POEMARIO FITERANO Y OTROS POEMAS

Poemas de Manuel García Sesma
grabados por él mismo
POEMARIO FITERANO
Pamplona, Gráficas Iruña, 1969




Por Manuel García Sesma
Con su voz y música elegida por él mismo

PROLOGO

Este libro es fruto de una crisis de nostalgia. Recuerdo que me sobrevino hacía 1953. En aquella época, hacía ya veintiocho años que no había vuelto a Fitero; dieciocho que no había visto a ningún miembro de mi familia; y quince que vivía lejos de España. Entonces, a modo de desahogo espiritual, compuse de un tirón una buena parte de los poemas de esta colección; la mayoría, a bordo de los autobuses de servicio público de la ciudad de México, durante los viajes que hacía diariamente, para trasladarme a los colegios de Segunda Enseñanza, en los que impartía clases de bachillerato.

Como al principio no pensé, ni mucho menos, en la publicación de tales composiciones, comencé a escribirlas al estilo sin pretensiones del viejo Gonzalo de Berceo:

"en román paladino,
en qual suele el pueblo fablar a su vecino...".

Y cuando más tarde, me decidí a escribir mayor cantidad y  reunirlas en un libro, a instancias de un buen amigo fiterano, continué con el mismo método ‑a la antigua, como dicen en México‑, puesto que sólo iban a leerlas los vecinos de Fitero, que son gente sencilla, y algunos bañistas curiosos de sus afamados balnearios termales.

Por lo demás, como ya no estoy en la edad de las ilusiones, sino de las desilusiones, tengo que hacer mía la humilde confesión de Cervantes en La Gitanilla:

"Has de saber, Preciosa, que ese nombre de poeta muy pocos lo merecen, y así, yo no lo soy, sino un aficionado a la poesía".

Aunque todos los poemas son de fácil comprensión, he creído oportuno añadir a cada uno una nota explicativa y reunir todas estas notas en un Apéndice, para dar al lector toda clase de detalles complementarlos acerca de los personajes, hechos y cosas de que me ocupo en cada composición.

EL AUTOR


México, Distrito Federal, 6 de mayo de 1969

1.- Saludo a Fitero                    
2.- EL Castillo de Tudején                
3.- Luciano el Organista                 
4.-La fiesta de San Antón
5.- Un bañista llamado Bécquer             
6.- Leyenda de Roscas      
7.- Los espectros del abad Erviti            
8.- Amanecer en el Soto
9.- El horno de la Tía María Esteban          
10.- El Tío Maturrillo                    
11.- Nocturno estival
12.- EL Poba
13.- Romance de Pepete                  
14.- La boca del Infíerno                 
15.- La misa de doce                   
16.- A Roland Mois                    
13.- La tartana del Boticario               
18.- EL lecho del Tío Alvarilla               
19.- La Infancia del Venerable Palafox          
20.- Los alabarderos                    
21.- Puesta de sol                     
22.- El Vizconde de la Alborada             
23.- El encierro
24.- EL crimen del Tío Puya                
25.- La Infanta del Balneario
26.- EL Cristo del Humilladero              
27.- EL viático del Ojín                  
28.- EL bañillo                       
29.- EL olivo Sopetrán                
30.- La Ronda
31.- Sinfonía matinal
32.- Los Charquillos
33.- Alberto Pelairea
34.- EL Mentidero
35.- Fray Marcos de Villalba
36.- Anita la del Batán
37.- La Peña del Baño
38.- La Banda del Carrascas
39.- Sueños de plata
40.- El Montecillo
41.- Raimundo de Fitero
42.- Las Rebuscadoras.
43.- La Peña del Saco
44.- La silla del alcalde Oñate
45.- Carnet sentimental de un bañista
46.- EL maestro don Blas
47.- La bandera de Fitero
48.- EL joyero de Walada
49.- El Duende del Cortijo
50.- Pilar
51.- Cantares fiteranos
52.- EL Mojón de los Tres Reyes
53.- Las Completas de Monseñor Della Chesa
54.- Viaje en trillo
55.- Valito el Ciego
56.- El pino de don Juan Cruz
57.- EL gitano Manuelillo
58.- La Cruz de la Atalaya
59.- La Voz de Fitero
60.- A la Virgen de la Barda

 

Yo te saludo, villa medieval y moderna,
vergel entre montañas de rocoso perfil,
de Aragón y Navarra y Castilla frontera,
otrora disputada en prolongada lid.

Yo os saludo, Roscas, Atalaya y Castillo,
colosos milenarios de testa venerable
de la vida y las luchas de Fitero testigos,
y de sus avanzadas, centinelas gigantes.

Yo te saludo, Alhama, río de nombre moro,
junto a cuyas orillas Bécquer en sueños vio
a una mora dar agua a un moribundo mozo,
capitán de cristianos, que su amor conquistó.

Yo te saludo, viejo cenobio cisterciense,
cuna de la gloriosa Orden de Calatrava,
con cuyos caballeros defendió el Occidente
contra la Media Luna, la cultura cristiana.

Yo os saludo, Huerta, Fustal y Peñahitero,
campos de dulces frutas, viñedos y olivares,
regados desde siglos por bravos jornaleros,
con sudor de sus frentes y, a veces, con su sangre.

Yo te saludo, calle de don Juan Palafox,
el más ilustre hijo de la villa navarra,
en la que, siendo niño, fue un humilde pastor
y más tarde, famoso Virrey de Nueva España.

Yo te saludo, hermosa Plaza de San Raimundo,
donde, cada septiembre, arde Fitero en fiestas,
y las pupilas mozas, del amor al conjuro,
brillan como las chispas de la clásica Hoguera.

Yo te saludo, templo románico‑ojival,
do, desde siglos hace, las gentes fiteranas,
bajo tu amplia bóveda, acostumbran a orar,
a los pies de la Virgen María de la Barda.

Yo te saludo, fuente coqueta del Obispo,
que, a la entrada del pueblo, tu fresca linfa ofrendas,
cual la Samaritana, en otro tiempo, a Cristo,
al sediento foráneo que llega hasta sus puertas.

Yo os saludo, Termas de poético encanto,
secular sanatorio de cuerpos y de almas,
do viví con mis padres y un inspirado bardo
y una linda muchacha de blondas trenzas largas.

Yo te saludo, madre, querida anciana présbita,
cuya vista no alcanza más allá del Terrero,
y cuyo pensamiento me llega hasta la América,
envuelto entre las ondas de tu cariño tierno.

En fin, yo te saludo, pequeño cementerio,
donde enterré a mi padre un día gris de mayo,
y donde yo quisiera dormir el sueño eterno,
con todos mis parientes y amigos fiteranos.

México D. F., 7 de septiembre de 1952.


Este poema de 12 estrofas de versos alejandrinos es el más antiguo de los que he escrito sobre Fitero, pues lo acabé el 7 de septiembre de 1952; es decir, hace 33 años. Lo compuse como un recuerdo y un regalo para mi madre, precisamente durante las Fiestas del pueblo, y fue también el primer poema al que puse música; pero no la que lleva actualmente, sino el adagio de la sonata “Claro de Luna” de Beethoven. Por entonces, sufrí una especie de crisis de nostálgica de mi familia y de Fitero, pues hacía 28 años, que no había vuelto al pueblo; 18 que no había vista a ningún miembro de mi familia; y 15 que vivía lejos de España.

Es curioso cómo al vivir mucho tiempo lejos de su patria grande y, sobre todo, chica, y al avanzar hacia la vejez, se siente como una secreta llamada sentimental de la tierra que lo vio nacer a uno. Esta llamada nostálgica me impulsó a comenzar al año siguiente el Poemario Fiterano con 60 composiciones.  Ello me costó más de 10 años de trabajo, pues no lo escribí seguidamente, sino con intervalos. Además lo hice de la manera más incómoda e inverosímil, pues compuse la mayoría de los poemas a bordo de los autobuses de servicio público de la ciudad de México, que me trasladaba a los colegios anejos a la Universidad Nacional autónoma en los que daba clases de Francés, Latín, Terminologías y otras materias.  Uno de ellos, el Colegio Franco-Español, en el que di clases durante 23 años seguidos, estaba a más de 10 kilómetros de mi domicilio y tardaba en ir a él ordinariamente unos t res cuartos de hora; y otros tantos, en volver.  Pues bien, durante muchos meses, empleé este tiempo perdido en acordarme de Fitero y escribir versos sobre él.  Cuando acabé el POEMARIO FITERANO y me lo publicaron en Pamplona, a mis costas, no se me había ocurrido musicarlo, sino que esto lo realicé mucho después.  Es que la tarea es más difícil de lo que parece, pues hay que saber escoger la música clásica que le encaja bien y hay que saber escoger la música clásica que le encaja bien y hay que saber escoger la música clásica que le encaja bien y hay que saber recortar, sin que se note, la obra musical elegida, si, como es lo más corriente, resulta mucho más larga que el poema.



2

EL CASTILLO DE TUDEJEN

EL fuerte de Tudején
viste arreos de gran gala.
La torre del homenaje
al viento despliega ufana
dos flamantes estandartes
de soberana prestancia.
Son las banderas gloriosas
de Castilla y de Navarra:
las mismas que, hace unos meses,
juntas también ondearan
en las torres de Almería,
al final arrebatada.
Los dos Reyes que rindieran
aquella famosa plaza,
descansan ahora juntos,
a orillas del río Alhama.
Alfonso y García son,
con Berenguela y Urraca,
y los Infantes ilustres
de los dos Reinos de España.
Los acompaña un gran séquito
de caballeros y damas.
De las almenas del fuerte
penden los escudos de armas
castellanos y navarros
de la nobleza más rancia:
la Sierpe de los Villegas,
el Grifo de los Peralta,
los Leones de los Góngora,
y de los Muñoz, las Fajas.
Por los patios y las torres,
los corredores y cámaras,
desfilan mantos y yelmos,
velos, cogullas y espadas.
Nunca en Tudején se vio
más bullicio y elegancia,
ni la Vega ni las Termas
se vieron más visitadas.
Y todos los visitantes,
sin exceptuar los Monarcas,
se hacen lenguas del encanto
de la cuenca del Alhama.
Hoy más que nunca en el fuerte
hay concurso y algazara,
pues, en honor de los Reyes,
se celebra fiesta magna.
En sendos solios, alzados
cabe las recias murallas,
presiden la reunión
los dos reales Jerarcas.
En torno de ellos se agrupan
Reinas, Princesas e Infantas,
Obispos, Nobles y Abades,
Ricos‑hombres y sus damas.
Dos compañías de histriones
los divierten con sus farsas;
y acróbatas y bufones,
con sus piruetas y chanzas.
Un juglar canta el idilio
de Alfonso Sexto y de Zalda;
y otro cuenta del Rey Sancho
y del jabalí, la fábula.
Coros de jóvenes bellas,
ligeramente ataviadas,
entonan cantos de amores,
al son de violas y flautas;
y una mora de Tudela,
linda como la Mejana,
entusiasma a la asamblea,
con sus danzas africanas.
Pero el número de fuerza,
que todos con ansia aguardan,
es la justa entre dos nobles
de Castilla y de Navarra.
Son don Ponce y don García,
justadores de gran fama:
el primero, de Toledo;
y el segundo, de Tafalla.
Don Ponce ostenta el blasón
de la Reina doña Sancha;
y don García, el escudo
de la Reina doña Urraca.
Los heraldos los anuncian,
con sus trompetas de plata;
y al son de los atabales,
los contendientes se atacan.
Qué hermosos caballos montan,
luciendo ricas gualdrapas!
Y qué ágilmente manejan
la lanza como la adarga!
¿Quién de los dos ganará
el premio de los Monarcas. . .?
No es fácil adivinarlo,
pues muestran destreza análoga;
y ya llevan cuatro asaltos,

sin que se saquen ventaja.
Los espectadores vibran,
cuando se encuentran las lanzas;
sobre todo, las mujeres,
que son más apasionadas.
Por seis veces todavía,
los paladines se asaltan;
mas no se vislumbra el triunfo,
ni aun a la décima carga.
Entonces pide a los Reyes
la discreta doña Sancha
que la singular contienda
se dé, en fin, por terminada;
y ya que de igual valor
entrambos han hecho gala,
que se otorgue a entrambos nobles
el premio de los Monarcas.
Se hace así y ambas airosas
quedan: Castilla y Navarra.
Ya en el cielo arde el crepúsculo,
cuando el festival acaba;
y pronto el manto estrellado
cubre a la vieja morada.
En los pasillos y torres,
tan sólo queda la guardia,
con sus brillantes lorigas
y sus largas alabardas.
Y mientras que en Tudején
es todo silencio y calma,
la luna se baila sola
en las aguas del Alhama.
Dos días después, los Reyes
ponen término a su estancia;
y abandonan el castillo;
con cortesanos y damas,
con clérigos y guerreros,
con fámulos y azafatas.
Las doncellas del lugar,
a quienes impresionaran
tantos apuestos mancebos,
los ven desfilar con lágrimas.
Y hasta el mismo adusto fuerte
de berroqueñas entrañas,
se conmueve y entristece,
contemplando aquella marcha.
No será porque presiente
que no verá otras jornadas
tan rumbosas y felices
brillar entre sus murallas...?


Hoy, al cabo de ocho siglos,
evocando tal parada,
también una gran tristeza
se apodera de mi alma.
Es porque de Tudején
ya no sobrevive nada:
ni siquiera el nombre mismo,
borrado, ha tiempos, del mapa;
que en esta efímera vida,
las cosas humanas pasan,
como las aguas que corren
por el lecho del Alhama.

México D. F., 19 de mayo de 1953



3


Luciano el organista

Vino de Sigüenza, y era un joven rubio,
guapo, artista y fino, igual que Franz Liszt.
Había en sus ojos azules efluvios
y en sus blancas manos, brillos de marfil.

En su porte humilde de huérfano pobre,
de su buena madre solo y fiel sostén,
se notaba un aire distinguido y noble
de varón selecto y de hombre de bien.

Ardía en su pecho la llama del arte
y con ser un músico famoso soñaba,
y para lograrlo, febril e incansable,
al piano, sentado, su vida pasaba.

Las vecinas jóvenes que en frente vivían,
en la silenciosa calle de San Juan,
al mozo espiaban tras de las cortinas,
y sin distraerlo, le oían tocar.

Y sus corazones sencillos y tiernos
de amor palpitaban ante su balcón,
oyendo una fuga, sonata o concierto
de Bach, de Beethoven, de Franck o Berlioz.

-“¡Qué bien toca el piano y cuánto trabaja!,
decían. Se pasa las noches en vela.
¿No irán a matarlo tantas desveladas,
a la lucecilla de débil candela...?”

Y efectivamente, tan rudo trabajo
de estudio, tecleo y composición
minaban la frágil salud de Luciano,
cuya tos tenía sospechoso son.

En torno a sus ojos se formaban cercos
de tonos violeta, señal de fatiga,
e igual que el pañuelo que levaba al cuello,
se volvían blancas sus frescas mejillas.

Mas él, a sus sueños de triunfo aferrado,
no paraba mientras en la enfermedad
y seguía siempre tenaz trabajando,
quemados sus huesos por fiebre letal.

La sed de la gloria inmortal lo abrasaba,
que a Chopin antaño también abrazó,
y la misma tisis que a Chopin matara,
al joven Luciano también consumió.

Un día en el lecho cayo, al fin, vencido.
su pobre organismo ya no pudo más;
y de sus afanes y de sus delirios,
la Muerte piadosa lo vino a librar.

Las vecinas jóvenes que antes lo espiaban,
lloraron sinceras su fin prematuro,
como la estatuilla de Mozart, posada
sobre la cubierta de su piano mudo.

Era yo muy niño, pero aún recuerdo
el dolor que al pueblo su muerte causó,
pues era tan joven, tan artista y bueno,
cual lo fuera Schubert, el compositor.

Recuerdo la palma que adornaba el féretro
en el que encerraron al mozo infeliz,
y la marcha fúnebre que tocó en su entierro
la banda de música de Lorenzo Luis.

México D. F., 5 de marzo de 1953


Luciano el Organista se llamó en vida Luciano Hernando Palafox y nación en Alcolea del Pinar, provincia de Guadalajara, en 1892. Fue niño de coro de la catedral de Sigüenza, donde aprendió solfeo y canto, armonía y composición, así como a tocar el órgano y el piano. Muy joven todavía, fue nombrado organista, mediante concurso, de Santa María la Real de Fitero, puesto modesto que no podía satisfacer sus aspiraciones de artista nato. Por ello, aparte de sus ocupaciones en la iglesia y de algunas lecciones particulares que daba para poder vivir, se dedicaba principalmente al estudio, soñando con descollar un día en el mundo musical. A fin de adquirir una digitación vigorosa, colocaba tiras de goma debajo de las teclas de sus piano –un piano Montano, comprado sabe Dios a costa de qué sacrificios-, llegando a familiarizarse de tal modo con el teclado duro, que llegó a tocar, en tal forma, perfectamente matizados e impecables, los valses de Chopin y las fugas de Bach.  En 1912, entró a formar parte de la Banda de Lorenzo Luis, tocando el pífano. También tenía verdaderas aptitudes de compositor, como demostró con algunas pequeñas obras que escribió, siendo más que probable que hubiera alcanzado la fama que anhelaba, si la muerte implacable no hubiera segado en flor su laboriosa existencia, el 17 de noviembre de 1912.  Tenía solamente 20 años.  El mismo día -¡oh! ¡irónica casualidad!– LA VOZ DE FITERO daba la noticia de un alivio de su enfermedad. Y en el número siguiente, le dedicó una sentida necrología.


4

LA FIESTA DE SAN ANTÓN

En la calle Calatrava,
hay asamblea de bestias,
pues a su santo Patrón
hoy la liturgia celebra.

Es el viejo San Antón,
aquel noble anacoreta,
que todo a los pobres dio
y vivía en una cueva;

al que legiones de diablos,
dando feroces aullidos,
pretendían ahuyentar
de su piadoso retiro;

Y no pudiendo lograrlo,
por las noches lo tentaban,
con sueños de mujercitas,
tan lindas como livianas.

Y como al fin vencedor
salió de tan rudas pruebas,
la iglesia lo proclamó
patrón de todas las bestias.

Vedlo en el primer balcón
de la calle Calatrava,
con su capuchón, su cerdo,
su cayado y barba blanca.

Y ved cómo en honor suyo
desfilan el burro, el pavo,
la yegua, el potro, la cabra,
la oveja, el perro y el gato.

Una casada ha llevado
al desfile a su marido,
pues, es al decir de ella,
un verdadero pollino.

Y un casado ha hecho igual
con su mujer y su suegra,
porque asegura que son
un par de mulas coceras.

Un gitano le ha ofrecido
un par de velas al Santo,
si logra pasar por joven
a un burro de ochenta años.

Y un carnicero apoplético
le ha costeado la misa,
por los perros y los gatos
que ha metido en las salchichas.

En cambio, el veterinario
no ha querido ir a la fiesta,
pues dice que San Antón
le hace una gran competencia.

Y yo, que no soy gitano,
albéitar ni carnicero,
a San Antón le he rogado,
con el fervor más sincero.

“Tú, que omnímodo poder
tienes sobre las reatas,
presérvame de las bestias
de dos y de cuatro patas...

México D. F., 20 de abril de 1953


San Antón es venerado en Fitero desde hace siglos, como lo demuestran la vieja calle de San Antón perpendicular a la Placilla, y el viejo cuadro de San Antón y San Pablo Primer Ermitaño, que se conserva en la sacristía. Sin duda, fueron los monjes del Monasterio los que introdujeron su devoción; y los labradores del pueblo, la ronda tradicional de los Sanantones.  Cada 17 de enero, se exponían al público –al menos, en los comienzos de este siglo– dos imágenes del Santo anacoreta: una, en la casa nº 2 de la calle Calatrava, perteneciente a los padres de don José Jiménez Fernández; y otra, en la nº 4 del Cogotillo Bajo (Ahora Pío XII), de cuyo propietario ya no recuerdo el nombre. Al anochecer, cuando los vecinos volvían del campo, los mozos del pueblo, montados en bestias de todas clases (caballos, machos, mulas, yeguas, burros y burras) se dirigían, a galope tendido, hacia una de las imágenes, formando corros debajo de ella. Entonces se comían unas cuantas nueces, echábanse a coleto unos cuantos tragos de vino de la bota y, a continuación, gritaban al Santo: “San Antón, guárdame el caballo para otro año” (o el macho, la burra, etc.) y salían disparados hacia la otra imagen, donde repetían la misma operación.  
En 1944, don José María Yanguas Berdonces, más conocido por el Tío Bendice, regaló a la iglesia parroquial una bella escultura del Santo, la cual fue colocada en el gran altar barroco de la derecha del crucero, donde sigue todavía; y al año siguiente, a continuación de una gran fiesta religiosa que se le hizo el 17 de enero, se organizó la Cofradía de San Antonio Abad, cuyos fundadores fueron los señores José María Yanguas, Martiniano Casado, Fidel Fernández Yanguas y José Jiménez Fernández. Cada año, se hace en dicha fiesta una colecta pública cuyo producto, incrementado con los óbolos de los cofrades, se destina a socorrer a los pobres y, por supuesto, a sufragar los gastos de la misa solemne y del sermón del Santo. 



5

Un bañista llamado Bécquer

A los Baños ha llegado,
procedente de Madrid,
un joven Llamado Bécquer,
de delicado perfil.

Sus ojos son soñadores
y su cabello, ondulado.
Luce una fina perilla
y un bigotillo delgado.

Y aunque apenas ha cumplido
veinticinco primaveras,
parece un doncel formal,
de distinguidas maneras.

Tal vez su salud precaria
contribuya a ello, en parte;
mas su suave palidez
lo hace más interesante.

Rosita, la camarera
a quien le ha tocado en suerte,
se desvive por servir
a Gustavo Adolfo Bécquer.

Señorito, por aquí;
señorito, por allá.
- “¿Desea algo el señorito...?”,
va a su cuarto a preguntar.

Pero el señorito Bécquer
es un poco distraído;
y además no sabe Rosa
que ya está comprometido.

Allá, cerca del Moncayo,
en el pueblo de Veruela,
ha conocido a otra joven
que lo trae de cabeza.

Y por otra parte, aquí,
la señorita Isabel,
que es una hermosa morena,
también se ha fijado en él.

Mas Gustavo es algo tímido
y tiene por el momento
otras preocupaciones,
ajenas a los flirteos.

El paisaje del Alhama
y de Fitero el prestigio
acicateando están
su seguro instinto artístico;

Y arriba el presentimiento
de que han de proporcionarle
motivos, para escribir
leyendas interesantes.

Cada tarde cruza el río,
frente a la Peña del Saco,
para sorprender secretos
de aquellos sitios de encanto;

Sobre todo, de las ruinas
del viejo castillo moro,
de las escarpas de Roscas
y del bocaje del Soto.

Hasta que encuentra la entrada
de la Cueva de la Mora
y le cuenta un campesino
su cautivadora historia;

la historia del amor y muerte
de una mora y un cristiano,
que, en el fondo de la cueva,
expiraron abrazados.

Entonces baja a Fitero
a visitar su abadía,
cuyos restos son testigos
de su esplendor de otros días.
Recorre sus grandes claustros,
admira su antiguo templo
y se pierde en el enorme
refectorio del convento.

Por fin, en la biblioteca,
haya unos viejos papeles
musicales, que le inspiran
su famoso Miserere.

Y ya con todas sus notas,
Bécquer se pone al trabajo,
que interrumpe, a veces, Rosa,
con sus llamadas al cuarto.

Por cierto que Rosa es linda:
más luce mucho mejor
la señorita Isabel,
que ya llamó su atención.

Con su tipo de sultana,
toda ataviada de blanco,
con sus grandes ojos negros
y grandes pendientes de aro,

¿no es la mora legendaria
de la cueva del Alhama,
que sale todas las noches,
con su jarra, a coger agua?

Así Gustavo la ve
y así se lo dice a ella,
con miradas que acarician
y palabras que embelesan.

Y al punto sueña Isabel
con un poético amor,
como el que cree que el joven
abriga en su corazón.

Pero la ilusión es breve,
pues la novena termina
y a Madrid debe volver
el poeta y periodista.

Al pie de la diligencia,
las dos bellas fiteranas
despiden al joven Bécquer,
con emoción soterrada.

¿Les deja un beso, una rima...?
Eso es un secreto; mas
sus leyendas de Fitero
el mundo recorrerán.

México D. F., 15 de mayo de 1963.

Sobre la puerta de la habitación nº 350 del Balneario Gustavo Adolfo Bécquer, destaca una placa rectangular, con la siguiente inscripción: “En este cuarto se hospedó el inmortal poeta sevillano Gustavo Adolfo Bécquer”.

El tal cuarto ha sufrido, al cabo de un siglo y pico, por lo menos, cuatro trasformaciones.  En la 2ª mitad del siglo XIX, cuando lo ocupó Bécquer, hacía 1861, era una habitación modesta y ordinaria, sin lujos de ninguna especie.  A principios del siglo actual, fue transformada en Sala de Espera de la Consulta médica; más tarde, en Salón-Biblioteca; y finalmente, en la actual habitación de lujo.  Cuando era Sala de Espera, dicha placa estaba en el interior de la pieza, encima del marco del balcón.-  Había además en su interior otro recuerdo muy interesante del poeta.  Se encontraba en el testero, entrando, a mano izquierda, y se trataba de un cuadrito, con marco dorado, el cual contenía una imagen del autor de las rimas, al parecer, dibujada a pluma por su hermano, el pintor Valeriano Bécquer y firmaba y rubricada por el propio poeta.  ¿Era un autógrafo auténtico? Eso parecía.  En la parte inferior izquierda del cuadrito, destacaba una inscripción a pluma que decía: “V. Bécquer”; y en la inferior derecha, otra en que se leía: “B. Maura D. Y G. 1884”. Al dorso del mismo cuadrito, sobre un trozo de papel pegado, figuraba esta leyenda manuscrita: “donativo del bañista Antonio Casaña – Homenaje al inmortal poeta – Gratitud a las curativas aguas – Zaragoza, Octubre de 1921 – Firmado y rubricado: A. Casaña”.


¿Cuándo estuvo Bécquer en el Balneario Nuevo..? No se sabe con certeza; pero no es difícil conjeturarlo.  Baste saber que la primera leyenda que publicó sobre nuestro pueblo, titulada “El Miserere” apareció en el diario madrileño “El Contemporáneo”, correspondiente al 17 de abril de 1862.  Lo más probable es que estuviera precisamente durante la primavera o el verano del 61, ya que en La Cueva de la Mora nos dice que iba todas las tardes de paseo por el paraje del Castillo.  Ahora bien, aquel paraje es bastante escabroso y fresco, para visitarlo a diario, de no ser en el buen tiempo; sobre todo, tratándose de un individuo de salud delicada, como era Bécquer. Fitero le dedicó una calle en 1971 y la administración de los Baños Nuevos los rebautizó con el nombre del poeta en 1973.



6

LEYENDA DE ROSCAS


Roscas no es una montaña,
sino un lamento de piedra.
No la estructuró un volcán,
según afirma la ciencia
sin alma de los geólogos,
sino una hondísima pena:
que, a veces, las rocas sienten,
por extraño que parezca,
más que algunos corazones,
mucho más duros que ellas.
Hace varios miles de años,
cuando, en plena Edad de Piedra,
habitaban los íberos
la hermosa cuenca alhameña,
en sus tríbus florecía
una espléndida doncella.
Todos la llamaban Goiko,
igual que a ¡a luna llena;
y lo mismo que a este astro,
le rendían culto a ella.
Ni en su tribu ni en las próximas,
había joven más bella.
Sus ojos eran dos granos
de moscatel de la Vega;
su piel, la de las manzanas
que se crían en la Huerta;
su boca, una cerecita
de los guindos de la Serna;
y su voz, la del jilguero
que por el Soto gorgea.
En todos los plenilunios,
su esbeltísima silueta
brillaba en las danzas sacras,
igual que la luna llena.
Todos los hombres estaban
enamorados de ella,
no sólo en su propia tribu,
sino en la comarca entera.
Mas ¡ay! que esta apoteosis
fue causa de su tragedia,
pues al ¡efe de la tribu
inspiró pasión violenta;
y en una noche de luna,
de luna sagrada y llena,
en que hechizó con sus danzas
más que nunca a la asamblea,
el viejo jefe tribal
intentó abusar de ella.
Con un pretexto ritual,
condujo a la diosa ibera
hasta la cima de Roscas
y la atacó por sorpresa.
La desgraciada muchacha
reaccionó con fiereza.
Desasióse como pudo
de aquellas garras sacrílegas,
y antes que rendir al fauno
su inmaculada belleza,
se precipitó al abismo,
desde la bravía cresta.
Su cabello flotó al viento,
lo mismo que una bandera;
y el jefe, de pasión ciego,
se arrojó, a su vez, tras ella.
En el fondo del barranco,
dos grandes manchas sangrientas
enrojecieron de pronto
los guijarros de la senda.
Y las entrañas de Roscas,
 ante la brutal tragedia.
 de dolor se retorcieron,
 igual que heridas culebras.
 Desde entonces la montaña
 tiene la forma patética
 de un muro de boas muertas
 y de un lamento de piedra.


México D. F., 17 de abril de 1953

La Leyenda de Roscas es un poema de argumento trágico, inventado ciertamente por D. Manuel, pero con cierta base geográfica e histórica. La base geográfica es la morfología torturada de la Montaña, la cual es de indudable origen volcánico, pero erosionada por las aguas que la cubrieron en la era terciaria, formando parte del mar que ocupaba, a la sazón, la depresión actual del Ebro; es decir, la Ribera de Navarra; y más tarde, por los vientos, las lluvias, las heladas y los rayos del sol, cuando quedó emergida por el hundimiento del Macizo Ibérico, concomitante con el levantamiento de los Pirineos, y la formación de la cuenca del Alhama.

La base histórica es la comprobada presencia sucesiva de pobladores ibero-eúzkaros y celtíberos, en la próxima Peña del Saco y sus aledaños.  Ahora bien, sabido es que los iberos adoraban a la luna, en cuyo honor celebraban danzas nocturnas, en las noches de plenilunio, a las puertas, o mejor dicho, salidas de sus chozas.  Algunos vascófilos, como el Príncipe Roland Bonaparte, han pretendido hallar una prueba filológica de este culto lunar entre los vascones primitivos, precisamente en la palabra Jaungoikoa, la cual no debería traducirse “el Señor de lo Alto”, como se admite generalmente, sino “el Señor de la Luna”, por estimar que Jaungoikoa sería una contracción de Jaungoikokoa, pues Goiko significa Luna, en el viejo dialecto roncalés.





7

LOS ESPECTROS DEL ABAD ERVITI

Cuando iba a la escuela del maestro don Blas,
me infundía terror el largo subterráneo
de la vieja y masiva morada conventual,
que empieza en Calatrava y llega al Barrio Bajo.

Alguien me había dicho que por allí vagaba
el ánima doliente de un abad del convento,
perseguida, en las sombras, de manera enconada,
por una legión lúgubre de sangrientos espectros.

Y con tales informes, excusado es decir
que yo no me atrevía a asomar la cabeza,
a pesar de mi fuerte curiosidad pueril,
ni por los tragaluces que, a ras, se ven, de tierra.

Cuando ya fui mayor, me puse a escudriñar
cuál seria el origen de esta leyenda extraña,
por deducción sacando la conclusión final
de que tuvo su origen en una historia trágica.

Fue un famoso motín, ocurrido en Fitero,
en el setenta y cinco del siglo diecisiete,
que estremeció a Navarra y dejó en nuestro pueblo,
un reguero siniestro de rencores candentes.

Desde su fundación, Fitero había sido
un feudo de su célebre monasterio del Císter,
y su abad era dueño de tierras y vecinos,
con potestad canónica y poderes civiles.

Mientras el vecindario fue poco numeroso
y por doquier reinaba el orden señorial,
nuestro pueblo acató, más o menos gustoso,
su entera dependencia del mando monacal.

Pero, cuando a partir del siglo dieciséis,
sus viejas posiciones perdió el feudalismo,
Fitero, ya mayor, quiso, a su vez, romper
aquella dependencia y regirse por sí mismo.

A tal fin, compró al Rey, sólo en tres mil ducados,
las dos jurisdicciones, civil y criminal,
que a ejercer comenzaron, con general aplauso,
vecinos de Fitero, de elección popular.

Mas el pueblo era pobre, pues la mayor riqueza
estaba acaparada por la vieja Abadía,
y no pudo pagar, de su modesta hacienda,
puntualmente la deuda que contraído había.

Entonces el convento a intrigar comenzó,
para recuperar los poderes perdidos,
y, al cabo de los años, al fin, lo consiguió,
por ocho mil ducados que del Rey pagó al fisco.

Las relaciones mutuas comenzaron a agriarse;
cada día estallaban conflictos y fricciones,
y la situación iba gradualmente agravándose,
presagiando inminentes y graves explosiones.

Y ocurrió la catástrofe, que provocó, imprudente,
Fray Bernardo de Erviti, un monje pamplonica,
pleitista e intrigante, déspota e influyente,
que a las reclamaciones del pueblo se oponía.

El pueblo, enfurecido, asaltó el monasterio,
saqueó sus bodegas, sus arcas y despensas,
huyendo hacia Cintruénigo los monjes que pudieron,
y sufriendo los otros, ultrajes y violencias.

La represión fue dura, pues, aparte las penas
de prisión, de galeras y pecuniarias fuertes,
veinte de los participes en aquella revuelta
fueron, meses más tarde, sentenciados a muerte.

Cuando Erviti murió, forjó, en venganza, el pueblo
la leyenda del alma de aquel monje execrado,
que vaga por los sótanos sombríos del convento,
perseguida sin tregua por espectros macabros.

Tehuacán, 31 de mayo de 1963




AMANECER EN EL SOTO

El Soto. Amanecer.
Orillas del Alhama.
El sol que asoma apenas
por las crestas cercanas.

Alborado estival.
El rocío, temblando
en la flor y el frutal,
como un insecto helado.

Un chal de azul y oro,
cubriendo las montañas,
como un tul vaporoso
a una bella sultana.

Y el gigante desnudo
de la Peña del Baño,
restregando sus gruesos
y soñolientos párpados.

La aurora, que ilumina
la Cueva de la Mora,
y a gnomos y a fantasmas
pone en fuga y derrota.

El eco desvaído
de lejana campana,
que a los fieles invita
a la misa del alba.

Y la vieja Atalaya,
con su gran cruz de álamo,
que esboza un desperezo,
estirando los brazos.

En el lecho del río,
el agua cantarina,
que enjuaga su garganta
con finas piedrecillas.

En las amplias laderas
del monte del Castillo,
la pompa y el perfume
del níveo tomillo.

Y en el bosque del Soto,
el alegre concierto
de ruiseñores, tórtolas,
cuclillos y jilgueros.
.................................
Entornad vuestros párpados,
el oído aguzad
y oiréis de Beethoven
la inmortal Pastoral.....

México D. F., 13 de marzo de 1953


Amanecer en el Soto no es una pura fantasía poética, sino el recuerdo de una sensación que experimenté realmente en aquel paraje, un amanecer de junio, allá por mis veinte abriles, durante un paseo matinal con un amigo íntimo, don José Jiménez Fernández. Entonces el paisaje de aquel lugar era más poético que en la actualidad, pues el río Alhama pasaba más cerca de a casa que ahora, en que ha sido algo alejado por un camellón, y las esparragueras y muchos de los árboles frutales que cubren actualmente el terreno, formaba en mi juventud una espesa arboleda de chopos, en los que anidaban millones de pájaros y de aves canoras. Al amanecer, se ponían todos a cantar y aquel inmenso orfeón, al rebotar contra la muralla inmediata de la montaña, producía un efecto verdaderamente impresionante.
El cortijo o casa del Soto propiamente dicha –es decir, sin tomar en cuenta los corrales traseros, adicionados probablemente después de la exclaustración de los monjes del Monasterio fue levantado en la época del abadengo y es un paralelepípedo rectangular de unos 14 metros de alto, 11 de ancho y 10 m. de largo. Está orientado hacia el mediodía, esto es, frente a las estribaciones del Castillo, corriendo al N. el río alhama y abriéndose al S. O. la Cueva de la Mora. Consta de tres partes: una planta baja, un primer piso y un desván. La planta baja es de piedra sillería y su construcción se debe remontar, cuando menos, a finales del siglo XVI, a juzgar por su hechura y por el desgate de varios de sus sillares. Seguramente constituyó la primitiva casa de campo, como lo acusa la cornisa que lo remataba, mientas que el piso primero y el desván, construidos ya de ladrillo, fueron superpuestos en época posterior.
Con toda probabilidad, este cortijo se destinó, en un principio, a guardar los aperos de labranza de los peones del Monasterio que trabajaban las tierras de los alrededores, así como las municiones y armas de caza, y las cañas y demás adminículos de pesca, a que eran tan aficionados los monjes. Para cazar, tenían la gran arboleda que cubría todo el Soto y los montes cercanos en los que nunca faltaban animales de caza; y para pescar, disponían, a las puertas mismas del cortijo, de la Pesquera: un estanque de unos 400 metros cuadrados, situado al S. O. del edificio en el que criaban anguilas, barbos y otros muchos peces de agua dulce. A la sazón, la finca del soto comprendía una extensión de 90 robadas: es decir, 80.861 metros cuadrados.
El edificio ostenta en la fachada del mediodía, donde está la puerta de entrada, dos relojes de sol, actualmente inservibles, puesto que ambos carecen de puntero indicador. El más moderno es el mayor, que dato de 1922. Según me informó uno de los propietarios de la finca en 1967, al hacer ese reloj, se cubrió la mitad de un escudo y unos números romanos que se veían en esa parte de la fachada. Seguramente serían el escudo del Monasterio y la fecha de construcción del primer piso y del desván.
Otras curiosidades del lugar son unas fuentecillas de aguas sulfurosas que brotan a flor de tierra, así como una fuente subterránea de dos caños, situada al E. de la casa y a unos dos escalones de piedra arenisca, todavía bien conservados. Durante muchos años, se ignoró su existencia, por haber sido cegada, tal vez desde la exclaustración de los monjes; hasta que un buen día, la descubrió don Dionisio Pina. Esta fuente también es de aguas sulfurosas, las cuales salen a unos 11 grados centígrados de temperatura y  tienen las mismas propiedades medicinales que las del antiguo balneario de la Albotea. Se puede, pues, conjeturar que fueron utilizadas terapéuticamente por los monjes.
Actualmente el edificio está deshabitado; pero seguramente que, a partir de la edificación del primer piso, lo habitó la familia de algún guarda del Monasterio, pues quedan todavía restos evidentes de una antigua vivienda: sobre todo, una chimenea en bastante buen estado.
Durante la segunda mitad del siglo XIX, la finca y casa del soto pertenecieron a don Manuel María Alfaro; y, posteriormente, a don Manuel Remón y a los hermanos Dionisio y José María Pina. En 1967, sus propietarios eran, por una parte, los hermanos Carrascosa, y por otra parte, las hermanas Joaquina y María Cruz Pina Galindo.

****
Años más tarde, Manuel García Sesma completó la historia de esta Casa del Soto al tener acceso a un documento recogido en los Archivos de Protocolos de Tudela y Pamplona: “PROTOCOLO DE MIGUEL DE URQUIZU Y UTERGA DE 1614, FOLIO ANTIGUO 73, Y MODERNO, 41.”

Para completar, por lo tanto, la información sobre esta Casa del Soto, adjuntamos el texto redactada por Manuel García Sesma (J. B. A.)

“En el Soto, hubo una casa primitiva, levantada por los monjes de la abadía de Fitero, probablemente en la segunda mitad del siglo XVI. Junto a ella, el abad Fr. Plácido del Corral y Guzmán, que estuvo al frente de aquélla, desde 1625 hasta 1643, edificó una capilla dedicada a San Plácido, según consigna el Tumbo de Fitero, en el folio 732.
Ahora bien, la actual casa del Soto data ya de 1671-72. Por consiguiente, no son acertadas las suposiciones que hice yo, relativas a su construcción, en mi "Poemario Fiterano", p. 184, inducido a error por el desgaste considerable de varios de sus sillares y por los diversos materiales, empleados, por una parte, en su planta baja, y por otra, en el piso 1º y en el desván.  naturalmente, en México no podía echar mano a ninguna documentación sobre tal punto; pero en España, sí, pues ésta se conserva en los Archivos de Protocolos de Tudela y de Pamplona. 
En el 1º, figura el contrato del Monasterio con el constructor, firmado en Fitero, el 12 de abril de 1671, el cual se guarda en el protocolo de dicho año del escribano de Fitero, Dn. Miguel de Aroche y Beaumont, folios 92.97.  Y en el 2º, figura, a su vez, la tasación definitiva, aunque incompleta, de la casa: tasación iniciada el 12 de agosto de 1673 y cuyos documentos se encuentran en los Protocolos de 1668-74, del escribano Dn. Miguel Marín, nº 245.
Resumiendo estos largos documentos, podemos afirmar - ahora con certitud - que la Casa actual , (pero ya había otra anterior, según se dice en el contrato de    con Macaya, para el arriendo de una helera del 17-IV-1614 ) del Soto fue levantada, como hemos dicho, en 1671-72, por Pedro de Angós Manero, "maestro cantero y arquitecto", vecino de Fitero, previo contrato con el abad Fr. Manuel del Pueyo. Se había convenido en que Angós haría la casa, al precio de nueve reales la vara superficial cuadrada de piedra labrada; y a seis reales y medio, la de mampostería, debiendo ser hecha la tasación por Sebastián de Sola y Calahorra, maestro arquitecto, vecino de Tudela.  Pero el Monasterio no se conformó con ésta y la hizo reconocer, medir y tasar por el monje trinitario descalzo de Alfaro, Fr. Diego del Espíritu Santo, arquitecto de su Orden.  Mas, a su vez, Angós no aceptó el dictamen de este fraile, entablándose, a continuación, el correspondiente pleito judicial. Angós alegaba que, no solo había cumplido con la obligación de levantar dicha casa, sino "haber hecho otras muchas obras que son de mucho más coste y primor", las cuales no estaban declaradas en las escrituras anteriores con el Monasterio.
Una tentativa de dirimir el pleito, mediante otra vista ocular, realizada por el maestro cantero Juan de Anechea, nombrado de oficio por la Corte, y Fr. Diego del Espíritu Santo, no prosperó, hasta que se hizo otra definitiva, iniciada el 12 de agosto de 1673, con asistencia del nuevo Abad Jorge de Alcat, el Visitador Bernardo de Erviti, Fr. Fernando Sarasa, Pedro de Angós, Sebastián de Sola y otros dos individuos nombrados de oficio: el cantero de Pamplona, Pedro de Aspiroz, y el albañil de Fitero, Pedro Gómez.


La medida total de la obra de cantería dio 1.250 varas navarras, 6 pies y 2 dedos, detallándose en ella las medidas de los 4 lienzos, del sobre lecho de la cornisa, de las losas de la puerta principal, de la puerta de la Pesquera, de la ventana de la despensa, del hogar de la cocina, de la fregadera, de los zócalos de los dos pilares, del antepecho de encima de la fuente (con los arpones de hierro, por donde va el agua a las pesquerillas), de la canal por donde pasa el agua a las pesquerillas sobre la fuente, de la fachada del cañón al lado de la fuente, de la solera del cañón, debajo de la casa, que va hasta la fuente), de los lienzos del cañón que sale de la pesquera hasta la fuente (desde la puerta de la sala que cae a la otra pesquera), de la bóveda del cañón, del canal de la Pesquera (junto a la puerta de la casa), de la cubierta del arca de la fuente, del pasador, de las dos piedras grandes que defienden las dos esquinas de la casa, de las zapatas de los zócalos de los pilares y de la puerta de la iglesia.
Como se ve, la medición se hizo, esta vez, con una minuciosidad inobjetable.
Para los efectos de la tasación, se dedujeron de la medida total de la obra de cantería, de conformidad con la escritura de construcción, 96 varas y 7 pies y medio, quedándose en 1.155 varas navarras, 9 pies y 30 dedos.
Con igual meticulosidad, se midió la obra de mampostería baja, la cual arrojó un total de 332 tapias, 3 pies y 6 dedos (a razón de 67 pies la tapia) y de 366 tapias, 60 pies y 6 dedos (a razón de 60 y 3/4 pies la tapia, la cual era una medida superficial empleada, a la sazón, por los albañiles, de diferente valor en Castilla y en Navarra).
En cuanto a la albañilería alta o del cuarto de arriba, su medición dio 214 y 1/3 tapias navarras.
El número total de ladrillos empleados fue 15.893.  En una segunda tasación, Fr. Diego del Espíritu Santo valoró toda la obra de cantería en 9.988 reales, ignorándose el resto, así como las tasaciones realizadas por Sola, Aspiroz y Gómez.  Así que, en resumidas cuentas, no sabemos lo que pagaron, en definitiva, los frailes a Pedro de Angós por la construcción de la actual Casa del Soto.
En el Inventario realizado a fines de 1835, con motivo de exclaustración definitiva de los monjes, se cita al Soto entre sus fincas rústicas, con esta lacónica descripción: "El SOTO, poblado de árboles, de 90 robos, con su casa en medio, la que se halla actualmente derruida en su fondo y contiene un Estanque en medio.  Tiene la servidumbre de suministrar la leña necesaria para la construcción de estacas para las presas de la Villa" (folio 98).

Acogiéndose a las leyes desamortizadoras, la finca fue adquirida por D. Rafael Javat, vecino de Madrid, por escritura firmada en Pamplona, el 20 de diciembre de 1844, siendo su administrador en Fitero el vecino D. Joaquín Aliaga, y el guarda de la misma, Eugenio Bayo.  Por orden del Sr. Javat, se "procedió al descepo del arbolado, con objeto de reducir el terreno a cultivo" y como naturalmente Eugenio Bayo empezase a usar las aguas del Alhama, para regar la finca, protestaron los propietarios de Solosoto, el Combrero y la Hoya del Puente, llegándose por fin a un convenio con ellos el cual fue firmado el 31 de mayo de 1846.  Una copia de este largo documento se encuentra en un Manuscrito de Sebastián María de Aliaga, folio 90 v. y siguientes, de donde hemos tomado estas últimas noticias.”



9

EL HORNO DE LA TÍA ESTEBAN

En el amplio horno
de María Esteban,
las amas de casa
están de faena.

Dale, dale al torno
y dale a la lengua.

Son del Barrio Bajo
y del de la iglesia.
son de la Picota
y hasta de Belenas.

Dale, dale al torno
y dale a la lengua.

Y sobando están
la masa panera,
o esperan que cuezan
panes y molletas.

Dale, dale al torno
y dale a la lengua.

Más soban y cuecen
también la pelleja,
de los pobres prójimos,
con sin par destreza.

Dale, dale al torno
y dale a la lengua.

- Mirad qué ojo trae
tan morado Elena.
dicen que el Patancha
le arrea candela...

Dale, dale al torno
y dale a la lengua.

-Anoche el Morrongo
iba a la taberna
más mojado que otros,
al salir de ella...

Dale, dale al torno
y dale a la lengua.

- Han puesto una multa
a la Tía Becha,
porque nunca barre
ni rucia su acera.

Dale, dale al torno
y dale a la lengua.

- ¿Por qué el carnicero
guarda a Micaela
siempre los mejores
tajos de ternera...?

Dale, dale al torno
y dale a la lengua.

- ¿Y por qué la Eladia
tanta ropa estrena,
desde que entró en casa
del Doctor Requena...?

Dale, dale al torno
y dale a la lengua.

- Dicen que la Chucha
va mucho a Tudela
para entrevistarse
con una partera...

Dale, dale al torno
y dale a la lengua.

- Y que el joven Lucio
no come ni cena,
desde que, hace un mes,
lo dejó la Chencha.

Dale, dale a ltorno
y dale a la lengua.

Al hijo del Ninchi,
el guarda, en la Huerta,
sorprendió anteayer,
cuando hurtaba peras.

Dale, dale al torno
y dale a la lengua.

Y a la hija de Haro
vio el Tío Rasera,
abrazada al hijo
de la Molinera.

Dale, dale al torno
y dale a la lengua.

El veterinario
anda que cojea,
por un par de coces
que le dio una yegua.

Dale, dale al torno
y dale a la lengua.

Y el pobre Chorrito
está con jaqueca,
por un sartenazo
que le dio su suegra.

Dale, dale al torno
y dale a la lengua.

-¡Ea!, interrumpe
a todas la hornera:
que ya están cocidos
panes y molletas.

Y paran los tornos,
pero no las lenguas.

Las comadres cargan
sus sacos y cestas,
y el horno abandonan
de María Esteban.

Dale, dale, dale
y dale a la lengua.


México D. F., 17 de abril de 1963


La Tía María Esteban se llamaba María Esteban Latorre Lozano y era una mujer simpática, lista, trabajadora y pulcra.  Cuando yo estaba en la pubertad, ella debía estar ya en la sesentena; pero la llevaba muy bien. Recuerdo haber oído decir a mi padre que la Tía María Esteban había sido de joven muy guapa, como lo era entonces su hija Rosario, casada con el Director de la Banda Municipal, Lorenzo Luis. Su horno estaba instalado en la casa número 15 del Barrio Bajo, enfrente precisamente de la de mis padres, puse nosotros vivíamos a la sazón en el número 10. Por lo mismo, la recuerdo perfectamente. ¡Cuántas veces sobé yo en sus hornos la masa de los panes y molletas que hacía mi madre! Estaba casada con el Tío Rasera, o Vicente Díaz Calleja, de cuya cabeza de anciano, con la cara surcada de grandes arrugas, hizo una magnífica reproducción escultórica el joven Fausto Palacios, quien la presentó, con éxito halagüeño, titulándola “Campesino Navarro”, en el Segundo Congreso de Estudios Vascos, celebrado en julio de 1920, así como en la Exposición Nacional de Bellas Artes del mismo año.




Fue un pastor de égloga,
lo mismo que Albanio.
Iba yo a la escuela
y él ya era anciano:

un anciano fuerte,
con la barba blanca,
los ojos azules
y la piel tostada.

Su indumento típico:
zamarra de oveja,
abarcas de cuero,
zurrón y montera,

dábanle el aspecto
recio y emotivo
de aquellos pastores
de los tiempos bíblicos:

cual los que cuidaban
allá, en Canaán.
los grandes rebaños
del viejo Abrahám.

Solito en el monte,
pasaba su vida,
de su leal perro
en la compañía:

pero él conversaba
allí con el sol,
sus mansas ovejas
y Nuestro Señor.

Todas las montañas
que hay en la Ribera,
a pie recorría,
en busca de hierbas,

tan pronto pastando
en el Malaheto,
como en Trasorillo
o en Montes de Cierzo.

Sólo cinco reales
ganaba diarios,
por aquella vida
de austero ermitaño;

pero era más rico
que muchos banqueros,
porque le sobraba
todo lo superfluo.

Su frugal sustento
lo constituían
patatas y leche,
castañas y migas;

Y su lecho eran
brazadas de heno
y una vieja manta
sobre el duro suelo.

Nunca fue a la escuela
ni leer sabía;
pero era versado
en astronomía,

sabiendo la hora
y previendo el tiempo,
tan sólo elevando
sus ojos al cielo.

Conocía a fondo
las hierbas del campo;
las que benefician
y las que hacen daño;

y el rastro husmeaba,
igual que su can,
del astuto zorro
y el fiero chacal.

Dos veces tan solo
al pueblo bajaba:
en las Navidades
y en Semana Santa:

a adorar al Hijo
de Dios encarnado
y a cumplir en Pascua,
como buen cristiano.

En la Nochebuena,
ante el Nacimiento,
bailaba en la misa,
al son del pandero;

y el Divino Niño
feliz sonreía
al ingenuo anciano
de barba florida.

Al día siguiente,
se volvía al monte,
a seguir viviendo
lejos de los hombres.

Y así pues pasó,
su larga existencia,
solo con su perro
y con sus ovejas.

Casi centenario
murió el buen pastor,
y su alma cándida
acogió el Señor;

mas yo sé que vuelve
cada año al pueblo,
a bailar a solas
ante el Nacimiento.

México D. F., 17 de julio de 1953

El Tío Maturrillo se llamaba en vida Manuel Bermejo Oliver. Nació en Fitero allá por los años de la Regencia del General Espartero; exactamente, en 1843 y, desde niño, se dedicó al oficio de pastor.  Cuidó sucesivamente los rebaños delos ganaderos fiteranos Úrsula Andrés, Anselmo Ágreda, Eloy Andrés y Joaquina Yanguas, falleciendo en la Villa el 20 de febrero de 1938, a los 95 años de edad. 
La pintoresca intervención de los pastores de la localidad en la clásica Misa del Gallo era una costumbre tradicionalantiquísima, abolida actualmente, como tantasotras. Hay ue tener en cuenta que los pastores constituían un gremio respetable, pues, en el censo de 1797, figuraban nada menos que 47. En tiempos pasados, los pastores locales bailaban en la Nochebuena, delante del Niño dios, al son de zambombas y panderos, y se cenaban, en su presencia, una gran sartén de migas.  Las freían previamente en el cementerio, situado en la actual Plaza de la Iglesia y, a continuación, entraban con ellas en el templo, colocándose en el presbiterio, delante del Nacimiento.  Cuando llegaba el ofertorio, el celebrante bendecía las migas, hacía ofrenda de ellas al Niño Jesús, en compañía de los pastores, y éstos finalmente se las engullían, en medio de un regocijo ingénuo y honesto. Un detalle importante que se le olvidó consignar a mi informador, es, si durante esta cena ritual, los pastores empinaban también la bota; pues las migas sin vino no se deslizan fácilmente hacía el estómago.
Esta costumbre se mantuvo hasta que, un año, un chusco irreverente tuvo la diabólica ocurrencia de arrojar en la sartén unas cuantas guindillas que picaban a rabiar –y tal vez, polvos de pica-pica-, provocando en los pastores una tos bronca y persistente, que degeneró en un espectáculo cómico, indigno del lugar sagrado.  Desde entonces quedó suprimida la Ofrenda de las Migas.






Nocturno Estival

En la paz de las noches estivales
de los tiempos del Rey Alfonso Trece,
en tanto que las clásicas comadres
murmuraban, gozando del relente,

y que la luna, con su filo de hoz,
recortaba del pueblo la silueta,
a menudo se oía el grato son,
en la Calle Mayor, de unas cadencias.

Por el balcón de par en par abierto
de la antigua Oficina de Telégrafos,
huían los acordes mensajeros
de los mejores músicos románticos:

de Van Beethoven, la Romanza en sol;
de Schubert, su más bella Serenata;
de Chopin, el Nocturna en mi bemol;
de Mendelsshon, Romanzas sin palabras:

mensajes líricos de dolor o dicha,
de esperanza, de amor o de piedad,
que envía el corazón de los artistas
a la pobre y doliente humanidad.

Conchita, Josefina y Asunción,
las muchachas más lindas de la calle,
se asomaban silentes al balcón,
al son de aquellas piezas musicales;

y en sus pechos de vírgenes sencillas,
se encendía la luz de una ilusión,
volaba alegre una mariposilla
o suspiraba un presentido amor.

Incluso las comadres criticonas
suspendían alguna vez sus diálogos
para escuchar las notas retozonas
de una danza española de Granados.

Y el silencio expectante de la calle,
cortado por aquellas melodías,
era el de los caminos siderales,
recorridos por cósmicas cuadrigas.

En la brisilla con olor de eras,
que descendía de los Cogotillos,
había un polvo embrujador de estrellas
y un aleteo leve de amorcillos.

¿Los sentían los jóvenes artistas,
a sus dos instrumentos apegados?
Al violín, Pepito el Telegrafista;
Viscasillas el Organista, al piano.

Tal vez, pues los ojos de Pepito
parecían gozar de apariciones,
y los ágiles dedos de su amigo,
acariciar angélicas facciones.

La mascarilla en yeso de Beethoven,
colgada en la pared de la salita,
desarrugaba su entrecejo prócer
esbozaba una tímida sonrisa;

y yo, sumido en éxtasis celestes,
viajar dejaba a mi imaginación,
por los palacios y por los vergeles,
en que mora la mágica ilusión.

Cuando aquellas veladas terminaban,
Conchita, Josefina y Asunción
su balcón en silencio abandonaban
y soñaban con un radiante amor.

La luna continuaba recortando
la silueta del pueblo soñoliento,
y a intervalos, se alzaba en el espacio
el monótono grito del sereno.

inolvidables noches fiteranas
de aquella etapa de mis verdes años,
saturadas de ensueños y romanzas,
de olor de viñas y de luz de astros.

¿Es que aún resuenan melodiosos ecos
en la Calle Mayor, algunas veces...?
¡Quién sabe si no son de los conciertos
de los tiempos del Rey Alfonso Trece...!

Puebla de los Angeles, 24 de febrero de 1953


         Las reuniones en las calles de los vecinos, después de cenar, en los días largos y calurosos del verano, hacia 1920, no se parecían en nada a los nocturnos de ahora.  Por de pronto, no se oían ruidos de motos ni de automóviles ni se respiraban olores de gasolina por ninguna parte.  El aire era puro y se recibía con placer la tenue brisilla que venía de los campos cercanos.  La gente salía a las puertas de sus casas, para tomar el fresco, sentándose en alguna banca o banquillo, o sencillamente en las aceras, con un rallo de agua fría al alcance de la mano, a conversar tranquilamente con los vecinos.  Había más sociabilidad que ahora y, por otro lado, se vivía con las horas naturales.  Es decir, que al mediodía, eran las 12 solares, y no las 2 de la tarde de hoy.
         El poema Nocturno Estival evoca aquellas noches plácidas del pueblo y, sobre todo, los conciertos de violín y piano que se celebraban, con frecuencia, en la casa nº 48 de la Calle Mayor.  De día, era simplemente una oficina pública: la de Telégrafos; pero de noche, se convertía en una salita privada de conciertos.  De manera que, al repiqueteo del Morse sucedían los acordes de la música clásica. Los ejecutantes eran invariablemente dos jóvenes: al piano, el organista de la Parroquia, José Mª Viscasillas, y al violín, el telegrafista, Pepito Jiménez Fernández.  Su único público visible lo constituía otro joven, llamado Manuel García Sesma.  Hace ya de esto 65 años. ¡Cómo pasa el tiempo!
         La música de acompañamiento de este poema es naturalmente una fina pieza para violín y piano: los Aires bohemios del célebre violinista navarro, D. Pablo Sarasate.


El Poba


Nadie sabía su nombre,
nadie sabía su edad.
Le llamábamos el Poba
y era un pobre sacristán:

Pobre de cuerpo y de espíritu,
o sea, pobre integral,
desprovisto igual de músculos
que de masa cerebral.

Perniabierto, frenticorto,
tartajoso, alfeñical,
era un simple antropomorfo,
con sotana de percal.

¿Con que agilidad trepaba
a la mesa de un altar
y los cirios encendía
con su caña pabilar!

Era acólito y ostiario;
pero nunca llegó a más,
pues no sabía leer
ni menos exorcizar.

Los latines mascullaba,
como aquel que masca pan,
sin saber lo que decía
ni intentarlo averiguar.

Le gustaba un poco el vino
dabroso de consagrar;
nadie, empero, conodióle
vicios de más gravedad.

Jamás cortejó a una joven
ni los pies puso en un bar,
ni supo lo que es un cine
ni una mesa de billar.

Se pasó toda su vida
al servicio parroquial,
cuidando los ornamentos
y transportando el misal.

Ufano como un alférez,
se le veía avanzar
llevando la cruz alzada,
en toda solemnidad.

A los santos los trataba
con llaneza familiar,
cepillándoles la ropa
o lavándoles la faz;

Y su preferido era
el mutilado San Blas,
por el que le daban roscas,
sin tenerlo que cuidar.

Por las Ánimas benditas,
que en el purgatorio están,
pedía todos los días,
con su caja de nogal.

¿A cuántas sacó de penas
con su piadoso caudal...?
Sólo Dios que sabe todo,
con justeza lo sabrá.

Mas cuando el Poba murió
y al purgatorio fue a dar,
las almas agradecidas
lo sacaron del lugar.

¿Subió al cielo...? ¿Está en el limbo...?
¡Vaya usted a averiguar!
Del destino de ultratumba
nada sabemos acá.

Si Dios acoge a los buenos,
con El de seguro está.
Y si al limbo van los simples,
allí se debe encontrar.

En todo caso, de un punto
no cabe en modo dudar:
de que pasó por el mundo
sin gozar y sin penar.

México D. F., 26 de febrero de 1953

El Poba se llamaba Cristóbal Aznar Latorre. Nació en Fitero el 10 de julio de 1873 y murió, a los 75 años, el 23 de diciembre de 1948.  El Poba fue el tipo más popular de la Villa, durante la primera mitad del siglo actual. Además de su oficio de sacristán menor, por el que solo le pagaban 1 real diario, ejercía el de cobrador de las Cofradías, de las Conferencias de San Vicente de Paul y de la Caja de Crédito Popular, quedándole todavía tiempo para cuidar la pequeña viña que había plantado en su parcela de la Dehesa de Ormiñén. El Poba era el invitado espontáneo de todos los bautizos, confirmaciones, comuniones, bodas y mayordomías que se celebraban en la localidad. Por supuesto, nadie tomaba a mal semejante auto-invitación; en primer lugar, porque se daba por descontada; y en segundo, porque, a semejanza de los gatos, el Poba tenía la discreción de colarse casi siempre por las cocinas, en las que tenía asegurada la t ajada.  Era, en fin de cuentas, todo lo que buscaba.

Según me contó, la señora Asunción G. Lahiguera de Tutor, una vez, lo llevaron a Pamplona ,para hacer bulto en un mitin político de Gil Robles, aunque no sabía nada de política.  Por lo visto, era la primera vez que salía del pueblo y, al volver, comentaba con ingenua admiración: ”¡Mecagüén! ¡mecagüen! ¡El mismo sol aquí y allá! ¡La misma Luna aquí y allá!”. Sin duda, creía que el sol, la luna y las estrellas de las capitales eran diferentes de las de los pueblos.  Su masa encefálica no daba para más.  Fausto Palacios le dedicó una  curiosa caricatura, titulada “El Poba con la cajeta de las ánimas” en la revista FITERO del 10 de septiembre de 1922; y uno de los restauradores artísticos del Museo del Prado, D. Cristóbal González Quesada, que anduvieron por Fitero en 1947, restaurando el notable retablo del Altar Mayor de la Parroquia, hizo del Poba un excelente retrato, que se conserva en el Ayuntamiento.


ROMANCE DE PEPETE

“En la Plaza de Fitero
murió el torero Pepete.
Fue en una tarde de sol
y en un trece de septiembre.”
¡Ay!, cifra de mal agüero,
infausto número trece,
que a toreros y a gitanos
acarreas mala suerte.
Al verlo hacer el paseo,
aclamado y sonriente,
nadie sospechó siguiera
la inminencia de su muerte.
Su hermoso traje de luces
lanzaba reflejos verdes:
el color de la esperanza,
que a todos los hombres mece.
triunfar esperaba el mozo,
por artista y por valiente,
delante de la afición,
aquella tarde esplendente.
de Corella y de Cintruénigo
había afluido gente.
Cervera, Alfaro y los Baños
estaban también presentes;
y las mozas fiteranas,
ramillete de claveles,
pendientes todas estaban
de los gestos de Pepete.
¡Qué mozo tan bien plantado
con su traje refulgente!
Con la capa y la muleta,
¡qué garrido combatiente!
Mas, ¡ay! que a los más gallardos
ronda celosa la Muerte;
y cuando más ovaciones
cosechaba con sus suertes,
el airoso matador
se desplomó para siempre.
Un astado de Zalduendo
le hundió un cuerno ferozmente,
y de su cuerpo rasgado,
brotaron sangrientas fuentes.
Los manes del Espartero
debieron estremecerse,
como estremecióse el aire,
desde la Huerta a Hospinete.
Y palideció la tarde,
lo mismo que las mujeres,
que, sobre el torero yerto,
arrojaron sus claveles.
¡Triste y hermoso homenaje
a los malogrados héroes!
Entonces nació la copla
que recuerda el accidente:
“En la Plaza de Fitero
murió el torero Pepete.
fue en una tarde de sol
y en un trece de septiembre.”

México D. F., 27 de febrero de 1953

Era la tarde del 12 de septiembre de 1899, y se celebraba la segunda corrida de las Fiestas de la Virgen de la Barda. Pepete debía matar en ella cuatro toros de la ganadería de Zalduendo. Mató bien los dos primeros, siendo muy aplaudido. El tercer toro, llamado Cantinero, salió con muchos pies en dirección a los picadores, tomando la primera vara del picador Cerrajas. Pepete entró al quite lanceando con dos medias verónicas; y al terminar con una larga, el Zalduendo le cortó el terreno, obligándole a saltar la barrera.  Saltó el toro tras él y, según la versión de Don José María Iribarren, como el callejón estaba lleno de espectadores, el diestro no se puedo revolver y fue corneado y lanzado al redondel. Pepete se puso valientemente en pie; pero cayó inmediatamente en brazos de sus compañeros quienes lo llevaron a la enfermería. Allí los médicos le apreciaron una herida de 18 centímetros de profundidad por 6 centímetros de anchura, en la cara posterior del muslo izquierdo. Trasladado a casa de Baldomero Pina, en la Calle Mayor  nº 24, que era entonces café público, Pepete pasó la noche con toriles dolores y falleció en la tarde siguiente, día 13. El 14, fue enterrado en el camposanto de Fitero, en una humilde caja de madera sin forro, construida por el carpintero Patricio Alfaro, en la cantidad de siete pesetas. Según el difunto domingo Alfaro, hijo de Patricio, quien fue testigo presencial del suceso y ayudó a su padre a hacer el féretro, Pepete no fue corneado, porque el callejón estuviese lleno de espectadores, como afirma el escritor tudelano, sino porque el infeliz torero le falló el pie, al intentar saltar hacia el redondel, pues resulta que aquella barrera no tenía estribo interior: detalle fatal en que no había reparado el matador. Sin duda, por ahorrar madera, mientras que hacia el redondel, se había puesto estribos a todas las vallas, hacia el callejón solo lo tenían entonces una sí y otra, no. Naturalmente después de este trágico percance, se pusieron estribos interiores a todas las barreras.  Demasiado tarde.

En el Archivo de la Parroquia de Fitero, se conserva su partida de defunción, que dice así.

Año 1899 – En la Parroquia de Fitero, Obispado de Tarazona, el 14 de septiembre de 1899, en la casa nº 1 de la Calle del Pozo, murió de seticemia, a las 7 de la tarde, después de recibir los Santos Sacramentos y sin constar haber hecho testamento, José Rodriguez y N, alias Pepete, de profesión, torrero, casado, hijo legítimo (se ignoran los nombres de sus  padres y esposa), natural de San Fernando, provincia de Cádiz.  Se enterró pasadas más de 24 horas, en el cementerio de la misma de que certifico – Mariano Solana, firmado y rubricado”.


Transcurridos ya tres cuartos de siglo, vinieron a Fitero unos descendientes de Pepete, con la pretensión piadosa, pero ingenua, de recoger sus restos y trasladarlos a su patria chica; mas dichos restos había ya desaparecido, hacía muchos años, por haber sido enterrado en una fosa anónima común.



LA BOCA DEL INFIERNO

Sobre las bravas crestas que forman los confines
de los antiguos reinos de Castilla y de Navarra,
allá, cerca de Yerga, solitario y horrible,
ábrese un gran abismo de fama legendaria.

A la luz vacilane y aún fría de la aurora,
y a la pálida y tibia de los claros crepúsculos,
se ven ascender lentas, de su siniestra boca,
nubecillas informes de vapores blancuzcos.

Lo probable es que sean tan solo exhalaciones
de las aguas termales de Arnedillo y Fitero;
mas, según la conseja que cuentan los pastores,
son poderes mefíticos que respira el infierno.

Dice dicha conseja que, en tiempos muy remotos,
cuando eran esos montes la insegura frontera
de los Reinos cristianos y de los Reinos moros,
tuvo lugar en ellos una extraña tragedia.

Vivía solitario en aquellos parajes,
un turbio personaje, ermitaño o espía,
de quien nadie, en efecto, conocía el carácter
y que aquellos lugares a ciegas conocía.

Un día, sorpendiólo una algarada mora,
que a saquear venía de Fitero el cenobio,
ofreciéndole oro y una doncella hermosa,
si quería servirles de guía cauteloso.

Y el turbio personaje accedió a sus deseos;
los condujo por hondos y escondidos barrancos,
y los dejó a la vista del pueblo de Fitero,
blandiendo sus alfanjes para el brutal asalto.

Los feroces infieles la abadía tomaron,
bañándose en la sangre de los monjes inermes,
y en la Villa dejaron, en señal de su paso,
una estela de robos, violaciones y muertes.

El traidor entretanto se volvió a su guarida,
con la doncella hermosa y la escarcela de oro,
temblándole en los labios y en las turbias pupilas,
la fétida lascivia del garañón añoso.

Mas no gozó aquel Judas del precio de su infamia.
La moza resistióse y él la mató en el lecho,
y entonces la justicia del Eterno, en venganza,
abrió a sus pies la tierra y lo hundió en el infierno.

Arrastrando cadenas y envuelto en rojas llamas,
aún vuelve, un día al año, a aquella sima horrible,
mientras doblan a muerto misteriosas campanas
y una voz de ultratumba modula el Dies Irae.

México D. F., 13 de mayo de 1954


Es una leyenda fantástica, inventada completamente por D. Manuel, en base a cuatro recuerdos. El primero, de su infancia, pasada cada cuatro años en el Balneario Nuevo, fuera de la temporada oficial. Era el de unos grandes vapores que se divisaban perfectamente, entre Peña Isasa y Yerga, en los días más fríos de invierno y que no supo de dónde salían. El 2º es la visión espantosa del músico peregrino en el Miserere de la Montaña de Gustavo Adolfo Bécquer. El 3º, es el tremebundo Dies irae de la 5ª parte de la Sinfonía Fantástica de Berlioz.  Y el 4º, el retrato de San Plácido, en un extremo de la predela del altar del Santo Cristo de la Guía de nuestra iglesia.
Este Santo fue un joven abad benedictino de 24 años, hijo de un opulento senador romano, con cuya ayuda económica, fundó el Monasterio de San Juan Bautista, en las inmediaciones del puerto de Nesina.  En octubre del año 539, el convento fue asaltado por el pirata Nanuca y sus compinches, los cuales lo saquearon, le prendieron fuego y degollaron a San Plácido y a sus 32 compañeros, cuyos restos no fueron descubiertos hasta el siglo XVI.  Desde luego, el argumento de la leyenda de “La Boca del Infierno” podría pasar como un hecho histórico, pues el trágico final de San Plácido y sus compañeros no fue el único caso de esta especie, ocurrido en la Edad Media; pero no es cierto que se repitiera en el Monasterio de Fitero, porque, para cuando se erigió nuestro Monasterio, hacía una treintena de años que la dominación árabe había acabado en la cuenca del Alhama, y los moros estaban ya bastante lejos de Fitero para volver a él, en so n de reconquista.




La misa de doce

A misa de doce
repicando están
y las fiteranas
a la iglesia van.

Din, don, din, dan.

En traje de fiesta,
¡qué guapas están!
¿Van a que las vean
o van a rezar..?

Din, don, din, dan.

En su casa, algunas
nerviosas están,
porque su tocado
no acabaron ya.

Din, don, din, dan.

Mas otras, orondas
por las calles van,
luciendo su tipo
garboso y juncal.

Din, don, din, dan.

Frente al venerable
templo parroquial,
los mozos, parados,
chismeando están.

Din, don, din, dan.

Alli viene Rosa.
Mira qué collar
trae tan bonito,
color verde mar.

Din, don, din, dan.

Fíjate en Aurora.
¡Qué escotada va!
¿Acaso a algún Duque
piensa conquistar?...

Din, don, din,dan.

- Con un aire devoto,
cualquiera diría
que engaña a su esposo
doña Soledad....

Din, don, din, dan.
Din, don, din, dan.

Ahí llegada pintada
al óleo, Paz;
mas ni San Antonio
la podrá casar.

Din, don, din, dan.

Entremos a misa,
que va a comenzar,
pues el tercer toque
acaban de dar.

Din, don, din, dan.

Y, en efecto, el cura
salió ya al altar
y el Kyrie eleison
recitando está.

Din, don, din, dan.

Los mozos livianos
miran mucho más
a las mozas guapas
que al ceremonial.

Din, don, din, dan.

Y con el rosario
alternando van
las mozas, sonrisas
a más de un galán.

Din, don, din, dan.

El buen San José
que así las ve obrar,
sonríe, a su vez,
con benignidad.

Din, don, din, dan.

Pero San Antonio,
que es menos jovial,
para sí comenta
con perplejidad:

Din, don, din, dan.

-¡Ah! ¡qué juventud
tan poco formal!,
pues viene a oír misa,
como va a bailar....

Din, don, din, dan,
din, don, din, dan.

México D. F., 8 de marzo de 1953

 El primitivo título de esta poesía fue La misa de Once, pues en las primeras décadas de este siglo, en que se sitúa la acción, era la última que se celebraba los domingos y días festivos, en la iglesia parroquial de Fitero. Todavía no había cambiado la liturgia de la Misa y se seguían las costumbres tradicionales.

Por entonces, las mujeres estaban completamente discriminadas en los templos, por aquel dichos de San Pablo de que “mulieres in ecclesia tacenat” (que las mujeres estén calladas en la iglesia); el cual ha sido interpretado por los exégetas machistas como que las mujeres no tienen voz ni voto, en los asuntos de la Iglesia.  Allá ellos.

En 1627, el Abad de Fitero, Fr. Plácido del Corral y Guzmán lanzó un decreto de excomunión mayor contra los hombres que, mientras se celebrasen los  divinos oficios, se entremetieran en el lugar, donde se sentaban las mujeres, “con conminación de proceder a mayores penas”, si no le obedecían.  Naturalmente, al correr de los siglos, esta amenaza se quedó en letra muerta.  De todos modos, todavía en 1920, los bancos delanteros, cercanos al presbiterio, estaban destinados exclusivamente a los hombres, y los de atrás , a las señoras y señoritas.  Aún debe resonar en las bóvedas del tiempo el eco del tonante exabrupto que lanzó una vez un coadjutor, de modales nada versallescos, a unas devotas señoras, porque se habían sentado debajo del púlpito.

En aquella época, las muchachas, salidas de la pubertad, se solían colocar en el 5º tramo de la nave central, sobre todo, en su lado meridional, a la vista de los altares de San José y de San Antonio de Padua cambiados de lugar, hace más de 20 años, por el párroco, D. Jesús Jiménez Torrecilla.  Y los mozos, poco o nada devotos, lo hacían frente a ellas, estacionados de pie, en las dos naves laterales correspondientes.

El argumento del poemita “La Misa de Doce”, es una descripción un poco desenfadada de la actitud del os jóvenes de ambos sexos, en la última Misa dominical de aquella época.



A ROLAND MOIS

Roland Mois; bien hiciste en sentirte el igual
de los nobles altivos del siglo dieciséis.
cuando por ti querían hacerse retratar,
tenían que posar en tu propio taller.

Tus pinceles, sin duda, tenían más valor
que todos sus inútiles y viejos pergaminos,
pues una obra artística es el mejor blasón
de auténtica nobleza, en todo tiempo y sitio.

Mas igual que los nobles, procedías muy mal,
al despreciar al pueblo del que salido habías,
pues Velázquez, Murillo, Ribera y Zurbarán
pintaron a artesanos, mendigos y obrerillas.

Y por lo mismo, el pueblo los recuerda y venera,
sin entender gran cosa de valores estéticos;
mas a ti, que a los nobles serviste –y a la iglesia-,
¿quién a ti te recuerda, pintor de caballeros?....

Ni siquiera los mismos que conservan tus obras,
como los fiteranos en su templo magnífico.
ante tu Altar Mayor cada día se postran
y aún ignoran tu nombre, después de cuatro siglos!...

Pero, como en la vida de todos los artistas,
no importa, en fin de cuentas, más que su obra de arte,
como pintor egregio de Fitero y La Oliva,
artista de Bruselas, te rindo mi homenaje.

Tehuacán, 27 de mayo de 1965


Roland Mois fue un notable pintor flamenco, de Bruselas, que floreció en el siglo XVI. Vino a España contratado por el Duque de Villahermosa y habiéndose casado con una española, se quedó definitivamente en nuestro país, avecindándose en Zaragoza. Sobresalió como retratista, haciendo un considerable número de retratos de individuos de la nobleza aragonesa y, entre ellos, los de los antepasados de su mecenas. Pero también trabajó bastante para iglesias y conventos y, entre éstos, para los monasterios cistercienses de La Oliva y de Fitero. En 1571, firmó el contrato para pintar el retablo mayor de La Oliva;  y en 1590, para el de Fitero. Terminó el primero, pero no tuvo tiempo de acabar completamente el segundo, por haber fallecido antes, dejando por pintar “el sagrario y la capillica”. De todos modos, son suyos casi todos los cuadros del nuestro altar Mayor: la Aparición de la Virgen a San Bernardo, San Bernardo abrazado por el Crucificado, San Lorenzo, San Benito, Santa Agueda, Santa Lucía, el Nacimiento, la Adoración de los Reyes, San Juan Bautista, San Juan Evangelista, San Pedro y San Pablo.
La traza de la arquitectura del retablo fue hecha previamente por el arquitecto Diego Sánchez; y las esculturas de la calle central, es decir, la Crucifixión, la Coronación de Nuestra Señora y la Asunción, por el escultor Antón de Zárraga, en 1583. La obra de pintar, decorar y estofar el retablo fue comenzada en 1590, siendo abad, Fray Marcos de Villalba, y se terminó poco después, en tiempos de su sucesor, Fray Ignacio Fermín de Ibero.
El distinguido investigador tudelano, Dr. José Ramón Castro publicó, hace años, un buen estudio del gran retablo fiterano, en su obra Cuadernos de Arete Navarro – Pintura (Pamplona, 1944).

Con el transcurso de los siglos, las pinturas de nuestro Altar mayor se deterioraron bastante, sobre todo el colorido; pero hoy pueden ser admiradas casi en su primitivo esplendor, gracias a la restauración que hicieron de ellas, en 1947, por cuenta de benemérita Institución Príncipe de Viana, los técnicos del Museo del Prado de Madrid, Sres. Cristóbal González Quesada, restaurador , y Alejandro Despierto, forrador. 




La tartana del Boticario

Aunque lloviera o nevara,
cayesen chuzos o rayos,
no dejaba su paseo
don Fernado el Boticario.

Entonces ya estaba ciego;
mas conservaba la estampa
arrogante de un hidalgo
de los tiempos de los Austrias.

Su barba y bigote canos,
sus ojos introvertidos
y su faz serena y noble
irradiaban señorío.

Manipulando los ácidos,
las sales y bases químicas,
había ido perdiendo
poquito a poco la vista.

Más ciego ya, continuó
al frente de su farmacia,
sirviendo siempre a los suyos
de sostén y no de carga.

Sus paseos vespertinos
los hacía en compañía
de su inseparable esposa
y guía, doña Joaquina;
La cual era una señora
frondosa y de buen carácter,
de esas que incapaces son
de amargar la vida a nadie.

Tenían una tartana
de color anaranjado,
que arrastraba suavemente
un caballo noble y manso;

Llevando siempre sujetas
las riendas doña Joaquina,
a la que, como un esclavo,
el caballo obedecía.

Su trayecto era invariable,
como el trote de la bestia:
de su casa al Baño Nuevo;
y al regreso, viceversa.

En el tiempo, pasaban
el rato con Pelairea;
y en el bueno paseaban
por el jardín o las Ventas.

Todos los que frecuentaban
la carretera del Baño,
conocían la tartana
popular del Boticario;

Y todos, al tropezársela,
sentían cierta emoción
ante la vieja pareja,
por su desgracia y su unión.

Una tarde, un automóvil
la alcanzó en la travesía:
el único, por entonces,
que rodaba en nuestra villa;

Y su dueño, don Gervasio,
deteniéndose un momento,
-¡Buenas!, les dijo. ¿A los Baños..?
Bien, bien: allá nos veremos.

Y acelerando la marcha,
con un gesto vanidoso,
dejó atrás a la tartana,
entre una nube de polvo.

Más sin llegar al Yesal,
el raudo Ford se paró,
y entretanto, la tartana,
con su trote, lo alcanzó.

Doña Joaquina detuvo
asimismo su caballo
y preguntó a don Gervasio:
-¿Qué es lo que le ha pasado...?

-No es nada, repuso él,
visiblemente molesto.

Sigan a los Baños; sigan.
-Bien, bien, allá nos veremos...

.............

Hace ya bastantes lustros
que la senectud traspuesta,
Don Fernando y su señora
abandonaron la tierra.

Mas no falta quien afirme
-sin duda, algún visionario-
que, a veces, aún su tartana
se ve, camino del Baño.


México D. F., 25 de Mayo de 1964


El boticario al que se refiere este pequeño poema, se llamó en vida D. Fernando Palacios Pelletier. Nació en Mayágüez, en 1886, cuando Puerto Rico, del que Mayáguëz es una cabeza de distrito, pertenecía todavía a España. Hizo su carrera en la Universidad de Madrid y apenas terminada vino a Fitero como regente de una farmacia.  Al año siguiente, contrajo matrimonio con la distinguida señorita fiterana, Joaquina Martínez Labarga, y con ello, se avecindó en nuestro pueblo.  Ejerció en él su profesión, con farmacia propia, durante cerca de 20 años.  Hombre activo y curioso, estudió las propiedades medicinales de la flora fiterana y lanzó al comercio diversos medicamentos patentados, como el Té purgante de Palacios Pelletier, la Crema de bismuto Pelletier, el Antirreumático Pelletier y la Lombricina Pelletier.  Pero, poco a poco empezó a perder la vista, quedándose ciego en plena madurez, a causa de un desprendimiento de retina, que, a la sazón, era incurable.  No obstante, continuó al frente de su farmacia, establecida en la casa nº1 25 de la Calle Mayor, durante algunos años más.  Don Fernando fue uno de los fundadores del semanario LA VOZ DE FITERO, cuyas nobles campañas a favor del vecindario le atrajeron la enemiga de ciertos caciquillos locales quienes se vengaron del buen farmacéutico, arrebatándole la titular municipal y ahogando al simpático semanario.

En 1927, don Fernando se trasladó con su familia a Madrid, donde murió repentinamente de un síncope cardiaco, en agosto de 1938. A su vez, su esposa falleció asimismo en la capital de España, en 1942, a los 73 años de edad.  Los esposos Palacios-Martínez tuvieron tres hijos y una hija, de los cuales sobresalieron dos: Luis, que siguió la carrera de su padre, fundó en 1926 los Laboratorios Pelletier de Madrid y llegó a ser Vicepresidente de la Real Academia de Farmacia; y Fausto, excelente escultor y alcalde de Fitero, desde mediados de 1955 a mediados de 1967.

El tema de LA TARTANA DEL BOTICARIO es el paseo en tartana que hacían diariamente los dos esposos al Balneario Nuevo, que administraba, a la sazón D. Alberto Pelairea.  En uno de estos paseos, les ocurrió una anécdota graciosa, con el industrial D. Gervasio Alfaro, que constituye la salsa de este poemita.
 

EL LECHO DEL TíO ALVARILLA

El pánico y la angustia reinaban en la Villa,
así como en el resto de los pueblos de España.
Cada día aumentaba el número de victimas,
como si fuese todo un campo de batalla.

Era el cólera morbo asiático y pestífero,
que, ya por cuarta vez, en el siglo pasado,
lo mismo que un siniestro jinete apocalíptico,
la muerte iba sembrando por ciudades y campos.

Esta vez, su tarea fue más mortal que nunca,
pues, sólo en el verano del año ochenta y cinco,
decenas de millares bajaron a la tumba,
fulminados en masa por el letal bacilo.

El miedo apoderóse del pueblo madrileño,
y para dar ejemplo de altruismo y valor,
el Rey Alfonso Doce, a espaldas del Gobierno,
se fue a Aranjuez, diezmado por la horrible infección.

Visitó a los coléricos. animó a los medrosos
y el propio Real Sitio cedió como hospital;
y al volver a la Corte, recibió el fervoroso
homenaje del pueblo, por su gesto ejemplar.

La epidemia a Fitero llegó, mediado agosto,
alcanzando su clímaz en el mes de septiembre,
y en solo seis semanas, el espantoso morbo
arrastró a ciento quince vecinos a la muerte.

Como es de imaginarse, la angustia y el terror
cundieron asimismo en todo el vecindario,
sobre todo, en las calles Mayor y Palafox,
donde el azote hacía los mayore estragos.

Mas tampoco en Fitero faltó un hombre ejemplar,
mucho más abnegado que el buen Rey Don Alfonso,
que al cólera hizo frente, con valor singular,
y prestó al vecindario sus servicios heróicos.

De manera espontánea, en nuestro cementerio,
se instaló en permanencia, sin cobrar ni un centavo,
a velar los cadáveres de los presuntos muertos,
para, pasado un día, proceder a enterrarlos.

La tarea era horrible, porque las pobres víctimas,
de manera espantosa, descompuestas quedaban,
y esperando su turno, en el suelo yacían
del pequeño depósito, con una simple sábana.

Pero el Tío Alvarilla –que así es como llamaban
a este varón intrépido los vecinos del pueblo–
vivía con aquella compañía macabra,
como en el más tranquilo palacio de recreo.

Una noche, a buscarlo fueron al camposanto
dos hombres conturbados, de la luna a la luz,
y a Victorillo hallaron fuertemente roncando,
acostado en el fondo del ataúd común!!!

Por supuesto, la Prensa no loó su bravura,
como el gesto de un día del Rey Alfonso Doce;
mas su recia memoria en Fitero perdura,
como un timbre de orgullo de sus fuertes varones.

México D. F., 9 de mayo de 1963


Desde luego, el héroe principal de aquellos 41 días de pesadilla fue el Tío Victorillo el Alvarilla.  Se llamaba Victorio Jiménez Pascual y fue agricultor y alpargatero.  Nació en Fitero en 1832 y murió de parálisis, el 10 de marzo de 1907, en la casa nº 36 (numeración antigua) de la Calle Mayor.  Estuvo casado con Margarita Barea, la cual falleció antes que él.  Al invadirnos el cólera – no a nosotros, claro está, sino a los vecinos de entonces -, Victorio tenía ya 53 años, de manera que era un hombre bien maduro, a pesar de lo cual demostró tener más arrestos que el joven más valiente.  Iniciada la mortandad, uno de los problemas más angustiosos con que se encontró el Municipio fue el de encontrar una persona idónea y valerosa que se prestara a vigilar a los presuntos muertos, en el depósito del cementerio, pues los coléricos eran trasladados a este lugar, sin pérdida de tiempo, en el ataúd municipal de los pobres, apenas daban señales de fallecimiento. Ahora bien, enterrarlos antes de que pasasen 24 horas, era una verdadera temeridad, pues, en más de una ocasión, la muerte era solo aparente y no real; y es bien seguro que, a pesar de todo, se enterró vivo en toda España, a más de un desgraciado, en aquella época apocalíptica.  Pero... ¿quién era el valiente que se iba a prestar, ni por todo el oro del mundo, a pasarse día y noche, en semejante lugar y compañía..? Tanto más cuanto que la mortífera enfermedad se presentaba con caracteres exteriores repugnantes y pavorosos: gran descomposición del semblante, hundimiento de los ojos, vómitos violentos, frecuentes diarreas albinas, calambres aparatosos, angustiosas asfixias, etc.  Así que huelga decir el aspecto agradable y poco tranquilizador que presentaban las pobres víctimas.



Sin embargo, no faltó en Fitero un vecino verdaderamente valeroso y poco interesado, que se prestó humanitariamente a tan macabra tarea. Fue Victorio Jiménez Pascual, por 4 pesetas diarias que le dio el Ayuntamiento, y un traje completo y un buen tapabocas que le regaló al final de la tragedia.



LA INFANCIA DEL VENERABLE PALAFOX

En el año mil seiscientos,
hacia finales de mayo,
una dama principal
descendió en el Balneario.
Venía de Zaragoza,
capital del Principado
de Aragón, y aparentaba
tener unos treinta años.
Traía su coche propio,
con un tronco de caballos,
que conducía un cochero
maduro, mas bien plantado;
y como ángel de la guarda,
a su dueña, fiel retrato
de esas prójimas taimadas,
que saben latín y sánscrito...
Ocuparon las señoras
el cuarto más apartado
de los de primera clase;
y el cochero, el aledaño.
La joven dama era hermosa;
pero mostraba un cansancio
anormal, como el debido
a un embarazo avanzado.
Mas su amplia y larga falda
impedía comprobarlo.
Por otra parte, no quiso
ver al doctor de los Baños,
pretextando que venía
tan sólo en plan de descanso.
En cambio. su oronda dueña,
cuyo aspecto era bien sano,
se bañaba cada día,
para adelgazar sus flancos.
¿Qué misterio se traían
aquellas mañas y el maño. . .?
¿No era un poco sospechoso
su comportamiento extraño. . .?
No saludaban a nadie,
comían siempre en su cuarto,
y tan solo de paseo,
salían de vez en cuando.
Un anochecer de junio,
un buen viejo fiterano,
que se retiraba a casa,
terminado su trabajo,
por las orillas del río,
sintió de pronto otros pasos.
Eran los de una mujer,
con una cesta en un brazo,
deslizándose furtiva
entre un matorral cercano.
¿Quién sería aquella prójima. . .?
De curiosidad picado,
le salió al punto al encuentro,
por parecerle algo extraño.
Y se topó con la dueña
de la dama de los Baños,
quien, al verse descubierta,
se explayó con el anciano.
Llevaba en la cesta a un niño,
que al mundo había llegado,
hacía solo dos días,
en el viejo Balneario.
Por supuesto, no era suyo,
sino ilegítimo vástago
de un poderoso aristócrata
y de una mujer de rango;
y para evitar de ésta
la deshonra, y el escándalo,
a las aguas del Alhama
iba dispuesta a tirarlo.
A eso habían venido
precisamente a los Baños,
ya que Fitero está lejos
del valle zaragozano.
Ante tal revelación,
se quedó el viejo pasmado.
Murmuró algunas palabras
de reprobación del acto
y, por algunos instantes,
permaneció cabizbajo.
¿Qué hacer en tal compromiso. . .?
¿Cómo salir de aquel paso...?
Imposible denunciar
tan feo desaguisado
ni permitir, aún menos,
del niño el asesinato.
‑"Me lo quedo, resolvió,
tomando la cesta en manos.
Y diga usted a su ama
que ya ha cumplido su encargo”.
El viejo era Juan Francés,
un molinero casado,
mas sin hijos, y tan pobre
como honrado y buen cristiano.
Se llevó, pues, al infante,
y después de presentárselo
a su cónyuge, Casilda,
decidieron adoptarlo.
Por supuesto, procedieron
sin tardanza a bautizarlo
y a inscribirlo en el Registro,
como requería el caso.
Una nodriza del pueblo
se encargó de amamantarlo,
y con la humilde familia,
Juanito se fue criando.
Cuando el niño ya creció,
empezó a sacar al campo
a pastar unas ovejas,
que tenían los ancianos;
y al mismo tiempo aprendía,
pues era muy despejado,
los rudimentos de letras,
entonces acostumbrados.
Hasta que, al fin, un buen día,
cumplidos ya los diez años,
como en los cuentos de hadas,
fue trasladado a un palacio.
Reconociólo su padre
y, con esmero educado,
el antiguo zagalillo
se convirtió en cortesano.
En las Cortes de Monzón
brilló como diputado;
y en Madrid, poco después,
cual Consejero de Estado,
pues fue de Guerra y de Indias
Fiscal, con Felipe Cuarto,
destacando en ambos puestos
por su rectitud y tacto.
Conoció todos los triunfos
y los placeres mundanos,
ya que era igual su prestancia
de cuerpo como de ánimo.
Pero les volvió la espalda,
a los veintinueve años,
renunciando al matrimonio
e ingresando en el santuario.
Sin embargo, no por eso
los honores lo dejaron
y en Nueva España ejerció
los más elevados cargos:
Fue Capitán General,
Visitador y Prelado,
Presidente de la Audiencia
y Virrey décimo octavo.
Descolló como escritor,
estadista, obispo y santo:
fue lumbrera de su siglo
y gloria del mundo hispano.
.....................................................
No obstante, hoy, en España,
está del todo olvidado.
¡Tantos varones insignes
nuestra vieja Patria ha dado...!
Pero México, que es joven,
a Palafox no ha olvidado,
y allí fulgura su nombre,
como un histórico faro.




LOS ALABARDEROS

Cuando yo era niño,
mi atención llamaban
los alabarderos
de Semana Santa.

Yo los esperaba
cada Viernes Santo,
como en Navidad
a los Reyes Magos.

Sus lanzas, escudos
y finas corazas
respeto infundían
a mi tierna infancia.

Los yelmos de acero
con que se cubrían,
en mí despertaban
curiosidad viva;

y su rigidez
y marcialidad
mi alma infantil
hacían vibrar.

¡Cómo desfilaban,
al son del tambor,
y hacían la guardia
a Nuestro Señor!

Sus golpes de lanza
en el pavimento
sonaban lo mismo
que el eco de un trueno;

y a la procesión
de la Soledad
le daban un tono
de realidad:

cual si los soldados
del César Tiberio
a Cristo escoltasen
aún en su entierro;

y aquellos arreos
y encarnados trajes
no fueron tan solo
vulgares disfraces.

¿Más que importa al fin
la ingenua ficción,
si de la verdad
causa la impresión?

Después de mi infancia,
vi muchos desfiles
de grandes gentíos
y recios perfiles:

paradas de gala,
manifestaciones,
revistas marciales
y revoluciones.

Más olvidé todos,
pues sólo retengo
lo que con los ojos
del corazón veo.

Por eso grabados
siguen en mi alma
los alabarderos
de mi villa amada.


México D. F., 7 de abril de 1953

Yo no sé por qué a los soldados romanos que custodian el Santo Sepulcro, el día de Viernes Santo, les pusieron en Fitero el nombre de alabarderos, pues, además de no usar el uniforme de éstos, tampoco usan alabarda, sino lanza: una lanza inofensiva, terminada en una lámina triangular de hojalata. Tal vez, los llamaron así, porque dan guardia de honor a Nuestro Señor, como los alabarderos la daban antiguamente a los Reyes de España. 
En mi infancia, los alabarderos siempre nos imponían a los niños cierto respeto; pero esto no obstaba para que, cuando estaban inmóviles, haciendo guardia al Santo Sepulcro, en medio de la iglesia, nos acercáramos medrosamente a ellos y llevados de la curiosidad, los miráramos de abajo arriba, a ver si los reconocíamos, a través de sus yelmos.
-¡To!, ¡si es el Plejillas!, exclamaba uno.
-To!, ¡si es el Mochón!, descubría otro.
Recuerdo otro detalle de los alabarderos que me intrigaba mucho de pequeño; eran las letras bordadas en su estandarte de púpura: S. P. Q. R.; es decir, Senatus Populusque Romanus (El Senado y el Pueblo Romano). Yo ya me había fijado en que, en las spulturas del camposanteo, ponían siempre R. I. P. ¿Por qué, pues el estandarte de los alabarderos, que acompañaban en la procesión de Viernes Santo al Sepulcro de Nuestro Señor, decía S. P. Q. R. y no R. I. P.?



Puesta de sol

Era un huerto cerrado, soleado y tranquilo,
situado en las afueras de mi pueblo natal,
que arrullaban las aguas de un pobre canalillo
y de las avecillas el alegre cantar.

Se abrían en los bordes de sus estrechas sendas
la rosa y el geranio, el lirio y el clavel;
y el peral, el granado, el ciruelo y la higuera
ofrecían sus frutas de dulzura de miel.

Al caer de las tardes calurosas de estío,
¡cuántas veces, dichoso, me embriagué de su encanto,
mientras que dialogaba con un querido amigo
de Schumann y Velázquez, de Balzac y Machado!

Diálogos juveniles, que sólo interrumpían
el fuerte abuelo Pedro o la abuela Facunda,
o Lolita, la nieta de azuladas pupilas,
que regaban las flores o recogían frutas.

Y en tanto que los rayos del sol que declinaba,
daban un melancólico adiós al heliotropo,
¡cuántas veces seguirlos imaginé, en su marcha
hacia las rosaledas del Oeste remoto!

Y un día dejé el pueblo y conocí el Retiro,
y los regios vergeles de Aranjuez y Versalles,
y los paradisíacos jardines parisinos
y de New York los vastos y prosaicos parques.

Y hoy, en Chapultepec, desde el bosque poético,
do soñó mi paisano el Virrey Palafox,
mientras las sombras cubren ahuehuetes y fresnos
y del Valle de Anáhuac desaparece el sol,

¡cuánto yo no daría por seguirlo en su marcha,
hacía aquel huertecillo de mi villa natal,
en el que, siendo joven, con mi buen camarada,
platicaba de Schumann, Velázquez y Balzac!

México D. F., 25 de enero de 1952


El huerto descrito en Puesta de sol es el de la casa número 2 de la calle de Calatrava, el cual pertenecía a la sazón a los padres de don José Jiménez Fernández, que es el amigo a quien me refiero en mi poema. El abuelo Pedro era Pedro Jiménez Fernández (1857-1941). Su nieta Lolita era la señora Dolores Alfaro de Burgos. Al volver a ver con emoción el pequeño huerto de mi remota juventud, en diciembre de 1960, al cabo de 35 años de ausencia, me di cuenta de que había cambiado algo de fisonomía y de que a la sazón, no correspondía ya exactamente al recuerdo poético que yo conservaba de él. Naturalmente, todo y todos cambiamos con el tiempo. Por otra parte, la imagen que yo había guardado de él, era la alegre y florida de los meses de verano, y no la triste y desnuda de los de invierno.

El histórico Castillo de Chapultepec de la ciudad de México, al que me refiero en mi poema, fue, en siglos pasados, residencia de Virreyes y Jefes de Estado; pero, en la actualidad, se haya convertido en Museo Nacional. Chapultepec quiere decir en lengua náhuatl, Cerro del Chapulín o del Saltamontes. A mí llegada a México en 1947, se conservaban en el Castillo de Chapultepec dos hermosos retratos de Palafox y Mendoza: uno en la Sala de los Virreyes de México, y otro, en la Sala de los Misioneros y otros benefactores de los indios. El primero se conserva todavía en dicha sala y es un retrato de medio cuerpo, el cual representa a nuestro paisano, a la edad de 42 años; el segundo es de cuerpo entero, pero ya no figura en este museo, sino que fue trasladado posteriormente a otro, que no he podido localizar. Por cierto que, en este término, aparece escrito el nombre de Fitero, en un pequeño recuadro en el que se consignan la fecha y el lugar del nacimiento de Palafox.



EL VIZCONDE DE LA ALBORADA

“—Traspórtenla con cuidado”,
rogó el Vizconde, solícito.
Y a su estancia la llevaron
dos empleados fornidos.
Inmóvil en un sillón,
daba ligeros quejidos.
“—¿Te duele mucho, querida?»,
dándole un beso, le dijo.
Y María, con los ojos,
de afirmación hizo un signo.
El viaje desde Madrid
era entonces penosísimo;
sobre todo, para enfermos
de algún cuidado o heridos.
Los caminos eran malos,
e incómodos, los vehículos,
aunque fuese una carroza,
tirada por jacos finos.
—«Más ¿por qué a la cacería
del Marqués habían ido?”,
rumiaba el joven Vizconde,
desesperado y contrito.
¡Ah, de la Corte engañosa
los eternos compromisos!
Fueron, es cierto, a desgana,
por cumplir con el Valido
real, tan omnipotente
como fatuo y vengativo.
No ignoraban que ofrecía
su coto serios peligros
y que más de una tragedia
en él había ocurrido.
Pero, ¿cómo desairar
al temible favorito?...
Había que resignarse
y plegarse a sus caprichos.
Y ocurrió lo de otras veces:
ante un jabalí bravío,
una jaca que se espanta
y da un formidable brinco:
y una dama que se asusta
y pierde riendas y estribos.
Lo extraño es cómo María
no murió en el acto mismo,
al ser con fuerza arrojada
contra aquel suelo roquizo.
La recogieron sangrando,
mal herida y sin sentido;
y la atendieron dos médicos,
que tan sólo un traumatismo
violento diagnosticaron,
con desgarro de tejidos;
mas no una lesión interna,
que ofreciera un gran peligro.
Para acelerar su cura,
alguien señaló al marido
que las aguas de Fitero
eran medio indicadisimo.
Y allí la llevó el Vizconde,
un día claro de estío.
Agradóles la mansión
y, principalmente, el sitio;
y pronto la joven dama
empezó a sentir alivio,
recobrando poco a poco
su salud, humor y bríos.
Cuando, al parecer, se hubo
del todo restablecido,
los esposos revivieron
de su boda el tierno idilio.
Se acabó la pesadilla
de aquel cuerpo dolorido,
y de las noches en vela,
entre quejas y suspiros.
Volverían a la Corte,
con redoblado optimismo,
a reanudar su vida de amor,
de dicha y de brillo.
Pero, ¡ay!, que, por desgracia,
estaba sin duda escrito
que la ventura no era
de aquella pareja el sino.
La víspera de su marcha,
la joven ascender quiso
hasta la Peña del Baño,
que es un mirador magnifico.
Y hasta allí subió, en efecto,
del brazo de su marido,
aspirando el grato aroma
de romeros y tomillos,
Acercóse hasta los bordes
del enorme precipio,
cuando sufrió de repente
un sincope violentísimo.
Por fortuna, sujetóla
su esposo, al instante mismo,
impidiendo que rodara
de bruces hasta el abismo.
Y luego la acostó en tierra,
dándole a aspirar tomillo,
a ver si, de esta manera,
recuperaba el sentido.
Pero no lo recobró;
y el Vizconde, azoradísimo,
descendió al Baño, llevando
en brazos el cuerpo tibio.
Al punto, la auscultó un médico,
quien sentenció: Ha fallecido.
Ante golpe tan tremendo,
el noble quedó aturdido,
y abrazándose al cadáver,
rompió a llorar como un niño.
Al otro día, en la iglesia
de Fitero, se le hizo
un solemne funeral,
de la inhumación seguido.
Con ella, hasta el camposanto,
fueron todos los vecinos,
cubriendo su sepultura
de flores y de tomillos.
Y el inconsolable viudo,
con el corazón partido,
continuó en el Balneario,
hasta el final del estío.
Cada aurora, visitaba,
de luto total vestido,
el sepulcro de su amada,
siempre de flores provisto;
y cuando el sol apretaba,
dejaba el fúnebre sitio,
volviéndose al Balneario,
en su elegante vehículo.
Al fin, regresó a Madrid,
siempre enlutado y sombrío,
al comenzar en Fitero
los festejos septembrinos.
Mas de María el sepulcro
continuó siempre florido.
Sin duda, entonces las flores
se las llevaba un vecino.
Pero pronto se corrió
del Cortijo al Cogotillo,
que ninguno era el autor
de aquel obsequio continuo.
¿Ouién, pues, era el que lo hacía?
¿Tal vez un desconocido,
por encargo del Vizconde...?
Mas ¿por qué tanto sigilo?
En vano, el enterrador
empeñóse en descubrirlo,
vigilando día y noche
el funerario recinto.
No lo logró; pero vio
cada alba, sorprendido,
el sepulcro de María,
de frescas flores vestido.
El pueblo estaba intrigado,
ante aquel hecho inaudito,
y al cementerio acudía,
curioso y sobrecogido.
Pero ¿quién podía ser el mismo
Vizconde de la Alborada,
Con disfraz de alado silfo?
¿No será él quien, al alba,
desciende como el rocío,
depositando en la tumba
claveles, rosas y lirios?
.................................
Y así nació la leyenda,
que aún narra algún vecino,
del romántico Vizconde
de los “bouquets” matutino.


México, D. F., 29 de abril de 1963.


Hace más de 20 años que, habiendo pedido a mi buen amigo, ya difunto, D. José Jiménez Fernández, que me indicase algunos temas fiteranos, a propósito para componer algunas leyendas en verso, me habló de una novela del siglo pasado, titulada “La sepultura de las flores”, cuyo argumento se desarrollaba en parte en los Balnearios de Fitero y cuyo protagonista era el Vizconde de la alborada. Por lo demás, desconocía el nombre de su autor e ignoraba el argumento de la obra.  Entonces asociando esos tres datos escuetos, escribí el poema legendario El Vizconde de la alborada, en la ciudad de México, en abril de 1963.  En enero de 1964, durante una corta estancia en nuestro pueblo, para visitar a mi anciana madre, traté de localizar algún ejemplar de dicha novela, que, según referencias, había sido publicada en folletón por el HERALDO DE ARAGON, y me dirigí a la señora Jacoba Jiménez, quien, al parecer conservaba uno.  Pero no era cierto.  De todos modos conocía perfectamente su argumento y, a petición mía, me lo narró con toda minuciosidad.  Por lo visto, había leído tal novela más de una vez.  Inmediatamente me di cuenta con satisfacción de que su trama no coincidía en absoluto con la de mi leyenda, de manera que no podría tachárseme de plagiario.  Lo contrario habría sido demasiada casualidad.  Mas tarde, me enteré de que el autor de “La sepultura de las flores” fue Manuel Ibo Alfaro (1828-1885): un escritor cerverano muy estimado en su tiempo, pero ya completamente olvidado, salvo en su patria chica, donde tiene dedicada una calle.

EL ENCIERRO

Las Fiestas. Calle Mayor.
Mañanitas de septiembre.
Rayitos tibios de sol
y cálidos de mujeres.

Del Cogotillo a la Plaza,
una alegre algarabía,
en espera del encierro,
de los novillos de lidia;

y los balcones ornados
de racimos de muchachas,
más dulces y apetecibles
que los que da Majarrasas.

Todas las puertas, biertas;
y en las puertas, los vecinos;
y a lo largo de la calle,
el vibrante mocerío.

En sus gargantas tostadas,
pañuelos multicolores;
y en las blusas femeninas,
y en el pelo, lindas flores.

Bullicio. Nerviosidad.
miradas como saetas,
que se clavan, sobre todo,
en las forasteras bellas.

Piropos como relámpagos,
que deslumbran las pupilas,
y encienden los corazones
y labios de las mocitas.

Cantos, pitos, algazara,
corrillos de bailadores;
y circulación de botas
y de rajas de melones.

Todo el ansia de gozar,
reprimida un año entero,
estallando incontenible,
como un surtidor de fuego.

De pronto, el agudo grito
de un vibrante cornetí,
y la explosión de un cohete,
como la de un polvorín.

Estremecimiento súbito
de todos los corazones;
repliegue hacia las aceras
y gritos en los balcones.

-¡Los toros!. Y es un clamor
de millares de gargantas,
que sacude hasta los pinos
de la lejana Atalaya.

- ¡Los toros! Y es una tromba
que al punto en la calle irrumpe
y en la que mozos y fieras
se acosan y se confunden:

una tromba arrolladora
de alegría y de emoción,
que pone tensos los nervios
y acelera el corazón.

Sustos, porrazos, carreras,
cencerreo de cabestros,
alaridos de mujeres
y arremetidas de cuernos.

Mozos, que por asombrar
a las bellas de un balcón
caen y son sumergidos
por el fugaz aluvión.

Otros que, al verse alcanzados,
de bruces al suelo se echan
o se lanzan como locos,
hacia alguna puerta abierta.

Un astado, rezagado,
a la vuelta de una esquina,
fascinado por los ojos
de una muchacha bonita.

Y un ebrio que se le acerca,
con inconsciencia de niño,
para ofrecerle, galante,
su bota de vino tinto.

En la entrada de la Plaza,
unas gavillas de cuerpos
caídos, por las que saltan
los toros y los cabestros;

y adentro, el continuo acoso
de improvisados toreros,
que aturden a la manada,
con sus gritos y sus gestos.

Volteretas en el aire,
cabriolas en las barreras,
regocijo en los tendidos
y hervor de sangre en la arena.

Inenarrable espectáculo
de gente sencilla y brava,
como son todos los hijos,
de la Villa fierana.


Uruapan, 6 de septiembre de 1953



La afición de los fiteranos a los toros es muy antigua, pues incluso los monjes del Monasterio eran taurófilos. Entre la copiosa documentación sobre Fitero que se conserva en el Archivo de la Diputación de Navarra, figura un curioso proceso, fechado en 1665 y promovido por la Abadía de Fitero, a propósito del asiento que correspondía a su Abad, en las corridas de toros que se celebraban en Pamplona (Sección Monasterios, Fitero, n. 172). Ni que decir tiene que los monjes no se perdían ninguna de las que se celebraban en esta villa, siendo costumbre que el Ayuntamiento les pasara previamente la invitación correspondiente.
La celebración regular de corridas de toros en nuestro pueblo se remonta a principios del siglo XVII, según consta en un acuerdo que figura en el Inventario del Archivo de la Villa, de 1545 a 1782, el cual dice así:
1606.- Convenio entre el Monasterio y la Villa sobre la construcción de la Plaza de la Orden, que ha de servir para correr los toros y novillos (20 de septiembre).
A la sazón, era abad el culto pamplonica Fr. Ignacio Fermín de Ibero.
En un principio, las corridas de toros se celebraban en la fiesta del Corpus Christi, la cual era entonces la principal del pueblo; y la corporación encargada de organizarlas era la Cofradía del Santísimo Sacramento, cuyo representante principal era el Mayordomo. Servía de coso taurino el actual Paseo de San Raimundo, que naturalmente no era todavía paseo ni tenía árboles, pues éstos no se plantaron hasta finales del siglo XIX.
¿Había ya encierros por aquella época?... Seguramente, pero no constituían un espectáculo organizado, como los de ahora. Lo más probable es que se redujeran a lo que en mi infancia llamábamos “ir a esperar a las vacas”; es decir, salir al encuentro del ganado, la noche en que lo traían al pueblo, y verlo encerrar en un corral o en una cochera de la Plaza de la Orden. Os encierros de los toros de las Fiestas de la Virgen de la Barda, tal como se realizan en la actualidad, solo datan del 13 de septiembre de 1897, en que se inauguró la actual Plaza de Toros. La hizo construir don Francisco Furriel, quien, al año siguiente, la vendió a don Anastasio Andrés. Los albañiles que se encargaron de ejecutar las obras, fueron Zoilo Fernández y su hermano mayor, como reza una curiosa inscripción, escrita en una pared del patio de la casa nº 2 de la calle de Calatrava. La terminaron en menos de seis meses. Según me informó mi madre, a las amasadoras de yeso les pagaban una peseta de jornal.
El diestro que estrenó la Plaza fiterarna, fue el sevillano Félix Velazco, con su correspondiente cuadrilla, compuesta de un sobresaliente, tres picadores, cuatro banderilleros y un puntillero. Actuaron los días 13 y 14 de septiembre de dicho año, lidiando seis toros de tres años y cuatro yerbas de la ganadería de Beriáin, con divisa encarnada y blanca. A continuación de cada media corrida, se soltaron cuatro vacas bravas para los aficionados de la localidad. El Ayuntamiento conserva en un cuadrito un programa de aquella corrida, donado por don Fausto Palacios. En nuestra Miscelánea Fiterana, reproducimos su curioso texto.
Aunque el trayecto de los encierros es desde entonces el mismo: Calle Mayor – del Pozo – Alfaro – Plaza de Toros, recuerdo que en mi juventud varió, en algunas ocasiones, el corral o cocheras de donde partían las reses, pues unas veces era de la Costerilla, y otras, de lo alto de la Calle Mayor. Los encierros de las Fiestas de la Virgen de la Barda figuran entre los recuerdos más vivos y vibrantes de mi infancia y de mi mocedad; y me imagino que de la mayoría de los fiteranos. ¿Quién no corrió de joven, por lo menos, alguna vez, en un encierro?...





EL CRIMEN DEL TÍO PUYA

(Romance de ciegos)

Oigan, mujeres, casadas;
escuchen, viejos y niños,
el crimen más espeluznante,
en Fitero acaecido.
Lo cometió el Tío Puya,
un desalmado marido,
que degolló a su mujer,
como a un infeliz cabrito.
Era ya un sexagenario,
chaparro, fuerte y cetrino;
y tan feo, adusto y fiero,
como un oso mal herido.
Por las calles de la Villa,
vendía agua a los vecinos,
montado en un carro viejo,
que arrastraba un penco esquivo.
Sobre el carro iba la cuba,
llena del no claro líquido,
que cogía en el Terrero,
más allá del Cogotillo.
Cabía cuarenta cántaros,
que expendía al precio ínfimo
de tan sólo cinco céntimos
dos cántaros bien henchidos.
No era tan duro el trabajo
ni tan mísero el oficio,
como para agriar el genio
de un ciudadano pacífico.
Pero el ceñudo aguador
era un borracho perdido,
al que por igual tentaban
el aguardiente y el vino.
Y este vicio exacerbó
sus ya crueles instintos,
convirtiéndolo en verdugo
de su mujer y sus hijos.
Una vez, a uno de éstos
intentó escaldarlo vivo,
con aceite hirviendo, porque
pisó la cola al minino;
y otra vez, quiso arrojar
a la calle, en cueros vivos,
a su hija, ya mocita,
por ir al baile un domingo.
Mas la víctima ordinaria
de su alcoholismo agresivo
era su infeliz esposa,
el ser más inofensivo.
Dolores era su nombre
y doloroso su sino:
que jamás otra mujer
sufrió más con su marido.
Amenazas y denuestos,
golpes, blasfemias y gritos
eran el pan cotidiano
de su vida de martirio.
¡Cuántas veces la cuitada,
para escapar del cuchillo
del Puya. bajo la cama
se escondió, de algún vecino!
Era pequeña y delgada,
morena y de aire sumiso,
como una pobre ovejita,
que llevan al sacrificio.
Y así la llevó su cónyuge,
una tarde de domingo,
al horrible matadero
de la acequia del Pontigo.
Ocurrió en el mes de junio,
al comienzo del estío,
con el campo solitario,
por ser el día festivo.
Ya la tarde declinaba,
cuando, can aire fingido,
el Tío Puya a Dolores
amablemente le dijo:
«—Vamos a dar un paseo,
para tomar el fresquillo,
y a merendar habas verdes
del pedazo del Pontigo».
Y allá se fueran los dos,
acompañados del hijo
más pequeño, que se había
quedado en el domicilio.
No bien al habar llegaron,
el padre envió al chiquillo
a comprar unos molletes,
a la calle de Garijo.
Y apenas el mozalbete
hubo desaparecido,
el Puya sobre Dolores
arrojóse de improviso.
La rodilla sobre el pecho
hincóle, sacó un cuchillo
y hundiéndoselo en el cuello,
la degolló con sadismo.
La pobre mujer no pudo
lanzar ni una voz de auxilio,
para detener la mano
de su criminal marido.
Y allí murió desangrándose,
lo mismo que un corderito,
enrojeciendo las aguas
de la acequia del Pontigo.
Cuando volvió al poco rato,
con los molletes, el hijo,
ante el horrible espectáculo,
comenzó a dar grandes gritos.
Pronto acudieron algunos
y luego, muchos vecinos,
y el juez, que acta levantó
del bárbaro uxoricidio.
Al entierro de Dolores
fueron todos los vecinos,
indignados por tal crimen,
jamás en Fitero visto.
Nadie dudó ni un momento
de quién fuera el asesino,
pues desapareció el Puya,
no bien perpetró el delito.
Mas, al cabo de dos días,
por el hambre compelido,
en la Casa de Hospinete,
se presentó anochecido.
A Doroteo el Garapa
pidió comida y asilo
y éste se los concedió,
por salir del compromiso.
Mas no podía encubrir
al autor de tal delito,
y a la Guardia Civil dio,
con todo sigilo, aviso.
Y allí fue por la Pareja
sorprendido el fugitivo,
y con las esposas puestas,
a la cárcel conducido.
«—¿E uté el Tío Purrias?»,
con su acento andaluz,
dijo al reo el sargento Rufas.
“—Pue etá uté fresco, amigo».
Y al abandonar la Casa,
volviéndose el asesino
hacia el Garapa, exclamó:
«—¡Amigo: bien me has vendido!»
El Puya confesó todo,
y a Pamplona conducido,
a reclusión de por vida,
fue condenado en el juicio.
Y presto acabó sus días,
sufriendo horrible suplicio,
digno de su fechoría,
de la Gota en el Presidio.
Escarmienten, pues, en él
los maridos impulsivos,
que a sus mujeres quisieran
degollar como cabritos.


México, D. F., 15 de febrero de 1964.


El crimen del Tío Puya no es una leyenda, inventada por el autor de estas líneas, sino un suceso real, ocurrido en junio de 1896. Me abstengo de dar el verdadero nombre del delincuente, por si viven algunos descendientes suyos, los cuales serán seguramente unas personas honorables. Lo que, desde luego, es una conseja popular inadmisible, es el pretendido final horrible del Tío Puya, en el Presidio de la Gota, pues, a fines del siglo pasado, ya no existía en España –si es que alguna vez lo hubo- ningún establecimiento penitenciario, donde se sometiese a los condenados a tan bárbaro suplicio. Consistía éste en tener amarrado al reo en un poste, dejando caer sobre su cabeza, a cortos intervalos, una gota de agua.
Sin duda inventó este cuento alguna vecina atemorizada, que andaba muy mal con su marido, para ahuyentar de la cabeza de éste el pensamiento de imitar al Tío Puya.
Por lo demás en Fitero, los crímenes han sido siempre una cosa rarísima. En los 23 años que viví en el pueblo, o en Tudela, no conocí ninguno, salvo dos suicidios. 


LA INFANTA DEL BALNEARIO

Han pasado muchos años, y, sin embargo, aún conservo
fija y clara en mi memoria, la figura adorable
de aquella muñeca de oro, con perfil de camafeo,
como la Infanta del cuadro Las Meninas de Velázquez.

Ella también era rubia, fina y tierna, cual la Infanta,
vivía en los inviernos, en un gran palacio blanco,
que acarician los suspiros insinuantes del Alhama
y sostiene enorme roca, en su pétreo regazo.

Con ella moré algún tiempo y, aún como entonces, la veo
cortar con sus finos dedos, las brumas de la mañana,
por los bordes escarpados de un hondo despeñadero,
cabe la cinta argentada de una humeante cascada.

La veo entre los macizos verdosos de balsamina,
sentada junto a la taza del surtidor del jardín,
jugar con los pececitos de escamas de purpurina,
o del sol con los reflejos en la línea del zenit.

La veo hacia el mediodía, ornando con su belleza
la magnífica terraza del rocoso Mirador,
suspendido en el espacio, lo mismo que una diadema,
sobre el alma del paisaje de aquel hermoso rincón.

La veo en las tardes tibias, paseando por el Parque,
con un libro de Darío, entre sus manos pulidas,
soñando con el desfile del rebaño de elefantes
y el palacio de diamantes de su cuento "A Margarita".

La veo, al ponerse el sol, cruzar los largos pasillos,
silentes y penumbrosos, del Balneario desierto,
igual que el alma sonámbula de la Reina de un castillo,
levantado en un peñasco por un Rey del Medio Evo.

La veo en las noches frías, extasiada junto al plano,
al que arrancaba un poeta, las notas de "La Bohème",
liberar con un suspiro, su corazón enjaulado
y echarlo a volar alegre, entre los copos de nieve.

La veo, en fin, noche y día, embelleciendo la estampa
imponente, hermosa y brava de aquel sitio encantador,
con la luz y el movimiento de su figura de hada,
cual las ninfas que decoran los paisajes de Corot.

Muchos años han pasado desde aquellos días bellos;
y aun cuando el tiempo implacable borra todos los retratos,
fija y clara en mi memoria, todavía la conservo
la imagen de Mariíta, la Infanta del Balneario.

México D. F., 6 de febrero de 1953.

Este poema es un recuerdo afectivo de infancia y de los Baños Nuevos, tal como quedaron después de la reforma de 1910-1911.  La Infanta del Balneario era sobrina del antiguo Administrador del mismo e ilustre poeta regional, D. Alberto Pelairea Garbayo, por parte de su señora, Doña Cecilia Alba.  Mariíta, como la llamábamos entonces, pasaba largas temporadas, fuera de la oficial, al lado de sus tíos, los cuales como no tenían familia, la querían y la trataban igual que a una hija; y como ella era linda y de buen carácter, se convirtió, con la mayor naturalidad, en una pequeña musa de don Alberto, a quien inspiró más de una poesía y quien compuso, pensando en ella, algunas obritas teatrales, en cuyo estreno desempeñaba siempre Mariita uno de los papeles principales.

Mi amistad con ella, data de la infancia, pues mi padre era, a la sazón, pocero, o como se dice ahora más finalmente, bañero del establecimiento termal nuevo y, cada cuatro años, vivíamos nueve meses seguidos en los Baños Nuevos, en compañía de los Pelairea,.  Todavía recuerdo perfectamente mis juegos infantiles con mi hermano Florencio y con Mariita en el jardín, en el descansillo y en los pasillos desiertos del establecimiento.

Por cierto que el jardín desapareció, hace varios años, y con él, los macizos de balsamina y el surtidor y su taza con peces de colores, dique hablo en mi poema.  También desapreció la humeante cascada que se despeñaba por el monte, hacia la parte posterior de la centralilla eléctrica, cuya dínamo ponía en marcha, para suministrar alumbrado eléctrico a los dos balnearios; y asimismo corrieron igual suerte la vieja capilla rectangular, adornada con muletas y con exvotos, regalados por bañistas agradecidos; el romántico salón de recreo, pintado de color de rosa, con su piano, sus grandes espejos de marcos dorados, sus sillones y sus cornucopias, estilo rococó; el pequeño salón de la Biblioteca, que fuera otrora habitación de Gustavo Adolfo Bécquer; el salón de café y los billares, regentado, en la época oficial, por el jovial Luquillas (Benito Ramírez), quien, por cierto, tenía una hija pelirroja muy linda, llamaba Margarita; los grandes arcos de entrada y salida laterales del establecimiento y, en fin, otra porción de detalles que ya no recuerdo.


Sin duda alguna el edificio actual es mucho más vasto, cómodo y lujoso; pero ya no es precisamente el que embelesó mi niñez.



EL CRISTO DEL HUMILLADERO

Cristo del Humilladero,
¡qué cosas tienes que oír
a las mozas y a las viejas
que van a lavar allí..!

Menos mal que es tu paciencia
inmensa, cual tu bondad,
porque, de otro modo, al agua
las tendrías que arrojar,

Ya que sus lenguas traviesas
no dejan en paz a nadie,
ni siquiera a tus ministros
ni a los guardias ni al alcalde.

Una dice que la Trini
frecuenta el confesionario
a ver si le busca un novio
guapo y rico, el nuevo párroco...

Otra agrega que el Alcalde
va a nombrar sereno al Pocha,
para tenerlo alejado
por las noches de su esposa....

Y una tercera murmura
que el Comandante del Puesto
va cada día a los Baños
a un servicio archisecreto...

Y si a las autoridades
las ponen de azul y oro,
no hay que decir cómo ponen
a todos los demás prójimos.

Que si el carnicero emplea
kilos de seiscientos gramos
y que si la panadera
se entiende con su criado;

que el lechero Sebastián
hace leche de almidón
y que el lujo de Pascuala
lo paga don Nicanor;

Y que si a la boticaria
sacudió el polvo su esposo,
porque al hijo del notario
le puso un parche poroso.

En fin, todos los trapitos
sucios de la vecindad
son sacados sin escrúpulos
al sol, en aquel lugar.

Y menos mal, si se trata
de trapos sucios auténticos,
y no ropa bien limpia,
que ensucian sus comadreos;

pues no hace daño el hablar
de lo que ve todo el mundo,
y en cambio, sí, calumniar
o revelar algo oculto.

Yo no sé si tales prójimas
lavarán muy bien la ropa,
pero es seguro que manchan
a placer la ajena honra;

y a mi no me cabe duda
de que, en su trabajo, emplean,
más y mejor que las manos,
su kilométrica lengua.

Cristo del Humilladero
que las oyes cada día:
cuando yo por allí pase,
líbrame de sus mordidas...

Morelia, 24 de mayo de 1953

En todos los pueblos de Navarra, había antiguamente un Humilladero; es decir, un lugar con una cruz, un Cristo u otra imagen sagrada, ante la cual se humillaba o inclinaba el caminante.  Estaba invariablemente a la entrada o a la salida de la localidad.  El Humilladero actual del pueblo – es decir, para ser exactos, el templete y su columna central, menos las imágenes – data de mediados del siglo XVI y se construyó con piedra del os montes de los Baños, a expensas de los acaudalados esposos fiteranos, don Juan Martínez Azcoitia, que fue varias veces Alcalde y de Doña María Serrano.  Así consta en el testamento que hicieron ambos, ante el notario D, Sebastián Navarro, el 28 de mayo de 1558 y que consta de 5 folios.  Se conserva en el Archivo de Protocolos de Tudela, y en la escritura número 24 de dicho año y en su folio 54 vuelto, se lee textualmente: “Otrosi mandamos 20 ducados para el reparo de un Humilladero y Crucifijo que nos hicimos en este dicho lugar, donde dicen el Paradero”, ordenando que se pusieran en renta y que con sus réditos se realizaran las reparaciones ulteriores que hiciesen falta.  A la sazón, 20 ducados constituían una cantidad de cierta consideración, pues medio siglo más tarde, una viña en el Paguillo, con 140 cepas, se vendió por 6 ducados.  El matrimonio Azcoitia-Serrano no tuvo hijos y, a juzgar por su testamento, se ve que fueron unas buenas personas, pues dejaron otros 20 ducados al Hospital, 50 a María del Río, hija de unos sirvientes suyos, y otras cantidades menors, a todas las criadas que tuvieron.

La imagen del Crucifijo que remataba la columna de piedra del Humilladero, estaba ya muy deteriorada, al cabo de 400 años, por lo que en 1948, fue sustituída por las actuales imágenes de Jesucristo en el anverso de la cruz y de la Virgen con el Niño en el reverso, las cuales fueron esculpidas por D. Fausto Palacios.

Antes de ser cubierto el Río Molinar, el Humilladero, o mejor dicho, sus aledaños eran un pequeño lavadero público, en el que las vecinas de la calle de Lejalde se apretujaban para lavar su ropa o sus utensilios de cocina, bajo la protección del tejado del templete; sobre, todo, en los días de mucho calor o de lluvias y nieves... El Río Molinar fue cubierto en el primer semestre de 1936, con lo cual desapareció el lavadero.



El viático del Ojín


Cuatro fieles tomaron el palio arrinconado;
yo empuñé, por mi parte, el pálido farol
y portando el sagrado Copón don Nicasio,
salimos de la iglesia, apenas puesto el sol.

Un silencio de muerte reinaba por las calles,
barridas por un cierzo congelante de otoño,
asomando tan sólo detrás de los cristales
de contadas ventanas, unos rostros curiosos.

De vez en cuando, el Poba, que delante marchaba,
daba tímidamente unos campanillazos,
que apenas resonaban en las fachadas bajas
de las casas en serie, de la calle de Alfaro.

Si alguno los oía, temblaba de pavor,
igual que si escuchara los pasos de la Muerte,
la cual a todo el pueblo rondaba a la sazón,
en la trágica gripe de aquellos torvos meses.

Finalmente llegamos a casa de Juanito,
—numero treinta y uno, calle de Calatrava—
y entramos en su pieza, donde unos cuantos cirios
dejaban ver apenas los rasgos de su cara.

Juan Atienza, llamado vulgarmente el Ojín,
era un amigo mío de diecinueve años,
de carácter alegre, simpático y gentil,
con unos ojos grandes y negros de gitano.

La letal epidemia atacado lo había
y luchando con ella, con su vigor de joven,
se debatía entonces en terrible agonía,
entre ronquidos débiles y mortales sudores.

Delante de su lecho, yo, puesto de rodillas,
contemplaba aterrado el patético drama,
mientras que don Nicasio la Santa Eucaristía
a Juan administraba, conteniendo sus lágrimas.

Al irnos, lo miré con fraternal piedad,
y él, entonces, haciendo un esfuerzo infinito,
en mi clavé sus ojos, con terrible ansiedad,
y quiso decirme algo; mas sólo dio un ronquido.

Pocas horas después, expiró el pobre Ojín.
Lo acompañé angustiado hasta la sepultura,
y durante semanas, clavados tuve en mí
sus ojos, su ronquido y su espectral figura.

Mas yo tenía entonces sólo dieciséis años;
y como todo pasa, alegría y dolor,
el recuerdo doliente de mi amigo de antaño,
al cabo de algún tiempo, también se evaporo.

Me trasladé a Madrid y, una tarde estival,
me fui, por vez primera, al Museo del Prado,
do pasé varias horas de arrobo celestial,
contemplando la gloria de sus famosos cuadros.

Mas de Goya una tela rompió aquel embeleso,
sumiéndome de pronto en honda turbación.
Fue su terrible cuadro de “Los Fusilamientos
el Día Tres de Mayo», a la luz de un farol.

¿Dónde había yo visto los espantados ojos,
abiertos a la muerte, del Majo puesto en cruz...?
Sí; los había visto, de Juanito en el rostro,
poco antes da cerrarse para siempre a la luz.

Y abandoné el Museo, pensativo y turbado,
olvidando a Velázquez, al Greco y a Van Dyck,
para acordarme sólo del patético viático,
en mi lejano pueblo, de mi amigo el «Ojín”.

México D. F., 12 de mayo de 1963.


El tema de este poema es una descripción de la situación moral de angustia, por la que atravesaron los vecinos del pueblo, durante la terrible epidemia de gripe de 1918, que duró desde el 5 de septiembre al 15 de noviembre, produciendo 56 víctimas.  Fueron diez semanas de terror, pues la epidemia se cebó principalmente, no en la gente débil y de edad avanzada, sino en la joven y fuerte.  En casi todas las calles, hubo alguna defunción, pero las más castigadas fueron el Cogotillo Bajo (hoy Pío XII), la Calle Armas y la Calle Mayor, en cada una de las cuales fallecieron seis vecinos.

Entre las víctimas que causaron más sensación, figuraron el Párroco, D. Antonino Fernández Mateo, corellano, quien murió el 13 de octubre, a los 53 años; y su vecino, el sacristán mayor de la iglesia, Cristóbal Magaña Asensio, que murió al día siguiente, a los 72. Ahora bien, la que más impresionó y sintió D. Manuel, fue la de su amigo, Juanito Atienza, que falleció el 1 de octubre, a los 18 años, y cuyo viático y muerte constituyen el principal motivo del poema.  Juanito era el hijo mayor de la familia.  Vivía en la casa nº 31 – hoy, 39 – de la calle Calatrava, con sus padres, Baltasar y Petra, su hermano Francisco y sus hermanas Juana y Concepción. (María y Engracia no habían nacido todavía).

Otros dos personajes que se menciona en este poema, son D. Nicasio Carrillo, que administró el viático a Juanito y murió en 1934; y el Poba, sacristán menor, cuyo nombre era Cristóbal Aznar Latorre y falleció en 1948.

El cuadro de Goya, “Los fusilamientos de la Montaña del Príncipe Pío”, a que se alude en la composición, se encuentra en le Museo del Prado de Madrid y en él llama principalmente la atención, la figura trágica del majo, en mangas de camisa y con los brazos abiertos en cruz, que está mirando, con los ojos desorbitados de espanto, a los soldados franceses que le apuntan con sus fusiles.


La música que acompaña a este poema, es la conocida Marcha fúnebre de Federico Chopin, que forma parte de la Sonata nº 2 en Si bemol menor, opus 35, del célebre compositor romántico polaco.


Entre las viejas costumbres,
relegadas al olvido,
figura la romería
que llamaban del Bañillo.

Se celebraba el primer
día de las Rogativas,
concurriendo a ella el clero
y el Concejo de la Villa.

          Por supuesto, acompañábanlos
gran cantidad de vecinos,
predominando entre ellos,
como es natural, los chicos.

El clero invocando iba
devótamente a los santos
y con el Ora pro nobis,
respondía el vecindario.

Cuando hasta la Mejorada
llegaba la comitiva,
la bendición a los campos
daba el clero y se volvía.

Pero las autoridades
y buena parte del público
hasta el Balneario Viejo
subían, llenos de júbilo.

El Baño daba un banquete
a los miembros del Concejo;
y a los demás concurrentes,
un panecillo y un huevo.

Mas un año presentóse
una multitud tan grande,
que no hubo para todos
bastantes huevos ni panes.

Primero, pues, repartieron
sólo a la gente mayor
la colación consagrada
por la vieja tradición.

Pero los chicos, que estaban
haciendo cola, felices,
únicamente les dieron
con la puerta en las narices.

Se alborotaron al punto,
y en coro, ante el edificio,
comenzaron a clamar:
-“¡Queremos nuestro bañillo!”

Entonces salió un pocero
a un balcón y les gritó:
- “¿Queréis el bañillo...? - ¡Síiii!
- Pues ahora mismo os lo doy”.

Y enderezando hacia ellos
un chorro de agua caliente,
les propinó en un instante
su baño correspondiente.

Tras de broma tan cruel,
los muchachos de la Villa
ya no volvieron al Baño,
el lunes de Rogativas.

Y el alcalde y los ediles,
por no pasar por gorrones,
al tradicional banquete
renunciaron desde entonces.

Y así acabó tal costumbre,
de manera un tanto chusca,
por haberse convertido
el bañillo en una ducha....

México D. F. , 25 de enero de 1968


Yo no llegué a conocer la romería del Bañillo, pues, si existía en mi infancia, no recuerdo haber ido a ella; pero, según las referencias de don Julio Fernández Yanguas, todavía se celebraba a finales del siglo XIV. Aunque carezco de noticias ciertas acerca de su origen, conjeturo que tan pintoresca costumbre debe remontarse, cuando menos, a la segunda mitad del siglo XVIII; es decir, a la época en que los monjes del Monasterio eran dueños de las aguas del balneario Viejo y edificaron la parte primitiva del actual establecimiento.
¿Cuántos otros edificios le precedieron, a través de los siglos? ¿Quién lo sabe? El Dr. Saturnino Mozota Vicente, en sus Notas hidrológicas y clínicas de los Balnearios de Fitero (1930), escribe, con certero juicio, que “es difícil precisar la época en que comenzaron a usarse estas aguas, pero no es muy aventurado suponer que, estando en una región, habitada en tiempos prehistóricos, fueron aprovechadas por los que vivieron en aquella época”. Así pues, es lo más probable que fueran ya conocidas y utilizadas por los pobladores celtibéricos de la Peña del Saco. Sin embargo, dudo mucho de que estos primitivos habitantes levantaran ninguna casa de baños, en este paraje.
En cambio, es completamente seguro que la erigieron los romanos, puesto que, en 1861, se descubrieron al oeste del Balneario Viejo y al pie de un cerro que se encuentra a su derecha, restos de un edificio de aquel tiempo, con trozos de ánforas, vasos saguntinos, medallas, monedas y hasta un pedestal, los cuales fueron trasladados al Museo Arqueológico de Navarra. Las monedas atestiguan que se aprovecharon dichas aguas, por lo menos, en la época de Augusto; pero es bien probable que lo fueran ya en el siglo II antes de Cristo, pues el territorio actual de Fitero debió caer en poder de los romanos, a más tardar, después de la destrucción de Numancia, en el año 133 antes de Cristo; y tal vez, unas décadas antes, a raíz de que Sempronio Graco derrotó a los celtíberos al pie del Moncayo, en 179 antes de Cristo, fundando al año siguiente la ciudad de Graccuris (Calahorra) o quizá rebautizando con este nombre, alguna ciudad indígena que existía ya con anterioridad y que bien pudo ser la Ilurcis de Tito Livio.
Finalmente es casi seguro que las aguas termales de Fitero, así como las de Tiermas y Arnedillo, estuvieron comprendidas en la denominación genérica de Termae Vasconiae con que designaron los romanos a las aguas calientes que encontraron en el territorio de los vascones.
¿Fueron utilizadas asimismo en la época visigoda…? Es lo más probable; pero no tenemos ningún dato que lo confirme.
En cambio, es también indudable que las aprovecharon los árabes, como lo testimonian los tres baños de origen moro que se conservaban todavía en el establecimiento viejo, a comienzos del siglo XIX. Los árabes fueron precisamente los que dieron el nombre de Alhama –procedente de aljama o baño termal- al río que pasa frente al Balneario Nuevo, y se lo dieron seguramente por referencia a las termas y porque recoge las aguas de las mismas.
En aquella época, y durante bastantes siglos todavía, las aguas del Balneario viejo se llamaron termas, aguas caldas o baños de Tudején, por pertenecer territorialmente a la villa y castillo de Tudején, anteriores a Fitero. En el instrumento de donación de la Serna de Cervera a Fr. Raimundo, abad de Niencebas (San Raimundo), hecha por Alfonso VII de Castilla, a mediados de octubre de 1146, se lee: “mia tota illa Serna de Cervera et mea, quae est supra illa balnea de Tudeson”; es decir, toda aquella Serna de Cervera y mía, que está sobre los baños de Tudeson (Tudejen). (En realidad, no estaba sobre o encima de los baños, sino debajo de ellos, puesto que el balneario viejo tiene mayor altitud que la Serna.)
Terminada la dominación árabe de nuestra comarca, las aguas termales del Balneario Viejo continuaron gozando de gran predicamento entre los reinos cristianos fronterizos de Navarra, Castilla y Aragón, siendo visitadas, en diferentes ocasiones, por diversos monarcas de los tres. En 1134, Alfono I el Batallador, que había arrojado a los árabes de la Ribera de Navarra, sintiendo cercana su muerte, legó testamentariamente el castillo y las aguas de Tudején a Santiago de Compostela; pero, como ya hemos anotado en otro lugar, su testamento no se cumplió, y pocos años después pasaron a poder de Alfonso VII el Emperador. Finalmente, por donación desancho III de Castilla, hecha con la anuencia de su padre Alfonso VII, a mediados de 1157, Tudején con su castillo, sus aguas termales y demás pertenencias, pasó a ser propiedad definitiva, durante siglos, del Monasterio cisterciense de Fitero. En efecto, sus abades conservaron la propiedad de las aguas termales del balneario viejo hasta la extinción del convento en 1835; es decir, durante 678 años.
Sin duda alguna, al cabo de tantas centurias, los monjes debieron edificar o reedificar más de una casa de baños; pero no quedan noticias de estos edificios. (O al menos, no se han descubierto todavía.) Del anterior a la planta primitiva del actual, escribía el académico don Manuel Abella en 1802 que era una “casa mezquina”; y por lo mismo, hacia 1767, construyó el Monasterio el moderno establecimiento.([1])
En un principio, sólo constó del actual edificio central con dos pisos. Abella anotaba especialmente que se habían construido “las pilas de los baños, de piedra sillería, para mayor curiosidad, y también se ha fabricado una capilla muy decente, aunque no tiene culto, en el mismo sitio de los Baños en que según tradición nació el Venerable don Juan Palafox. En otra capilla de la casa contigua, se dice misa los días festivos”.
Con un gran sentido comercial, los monjes pusieron sobre la puerta de entrada del flamante establecimiento, este curioso dístico:
Esta agua todo lo cura
Menos gálico y locura.
Con todo, el Monasterio no explotó mucho tiempo directamente el nuevo balneario, sino que lo cedió en arrendamiento a particulares. Según el inventario de 1835, en el momento de ser expulsados definitivamente los monjes de Fitero, lo tenían arrendado por 24.000 reales anuales.
El Dr. Mozota, en sus Notas antecitadas, escribe que “en 1823, cuando la primera desamortización, compró don Juan José Aréjula el establecimiento, pagando por él un millón de reales en créditos contra el Estado. El mismo año, restablecidas las Ordenes monásticas, lo desposeyeron, y en 1835, volvió a tomar posesión de él. Los monjes, en el periodo de tiempo del año 1823 al 1835, construyeron el estanque de enfriamiento y los cuatro primeros baños de asperón; y más tarde, al fallecimiento del Dr. Aréjula, sus herederos, doña Juan María Orozco y la Marquesa de Vezmellana, construyeron cuatro baños de jaspe y ensancharon el establecimiento de enfriamiento y el edificio.”
En 1843, se construyó el salón de recreo y, en 1864, con motivo de la venida al Balneario del Rey-Consorte, don Francisco de Asís, marido de Isabel II, la Diputación de Navarra hizo construir expresamente para él un baño de mármol blanco, que, a continuación, fue puesto al servicio público. Su estancia costó a la Diputación 40.000 reales.
El Dr. Cirilo Castro, que fue médico-director del establecimiento, a mediados del siglo pasado, dejó una curiosa y detalladísima descripción del Balneario viejo, tal como estaba en 1846, incluyendo hasta la tabla de precios que regían a la sazón. Pero no podemos insertarla aquí, por no ser su sitio adecuado, reservándola para otro libro.
En mi infancia, el Balneario viejo sólo constaba del edificio central con dos pisos y de un ala derecha, la cual tenía en la planta baja unos soportales. Su último propietario individual fue don Francisco Villacampa, quien realizó en él algunas reformas y, por fin, lo vendió en 1909, a la Sociedad anónima del Balneario Nuevo.
El establecimiento viejo fue completamente modernizado y ampliado, a partir de 1960. Según la información que me proporcionó el actual administrador, don Jesús Azpilicueta, en dicho año se edificó el ala izquierda, con el comedor y la capilla. En 1965, se construyeron detrás de este ala, las dependencias para la servidumbre femenina, y empezó a ser utilizado para la masculina el antigua cuartillo adyacente, el cual había sido ya adquirido por la S. A. en 1956; y en 1967-1968, se levantó el tercer piso del edificio central.
En un principio, el Balneario viejo se llamó simplemente Baños de Fitero; pero tomó el nombre de Balneario Viejo, al construirse el Nuevo, en la segunda mitad del siglo pasado.



[1] En la habitación nº 101 del primer piso, se conserva aún un letrero que dice: “Abril a 24 de 1768.


OLIVO SOPETRÁN

Era ya muy viejo. ¿Qué tiempo tendría…?
Varios cientos de años. Tal vez, más de mil.
¿No afirman que aún viven allá, en Palestina,
los que Jesucristo vio en Gethsemani…?

Era un recio ciclope de potentes brazos,
de extensas raíces y profundos surcos,
que desafiaba, valiente, a los rayos,
a los huracanes y fríos más curdos.

Cuatro hombres podían abarcar apenas
su tronco fornido de grandes arrugas,
y cada año, daba sus cinco centenas
de almudes colmados de gruesa aceituna.

En una cañada, allá, en Peñahitero,
pasaba su vida fecunda y tranquila,
acogiendo, amable, en sus brazos negros,
al buho, al cuclillo y a la cardelina.

Pero un día, un misero y achacoso anciano,
de una de sus ramoas, infeliz, se ahorcó,
y, a partir de entonces, la vida del árbol,
cual la del suicida, se entenebreció.

Gentes ignorantes y supersticiosas
en inventar dieron leyendas absurdas,
achacnado al muerto y al olivo historias
abracadabrantes de diablos y brujas.

Así, pues, el árbol se vió convertido
en un ser maldito que infundía miedo,
no faltando vieja que afirmó haber visto
salir de su tronco humo del infierno.

Otra, más fantástica, redondeó el chisme,
jurando que, un día, vio al propio Satán
brotar con mil diablos, de sus mil raíces,
y una misa negra celebrar allá.

Con tan mala fama, el anciano olivo
de melancolía enfermó y murió,
y el último año del pasado siglo,
a golpes de hacha, desapareció.

Ni diablos, ni brujas allí se encontraron;
pero desde entonces -¡cosa bien extraña!-,
las tierras fecundas que lo sustentaron,
tal vez en venganza, no producen nada.


Morella, 23 de mayo de 1953

En los siglos pasados, el olivo fue el 2º cultivo en importancia de la agricultura fiterana.   En el Inventario del Monasterio, hecho en 1835, consta que solamente los olivares que administraba por sí misma la abadía (el Olivar Grande, la Pieza de la Orden, la Mejorada, etc.) contenían cerca de 2.000 plantas, a las que había que añadir las de las fincas de los censatarios.  Estos pagaban cada año al Monasterio la quinta parte de las olivas que cosechaban.  En el decenio de 1796-1805  (ambos inclusive), solamente la oliva recogida por los monjes en las fincas de administración propia, alcanzó la cifra de 16.903 robos.  El académico de la Historia D. Manuel Abella consignaba en 1802 que los olivos de Fitero eran los mayores que se conocían en Navarra, produciendo entonces anualmente 10.000 arrobas de aceite.  Para confirmar la aserción de Abella acerca de la magnitud de los olivos fiteranos, hasta recordar al famoso olivo sopetrán, que se erguía en Peñahitero y que, al secarse, fue arrancado en 1899. Su enorme tronco tenía alrededor de siete metros de circunferencia y entre sus ramas, según Jimeno y Jurío, “se ocultaban sin verse hasta 27 hombres, sacudiendo los 300 robos de oliva que fructificaba en cada campaña”.  Desde luego, eta cifra de su producción anual es una exageración, pues su máxima cosecha, en un año, según algunos campesinos ancianos del pueblo, solo llegó a 36 robos; que no son pocos.  Al arrancarlo, dio alrededor de una tonelada de leña.  Durante algunos años, la tierra que había ocupado este olivo, no dio ningún fruto, porque había absorbido todos los jugos de la misma.


Desde luego, es cierto lo que contamos de que un infeliz vecino se ahorcó un día, de una de sus ramas; pero lo demás son cuentos fantasmagóricos, inventados por el autor.




LA RONDA

Septiembre. Noche de Fiestas.
La Plaza de San Raimundo
es una alegre verbena
de luces, música y churros.

Todo el pueblo de Fitero
congregado allí se halla,
festejando el bello día
de la Virgen de la Barda.

La hoguera, a la entrada, eleva
sus grandes llamas al cielo,
estallando en mil rubíes,
hermanos de los luceros.

Montadas por cien infantes,
las jacas del Tío Vivo
galopan por el espacio,
al ritmo de un organillo.

Y entre los frondosos árboles,
la Banda Municipal
lanza al viento sus clamores
de júbilo popular.

En los paseos centrales,
bullen los mozos y mozas,
saltarines y policromos,
igual que las mariposas.

En los extremos, pasean
gravemente los mayores
o forman amenas peñas,
en torno a los veladores.

Y San Raimundo, orgulloso
y enhiesto en su pedestal,
ondea al aire los pliegues
de su pendón inmortal.

De vez en cuando, el espacio
surca un radioso cohete,
que clava un ramo de flores
en la túnica celeste.

La Torre, hundida en las sombras,
se estremece al resplandor,
y sus campanas saludan
al brillante embajador.

Un polvillo de oro cae
sobre los olmos despiertos,
cuyos ojos, ya cansados,
se quieren rendir al sueño.

Una pareja de novios,
la vigilancia burlando,
se desliza por las sombras,
cómplices de los abrazos;

Y en las frías catacumbas
del convento cisterciense,
los fantasmas de los frailes
entonan el Miserere.

Es medianoche. La Banda
tocó la clásica jota
y descendió ya del quiosco,
para comenzar la Ronda;

y por el Arquillo asoma
el Ayuntamiento en pleno,
precedido de la música,
bandera, antorchas y pueblo.

Al punto, estalla en el aire
un potente cohetón,
y un pasodoble castizo
lanza al aire su pregón.

Es el pregón de la Ronda,
que va a recorrer la Villa,
para llevar a sus calles
un mensaje de alegría.

Es el pregón de la Ronda,
que dirige a los ancestros
un bullicioso saludo,
a través de los luceros.

Es el pregón de la Ronda,
que ofrenda una serenata,
a los ancianos y enfermos,
recluidos en sus casas.

Es el pregón de la Ronda,
que grita a los cuatro vientos
el humor y resistencia
de sus típicos boleros.

Es el pregón de la Ronda,
que brinda con entusiasmo
por el progreso y la unión
de todos losfiteranos.

Es el pregón que, ha treinta años,
dejé de oir un septiembre
y que quisiera escuchar
de nuevo, antes de mi muerte.

México D. F., 16 de mayo de 1953


Cuando yo escribí La Ronda, ignoraba que ésta había sido ya suprimida en Fitero, hacía 18 años. Así, puse, razón de más para ocuparme de ella en estas notas.
La Ronda era el coronamiento de los bailes públicos que se celebraban en el Paseo de San Raimundo –y que siguen celebrándose todavía- en las noches de la víspera y del día de la Virgen de la Barda. Su origen se remontaba solamente a la segunda mitad del siglo XIX; de manera que no llegó a hacerse centenaria.
La Ronda se organizaba hacia las doce de la noche, al terminar con una jota el baile público; en la salida del Arquillo. En primer término, iban los danzantes, más o menos formales, formando corros mixtos, cogidos de las manos; a continuación los mozos de bronce, que formaban el clásico bolo; en seguida la Banda Municipal, que iba interpretando un pasacalle, acompañada de individuos con antorchas; y finalmente, el Ayuntamiento con banderas desplegada y su séquito de alguaciles, serenos y guardias civiles.
El bolo era un enjambre de corrillos de mozos, cogidos ordinariamente con los brazos sobre los hombros, o apelotonados sencillamente como los espárragos en un bote de conserva, los cuales se colocaban delante de la Banda de Música, dando brincos más bien que bailando, y no dejándola avanzar más que paso a paso.
El trayecto de la Ronda era el siguiente: Arquillo - Paseo de San Raimundo -calle de la Iglesia - Plaza de la Iglesia - calle de la Patrona - calle de Díaz y Gómara - Calle Mayor - Parador de San Antonio – calle de la Villa - Plaza de la Villa.
Cuando terminaba la ronda propiamente dicha, todavía se veían obligados los músicos, para contentar al público, a ejecutar en la Placilla dos o tres jotas de propina.
La razón e intención primitivas de la introducción de la Ronda fueron probablemente las de hacer, en cierto modo, participes de la alegría de las Fiestas de la Virgen de la Barda, a los enfermos y a los ancianos, recluidos forzosamente en sus domicilios. Pero no tardó en degenerar en una demostración de resistencia física, por parte de los mozos del bolo; y en una prueba de resistencia pulmonar y de paciencia, por parte de los músicos de la Banda Municipal.
En mi juventud, el éxito de la Ronda dependía de su duración. Si la del sábado había durado, por ejemplo, una hora, la del domingo tenía que durar hora y media o dos horas. ¡Y vaya si las duraba! “El pelotón de los torpes” (que es como llamaba un amigo mío al bolo, porque no adelantaba nada) se encargaba de ello. Ya podían empujarlo los alguaciles, los serenos y hasta algunos hombres maduros voluntarios, pues el bolo avanzaba menos que una tortuga. Naturalmente los paganos eran los pobres músicos, los cuales tenían que echar los hígados y hasta el bazo, soplando y resoplando, como el fuelle de una antigua fragua. Aunque la noche estuviera fresca, los músicos siempre sudaban a torrentes. Menos mal que se alternaba en la faena, y mientras tocaba una parte de ellos, la otra descansaba; de lo contrario, les hubiese sido imposible aguantar tan tremenda paliza. A veces, el del bombo y el del tambor, exasperados por los empujones, golpeaban en la cabeza a los “boleros” próximos con el mazo y con los palillos; pero era en vano. Otras veces, los antorchados les socarraban un poco el pelo, como por descuido, y esto ya era más efectivo, pero también más peligroso.
Un año, los del bolo se encontaron con la horma de su zapato. Un alcalde rumboso –creo que fue don Gervasio Alfaro, hacia 1917- contrató a una banda de música de un regimiento de Pamplona. Por supuesto, la banda forastera no contaba con el bolo y lo aguantó, haciendo de tripas corazón, al ir, y al volver de las vísperas solemenes del sabádo y en la Ronda de la misma noche. ¡Ah!, pero el domingo, al partir desde la Plaza de la Villa en dirección a la de San Raimundo, para iniciar el baile público nocturno, los músicos, sin dejar de tocar, atravesaron rápidamente la Placilla, despegándose del bolo y del Ayuntamiento, bajaron por las Escalerillas, se internaron a la izquierda por la estrecha calle de la Victoria y, saliendo a la Picota, se presentaron en un santiamén en el Paseo de San Raimundo, instalándose tranquilamente en el quiosco. El Ayuntamiento, aunque visiblemente desairado por la Banda, lo tomó filosóficamente, comprendiendo la razón de los músicos; pero los mozos, al verse burlados tan donosamente, se encresparon y protestaron violentamente ante el Alcalde, quien, con su diplomacia, logró calmar los ánimos excitados.
-¡Es la ronda nos desquitaremos! –juraron los mas exaltados.
Pero en la Ronda, se repitió la misma comedia, corregida y aumentada. Los de la Banda era, al fin y al cabo, militares, y no estaban dispuestos a dejarse trasquilar como unos carneros. Aguantaron, pues, un poco al bolo en las calles estrechas; pero al desembocar en la Calle Mayor, desde la de Diaz y Gómara, los músicos comenzaron a escabullirse por las aceras, unas veces hacia la derecha yo tras, hacia la izquierda, y aquello se convirtió en un juego del raton y del gato, divertidísimo.

Por supuesto; ya no volvió a contratarse para las Fiestas a ninguna Banda de Regimiento. La ronda fue, al fin suprimida en 1934.




Sinfonía Matinal

Hace ya siete lustros. Estaba en vacaciones
y todas las mañanas, cuando irrumpía Febo,
con un intimo amigo, emprendía excursiones,
a través de los llanos y los montes del pueblo.

El solo flavo de estío, como una gran patena,
se alzaba sobre el cáliz inmenso del Moncayo,
y sus rayos fundían las infinitas perlas
del manto de rocío que cubría los campos.

Las crestas escarpadas de la cuenca alhameña,
bajo los reverberos dorados de la aurora,
formaban una espléndida corona berroqueña
sobre la humilde testa de nuestra viña añosa;

y las sendas poéticas de la Huerta y la Nava,
de Ormiñén, Majarrasas, Cascajos y Abatores
eran unas alfombras de Angora y Samarkanda,
con colores de gemas y perfumes de flores.

Por ellas caminábamos alegres y ligeros,
con un libro de Bécquer o Nervo bajo el brazo,
bañado en fresca brisa nuestros ágiles cuerpos,
y nuestras almas jóvenes, en optimismo sano.

Posadas en las copas del chopo y del peral,
al pasar, saludábamos las avecillas tiernas,
que entonaban a coro su canción matinal,
a la gloria fecunda de nuestra madre Tierra.

Y al compás de esta suave sinfonía campestre,
escalábamos Roscas o la Peña del Baño
y en sus cumbres leíamos las Leyendas de Bécquer
o bien las Perlas Negras del vate mexicano.

Allí todo era calma, silencio y bienandanza,
total despegamiento del mundo material,
planeo sosegado del alma liberada,
por las inmensidades del  infinito astral.

El olor del tomillo perfumaba el ambiente
la música del verso deleitaba el oído,
el solo tibio ascendente nos besaba la frente
y el aura acariciaba nuestros cuerpos tendidos.

Aquella era sin duda la auténtica ventura
que, en este pobre mundo, se puede disfrutar:
juventud, ilusiones, alegría, cultura
y la Naturaleza en su pompa triunfal.

Recordando hoy aquellas excursiones radiosas,
después de haber morado en París y New-York,
comprendo más que nunca la razón de la oda
¡Qué descansada vida...!, de Fray Luis de León.

México D. F., 13 de marzo de 1953


Sinfonía matinal no es una simple expansión lírica, producto de mi imaginación, sino el recuerdo de impresiones y emociones reales, experimentadas en mi juventud fiterana. En virtud de esa experiencia vivida, puedo asegurar a los lectores que las excursiones matinales, desde el pueblo o desde los Balnearios, a las diversas cumbres de Fitero, constituyen una de las diversiones más sanas y agradables, en la época de verano. Los panoramas y el ambiente de que se disfruta desde ellas, y durante el mismo camino, valen muy bien la pena de levantarse al rayar el alba y de realizar los consiguientes escalamientos. Naturalmente que para realizarlas, hay que ser joven y sentir algún amor por la naturaleza. Por lo mismo, son especialmente recomendables para los estudiantes que pasan sus vacaciones en Fitero o para los jóvenes que acuden a los Balnearios, únicamente en calidad de acompañantes de personas mayores enfermas. Prueben y se convencerán de ello. 

LOS CHARQUILLOS

Los Charquillos, calle humilde,
la más estrecha del pueblo,
donde sólo al mediodía,
brilla el sol unos momentos;

Do las vecinas chismosas
pueden al oído hablarse,
con sólo abrir su balcón
o a su ventana asomarse;

donde oye y ve cada uno
lo que el otro dice o hace,
a través de las paredes,
las reclizas y cristales.

Do cuando llueve, la calle
se convierte en riachuelo,
que empapaba las entradas
antiguas de piso térreo...

Charquillos, humilde calle,
de corte moro y cristiano,
do la luna, en sus cuadrantes,
abraza opuestos tejados:

allí viví yo en mi infancia,
con mis padres, algún tiempo,
cuando aún se usaba el candil
y estaba empedrado el suelo.

Allí mi abuelo Inocente
un atardecer murió
y, una noche, di a mi abuela
Benita el postrer adiós.

Me parece estar aún viendo
a mis antiguos vecinos:
Zamora, el Faíco, Irene,
el Carambucho y Julio;

o a mi madre, haciendo trenza
de la casa en el umbral,
y a mi padre, preparando
injertos para el Fustal.

Aún recuerdo aquella noche
de un sábado de las Fiestas,
en que me escapé de casa
por el balcón, a la Hoguera.

¿Qué años tendría entonces...?
¿Cuatro o cinco...? Por ahí.
Más recuerdo aún el porrazo
y el gustazo que me di.

Charquillos, humilde calle,
donde en mi infancia jugué:
ni tus casas, ni tus rostros,
mientras viva, olvidaré.

México D. F., 28 de marzo de 1953


La calle de los Charquillos [7] recibió sin duda este nombre pintoresco, a causa de los innumerables charquillos que se formaban en ella, cuando llovía, pues, en un principio, no estaba cementada, como ahora, sino solamente empedrada. Por cierto que fue la primera calle del pueblo a la que se puso piso de cemento, ya en 1955.
Mis abuelos maternos: Inocente Calvo y Benita Aguirrebeitia Angós poseían en ella la casita nº 7, donde viví con mis padres, unos pocos años de mi infancia. Por lo mismo, recuerdo perfectamente dicha calle. Mi abuelo Inocente era de Grávalos y de oficio, agricultor. Murió en dicha casa el 14 de agosto de 1913, a los 70 años. Mi abuela Benita era fiterana y la llamaban la tía Benita la Rezadora, no porque se pasase el tiempo rezando, sino porque, en todos los funerales, llevaba la voz cantante – o mejor dicho, orante, en los rosarios que se rezaban en la parroquia, por el alma del difunto. Parece que tenía un repertorio de jaculatorias inagotable. Le daban una libra de chocolate por cada rosario. ¡Lástima que no hubiera sido por cada jaculatoria!, porque, en  tal caso, habría hecho mejor negocio. A pesar de todo, de tarde en tarde, pues las defunciones eran escasas, también solía tocarme a mí alguna tacita de aquel chocolate un poco macabro, dada su procedencia. Falleció mi abuela Benita en la misma calle y casa de los Charquillos, el 13 de enero de 1916, a los 60 años. (En 1862, el número de la casa era el 8; en 1916, el 7, y hoy, el 5.)
De los antiguos vecinos que nombro en mi pequeña composición [8], ya no volví a saber nada, desde que abandoné el pueblo, hasta que, en 1939, me tropecé casualmente, en Gurs (Francia), a un hermano del Faíco o Jesús Ucar [9], el cual había salido de Fitero, hacía muchos años, para avecindarse en Barcelona. Por cierto que, en el mismo lugar, me encontré a cuatro fiteranos más, procedentes de otras ciudades españolas: al Dr. Mariano Val Chivite, a don Eduardo Olóndriz, a Fulgencio Yanguas y a Juan Cruz Alfaro. ¡Qué azares tan sorprendentes tiene la vida!



ALBERTO PELAIREA

Unos ojos penetrantes;
a flor de labio, el ingenio;
un corazón bondadoso;
y... he aquí su boceto.

Era de esas personas
de natural simpatía,
en cuya grata presencia
hasta las penas se olvidan.

De seguro que no tuvo
jamás enemigo alguno,
pues se mostraba cordial
y afable con todo el mundo;

y además dispuesto a dar
siempre su tiempo y dinero,
para aliviar a los pobres,
a los ancianos y enfermos.

En el Balneario Nuevo,
que administró muchos años,
era para los bañistas
un médico de sus ánimos;

pues para todos tenía
una ocurrencia jovial,
ya fuesen monjas, toreros
o damas de sociedad.

Sabía jugar a todo:
a la pelota, a las damas,
al dominó, al ajedrez,
al billar y a la baraja;

Y era capaz de alegrar
la mas seria reunión,
con sus chistes y sus cuentos
y sus juegos de ilusión.

Descollaba como vate
de inspiración natural,
derrochando las metáforas
de más colorido y sal;

y obtuvo más de un laurel,
en certámenes poéticos,
aunque nunca editó un libro,
con sus innúmeros versos.

Incluso para el teatro
escribió no pocas piezas,
cuyo escenario ordinario
eran Fitero o Tudela;

y nunca cobraba nada
por las representaciones,
destinadas a aliviar
escaseces o dolores.

Aficionado a la música,
tocaba con maestría
el acordeón y el piano,
la guitarra y la ocarina;

y ejecutaba a menudo
fragmentos de “La Bohème”,
por afinidad de espíritu
con Marcel y con Mussette.

De niño y joven, viví
junto a él, varios inviernos,
contagiándome su gusto
por la música y los versos;

y todavía recuerdo
aquellas gratas veladas
con su pimpante señora
y sobrina tudelanas.

La nieve caía lenta
sobre la Peña del Saco,
mientras él nos deleitaba,
con un nocturno en el piano;

O bien, sentados en torno
de la mesa de camilla,
nos leía con unción
una bella poesía.

No nació en Fitero; mas
amó y cantó a nuestro pueblo
y al morir, descansar quiso
en su humilde cementerio.

Lector que estas líneas lees:
si es que su tumba visitas,
no te olvides de dejar
sobre ella unas florecitas.


México D. F., 20 de mayo de 1963



Alberto Pelairea y Garbayo (Bilbao, 1878- Fitero, 1939)[1].

El ilustre poeta e hijo adoptivo de Fitero, don Alberto Pelairea y Garbayo [2], nació en Bilbao, el 16 de mayo de 1878. Fueron sus padres don Calixto Pelairea y doña Rita Garbayo [3]: él, roncalés; ella, tudelana; y ambos, de familias acomodadas. Su padre, notable dibujante, era, a la sazón, profesor del Instituto Nacional de Segunda Enseñanza de Bilbao. Dos años después, la familia se trasladó a la ciudad de Tudela, donde el joven Alberto cursó los estudios de primera y de segunda enseñanza. Entretanto fallecieron su hermana Luisa, así como su padre (1899) y, cuando hubo acabado el bachillerato, Pelairea, demasiado inquieto y versátil, emprendió una vida alegre y errabunda de estudiante universitario, viviendo sucesivamente en Zaragoza, Madrid y Barcelona. Le acompañaba siempre su madre, quien ponía casa y la levantaba en cada ciudad.  Pero, a pesar de esta vigilancia, bastante indulgente, por tratarse de su hijo único, no consiguió que Alberto sentara la cabeza, como se dice vulgarmente, y el joven comenzó y abandonó una tras otra la carrera militar, la de Filosofía y Letras y la de Derecho: esta última, cuando sólo le faltaban dos asignaturas para acabarla.  En fin de cuentas, no terminó ninguna; pero entretanto derrochó el patrimonio familiar.  Entonces volvieron madre e hijo a Tudela, donde Alberto se tuvo que poner a trabajar.  Estuvo empleado algún tiempo en las oficinas de la Azucarera de la ciudad; a continuación, pasó a Sitges, en la provincia de Barcelona, donde estuvo cuatro años, al servicio de una importante fábrica de calzado, que acabó por quebrar; y por fin, en 1908, obtuvo la administración del Balneario Nuevo de Fitero: puesto que no podía acomodarse mejor con su carácter y en el que desarrolló una magnífica labor. Poco antes, se casó con una bella tudelana: Cecilia Alba, joven laboriosa, enérgica y de sentido práctico, quien supo encauzar el carácter voluble de su esposo por la senda del orden, del trabajo y de la economía. El matrimonio vivió sin interrupción en Fitero hasta su muerte; y como no tuvieron hijos, la mayor parte del año, a excepción de la temporada oficial del Balneario, solía hacerles compañía su sobrina tudelana, María Alava Alba.
Doña Cecilia murió en 1931, a los 50 años de edad. Su fallecimiento constituyó un golpe terrible para don Alberto, cuya salud empezó a declinar visiblemente hasta 1937, muriendo de un cáncer en la garganta, el 17 de abril de 1939, un mes antes de cumplir los 61 años. Había administrado el Balneario Nuevo durante 31. Por disposición expresa suya, fue enterrado en el cementerio de Fitero, en la misma tumba de su madre y de doña Cecilia.
Pelairea, a quien tuve ocasión de tratar íntimamente, durante varios años, era un hombre simpatiquísimo, inteligente, culto, caritativo, sencillo, de carácter jovial y de ingenio agudo y chispeante. Aunque tenía múltiples aficiones, su pasión principal fue siempre la poesía, siendo sus vates favoritos Rubén Darío, Amado Nervo y Jacinto Verdaguer. A su vez, Pelairea era un poeta nato, pues componía y hasta improvisaba versos, con la mayor facilidad. A los nueve años, compuso ya los primeros, para felicitar a su padre. De joven, cultivó con preferencia el género festivo, firmando en la prensa sus trabajos, con seudónimos tan pintorescos, como Acotolo, Lodares y El Gallo de la Malena; pero, en la madurez, casi siempre escribió en serio y firmando con su nombre.
Obtuvo la flor Natural de los Juegos florales de Pamplona de 1918, por su poema Navarra; un premio de la Diputación Foral de Navarra, en 1922, por su Himno a San Francisco Javier; y otro del Rey Alfonso XIII, en 1925, por su poema al Pilar de Zaragoza.  Fitero lo nombró hijo adoptivo de la Villa en 1922; y Tudela le rindió un gran homenaje oficial y popular en 1924. Un cuarto de siglo después de su muerte, la misma ciudad dio el nombre de Pelairea a una de sus calles nuevas, en octubre de 1965. Muchos de los versos que compuso Pelairea, por no decir la mayoría, fueron ocasionales. Así, limitándonos exclusivamente a las ocasiones fiteranas – a cuatro solamente -, recordaremos los Versos de gracias al pueblo de Fitero, que leyó, al recibir el titulo de hijo Adoptivo de la Villa el 14 de septiembre de 1922; los Versos de gratitud a doña Pilar Carsi de Castellanos, por haber costeado una fiesta de Primera Comunión a varias niñas de las Ventas, la cual se celebró en el Balneario Nuevo, a principios de septiembre de 1924 (La Voz de Navarra, 4-IX-1924); las Dos cuartetas y Cuatro jotas de Pepita Sanz, con motivo de un concierto que dio esta cantante navarra en el Teatro Gayarre de Fitero, en febrero de 1925 (Diario de Navarra, 23-II-1925); y la letra del pasodoble Villalta [4], dedicado al famoso torero aragonés, Nicanor Villalta, con motivo del festival benéfico que dio en la Plaza de Toros de Fitero, el 30 de octubre de 1927.  Y es que Pelairea escribía por puro gusto, sin interés material de ninguna especie. Por lo mismo, jamás se le ocurrió la idea de componer un libro de poemas. Sin embargo, con todos los que sembró a voleo en las columnas de la prensa navarra y aragonesa, o regaló sencillamente a los amigos, se podría formar un buen volumen.  A raíz de su muerte, la Diputación Provincial de Navarra proyectó hacer una edición de sus composiciones más interesantes; pero, en definitiva, no se llevó a efecto.
Fuera de las publicaciones en los periódicos, las únicas ediciones de obras de Pelairea, hechas todavía, mientras vivió, fueron las del drama San Miguel de Aralar y del Himno a San Francisco Javier, publicadas lujosamente por la Diputación de Navarra; la del drama misional El último milagro, publicado en Corella; y la de dos obras teatrales: Diputados de un día y Nobleza errante, publicadas en Sitges. Todas las demás composiciones suyas hay que buscarlas en las colecciones del Diario de Navarra y La Voz de Navarra de Pamplona; del Heraldo de Aragón de Zaragoza; de El Anunciador Ibérico, La Ribera de Navarra, el Porvenir Agrícola, El Ribereño Navarro, El Eco del Distrito y La Voz de la Ribera, de Tudela; de La Voz de Fitero y de Fitero Mercantil, y en copias que obran en poder de particulares; en especial, de su sobrina, doña María Alava, celosa guardiana de las reliquias de su tío, a la cual debo las notas que me han permitido pergeñar esta sucinta biografía.
Pelairea no sólo fue un buen poeta lírico, sino además autor teatral, en prosa y en verso, pues escribió una veintena de obras para el teatro y hasta fue un excelente actor, en sus tiempos mozos. No existe ningún catálogo de las obras de Pelairea; por lo que, a continuación, insertaremos una lista necesariamente incompleta, de las que tenemos noticias.

Composiciones líricas.

Relativas a Fitero:

¿A dónde vamos....?: composición festiva, publicada en el nº 2 de Fitero Mercantil (noviembre de 1917).
A la Virgen de la Barda; poema escrito para el camarín de la Patrona de Fitero (diciembre de 1919).
Olivar de Fitero: poema publicado, a la vez que otro titulado Para mi mujer navarra, en el nº dedicado por el Diario de Navarra al II Congreso de Estudios Vascos (18 de julio de 1920).
A la Virgen de la Barda: poema escrito para la Revista Fitero (10 de septiembre de 1922).
Versos de gracias al pueblo de Fitero: poema leído por su autor, al recibir el título de Hijo Adoptivo de la Villa (14 de septiembre de 1922).
Gozos en alabanza de la Virgen de la Barda: publicados en La Voz de Navarra (9 de septiembre de 1923).
El Cristo de Fitero: poema aparecido en el Diario de Navarra (10 de abril de 1925).
Villalta: letra del pasodoble, con música del Maestro Lorenzo Luis, dedicado a Nicanor Villalta y publicado por el Heraldo de Aragón (1 de noviembre de 1927).
Por el testimonio de Luis Palacios Martinez Pelletier (El periodismo en Fitero, artículo aparecido en La Voz de Navarra, el 9 de septiembre de 1923) sabemos que Pelairea publicó además numerosos versos de carácter local, en La Voz de Fitero; pero, por desgracia, no hemos podido localizar ninguno.

Relativas a Tudela:

A don Joaquín Gaztambide en su retorno: poema escrito con motivo del traslado de los restos de Gaztambide de Madrid a Tudela, en 1920. (Por cierto que recuerdo haber leído, hace años, no sé dónde, que el tal traslado fue una macabra equivocación, pues, al levantar la tapa de la caja en el cementerio tudelano, antes de inhumarlos, se dieron cuenta de que el cadáver llevaba zapatos de mujer... Y si, lector, dijeres que es comento, como me lo contaron, te lo cuento.)
A Santa Ana: poema escrito para la fiestas de la Patrona de Tudela, el 26 de julio de 1922.
Versos de gracias al pueblo y al Ayuntamiento de Tudela, leídos por su autor, con motivo del homenaje que le tributaron los tudelanos, en abril de 1924 (La Voz de Navarra, 23 de abril de 1924).
A la Mejana: poema publicado por El Eco del Distrito de Tudela, en 1825.
El Gallo de la Magdalena: poema aparecido asimismo en 1925.
En el estudio de Miguel Pérez Torres (1925).
A Santa Ana: poema aparecido en El Ribereño Navarro de Tudela (24 de julio de 1927).

Composiciones líricas, relativas a Aragón: y aparecidas en el Heraldo de Aragón de Zaragoza:

San Juan de la Peña (1921). La jota (1922). A la mujer aragonesa (1923). A la alpargata y al zorongo (1923). Oración al Moncayo (1924). Al Pilar (1925).

Obras teatrales de Pelairea (en verso).

Relativas a Fitero:

El Cojo de Fitero: juguete cómico, estrenado en el Teatro Principal de Tudela, en 1910.
Doña Fermina: sainete lírico con música del Maestro Lorenzo Luis, estrenado en el Teatro Gayarre de Fitero, en diciembre de 1915.
La Maestra nueva: sainete estrenado en el Salón de las Religiosas de la Caridad de Santa Ana, en Fitero (1916):
Fantasmas y Compañía: sainete estrenado en el local anterior y en el mismo año.
La Cruz de la Atalaya: leyenda fiterana, con música del Maestro José María Viscasillas Catalán, estrenada en el Teatro Gayarre de Fitero, el 18 de febrero de 1918.
Película fiterana: sainete lírico en verso, con música del Maestro Viscasillas, estrenado en el Teatro Gayarre de Fitero, en 1928.
Artistas de pago: juguete lírico, con música del Maestro Viscasillas, estrenado en el Teatro Gayarre de Fitero, en 1929.

Relativas a Tudela:

La boda del Volatín:: juguete cómico, estrenado en el Teatro Principal de Tudela, el 15 de mayo de 1921.
La Hija del Santero: zarzuela con música del Maestro Tomás Jiménez, estrenada en el Teatro Novedades de Tudela, en 1924. Posteriormente, el Maestro Viscasillas le puso una nueva música, para su reestreno en el Teatro Gayarre de Fitero.
La tarde del Cristo: zarzuela con música del Maestro Luis Gil Lasheras, estrenada en el Teatro Novedades de Tudela, en 1925.
La que salvó al guerrillero: drama, estrenado en el Teatro Cervantes de Tudela, en 1927.

Varias:

Diputados de un día: sainete lírico, con música del Maestro Cuscó, estrenado en Sitges en 1905.
Nobleza errante: drama estrenado en Sitges, en 1905.
El Duende Negro: juguete cómico, estrenado en el Salón de la Escuela dominical de Tudela, en 1923.
El último milagro: drama lírico, con música del Maestro Viscasillas, estrenado en el teatro de la Juventud Católica de Corella, el 6 de noviembre de 1924.
San Miguel de Aralar: drama legendario, estrenado en el Teatro Gayarre de Pamplona, en marzo de 1925.
Blanca de Navarra: drama histórico, estrenado en el Teatro Novedades de Tudela, en 1926.
Un cuento provenzal: romance en dos actos, con música del Maestro Antoni Catalá, 1936. No llegó a estrenarse por causa de la guerra civil de 1936-39.
Gloria difícil: drama lírico, con música de los Maestros Tomás Jiménez y Felipe Bernad, estrenado en el Teatro Cervantes de Tudela, en 1937.







[1] La Revista Fitero-89 le hizo un pequeño homenaje con motivo del cincuentenario de su fallecimiento (1939-1989). Reprodujo, entre otras cosas, su Pasillo en verso: Fantasmas y Compañía (1916).
[2] El apunte de Alberto Pelairea, cuya copia nos proporcionó en 1990 D. Joaquín Sagüés, “se publicó en la Antología Poética que escribió Luis Gil Gómez. Su autor, Rafael Andrés Iturralde, vive en Tudela.”(Carta personal, 15-06-1990.) N. del E.
[3] Fallecida en 1919 y enterrada, junto a Cecilia Alba y su hijo, Alberto Pelairea, en el Cementerio de Fitero.
[4] Ver p. 87-88.


EL MENTIDERO

En la plazuela estratégica
de San Antonio de Padua,
el Mentidero del pueblo,
en sesión plena, se ahalla.

Ved aquel grupo de ociosos,
comentando y discutiendo
lo que pasa en todo el mundo
y, por supuesto, en Fitero.

Son los rentistas sin renta,
que nada tienen que hacer,
pues prefieren, cual los moros,
que trabaje su mujer;

 comerciantes vecinos
de limitada clientela,
que pueden comadrear,
sin desatender la tienda.

Junto al banco alpargatero
del Cuadrao, que preside,
la pintoresca asamblea
murmura, discute o ríe.

Hoy parece que se encuentra
más animada que nunca,
pues sin duda están tratando
de asuntos de envergadura.

Y en efecto, hablando están
del programa de las Fiestas,
de la lucha electoral
y la marcha de la Guerra [1].

Andrés el Zorrita trae
el sensacional rumor
de que matará, en las próximas
fiestas, Vicente Pastor ([2]).

Y lo completa el Motolo,
con la estupenda noticia
de que actuará en el teatro
Consuelo la Fornarina ([3]).

Santos Liñán, que reparte
por la Patria y la Verdad,
dice que los alemanes
en París entrando están.

Pero Manolo Remón,
que es partidario de Francia,
le replica que en Verdún
aún detenidos se hallan.

Maculet afirma que
Romanones ([4]) al Chirola
lo hará elegir senador,
en las elecciones próximas;

y el Chicho dice que en marcha
Méndez-Vigo ([5]) va a poner
el viejo tren de la Nava,
si lo eligen otra vez.

El Mulero cuchichea,
viendo pasar a la Cota,
que su falda, por delante,
de día en día se acorta;

y Julio el Fausto murmura
que al Medranillo lo han visto
salir, muy de madrugada,
de una casa del Cortijo.

Y así se pasan las horas
los miembros del Mentidero,
sin dar golpe en todo el día
y hablando del mundo entero.

Y los vecinos lo llaman
burlescamente el Congreso,
pues dicen que allí se habla
mucho, mal y sin provecho.

Para mí, es una Academia
de filósfos kantianos ([6]),
que de la crítica han hecho
un oficio descansado;

y además, un tribunal
como el de la Inquisición,
que inquiere, juzga y condean,
sin ninguna apelación.

Mentidero de Fitero,
meridiano de los chismes:
sin ti, la vida del pueblo
sería una cosa chirle....

México D. F., 29 de abril de 1953

El Mentidero fue la más famosa reunión de aldragueros de las primeras décadas del siglo actual.  Todos sus componentes dejaron, hace muchos años, el mundo de los vivos. La célebre tertulia llegó a su apogeo, durante la primera Gran Guerra de 1914-1918, que tantas discusiones provocó en España entre germanófilos y francófilos. El más ferviente germanófilo era el estanquero Santos Liñán, quien tenía su establecimiento en la Calle Mayor, nº 22 (numeración de entonces) y se encargaba del reparto de Por la Patria y por la Verdad, revista gratuita de propaganda alemana, que editaba en Madrid el conocido relojero de la Calle del Arenal, Carlos Coppel – de origen germánico – y cuya impresión y difusión eran, por supuesto, sufragadas por la embajada del Kaiser, en la capital de España.

El Mentidero tenía sus sesiones en la plazuela de San Antonio, una vez que fue derribado el edificio del Garapito. La pintoresca peña al aire libre se reunía allí diariamente, cuando hacía buen tiempo y su figura principal era Jenaro Falces, alias el Cuadrao.  Vivía exactamente en el rincón de la plazuela y era el que proporcionaba las bancas en que se sentaban los contertulios.  Así, pues, el Cuadrao era el presidente nato y vitalicio del Mentidero; y además el más importante del mismo, a causa de su carácter optimista, jovial y dicharachero.  Si faltaba él, no había tertulia. Su oficio era el de alpargatero y trabajaba incesantemente, mientras los otros comadreaban.

El Cuadrado tenía un pequeño bar, cuyos mejores parroquianos, aunque no fuesen precisamente de la Parroquia, eran paradójicamente los viajeros estivales de los Balnearios, pues los autocares de estos establecimientos hacían entonces sus paradas, como hoy, enfrente de San Antonio.  No bien los veía llegar, el Cuadro dejaba apresuradamente su banco de trabajo y salía invariablemente a su paso, con su cajón de licores, colgado del cuello, lanzando su pintoresco grito de guerra: “¡Caballeros y caballeras: Gasiosas y cervezas frescas!

Esto de las caballeras era uno de los muchos lapsus o trabucaciones divertidas que soltaba espontáneamente en su lenguaje. D. Alberto Pelairea comunicó varias de ellas al escritor D. José Mª Iribarren, el cual las consigna en su libro Retablo de curiosidades; y Don Manuel ha recogido y aclarado casi todas, en el capítulo V de su Miscelánea Fiterana.  Por lo demás, no era Jenaro el único miembro del Mentidero que incurría en estas trabucaciones; pero era el que las soltaba con más frecuencia y salero.

Los demás socios activos del Mentidero, pues los había también honorarios, que solo se descolgaban por allí de Pascuas a Ramos, eran el Mulero, el cual se lamentaba todos los años de la falta de toros educados (por adecuados) a los toreros; el Foro el Chicho, obsesionado siempre por organizar unas Fiestas brillantes de la Virgen de la Barda, porque era cafetero; Julio el Poteta (Julio Martínez), un hombrachón atacado de ciática, con un vozarrón de sochantre y una testarudez de baturro; y el estanquero Santos Liñán, el cual irrumpía siempre en la tertulia, trayendo noticias sensacionales y, de ordinario, falsas, para dejar boquiabiertos a sus compinches.

Otros habituales del Mentidero eran Gregorio el Basilio, apodado así a causa de la admiración sin límites que sentía por el industrial político aragonés, D. Basilio Paraíso; Ricardo el Chato, un carnicero fornido y jacarandoso; y en fin, el Tío Zorrita, el Santillos, el Motolo, Perico Moreno, Manolo Remón, Manuel Muro y Rufino Maculet.


En fin, el Mentidero de San Antonio desapareció sin pena ni gloria, en el tercer decenio de este siglo.  Por supuesto, el pueblo no perdió nada por éllo.



FRAY MARCOS DE VILLALBA

Turista que visitas la iglesia de Fitero:
sube hasta el presbiterio, y a tu mano derecha,
verás un cenotafio de piedra, polvoriento,
con un abad mitrado, yacente en su cubierta.

Detente unos minutos y obsérvalo despacio.
La tumba está montada sobre seis leoncillos.
Mira esos cuatro ángeles, con sendos incensarios,
y esos cuatro bernardos, leyendo en sendos libros.

Se encuentran en las partes superior e inferior.
y alrededor del túmulo, mira el alto relieve,
con todos esos monjes y ministros de Dios,
que preside su Abad, en procesión solemne.

Yace en este sepulcro Fray Marcos de Villalba,
varón piadoso y justo, que al convento y al pueblo
gobernó sabiamente, en tiempos de los Austrias,
mereciendo el recuerdo perenne de Fitero.

Tehuacán, 28 de mayo de 1963


Fray Marcos de Villalba nació en Cebreros (Ávila), en la primera mitad del siglo XVI. Ingresó en su juventud en el monasterio cisterciense de Monte-Sión (Toledo) y desempeñó primeramente los cargos de Rector de los Colegios de Alcalá y de Salamanca, de Visitador, Consiliario, dos veces Definidor General, y General de la Congregación de Castilla (1581-1584). En 1580, siendo Rector del Colegio de Alcalá, el General reformador, Fr. Ángel de Victoria, le ordenó, en virtud de santa obediencia, que se graduase en alguna universidad y se presentase a las oposiciones para la cátedra de Sagrada Escritura de la universidad de Alcalá de Henares; pero el mandato quedó sin efecto. Felipe II lo eligió para abad de Fitero, a principios de 1589, y el 4 de marzo del mismo año, le ordenó que viniera a nuestro pueblo y administrara el monasterio en lo temporal, en tanto llegasen las bulas de su nombramiento. El Papa Sixto V lo nombró, en efecto, abad perpetuo de nuestro convento, el 5 de febrero de 1590, y el 21 de diciembre del mimo año. Fray Marcos recibió la bendición abacial de manos del Obispo de Pamplona, en la iglesia de San Saturnino. Pero su gobierno fue efímero, pues murió en el mes de diciembre de 1591.
En 1590, Fr. Marcos de Villalba hizo construir en la iglesia conventual de Monte-Sion un rico sepulcro, dentro del cual fueron colocados los restos del fundador de la Orden Militar de Calatrava, encerrados en una urna dorada. El mismo año, por encargo suyo, el artista flamenco Roland Mois pintó y decoró el gran retablo del altar Mayor de nuestra parroquia.
Don Vicente de la Fuente dice que Fr. Marcos de Villalba vivió y murió en opinión de santidad y Fr. Ángel Manrique lo llama varón a todas luces grande, prudente y docto. El Tumbo del Colegio de San Bernardo de Alcalá afirma que fue hombre eminente en cuantas prendas se pueden desear para el buen gobierno: docto, prudente y tan amable que lo deseaba toda la Congregación para prelado suyo. Así mismo Crisóstomo Enríquez hace grandes elogios de sus virtudes en su Menologio cisterciense.

Su cuerpo se encontró incorrupto, dos siglos después de su fallecimiento. Entre sus obras literarias, figura una curios Carta consolatoria a Felipe II, con motivo de la derrota de la Armada Naval enviada a Inglaterra (Salamanca, 1588). Ignoramos si el Monarca se consoló efectivamente de tal desastre con la misiva de Fr. Marcos, aunque lo dudamos un poco. También escribió una Historia de la Orden de San Bernardo, que la muerte no le dejó terminar, así como Definiciones de la Sagrada Orden del Císter y Observancia de España (Salamanca, 1584), e In Isaiam Prophetam libri X, que se quedó manuscrito. 




Anita, la del Batán

Entre las bellas mocitas
de mi inquieta mocedad,
era Anita la más linda
de mi villita natal.

¡Oh!, ¡qué bonita era Anita,
Anita la del Batán!
En un molino vivía,
a extramuros del lugar,
y era una joven rubita
y blanquita como el pan.

¡Oh!, ¡qué bonita era Anita,
Anita la del Batán!

Unas trenzas doraditas,
uual mazorcas de maizal,
sobre su pecho caían,
como una lluvia floral.

¡Oh!, ¡qué bonita era Anita,
Anita la del Batán!

Y unas serenas pupilas
de claro azul celestial,
en su cara refulgían,
igual que un sol matinal.

¡Oh!, ¡qué bonita era Anita,
Anita la del Batán!

Como una azucena fina,
esbelta, blanca y juncal,
era esta bella mocita,
flor de mi tierra natal.

¡Oh!, ¡qué bonita era Anita,
Anita la del Batán!

En sus maneras tenía
la distinción señorial
de una Reina de Castilla,
sin su boato real.

¡Oh! ¡qué bonita era Anita,
Anita la del Batán!

Y por su virtud, se hacía
de los mozos respetar,
igual que la Virgencita,
venerada en el lugar.

¡Oh!, ¡qué bonita era Anita,
Anita la del Batán!

Rosas, claveles y lilas,
al contemplar su beldad,
palidecían de envidia,
sin dejarla de admirar.

¡Oh!, ¡qué bonita era Anita,
Anita la del Batán!

Y hasta el sol se detenía
sus rayos a compararc
con sus doradas trencitas,
que reverberaban más.

¡Oh!, qué bonita era Anita,
Anita la del Batán!

Los mozos que la veían
imperturbable pasar,
en sus arterias sentían
toda su sangre brincar.

¡Oh!, ¡qué bonita era Anita,
Anita la del Batán!

Y hasta los viejos volvían
sus dos ojos hacia atrás,
como muda pleitesía
a su juventud triunfal.

¡Oh!, ¡qué bonita era Anita,
Anita la del Batán!

Tan bonita que a mi villa
no he vuelto seis luestros ha,
y aún mi corazón respira,
al recordar su beldad:

¡Oh!, ¡qué bonita era Anita,
Anita la del Batán!

México, D. F., 10 de enero de 1953.


En mi juventud, llamábamos Anita la del Batán a la joven Anita Mangado, la cual vivía con su familia en el Batán, donde, a la sazón, funcionaba un molino primitivo, propiedad de Casimiro Francés, y del cual estaba encargado el padre de Anita, Francisco Mangado. Allí acudían muchos vecinos que recolectaban trigo, a moler su cosecha, mediante un tanto determinado. Todavía me acuerdo de la gran noria, con sus cangilones rebosantes de agua, que chirriaba constantemente, como si fuera a romperse. En 1967, volví por curiosidad a ver el Batán y sólo me encontré con una casa en ruinas, abandonada, según me dijeron, desde hacía muchos años.
¡Quién diría que, hace dos siglos, fue un centro manufacturero de gran importancia! Pero no precisamente de molida, sino de tejidos, como lo da a entender su mismo nombre, pues antiguamente se llamaba batán a una máquina compuesta de grandes mazos, que servía para golpear y enfurtir el paño; y a mediados del siglo XIX, a propósito de la industria textil fiterana, que “antes se elaboraban paños ordinarios de muy buena calidad y que estaban bien acreditados”. En efecto, tan buena fama tenían que, en un curioso proceso, incoado en Pamplona, hacia 1739, a una cuadrilla de gitanos, por los asaltos y robos que venían sometiendo en la comarca fronteriza navarro-riojana, se hablaba de un vecino de Cabredo, al que, entre otras “cosas valiosas”, le habían robado los salteadores “un capote de paño de Fitero” [1].
Según el censo oficial de 1797, había en Fitero, en aquella época, nada menos que 65 pelaires puros, 100 hilanderos de lana y 17 tejedores. En total, 182 pañeros. Desgraciadamente esta floreciente industria no se pudo sostener mucho tiempo, a causa de la invención de las máquinas de hilados, la cual arruinó completamente las manufacturas, en la primera mitad del siglo XIX.





[1] [IDOA-1954-2] Florencio Idoate, Rincones de la Historia de Navarra, T. II, p. 217.


LA PEÑA DEL BAÑO

Centinela ciclópeo del Balneario Nuevo,
al que un gran cataclismo, mayor que el de Pompeya,
sorprendió como al límite cesáreo, en su puesto,
conviertiéndote en guardia perpetuo de sus Termas:

Hacha paleolítica que usaron los titanes,
que, en los primeros tiempos de la infancia del hombre,
el macizo alhameño partiendo en mitades,
formando una cañada rica en frutos y en flores:

Antena poderosa de la Naturaleza,
que recoges los ecos de los lejanos cielos
y las palpitaciones profundas de la Tierra
y las ondas cordiales del pueblo de Fitero:

Majestuoso hito que marcas las fronteas
de Aragón, de Navarra y de la Baja Rioja,
disputadas por siglos en innúmeras guerras,
en que, con la cristiana, corrió la sangre mora:

Esfinge monolítica del valle del Alhama,
que guardas el secreto de las revoluciones,
que sufrieron las tierras de nuestra amada Patria,
cuando no las hollaban aún los antropoides:

Coloso milenario de complexión de piedra,
que, cuando el sol se pone y, al fin, te rinde el sueño,
reposas tu cabeza pesada en las estrellas,
al arrullo del agua termal del Baño Nuevo:

A tu sombra benéfica yo jugué, siendo niño,
confiando en tu fuerza de titán paternal,
y hoy, tu vida y la mía comparando, medito,
de la existencia humana, en la fugacidad.

México d. F., 5 de junio de 1953


La Peña del Baño es de origen volcánico, y en los vivos colores de su gigantesco hito, parecen reflejarse todavía las llamas que alumbraron su nacimiento. Data del periodo triásico superior, perteneciente a la era geológica llamada mesozoica o secundaria; y por lo tanto, de acuerdo con la cronología geológica, adoptada en la Asamblea de Geólogos, celebrada en Nueva York, en marzo de 1960, se le puede signar la respetable antigüedad de unos doscientos millones de años. Cuando casi toda Navarra –y por supuesto, la Ribera-estaba aún cubierta por las aguas del mar, la Peña del Baño ya se miraba tranquilamente en el espejo del inmenso lago que formaban a sus pies. La Peña del Baño es más vieja que los Alpes y los Pirineos, cuyo levantamientos definitivos ocurrieron ya en la era cenozoica o terciaria; es decir, hace unos veinte millones y pico de años.
Nuestro pétreo gigante vio la primera mariposa y el primer pájaro que volaron bajo nuestro cielo, así como la primera flor y al primer hombre que aparecieron sobre nuestro suelo. Es, por consiguiente, el testigo más excepcional de nuestra historia. Pero, por desgracia, es un testigo mudo, y su imponente presencia no pasa de ser ornamental. En efecto, de lejos, su gran monolito parece como una nube crepuscular que llamea sobre el horizonte; y de cerca, como un titán despierto que se asoma al valle del Alhama y a la carretera general, para observar curiosamente la vida que pasa. En todo caso, imprime un verdadero sello de grandeza a este pintoresco rincón de la cuenca del Alhama.

A simple vista, se nota que ha sufrido muchos arranques en épocas diversas; y en efecto, de la Peña del Baño se han extraído grandes cantidades de material pétreo para las construcciones fiteranas: entre ellas, la de la Abadía cisterciense y su monumental templo medieval, así como la del puente sobre el Alhama, el cual fue reconstruido en 1843, después del derrumbamiento, ocurrido en la noche del 16 de septiembre de 1827, a consecuencia de una terrible crecida del río. Precisamente tomó parte principal en dicha reconstrucción mi bisabuelo materno, Félix Aguirrebeitia Turriega, maestro cantero, natural de Elorrio (Vizcaya), quien vino a Fitero, contratado para tal obra. A la sazón, tenía 31 años y aquí conoció a una guapa moza fiterana, llamada Lucía Angós Marín (1827-1888) a la que desposó, avecindándose definitivamente en nuestra villa. Murió a los 50 años, en la casa número 8 de la calle de los Charquillos, el 15 de julio de 1862,


La Banda del Carrascas

Entre los recuerdos
gatos de mi infancia,
figura la Banda
del sin par Carrascas.

Era la alegría
de los fiteranos,
en los grandes días
festivos del año;

y tenía fama,
en todo el distrito,
de ser una banda
de mérito artístico.

Para mi, era entonces
-sólo a ella oía -,
el mejor conjunto
musical que había;

y admiraba, ingenuo,
a Lorenzo Luis,
como a un verdadero
mago del atril.

No era ciertamente
un Arbós o un Villa;
pero sí, un buen hombre
y un valioso artista.

Sabía su oficio
y no se escapaba
a su fino oído
ni una nota falsa;

y era al mismo tiempo
director e intérprete,
haciendo proezas
con el clarinete.

Componía piezas
garbosas y aladas,
que, en bastantes pueblos
de España, bailaban;

y es seguro que,
en campo más vasto,
nuestro humilde artista
habría triunfado.

Pero prefirió
vivir en Fitero,
haciendo de músico
y de cafetero.

En las Fiestas típicas
de Nuestra Patrona,
su Banda tocaba
a todas las horas;

tan pronto escoltando
al Ayuntamiento,
como actuando en bailes,
toros y conciertos.

Lo recuerdo aún,
durante la Ronda,
sudando a torrentes
entre las antorchas;

y el flamante Alcalde,
don Gervasio Alfaro,
levita y chistera
luciendo en tal acto.

¡Qué tiempos aquellos
de mi pubertad,
tranquilos y alegres,
que no volverán!

Abandoné el pueblo
y no oí ya nunca
del genial Carrascas
la vibrante música;

en cambio, escuché
en España y fuera,
a famosas bandas
y a grandes orquestas.

Mas aún los ecos
resuenan en mí
de los pasacalles
de Lorenzo Luís.

México D. F., 8 de abril de 1963




Sueños del Plata


Como soñar nada cuesta,
hace cuatrocientos años,
les dio por soñar despiertos
a todos los fiteranos.

Un señor de Calahorra
y otro de Rincón de Soto
creyeron localizar
en Fitero un gran tesoro.

Era una mina de plata,
sita en la Peña del Baño,
que, en unas cuantas semanas,
los haría millonarios.

Así, pues, con el sigilo
que tal caso requería,
se pusieron a excavar
de el filón estar creían.

Un conocedor de Alfaro,
que examinó algunas muestras,
afirmó que era la plata
mejor que, en su vida, viera;

y otros plateros expertos
de Sigüenza y de Madrid
presagiaron que Fitero
ser podría un Potosí.

Con tan óptimos augurios,
el rector Soria Medrano
y el señor Pedro González
prosiguieron sus trabajos.

Pero transcendió el secreto
prontamente hasta el Alcalde,
quien sorprendió a los peones
y los encerró en la cárcel.

-“¿Qué es eso de arrebatar,
dijo, a Fitero tesoros,
que a él sólo pertenecen,
pues son de su territorio..?”

Mas al Rector de Rincón
no le agradó tal desplante
y recurrió hasta la Corte
contra el insolente alcalde.

Por supuesto, todo el pueblo
apoyó a su Regidor
y empezó a hacer sus proyectos,
según su imaginación.

Los monjes del Monasterio
montar al punto pensaron
una industria de medallas,
de cálices y rosarios.

Tres hidalgos prominentes
hablaron de establecer
un negocio de vajillas
y de joyas a granel;

y no hubo fiterana
que no soñara siquiera
con un anillo de plata,
un dedal o una pulsera.

Entretanto Soria obtuvo
una provisión real,
para que se le dejase
seguir sus obras en paz.

Y continuaron cavando
los peones a porfía,
a ver si el fino metal
del duro suelo salía.

Pero no dieron con él.
fueron vanos sus esfuerzos
y entonces se evaporaron
completamente los sueños.

¡Adios collares, vajillas,
rosarios, medallas, cálices,
pendientes y brazaletes,
anillos y hasta dedales!

Fitero no llegó a ser
el Potosí de Navarra.
¡Ay!, ¡qué lástima lectores!
Fiteranos, ¡ay!, ¡qué lástima...!

México D. F., 12 de febrero de 1968


El episodio de la pretendida mina de plata ocurrió en1589 y lo narra don Florencio Idoate, en sus ya citados Rincones de la Historia de Navarra (T. II, ps. 413-415). A la sazón, el el alcalde de Fitero un vecino apellidado Gómez Calderón (Idoate no da su nombre de pila). Los que hicieron tan estupendo hallazgo fueron un propietario de Calahorra, llamado Pedro González; el cura de Rincón de Soto, bachiller Francisco de Soria Medrano y un vecino de Alfaro, llamado Juan González, apodado el Indio, sin duda por haber vivido algún tiempo en las Indias occidentales; es decir, en la América Española. Los tres individuos se asociaron para explotar el negocio, y el cura, como el más avisado de lostres, se encargó de resgistrar legalmente el descubrimiento, en la alcaldía de Rincón de Soto. Aunque procedieron con sigilo, no pudieron evitar que algún vecino de Fitero se diese cuenta de aquellas misteriosas excavaciones y de las traslaciones a Castilla de las muestras de tierra extraídas. Así, pues, el Alcalde de Fitero no tardó en enterarse de estos movimientos y “mandó poner guardas de día y de noche ara ver qué gentes eran, qué hacían, y para que se llevaban la dicha tierra”.  Y un buen día, los guardas fiteranos sorprendieron a D,. Pedro González y a dos peones suyos, y los trajeron presos a la cárcel de la Villa. Naturalmente el calahorrano no tuvo más remedio que confesar de qué se trataba y, a continuación, fueron puestos los tres en libertad.  Mas, por lo visto, Gómez Calderón quiso poner trabas o condiciones a la prosecución de los trabajos exploratorios y entonces el Rector de Rincón de Soto apeló a Felipe II.  Su apelación tuvo buena acogida, pues obtuvo una provisión real en la que se le autorizaba a continuar las excavaciones y los ensayos, pero en presencia de una persona, designada por el Alcalde de Fitero. Desafortunadamente para todos, la mina de plata no apareció por ninguna parte.



EL MONTECILLO

Cuando yo era niño,
hace muchos años,
era el Montecillo
un cerro pelado.

Tan sólo en sus faldas
morían de viejos
algunos olivos
tristes y esqueléticos.

Nadie allí subía;
ni cabras, ni novios,
pues no había yerbas
ni complices troncos.

Pero un día, un rico
joven lo compró
y en alegre sitio
pronto lo trocó.

Los viejos olivos
desaparecieron,
y en su puesto, pinos
gallardos surgieron.

Un campo de tenis
construyó además,
al que sus hermanas
iban a jugar:

Isabel, Remedios,
María Eugenia,
María  Jesús,
Margot y Teresa.

El pequeño cerro,
tan desierto antaño,
se pobló de jóvenes,
de risas y pájaros:

Y desde la cima
de su mirador,
inició Cupido
sus juegos de amor.

Idilios ingenuos
allí comenzaron,
que, en la vicaría,
más tarde acabaron.

Es tan delicioso
y bello el paraje,
que allí el corazón
como flor se abre;

y a volar se lanza
la azul fantasía,
ante la belleza
de sus perspectivas.

¡Qué lindo se ve
desde allí Fitero,
con sus casas, campos,
montes, río y templo!

Señaladamente,
al salir el sol
y cuando se pone
y nos dice adiós.

Después de diez lustros,
sin haberlo visto,
mientras que, en su loma,
crecieron los pinos,

Seguro es que el cerro
ahora estará
más hermoso aún
que en mi mocedad.

Mas mucho me temo
que si hoy lo viera,
en vez de alegría
me diera tristeza,

puesto que al instante
echaría en falta
la presencia y risas
de las hijas de Armas:

Isabel, Remedios,
María Eugenia,
María Jesús,
Margot y Teresa.

Morelia, 25 de mayo de 1953



El joven fiterano que transformó el Montecillo hacia 1917, fue José Luis Armas Mayor, cuando ya estaba al frente del acreditado comercio de tejidos de su padre, don Cesáreo. José Luis no sólo era un comerciante honesto y laborioso, sino, en lo personal, un hombre abierto, generoso y simpático. Lo traté personalmente en mi mocedad y, por lo mismo, puedo dar fe de ello. Cualquier iniciativa a favor del pueblo tenía inmediatamente su apoyo.  Fue uno de los fundadores y sostenedores del efímero club de fútbol local y de su equipo el Calatrava F. C., constituido en 1924.
Según los datos que me proporcionó su hermana, doña Teresa Armas de Bermejo, José Luis nació en Fitero, el 1 de diciembre de 1881 y murió el 23 de enero de 1927. Su deceso fue generalmente sentido y el poeta don Alberto Pelairea le dedicó en La Voz de Navarra del día siguiente este soneto elegíaco:

Luis Armas: juventud; buen fiterano;
brazo viril donde el trabajo brota;
mi contrario o amigo en la pelota;
alma de niño y generosa mano.
Buen hijo, buen navarro y buen cristiano,
todo en su vida duración denota
y en un momento fue la vida rota
del que más que un amigo, era un hermano.
Llora Fitero ante la triste nueva
y a tu paso, en dolor, baja la frente
y dice: “Que mi tierra se remueva
y abrace al hijo mío dulcemente..”
La Virgen de la Paz que se te lleva,

te la conceda, Luis, eternamente.


RALMUNDO DE FITERO

Castilla está consternada.
La inquietud reina en Toledo.
Se planta en los graves rostros
de los nobles y guerreros;
y sobre todo, en los ojos
de interrogantes destellos,
del Arzobispo Don Juan
y del Rey Sancho Tercero.
Es el nombre de Abd‑el‑Mumen
causa del desasosiego:
que en los oídos cristianos,
hace el efecto de un trueno;
pues lo mismo que un ciclón,
avanza el jefe agareno
hacia Castilla, arrollando
cuanto le sale al encuentro.
Ante el empuje almohade,
los pueblos se van rindiendo,
y de Algeciras a Beja,
su avance es triunfal paseo.
Es que las armas cristianas
¿conseguirán detenerlo...?
La horrible duda ataraza
a no pocos caballeros,
y ante todo, a los Templarlos,
que son de valor espejo.
No acaban de devolver
al Rey Don Sancho Tercero

la plaza de Calatrava,
confiada a sus aceros. . .
para resistir con ellos,
sin los medios suficientes
para soportar un cerco.
La fuerte villa manchega,
por su valor estratégico
y posición geográfica,
es la Llave de Toledo.
Por eso al moro Faraj
se la quitó Alfonso Séptimo.
En manos de los infieles,
¿es que va a caer de nuevo. . . ?
Y si cae, cual será
el destino de Toledo. . . 
En la Corte de Don Sancho,
cundiendo está el desaliento,
pues todos dan por perdido
el campo calatraveño.
Entonces, desanimado,
apela el Rey a este extremo:
ordena que se pregone,
en todo lugar del Reino,
que hará donación del campo,
a quien quiera defenderlo.
Mas nadie al pregón contesta
ni acude a su Llamamiento:
que el gesto de los Templarlos
ha infundido a todos miedo.
Calatrava va a perderse;
y después, tal vez, Toledo.
¿Será posible tal cosa. . .?
¿Será tal desastre un hecho. . .?
No, porque van a impedirlo
dos vecinos de Fitero.
Son dos monjes cistercienses
de su incipiente convento,
que se encuentran casualmente
en la ciudad de Toledo.
Se Llaman Raimundo Sierra,
abad santo y tesorero,
y Diego Velázquez, fraile
con corazón de guerrero.
Ambos al Rey se presentan
y le dicen sin rodeos:
‑ ¿ No hay quien el Reino defienda...?
Pues bien, nosotros lo haremos.
Concedednos Calatrava
y al musulmán venceremos
Ante gesto tan insólito,
el Rey se queda perplejo.
¿Pueden triunfar unos frailes
do fracasan los guerreros...?
Haría falta un milagro
para que tuvieran éxito.
Mas el milagro lo hacen
los dos monjes de Fitero;
pues, no bien en Almazán,
les firma Sancho el convenio,
cuando a Calatrava acuden,
con miles de hombres resueltos.
Son campesinos y nobles,
son clérigos y guerreros.
Son de Asturias y Navarra,
valencianos y gallegos:
que a todos une, en la lucha,
el común y mortal riesgo.
En Fitero sólo quedan
las hembras, niños y viejos.
Y a todos Lleva una fe
al campo calatraveño:
la fe ciega en los dos monjes
del cenobio de Fitero.
Ralmundo los entuslasma,
con su palabra y su celo,
y Velázquez los encuadra,
con su talento guerrero.
Y bajo tal dirección,
se crea, sin perder tiempo,
la Orden de Calatrava,
con monjes y caballeros:
la primera de esta clase,
que surge en el patrio suelo.
Bajo su blanco pendón,
con cruz de lises concéntricos,
dan el pecho los cristianos
a los hierros agarenos.
Y los resisten y atacan,
vencen y paran en seco.
Y Calatrava se salva;
y queda a salvo Toledo;
recobrando la confianza,
perdida por un momento.
Ya no galopa Abd‑el‑Mumen,
con la rapidez del viento.
A la Corte de Don Sancho
ya no postra el desaliento.
Y la España combatiente
contra el infiel sarraceno,
vencedora en Covadonga,
en Alhandega y Toledo,
recobra sus energías
y sus viejos bríos bélicos,
slguiendo la Reconquista
bajo el estandarte nuevo:
el pendón de Calatrava
de Raimundo de Fitero.

México D. F., 15 de marzo de 1953.


LAS REBUSCADORAS

Sí; yo las recuerdo bien a aquellas infelices
mujeres fiteranas, que, en mi lejana infancia,
rebuscaban olivas, en los días difíciles
de los inviernos crudos de nieves y de escarchas.

Eran pobres esposas de obreros sin trabajo,
o viudas miserables, o madres de familia
que, con los seis reales del marital salario,
sostener no podían de sus hijos la vida;

y en los días más duros del despiadado invierno,
rebuscaban las pocas olivas olvidadas
en cabañas y en cuestas, en riberas y en cerros,
donde ya la cosecha estaba levantada.

Sí; yo las recuerdo bien, hambrientas, mal vestidas,
todo el día encorvadas, lo mismo que animales,
hurgando con sus manos, de frío entumecidas,
en las piedras y hielos de nuestros olivares.

Los recorrían todos: los Abatores, Roscas,
Hospinete, la Vega, la Huerta, el Olivar,
para sacar, al cabo de labor tan penosa,
los riñones quebrados y el valor de un real...!

Y a pesar de una lucha tan terrible y heroica,
en vez de sentir lástima de su existencia amarga,
algunos las llamaban todavía ladronas, cruzando,
con la tralla de la injuria, su cara.

¡Ladronas...!, porque, acaso, desesperada alguna,
tras de una inútil búsqueda, desde el alba al ocaso,
cogía un taleguilla, cuando más, de aceitunas,
en olivar ajeno, aún no recolectado.

Ladronas, porque hambrientas, pero fieles esposas,
arrostrar preferían aquel cruel martirio,
a vender, en secreto, su inmaculada honra,
a cualquier ricachuelo bien comido y vestido.

¿Ladronas...? ¡Pobrecillasl Cuando abandoné el pueblo,
recorrí mucho el mundo, en todas direcciones,
y entonces tuve en todas, ocasiones sin cuento
de conocer a auténticas ladronas y ladrones

Ladrones de millones, doblados de asesinos,
ladrones de naciones y hasta de continentes,
a quienes, no obstante, admiran los cretinos,
inciensan los cronistas y adoran las mujeres.

Por eso, hoy, al recuerdo de las rebuscadoras
que vi penar antaño en nuestros olivares
y a las que algunos pillos trataban de ladronas,
me conmuevo y exclamo: ipobres y nobles mártires!

México O. F., 26 de diciembre de 1953.




Las Rebuscadoras [10] es uno de tantos cuadros sombríos que ofrecía la existencia de la clase humilde fiterana, a principios del siglo actual: una existencia dura, miserable y humillante. Por supuesto que no era privativa de Fitero, sino de todos los pueblos de la Ribera y aun de la inmensa mayoría de España. A la sazón, los jornales eran de seis reales diarios (sólo a los segadores se les pagaba dos pesetas, en la época de la recolección de las mieses) y ello por trabajar brutalmente, desde el alba hasta el crepúsculo; es decir, de once a catorce horas, según la estación del año.  Pero además este mísero jornal sólo era diario teóricamente, puesto que había que descontar los días de fiesta, de lluvias y de nieves, y aquéllos en que las faenas del campo eran escasas y no había trabajo para todos. Los jornaleros, que constituían la mayoría de los vecinos, cuando no eran peones fijos, salían de madrugada al Parador de San Antonio, en la calle Mayor, a esperar que vinieran a alquilarlos por el día los propietarios, como a un mercado de esclavos. Naturalmente los débiles y los viejos se quedaban a menudo sin jornal y entonces se marchaban mohínos al monte, a recoger samantas de aulagas o a cazar pájaros con costillas.
Aunque la vida, a la sazón, era mucho más barata que en la actualidad, es claro que, con un exiguo salario intermitente de unos doce céntimos por hora, no podía vivir una familia con hijos pequeños; y por lo mismo, tenían que trabajar asimismo en lo que podían, las mujeres de los jornaleros. Su trabajo era peor pagado. En la recolección de la oliva, como la jornada era más corta, por ser invierno, solamente les daban tres reales; y en la recolección de las mieses y en la vendimia, tanto a las cernedoras del grano, como a las cortadoras de uva, les pagaban una peseta. Ahora bien, como estas faenas eran solamente de temporada, el resto del año se dedicaban a otros trabajos peor retribuidos. El más corriente era el de trenceras y capelladoras de alpargatas. A las trenceras sólo les pagaban dos reales por cada 150 varas. ¡Ah!, pero además tenían que hacer por su cuenta los juvillos (ovillos), en lo que perdían, por lo menos, un día; y si iban a recoger la etapa a Cervera – a pie o en burra -, todavía tenían que perder otra jornada, que nadie les pagaba.  Para colmar la explotación, no se les remuneraba su trabajo en dinero contante y sonante, sino en víveres, o como se decía entonces, en recado: hogazas, abadejo, habas, alubias, aceite, etc., ordinariamente mal medidos y pesados, y de la peor clase, pero cobrados como de buena; de manera que el despojo era por partida doble. Huelga decir que la vida de esta pobre gente no podía ser más triste y miserable, puesto que tenían que trabajar como bestias para mal comer y peor vestir. Aunque hoy parezca increible, había entonces jornaleros que se veían forzados a pasarse los días festivos en la cama, para que su mujer les lavase la única camisa y les remendara o apedazara el único pantalón que poseían. Con razón podía escribir el comerciante de tejidos, don Rufino Maculet, en el nº 2 del periódico Fitero Mercantil, de noviembre de 1917: “Comparando los tiempos pasados con los actuales, oímos a veces disparates verdaderamente estupendos. Hay quien se empeña en hacernos creer que antiguamente, habiendo ganancias excesivamente más pequeñas que ahora, vivían las gentes mejor que en la actualidad.  Esos tales no se fijan en que nuestros antepasados ni comían ni bebían ni vestían ni gozaban de nada...” Algo exagerado don Rufino, al generalizar de esta manera; pero restringiendo su juicio a los jornaleros fiteranos, tenía más razón que un santo.

Afortunadamente pasaron aquellos negros tiempos y actualmente los asalariados fiteranos viven por lo menos, como personas, que es lo mínimo a lo que tiene derecho todo trabajador.

LA PEÑA DEL SACO

A orillas del río Alhama,
frente al nuevo Balneario,
se alza una mole de piedra,
llamada Peña del Saco.
Parece una gran matrona,
envuelta en pétreo manto
y extasiada ante la Vega,
el río, Roscas y el Baño.
¿Por qué se le dio a este monte
ese nombre un tanto extraño...?
Hay diferentes leyendas
que pretenden explicarlo;
pero es la más intrigante
la que me contó un anciano.
Según esa referencia,
hace varios cientos de años,
un pastor hizo, en tal sitio,
el hallazgo más macabro.
Andaba por el paraje,
su rebaño apacentando,
cuando empezaron sus perros
a lanzar ladridos raucos.
En la ladera oriental,
ya muy cerca del picacho,
los vio que, a la vez, estaban
furiosamente escarbando.
Ascendió al lugar corriendo
y localizó en el acto
un gran hoyo, que dejaba
ver una punta de saco.
Estaba completamente
recubierto de guijarros,
y el pastor, con diligencia,
apresuróse a sacarlos.
Terminó y ¿qué es lo que vio..?
En efecto, un amplio saco,
ya putrefacto y deshecho,
lleno de restos humanos.
Ante tal descubrimiento,
el pastor tembló de espanto,
pues pensó que se trataba
de un horrible asesinato.
Cuando, al fin, se serenó,
hurgó en ellos con cuidado
y vio que eran de ambos sexos,
por el pelo de los cráneos.
Marchó al pueblo, refirió
a los vecinos su hallazgo
y todo el mundo convino
en la explicación del caso.
Era un crimen pasional,
tan oscuro como bárbaro.
¿No andan acaso, a menudo,
amor y muerte enredados...?
Mas, ¿quiénes serían las
víctimas del atentado..?
¿Y quién el fiero asesino
de aquellos dos desgraciados...?
¿Obedeció a una venganza
de amante menospreciado
o a justicia primitiva
de algún marido burlado..?
Una cosa era segura,
y es que no eran fiteranos
ninguno de los dos seres
tan brutalmente inmolados;
puesto que, de haberlo sido,
Fitero habría notado
la desaparición súbita
bien de uno, bien de ambos.
Tampoco en los pueblos próximos:
Cervera, Igea o Cornadgo,
desaprecido habían
personas del vecindario.
¿No serían, pues, bañistas,
de otras regiones llegados,
para sus turbios amores,
un escondite buscando...?

¡Quién sabe! Bien pudo ser,
pues, hacía luengos años,
que era el Balneario Viejo
refugio de enamorados.
Sea de ello lo que fuere,
desde entonces, por tal caso,
a este monte de Fitero
llaman la Peña del Saco.

México D.F., 10 de abril de 1963





La silla del Alcalde Oñate

En Fitero hay gran revuelo,
porque el Alcalde del crimen
ha hecho al señor Abad
un agravio inconcebible.

De las fiestas del Santísimo,
ayer tarde, la comedia,
don Juan de Oñate sentóse
en una silla de anea!

¿Cuándo en Fitero se vio
que, en una función del pueblo,
se permitiera un alcalde
usar tal clase de asiento...?

Siempre estuvo reservada
la silla para el Abad;
y para los del Consejo,
un escaño de nogal.

Pero el Alcalde pensó
que, para sus posaderas,
sería también más cómoda
una amplia silla de anea.

Y cogiendo una en su casa,
se la llevó a la función,
desafiando impertérrito
a la vieja tradición.

Nadie esperaba tal cosa
y el escándalo fue enorme,
cayendo como un chubasco
entre los pasmados monjes.

El señor Abad temió
que le diera algún soponcio;
pero todo se redujo
a tragar saliva a chorros;

pues se dio perfecta cuenta
de que el gesto del Alcalde
era acogido con gusto
por la gente de la calle.
En cambio, los religiosos
y adictos al Monasterio
estaban que echaban chispas
ante el insolente reto.

Mas nadie allí se movió,
no fuera que la comedia,
por una imprudencia torpe,
se convirtiese en tragedia.

Terminada la función,
partieron los asistentes,
comentando a su manera
el histórico incidente.

¿Qué es lo que iba a pasar...?
¿Qué es lo que iba a ocurrir...?
Aquella ofensa al Abad
¿se iba a quedar así...?

A continuación, los monjes
una reunión tuvieron,
para examinar el caso
y aplicarle algún remedio.

El padre Fiscal propuso
una penitencia pública;
el Prior, la excomunión;
y el Cillerero, una multa.

Mas, al fin, triunfó el criterio
del Padre Procurador,
quien al Tribunal del Reino
llevar el caso pidió.

Transcurrieron varios años;
se consumió mucha tinta,
sudando más de una vez
los actuarios y golillas.

Y al fin, falló el Tribunal
que don Juan pagase al Fisco
una multa de cien libras
y las costas del litigio...!

Así Fitero aprendió
que solo el Abad podía
usar silla preferente
en las fiestas de la Villa.

México D. F., 18 de enero de 1968.

El chusco incidente de la silla del Alcalde del Crimen, D. Juan de Oñate, no es un chascarrillo, inventado por Don Manuel, para regocijo de los fiteranos, sino un hecho real, ocurrido en las fiestas del Corpus Christi de 1647. A la sazón, era Abad del Monasterio, Fr. Atanasio de Cucho, quien, por cierto, era un hombre ilustrado, pero imbuido de todos los prejuicios de las clases dominantes de su época.  Las relaciones entre el pueblo y el convento andaban bastante deterioradas, desde hacía más de un siglo, y en los últimos años, se habían puesto más tirantes todavía, porque el Concejo o Regimiento de la Villa, como entonces se decía, había, al fin conseguido emanciparse, hasta cierto punto, del Monasterio, arrebatándole la jurisdicción mediana y baja sobre el vecindario, detentada hasta entonces por la Abadía.  Este pequeño triunfo hizo sin duda crecerse a los componentes del Concejo, por lo que no es imposible que el gesto del Alcalde del Crimen, Don Juan de Oñate, sentándose en una silla de anea, cerca del Abad, en vez de hacerlo en un escaño trasero, destinado a los munícipes, para presenciar los espectáculos públicos, no fuese simplemente una ocurrencia chusca de un vecino comodón, sino un velado desafío al Monasterio, queriendo significarle que, si el Abad se creía con derecho a sentarse en una silla de preferencia, colocada delante de la comunidad religiosa y del Concejo, por ser el Superior del convento y el representante del poder espiritual de la Villa, también el Alcalde Mayor de Fitero debía tener derecho a sentarse en otra silla, por ser el representante del pueblo y del poder civil.  Pero estas ideas eran demasiado avanzadas para aquellos tiempos de absolutismo político y religioso, y naturalmente el Alcalde, Don Juan de Oñate, fue condenado judicialmente, por su actitud subversiva del orden constituido.

Es posible, aunque nos falta comprobarlo, que la vieja calle de Fitero que lleva el nombre de Oñate, sea un desagravio póstumo al antiguo Alcalde del Crimen, realizado, después de la supresión del Monasterio, por algún Ayuntamiento liberal.

Añadamos que Fr. Atanasio de Cucho también chocó con los propios frailes del convento, a causa de sus aspiraciones al mando perpetuo y por su defensa del Patronato Real, y que acabó por ser depuesto de su cargo.  Apeló al Nuncio de Su Santidad, pero no le sirvió de nada.  Entonces Felipe II queriendo premiar su discutible gestión en Fitero, lo impuso contra viento y marea, como Abad del Monasterio de la Oliva; pero el viento y la marea eran nada menos que el Vicario General de la Congregación Navarro-aragonesa, quien redactoó un informe contra él, así como los monjes de La Oliva, que estaban disconformes con su mando.  Ante tan delicada situación, renunció al poco tiempo, a su puesto, acabando su carrera abacial.



CARNET SENTIMENTAL DE UN BAÑISTA

Balneario Nuevo de Fitero, agosto de 1930.

Primer día. En el restaurante.

Empiezo con suerte. Hoy, mientras comía,
igual que un relámpago en la obscuridad,
cegaron mis ojos las verdes pupilas
de una bella joven, en el restaurant.

Segundo día. En el jardín.

Después de la siesta, he vuelto a encontrarla,
sentado en un banco del verde jardín.
Mas no me ha mirado. Y en verdad que es guapa.
Semeja a una virgen de fino marfil.

Tercer día. En el Salón de recreo.

Hoy la he sorprendido, tocando en el piano,
del clásico Schubert un bonito lied.
Le aplaudí y me dijo: “Sois músico acaso...?
- ¡Oh!, no; pero admiro a las Clara Wieck” ([7])

Cuarto día. Junto al estanque.

Mientras contemplaba conmigo el estanque,
envuelto en la bruma de un tenue vapor,
“ - ¡Qué lástima!, díjele, con voz insinuante,
que así tenga el fondo nuestro corazón...”

Quinto día. Domingo. En la capilla.

En la misa de once, la he visto rezando,
con las apariencias de una gran piedad.
¿Es cierto que piden apoyo a los santos
todas las mujeres, para hacerse amar...?

Sexto día. En las Ventas.

-“¿Me acompañaría, me dijo esta tarde,
a dar un paseo hasta la Albotea...?
- Y hasta el fin del mundo, respondí galante,
con usted iría, si me lo pidiera”.

Séptimo día. En el Mirador.

Hoy me he declarado. No pude impedirlo.
Lucía tan bella como el sol poniente.
Estábamos solos sobre el precipicio
y sobre mis hombros reclinó su frente.

Octavo día. En la Vega.

Cabe el río Alhama y entre los nogales,
sentado a su vera, en la soledad,
de Pablo y Virginia reviví esta tarde
el clásico idilio, feliz e inmortal. ([8])

Noveno día. En la boca de la Cueva de la Mora.

-“¿Irás a olvidarme...?, me ha dicho muy quedo.
¿La leyenda ignoras de este sitio hermoso...? ([9])
Yo te amaré siempre, como el caballero
a la bella hija del Alcaide moro.

México D. F., 19 de junio de 1953.

¿Cuántos amores han nacido en los románticos Balnearios de Fitero, al calor de sus aguas..? Seguramente muchísimos: amores y amoríos.  Sus bellos paisajes, su tranquilidad y las relaciones que brotan espontáneamente entre personas que conviven en un mismo lugar, aunque solo sea por una novena, sobre todo, si son jóvenes y de sexo diferente, pueden despertar y de hecho despiertan a menudo ese sentimiento de atracción mutua que un escritor francés definió como “un no sé qué, que viene de no sé dónde y que terminó no se sabe nunca cómo ni por qué”.

Desde luego, el autor, en la época de su adolescencia en que vivió en  el Balneario Nuevo, tuvo más de una ocasión de observar el nacimiento de no pocos idilios que acabarían probablemente en la vicaría o vaya usted a saber dónde.  Recuerda especialmente uno de ellos cuyos protagonistas fueron una bonita camarera y un joven que venía a verla a menudo del pueblo.  Por cierto que ninguno de los dos era fiterano, aunque los dos estaban avecindados en Fitero.  El idilio acabó en boda, después de haber sido rebautizados por el autor de estas líneas. Les voy a explicar cómo. Fue allá por 1911, cuando, en aquel verano, estuvo de botones en el Balneario, y las camareras le llamaba cariñosamente Manolito. Con que una de ellas, algo envidiosilla, estando pelando la pava los dos novios, sentados muy formalmente en la  primera grada de mármol de la escalera interior que subía hasta el pasillo del Obispo, atravesando antes el del Entresuelo, le dio unas ochenas para que arrojara a los novios desde lo alto un barreño de agua fría.  Y Manolito lo hizo, con la inconsciencia de un niño, apagándoles instantáneamente el fuego de la pasión.

Las víctimas de esta travesura murieron hace muchos años; y ella, prematuramente, a causa de un mal sobreparto.  Entonces él contrajo segundas nupcias, al cabo de algún tiempo. Un hijo suyo llegó a ser Alcalde de Fitero y también es inquilino del cementerio. Naturalmente nos reservamos sus nombres.  Adivínenlos ustedes, si pueden.

No hay que decir que los versos del Carnet sentimental de un bañista son obra de Don Manuel, aunque podrían muy bien haber sido escritos por un bañista cualquiera, con aficiones literarias.


EL MAESTRO DON BLAS

Uno de los auténticos
bienhechores del pueblo,
ya del todo olvidado,
fue don Blas el Maestro.

Maestro con mayúscula,
porque lo fue integral:
de enseñanza y de vida,
de letras y moral;

pues hacer no quería
hombres sólo instruídos,
sino trabajadores,
honrados y pulidos.

Y él fue siempre un modelo
de conducta intachable,
en su escuela, lo mismo
que en su lugar y en la calle

Durante treinta años,
se entregó en cuerpo y alma
a educar a la infancia
varonil fiterana,

Haciéndolo él solo,
durante mucho tiempo,
por no haber más que un aula
de niños, en el pueblo.

Más de cien mozalbetes
a diario acudían
a recibir las clases
que don Blas impartía;

y en las noches de invierno,
su labor coronaba,
con las que todavía
a los adultos daba.

Consigo mismo rígido,
lo era con los demás,
imponiendo una férrea
disciplina escolar;

mas suavizada siempre
por el amor de padre,
que profesaba a todos
los niños de la clase.

“La letra con sangre entra”,
entonces se decía,
abonando una vieja
y cruel pedagogía.

Mas, a menudo, era
la sangre del maestro,
cual don Blas, extenuado
por su terrible esfuerzo.

Y bien, por esta heroica
y fecunda tarea,
sólo ganaba al día
tres pesetas y media...;

bien es verdad que entonces
valía un real más
que un duro depreciado
de la época actual.

Yo a su escuela acudí,
en su postrera etapa:
próximo a jubilarse,
roído por el asma.

Del arrogante mozo,
que en su juventud fuera,
quedaba únicamente
un anciano sin fuerzas.

Y dos años después,
murió el noble maestro.
El vecindario en masa
lo acompañó en su entierro.

Pero ya está olvidado
-el tiempo todo lo borra–
y por eso estas líneas
dedico a su memoria.

México D. F., 6 de mayo de 1965


Según los datos que me proporcionó la R. M. María Bozal, su padre, don Blas Bozal y Romero [1], nació en Cascante, el 3 de febrero de 1849 y murió en Fitero, el 14 de diciembre de 1910. Muy joven, hizo los estudios del Magisterio de Primera Enseñanza (en la Normal de Zaragoza) y, después de ejercer su carrera, durante tres años, en Azagra [2] y cuatro meses en Cortes (Navarra), fue destinado a Fitero en mayo de 1882. En 1882, contrajo matrimonio con la distinguida señorita fiterana Matías Alfaro, y ya se quedó definitivamente en nuestro pueblo. De su matrimonio nacieron diez hijos, muriendo seis en la infancia. Uno de los sobrevivientes, don Alfonso Bozal Alfaro, fue párroco de la iglesia de Fitero, desde 1925 hasta 1937, en que falleció. Anteriormente había sido profesor del Seminario Conciliar de Tarazona y Cura Ecónomo de la parroquia de Cintruénigo.
La labor escolar de don Blas Bozal [3] fue tan fecunda y meritoria, como larga y abrumadora. A consecuencia de ella, cayó gravemente enfermo en 1903 y tuvo que poner un sustituto, el cual se quedó finalmente como auxiliar.
Yo ingresé en su escuela en 1908, poco antes de jubilarse, pues lo hizo en el mismo año, y sólo conservo de él la imagen borrosa de un anciano encanecido, de ojos vivos y enérgico rostro, que sufría frecuentes accesos de asma. ¡Qué distinto del magnífico retrato de su juventud, que me mostraron sus familiares en Fitero, en enero de 1964!
Al jubilarse [4], don Blas, que hasta entonces, había ocupado la vivienda aneja a la escuela y que daba a la Plaza de las Malvas, pasó a vivir, con su familia, a la casa nº 2 del Barrio Bajo, frente al Pozo de la Picota [5], ya desaparecido, y allí falleció. Como nosotros vivíamos a la sazón en el nº 10 de la misma calle, recuerdo perfectamente que, el día de su entierro, su familia enlutó completamente las paredes y el techo del vestíbulo de la casa y que la caja de don Blas era hexaédrica y estaba revestida de terciopelo negro, con flecos colgantes. Se la hizo el carpintero Patricio Alfaro, cuyos hijos habían sido alumnos de don Blas.
El buen maestro vivió como un asceta y murió como un santo, conservando sus facultades mentales hasta el último momento. La víspera de su muerte, dijo a su esposa: Mañana hará 28 años que nos casamos y mañana nos separaremos por mi fallecimiento”. Y así ocurrió. Hacia las cinco de la tarde del día siguiente, llamó a su lecho de muerte a todos los suyos y les dijo: “Vamos a rezar, por última vez, el rosario en familia, antes de irme al cielo, donde os esperaré, y allí nos volveremos a juntar, para no separarnos nunca.” Y mientras rezaban la letanía, murió plácidamente, sin agonía.





[1] El Maestro Don Blas, p. 256.
[2] De 1877 a 1880. Luego fue destinado, con plaza en propiedad, a Cortes (Diciembre, 1881- Mayo, 1882). N. del E.
[3] Ver fotografía, rodeado de sus alumnos, en la Revista Fitero-90.
[4] Fue maestro de Fitero durante veintisiete años, un mes y veintiocho días. Don Blas Bozal ejerció como maestro durante 30 años, dos meses y diez díaz. (Hoja de Servicios expedida el 15 de febrero de 1909, fecha de su jubilación). N. del E.
[5] El Pozo del Barrio Bajo, también llamado de la Picota, estuvo emplazado, en otros tiempos, frente a la casa número 2 de la calle del Barrio Bajo.  Era una bomba hidráulica aspirante, accionada por un pesado manil de hierro, que en todo tiempo, y sobre todo, en verano, daba una agua cristalina y fresquísima, con ligero sabor metálico.  Tenía adosado un gran pilón, que servía de abrevadero para las caballerías.  El Pozo era un sitio concurridísimo a todas las horas, pero sobre todo, al mediodía y al anochecer. ¡Cuántas veces no saqué yo agua del mismo, cuando en mi adolescencia, viví durante algunos años con mis padres, en la casa nº 14 del Barrio Bajo! Al fin, fue desmontado en 1945, al instalarse en el pueblo el servicio de agua corriente a domicilio. La sastrería Mesa estaba instalada en la casa nº 2 del Barrio Bajo. (Poemas Humorísticos).


LA BANDERA DE FITERO

Es un símbolo magnífico
de su brillante pasado,
del carácter de sus hijos
y de sus fértiles campos.

Me recuerda la bandera
que presidió, en Calatrava,
una de las grandes gestas
de la historia de la Patria;

el blanco hábito del Císter,
cuyo antiguo monasterio
dio una fama inmarcesible
y la cruz de lises rojos

a la villa de Fitero;
de la Orden Militar,
que mil combates honrosos
libro por la cristiandad.

Su escudo ostenta una vid
y un perfumado romero,
que son, del hombre, elixir;
de la mujer, embeleso.

La blancura de sus pliegues
elegante simboliza
el candor de sus mujeres
hacendosas y bonitas.

El carmesí de sus lises,
el valor de que hacen gala
sus varones, en las lides
de la existencia diaria.

Y la viña y el romero,
la fecundidad perpetua
de su lomerío extenso
y de su vega risueña.

¿Qué otra villa envanecerse
puede de tener un lábaro
que al de Fitero supere,
en gloria, expresión y garbo?

¡Oh, bandera de mi pueblo,
tan ilustre como bella:
yo te saludo y te beso
desde la lejana América!

México, D. F., 10 de junio de 1953


A principios del verano de 1861, la Diputación Foral y Provincial de Navarra, habiendo decidido decorar el Salón del Trono, así como la galería principal de su Palacio en Pamplona, con los escudos de armas de los pueblos de la provincia, se dirigió a todos los Ayuntamientos navarros, pidiéndoles una descripción detallada de sus respectivos blasones. Don Nicolás Octavio de Toledo, a la sazón, alcalde-presidente de Fitero, comunicó a la Diputación, por oficio del 30 de junio de 1961, que el Ayuntamiento de Fitero “de inmemorial tiempo, viene usando en los sellos un romero y una Parra, ignorando su origen. Los colores de estas dos plantas son verdes”.
Si los señores Alcaldes y Secretario de entonces se hubieran tomado la molestia de hacer algunas indagaciones en los archivos, habrían averiguado que el escudo de la Villa no databa de tiempo inmemorial, como ellos decían, sino de hacía solamente dos siglos.
En efecto, la Villa de Fitero empezó a tener y a usar escudo propio, hacia la mitad del siglo XVII; es decir, cuando logró independizarse, hasta cierto punto, de la Abadía, adquiriendo la jurisdicción civil y criminal sobre el vecindario.
Anteriormente, el único escudo oficial de Fitero fue el del Monasterio. El primitivo de éste constaba de un cuartel único, con la apoteosis de San Veremundo; y en bordura, las cuatro cruces de las Ordenes Militares peninsulares: Calatrava, Alcántara, Cristo de Portugal y Montesa.
Posteriormente, fue sustituido por otro blasón con tres cuarteles: el primero ocupaba la mitad superior del escudo y representaba la apoteosis de San Raimundo; y los otros dos cuarteles, situados en la mitad inferior, representaban respectivamente las cuatro cruces de las Órdenes Militares citadas, puestas en cruz: y el típico brazo prelaticio, revestido de la cogulla cisterciense y empuñando el báculo abacial. Todo el escudo aparecía sostenido por una gran cruz de Calatrava.
Ni que decir tiene que el primer escudo propio de la Villa, hecho ya por los fiteranos, rescindió de todos estos símbolos de la dominación del Monasterio, para sustituirlos por otros que afirmasen su personalidad. Se empezó a usar en 1680 y ostentaba un jeroglífico de tosca factura que simbolizaba el término de Ormiñén, con sus romerales, viñas y otros arbustos, y una leyenda alrededor que decía: “Ormiñén, propio de la Villa de Fitero.”
Su origen fue un largo pleito que sostuvieron la Abadía y el Ayuntamiento, acerca de la propiedad de Ormiñén. Duró desde 1627 hasta 1643, siendo Abad Fr. Plácido del Corral y Guzmán, y al fin, se terminó con un arreglo, por el que se aclaraba el dominio de Ormiñén, como propio de la Villa. Naturalmente los fiteranos de entonces consideraron aquella solución como un triunfo y la representaron simbólicamente en su primer escudo municipal.
Lo más curioso del caso es el origen de este pleito; el enésimo entre el convento y el pueblo. Todo empezó porque, un buen día, el arrendador de la caza del término municipal quitó a un fraile franciscano la escopeta y una jaula con dos perdigones (perdices machos de reclamo), con los que estaba cazando en Ormiñén. A la sazón, era época de veda y Ormiñén era un terreno vedado. El guarda depositó los perdigones en la Casa del Concejo, y cuando el abad, poniéndose injustamente de parte del fraile furtivo, fue a reclamar la jaula al Ayuntamiento, el Alcalde se negó a entregársela. El abad recurrió entonces a los Tribunales, entablando un pleito que duró 18 años. Es decir, ¡5.840 días de pleito por dos perdigones…!
Así nació el escudo de Fitero.

El tosco blasón de 1650 se refinó más tarde, quitándole la leyenda alusiva al litigio y dejándolo reducido a un escudo cortado, con un romero en el cuartel superior y una parra en el inferior. En la decoración del Palacio de la Diputación de Navarra, que se hizo en el seto decenio del siglo XIX y a que aludimos al principio de esta Nota, el campo de nuestro escudo fue pintado de plata; y el romero y la parra, de sinople. 



El Joyero de Walada

De Tudején en las Termas
se está bañando Walada:
la mujer más seductora
de Córdoba la Sultana

Su baño está perfumado,
con aromas de la Arabia;


y con jabones de Persia,
lava su cuerpo de alba.

Tocando un fino laúd
y envuelta en manto de gasa,
una joven juglaresca
melosamente le canta:

"‑Como las de amor, no hay penas
para las enamoradas.
Mas nada al tiempo resiste
y amor nuevo al viejo mata".

Yes que sabe la cantora
que, en estos días, su ama,
por una desilusión
de amor, vive torturada.

Por eso salió de Córdoba,
alejándose de AL‑Zahra:
la de los techos de perlas
y de las fuentes de plata.

Allá quedó Abenzaldún,
el vate al que tanto amara
y que a Walada dejó
por una de sus esclavas.

Veleidades del amor
y arcanos del alma humana,
que, a veces, trueca un palacio
por una humilde cabaña!

Rumiando Walada está
su despecho y su venganza,
porque una afrenta tan grave
 no puede ser perdonada.

Mas Tudején entretanto
sus nervios crispados calma,
pues sus termas y paisaje
son un sedante del alma.

Y además ha conocido
a un joven de bella estampa,
quien, con toda discreción,
la acompaña y la agasaja.

En efecto, Abenjall


se ha prendado de Walada,
entre cuyos atractivos
es el menor la elegancia.

Pero ya sabe que es
una dama aristocrática
y en su pecho, con sigilo,
su dulce secreto guarda.

¿Para qué manifestar
una pasión soterrada,
si esperar correspondencia
sólo es una ilusión vana?

Mas no es fácil ocultar
en los sótanos del alma
lo que asoma, a pesar nuestro,
por los ojos de la cara.

Y no tarda en darse cuenta
la penetrante Walada
de que al hijo del Alcalde
quemando está las entrañas.

Y si lo duda, una noche,
la juglaresca le canta
una copla relevante
por Abenjall rimada:

"‑De un amor perdido es fácil
borrar toda remembranza;
mas no se olvida tan pronto
un amor sin esperanza. . ."

La princesa se conmueve
y hasta se siente halagada,
pues a ninguna mujer
la adoración desagrada.

Pero no concede al caso
una mayor importancia
y a regresar se dispone
a Córdoba la Sultana.

Con todo, está agradecida
al Alcalde del Alcázar
y a su hijo, por haberle
hecho agradable la estancia;

y al despedirse del joven,
en recuerdo le regala
un rizo de sus cabellos,
en una arqueta de alhajas.

Pasaron ya muchos siglos
desde esta escena romántica.
Nli-Al-Zahra ni Tudején
figuran ya en ningún mapa;

mas todavía en Fitero
se conservaba en mi infancia (1)
olvidado en un rincón
el joyero de Walada.

México D. F., 15 de enero de 1968.

(1) Y se conserva todavía.


Es un romance a propósito de la más rica arqueta de marfil que posee Fitero: la arqueta hispano-arábiga del siglo X.  Es un estuche rectangular de cubierta planta, para guardar joyas y perfumes, y está formado por dos bloques de marfil y decorado íntegramente con ataurique.  En su tapa, aparece tallada una inscripción cúfica que dice así: “En el nombre de Aláh. La bendición de Aláh, prosperidad, felicidad, alegría y gracia para la queridísima Walada.  Hecha en Madinat al-Zahara, el año 355. Obra de Half”. Halaf fue evidentemente el artista que labró esta joya y el año 355 es el de la era o Hégira mahometana, correspondiente al año 966 de la era cristiana.  De manera que hoy tiene 1.019 años.  Don Manuel inserta una magnífica fotografía de esta arqueta, en la página 223 de sus libro LA IGLESIA CISTERCIENSE DE FITERO; pero hace más de un cuarto de siglo que aparecieron dos estupendas de la misma ,en el tomo IV, página 384 de la monumental HISTORIA DE ESPAÑA, dirigida por D. Ramón Menéndez Pidal y editada por España-Calpe (Madrid, 1957, 2ª edición).

¿Cómo llegó a Fitero tan rara joya..? No lo sabemos, pues la explicación que damos en nuestro romance, no es histórica, sino poética.  Lo único que podemos decir es que la Parroquia de Fitero la heredó de su Abadía cisterciense, figurando ya en un inventario del siglo XVII.


¿Y quién fue la Walada de la dedicatoria..? Seguramente alguna dama de la alta sociedad cordobesa, de cuya personalidad no tenemos noticia alguna.  Por lo mismo, para escribir nuestro romance, no dudamos cometer un pequeño anacronismo, fijándonos en la única Walada célebre de la época hispano-musulmana: una princesa y poetisa cordobesa de la familia de los Beni-Humeyas, que vivió en el siglo XI y murió en el año 1091. Era bisnieta del califa Abd-al-Rahmán III. La fama de la poetisa Walada no se debe tanto a sus propias obras, cuanto a la pasión y a los poemas que inspiró a Ibn-Zaydun (Abenzaidún), el más grande poeta neoclásico de la España musulmana. Por lo demás, las noticias acerca de la personalidad y de los amores de Walada son confusas, aunque todos los arabistas convienen en que fue una dama culta, elegante, de agudo ingenio y de amena conversación.  Ahora bien, mientras unos afirman que Abenzaidún dejó a Walada por una esclava de ésta, negra y cantora, otros aseguran que fue la Princesa la que abandonó al poeta.  ¿Cuál de las dos versiones es la verdadera..? Nosotros nos hemos atenido a la primera, por parecernos más romanesca.  Por lo demás, no constas en ningún documento que la Princesa Walada viniese jamás a las termas de Tudején.  La tal visita y la pasión que inspiró al joven Abenjalil es una invención de Don Manuel.



EL DUENDE DEL CORTIJO

En el Cortijo hay un duende,
al decir de las comadres.
¿Es blanco, amarillo o negro?
En verdad, nadie lo sabe.

Una vecina asegura
que tiene forma de gato
y que lo ha visto una noche,
corriendo por los tejados.

Otra dice que ha escuchado
sus lastimeros quejidos,
semejantes a los lloros
de un nicho recién nacido.

Y una vieja medio ciega
dice en serio que lo vio
colarse por la pared,
envuelto en un albornoz.

¿A cuál de las tres versiones
le concedemos más crédito?...
¿Es el gato, niño o fantasma?...
¿Es un vivo o es un muerto?...

El caso es que, en todo el pueblo,
sólo hablan los vecinos
de las extrañas hazañas
del ignoto duendecito.

Una devota ha pedido
al Párroco que exorcice
a los perros y a los gatos,
a los niños y tabiques.

Un matarife ha ofrecido
sus cuchillos y sus hachas,
para perseguir al duende,
lo mismo que a una alimaña;

Y un conejal ha propuesto
que la Guardia Civil sea
la que al misterioso duende
lo descubra y lo detenga.

Pero el médico asegura
que no hay tal duende ni duenda
y que todo es sugestión
de gente ignorante y crédula.

Mas, por si acaso, en las casas
embrujadas del Cortijo,
se derrocha agua bendita
y vela más de un vecino.

¿En qué por fin parará
este intrigante misterio?
¿Dará el tiempo la razón
a las comadres o al médico?

Mas el tiempo ha transcurrido
sin saberse la verdad
y al duende en paz han dejado
las viejas y el concejal.

Meses ha que en el Cortijo
nadie habla ya del fantasma,
pero sí de una mocita,
hace poco evaporada.

Y yo, ingenuo, me pregunto
si su desaparición
no habrá sido obra del duende
que todo el mundo olvidó...

México D. F., 9 de abril de 1953



El Cortijo es la calle más antigua de Fitero, pues se remonta hasta el siglo XII. Claro está que las casas actuales no son precisamente las de entonces; pero la traza tortuosa de la calle es la misma. Todavía se conservan en un rincón de ella restos de la antigua muralla del Monasterio. En aquella época, el Cortijo estaba también murado y fortificado y se comunicaba con la Iglesia por una puerta. Además tenía dos puertas de entrada, las cuales se cerraban por la noche, con gruesas cadenas y cerraduras. Durante el día, en caso de incursión enemiga, se tocaba una campa de la iglesia, para prevenir a los vecinos que se encontraban en el campo, y éstos regresaban presurosamente para encerrarse en el Cortijo y organizar la defensa, disparando contra los invasores saetas y piedras, y arrojándoles calderas de agua hirviendo.
Dado su trazado arcaico irregular, así como su historia legendaria, no es de extrañar que, en su ambiente, floten todavía, de vez en cuando, los duendes y las brujas de otros tiempos, producto de la imaginación calenturienta de la gente sencilla y crédula. Recuerdo que, en mi infancia, el vecindario anduvo efectivamente alborotado un año, con la historieta de un pretendido duende, que hacía misteriosos ruidos nocturnos, en una casa de dicha calle. Probablemente serían debidos a alguna rata que roía algún trozo de leña o a un cerdo que se rascaba contra la puerta de una pocilga, que chirriaba; pero los moradores y sus vecinos los atribuían a un duende tan misterioso como juguetón. Tal vez por este curioso caso, Luis Palacios M. Pelletier adoptó más tarde en La Voz de Fitero, el pseudónimo de El Duende del Cortijo.



Pilar

Era una muchacha de unos veinte años,
con tipo de Venus castaña y juncal.
Su cuerpo era un vivo y preciosos mármol,
tallado por manos de escultor genial.

Tenía unos ojos aterciopelados,
oscuros y grandes, cual ventanas góticas,
y unos finos párpados, de ensueños cargados,
y de vaporosas bellezas exóticas.

Su cara ovalada, graciosa y trigueña,
era del más puro y hermoso contorno,
como las Madona de tez marfileña
de Rafael Sanzio y Lorenzo Lotto.

Marchaba despacio, con un paso rítmico,
igual que un adagio de sonata clásica,
y su voz sonaba igual que un suspiro
de doncella enferma de pasión romántica.

Al verla radiante pasar por la calle,
su busto inclinando como un blanco lis,
todos le rendían callado homenaje,
igua que a una Virgen o a una Emperatriz.

Siempre la recuerdo, por ser la primera
mujer que mis ojos de niño inquieto,
al alzar un ápice del velo de seda,
que cubre en la infancia al dios del Amor.

¿Qué habrá sido de ella?... Se marchó del pueblo,
cuando aún su belleza juvenil triunfaba.
Tal vez reza ahora en algún convento
o cuanta a sus nietos un cuento de hadas.

México D. F., 21 de mayo de 1953

Pilar de Amusátegui, que es la joven a la que me refiero en mi poema [1], era hija de don Rufino de Amusátegui, abogado-notario [2] de Fitero, hacia el primer decenio del siglo XX. Vivía entonces con su familia, en la casa nº 23 del Paseo de San Raimundo. Don Rufino, que era de una acentuada cojera, pero un hombre fuerte, gozaba del respeto y de la estimación general, a causa de su caballerosidad, pues era un hombre culto, honrado, tolerante, fino y entusiasta de todas las causas nobles. Estaba casado con una vistosa dama andaluza, llamada doña Catalina, la cual era una rubia hermosa, alegre, elegante y dicharachera. Tenían seis hijos: cuatro hembras y dos varones. Las mujeres eran Manolita, que era la mayor: una morena alta y muy religiosa que acabó naturalmente en un convento; Pilar, la protagonista de mi composición; María, una espléndida rubia, de blancura marmórea, que se casó más tarde en Corella, donde pasó a ejercer su profesión don Rufino; y Carmela, la menos agraciada físicamente, pero tan salerosa como su madre. Los varones se llamaban José y Antonio. Ambos siguieron la carrera de oficiales de la Marina de Guerra y el segundo murió trágicamente en Cartagena, en 1936.





[1] Ver pp. 201-202.
[2] Entre 1907 y 1914.


CANTARES FITERANOS 

Para frutales, la Huerta;
para viñas, Majarrasas;
y para mocitas buenas,
las muchachas fiteranas.

En los Baños de Fitero,
de un reuma me curé;
y enfermé del corazón,
por culpa de una mujer.

Al canal del Boticario,
dicen que te han visto entrar.
Mira que allí se entra bien,
pero se sale muy mal...

Cual las peras de D. Guindo,
son en Fitero los mozos:
por fuera, toscos y duros;
pero, por dentro, sabrosos.

Voy a pedir, Marcelina,
a la Virgen de la Barda
que me saque las espinas
que tu has clavado en mi alma.

Un bañista madrileño
me cameló con su labia.
volvió el bañista a la Corte
y a mi me dejó cortada...

Vete a Fitero, si quieres
comer, en San Blas, roscón;
hojuelas, en San José;
y en Fiestas, uva y melón.

Al Molino del Batán
no vayas tanto, mocita:
que le gusta al molinero
meterse mucho en harina...

Eres como el moscatel
que se cría en Majarrasas:
por afuera, doradita;
y por dentro, azucarada.

En la gira de la Vega,
te echaste un novio novel;
y una astuta corellana
te lo quitó en San Miguel.

A la fuente del Obispo
dicen que a menudo vas;
y no para buscar agua,
sino en busca de un galán.

Eres tu como la Hoguera
de la Virgen de laBarda:
mucho fuego por la noche
y al día siguiente, nada.

Ygual que el agua termal
de los Baños, son algunas:
sólo que, en vez curarte,
te enferman de calenturas.

México D. F., 18 de marzo de 1953


La villa de Fitero, al igual que todos los pueblos de la Ribera de Navarra, también es amante del canto y tiene su repertorio de cantares propios, expresión ingenua de los sentimientos populares. El distinguido folklorista tudelano don José María Iribarren recogió en sus libros unos cuantos; Juliana Sesma, mi madre, a pesar de sus noventa y pico de años, me dictó en 1967 alrededor de una veintena de los que ella se acordaba todavía; y don Julio Fernández Yanguas, otros varios. Como pienso consagrar a todos ellos un capítulo aparte en otro libro, de momento sólo voy a transcribir los tres siguientes:
Las mujeres son la causa
de que valga el vino caro:
que unas empinan la bota
y otras escorren[1] el jarro.

Mira que me estás haciendo
una buena y otra mala.
Cuida que no te haga yo
una que sea nombrada.

Las mujeres al Sotillo
salen a tomar el sol.
menean mucho la lengua,
pero poco la labor.






[1] En lugar de escurren. 


EL MOJÓN DE LOS TRES REYES

Mil ciento noventa y seis.
Los reinos cristiano-hispanos,
por las huestes almohades,
estaban amenazados.
Mandadas por Ben Yussuf,
habían a Alfonso Octavo
infligido gran derrota,
meses hacía, en Alarcos.
Mas de veinte mil cadáveres
habían cubierto el campo
y otros tantos combatientes
habían sido apresados.
En memoria de tal triunfo,
Yussuf estaba elevando
una hermosísima torre,
de su nombre eterno lauro:
la Giralda de Sevilla,
el minarete sagrado
que, en lo futuro, sería
pasmo de propios y extraños.
Guadalajara, Madrid,
Calatrava, Uclés y varios
otros pueblos más habían
caído, después de Alarcos.
¿Hasta dónde llegarían,
en su empuje denodado,
las tropas de Ben Yussuf,
ya el Victorioso llamado?
Los Reyes peninsulares
vieron con gran sobresalto
el peligro que entrañaba
aquel avance tan rápido;
y el Monarca de Castilla
al de Aragón y al Navarro,
propuso una reunión,
para remediar el caso.
¿Por qué sus mutuas querellas
no dejar ahora de lado
y juntando sus ejércitos,
cortar al infiel el paso?
A tal fin, se dieron cita
en un rincón fiterano,
muga de los territorios
de los tres Reinos cristianos.
Y allá, en efecto, acudieron
de Castilla, Alfonso Octavo,
don Alfonso de Aragón,
y de Navarra, don Sancho.
Mas no hubo entendimiento,
porque el fogoso Navarro
reclamó, antes que nada,
al Monarca castellano
que se le restituyesen,
en un perentorio plazo,
La Rioja, parte de Alava,
y otros campos comarcanos,
que habían pertenecido
a su padre, Sancho el Sabio.
Pero a ello se negó
en redondo Alfonso Octavo,
y sin convenir en nada,
los Reyes se separaron.
Ya otros riesgos posteriores
vendrían a concordarlos.
...................
Según una tradición,
antes de tal altercado,
un banquete singular
los Monarcas celebraron,
pues fue en torno de una mesa,
en que cada cual sentado
quedó dentro de su Reino,
a sus espaldas situado.
Desde entonces, aquel sitio,
en recuerdo de tal caso,
el Mojón de los Tres Reyes,
y la Mesa, fue llamado.


México D. F., 11 de febrero de 1968


La histórica batalla de Alarcos, a la que me refiero en El Mojón de los Tres Reyes, tuvo lugar el 19 de julio de 1195. Duró desde el alba al mediodía y el desastre castellano fue tremendo. Las crónicas musulmanas elevan el número de muertos en las filas cristianas a 30.000; pero aun dejándolo en 20.000, como hacen las castellanas, no deja de ser una matanza impresionante. Alfonso VIII de Castilla peleó bravamente y recibió algunas heridas; mas, para evitar ser cogido prisionero, tuvo al fin que abandonar el campo a una de caballo. Los almohades se lanzaron seguidamente contra la fortaleza de Alarcos, creyendo que el Monarca castellano se había refugiado en ella; pero no había hecho más que entrar por una puerta y salir inmediatamente por otra, con dirección a Toledo.
Para coronar la victoria, el emir Yacub ben Yussuf tuvo un gesto de generosidad admirable, pues puso en libertad inmediata, sin rescate ni condición alguna, a 24000 caballeros y hombres de armas cristianaos, que habían caído prisioneros.
La reunión del Mojón de los Tres Reyes tuvo lugar, según don Arturo Campión[1] en enero o febrero de 1196 y a ella asistieron, con sus correspondientes séquitos, el Rey de Castilla, Alfonso VIII; el de navarra, Sancho VII el Fuerte y el de Aragón, Alfonso II.
(Creemos que don Arturo Campión se equivocó al decir que el Rey aragonés fue don Pedro II. No es verosímil, porque Alfonso II no murió hasta el 25 de abril de 1196; y aunque su hijo heredó al punto el trono de su padre, no tomó legalmente posesión de él y se intituló Rey, hasta ser reconocido y proclamado como tal, en las Cortes de Caroca, el 13 de septiembre del mismo año.)
En la curiosa reunión, el Monarca navarro reclamó con energía al Castellano que le restituyese antes que nada la Rioja, la Bureba, parte de Álava y otros territorios; y como Alfonso VIII se negase a ello, no hubo acuerdo de ninguna especie.
El Mojón de los Tres Reyes se encuentra al pie de una pequeña loma, a 8,5 kilómetros al S. e. de Fitero, en la carretera de Cintruénigo a Madrid, casi en frente del Corral del Cura, y se reduce a un simple hito de piedra, en forma de prisma triangular, pintado de blanco y rojo. En sus caras, se lee simplemente: “Provincia de Navarra, Provincia de Logroño, Provincia de Zaragoza.” A pesar del auge del turismo, a nadie se le ha ocurrido todavía pinar en el mismo hito o colocar a su lado en un cartel indicador que diga: “Mojón de los Tres Reyes o Mesa de los Tres Reyes.” Está en el Km. 106-107 de la citada carretera.
Añadamos para terminar, el dato curioso de que el Mojón de los Tres Reyes fue, durante siglos, el sitio por donde entraban en Navarra los Virreyes de la misma, nombrados por la Corte, y que allí se reunían, para recibirlos, las representaciones oficiales de Pamplona, Tudela, Cascante, Corella y otros pueblos.






[1] Navarra en su vida histórica (Geografía General del País Vasco-Navarro, ya citada.)



LAS COMPLETAS DE MONSEÑOR DELLA CHIESA

Atardecer. Mes de agosto. Baños Nuevos de Fitero.
El Pasillo del Obispo está en silencio y desierto.

En la penumbra discreta de este remanso de paz,
se siente el recogimiento de un corredor conventual.

Solo las baldosas rojas juguetean con la luz,
que se filtra de puntillas, con sus zapatos de azur.

Casi todos los bañistas terminada ya su siesta,
discurren por el jardín, por el monte o por las Ventas,

Mientras que el carro del sol vuela raudo hacia el ocaso,
sorteando de las sierras los innúmeros picachos.

Tan sólo queda en su cámara del Pasillo del Obispo,
un personaje extranjero, joven, fino y distinguido.

Es un clérigo aristócrata cuyas pupilas serenas
reflejan las claridades de las costas genovesas.

Un día, será el Supremo Jefe de la Cristiandad;
pero hoy sólo es secretario del nuncio pontifical.

La figura aventajada de monseñor Della Chiesa
recuerda a los cardenales de la bella Rinascenza.

Su silueta estilizada se proyecta en los espejos,
mientras reza las Completas, con el balcón entreabierto;

Y parece que quisiera fija en ellos quedar siempre,
imantada por la calma de sus reflejos fulgentes.

Su alma dulce y religiosa tiene sed de soledad,
porque sólo en ella se hallan Dios y la felicidad.

Pero no le será dado gozar, a menudo de ella,
Porque a impedírselo va su magnífica carrera.

Pronto a Italia volverá, con el Cardenal Rampolla,
a ocupar los altos cargos que merece y no ambiciona:

Secretario de la Cifra, Relator del Santo Oficio,
arzobispo de Bolonia y, en fin, Vicario de Cristo.

¡Cuántas preocupaciones han de darle en adelante
sus quehaceres en la Curia y sus cargas pastorales!

Y cuántos días de angustia vivirá en el Vaticano,
cuando truenen los cañones en Verún y en el Mar Báltico!

Entonces evocará, más de una vez, con afecto,
Las suaves horas de asueto, en los Baños de Fitero:

Estas horas apacibles en que reza las Completas,
del Pasillo del Obispo, en la soledad poética.

Uruapan, 5 de abril de 1953.



            En el pasillo llamado del Obispo, situado en el segundo piso del actual edificio central (antigua ala izquierda) del Balneario Nuevo, hay una placa de mármol negro, de 65 cm. de larga por 35 de ancha, sobre la puerta de la habitación nº 208, en la que se lee, en letras de oro:
HABITACIÓN QUE OCUPO MONSEÑOR SANTIAGO DELLA CHIESA, QUE ES ACTUALMENTE S. S. BENEDICTO XV – AÑO 1920
            En efecto, allí estuvo alojado el famoso dignatario de la Iglesia, hacia los ochenta y tantos del siglo XIX, pues vivió en España, desde 1883 hasta 1887. Por entonces, tenía el cargo de secretario del Cardenal Rampolla, a la sazón Nuncio del Papa León XIII, en Madrid. Parece que el nombre de Pasillo del Obispo es precisamente un recuerdo de su paso por el Balneario Nuevo; pero no es seguro del todo, pues, en aquella época, Monseñor Della Chiesa no era todavía Obispo, sino solamente Camarero Secreto de S. S.
            Visitando hace unos años, en el Vaticano, la cripta de los Papas, que está debajo de la iglesia de San Pedro, me tropecé casualmente con el sepulcro marmóreo de Benedicto XV y el primer pensamiento que cruzó por mi mente, fue esta exclamación de sorpresa: “¡Caray!, un antiguo bañista de Fitero!”, pues, la verdad sea dicha, no esperaba encontrarme a ninguno en aquel fúnebre sitio.

            Por lo mismo, vamos a dedicarle todavía unas líneas biográficas. Santiago Della Chisea nació en Génova, el 21 de noviembre de 1854, y fue hijo de los Marqueses José Della Chiesa y Juana Miglioratti. Primeramente hizo la carrera de Derecho, en la Universidad de Génova, doctorándose en 1875. A continuación, siguió la eclesiástica en el Colegio Capranica y en la Universidad Gregoriana, en la que se licenció en Teología. Ordenado presbítero en 1878, ingresó en la Academia de Nobles Eclesiásticos, donde se inició en los estudios de la carrera diplomática; y al ser nombrado el Cardenal Rampolla Nuncio del Papa en España, se destinó a Della Chiesa a ocupar el cargo de Secretario de la nunciatura en Madrid, el 2 de enero de 1883. El 28 de mayo del mismo año, se le nombró asimismo Camarero Secreto de S. S. Permaneció en España cuatro años y, al nombrar León XIII, en 1887, Secretario de Estado, al cardenal Rampolla, Della Chiesa regresó con éste a Roma como minutante, aunque, en realidad, fue su secretario particular. En 1900, Della Chiesa fue nombrado Prelado doméstico de S. S.; y en 1901, Secretario de la Cifra, sustituto de la Secretaría de Estado y Consultor del Santo Oficio. En diciembre de 1907, fue promovido Arzobispo de Bolonia y, en mayo de 1914, fue nombrado Cardenal. Por fin, al fallecer meses después San Pío X, el Cardenal Della Chiesa fue elegido Papa, el 3 de septiembre del mismo año. Ya había estallado la primera Gran Guerra Europea, a la que en vano trató de poner término, ofreciendo sus buenos oficios de mediador. En el aspecto puramente eclesiástico, su obra más trascendental fue la promulgación del Código Canónico de 1917. Murió en Roma, el 22 de enero de 1922.



VIAJE EN TRILLO

En el mes de junio,
cuando yo era niño,
me gustaban mucho
los viajes en trillo.

Entonces no había
esas grandes máquinas,
que siegan y trillan
y avientan la paja,

Sino que se hacía
todo con los brazos,
con muchos sudores
y rudo trabajo.

Yo esperaba ansioso
la trilla del trigo,
para hacer mis viajes,
a bordo de un trillo,

que era un gran tablero
surcado de sierras
y de pedernales,
como grandes perlas.

Se empleaban siempre
dos o tres o cuatro,
tirados por mulas,
a un trote largo,

dando sin parar
vueltas y más vueltas,
hasta desgranar
las espigas prietas.

El sol del estió
la era encendía
y los mismos trillos
despedían chispas.

Mas ¿quién se acordaba
entonces del sol,
en aquellos viajes,
que eran mi ilusión?

Yo montaba en trillo,
con el entusiasmo
del que emprende un viaje
en avión o en barco.

Al principio, el trillo
zozobrando andaba,
como una almadía
en una riada,

Y yo me agarraba
a los pies del mozo,
que látigo y riendas
empuñaba airoso.

Si así no lo hacía,
corría el peligro
de ser arrojado
con fuerza del trillo;

y más de una vez,
lo era, en efecto,
con mezcla de susto
y de regodeo.

Cuando esto ocurría,
lo difícil era
remontar al trillo,
en plena carrera;

casi como echar
un traguito al aire,
como hacía el mozo,
con todo donaire.

Entonces sufría
porrazos sin cuento,
antes de alcanzar
el móvil tablero.

Era como el naúfrago
que salvarse quiere,
asiento una tabla
que no se detiene.

Pero cuando, al fin,
al trillo volvía,
experimentaba
doblada alegría;

y gira que gira,
iba sobre el trillo,
en torno a las eras
de los Cogotillos.

Muchos viajes hice
después por el globo,
en coches y trenes
y aviones lujosos,

visitando bellas
y grandes ciudades,
con sus rascacielos
y sus catedrales;

mas no creo haberme
más entretenido
que cuando viajaba,
de pequeño, en trillo.

México D. F., 20 de abril de 1953


Los trillos y los viajes en ellos, alrededor de las eras, ya pasaron en Fitero a la historia, pues actualmente hay en el pueblo máquinas trilladoras que realizan el mismo trabajo, con mayor eficacia y rapidez y con menos esfuerzo. Afortunadamente el progreso mecánico va acabando con todas las formas rudas y anticuadas del trabajo agrícola. De todos modos, no dejaba de tener cierto sabor y colorido aquella manera primitiva que había en mi infancia, de hacer, en Fitero, la recolección de las mieses: la siega, con hoces; la trilla, con trillos; el aventamiento, con horcas y palas; y el cernido, con cribas y cribillos. A menudo terminada ya la trilla y recogida la parva, le daba por no soplar ni un pelo de aire y allí había que esperar pacientemente dos, seis u ocho días, hasta que se presentase la ocasión de aventarla y de separar el grano de la paja. Por esto, precisamente los lantiguos fiteranos construyeron casi todas sus eras, a la salida de los Cogotillos, a uno y otro lado de la carretera de Cintruénigo, que es por donde suele soplar más el viento. Sin embargo, había una que estaba ubicada en un sitio macabro: junto a la tapia lateral derecha del cementerio y cerca del pantano. Los que se quedaban allí por la noche a cuidar la parva, inquietados, de vez en cuando, por el croar de las ranas, el cri-cri de los grillos, y el parpadeo fosforescente de las luciérnagas, no debían sentirse muy a gusto con la fúnebre vecindad del camposanto; sobre todo, cuando había algún cadáver de cuerpo presente en el depósito. Es una de las impresiones imborrables que guardo yo de niño. Hasta me acuerdo del muerto: el marido de la Tía Cojilla, la cual tenía una pequeña mercería en una casa arrinconada de la calle de la Villa. Tendría yo cinco o seis años.



VALITO EL CIEGO

Se llamaba Emilio
y era un hombre bueno,
culto, generoso
y de real mérito.

Una cruel viruela
lo había dejado
ciego para siempre,
a los cinco años.

Mas el pobre niño
no se amilanó
y en ser hombre útil
su ilusión fincó.

Venturosamente
su familia era
propietaria de
una buena hacienda;

y por consiguiente,
tenía resuelto
Emilio el problema
del mantenimiento.

El método Braille
aprendió temprano,
que acceso le dio
al saber humano;

Y a fuerza de años
y de gran paciencia,
consiguió el cultivo
de su inteligencia.

Le ayudaba en ello
una sobrinita,
que era su lectora
y, a la vez, su guía.

Me parece verlos
aún por la calle,
dándose la mano
como hija y padre.

La niñera fina,
y él, un hombre esbelto,
siempre con bastón
y espejuelos negros.

Tenía un oído
extraordinario
y aprendió a tocar
por sí solo el piano;

y cuando en la iglesia,
no había organista,
era Emilio Val
el que lo suplía.

Incluso asimismo
dirigió algún tiempo
la Banda de música
del Ayuntamiento.

Hacia el año doce,
llamó la atención,
emulando a Braille,
con una invención.

Un nuevo sistema
de estenografía
ideó más práctico
que los que existían,

Con ello impulsando
el noble proceso
de la educación
de los pobres ciegos.

¡Hay que imaginarse
lo que tal proeza
supone en quien vive
siempre en las tinieblas!

Pero si sus ojos
la luz no veían,
siempre en su cerebro
una antorcha ardía;

Y su corazón
era el de un infante,
sin hiel y sin odio
a sus semejantes.

Por tan bellas prendas
el nombre de Emilio
merece salvarse
del completo olvido.

México D. F., 4 de junio de 1963


Valito el Ciego se llamó en vida Emilio Val Chivite. Nació en Fitero en 1876. De su invento se ocupó La Voz de Fitero, en el número 24, correspondiente al 15 de septiembre de 1912. En él se insertaba un fotograbado de Emilio Val, junto a la máquina que había construido, y al pie de la fotografía, el siguiente comentario del Dr. Herrero Besada, bajo el epígrafe: “Una gloria fiterana: Emilio Val Chivite.”
“Todos conocéis al Ciego; todos sabéis que es uno de tantos mártires de la vida en el que la fatalidad se ha cebado, destruyéndole un órgano indispensable. Mas, hasta hace poco, ignorabais que Emilio era sabio. En las tinieblas de su mente y olvidadas en él las nociones de forma y de color, bullía el engendro de una idea materializable. Emilio, formando imágenes y construyendo aparatos, ha hecho un prodigio de mecánica, modelando uno que, por su sencillez, su fácil adquisición y su poco enojoso entretenimiento, ha provocado una revolución en la historia de los no videntes. Emilio, con una inteligencia superior, no ha podido sufrir los inconvenientes de la rutina antigua y desterrando vicios de origen, ha escrito un nuevo alfabeto o sistema estenográfico propio, con el cual la facilidad de escritura será el verdadero complemento de la educación de los ciegos. El nombre de este insigne fiterano puede, desde hoy, ponerse al lado de los inmortales de Braille, Lladó, Haüy y Abreu, que, con su constancia e inteligencia, han levantado la literatura de los desgraciados no videntes”.

Emilio Val dirigió la Banda Municipal hacia 1915 y fue organista de la parroquia hacia 1920. Murió repentinamente, el 28 de marzo de 1937, en la casa número 4 de la calle de San Juan.



EL PINO DE DON JUAN CRUZ

Un jueves por la tarde, cuando era muchachito,
fui con Antonio y Pepe, compañeros de escuela,
a jugar unas horas, tras el río Molino,
en el huerto escondido de don Juan Cruz Lahiguera.

Don Juan Cruz era un pulcro y respetable anciano,
con la barba de nieve y la capa azulada,
que, habiendo, varias veces, la alcaldía ocupado,
de general estima, en el pueblo gozaba.

Su huerto rebosaba de frutas y hortalizas,
de hierbas aromáticas y de flores vistosas;
de espárragos y alubias, de peras y sandías,
de albahaca y de sándalo, de azucenas y rosas.

Pero su adorno máximo era el esbelto pino
se erguía —y se yergue— en medio de la finca,
con su tronco robusto, gallardo y rectilíneo
y su copa pomposa, recamada de piñas.

Sin duda, es el conífero mas bello de Fitero;
y es lástima que en sitio tan escondido esté,
por lo que casi nadie puede de cerca verlo,
igual que a una odalisca, reclusa en un harén.

Ya no recuerdo nada de lo que, aquella tarde,
hicimos en el huerto Pepito, Antonio y yo:
si jugamos al marro, trepamos a los árboles,
cazamos mariposas, un lagarto o un gorrión.

Mas lo que sí recuerdo es la impresión extraña
de grandeza y misterio que el pino me produjo,
cual si fuera distinto de las restantes plantas
que a darnos se limitan sombra, flores y frutos.

Más tarde, sospeché que aquel soberbio árbol
debía estar dotado de una vida profunda
y tener un destino, en el diario tráfago,
a través de los siglos, de la villa vetusta.

¿Qué es lo que hacía allí, despierto noche y día,
mirando siempre al pueblo, con aire misterioso?
¿Era un guarda, un testigo, un atlante, un espía,
un gigante encantado o un sagrado monstruo?

¿Qué es lo que susurraban sus ramas entre sí,
al moverlas el céfiro de las tardes de estío,
mientras el sol se hundía, entre velos de añil,
en la fosa nocturna, detrás del Cogotillo?

¿Qué soñaba, en las tibias noches primaverales,
al reclinar su testa en la celeste comba,
mientras velaba el sueño de los miles de aves,
que a pernoctar venían en su mullida copa?

Muchas veces me hice la pregunta intrigante
de quién aquel conífero singular plantaría
y de cuál pudo ser la idea motivante
de colocarlo solo, en medio de la finca.

¡Quién sabe! Bien ser pudo algún moro romántico,
que a su joven amada enterró en aquel sitio,
y en lugar de elevarle un hito funerario,
que el tiempo agrieta y hunde, plantó a sus pies el pino.

Tal vez fue un campesino, con alma de filósofo,
que, como descendientes su esposa no le diera,
plantó el árbol, que dura más que un carnal retoño,
en señal de su paso fugaz sobre la tierra.

O bien un monje extático, igual que San Francisco,
que en el pino veía a un hermano ejemplar,
con sus múltiples brazos hacia el cielo extendidos
y mirando a lo alto, en actitud de orar.

Mas ¿qué importan, al cabo, su secreto y su origen?
El hecho es que a sus plantas ruedan hombres y eventos,
flores, aves y siglos, y él continúa firme,
como un airoso símbolo del alma de Fitero.

Tehuacán, 20 de mayo de 1965


D. Juan Cruz Lahiguera Marqués (1839) [1]

Don Juan Cruz Lahiguera[2] nació en Tarazona, hacia mediados del siglo XIX. Contrajo matrimonio con una distinguida señorita fiterana (Genara Martínez Magaña) y con ello adquirió vecindad en nuestro pueblo, donde se dedicó a la explotación agrícola e industrial.  En una curiosa revista, titulada Fitero Ilustrado, nº único, aparecida el 13 de septiembre de 1903 y editada por Angel Muro y Rufino Maculet, leímos este curioso anuncio, relativo a las actividades industriales de don Juan Cruz: “La Estrella – Gran Fábrica de aguardiente, anises de vino puro y orujo de Juan Cruz Lahiguera -. Anís La Estrella, botella, 2´50 ptas.- Anís Tres Estrellas, 1´50 ptas.- Anís Dos Estrellas, 1´50 ptas.”
Don Juan Cruz fue Alcalde de Fitero en varias ocasiones, dejando un buen recuerdo por la honradez de su administración. En una de ellas, se fundó el Santo Hospital de San Antonio, con fecha del 21 de diciembre de 1902, poniéndolo al cuidado de las Hermanas de la Caridad de Santa Ana, cuya Superiora era, en Fitero, a la sazón, la Rvda. Madre Petra Goñi. De su hija, doña María Lahiguera de García Albericio, tuvo varios nietos, de los cuales han sobresalido notablemente dos: Antonio García Lahiguera y José María García Lahiguera.

Antonio García Lahiguera (1901-1997).

Don Antonio García Lahiguera nació en Fitero, el 2 de octubre de 1901. Hizo sus estudios primarios en Fitero, con el maestro don Balbino Pérez Ortiz [3], y cursó el bachillerato en Madrid. Ingresó primeramente por oposición en el Cuerpo de Correos y, a continuación, estudió como alumno libre la carrera de Derecho. Poco después, hizo oposiciones a ingreso en el Cuerpo Diplomático, obteniendo en la primera convocatoria una de las primeras plazas de su promoción. Ha sido cónsul de España en diferentes capitales de Europa y América y, en 1964, fue nombrado Director General de Asuntos Consulares. Durante algunos años, fue asimismo profesor y jefe del Departamento de Lenguas Románicas del Williams College de Wiliamstown, en el Estado de Massachussets (Estados Unidos).

José María García Lahiguera (1903-1989).

El Excmo. Señor Dr. Don José María García Lahiguera [4] nació en Fitero en 1903. Hizo sus estudios primarios en Fitero y una marcada tendencia a la piedad religiosa [5] lo condujo, desde joven, hacia la carrera sacerdotal. Inició sus estudios de seminarista en el Seminario Conciliar de Santa Ana de Tudela (Navarra) [6], del que, a la sazón, era Rector el Canónigo Magistral de la Catedral, don Angel Castillejo, y los prosiguió y terminó en el Seminario de Madrid, con la mayor brillantez. Fue ordenado de presbítero, el 29 de mayo de 1926, siendo nombrado sucesivamente profesor, superior y director espiritual del Seminario de Madrid. El 29 de octubre de 1950, fue consagrado Obispo titular de Zela[7] y nombrado Obispo Auxiliar del que entonces lo era de la diócesis de Madrid-Alcalá, Dr. Leopoldo Eijo y Garay. Más tarde, unió a este cargo el de Vicario General de la diócesis. En el año 1964, fue nombrado Obispo titular de Huelva, en cuya diócesis hizo su entrada el 7 de septiembre del mismo año; y en julio de 1969, Arzobispo de Valencia. Renunció a dicha mitra, por motivos de salud, en 1978, al cumplir 75 años. El Ayuntamiento de Fitero dio su nombre a una calle de la Villa, en 1951.





[1] El pino de Don Juan Cruz Lahiguera, p. 262.
[2] Juan Cruz Lahiguera Marqués se casó, en segundas nupcias (27 de febrero de 1869), con Doña Genara Martínez Magaña y tuvieron una hija: María Lahiguera Martínez, madre de José María García Lahiguera. Doña Genara había estado casada, en primeras nupcias, con Don Antonio Gómez  Allo (1869), con quien tuvo dos hijos: Pío Gómez Martínez (1855-1907) y Felipe Gómez Martínez (1866-1901).
[3] Abandonó el pueblo a finales de 1912.
[4] Fue colaborador de la Revista Fitero (1980-1982-1983-1984 y 1985).
[5] Su nombre figura en la primera lista de tarsicios (1912): Casimiro Jiménez, Luis Falces, Mariano Pequeño, Rafael Alvero, Eliseo Fernández, Julio Yanguas Bermejo, Claudio Forcada, Francisco Berrozpe, Jacinto Carrillo, Julio Yanguas Alfaro, Teodoro Fernández, Bautista Lauroba, Angel Berrozpe, Fermín Escudero, Prudencio Pina, Gregorio Molina, Gregorio (José) Muro, Manuel Martínez, José Pérez, Manuel Fernández, Manuel Ayala, Joaquín Berrozpe, Esteban Calleja, Eladio Gracia, Francisco Latorre, Santos Bermejo, Manuel Barea, Félix Gómez, Angel Liñán, José Mª García Lahiguera, Patricio Fernández, Marcelino Ochoa, Antonio Berrozpe, Alfonso Sáenz, Rafael Jiménez, Ramón Igea, Félix Fernández, José Mª Falces, Dámaso Gracia, José Pina, Luis Jiménez, Raimundo Aguirre, Javier Yanguas, Cosme Jiménez, Juan Atienza, Aurelio Pérez, Esteban Lauroba, Félix Gracia, Carmelo Alvero, Victor Falces, Pedro Bayo, Antonio Navarro, Angel Navarro, Angel Berrozpe, Juan C. Barea, Daniel Fernández, Angel Ramos, Dionisio Calvo, Juan Fernández, Manuel Aznar, Esteban González, Juan J. Jiménez, Cirilo Rupérez, Isidora Bermejo, Emilio Rupérez, Ascensión Muro, Victoria Pérez, Marcelina Alfaro, Rosario Yanguas, Dolores Calleja, Josefa Inúñez, Dominica Moreno, María Olmeda, Luisa Fernández, Juana Díaz, Eloísa Pascual, Rosario Royo, Eloísa Calleja, Pilar Frías, María J. Escudero, Mercedes Francés, María Martínez, Ramón Sanz, Ricardo Burgos, Antonio García Lahiguera, Visitación Ochoa, Felisa Fernández, María Pérez Igea, Javiera Burgos, Engracia Yanguas, Victoria Yanguas, Teófila Barea, Griselda Carrillo, Mercedes Gracia, Mariana Frías, María Gómez, Remedios Liñán, Mª Jesús Armas, Manuel García, Antonio Amusátegui, Ramos Urtasun, Elena Fernández, Nicolás Igea, Manuel Jiménez, Carmelo Liñán
[6] Estudió en dicho Seminario los cursos 1913-1914 y 1914-1915. N. del E.
[7] Fue nombrado Obispo de Zela el 24 de Mayo de 1950 y el Ayuntamiento de Fitero lo nombró hijo predilecto de la Villa el 4 de junio siguiente. Su Consagración episcopal tuvo lugar en la Iglesia de San Francisco el Grande de Madrid, el 29 de octubre de 1950. (Notas sueltas).


EL GITANO MANUELILLO

Era Manuel Osés
un calé de gran listeza,
que, con su tribu gitana,
erraba por la Ribera.

Su campo de operaciones,
y el de toda su cuadrilla,
era la línea del Ebro,
desde Haro a Cabanillas;

Y “trabajan” en todo
género de sustracciones:
desde un pollo y una mula,
hasta un chal y cien doblones.

Pero lo hacían con tanta
destreza, finura y gracia,
que nunca los sorprendían
con las manos en la masa.

Se evaporaban las cosas,
y con ellas, los gitanos,
sin que guardias ni corchetes
pudieran meterles mano.

Con todo, si en ocasiones,
debían jugarse el tipo,
no se echaban para atrás
los hombres de Manuelillo;

Y un día en que a perseguirlos,
salió de Agreda la ronda,
la hizo correr Manuelillo,
desde Autol a Calahorra.

Pero una vez cayó en manos
de los guardas de Fitero
y en la cárcel de la Villa,
dio el gitano con sus huesos.

Manuel era muy astuto
y pronto discurrió el modo
de escapar de la prisión,
con un engaño gracioso.

Fingió un ataque cardiáco
y mientras el alguacil,
salió a buscar al galeno,
el gitano logró huir.

Por ser un lugar de asilo,
fue a refugiarse en la iglesia;
pero el Alcalde Mayor
lo sacó de allí por fuerza.

El Alcalde y el Abad
no se llevaban muy bien
y estalló entre ambos la lucha,.
por el gitano Manuel.

Ganó el Abad, desde luego;
porque, con la excomunión,
el Vicario General
al Alcalde amenazó.

Y fue devuelto el gitano
a los monjes del convento,
donde al punto hizo amistad
con el hermano mulero;

pues, como experto en su oficio,
Manuel curaba a la recua
conventual con los mejunjes,
que daba a sus propias bestias.

No llevaba mala vida,
en el convento, Manuel;
mas su mujer y sus hijos
necesitaban de él.

Con que, una noche, a una mula
le pinchó un nervio espinal,
causándole convulsiones
de apariencia epilepsial.

El buen hermano mulero
le preguntó con alarma:
“-¿Qué le sucede a esta mula?
¿Es que va a estira la pata?”

“-No, hermano: es el garrotín”,
repuso serio Manuel:
“un mal parecido a un baile
que bailamos los calés”.

“Mas yo se lo curo, hermano.-
vaya al punto a la cocina
y traiga vinagre y ajos
y una cebolla cocida”.

A continuación, Manuel,
por un ventano sin reja,
evadióse del convento,
huyendo a campo traviesa.

Y cuatro días después,
unido ya a su cuadrilla,
cantaba con su guitarra
esta burlón coplilla:

“-Al alcalde y al Abad
de Fitero eché a reñir
y me escapé de sus uñas,
al compás de un garrotín...”

México, D. F. 28 de abril de 1969

En la década de 1730-1740, merodeaban por la Rioja Baja y la Ribera de Navarra unas cuadrillas de la raza calé, cuyo deporte favorito era el robo.  No se trataba precisamente de bandidos de altos vuelos ni menos de asesinos, sino de simples descuideros, con mucha labia, mucha habilidad y abundantes mañas. Erraban continuamente por los pueblos, arramblando con todo lo que podían: ropa, víveres, dinero y sobre todo, caballerías.  Su principal jefe era un individuo, llamado Manuel Osés, conocido popularmente por Manuelillo.  Debía ser navarro, pues su padre era de Allo.  Manuel estaba casado con una madrileña de buen ver, llamada Paquita Ximénez, con la que tenía varios churumbeles; y entre sus compinches, figuraban Francisco Flores, José Ruiz, alias el Pepurrio, Francisco Fajardo, un tal Bustamante y otros gitanos.  Los vecinos perjudicados declararon las fechoría de la cuadrilla, y uno de Ausejo, que era ventero de la venta del Conde de Murillo, denunció a las autoridades que, una noche, hacía tres o cuatro años, le habían robado ropa, granos y otras cosas.  Habiendo salido en su persecución, vino a parar a Fitero, donde encontró parte de lo robado, en dos casas cuyos dueños dijeron que lo había dejado Bustamante y otros de su cuadrilla. Al fin, fue capturado Manuelillo y éste prometió entregar a sus compañeros, si lo dejaban en libertad.

La justicia cayó en la trampa, y el gitano alzó el vuelo, no dejando ni rastro.  En el año 1733, marchando Manuelillo con su cuadrilla, se topó con la ronda de Agreda, que iba en persecución suya, entre Calahorra y Aldeanueva de Ebro.  Le intimaron la rendicón, pero los gitanos le hicieron frente con sus armas y los guardias tuvieron que escapar más que de prisa, refugiándose en Calahorra.  En 1735, fue atrapado de nuevo por los guardias, en la jurisdicción de Fitero y encerado en la cárcel del pueblo; pero se escapó mañosamente de ella, refugiándose en la iglesia, que era un lugar de asilo.


Sin embargo, lo sacó de ella, por la fuerza, el Alcalde, alegando que no le alcanzaba a Manuelillo el derecho de inmunidad, por tratarse de “un ladrón famoso, gitano y vago”.  Mas el Abad, Fr. Saturnino de Arriaga no lo entendió así y obligó al Alcalde a devolverlo al Convento, bajo la pena de excomunión ipso facto, por parte del Vicario General.  El argumento de la composición “El gitano Manuelillo” es una narración festiva de sus hazañas.  Ahora bien, las mañas que se dio para escapar de la cárcel de Fitero y luego del Monasterio son una invención jocosa de Don Manuel.



La Cruz de la Atalaya

Desde el día tres de mayo,
en que fuera colocada,
en mil novecientos ocho,
la gran Cruz de la Atalaya,

no era raro ver a alguien
que escalaba la montaña,
cumpliendo alguna promesa
o en demanda de una gracia.

O por el puro placer
de admirar el panorama
grandioso, que se contempla
desde su cima ondulada.

En mil novecientos veinte,
una espléndida mañana,
una pareja de novios
ascendía por sus faldas.

Enlazados por las manos,
subían y se paraban
de trecho en trecho, aspirando
la brisa tibia y dorada.

Era un domingo de mayo
y el tomillo perfumaba
el sendero serpentino,
con su flor rosada o blanca.

El mozo, de vez en cuando,
hacia el suelo se inclinaba,
para arrancar florecillas
que a la muchacha ofrendaba.

Y así entre mimos honestos
y cariñosas palabras,
al pie de la Cruz llegaron,
avanzada la mañana.

Era la primera vez
que aquella cumbre alcanzaban
y arrobados se quedaron
ante el vasto panorama.

Con razón, los musulmanes
la llamaron Atalaya
y establecieron en ella
un puesto de vigilancia;

pues se abarcan desde allí,
con aguileña mirada,
los confines de Castilla,
de Aragón y de Navarra.

En el fondo azul y blanco
de la frontera con Francia,
brillaban los Pirineos,
con sus turbantes de plata.

Sentados junto a la Cruz,
el doncel a la muchacha
mostró dos anillos de oro,
que en un estuche guardaba;

y en el anular izquierdo
de la doncella extasiada,
con suavidad introdujo
una de las dos alhajas.

El se puso el otro anillo
y besándose en la cara,
se dieron solemnemente,
de casamiento, palabra.

A continuación, el mozo,
a cien metros de distancia,
hacia el oeste, abrió un hoyo
profundo, con una estaca,

y allí enterró las sortijas,
en una caja encerradas,
recubriendo el escondite,
con una piedra pesada.

Poco después, descendieron
de la empinada montaña,
siguiendo una abrupta senda,
que lleva a la Mejorada.

Y al día siguiente, el joven
partió de Fitero al Africa,
donde, tres años seguidos,
servir debía a la Patria.

Pasó el primero tranquilo,
cruzándose tiernas cartas,
cuando unas nuevas horribles
estremecieron a España.

Era el desastre de Annual,
con sus millares de bajas
y los rumores siniestros
de espelznantes matanzas.

¿Qué fue de nuestro soldado?
Ya no se supo de él nada.
¿Muerto, herido o prisionero
de alguna salvaje kábila?

Dieciocho meses después,
fueron devueltos a España
varios cientos de cautivos,
sin que entre ellos figurara.

Todos lo dieron por muerto,
y su familia, enlutada,
a la novia aconsejó
que ya más no lo esperara.

Transcurrieron varios años.
Fue pedida la muchacha
por otro mozo del pueblo
y su boda, concertada.

Entretanto, nuestro ejército
Alhucemas capturaba
y Francia y España juntas
a Abd-el.Krim aniquilaban.

Pacificado ya el Rif,
los soldados que en las kábilas
aún continuaban cautivos,
regresaron a la Patria.

Con que, un domingo de agosto,
en el que fue amonestrada,
por tercera vez, la joven,
para su boda inmediata,

Su primer novio olvidado,
de manera inesperada,
sin prevenir ni a sus padres,
hizo en el pueblo su entrada.


Lo mismo que por un rayo
mortalmente fulminada,
cayó la pobre doncella,
al conocer su llegada.

Pálida como la muerte,
tendióse en su blanca cama,
sucumbiendo a la congoja,
aquella misma semana.

Al saberlo, el repatriado
subió solo a la montaña a
exhumar las dos sortijas
que, años atrás, enterrara.

Y en la casa de la muerta
entró, bebiendo sus lágrimas,
y le colocó el anillo
de la Cruz de la Atalaya.

Cuernavaca, 23 de abril de 1965

Ignoramos si, en los siglos pasados, la cumbre de la Atalaya de Cascajos ostentó alguna cruz; pero, en lo que llevamos del actual, ya van dos.  La primera fue de madera y se inauguró el 3 de mayo de 1908, en recuerdo de unas Misiones religiosas celebradas en el pueblo, el año anterior.  La mandó construir la sección local del Apostolado de la Oración, y debajo de la cruz, en un sobre de zinc, se pusieron escritos los nombres de los señores que componían, a la sazón, la directiva: Sres. Manuel Pina, Hilario Falces, Juan Olóndriz, José Mª Yanguas y otros.  Tallaron la cruz el carpintero Patricio Alfaro y sus hijos, en el taller que tenían en la Calle Mayor, nº 37.  Los troncos pertenecían a dos álamos de Hospinete y pesaban en total una tonelada.  El vertical medía 6 metros de altura; y el horizontal, 3, siendo ambos prismáticos de base cuadrada.  Los subieron al monte en dos carros.  Bendijo la cruz el párroco D. Martín Corella y, con tal motivo, se celebró una gran fiesta popular en la cumbre, amenizada por la Banda Municipal, y en la que no faltaron las clásicas sartenes y cazuelillas.

La 2ª Cruz de la Atalaya, o sea, la actual, es de cemento armado y data de 1973. Mide 8 metros de altura y cada uno de sus brazos, 2 metros de longitud.  Su espesor medio es de 0´90 metros en cuadro y sus cimientos tienen 1´50 metros de profundidad.  Está montada sobre tres plataformas cuadradas y escalonadas, de 0´30 m. De altura y 0´50 m. de pisa cada una.  La mayor tiene 5 m. de lado; la intermedia, 4 m. Y la menor, 2´8 m. Está calculada para resistir vientos de una velocidad de 180 kilómetros por hora y pesa 20 toneladas.  Ahora bien, el peso total aproximado del monumento es de unas 150 toneladas.  Costó alrededor 110.000 pesetas y fue bendecida e inaugurada, el 14 de septiembre de 1973, por el entonces Arzobispo de Valencia, Monseñor José María García Lahiguera, hijo de Fitero. Su arquitecto fue D. Román Magaña Morera; y su constructor, D. Carmelo Fernández  Vergara, con su equipo.

El argumento del poema “La Cruz de la Atalaya” es una leyenda dramática de amor, situada en los años 1921-1923, a raíz de los desastres de Annual y Monte Arruit, que costaron la vida a unos 13.000 soldados españoles, a manos de los rifeños de Adelkrín, y la cautividad de otros muchos, en las kábilas marroquíes. La leyenda parece tan verosímil que una vecina del pueblo preguntó un día a D. Manuel quiénes fueron y cómo se llamaron los protagonistas.



LA VOZ DE FITERO

¡La Voz de Fitero!
¡Lea usted La Voz!
Dame un ejemplar.
Y a mí, dame dos.

Y el voceador
recorría el pueblo,
gritando y vendiendo
La Voz de Fitero.

Era un semanario
ameno y simpático,
escrito por cuatro
vecinos románticos:

el Doctor Herrero,
el buen Pelairea,
Luisito Palacios
y Juan de la Reina.

Las muchachas tiernas
leían primero
del joven Juanito
los versos ingenuos;

y las solteronas,
los de Pelairea,
por sus intenciones
de casamentera.

En cambio, las viejas
comadres chismosas
devoraban antes
del Duende las trolas;

y los hombres serios
y trabajadores,
del Doctor Herrero
las campañas nobles.

Todos los vecinos
leían La Voz:
tanto el señorito
como el labrador;

y sus gacetillas,
versos y semblanzas
eran comentados
toda la semana;

muy especialemente,
cuando era su clave
un rompecabezas,
casi indescifrable;

o transparentaba
algún trapicheo
de esos, que a las damas
absorben el seso.

Un pequeño pueblo,
con un semanario,
era un espectáculo
extraordinario;

y los fiteranos,
a los forasteros,
a leer lo daban,
con orgullo ingenuo.

Claro está que algunos
lo veían mal,
pues siempre hay quien tiene
algo que ocultar;

y los que, en la vida,
nunca limpio juegan,
no quieren la luz,
sino las tinieblas.

La Voz de Fitero
nos daba prestigio
e hizo a la Villa
un gran beneficio:

promovió el reparto
de nuestra Dehesa
y a los más humildes
les dio su parcela.

Y por todo ello,
aquel semanario
merece el recuerdo
de los fiteranos.

México D. F., 25 de mayo de 1963


La Voz de Fitero fue fundada por el médico, don Miguel Herrero Besada, y el farmaceútico, don Fernando Pelletier. Llevaba como subtítulo: “Semanario independiente, defensor de los intereses de esta Villa”, y en efecto, hizo honor a él. El primer número salió a la calle el domingo, 31 de marzo de 1912. El número suelto se vendía a cinco céntimos, y los precios anunales eran, por suscripción, de cinco pesetas para el resto de España, y de ocho pesetas para el extranjero, pues naturalmente había que recargar los gastos de envío por correo. La Voz constaba ordinariamente de cuatro páginas y se imprimía en Tudela, en el taller de La Ribera de Navarra, Gaztambide, nº 11. La redacción y administración de nuestro semanario tenían su domicilio en la Calle Mayor, nº 25.
El periódico estaba bien confeccionado y constaba de varias secciones: editoriales sin firma, artículos firmados, versos de Pelairea o de Juan de la Rweina, crónicas femeninas de Miss Teriosa, información sobre las actividades del ayuntamiento, noticias locales y anuncios. También había una Tribuna Popular para los colaboradores espontáneos. Además de Miss Teriosa, había otro pseudónimo que aparecía a menudo en La Voz: El Duende del Cortijo, el cual había sido adoptado por Luis Palacios, para firmar sus artículos de chismografía y aldraguería locales.
El simpático semanario duró casi dos años, muriendo asfixiado por el cerril caciquismo local.
El alma de la Voz fue el Dr. Herrero Besada. Según los datos que me comunicó su hijo, el Doctor Guillermo Herrero Octavio de Toledo, don Miguel nació en Santa Clara (Cuba), el 23 de marzo de 1880. Estudió la carrera
 De Medicina en la Universidad de Santiago de Compostela y comenzó a ejercerla en Herreros, pueblo de la provincia y del partido judicial de Soria, antes de cumplir el servicio militar. Poco después de terminado éste, pasó a Fitero, en los comienzos del siglo actual, casándose con la distinguida señorita fiterana, Felisa Octavio de Toledo. Permaneció en nuestro pueblo hasta principios de 1917, en que se trasladó a Barcelona, donde adquirió pronto reputación profesional, ya no sólo por su actividad de médico, sino también de colaborador destacado de revistas médicas, como Yatros, y de diarios barceloneses populares, como El Diluvio y El Noticiero Universal.  En el tercer decenio del siglo actual, fue primer Teniente Alcalde del Ayuntamiento de Barcelona, y durante la guerra civil de 1936-39, estuvo al frente del Hospital de Olot, en la provincia de Gerona. A continuación, volvió a Fitero y, hacia 1948, pasó a Vitoria, como médico de la Mutua General de Seguros. Murió en Fitero el 24 de abril de 1953.
El Dr. Herrero Besada era un hombre humanitario y liberal. Una vez, en un artículo de La Voz de Fitero, del 27 de abril de 1913, pidió que se instalaran cepillos en los cafés, casinos de juego y centros de reunión, para recoger dinero, destinado a los pobres. Precisamente llevado de su interés por mejorar la suerte de los jornaleros, promovió el reparto de la Dehesa de Ormiñén, llevada a cabo poco después.




Hace seiscientos años, imagen venerable,
que invocándote vienen los hijos de Fitero;
y hace más de cincuenta que mi querida madre
me enseñó a dirigirte mis balbucientes rezos.

Ya sé que son tu imagen, lo mismo que tu Nombre,
tan solo una de tantas referencias piadosas
a la única Virgen y Madre del Dios Hombre,
igual que las de Fátima, de Lourdes y de Atocha.

Mas Tú eres la nuestra, la que, desde hace siglos,
es objeto de culto del pueblo fiterano;
aquella a quien acude, en penas y en peligros,
lo mismo que un infante, de su madre al regazo.

Y porque eres la nuestra: bella, antigua y sencilla,
y encarna tu figura el alma fiterana,
a tus pies, con respeto, deposito mi lira,
¡oh! morena y graciosa María de la Barda.

Que tu nombre bendito sea el lazo de unión
de todos los nacidos en nuestro noble pueblo.
protege nuestras almas y cuerpos con tu amora
y acógenos a todos, al morir, en tu seno.


México D. F., 28 de marzo de 1963.


[1] La Guerra de 1914-18.
[2] Vicente Pastor fue un popular matador de toros, madrileño. De novillero, llevó el apodo de El Chico de la Blusa. Tomó la alternativa en 1902 y se cortó la coleta en 1918. Durante muchas temporadas, fue un asiduo cliente del Balneario Nuevo de Fitero. Murió nonagenario.
[3] Consuelo Bello, más conocida por la Fornarina, fue una famosa cupletista madrileña, tan notable por su belleza, como por su gracia, elegancia y estilo (1884-1915).
[4] El Conde de Romanones, don Alvaro de Figueroa y Torres (1863-1950), fue uno de los jefes del partido liberal monárquico. Figuró como Ministro en diversos Gobiernos, entre 1902 y 1931, y fue dos veces Alcalde de Madrid y Presidente del Consejo de Ministros.
[5] Don José María Méndez-Vigo fue, en mi juventud, diputado a Cortes por el distrito de Tudela, en varias legislaturas seguidas. Pertenecía al partido conservador liberal.
[6] Kantiano es el partidario de las teorías de Manuel Kant (1724-1804), célebre filósofo alemán, autor de la Crítica de la razón pura y Crítica de la razón práctica.
[7] Famosa pianista alemana del siglo XIX, más conocida por Clara Schumann (1819-1896), por haberse casado con el célebre compositor, Roberto Schumann.
[8] Paul y Virginia es una célebre novela francesa de Bernardin de Saint-Pierre, aparecida en 1787, y cuyo argumento constituye uno de los idilios más encantadores de la literatura universal.
[9] La leyenda de Gustavo Adolfo Bécquer, titulada La Cueva de la Mora.

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