicamente en Cartagena, en 1936.
CANTARES FITERANOS
Para
frutales, la Huerta;
para
viñas, Majarrasas;
y
para mocitas buenas,
las
muchachas fiteranas.
En
los Baños de Fitero,
de
un reuma me curé;
y
enfermé del corazón,
por
culpa de una mujer.
Al
canal del Boticario,
dicen
que te han visto entrar.
Mira
que allí se entra bien,
pero
se sale muy mal...
Cual
las peras de D. Guindo,
son
en Fitero los mozos:
por
fuera, toscos y duros;
pero,
por dentro, sabrosos.
Voy
a pedir, Marcelina,
a
la Virgen de la Barda
que
me saque las espinas
que
tu has clavado en mi alma.
Un
bañista madrileño
me
cameló con su labia.
volvió
el bañista a la Corte
y
a mi me dejó cortada...
Vete
a Fitero, si quieres
comer,
en San Blas, roscón;
hojuelas,
en San José;
y
en Fiestas, uva y melón.
Al
Molino del Batán
no
vayas tanto, mocita:
que
le gusta al molinero
meterse
mucho en harina...
Eres
como el moscatel
que
se cría en Majarrasas:
por
afuera, doradita;
y
por dentro, azucarada.
En
la gira de la Vega,
te
echaste un novio novel;
y
una astuta corellana
te
lo quitó en San Miguel.
A
la fuente del Obispo
dicen
que a menudo vas;
y
no para buscar agua,
sino
en busca de un galán.
Eres
tu como la Hoguera
de
la Virgen de laBarda:
mucho
fuego por la noche
y
al día siguiente, nada.
Ygual
que el agua termal
de
los Baños, son algunas:
sólo
que, en vez curarte,
te
enferman de calenturas.
México D. F., 18 de marzo de
1953
La villa de Fitero, al
igual que todos los pueblos de la Ribera de Navarra, también es amante del
canto y tiene su repertorio de cantares propios, expresión ingenua de los
sentimientos populares. El distinguido folklorista tudelano don José María Iribarren
recogió en sus libros unos cuantos; Juliana Sesma, mi madre, a pesar de sus
noventa y pico de años, me dictó en 1967 alrededor de una veintena de los que
ella se acordaba todavía; y don Julio Fernández Yanguas, otros varios. Como
pienso consagrar a todos ellos un capítulo aparte en otro libro, de momento
sólo voy a transcribir los tres siguientes:
Las
mujeres son la causa
de
que valga el vino caro:
que
unas empinan la bota
y
otras escorren[1]
el jarro.
Mira
que me estás haciendo
una
buena y otra mala.
Cuida
que no te haga yo
una
que sea nombrada.
Las
mujeres al Sotillo
salen
a tomar el sol.
menean
mucho la lengua,
pero
poco la labor.
EL MOJÓN DE LOS TRES REYES
Mil
ciento noventa y seis.
Los
reinos cristiano-hispanos,
por
las huestes almohades,
estaban
amenazados.
Mandadas
por Ben Yussuf,
habían
a Alfonso Octavo
infligido
gran derrota,
meses
hacía, en Alarcos.
Mas
de veinte mil cadáveres
habían
cubierto el campo
y
otros tantos combatientes
habían
sido apresados.
En
memoria de tal triunfo,
Yussuf
estaba elevando
una
hermosísima torre,
de
su nombre eterno lauro:
la
Giralda de Sevilla,
el
minarete sagrado
que,
en lo futuro, sería
pasmo
de propios y extraños.
Guadalajara,
Madrid,
Calatrava,
Uclés y varios
otros
pueblos más habían
caído,
después de Alarcos.
¿Hasta
dónde llegarían,
en
su empuje denodado,
las
tropas de Ben Yussuf,
ya
el Victorioso llamado?
Los
Reyes peninsulares
vieron
con gran sobresalto
el
peligro que entrañaba
aquel
avance tan rápido;
y
el Monarca de Castilla
al
de Aragón y al Navarro,
propuso
una reunión,
para
remediar el caso.
¿Por
qué sus mutuas querellas
no
dejar ahora de lado
y
juntando sus ejércitos,
cortar
al infiel el paso?
A
tal fin, se dieron cita
en
un rincón fiterano,
muga
de los territorios
de
los tres Reinos cristianos.
Y
allá, en efecto, acudieron
de
Castilla, Alfonso Octavo,
don
Alfonso de Aragón,
y
de Navarra, don Sancho.
Mas
no hubo entendimiento,
porque
el fogoso Navarro
reclamó,
antes que nada,
al
Monarca castellano
que
se le restituyesen,
en
un perentorio plazo,
La
Rioja, parte de Alava,
y
otros campos comarcanos,
que
habían pertenecido
a
su padre, Sancho el Sabio.
Pero
a ello se negó
en
redondo Alfonso Octavo,
y
sin convenir en nada,
los
Reyes se separaron.
Ya
otros riesgos posteriores
vendrían
a concordarlos.
...................
Según
una tradición,
antes
de tal altercado,
un
banquete singular
los
Monarcas celebraron,
pues
fue en torno de una mesa,
en
que cada cual sentado
quedó
dentro de su Reino,
a
sus espaldas situado.
Desde
entonces, aquel sitio,
en
recuerdo de tal caso,
el
Mojón de los Tres Reyes,
y
la Mesa, fue llamado.
México D. F., 11 de febrero
de 1968
La
histórica batalla de Alarcos, a la que me refiero en El Mojón de los Tres
Reyes, tuvo lugar el 19 de julio de 1195. Duró desde el alba al mediodía y el
desastre castellano fue tremendo. Las crónicas musulmanas elevan el número de
muertos en las filas cristianas a 30.000; pero aun dejándolo en 20.000, como
hacen las castellanas, no deja de ser una matanza impresionante. Alfonso VIII
de Castilla peleó bravamente y recibió algunas heridas; mas, para evitar ser
cogido prisionero, tuvo al fin que abandonar el campo a una de caballo. Los
almohades se lanzaron seguidamente contra la fortaleza de Alarcos, creyendo que
el Monarca castellano se había refugiado en ella; pero no había hecho más que
entrar por una puerta y salir inmediatamente por otra, con dirección a Toledo.
Para
coronar la victoria, el emir Yacub ben Yussuf tuvo un gesto de generosidad
admirable, pues puso en libertad inmediata, sin rescate ni condición alguna, a
24000 caballeros y hombres de armas cristianaos, que habían caído prisioneros.
La
reunión del Mojón de los Tres Reyes tuvo lugar, según don Arturo Campión[1] en
enero o febrero de 1196 y a ella asistieron, con sus correspondientes séquitos,
el Rey de Castilla, Alfonso VIII; el de navarra, Sancho VII el Fuerte y el de
Aragón, Alfonso II.
(Creemos
que don Arturo Campión se equivocó al decir que el Rey aragonés fue don Pedro
II. No es verosímil, porque Alfonso II no murió hasta el 25 de abril de 1196; y
aunque su hijo heredó al punto el trono de su padre, no tomó legalmente
posesión de él y se intituló Rey, hasta ser reconocido y proclamado como tal,
en las Cortes de Caroca, el 13 de septiembre del mismo año.)
En
la curiosa reunión, el Monarca navarro reclamó con energía al Castellano que le
restituyese antes que nada la Rioja, la Bureba, parte de Álava y otros
territorios; y como Alfonso VIII se negase a ello, no hubo acuerdo de ninguna
especie.
El
Mojón de los Tres Reyes se encuentra al pie de una pequeña loma, a 8,5
kilómetros al S. e. de Fitero, en la carretera de Cintruénigo a Madrid, casi en
frente del Corral del Cura, y se reduce a un simple hito de piedra, en forma de
prisma triangular, pintado de blanco y rojo. En sus caras, se lee simplemente:
“Provincia de Navarra, Provincia de
Logroño, Provincia de Zaragoza.” A pesar del auge del turismo, a nadie se
le ha ocurrido todavía pinar en el mismo hito o colocar a su lado en un cartel
indicador que diga: “Mojón de los Tres Reyes o Mesa de los Tres Reyes.” Está en
el Km. 106-107 de la citada carretera.
Añadamos
para terminar, el dato curioso de que el Mojón de los Tres Reyes fue, durante siglos,
el sitio por donde entraban en Navarra los Virreyes de la misma, nombrados por
la Corte, y que allí se reunían, para recibirlos, las representaciones
oficiales de Pamplona, Tudela, Cascante, Corella y otros pueblos.
LAS COMPLETAS DE MONSEÑOR DELLA
CHIESA
Atardecer.
Mes de agosto. Baños Nuevos de Fitero.
El
Pasillo del Obispo está en silencio y desierto.
En
la penumbra discreta de este remanso de paz,
se
siente el recogimiento de un corredor conventual.
Solo
las baldosas rojas juguetean con la luz,
que
se filtra de puntillas, con sus zapatos de azur.
Casi
todos los bañistas terminada ya su siesta,
discurren
por el jardín, por el monte o por las Ventas,
Mientras
que el carro del sol vuela raudo hacia el ocaso,
sorteando
de las sierras los innúmeros picachos.
Tan
sólo queda en su cámara del Pasillo del Obispo,
un
personaje extranjero, joven, fino y distinguido.
Es
un clérigo aristócrata cuyas pupilas serenas
reflejan
las claridades de las costas genovesas.
Un
día, será el Supremo Jefe de la Cristiandad;
pero
hoy sólo es secretario del nuncio pontifical.
La
figura aventajada de monseñor Della Chiesa
recuerda
a los cardenales de la bella Rinascenza.
Su
silueta estilizada se proyecta en los espejos,
mientras
reza las Completas, con el balcón entreabierto;
Y
parece que quisiera fija en ellos quedar siempre,
imantada
por la calma de sus reflejos fulgentes.
Su
alma dulce y religiosa tiene sed de soledad,
porque
sólo en ella se hallan Dios y la felicidad.
Pero
no le será dado gozar, a menudo de ella,
Porque
a impedírselo va su magnífica carrera.
Pronto
a Italia volverá, con el Cardenal Rampolla,
a
ocupar los altos cargos que merece y no ambiciona:
Secretario
de la Cifra, Relator del Santo Oficio,
arzobispo
de Bolonia y, en fin, Vicario de Cristo.
¡Cuántas
preocupaciones han de darle en adelante
sus
quehaceres en la Curia y sus cargas pastorales!
Y
cuántos días de angustia vivirá en el Vaticano,
cuando
truenen los cañones en Verún y en el Mar Báltico!
Entonces
evocará, más de una vez, con afecto,
Las
suaves horas de asueto, en los Baños de Fitero:
Estas
horas apacibles en que reza las Completas,
del
Pasillo del Obispo, en la soledad poética.
Uruapan,
5 de abril de 1953.
En
el pasillo llamado del Obispo, situado en el segundo piso del actual edificio
central (antigua ala izquierda) del Balneario Nuevo, hay una placa de mármol
negro, de 65 cm. de larga por 35 de ancha, sobre la puerta de la habitación nº
208, en la que se lee, en letras de oro:
HABITACIÓN QUE OCUPO MONSEÑOR SANTIAGO
DELLA CHIESA, QUE ES ACTUALMENTE S. S. BENEDICTO XV – AÑO 1920
En
efecto, allí estuvo alojado el famoso dignatario de la Iglesia, hacia los
ochenta y tantos del siglo XIX, pues vivió en España, desde 1883 hasta 1887.
Por entonces, tenía el cargo de secretario del Cardenal Rampolla, a la sazón
Nuncio del Papa León XIII, en Madrid. Parece que el nombre de Pasillo del
Obispo es precisamente un recuerdo de su paso por el Balneario Nuevo; pero no
es seguro del todo, pues, en aquella época, Monseñor Della Chiesa no era
todavía Obispo, sino solamente Camarero Secreto de S. S.
Visitando
hace unos años, en el Vaticano, la cripta de los Papas, que está debajo de la
iglesia de San Pedro, me tropecé casualmente con el sepulcro marmóreo de
Benedicto XV y el primer pensamiento que cruzó por mi mente, fue esta
exclamación de sorpresa: “¡Caray!, un antiguo bañista de Fitero!”, pues, la
verdad sea dicha, no esperaba encontrarme a ninguno en aquel fúnebre sitio.
Por
lo mismo, vamos a dedicarle todavía unas líneas biográficas. Santiago Della
Chisea nació en Génova, el 21 de noviembre de 1854, y fue hijo de los Marqueses
José Della Chiesa y Juana Miglioratti. Primeramente hizo la carrera de Derecho,
en la Universidad de Génova, doctorándose en 1875. A continuación, siguió la
eclesiástica en el Colegio Capranica y en la Universidad Gregoriana, en la que
se licenció en Teología. Ordenado presbítero en 1878, ingresó en la Academia de
Nobles Eclesiásticos, donde se inició en los estudios de la carrera
diplomática; y al ser nombrado el Cardenal Rampolla Nuncio del Papa en España,
se destinó a Della Chiesa a ocupar el cargo de Secretario de la nunciatura en
Madrid, el 2 de enero de 1883. El 28 de mayo del mismo año, se le nombró
asimismo Camarero Secreto de S. S. Permaneció en España cuatro años y, al
nombrar León XIII, en 1887, Secretario de Estado, al cardenal Rampolla, Della
Chiesa regresó con éste a Roma como minutante, aunque, en realidad, fue su
secretario particular. En 1900, Della Chiesa fue nombrado Prelado doméstico de
S. S.; y en 1901, Secretario de la Cifra, sustituto de la Secretaría de Estado
y Consultor del Santo Oficio. En diciembre de 1907, fue promovido Arzobispo de
Bolonia y, en mayo de 1914, fue nombrado Cardenal. Por fin, al fallecer meses
después San Pío X, el Cardenal Della Chiesa fue elegido Papa, el 3 de
septiembre del mismo año. Ya había estallado la primera Gran Guerra Europea, a
la que en vano trató de poner término, ofreciendo sus buenos oficios de mediador.
En el aspecto puramente eclesiástico, su obra más trascendental fue la
promulgación del Código Canónico de 1917. Murió en Roma, el 22 de enero de
1922.
VIAJE
EN TRILLO
En
el mes de junio,
cuando
yo era niño,
me
gustaban mucho
los
viajes en trillo.
Entonces
no había
esas
grandes máquinas,
que
siegan y trillan
y
avientan la paja,
Sino
que se hacía
todo
con los brazos,
con
muchos sudores
y
rudo trabajo.
Yo
esperaba ansioso
la
trilla del trigo,
para
hacer mis viajes,
a
bordo de un trillo,
que
era un gran tablero
surcado
de sierras
y
de pedernales,
como
grandes perlas.
Se
empleaban siempre
dos
o tres o cuatro,
tirados
por mulas,
a
un trote largo,
dando
sin parar
vueltas
y más vueltas,
hasta
desgranar
las
espigas prietas.
El
sol del estió
la
era encendía
y
los mismos trillos
despedían
chispas.
Mas
¿quién se acordaba
entonces
del sol,
en
aquellos viajes,
que
eran mi ilusión?
Yo
montaba en trillo,
con
el entusiasmo
del
que emprende un viaje
en
avión o en barco.
Al
principio, el trillo
zozobrando
andaba,
como
una almadía
en
una riada,
Y
yo me agarraba
a
los pies del mozo,
que
látigo y riendas
empuñaba
airoso.
Si
así no lo hacía,
corría
el peligro
de
ser arrojado
con
fuerza del trillo;
y
más de una vez,
lo
era, en efecto,
con
mezcla de susto
y
de regodeo.
Cuando
esto ocurría,
lo
difícil era
remontar
al trillo,
en
plena carrera;
casi
como echar
un
traguito al aire,
como
hacía el mozo,
con
todo donaire.
Entonces
sufría
porrazos
sin cuento,
antes
de alcanzar
el
móvil tablero.
Era
como el naúfrago
que
salvarse quiere,
asiento
una tabla
que
no se detiene.
Pero
cuando, al fin,
al
trillo volvía,
experimentaba
doblada
alegría;
y
gira que gira,
iba
sobre el trillo,
en
torno a las eras
de
los Cogotillos.
Muchos
viajes hice
después
por el globo,
en
coches y trenes
y
aviones lujosos,
visitando
bellas
y
grandes ciudades,
con
sus rascacielos
y
sus catedrales;
mas
no creo haberme
más
entretenido
que
cuando viajaba,
de
pequeño, en trillo.
México
D. F., 20 de abril de 1953
Los
trillos y los viajes en ellos, alrededor de las eras, ya pasaron en Fitero a la
historia, pues actualmente hay en el pueblo máquinas trilladoras que realizan
el mismo trabajo, con mayor eficacia y rapidez y con menos esfuerzo.
Afortunadamente el progreso mecánico va acabando con todas las formas rudas y
anticuadas del trabajo agrícola. De todos modos, no dejaba de tener cierto
sabor y colorido aquella manera primitiva que había en mi infancia, de hacer,
en Fitero, la recolección de las mieses: la siega, con hoces; la trilla, con
trillos; el aventamiento, con horcas y palas; y el cernido, con cribas y
cribillos. A menudo terminada ya la trilla y recogida la parva, le daba por no
soplar ni un pelo de aire y allí había que esperar pacientemente dos, seis u ocho
días, hasta que se presentase la ocasión de aventarla y de separar el grano de
la paja. Por esto, precisamente los lantiguos fiteranos construyeron casi todas
sus eras, a la salida de los Cogotillos, a uno y otro lado de la carretera de
Cintruénigo, que es por donde suele soplar más el viento. Sin embargo, había
una que estaba ubicada en un sitio macabro: junto a la tapia lateral derecha
del cementerio y cerca del pantano. Los que se quedaban allí por la noche a
cuidar la parva, inquietados, de vez en cuando, por el croar de las ranas, el
cri-cri de los grillos, y el parpadeo fosforescente de las luciérnagas, no
debían sentirse muy a gusto con la fúnebre vecindad del camposanto; sobre todo,
cuando había algún cadáver de cuerpo presente en el depósito. Es una de las
impresiones imborrables que guardo yo de niño. Hasta me acuerdo del muerto: el
marido de la Tía Cojilla, la cual tenía una pequeña mercería en una casa
arrinconada de la calle de la Villa. Tendría yo cinco o seis años.
VALITO EL CIEGO
Se
llamaba Emilio
y
era un hombre bueno,
culto,
generoso
y
de real mérito.
Una
cruel viruela
lo
había dejado
ciego
para siempre,
a
los cinco años.
Mas
el pobre niño
no
se amilanó
y
en ser hombre útil
su
ilusión fincó.
Venturosamente
su
familia era
propietaria
de
una
buena hacienda;
y
por consiguiente,
tenía
resuelto
Emilio
el problema
del
mantenimiento.
El
método Braille
aprendió
temprano,
que
acceso le dio
al
saber humano;
Y
a fuerza de años
y
de gran paciencia,
consiguió
el cultivo
de
su inteligencia.
Le
ayudaba en ello
una
sobrinita,
que
era su lectora
y,
a la vez, su guía.
Me
parece verlos
aún
por la calle,
dándose
la mano
como
hija y padre.
La
niñera fina,
y
él, un hombre esbelto,
siempre
con bastón
y
espejuelos negros.
Tenía
un oído
extraordinario
y
aprendió a tocar
por
sí solo el piano;
y
cuando en la iglesia,
no
había organista,
era
Emilio Val
el
que lo suplía.
Incluso
asimismo
dirigió
algún tiempo
la
Banda de música
del
Ayuntamiento.
Hacia
el año doce,
llamó
la atención,
emulando
a Braille,
con
una invención.
Un
nuevo sistema
de
estenografía
ideó
más práctico
que
los que existían,
Con
ello impulsando
el
noble proceso
de
la educación
de
los pobres ciegos.
¡Hay
que imaginarse
lo
que tal proeza
supone
en quien vive
siempre
en las tinieblas!
Pero
si sus ojos
la
luz no veían,
siempre
en su cerebro
una
antorcha ardía;
Y
su corazón
era
el de un infante,
sin
hiel y sin odio
a
sus semejantes.
Por
tan bellas prendas
el
nombre de Emilio
merece
salvarse
del
completo olvido.
México D. F., 4 de junio de
1963
Valito el Ciego se
llamó en vida Emilio Val Chivite. Nació en Fitero en 1876. De su invento se
ocupó La Voz de Fitero, en el número
24, correspondiente al 15 de septiembre de 1912. En él se insertaba un fotograbado de Emilio Val, junto a la máquina que había construido, y al pie de
la fotografía, el siguiente comentario del Dr. Herrero Besada, bajo el
epígrafe: “Una gloria fiterana: Emilio Val Chivite.”
“Todos conocéis al
Ciego; todos sabéis que es uno de tantos mártires de la vida en el que la
fatalidad se ha cebado, destruyéndole un órgano indispensable. Mas, hasta hace
poco, ignorabais que Emilio era sabio. En las tinieblas de su mente y olvidadas
en él las nociones de forma y de color, bullía el engendro de una idea
materializable. Emilio, formando imágenes y construyendo aparatos, ha hecho un
prodigio de mecánica, modelando uno que, por su sencillez, su fácil adquisición
y su poco enojoso entretenimiento, ha provocado una revolución en la historia
de los no videntes. Emilio, con una inteligencia superior, no ha podido sufrir
los inconvenientes de la rutina antigua y desterrando vicios de origen, ha
escrito un nuevo alfabeto o sistema estenográfico propio, con el cual la
facilidad de escritura será el verdadero complemento de la educación de los
ciegos. El nombre de este insigne fiterano puede, desde hoy, ponerse al lado de
los inmortales de Braille, Lladó, Haüy y Abreu, que, con su constancia e
inteligencia, han levantado la literatura de los desgraciados no videntes”.
Emilio Val dirigió la
Banda Municipal hacia 1915 y fue organista de la parroquia hacia 1920. Murió
repentinamente, el 28 de marzo de 1937, en la casa número 4 de la calle de San
Juan.
EL PINO DE DON JUAN CRUZ
Un jueves por la tarde,
cuando era muchachito,
fui con Antonio y Pepe,
compañeros de escuela,
a jugar unas horas, tras el
río Molino,
en el huerto escondido de don
Juan Cruz Lahiguera.
Don Juan Cruz era un pulcro y
respetable anciano,
con la barba de nieve y la
capa azulada,
que, habiendo, varias veces,
la alcaldía ocupado,
de general estima, en el
pueblo gozaba.
Su huerto rebosaba de frutas
y hortalizas,
de hierbas aromáticas y de flores
vistosas;
de espárragos y alubias, de
peras y sandías,
de albahaca y de sándalo, de
azucenas y rosas.
Pero su adorno máximo era el
esbelto pino
se erguía —y se yergue— en
medio de la finca,
con su tronco robusto,
gallardo y rectilíneo
y su copa pomposa, recamada
de piñas.
Sin duda, es el conífero mas
bello de Fitero;
y es lástima que en sitio tan
escondido esté,
por lo que casi nadie puede
de cerca verlo,
igual que a una odalisca,
reclusa en un harén.
Ya no recuerdo nada de lo
que, aquella tarde,
hicimos en el huerto Pepito,
Antonio y yo:
si jugamos al marro, trepamos
a los árboles,
cazamos mariposas, un lagarto
o un gorrión.
Mas lo que sí recuerdo es la
impresión extraña
de grandeza y misterio que el
pino me produjo,
cual si fuera distinto de las
restantes plantas
que a darnos se limitan
sombra, flores y frutos.
Más tarde, sospeché que aquel
soberbio árbol
debía estar dotado de una
vida profunda
y tener un destino, en el
diario tráfago,
a través de los siglos, de la
villa vetusta.
¿Qué es lo que hacía allí,
despierto noche y día,
mirando siempre al pueblo,
con aire misterioso?
¿Era un guarda, un testigo,
un atlante, un espía,
un gigante encantado o un
sagrado monstruo?
¿Qué es lo que susurraban sus
ramas entre sí,
al moverlas el céfiro de las
tardes de estío,
mientras el sol se hundía,
entre velos de añil,
en la fosa nocturna, detrás
del Cogotillo?
¿Qué soñaba, en las tibias
noches primaverales,
al reclinar su testa en la
celeste comba,
mientras velaba el sueño de
los miles de aves,
que a pernoctar venían en su
mullida copa?
Muchas veces me hice la
pregunta intrigante
de quién aquel conífero
singular plantaría
y de cuál pudo ser la idea
motivante
de colocarlo solo, en medio
de la finca.
¡Quién sabe! Bien ser pudo
algún moro romántico,
que a su joven amada enterró
en aquel sitio,
y en lugar de elevarle un
hito funerario,
que el tiempo agrieta y
hunde, plantó a sus pies el pino.
Tal vez fue un campesino, con
alma de filósofo,
que, como descendientes su
esposa no le diera,
plantó el árbol, que dura más
que un carnal retoño,
en señal de su paso fugaz
sobre la tierra.
O bien un monje extático,
igual que San Francisco,
que en el pino veía a un
hermano ejemplar,
con sus múltiples brazos
hacia el cielo extendidos
y mirando a lo alto, en
actitud de orar.
Mas ¿qué importan, al cabo,
su secreto y su origen?
El hecho es que a sus plantas
ruedan hombres y eventos,
flores, aves y siglos, y él
continúa firme,
como un airoso símbolo del
alma de Fitero.
Tehuacán,
20 de mayo de 1965
D. Juan Cruz Lahiguera
Marqués (1839) [1]
Don
Juan Cruz Lahiguera[2]
nació en Tarazona, hacia mediados del siglo XIX. Contrajo matrimonio con una
distinguida señorita fiterana (Genara Martínez Magaña) y con ello adquirió
vecindad en nuestro pueblo, donde se dedicó a la explotación agrícola e
industrial. En una curiosa revista,
titulada Fitero Ilustrado, nº único,
aparecida el 13 de septiembre de 1903 y editada por Angel Muro y Rufino
Maculet, leímos este curioso anuncio, relativo a las actividades industriales
de don Juan Cruz: “La Estrella – Gran Fábrica de aguardiente, anises de vino
puro y orujo de Juan Cruz Lahiguera -. Anís La Estrella, botella, 2´50 ptas.-
Anís Tres Estrellas, 1´50 ptas.- Anís Dos Estrellas, 1´50 ptas.”
Don
Juan Cruz fue Alcalde de Fitero en varias ocasiones, dejando un buen recuerdo
por la honradez de su administración. En una de ellas, se fundó el Santo
Hospital de San Antonio, con fecha del 21 de diciembre de 1902, poniéndolo al
cuidado de las Hermanas de la Caridad de Santa Ana, cuya Superiora era, en
Fitero, a la sazón, la Rvda. Madre Petra Goñi. De su hija, doña María Lahiguera
de García Albericio, tuvo varios nietos, de los cuales han sobresalido
notablemente dos: Antonio García Lahiguera y José María García Lahiguera.
Antonio
García Lahiguera (1901-1997).
Don
Antonio García Lahiguera nació en Fitero, el 2 de octubre de 1901. Hizo sus
estudios primarios en Fitero, con el maestro don Balbino Pérez Ortiz [3], y
cursó el bachillerato en Madrid. Ingresó primeramente por oposición en el
Cuerpo de Correos y, a continuación, estudió como alumno libre la carrera de
Derecho. Poco después, hizo oposiciones a ingreso en el Cuerpo Diplomático,
obteniendo en la primera convocatoria una de las primeras plazas de su
promoción. Ha sido cónsul de España en diferentes capitales de Europa y América
y, en 1964, fue nombrado Director General de Asuntos Consulares. Durante
algunos años, fue asimismo profesor y jefe del Departamento de Lenguas
Románicas del Williams College de Wiliamstown, en el Estado de Massachussets
(Estados Unidos).
José María García
Lahiguera (1903-1989).
El
Excmo. Señor Dr. Don José María García Lahiguera [4]
nació en Fitero en 1903. Hizo sus estudios primarios en Fitero y una marcada
tendencia a la piedad religiosa [5] lo
condujo, desde joven, hacia la carrera sacerdotal. Inició sus estudios de
seminarista en el Seminario Conciliar de Santa Ana de Tudela (Navarra) [6],
del que, a la sazón, era Rector el Canónigo Magistral de la Catedral, don Angel
Castillejo, y los prosiguió y terminó en el Seminario de Madrid, con la mayor brillantez.
Fue ordenado de presbítero, el 29 de mayo de 1926, siendo nombrado
sucesivamente profesor, superior y director espiritual del Seminario de Madrid.
El 29 de octubre de 1950, fue consagrado Obispo titular de Zela[7] y
nombrado Obispo Auxiliar del que entonces lo era de la diócesis de
Madrid-Alcalá, Dr. Leopoldo Eijo y Garay. Más tarde, unió a este cargo el de
Vicario General de la diócesis. En el año 1964, fue nombrado Obispo titular de
Huelva, en cuya diócesis hizo su entrada el 7 de septiembre del mismo año; y en
julio de 1969, Arzobispo de Valencia. Renunció a dicha mitra, por motivos de
salud, en 1978, al cumplir 75 años. El Ayuntamiento de Fitero dio su nombre a
una calle de la Villa, en 1951.
[1] El pino de Don
Juan Cruz Lahiguera, p. 262.
[2]
Juan Cruz Lahiguera
Marqués se casó, en segundas nupcias (27 de febrero de 1869), con Doña Genara Martínez
Magaña y tuvieron una hija: María Lahiguera Martínez, madre de José María
García Lahiguera. Doña Genara había estado casada, en primeras nupcias, con Don
Antonio Gómez Allo (1869), con quien
tuvo dos hijos: Pío Gómez Martínez (1855-1907) y Felipe Gómez Martínez
(1866-1901).
[3] Abandonó el pueblo a finales de 1912.
[4] Fue colaborador de la Revista Fitero (1980-1982-1983-1984 y 1985).
[5] Su nombre figura en la primera
lista de tarsicios (1912): Casimiro Jiménez, Luis Falces, Mariano Pequeño,
Rafael Alvero, Eliseo Fernández, Julio Yanguas Bermejo, Claudio Forcada,
Francisco Berrozpe, Jacinto Carrillo, Julio Yanguas Alfaro, Teodoro Fernández,
Bautista Lauroba, Angel Berrozpe, Fermín Escudero, Prudencio Pina, Gregorio
Molina, Gregorio (José) Muro, Manuel Martínez, José Pérez, Manuel Fernández,
Manuel Ayala, Joaquín Berrozpe, Esteban Calleja, Eladio Gracia, Francisco
Latorre, Santos Bermejo, Manuel Barea, Félix Gómez, Angel Liñán, José Mª García
Lahiguera, Patricio Fernández, Marcelino Ochoa, Antonio Berrozpe, Alfonso
Sáenz, Rafael Jiménez, Ramón Igea, Félix Fernández, José Mª Falces, Dámaso
Gracia, José Pina, Luis Jiménez, Raimundo Aguirre, Javier Yanguas, Cosme
Jiménez, Juan Atienza, Aurelio Pérez, Esteban Lauroba, Félix Gracia, Carmelo
Alvero, Victor Falces, Pedro Bayo, Antonio Navarro, Angel Navarro, Angel
Berrozpe, Juan C. Barea, Daniel Fernández, Angel Ramos, Dionisio Calvo, Juan
Fernández, Manuel Aznar, Esteban González, Juan J. Jiménez, Cirilo Rupérez,
Isidora Bermejo, Emilio Rupérez, Ascensión Muro, Victoria Pérez, Marcelina
Alfaro, Rosario Yanguas, Dolores Calleja, Josefa Inúñez, Dominica Moreno, María
Olmeda, Luisa Fernández, Juana Díaz, Eloísa Pascual, Rosario Royo, Eloísa
Calleja, Pilar Frías, María J. Escudero, Mercedes Francés, María Martínez, Ramón
Sanz, Ricardo Burgos, Antonio García Lahiguera, Visitación Ochoa, Felisa
Fernández, María Pérez Igea, Javiera Burgos, Engracia Yanguas, Victoria
Yanguas, Teófila Barea, Griselda Carrillo, Mercedes Gracia, Mariana Frías,
María Gómez, Remedios Liñán, Mª Jesús Armas, Manuel García, Antonio Amusátegui,
Ramos Urtasun, Elena Fernández, Nicolás Igea, Manuel Jiménez, Carmelo Liñán
[6] Estudió en dicho Seminario los cursos
1913-1914 y 1914-1915. N. del E.
[7] Fue nombrado Obispo de Zela el 24 de
Mayo de 1950 y el Ayuntamiento de Fitero lo nombró hijo predilecto de la Villa
el 4 de junio siguiente. Su Consagración episcopal tuvo lugar en la Iglesia de
San Francisco el Grande de Madrid, el 29 de octubre de 1950. (Notas sueltas).
EL GITANO MANUELILLO
Era
Manuel Osés
un
calé de gran listeza,
que,
con su tribu gitana,
erraba
por la Ribera.
Su
campo de operaciones,
y
el de toda su cuadrilla,
era
la línea del Ebro,
desde
Haro a Cabanillas;
Y
“trabajan” en todo
género
de sustracciones:
desde
un pollo y una mula,
hasta
un chal y cien doblones.
Pero
lo hacían con tanta
destreza,
finura y gracia,
que
nunca los sorprendían
con
las manos en la masa.
Se
evaporaban las cosas,
y
con ellas, los gitanos,
sin
que guardias ni corchetes
pudieran
meterles mano.
Con
todo, si en ocasiones,
debían
jugarse el tipo,
no
se echaban para atrás
los
hombres de Manuelillo;
Y
un día en que a perseguirlos,
salió
de Agreda la ronda,
la
hizo correr Manuelillo,
desde
Autol a Calahorra.
Pero
una vez cayó en manos
de
los guardas de Fitero
y
en la cárcel de la Villa,
dio
el gitano con sus huesos.
Manuel
era muy astuto
y
pronto discurrió el modo
de
escapar de la prisión,
con
un engaño gracioso.
Fingió
un ataque cardiáco
y
mientras el alguacil,
salió
a buscar al galeno,
el
gitano logró huir.
Por
ser un lugar de asilo,
fue
a refugiarse en la iglesia;
pero
el Alcalde Mayor
lo
sacó de allí por fuerza.
El
Alcalde y el Abad
no
se llevaban muy bien
y
estalló entre ambos la lucha,.
por
el gitano Manuel.
Ganó
el Abad, desde luego;
porque,
con la excomunión,
el
Vicario General
al
Alcalde amenazó.
Y
fue devuelto el gitano
a
los monjes del convento,
donde
al punto hizo amistad
con
el hermano mulero;
pues,
como experto en su oficio,
Manuel
curaba a la recua
conventual
con los mejunjes,
que
daba a sus propias bestias.
No
llevaba mala vida,
en
el convento, Manuel;
mas
su mujer y sus hijos
necesitaban
de él.
Con
que, una noche, a una mula
le
pinchó un nervio espinal,
causándole
convulsiones
de
apariencia epilepsial.
El
buen hermano mulero
le
preguntó con alarma:
“-¿Qué
le sucede a esta mula?
¿Es
que va a estira la pata?”
“-No,
hermano: es el garrotín”,
repuso
serio Manuel:
“un
mal parecido a un baile
que
bailamos los calés”.
“Mas
yo se lo curo, hermano.-
vaya
al punto a la cocina
y
traiga vinagre y ajos
y
una cebolla cocida”.
A
continuación, Manuel,
por
un ventano sin reja,
evadióse
del convento,
huyendo
a campo traviesa.
Y
cuatro días después,
unido
ya a su cuadrilla,
cantaba
con su guitarra
esta
burlón coplilla:
“-Al
alcalde y al Abad
de
Fitero eché a reñir
y
me escapé de sus uñas,
al
compás de un garrotín...”
México,
D. F. 28 de abril de 1969
En la década de
1730-1740, merodeaban por la Rioja Baja y la Ribera de Navarra unas cuadrillas
de la raza calé, cuyo deporte favorito era el robo. No se trataba precisamente de bandidos de
altos vuelos ni menos de asesinos, sino de simples descuideros, con mucha
labia, mucha habilidad y abundantes mañas. Erraban continuamente por los
pueblos, arramblando con todo lo que podían: ropa, víveres, dinero y sobre
todo, caballerías. Su principal jefe era
un individuo, llamado Manuel Osés, conocido popularmente por Manuelillo. Debía ser navarro, pues su padre era de
Allo. Manuel estaba casado con una
madrileña de buen ver, llamada Paquita Ximénez, con la que tenía varios
churumbeles; y entre sus compinches, figuraban Francisco Flores, José Ruiz,
alias el Pepurrio, Francisco Fajardo, un tal Bustamante y otros gitanos. Los vecinos perjudicados declararon las
fechoría de la cuadrilla, y uno de Ausejo, que era ventero de la venta del
Conde de Murillo, denunció a las autoridades que, una noche, hacía tres o
cuatro años, le habían robado ropa, granos y otras cosas. Habiendo salido en su persecución, vino a
parar a Fitero, donde encontró parte de lo robado, en dos casas cuyos dueños
dijeron que lo había dejado Bustamante y otros de su cuadrilla. Al fin, fue
capturado Manuelillo y éste prometió entregar a sus compañeros, si lo dejaban
en libertad.
La justicia
cayó en la trampa, y el gitano alzó el vuelo, no dejando ni rastro. En el año 1733, marchando Manuelillo con su
cuadrilla, se topó con la ronda de Agreda, que iba en persecución suya, entre
Calahorra y Aldeanueva de Ebro. Le
intimaron la rendicón, pero los gitanos le hicieron frente con sus armas y los
guardias tuvieron que escapar más que de prisa, refugiándose en Calahorra. En 1735, fue atrapado de nuevo por los
guardias, en la jurisdicción de Fitero y encerado en la cárcel del pueblo; pero
se escapó mañosamente de ella, refugiándose en la iglesia, que era un lugar de
asilo.
Sin embargo, lo
sacó de ella, por la fuerza, el Alcalde, alegando que no le alcanzaba a
Manuelillo el derecho de inmunidad, por tratarse de “un ladrón famoso, gitano y
vago”. Mas el Abad, Fr. Saturnino de
Arriaga no lo entendió así y obligó al Alcalde a devolverlo al Convento, bajo
la pena de excomunión ipso facto, por parte del Vicario General. El argumento de la composición “El gitano
Manuelillo” es una narración festiva de sus hazañas. Ahora bien, las mañas que se dio para escapar
de la cárcel de Fitero y luego del Monasterio son una invención jocosa de Don
Manuel.
La Cruz de la Atalaya
Desde el día tres de mayo,
en que fuera colocada,
en mil novecientos ocho,
la gran Cruz de la Atalaya,
no era raro ver a alguien
que escalaba la montaña,
cumpliendo alguna promesa
o en demanda de una gracia.
O por el puro placer
de admirar el panorama
grandioso, que se contempla
desde su cima ondulada.
En
mil novecientos veinte,
una
espléndida mañana,
una
pareja de novios
ascendía
por sus faldas.
Enlazados
por las manos,
subían
y se paraban
de
trecho en trecho, aspirando
la
brisa tibia y dorada.
Era un domingo de mayo
y el tomillo perfumaba
el sendero serpentino,
con su flor rosada o blanca.
El
mozo, de vez en cuando,
hacia
el suelo se inclinaba,
para
arrancar florecillas
que
a la muchacha ofrendaba.
Y así entre mimos honestos
y cariñosas palabras,
al pie de la Cruz llegaron,
avanzada la mañana.
Era la primera vez
que aquella cumbre alcanzaban
y arrobados se quedaron
ante el vasto panorama.
Con razón, los musulmanes
la llamaron Atalaya
y establecieron en ella
un puesto de vigilancia;
pues se abarcan desde allí,
con aguileña mirada,
los confines de Castilla,
de Aragón y de Navarra.
En el fondo azul y blanco
de la frontera con Francia,
brillaban los Pirineos,
con sus turbantes de plata.
Sentados junto a la Cruz,
el doncel a la muchacha
mostró dos anillos de oro,
que en un estuche guardaba;
y en el anular izquierdo
de la doncella extasiada,
con suavidad introdujo
una de las dos alhajas.
El se puso el otro anillo
y besándose en la cara,
se dieron solemnemente,
de casamiento, palabra.
A continuación, el mozo,
a cien metros de distancia,
hacia
el oeste, abrió un hoyo
profundo, con una estaca,
y allí enterró las sortijas,
en una caja encerradas,
recubriendo el escondite,
con una piedra pesada.
Poco después, descendieron
de la empinada montaña,
siguiendo una abrupta senda,
que lleva a la Mejorada.
Y al día siguiente, el joven
partió de Fitero al Africa,
donde, tres años seguidos,
servir debía a la Patria.
Pasó el primero tranquilo,
cruzándose tiernas cartas,
cuando unas nuevas horribles
estremecieron a España.
Era el desastre de Annual,
con sus millares de bajas
y los rumores siniestros
de espelznantes matanzas.
¿Qué
fue de nuestro soldado?
Ya
no se supo de él nada.
¿Muerto, herido o prisionero
de alguna salvaje kábila?
Dieciocho meses después,
fueron devueltos a España
varios cientos de cautivos,
sin que entre ellos figurara.
Todos lo dieron por muerto,
y su familia, enlutada,
a la novia aconsejó
que ya más no lo esperara.
Transcurrieron varios años.
Fue pedida la muchacha
por otro mozo del pueblo
y su boda, concertada.
Entretanto, nuestro ejército
Alhucemas capturaba
y Francia y España juntas
a Abd-el.Krim aniquilaban.
Pacificado ya el Rif,
los soldados que en las
kábilas
aún continuaban cautivos,
regresaron a la Patria.
Con que, un domingo de
agosto,
en el que fue amonestrada,
por tercera vez, la joven,
para su boda inmediata,
Su primer novio olvidado,
de manera inesperada,
sin prevenir ni a sus padres,
hizo en el pueblo su entrada.
Lo mismo que por un rayo
mortalmente fulminada,
cayó la pobre doncella,
al conocer su llegada.
Pálida como la muerte,
tendióse en su blanca cama,
sucumbiendo a la congoja,
aquella misma semana.
Al
saberlo, el repatriado
subió
solo a la montaña a
exhumar las dos sortijas
que, años atrás, enterrara.
Y en la casa de la muerta
entró, bebiendo sus lágrimas,
y le colocó el anillo
de la Cruz de la Atalaya.
Cuernavaca,
23 de abril de 1965
Ignoramos si,
en los siglos pasados, la cumbre de la Atalaya de Cascajos ostentó alguna cruz;
pero, en lo que llevamos del actual, ya van dos. La primera fue de madera y se inauguró el 3
de mayo de 1908, en recuerdo de unas Misiones religiosas celebradas en el
pueblo, el año anterior. La mandó
construir la sección local del Apostolado de la Oración, y debajo de la cruz,
en un sobre de zinc, se pusieron escritos los nombres de los señores que
componían, a la sazón, la directiva: Sres. Manuel Pina, Hilario Falces, Juan
Olóndriz, José Mª Yanguas y otros.
Tallaron la cruz el carpintero Patricio Alfaro y sus hijos, en el taller
que tenían en la Calle Mayor, nº 37. Los
troncos pertenecían a dos álamos de Hospinete y pesaban en total una
tonelada. El vertical medía 6 metros de
altura; y el horizontal, 3, siendo ambos prismáticos de base cuadrada. Los subieron al monte en dos carros. Bendijo la cruz el párroco D. Martín Corella
y, con tal motivo, se celebró una gran fiesta popular en la cumbre, amenizada
por la Banda Municipal, y en la que no faltaron las clásicas sartenes y
cazuelillas.
La 2ª
Cruz de la Atalaya, o sea, la actual, es de cemento armado y data de 1973. Mide
8 metros de altura y cada uno de sus brazos, 2 metros de longitud. Su espesor medio es de 0´90 metros en cuadro
y sus cimientos tienen 1´50 metros de profundidad. Está montada sobre tres plataformas cuadradas
y escalonadas, de 0´30 m. De altura y 0´50 m. de pisa cada una. La mayor tiene 5 m. de lado; la intermedia, 4
m. Y la menor, 2´8 m. Está calculada para resistir vientos de una velocidad de
180 kilómetros por hora y pesa 20 toneladas.
Ahora bien, el peso total aproximado del monumento es de unas 150
toneladas. Costó alrededor 110.000
pesetas y fue bendecida e inaugurada, el 14 de septiembre de 1973, por el
entonces Arzobispo de Valencia, Monseñor José María García Lahiguera, hijo de
Fitero. Su arquitecto fue D. Román Magaña Morera; y su constructor, D. Carmelo
Fernández Vergara, con su equipo.
El argumento
del poema “La Cruz de la Atalaya” es una leyenda dramática de amor, situada en
los años 1921-1923, a raíz de los desastres de Annual y Monte Arruit,
que costaron la vida a unos 13.000 soldados españoles, a manos de los rifeños
de Adelkrín, y la cautividad de otros muchos, en las kábilas marroquíes. La
leyenda parece tan verosímil que una vecina del pueblo preguntó un día a D.
Manuel quiénes fueron y cómo se llamaron los protagonistas.
LA VOZ DE FITERO
¡La
Voz de Fitero!
¡Lea
usted La Voz!
Dame
un ejemplar.
Y
a mí, dame dos.
Y
el voceador
recorría
el pueblo,
gritando
y vendiendo
La Voz de Fitero.
Era
un semanario
ameno
y simpático,
escrito
por cuatro
vecinos
románticos:
el
Doctor Herrero,
el
buen Pelairea,
Luisito
Palacios
y
Juan de la Reina.
Las
muchachas tiernas
leían
primero
del
joven Juanito
los
versos ingenuos;
y
las solteronas,
los
de Pelairea,
por
sus intenciones
de
casamentera.
En
cambio, las viejas
comadres
chismosas
devoraban
antes
del
Duende las trolas;
y
los hombres serios
y
trabajadores,
del
Doctor Herrero
las
campañas nobles.
Todos
los vecinos
leían
La Voz:
tanto
el señorito
como
el labrador;
y
sus gacetillas,
versos
y semblanzas
eran
comentados
toda
la semana;
muy
especialemente,
cuando
era su clave
un
rompecabezas,
casi
indescifrable;
o
transparentaba
algún
trapicheo
de
esos, que a las damas
absorben
el seso.
Un
pequeño pueblo,
con
un semanario,
era
un espectáculo
extraordinario;
y
los fiteranos,
a
los forasteros,
a
leer lo daban,
con
orgullo ingenuo.
Claro
está que algunos
lo
veían mal,
pues
siempre hay quien tiene
algo
que ocultar;
y
los que, en la vida,
nunca
limpio juegan,
no
quieren la luz,
sino
las tinieblas.
La
Voz de Fitero
nos
daba prestigio
e
hizo a la Villa
un
gran beneficio:
promovió
el reparto
de
nuestra Dehesa
y
a los más humildes
les
dio su parcela.
Y
por todo ello,
aquel
semanario
merece
el recuerdo
de
los fiteranos.
México
D. F., 25 de mayo de 1963
La Voz de Fitero fue fundada por
el médico, don Miguel Herrero Besada, y el farmaceútico, don Fernando
Pelletier. Llevaba como subtítulo: “Semanario independiente, defensor de los
intereses de esta Villa”, y en efecto, hizo honor a él. El primer número salió
a la calle el domingo, 31 de marzo de 1912. El número suelto se vendía a cinco
céntimos, y los precios anunales eran, por suscripción, de cinco pesetas para
el resto de España, y de ocho pesetas para el extranjero, pues naturalmente había
que recargar los gastos de envío por correo. La Voz constaba ordinariamente de cuatro páginas y se imprimía en Tudela,
en el taller de La Ribera de Navarra, Gaztambide, nº 11. La redacción y
administración de nuestro semanario tenían su domicilio en la Calle Mayor, nº
25.
El
periódico estaba bien confeccionado y constaba de varias secciones: editoriales
sin firma, artículos firmados, versos de Pelairea o de Juan de la Rweina, crónicas
femeninas de Miss Teriosa, información sobre las actividades del ayuntamiento,
noticias locales y anuncios. También había una Tribuna Popular para los
colaboradores espontáneos. Además de Miss Teriosa, había otro pseudónimo que
aparecía a menudo en La Voz: El Duende del Cortijo, el cual había sido adoptado
por Luis Palacios, para firmar sus artículos de chismografía y aldraguería
locales.
El
simpático semanario duró casi dos años, muriendo asfixiado por el cerril
caciquismo local.
El
alma de la Voz fue el Dr. Herrero Besada. Según los datos que me comunicó su
hijo, el Doctor Guillermo Herrero Octavio de Toledo, don Miguel nació en Santa
Clara (Cuba), el 23 de marzo de 1880. Estudió la carrera
De Medicina en la Universidad de Santiago de
Compostela y comenzó a ejercerla en Herreros, pueblo de la provincia y del
partido judicial de Soria, antes de cumplir el servicio militar. Poco después
de terminado éste, pasó a Fitero, en los comienzos del siglo actual, casándose
con la distinguida señorita fiterana, Felisa Octavio de Toledo. Permaneció en
nuestro pueblo hasta principios de 1917, en que se trasladó a Barcelona, donde
adquirió pronto reputación profesional, ya no sólo por su actividad de médico, sino
también de colaborador destacado de revistas médicas, como Yatros, y de diarios barceloneses populares, como El Diluvio
y El Noticiero Universal. En el tercer decenio del siglo actual, fue
primer Teniente Alcalde del Ayuntamiento de Barcelona, y durante la guerra
civil de 1936-39, estuvo al frente del Hospital de Olot, en la provincia de
Gerona. A continuación, volvió a Fitero y, hacia 1948, pasó a Vitoria, como médico
de la Mutua General de Seguros. Murió en Fitero el 24 de abril de 1953.
El
Dr. Herrero Besada era un hombre humanitario y liberal. Una vez, en un artículo
de La Voz de Fitero, del 27 de abril
de 1913, pidió que se instalaran cepillos en los cafés, casinos de juego y
centros de reunión, para recoger dinero, destinado a los pobres. Precisamente
llevado de su interés por mejorar la suerte de los jornaleros, promovió el
reparto de la Dehesa de Ormiñén, llevada a cabo poco después.
Hace
seiscientos años, imagen venerable,
que
invocándote vienen los hijos de Fitero;
y
hace más de cincuenta que mi querida madre
me
enseñó a dirigirte mis balbucientes rezos.
Ya
sé que son tu imagen, lo mismo que tu Nombre,
tan
solo una de tantas referencias piadosas
a
la única Virgen y Madre del Dios Hombre,
igual
que las de Fátima, de Lourdes y de Atocha.
Mas
Tú eres la nuestra, la que, desde hace siglos,
es
objeto de culto del pueblo fiterano;
aquella
a quien acude, en penas y en peligros,
lo
mismo que un infante, de su madre al regazo.
Y
porque eres la nuestra: bella, antigua y sencilla,
y
encarna tu figura el alma fiterana,
a
tus pies, con respeto, deposito mi lira,
¡oh!
morena y graciosa María de la Barda.
Que
tu nombre bendito sea el lazo de unión
de
todos los nacidos en nuestro noble pueblo.
protege
nuestras almas y cuerpos con tu amora
y
acógenos a todos, al morir, en tu seno.
México
D. F., 28 de marzo de 1963.
[1] La Guerra de 1914-18.
[2] Vicente Pastor fue un popular matador de toros,
madrileño. De novillero, llevó el apodo de El Chico de la Blusa. Tomó la
alternativa en 1902 y se cortó la coleta en 1918. Durante muchas temporadas, fue
un asiduo cliente del Balneario Nuevo de Fitero. Murió nonagenario.
[3] Consuelo Bello, más conocida por la Fornarina,
fue una famosa cupletista madrileña, tan notable por su belleza, como por su
gracia, elegancia y estilo (1884-1915).
[4] El Conde de Romanones, don Alvaro de Figueroa y
Torres (1863-1950), fue uno de los jefes del partido liberal monárquico. Figuró
como Ministro en diversos Gobiernos, entre 1902 y 1931, y fue dos veces Alcalde
de Madrid y Presidente del Consejo de Ministros.
[5] Don José María Méndez-Vigo fue, en mi juventud,
diputado a Cortes por el distrito de Tudela, en varias legislaturas seguidas.
Pertenecía al partido conservador liberal.
[6] Kantiano es el partidario de las teorías de
Manuel Kant (1724-1804), célebre filósofo alemán, autor de la Crítica de la
razón pura y Crítica de la razón práctica.
[7] Famosa pianista alemana del siglo XIX, más
conocida por Clara Schumann (1819-1896), por haberse casado con el célebre
compositor, Roberto Schumann.
[8] Paul y Virginia es una célebre novela francesa de
Bernardin de Saint-Pierre, aparecida en 1787, y cuyo argumento constituye uno
de los idilios más encantadores de la literatura universal.
[9] La leyenda de Gustavo Adolfo Bécquer, titulada La
Cueva de la Mora.
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