TEXTO ÍNTEGRO
MISCELÁNEA FITERANA
MANUEL GARCÍA SESMA
Gráficas Larrad, 1981
AYUNTAMIENTO DE FITERO
I Parte:
I.- Los Carnavales. II.- Los Cafés. III.- Las Cencerradas. IV.- Las Tinieblas. V.- El Mentidero de San Antonio. VI.- Brujas, duendes y bromistas fantasmales. VII.- Epigrafía mural. VIII.- Las Tabernas. IX.- La matanza del cerdo. X.- Las Barberías. XI.- Las Semanas SantasXII.- Las Rogativas y el Barranco. XIII.- Faenas agrícolas de antaño. XIV.- Dos guerras incruentas. XVI.- Reuniones de pastrijeras. XVII.- Las fiestas de los Quintos. XVIII.- Las Navidades. XIX.- Los Bailes XX.- Las Corridas de Toros. XXI.- Teatro y Cine. XXII.- El juego de pelota. XXIII. El Fútbol. XXIV.- La Halterofilia y otros deportes.
2ª Parte:
I.- El Maestro Compositor fiterano, Lorenzo Luis Yanguas.
III.- Inventario de los bienes del Monasterio de Fitero en 1835.
IV.- Escritos modernos sobre Fitero.
I PARTE
RETABLILLO FITERANO O CUADRO DE COSTUMBRES DE ANTAÑO
Gráficas Larrad, 1981
AYUNTAMIENTO DE FITERO
Prólogo del Autor
MISCELÁNEA,
como es sabido, quiere decir etimológicamente mezcla; y literariamente, escrito
en que se tratan materias inconexas. Y esto es cabalmente este libro. Pero sólo
hasta cierto punto, pues los 24 capítulos de la primera parte tienen un
denominador común: el costumbrismo; y sólo los cuatro capítulos de la segunda
parte tratan de asuntos sin ninguna relación entre sí.
Las
costumbres descritas en la primera parte se sitúan ordinariamente en los
decenios últimos del siglo XIX y en los dos primeros del XX. De todos modos,
nos remontamos, a veces, hasta el siglo XVI y retrocedemos hasta el decenio de
los 70 de la centuria actual, para anotar antecedentes y hacer algunas
precisiones.
Aunque
nos repugna emplear apodos, la mayor parte de nuestros informadores nos han
rogado que algunos consignemos –siempre que no sean verdaderamente
inconvenientes-, porque, de otro modo, la mayoría de los vecinos no van a
reconocer a las personas designadas únicamente con sus nombres y apellidos.
Esperamos que no se moleste ninguna.
En
una buena parte de las descripciones, hemos tenido que atenernos a
informaciones ajenas, recogidas pacientemente, desde hace muchos años, por
haber vivido nosotros fuera de Fitero alrededor de medio siglo; la mayor parte
del tiempo, en el extranjero. Así, pues, es inevitable que hayamos incurrido
involuntariamente en algún error u omisión.
Son
tantísimas las personas que, durante años, nos han suministrado información,
que no nos es posible consignar aquí sus nombres, para darles las gracias. Pero
que conste nuestro agradecimiento a todas.
Añadamos,
para terminar, que nos hemos visto de nuevo en la necesidad de aumentar
ligeramente el precio de estas publicaciones, al aumentar desmesuradamente los
costos editoriales.
El
Autor
I Parte:
I.- Los Carnavales. II.- Los Cafés. III.- Las Cencerradas. IV.- Las Tinieblas. V.- El Mentidero de San Antonio. VI.- Brujas, duendes y bromistas fantasmales. VII.- Epigrafía mural. VIII.- Las Tabernas. IX.- La matanza del cerdo. X.- Las Barberías. XI.- Las Semanas SantasXII.- Las Rogativas y el Barranco. XIII.- Faenas agrícolas de antaño. XIV.- Dos guerras incruentas. XVI.- Reuniones de pastrijeras. XVII.- Las fiestas de los Quintos. XVIII.- Las Navidades. XIX.- Los Bailes XX.- Las Corridas de Toros. XXI.- Teatro y Cine. XXII.- El juego de pelota. XXIII. El Fútbol. XXIV.- La Halterofilia y otros deportes.
2ª Parte:
I.- El Maestro Compositor fiterano, Lorenzo Luis Yanguas.
III.- Inventario de los bienes del Monasterio de Fitero en 1835.
IV.- Escritos modernos sobre Fitero.
I PARTE
RETABLILLO FITERANO O CUADRO DE COSTUMBRES DE ANTAÑO
Capítulo I
Los Carnavales
Entre los gratos recuerdos de mi infancia fiterana, figuran los carnavales. No eran, a buen seguro, tan vistosos como los de Niza o Río de Janeiro; pero tampoco estaban desprovistos de color ni de sabor. La gente de trueno aprovechaba los tres días de mojiganga, para romper la monotonía de su existencia cotidiana y dar rienda suelta a su buen humor y a sus ansias contenidas de expansión. Además, ¡era una fiesta tan barata y tan accesible a todo el mundo! Pues incluso el que no tenía unos reales para alquilar un dominó, ni unas ochenas para comprarse una careta, ni siquiera unas perrillas para mercarse una nariz postiza de borracho, no por eso quedaba excluido de poder tomar parte en el espectáculo. ¿Que no tenía careta? En tal caso, le bastaba quemar un corcho de botella y con él se pintaba un bigote de sargento, unas barbas de boticario y unas patillas de bandolero serrano. Y si no, se embadurnaba sencillamente la cara con harina o con almazarrón, lo mismo que un payaso de circo barato. O con azulete, de donde el nombre de carazulas o caras azuladas, con el que designábamos a las máscaras de carnaval. ¿Que no tenía dominó? Pues se ataviaba con una cortina o con una sobrecama, con la capa o el paletó de su abuelo o con las sayas y la chambra de su hermana.
Todas las prendas y cachivaches viejos servían especialmente para esta ocasión. Así, pues, apelando a medios tan expeditivos, lo mismo se disfrazaba un individuo - o individua - de bruja que de barrendero, de gitana como de sacamantecas, de nodriza como de sepulturero. Y de todo había en los carnavales fiteranos, predominando precisamente los disfraces grotescos. El circuito de su desfile lo constituían las calles de la Villa, Iglesia, Garijo, Pozo y el pequeño tramo de la Calle Mayor, desde la del Pozo a la de la Villa. Por este itinerario, comenzaban a dar vueltas los enmascarados, desde las tres de la tarde, y continuaban hasta que anochecía, gastando alegremente bromas más o menos inofensivas a los simples espectadores y haciendo, sobre todo, las delicias de la chiquillería, que los seguía y los asediaba. Los favoritos de esta última solían ser el Ponme, el Chicho y Pedro Moreno. El Ponme, vestido a usanza mora, con una sábana como chilaba y una toalla como turbante, entretenía a los chicuelos, batiendo sobre sus cabezas dos palitroques, de uno de los cuales pendía una cuerda que llevaba atado un higo seco, y haciéndoles la consabida invitación:
¡Al higuí!
¡Al higuí!
Con las manos, no;
con la boca, sí.
Por supuesto, cuando los niños se cansaban de dar saltos y de estirar el cuello inútilmente, arrancaban el higo con la mano y salían corriendo, como alma que lleva el diablo. Menos mal que el Ponme llevaba siempre una cesta de repuesto. El Chicho iba disfrazado de verdulera y portaba consigo un balde con agua, hasta la mitad de su cabida, y varias naranjas flotando en su superficie. De vez en cuando, se paraba durante el trayecto e invitaba a la concurrencia a comer naranjas gratis. ¡Ah!, pero con una condición: había que cogerlas con la boca. Y allí verían ustedes a los chiquillos, remojándose la cara y hasta el occipucio, para alcanzar una naranja. Al final, claro está, la cogían asimismo con la mano y salían de estampía. Pero también el Chicho llevaba su saquete de repuesto.
El truco de Pedro Moreno era más fino. Disfrazado de cocinero de gran hotel, con su gran delantal y un enorme gorro blanco, invitaba a los transeúntes a darse un hartazgo de sabrosos hormigos, que ofrecía en una blanca palangana. Sólo que había que tomarlos sin pan ni cuchara... Por supuesto, siempre había algún chiquillo irreflexivo que hundía sus hocicos o sus manos en la tentadora jofaina; pero la mayoría se retraían prudentemente, pues nunca faltaban a su alrededor mayores desconfiados y avisados, que los prevenían contra una posible broma pesada. ¿Aquella pasta lechosa y farinácea serían auténticos hormigos o alguna sustancia de peor sabor y olor? Pues, en años anteriores, algún bromista de mala pata había ya dado, con tales postres, sorpresas desagradables... Mientras los chicos se entretenían con estas y otras chanzas inocentes, los mayores se ocupaban sobre todo de identificar a las carazulas.
* * *
- ¿Ves a’isa zarrapastrosa, con sayas amarillas y careta de suegra borracha? Es el Macipe [17].
- Me paicè que t’equivocas. Yo creo qu’es la Chafandina. Y si no, arrepara en su tipo y en el modo que tiene d’andar.
- ¡To!, ¡qué boba! Pues yo te digo qu’es el Macipe. ¡No ves que lleva las sayas de su hermana Avelina!
- ¿Y por qué s’habrá disfrazau de suegra borracha?
- ¡Jolines!, pues pa burlarse de la madre de su novia. ¿Aun no t’has enterau que la Tía Mercé no puede ver al Macipe ni pintau?
- Mira aquel pincho con bastón y bombín, que sube por las escalerillas de la calle de San Antón.
- ¡Si paice uno de los tres ratas de La Gran Vía! ¿No t’acuerdas de aquella función qu’hicieron unos cómicos en la Plaza, durante las Fiestas pasadas?
- Pues tienes razón. Pero ¿quién será esa máscara tan fata?
- ¿No será el Medrano? Vamos a tirarle de la lengua.
- Oye, majo: ¿dónde vas con ese traje tan fachendoso? ¿Vienes de los Madriles o andas buscando a una Marquesa extraviada?
- No, pimpollos. A quien ando buscando es a mi marido, pues me barrunto que anda disfrazado por aquí, del brazo de una pendón... Y como lo descubra, ¡la de palos que le voy a arrear con este bastón!
Las preguntonas se echaban las manos a la cabeza y seguían con la vista al enmascarado, hasta que éste se perdía en el barullo.
- ¡Pobre señorita!, comentaba a continuación una de las curiosas. Debe ser la mujer del Notario. Claro, comu’él es un hombre tan guapo...
- Oye, tú: no seas aldraguera. ¿En qué cabeza cabe qui’un señorito tan serio como el Notario, vaya andar por aquí de picos pardos?
- ¡To!, pues no sería el primero...
- No digas bobadas. En todo caso, s’iría a Zaragoza o a Pamplona, donde no lo conoce nadie.
- Bueno, pues entonces, ¿de dónde ha sacau esa mujer el bombín, el bastón y el traje tan elegante de caballero?
- ¡Vaya pregunta!, pues l’ha podido sacar de la casa de la Tía Quica. ¡Aun no t’has enterau que alquila disfraces de todas clases!
- Pues tú dirás lo que quieras; pero anoche dijeron en la tertulia de la Tía Mochona, que al Notario le gusta la hija del Tío Pelotillas...
- ¡To!, y a mí el hijo del Tío Síndico...
- ¡Pero si no tiene!
- Pues claro: todo es un cuento de pastrijeras...
* * *
- Ahí viene el hojalatero disfrazau de gardacho.
- ¡Y cómo le brillan las escamas!
- Fíjate cómo asusta a los niños.
- Naturalmente, con esa cabezota verde y esa cola tan larga...
- Desde luego, es la máscara más original y llamativa del carnaval.
- Por supuesto. ¡Como qu’ese Pedro Torres tiene mucho pesquis!
- Ahí viene el hojalatero disfrazau de gardacho.
- T´acuerdas del disfraz de pájaro que sacó el año pasau?
- Sí; pero éste es más vistoso todavía.
- ¡Ahura que también tiene ganas de hacer penitencia! Porqu’amos, andar a rastras to el rato como una culebra...
- ¡Pues quién sabe! A lo mejor, s’endereza de repente y se sube por las paredes com’una zarandilla..,
* * *
- Adivina quién es ese carpintero, armau d’una sierra, qu’está amenazando al Tío Tripailante, con sacarle el mondongo, como a una res del matadero...
- El Pelinchin.
- ¡Qué va! La Caracolera.
- ¿En qué la conoces?
- ¿No ves que lleva los pantalones de su marido?
- ¡Ahura si que m’has gibau! Pero si los lleva puestos tos los días del año...
* * *
No todas las máscaras solían ser corrientes y molientes, pues, además de Pedro Torres, siempre había alguna otra que se distinguía por su originalidad y su buen gusto. Yo me acuerdo especialmente de la Rondalla de los Pierrots. Unos cuantos jóvenes se disfrazaron con la vestimenta blanca de botones negros del famoso tipo de la Comedia de Arte italiana y desfilaron por el pueblo, en un carro artísticamente engalanado. Iban tocando unos pasacalles muy bonitos y lanzando flores, confetti y serpentinas a las muchachas y señoras jóvenes que encontraban a su paso. Todavía recuerdo sus nombres: José Jiménez Fernández, que tocaba el violín; los hermanos Modesto y Rodrigo Herrero Besada, así como Raimundo Larrea, que tocaban la guitarra; Juan Ignacio González López, la bandurria; Emilio González López, el laúd; y Alfonso González López, la pandereta. Los acompañaban como «embajadores», asimismo disfrazados del mismo modo, Eduardo Rodríguez y Mariano Val Chivite. Les confeccionó los trajes de percalina la modista de la localidad, Javiera Pérez. Fue en los carnavales de 1912.
El festival carnavalesco vespertino se prolongaba, por las noches, en los bailes cerrados; el del Laurel, el de la Ochena y el del Sonsonete. Allí hacían el gasto de pulmones los músicos de la Banda del Tío Natalio y del Tío Camilo; y el gasto de ambigú, los mozos y las mozas que sudaban la gota gorda, bajo los dominós y bajo las caretas, bailando schottis, mazurcas y jotas. Desde luego, las mozas no pagaban dicho gasto, sino que éste corría íntegramente por cuenta de sus galanes.
Un año, se agostó el carnaval. En el pueblo se había declarado una epidemia de viruela y el Alcalde, don Juan Cruz Lahiguera, prohibió, con buen acuerdo, la juerga carnavalesca. Pero la medida cayó muy mal entre los fanáticos partidarios del dios Momo y, para manifestar su desagrado, éstos le sacaron a don Juan Cruz una copla de protesta, que cantaban con la música de una canción popular de la época. Hela aquí:
Este año, ya no hay bailes
por la viruela, por la viruela.
Ojalá que les entre
a las higueras,
a las higueras...
La alusión era tan clara como injusta y malintencionada; y comprendiéndolo sin duda así, tal vez el mismo coplero anónimo - u otro - dedicó más tarde al señor Alcalde estas otras coplas de desagravio:
Buenos días, Señor Presidente:
buenos días, don Juan Cruz Lahiguera:
Por lo bien que sabe usté portarse,
que Dios lo guarde y que no se muera.
Y si por casualidá,
en algún tiempo, l’hemos faltau,
usté, com’hombre de honor,
espero nos habrá perdonau.
¡Viva don Juan Cruz!
A usté, como padre nuestro,
debemos de respetar.
Sólo un favor le pedimos:
permiso para gozar,
sin faltar.
Convengamos en que, si el coplero no era muy bueno que digamos, por lo menos, tenía nobles sentimientos.
Capítulo II
Los cafés
La introducción de los cafés en Fitero sólo data del último cuarto del siglo XIX. Téngase en cuenta que los más antiguos de España, como el Café Lorencini, La Fontana de Oro y el Café Pombo de Madrid se abrieron solamente en el primer cuarto de dicho siglo.
Cuando yo era muchacho, había en nuestro pueblo cinco establecimientos de esta clase, ubicados en la Calle Mayor: el Café del Chicho (Telesforo Alvarez), en el nº 2; el del Rorra (Leopoldo Martínez), en el nº 24; el del Tío Basilio (Basilio Larrea), en el nº 1; el de la Sociedad de Cosecheros de vinos de Fitero, en el nº 5; y el del Estanquero (Santos Liñán), en el nº 22. El último - y el más importante - que se abrió en mi juventud, fue el Casino de Fitero. Su fundación se debió a la iniciativa del Notario, don Andrés Moreno Cuesta, y en un principio, no tuvo local propio, sino que estuvo instalado sucesivamente en la Calle Mayor, números 1 y 23; y en la de Lejalde, nº 1. Se inició con 33 socios y su primer presidente fue don José Castillo. Por fin, en 1922, se construyó su edificio actual en la calle de Lejalde. Para ello se derribaron previamente la casa en que yo nací - la del nº 10 - y las dos adyacentes: es decir, las de los números 8, 10 y 12 de dicha calle. Así, pues, puedo afirmar, con toda seriedad, que yo nací en el aire del Casino de Fitero; o sea, entre el suelo y el techo... El costo de la construcción sólo se elevó a 9.000 pesetas (de las de entonces, claro); pero, en fin de cuentas, su propiedad les salió a los socios por 225.000; es decir, 25 veces más que su construcción. Y es que el solar pertenecía a la sazón a don Eladio Medrano, quien lo cedió a los socios por un período de 10 años, al cabo de los cuales quedó todo como propiedad de dicho vecino. Pero, a su muerte, la Sociedad lo compró a los herederos del Sr. Medrano, en la cantidad de 45.000 duros. Al instalarse en el edificio actual, el Casino de Fitero tenía ya 80 socios; y en 1967, contaba con 350, entre residentes y foráneos. En la actualidad, su número pasa de 500.
La vida de los cafés fiteranos, durante mi infancia y en mi adolescencia, es decir, antes de la apertura del Casino, era lánguida, pues solamente se llenaban los domingos y los días festivos, siendo la estación de mayor afluencia la del invierno, por aquello de que el frío obligaba a los vecinos a guarecerse bajo techado y los cafés instalaban en sus salones sendas estufas de carbón de piedra. Inútil anotar que, con la irradiación calorífica de la estufa y las emanaciones sudorientas, respiratorias y tabaqueras de la clientela, la temperatura subía fácilmente a los 30 grados Celsius, mientras que, en la calle, estaba, a menudo, a cero. Durante el día, la iluminación solía ser buena, salvo en los días nublados, porque todos los cafés tenían sendos balcones que daban a la vía pública; pero, al anochecer, el panorama cambiaba, pues la débil luz de las primitivas bombillas de filamento de carbón se veía amortiguada por la espesa humareda que provocaban los fumadores, formando una densa niebla.
La clientela de los cafés de aquella época se componía ordinariamente de labradores, comerciantes y artesanos, pues los señoritos, es decir, los más ricos del pueblo, no se mezclaban con ellos, prefiriendo quedarse en sus casa o reunirse en la de alguno de su clan. Huelga decir que tampoco ponía allí los pies ninguna mujer. Ni siquiera la del cafetero. ¡A estas horas, se iba a atrever ninguna a asomar sus lindos ojos por aquellos salones! Una vez, un vecino avispado, que acababa de tomar en traspaso uno de los cafés, quiso pasarse de listo, y para desbancar a los demás cafeteros, tuvo la peregrina ocurrencia de importar para el servicio de su establecimiento, a unas camareras forasteras. ¡Vaya escándalo que armó! Por supuesto, que, en un principio, consiguió su propósito, pues una buena parte de los vecinos se volcó en su establecimiento; sobre todo, los jóvenes y los que, ya sin serlo, presumían de donjuanes. Incluso una copla popular celebró el acontecimiento:
Fitero ya no es Fitero,
porque se ha vuelto Madrid.
¡Quién ha visto en un Fitero
camareras a servir!
Como tales mozas no eran precisamente dechados de virtudes, pronto empezaron a correr por el pueblo, a costa de ellas, algunas anécdotas picantes - verdaderas o falsas - que les crearon una reputación escandalosa; especialmente, a raíz de algunos apagones de la luz eléctrica, casuales o intencionados, que ocurrieron algunas noches. Esto fue suficiente para que se desencadenara contra ellas una reacción furiosa que, comenzando en el interior de los hogares, se desbordó sin tardanza por las calles, encrespándose en las tiendas y en los corrillos de las comadres y subiendo hasta el mismo púlpito de la iglesia. En consecuencia, el café de las camareras fue declarado maldito, y de las críticas, se pasó a los hechos. En varias casas, hubo escenas conyugales violentas, hablándose incluso de maridos arañados por esposas celosas o amenazados con el abandono del hogar, si continuaban visitando aquel lugar de perdición. Por su parte, algunas vecinas influyentes pidieron al Alcalde que expulsara del pueblo a las pecadoras; otras, más bravas y motineras, le amenazaron con arrastrarlas por las calles, si no lo hacía; y en fin, no pocas madres roñosas y oportunistas aprovecharon mañosamente la ocasión, para suprimir a sus hijos la renta de los domingos. - “¿Pa qué la quieres? - les arguïan -. ¿Pa gastártela con esas zurrupios? Pues no hay renta hasta que se vayan del pueblo». Y naturalmente tuvieron que irse, pues, a última hora, las pobres mozas no se atrevían ni a salir a la vía pública.
Por lo demás, el gasto que se hacia, a la sazón, en los cafés de Fitero, no era como para arruinar a ningún parroquiano ni, por consiguiente, como para soliviantar a las madres de familia. Vean, si no, los precios. Una taza de café costaba solamente 15 céntimos; una copa de anís corriente, una perrilla (5 céntimos), y si era de las Cadenas o del Mono, una ochena (10 céntimos); y un puro corriente, 20 céntimos. Es decir que, por 40 céntimos, cualquier hijo de vecino podía presumir de tomar todos los domingos café, copa y puro, como el más rico de los «señoritos». Esto sin contar que la mayoría de los fiteranos de entonces no fumaban precisamente puros, lo que constituía un verdadero lujo, sino cigarros hechos a mano, que les resultaban mucho más baratos, pues una cajetilla de tabaco picado, de la que salían muy bien hasta una veintena de cigarrillos, costaba 20 céntimos; un librillo de papel Bambú, una perrilla; y una caja de cerillas de vagón, con 100 unidades - un verdadero tren -, otra perrilla. Los jornaleros ni siquiera consumían cerillas, sino que usaban generalmente el chisquero; es decir, una larga mecha, que duraba meses y meses y que se encendía con la chispa de dos pequeños pedernales.
Por aquella época, la clientela cafeteril se distribuía en peñas: o sea, en grupos de amigos que se sentaban alrededor de la mesa, a beber, fumar, jugar y chancear; y naturalmente las había de todas las clases: de aldragueros, de políticos, de economistas, de jugadores y de bebedores. Los aldragueros se ocupaban, como es de suponerse, de todos los chismes que corrían, a la sazón, por el pueblo: que si habían visto a Fulanita salir del Cañal del Boticario; que si a Zutano le había roto el fuelle en las costillas su mujer porque había vuelto a casa borracho; que si Perengano pretendía la mano de la señorita Petra, pero se oponía la familia de ésta; que si la Matilde se iba a meter monja, porque la había dejado su novio, etc. Los políticos acaparaban los dos periódicos a los que estaba suscrito el café: uno, regional (el Diario de Navarra o el Heraldo de Aragón) y otro, de Madrid (La Correspondencia de España, el ABC o El Imparcial) y comentaban los sucesos más salientes de la semana: el fusilamiento de Ferrer, la caída de Maura, la guerra de Marruecos, la Ley del Candado, el asesinato de Canalejas, etc.
Los economistas sólo hablaban de asuntos crematísticos y laborales: que si el vino iba a subir cinco céntimos el decálitro; que si la cosecha de remolacha iba a ser mala; que si el mildeu empezaba a hacer estragos en Majarrasas; que si el Tío Sergio había hipotecado su casa a los herederos de Abadía; que si la viuda del Tío Lamberto iba a sacar a subasta las fincas de Abatores; que si la fruta tenía poca venta, etc. Los bebedores eran más prácticos: en vez de calentarse la cabeza con discusiones políticas o con temas camperos, compraban entre varios una botella de Anís del Mono y se calentaban la boca, el estómago y el hígado, copeando, fumando y hablando de mujeres, hasta que acababan con la última gota de licor. Y alguno, de vez en cuando, con una mona... Finalmente los jugadores que constituían la mayoría, flanqueados siempre por sendos mirones, se dedicaban a tirar de la oreja a Jorge y a sacar las pesetas al prójimo. Ni qué decir tiene que jugaban ordinariamente a la baraja, siendo sus juegos preferidos el guiñote, el tute, la brisca, el subastado y el mus. Sólo algunos iniciados conocían el tresillo. También se jugaba bastante al dominó y al billar, pues todos los cafés tenían, por lo menos, una mesa de billar, no faltando asimismo algún tablero de damas y hasta alguno de ajedrez. Por cierto que la afición de los fiteranos al juego, y en especial a los naipes, es antigua, pues data ya del siglo XVI. Anota Jimeno Jurío que los juegos de cartas corrientes en esa centena eran la primera (carteta o parar), el triunfo, el flux, el matacán, el anequin y la figurilla. «Jugábase dentro del convento, en casas particulares y en plena calle, ventilándose, a veces, muchos ducados de traviesa» [18].
Revolviendo un fajo de Audiencias de juicios verbales de 1580-81, nos topamos con una sentencia del Alcalde del Crimen, fechada el 23 de enero de 1581, condenando a Juan de Guete, joven, a pagar con costas a Diego de San Juan seis reales que le había ganado al juego [19]. La afición continuó en los siglos siguientes, a juzgar por un apercibimiento, hecho en 1721, por el Alcalde del Crimen contra varios sujetos, para que no siguieran jugando a los naipes, en sus casas; así como por un bando de la Alcaldía sobre las barajas, echado en 1726. Por un comentario chispeante en verso de don Alberto Pelairea, publicado en LA VOZ DE FITERO del 20 de abril de 1913, sabemos que en el Casino, había perdido por entonces un vecino 800 ptas. en una tarde. - ¡Vaya tontería! - exclamará algún lector de ahora -. Pero, no; no era una tontería, porque entonces 800 ptas. casi equivalían al salario de dos años de un jornalero. Naturalmente, los que se jugaban esas cantidades no eran jornaleros, sino comerciantes o labradores acomodados. En Fitero los llamaban, a la sazón, jugadores fuertes, porque no apostaban pernillas u ochenas, sino duros y billetes, y eran aficionados a los juegos tiraos; o sea, la carteta y la banca.
A este propósito, vayan cuatro anécdotas curiosas. La primera se refiere a la exclamación popular: «¡Ay, Virgen de la Barda: que me quiero morir!». Resulta que un vecino, después de jugarse en el Casino todo el dinero que llevaba y perderlo, se jugó un tercero contra 60 duros, y también lo perdió. Entonces se llevó las manos a la cabeza y exclamó: “¡Ay, Virgen de la Barda: que me quiero morir! Que no se entere mi mujer”. Por lo visto, era una señora de armas tomar. La segunda se refiere al Montecillo. Esta jugada no se hizo en el Casino, sino en una casa particular, donde se reunían clandestinamente jugadores fuertes, entre ellos, X y Z. El 1º perdió todos los billetes que traía y entonces dijo al 2º que era el banquero: - «Te juego el Montecillo (que era efectivamente de X) - ¿Por cuánto? - Por 150 ptas. - Vale». Y X lo perdió. La 3ª le ocurrió a un matrimonio rico de labradores cuyo marido era muy jugador. Un buen domingo fue con su mujer a Majarrasas, donde tenían varias fincas; y entre ellas, una viña.
- «Mira nuestra viña” —exclamó ella, al divisarla de lejos.
- Ya no es nuestra —repuso él sombríamente.
- ¡Cómo!
- Me la jugué anoche a la carteta y la perdí».
A la señora le dio un soponcio y cayó redonda al suelo.
La 4ª anécdota la refiere José María Iribarren, en su Retablo de curiosidades, achacándosela a D. Alberto Pelairea, pero dudamos de su autenticidad. «Pelairea - escribe el costumbrista tudelano - contaba de un viejo de Fitero que, una tarde, en el portal de su vivienda, jugaba al tute, mano a mano, con una vecina. La atosigaba.
- Veinte en bastos. Amos, corre, echa carta.
- Jesús, ¡qué hombre! No tiene poca prisa.
- Y la tengo: qu’hi avisau a Don Antón, hace media hora, y va a llegar de un momento a otro.
- ¿A don Antón el cura?
- Sí, que va a darme el viático.
Se lo dieron y aquella misma noche falleció».
Para redondear el cuento, que, sin duda, es gracioso, pero poco creíble, Pelairea debía haber añadido, que, después de haber recibido el Viático y la Extrema Unción, el moribundo se puso a jugar al siete y medio con don Antón.
(Don Antón - Antonio Vergara - fue un viejo coadjutor de la Parroquia, que bautizó precisamente al autor de estas líneas. Vivió en la casa nº 17 del Barrio Bajo, con la familia de una prima carnal suya: la Tía Avelí (Avelina Vergara Ibáñez) y allí murió a los 92 años, el 23 de diciembre de 1931. Su partida de defunción dice pintorescamente que falleció «de senectud». ¡Caramba! No sabíamos que la senectud fuese precisamente una enfermedad. Y Matusalén que, según la Biblia, vivió 969 años ¿de qué murió? No lo dice el Génesis, ¡Qué lástima!).
Capítulo III
Las Cencerradas
Es muy posible que las cencerradas fueran una reminiscencia o, más bien, un trasplante y una transformación de las algazaras que armaba el bajo pueblo romano, antes de Jesucristo, en las bodas de los ricos, cuando iba a recoger los regalos menudos con que le obsequiaban los contrayentes. Pero, como manifestaciones tumultuosas de desagrado ante las nuevas nupcias de los viudos y de las viudas, las cencerradas datan ya de los primeros tiempos de la Era cristiana.
El rigorismo moral de las primitivas comunidades cristianas no veía con buenos ojos estos nuevos matrimonios y, como protesta popular contra ellos, nacieron las cencerradas. Sin duda, esas nuevas nupcias se miraban como una especie de infidelidad al primer cónyuge y como una concesión poco edificante a la concupiscencia de la carne, en oposición a la castidad, preconizada por los Santos Padres. Incluso hacia la segunda mitad del siglo II, apareció una secta herética: la de los montanistas, fundada por el frigio Montano y cuyo corifeo principal fue el insigne apologista Tertuliano, la cual condenaba categóricamente los nuevos matrimonios de los viudos y de las viudas, como un pecado grave. Sin embargo, la doctrina de San Pablo sobre el particular, contenida en el capitulo VII de su Epístola Primera a los Corintios, es bien explícita y terminante: «Digo, pues, a los solteros y a las viudas que les es bueno, si se quedaren como yo (v. 8); pero, si no tienen don de continencia, cásense, porque mejor es casarse que quemarse (v. 9)». «La mujer casada está sujeta a la Ley, mientras vive su marido; más si su marido muriere, libre es; cásese con quien quisiere, con tal de que sea en el Señor (v. 39)».
¿Por qué, pues, esa vieja inquina de mucha gente que presume de cristiana, contra los viudos y las viudas que contraen un segundo matrimonio? Desde luego, no es precisamente por un exceso de puritanismo, como en el caso de los primeros cristianos o de Montano y Tertuliano. Sin duda, los motivos son bastante menos elevados. Por de pronto es muy posible que se trate de una sedimentación de viejas supersticiones populares. Por ejemplo, la creencia de que los muertos conservan algún derecho sobre los vivos y de que el viudo o la viuda que se vuelven a casar, se convierten ipso facto en culpables de una grave ofensa y hasta de un grave daño hacia el cónyuge fallecido ¿Por qué? Porque el alma del muerto, según nos decía un día una anciana supersticiosa, entra irremisiblemente en pena, al ver su antiguo lecho y domicilio profanados por un advenedizo. ¡Tonterías! Nosotros diríamos que, entre los ingredientes de esta antigua ojeriza popular hacía las segundas nupcias, ya casi desaparecida, a causa principalmente del divorcio, se ocultaba, en primer término, un resentimiento inconfesado de los solteros que no se casaban, por no haber tenido la ocasión de hacerlo a su gusto, y sobre todo, de las solteras que no habían podido hacerlo todavía, ni a su gusto ni a su disgusto.
- ¡Cómo! Ese ya dos mujeres; ¿y yo ninguna?
- ¡Cómo! Esa ya dos maridos; ¿y yo ninguno?
Añádase a este resentimiento de los célibes forzados o forzosos, el de los casados y casadas a quienes no les iba bien en sus matrimonios y que deseaban ardientemente - pero, ¡ay!, no podían - recobrar su libertad de solteros.
- ¡Imbéciles!, exclamaban para sus adentros. Acabáis de dejar unas cadenas insoportables ¿y os preparáis alegremente a amarraros con otras nuevas?
En cuanto a la muchachada irreflexiva y bullanguera, es claro que estaba y está siempre dispuesta a armar jarana, con cualquier pretexto: un casamiento, un bautizo y hasta un entierro. Pero, en fin, sea cual fuere la explicación de esa vieja e inconsciente malevolencia popular hacia los que contraían segundas nupcias, lo cierto es que ésta era efectiva; y su manifestación típica eran las cencerradas.
Ya el simple nombre de cencerrada implicaba un brutal agravio a los contrayentes, pues cencerrada quiere decir etimológicamente ruido de cencerros, y cencerros, como es sabido, son las toscas campanillas que llevan atadas al pescuezo los machos cabríos, los bueyes, las vacas viejas y otros animales de pezuña, que sirven de guías o de cabestros. Así, pues, la primera ofensa de una cencerrada era la de equiparar implícitamente a los que contraían segundas nupcias con aquellos animales. El Diccionario de la Lengua de la Real Academia Española (edición XVI) dice que cencerrada es un ruido desapacible que se hace con cencerros, cuernos y otras cosas, para burlarse de los viudos, la primera noche de sus nuevas bodas. Pues bien, en las cencerradas fiteranas de antaño, lo mismo que en las del resto de la Ribera de Navarra, no se empleaban precisamente, o principalmente, cencerros y cuernos, sino toda clase de objetos y utensilios con los que se podía hacer ruido y armar escándalo: calderos, silbatos, zambombas, almireces, palanganas, orinales, cacerolas, sartenes, calderetas, carracas, etc. ¡Ríanse ustedes de las estridentes baterías de los negros norteamericanos que introdujeron el jazz! Mucho antes que todos ellos, los murguistas de las cencerradas fiteranas empleaban a la perfección todos los instrumentos de percusión.
Siendo muchacho, acudí, como los demás, a varios de estos espectáculos gratuitos y al aire libre y puedo certificarles que eran algo verdaderamente estruendoso, desopilante y descacharrante. Me acuerdo especialmente de una cencerrada, que tuvo lugar en la confluencia de las calles de la Villa y de la Iglesia, hará cosa de setenta años [20]; y cuyos ecos deben resonar todavía en las Peñas de Roscas. Los festejados con tan romántica serenata, eran una viuda forastera y un solterón fiterano, instalados, si mal no recuerdo, en la casa nº 20 de la calle de la Villa. Tuvieron el buen sentido de no asomar siquiera las narices por los balcones. Pero la cencerrada más sonada del siglo fue la que dieron, hacia 1913, a los viudos recién casados, don Lucio González, Depositario del Ayuntamiento, y doña Felisa Latorre (la Felisita). Duró nueve días, o mejor dicho, noches, y cada vez, quedaba el espacio delantero de su casa, en el Barrio Bajo, cubierto de latas y cacharros viejos.
Las cencerradas empezaban invariablemente de noche, precisamente a la hora en que se suponía que los obsequiados con tal escándalo iban a meterse ya en la cama, pues de lo que se trataba justamente era de amargarles la noche de bodas. Por eso, al fragor de los cacharros, se unía la gritería de los manifestantes: gritos ordinariamente salaces y soeces que daban al espectáculo un color bastante subido. Aun cuando los alborotadores tocaban y aullaban en completo desorden, siempre surgían algunos directores espontáneos de la destemplada serenata, que acababan por ordenar un poco aquel tremendo barullo. De vez en cuando, estos conductores improvisados de masas lograban imponer silencio a los jaraneros, y entonces, algún bardo, o mejor dicho, bigardo, inspirado por el vino o el aguardiente, y levantado en hombros por algunos concurrentes, se dirigía hacia el balcón o la ventana de los festejados y les lanzaba una copla satírica de circunstancias, más o menos verde o colorada. Recuerdo una, bastante comedida, que no carecía de cierta gracia:
A ti te lo digo, Gildo:
límpiate, que estás de huevo,
porque no vas a beber
vino de pellejo nuevo...
La concurrencia la acogía con grandes carcajadas, exclamaciones y aplausos, y a continuación volvía a emprenderla con su heterogénea cacharrería. Y así se pasaban unas cuantas horas de la noche, hasta que los «cencerreadores» se iban cansando y se dispersaban poco a poco, para irse a dormir. ¿Y las autoridades?, preguntará algún lector ingenuo. Pues brillaban sencillamente por su ausencia y dejaban hacer. Aquello era una vieja costumbre y la costumbre es ley. Sin embargo, ya Carlos III, en el siglo XVIII, las había prohibido, bajo pena de cuatro años de prisión y de cien ducados de multa a los infractores; y el Código Penal de 1870, que estaba vigente en mi infancia, aunque más benigno, castigaba también a los cencerreadores, con multas de cinco a veinticinco pesetas y reprensión. Pero la mayoría de los alcaldes no se atrevían a enfrentarse con los alborotadores y se hacían los sordos y los ciegos, con lo que la ley resultaba letra muerta.
Huelga decir que los «cencerreados» reaccionaban ante los manifestantes de diversas maneras, según su carácter. La mayoría, que eran los sensatos, o se ausentaban del pueblo aquella noche y otras cuantas sucesivas, o cerraban a cal y canto las puertas y ventanas o balcones de sus casas y no se daban por enterados. Algunos optimistas o socarrones lo tomaban - o afectaban tomarlo - benévolamente, se asomaban con toda tranquilidad a contemplar la fiesta y hasta echaban a los murguistas rosquillas y magdalenas. En cambio, los que tenían pocas aguantaderas, se enfurecían, se encaraban violentamente con los bullangueros, desde el balcón o desde la ventana - ¡cualquiera bajaba a la calle! - y ardía Troya. Los menos agresivos se contentaban con insultar a los escandalosos; pero los que tenían malas pulgas, tomaban la contraofensiva y pasaban a la acción contra los alborotadores. Algunos les echaban encima pozales de agua sucia; otros los rociaban con aceite o con pintura; más de uno llegaba a vaciarles el contenido sólido y líquido de los orinales, y por fin, no faltaba, de tarde en tarde, algún recién casado iracundo que, perdiendo el control de sus nervios, agarraba una escopeta de caza y les disparaba unos cuantos cartuchos de perdigones. En tales casos, los agredidos se encrespaban, respondían a patatazos, pedradas o tomatazos y tenía que intervenir la Guardia Civil.
En fin, hoy en día, se acabaron en Fitero las cencerradas, y los viudos que contraen segundas nupcias, pueden pasear sin sobresaltos su luna de miel, aunque ya sea en cuarto menguante...
Capítulo IV
LAS TINIEBLAS
Se celebraban durante la Semana Santa.
No se trataba, claro está, de las tinieblas de la noche, sino de bullangas algo parecidas a las cencerradas; pero con la diferencia de que sus protagonistas eran exclusivamente muchachos, y de que su escenario no era la calle, sino la misma iglesia parroquial, al final de los Maitines y de las Laudes del Miércoles Santo y del Jueves Santo; es decir, al terminar el Oficio de Tinieblas.
Yo no me perdía ninguna de ellas y allí me presentaba, dispuesto a armar escándalo, como los demás chicos, apenas pusiese el Poba -el sacristán menor- la vela María, debajo de la mesa del Altar Mayor.
Sin embargo, el espectáculo del Oficio de Tinieblas, en nuestra parroquia, era impresionante, y no invitaba, ni mucho menos, a la disipación y a la jarana, sino al silencio y al recogimiento.
De ordinario, el grandioso templo estaba sumido completamente en la penumbra, sobre todo, cuando la tarde estaba nublada. Todos los alares menores ostentaban sus imágenes tapadas con sendos paños morados, según mandaba la liturgia. Un aparatoso Monumento, en el que se destacaban, pintados en grandes lienzos, el Sacrificio de Abraham, empuñando un gran cuchillo; los Profetas Mayores y unos fieros soldados romanos con lanzas, escudos y cascos, cubría la mesa del altar y el gran baldaquín de columnas salomónicas de la Capilla del Santo Cristo de la Guía, la cual no era todavía la de la Virgen de la Barda; mientras que el gran retablo del Altar Mayor, en vez de las pinturas de Roland Mois y de las esculturas de Antón de Zárraga, lucía un velo enorme de color violeta más desvaído, ya casi ceniciento, con una gran cruz blanca en medio.
Por supuesto, en este altar se celebraba entonces el Oficio de Tinieblas. A la derecha del presbiterio, se alzaba el alto tenebrario, en forma de triángulo equilátero, con sus quince cirios amarillentos encendidos, mientras que, sobre la mesa del altar, ardían otras seis velas más largas, montadas en candelabros verticales. Desde el fondo del lejano coro, se levaban las voces lúgubres de los sacerdotes, que recitaban a coro los nueve salmos de los Maitines y los cinco de las Laudes. De vez en cuando, se callaba el coro y una voz cantaba en latín, en el estilo recitativo gregoriano, alguna de las patéticas lamentaciones de Jeremías:
"Quomodo sedet sola civitas, plena populo!"
"¡Cómo se halla sentada, abandonada y sola, la ciudad populosa! La grande entre las naciones se ha vuelto como una viuda. La señora de provincias se ha convertido en tributaria" (c. I, v. I)
"¡Oh!, vosotros, todos los que pasáis por el camino: mirad y contemplad si hay dolor como mi dolor" (c. I, v. 12)
Pero los muchachos no entendíamos nada de esto y sólo estábamos atentos a los tremendos golpes que el Tío Cristóbal -el sacristán mayor- descargaba sobre el facistol, al final de cada salmo, con el largo y metálico gancho de un cantoral. Era para avisar al Poba, que se hallaba en el presbiterio, con objeto de que fuera apagando, a cada golpe, las velas del tenebrario. ¡Y había que ver la habilidad con que el sacristán menor manejaba el largo apagavelas!
-¡Ya faltan ocho" ¡Ya faltan siete! ¡Ya faltan seis!, nos decíamos, en voz baja, los muchachos, acariciando las matracas y las carracas.
Cuando, al acabar los catorce salmos del Oficio, aplastaba el Poba, con la capuchita de hojalata, el pabilo del décimo cirio del tenebrario, nuestra expectación y nuestra ansiedad subían de punto, no faltando entonces algunos niños impacientes que dejaban crujir intempestivamente algunos dientes de sus carracas. Pero los fieles, mayores de edad, se volvían hacia ellos y les siseaban, para imponerles silencio. Desde luego, los inquietos se contenían de momento; más, por poco tiempo, porque, a continuación, el clero comenzaba a entonar el Miserere y, a cada tres versículos, el Poba iba apagando una a una las velas de la mesa del Altar Mayor. Ni que decir tiene que, a cada apagón, la sangre se agolpaba en nuestras venas y nuestros dedos apretaban con más fuerza la empuñadura de los instrumentos de hacer ruido. Por fin, el Poba tomaba en sus manos la vela María, se arrodillaba con ella ante el altar y, cuando los sacerdotes acababan de rezar la oración "Respice, quaesemus, Domine...", la escondía debajo de la mesa. Entonces estallaba como un trueno el escándalo de la chiquillería.
Dice la liturgia que, acabada dicha oración, se haga un poquito (aliquantulum) de fragor y de estrépito, en recuerdo del terremoto que siguió a la muerte de Jesucristo.
¿Un poquito tan solo? ¡Ah!, no. Los muchachos del pueblo queríamos hacer un terremoto -o por lo menos, un templimoto- de verdad. ¡Y vaya si lo hacíamos!, pues la batahola que se armaba era formidable. Mientras unos agitaban violentamente las matracas, los tornos de macillos y las carracas, otros sonaban campanillas y cencerros, golpeaban los bancos con palos o los sacudían contra el suelo, y hasta algunos grandullones irreverentes aporreaban los confesionarios o volcaban y arrastraban por las naves laterales de la iglesia los reclinatorios de las señoras acomodadas. Todo ello, en medio de una gritería infernal, que convertía, por unos minutos, el lugar sagrado en un aquelarre de todos los diablos. Hasta que la turbamulta infantil abandonaba el tiemplo, en una carrera estruendosa y desenfadada, y renacían el silencio y la calma.
Al día siguiente, más de una señora tenía que mandar arreglar su reclinatorio, si es que aún tenía compostura; y si no, comprarse otro nuevo.
Y... hasta las tinieblas del año próximo.
Añadamos que, un año, hubo una víctima de verdad. Don Manuel Pina, que era un señor muy devoto, intentó contener a algunos alborotadores y, tropezando con un bando, se rompió un brazo.
Capítulo V
El Mentidero de San Antonio
La reunión más famosa de aldragueros, durante mi juventud, fue, sin duda alguna, el Mentidero. En mi POEMARIO FITERANO, le dediqué ya una pequeña nota en prosa [1] y una composición festiva en verso [2]; pero bien vale la pena de añadir todavía algunos informes suplementarios. La pintoresca peña al aire libre de la plazuela de San Antonio se reunía diariamente, cuando hacía buen tiempo, pues ¡cualquiera paraba allí, cuando llovía, nevaba o helaba! Los contertulios no eran tan temerarios como para desafiar gallardamente a los elementos. La figura central del Mentidero era Jenaro Falces, alías el Cuadrao (1872-1939). Rechoncho, fuerte, coloradote, de pelo rojizo, con calva incipiente y un pequeño bigote, me parece verlo todavía con los puños de la camisa arremangados, haciendo suelas de cáñamo, a horcajadas sobre su banco de alpargatero. Vivía exactamente en el rincón de la Plazuela y era el que proporcionaba las bancas en que se sentaban los contertulios. Así, pues, el Cuadrao era el presidente nato y vitalicio del Mentidero; y además, el elemento más importante del mismo, a causa de su carácter optimista, jovial y dicharachero. Si faltaba él, no había tertulia.
El Cuadrao tenía un pequeño bar - a la sazón, el único del pueblo - con el que se hubiera muerto de hambre, si hubiese pretendido vivir de la clientela, pues sólo algunos amigos de su hijo ponían, de tarde en tarde, los pies allí. Sus mejores parroquianos, aunque no fuesen precisamente de la parroquia, eran paradójicamente los viajeros estivales de los Balnearios, pues los autocares de estos establecimientos hacían entonces sus paradas enfrente de San Antonio. No bien los veía llegar, el Cuadrao dejaba apresuradamente su banco de trabajo y salía invariablemente a su paso, con su cajón de licores, colgado del cuello, lanzando su pintoresco grito de guerra: «¡Caballeros y caballeras: Gasiosas y cervezas frescas!». Esto de las caballeras era uno de los muchos lapsus o trabucaciones divertidas que soltaba espontáneamente en su lenguaje. Don Alberto Pelairea comunicó varias de ellas al escritor don José María Iribarren, el cual las consigna en su libro, ya citado, Retablo de curiosidades [3]. Helas aquí – aumentadas -, con sus aclaraciones respectivas. No hay tinto malo (por No hay quinto malo). La alta tiroliquia (por la aristocracia). Guardia típico (por Guardia cívico). La calle de los Usías (por la Calle Mayor o de los ricos) Gurrión de canariera (por Gorrión de canalera). Lo han puesto de chúpame, dómine (en lugar de Chupa de dómine). Eso son petaca minuta (por Peccata minuta). ¿Sabes tú que «paice» esto el carnaval de liza? (por Parece el carnaval de Niza).
Con motivo de una huelga de Correos, el Cuadrao comentaba las hazañas de los juerguistas (por huelguistas) y del gran número de esquiladores (por esquiroles), que se estaban ofreciendo al Gobierno. Descubriendo las malas artes de un tahur que hacía martingalas en el juego, le decía el Cuadrao: «¡Menudo martirologio te traes tú!» (por martingaleo). Y hablando de otro jugador que había ganado mucho en la ruleta, comentaba: «¡Si lo pillaran en Montejurra!» (por Montecarlo.). Una tarde, yendo camino de su huerto, el Cuadrao se tropezó con uno de los médicos del pueblo.
- ¡Qué! ¿De dar una vuelta? - le dijo el orondo Jenaro.
- Sí; todas las tardes, doy mi paseíllo para digerir bien - le respondió el galeno.
- Pues «miusté: yo no paseo, pero dirijo perfectamente (por digiero).
Y otra tarde, yendo de paseo con el Tío Foro, al llegar al Portillo de la Huerta, le preguntó éste:
- ¿Por dónde vamos? ¿Por el camino de la huerta o por el verdugo del río?
- Me es indispensable (por Me es indiferente), le contestó tranquilamente el Cuadrao.
Un día se quejaba un contertulio de que el pan de aquella semana estaba mal hecho.
- Es que el panadero ha caído enfermo - explicó otro de la peña.
- Sí, aclaró el Cuadrao. Dicen que le han salido variétés en las piernas (por varices).
(Por entonces eran muy populares en España las artistas de Variétés.) Y refiriéndose a un tipo agresivo, del que decían que estaba loco, sentenció solemnemente el Cuadrao. «¡Pues los locos a la inclusa!» (en lugar de al manicomio).
En fin, el repertorio de trabucaciones del famoso Jenaro era inagotable. Sin embargo, no respondemos de la autenticidad de todas las que se le atribuyen, pues don Alberto Pelairea era un guasón redomado y, por otra parte, no es muy seguro que todos los disparates elocutivos del popular Jenaro fuesen tan ingenuos y espontáneos como se ha querido hacer creer. También el Cuadrao se traía su guasa, como la mayoría de los fiteranos. Por lo demás, no era Jenaro el único miembro del Mentidero que incurría en estas trabucaciones; pero era el que las soltaba con más frecuencia y con más salero.
Los demás socios activos del Mentidero (también los había honorarios, los cuales sólo se descolgaban por allí de Pascuas a Ramos) eran el Mulero, el cual se lamentaba todos los años de la falta de toros educados (por adecuados) a los toreros; el ya citado Foro el Chicho, obsesionado siempre por organizar unas brillantes Fiestas de la Virgen de la Barda, pues ya hemos anotado anteriormente que era cafetero; Julio el Poteta (Julio Martínez), un hombrachón atacado de ciática, con un vozarrón de sochantre [4] y una testarudez de baturro, y el Estanquero (Santos Liñán), el cual irrumpía siempre en la tertulia, trayendo noticias sensacionales y de ordinario, falsas, para dejar boquiabiertos a sus colegas. Otros habituales del Mentidero eran Gregorio el Basilio, a quien habían puesto este apodo, a causa de la admiración sin límites que sentía por un político e industrial aragonés de la época, llamado don Basilio Paraíso Lanús; Ricardo el Chato, un carnicero fornido y jacarandoso y en fin, el Tío Zorrita, el Santillos, el Motolo, Perico Moreno, Manolo Remón [5], Manuel Muro y Rufino Maculet.
Rufino Maculet Domínguez [6] merece unas líneas aparte. Tenía un comercio de tejidos al lado del Mentidero y era un señor alto, seco y cetrino. Sufría una dolencia crónica de estómago y, en el Mentidero, daba invariablemente la nota pesimista. Por lo demás, era un hombre instruido y honrado, y durante muchos años, desempeñó discretamente la corresponsalía local del “Diario de Navarra». Asimismo tuvo a su cargo, durante algún tiempo, la administración del Casino de Fitero, siendo seguramente uno de los mejores administradores que ha tenido esta sociedad. Murió en febrero de 1943, a los 70 años.
En fin, el Mentidero de San Antonio desapareció, sin pena ni gloria, en el tercer decenio de este siglo. Por supuesto, el pueblo no perdió nada con ello.
Capítulo VI
Brujas, Duendes y Bromistas Fantasmales
Debo confesar, antes de nada,
que ni en Fitero ni en ninguna parte del mundo, he tenido el gusto de conocer
personalmente a ningún duende ni a ninguna bruja. Sin embargo, parece que no
han faltado en nuestro pueblo, pues don José María Iribarren, en su Retablo de curiosidades, alude a una
hechicera fiterana, llamada la Tía Choya.
(¿No sería más bien la Tía Chola, porque
andaba mal de la misma?). El caso es que no cuenta ninguna hazaña de ella. ¡Qué
lástima! Por lo visto, debía ser una pobre bruja. Con todo, es de suponer que,
como toda hechicera que se respete, la Tía
Choya subiría, al menos, algunas noches sabatinas, montada en una escoba, a
Roscas o a Peñarroya, para concurrir a algún aquelarre.
Yo pregunté a mi nonagenaria
madre si había oído hablar alguna vez de esta maléfica prójima; pero me dijo
que no le sonaba su nombre. En cambio, me refirió que, cuando ella era niña,
allá por los años ochenta del siglo XIX, había en nuestra Villa varías vecinas
que tenían fama de brujas. Ni que decir tiene que constituían el terror del
pueblo, pues la mayoría creía ciegamente en sus pretendidos poderes satánicos.
Me concretó que una de ellas se transformaba nada menos que en cabra, y que,
ante las fuentes, mostraba sus largos dientes, exclamando: «Fuente, mira mis
dientes». Yo le pregunté socarronamente:
—¿Y no le hincó a ningún vecino
los cuernos en el ombligo?
—No, hijo; que las cabras tienen
los cuernos echados hacia atrás.
—¡Bah!, entonces no era una
bruja, sino un chivo presumido.
Según referencias más detalladas
del anciano Clemente Latorre, hacia el año sesenta y tantos de la pasada
centuria [21],
tenía fama de bruja la Tía Cedacera, la
cual, ¡cosa curiosa!, no hacia víctima de sus artes diabólicas a su marido,
sino a un infeliz vecino, llamado el Tío
Becho. Hasta que éste le amenazó, un buen día, con retorcerle el pescuezo
como a una gallina, destinada a hacer caldo para una recién parida, y ya no
volvió a molestarlo jamás. Lo que no precisaba el Tío Clemente, eran las
torturas que infligía a su víctima la Tía
Cedacera. Desde luego, no creo que lo hiciera migas y las pasara después
por un cedazo; pero, a juzgar por el secreto, debían ser alguna cosa fea. A lo
mejor, le obturaba la uretra y el intestino recto o le pinchaba el bazo,
mientras dormía, con una aguja de alpargatero. El mismo Tío Clemente añadía
que, en su infancia, tenía asimismo fama de bruja la Tía Caramba, la cual era una pobre vieja más sorda que una tapia,
ante cuya aparición, los chicuelos de la escuela se apresuraban a hacer
ostensiblemente la señal de la cruz, con los dedos índices de sus manos, como
si fueran a espantar al diablo. Naturalmente esto enrabietaba a la pobre
anciana, la cual prorrumpía en violentos improperios contra los mozalbetes y
contra toda su parentela.
Don Pedro Jiménez contaba otro
episodio curioso de hechicería, ocurrido, durante su niñez, en la calle de la
Loba (hoy Armas). Un día de invierno, un pacífico vecino se retiraba a su domicilio,
a una hora avanzada de la noche, envuelto en su amplia anguarina, cuando le
salió al paso una bandada de aves de mal agüero. ¿Lechuzas? ¿Murciélagos?
¿Cuervos? No lo precisaba. En vano, intentó espantarlas con su anguarina, pues
los siniestros pajarracos volvían a apelotonarse alrededor de sus pies,
impidiéndole marchar a su paso. A duras penas, consiguió, por fin, penetrar en
su domicilio, impresionado por el extraño asedio. Pero no logró pegar un ojo
en toda la noche; en parte, por la representación obsesionante de lo sucedido
y, en parte, porque empezó a sentir sobre su cuerpo un peso enorme, como el de
un demonio incubo de cien kilos. El cuitado, durante la angustiosa vigilia,
empezó a dar vueltas a su cabeza sobre el inquietante caso, llegando a la
conclusión de que se trataba de un maleficio de una vecina, tildada de bruja,
quien lo miraba siempre de reojo. Ni corto ni perezoso, apenas amaneció,
agarró un cuchillo de matanza e irrumpió en casa de la hechicera, amenazándola
con degollarla y desollarla como a una oveja, si no lo dejaba en paz. Y
naturalmente, ante argumento tan tajante, cortante y convincente, la
atemorizada bruja ya no comisionó a ninguna bandada de vampiros, para que
fueran a chupar la sangre y la linfa al vecino de la anguarina. Como se ve, las
brujas fiteranas de antaño eran, en fin de cuentas, unas comadres inofensivas.
Y lo mismo ocurría con los
duendes, pues antiguamente en Fitero también había tipos de esta calaña.
Cuando yo era pequeño, se habló mucho de un duendecillo travieso, que andaba
suelto por los recovecos del Cortijo. Pero todas sus travesuras se reducían a
producir misteriosos y suaves ruidos nocturnos por algunas casas, desvelando a
pobres viejas asustadizas que sufrían de insomnio. A lo mejor es que se entretenía
en lamer las cacerolas y las sartenes o en jugar en la cocina con el michino.
De todos modos, no hubo manera de localizarlo y desapareció tan misteriosamente
como había venido. ¿No sería el mismo que apareció, años después, en Zaragoza,
cuando el doctor Asuero curaba milagrosamente, tocando a los pacientes el
trigémino?
En la calle de San Juan, parece
que estuvo embrujada, en otro tiempo, la casa número 4, a la que llamaban la casa del duende. ¿Por qué? Porque
dicen que, a las altas horas de la noche, se veían salir de ella misteriosos tipos
disfrazados, con aire de fantasmas huidizos. Pero me barrunto que estos
embozados y embozadas debían ser aves nocturnas de otro pelo.
En fin, para terminar este
capítulo extravagante, añadamos a esta fauna pintoresca la de algunos bromistas
fantasmales. En mi niñez, recuerdo haber oído comentar una broma trágica, que
se decía haber ocurrido, tiempos atrás, en nuestro pueblo, pero cuyos protagonistas
yo no conocí y de cuya autenticidad tampoco respondo. Un mozo valentón e
irrespetuoso se apostó con otros tres jóvenes, nada menos que quince pesetas -
un duro por barba - a que, la noche de Difuntos, que estaba próxima, saltaría,
hacía las doce, las tapias del cementerio y se pasearía tranquilamente por su
interior. En aquella época, los muertos y los camposantos infundían más miedo
que en la actualidad, en la que nadie cree ya en aparecidos. Y ese miedo
supersticioso era todavía mayor en la noche de Animas, en la que aún creían
algunos ingenuos que salían los cadáveres de sus tumbas, al dar las doce
campanadas en la torre de la iglesia, a bailar la famosa Danza Macabra. Así,
pues, el valentón no carecía de valor y de temeridad. Pero, a la sazón, un
duro constituía una pequeña fortuna - ¡como que equivalía a cincuenta horas de
trabajo de un jornalero! - y los que se
lo apostaron al Valentón no estaban dispuestos a perderlo. Así que,
adelantándose a él, se ocultaron, al anochecer, dentro del fúnebre recinto,
envueltos en sendas sábanas; y cuando el valentón empezó a descolgarse por la
tapia del camposanto, se arrojaron violentamente sobre él, sujetándolo por las
piernas. El sorprendido cuanto espantado mozo se llevó tal susto que murió a
consecuencia del mismo.
El Tío Pelos (Nicasio Andrés) contaba otras bromas fantasmales, no tan
pesadas, a cuenta y cargo de los monaguillos de la parroquia, de mitades del
siglo pasado. Antaño, para tocar las campanas, se empleaban unas largas sogas,
atadas a sus badajos, las cuales bajaban hasta el extremo derecho del crucero,
atravesando la tribuna de las monjas, cubierta de celosías. Pues bien, una
mañana, los endiablados acólitos mandaron a otros chicuelos desprevenidos que
tocasen a misa primera. Los muchachitos estaban ya tirando de las sogas, para
el tercer toque, cuando, he aquí que de repente, vieron deslizarse por ellas a
los temidos judíos, que eran unos
muñecos fantasmales, manejados por los monaguillos desde la tribuna. Los
chicuelos, aterrorizados, soltaron las cuerdas y echaron a correr, dando
gritos y comunicando su pánico a las pobres viejas que habían entrado ya en la
iglesia. Lo malo es que éstas no tenían las piernas ágiles de los mozalbetes y
se dio más de una un buen porrazo, imaginándose que los judíos la agarraban ya por las sayas.
Otra broma parecida, pero más
graciosa, fue la siguiente. Por aquellos tiempos, había la costumbre de
celebrar, al anochecer, en la parroquia, todos los viernes de Cuaresma, un
oficio religioso con sermón, y a continuación, se organizaba un Víacrucis
público, que recorría el camino del cementerio. En él tomaban parte, además del
sacerdote que lo dirigía, una numerosa concurrencia, precedida de tres devotos,
que portaban respectivamente un estandarte y dos faroles. Con que, uno de
estos viernes, dos monaguillos prepararon tres calabazas agujereadas
convenientemente, que simulaban calaveras, con sendos cabos de velas,
encendidos en el interior. Las colocaron en la pequeña hornacina que tenía el
muro de las Tres Cruces, correspondiente a la XII Estación, y las taparon con
unos gruesos trapos morados, como los que se ponen, por esta época litúrgica, a
las imágenes de las iglesias. Los fieles llegaron devotamente a este lugar y
he aquí que, cuando todos rezaban arrodillados, los irreverentes monaguillos,
escondidos estratégicamente, tiraron de las cuerdas con que habían sujetado
los paños, dejando ver repentinamente las tres calaveras, que echaban llamas
por los ojos. Los devotos - y con ellos, el cura - creyendo en una súbita
aparición de ultratumba, echaron a correr despavoridos, tirando el estandarte
y los faroles y bajando por la Costerilla como alma que lleva el diablo. Con
estas inocentes bromas, amenizaban su monótona vida nuestros sencillos
antepasados.
Capítulo VII
Epigrafía Mural
En todas las partes del mundo,
donde la gente sabe leer y escribir, existe una epigrafía popular, espontánea,
constituida por inscripciones en las paredes o en las puertas de los edificios
y, a veces, hasta en la corteza de los árboles. Es una epigrafía generalmente
banal y, a menudo, anónima, en la que los transeuntes, de ordinario, jóvenes o,
al menos, inmaduros, expresan ideas, sentimientos o emociones momentáneas y
elementales, de carácter personal. Los edificios preferidos para tales
desahogos suelen ser los frecuentados por el público: cines, teatros, hoteles,
cafés, iglesias, oficinas del Estado, monumentos artísticos, ruinas históricas,
etc. Sobre todo, si tienen importancia turística. ¡Oh!, en este caso los
grafómanos no respetan ni los lugares mas sagrados. A la fuerza, tienen que
dejar constancia escrita de que ellos pasaron por allí. Hay otros parajes, que
no son precisamente de turismo, pero que son visitados diariamente por todo el
mundo y en los que, si son de uso público, nunca faltan tampoco los letreros.
Me refiero a los retretes. Y ni qué decir tiene que el tono de sus leyendas
suele armonizar perfectamente con la naturaleza y con la fragancia del lugar.
Por supuesto, en Fitero también
tenemos nuestra epigrafía mural popular, con la particularidad de que poseemos
unas vastas murallas, destinadas especialmente a esta clase de inscripciones.
Son - ¡oh!, sacrílega profanación -, nada menos, que las enormes paredes del
sobreclaustro o claustro superior de la iglesia de Santa María la Real. Puede
decirse sin exageración que el sobreclaustro es nuestro Museo local de
Epigrafía y, por eso, sin duda, lo han venido respetando religiosamente todos
los párrocos [22] y
ecónomos que han desfilado, desde hace casi siglo y medio, por nuestro templo
secular. Ultimamente, con las reparaciones efectuadas en el sobreclaustro en
la segunda mitad de los años sesenta, ha desaparecido ya gran número de
letreros, y es bien posible que, para cuando aparezcan publicadas estas líneas,
queden ya muy pocos o ninguno. Por lo mismo, vamos a hablar de ellos en pasado.
El número de inscripciones que
cubrían las partes bajas de los muros del sobreclaustro
– hasta donde pudo llegar la mano de los epigrafistas – era sencillamente
incalculable. Y desde luego no todas eran de habitantes del pueblo, sino que
había muchísimas de forasteros. ¿Cuántos turistas no dejaron también allí su
pequeño recuerdo? La mayoría de estos
letreros estaban escritos a lápiz, y muy pocos debían tener más de un siglo de
antigüedad, pues eran posteriores a la exclaustración de los monjes de la
abadía cisterciense. ¡A estas horas iban a haber permitido los frailes
semejante profanación! Huelga anotar que no había solamente letreros, sino
también dibujos de todas clases: religiosos, artísticos, obscenos, guerreros,
políticos, industriales, anatómicos y hasta musicales. Allí se encontraba de
todo, como en el Rastro de Madrid: cruces, frailes, santos, mujeres desnudas,
soldados del Requeté, estrellas, manos, ojos, trenes, camiones, pentagramas,
guardias civiles, retratos de Don Quijote, Azaña, Mola, Hindenburg y hasta un
escudo del III Reich alemán. Y claro está que las inscripciones eran tan
heterogéneas, heteroclíticas y heteromorfas, como los dibujos: versos,
declaraciones políticas, piropos, pensamientos místicos, canciones profanas,
insultos, declaraciones de amor, chismes, etc. Lo único que no había eran
blasfemias. Menos mal. Muchos letreros se leían fácilmente, pero otros estaban
ya semiborrados o superpuestos, o bien escritos con una pésima grafía y una
malísima ortografía, y naturalmente, en estos casos, no era tarea fácil
descifrar su texto. Cierto es que tampoco valía la pena de devanarse los sesos
en ello, pues no se trataba evidentemente de unas inscripciones de valor
histórico o artístico, como los jeroglíficos egipcios, sino intrascendentes, vulgares
o chabacanas. De todos modos, se podría haber recomendado terapéuticamente su
desciframiento a los vecinos y a los bañistas aburridos o atacados de
neurastenia.
Una fría mañana de enero de 1964
- aunque yo no estaba neurasténico -, me entretuve en tomar apresuradamente
nota de una veintena de ellos y, a continuación, se los ofrezco a los lectores,
sazonados con ligeros comentarios o con comentarios ligeros. Como gusten.
I.- Declaración rotunda de un
fiterano entusiasta e ingenuo: - «¡Viva Fitero!, lo más bonito del
mundo entero».
¡Caray! ¿Había ya recorrido este buen fiterano toda la tierra, para
hacer afirmación tan temeraria? ¿O - lo que es más probable - no había salido
nunca del pueblo?
II. Lamentación de un amante
melancólico y desdeñado:
«Y si olvidas en torpe desvarío
el amor
con que te he amado,
mándame
los pedazos, amor mío,
del alma
que te he dado.»
¡Pobre joven! Se ve que tenía el alma más frágil que una
copa de cristal. Pero, francamente, para manifestar que no digería bien las calabazas
que le habían dado, yo estimo que hubiera sido más oportuno tomar un té purgante
de Palacios Pelletier, que no copiar versos de un poeta plañidero, sin música
de tango argentino.
III. Advertencia de un místico o
ascético. - «El primer deber del hombre es amar y servir a Dios.» En efecto,
«es el más grande y el primer mandamiento», según dijo Jesucristo. Pero a
continuación, añadió: «El segundo, semejante a éste, es: “Amarás al prójimo
como a ti mismo» (San Mateo, c. XXII, v.
37-39). Y no hay que echarlo tampoco en saco roto, pues hay muchos que
dicen amar a Dios - lo cual no cuesta dinero -, pero al prójimo le dan....
contra una esquina.
IV. Exabrupto de un antitaurino
de los tiempos de Dato: - «¡Abajo Belmonte! ¡Abajo Gallito!» ¡Caramba!, si creí
reconocer mi letra de muchacho. Tal vez, pues, entonces odiaba yo los toros y
el cante jondo, y acababa de leer Los
semidioses, de Federico Oliver.
V. Profecía de un fanfarrón: -
«Los hombres valientes como llo, cuando
estalle la gerra, llo seré capitán.»
Es evidente que, cuando llo escribió
este jactancioso letrero, se había muerto ya su abuelita, puesto que se alababa
tan descaradamente a sí mismo. También es evidente que llo andaba muy mal de ortografía. ¿Llegó, a pesar de todo, a ser
capitán o se quedó solamente en ranchero?
VI. Exclamación eufórica de unos
vegetarianos de tragaderas de vaca lechera: - «¡Viva el forraje del Hotel
Polillo, S. A.!» Ignoro qué hotel tan extraño sería ése. Como hace tantos años
que falto del pueblo. En mi juventud sólo había en Fitero las posadas de Manuel
Martínez y de Juan Polo Latorre [23]
y, desde luego, en ninguna de ellas servían forraje a los clientes (salvo a los
de cuatro patas).
VII. Conclusión de un buen
observador (no sé si fiterano o forastero): - «Hay muchas niñas guapas en
Fitero.» En efecto, al menos en mi época las había, niñas y mozas: Teodora
Cenarro, Anita Mangado, Mariana Frías, Victoria Yanguas, Rosalía y Mercedes
Francés, Asunción G. Lahiguera, Fermina Gómez, Teresa y María Jesús Armas,
Rosario Yanguas Lozano, Josefina y Conchita Sanz, Remedios Liñán, Mercedes
Gracia, Pilar y María de Amusáteguí, María Alava y otras cuyos nombres ya no
recuerdo. Y por supuesto, las sigue habiendo en la actualidad. De tales
madres, tales hijas.
VIII. Anotación de un cronista
en ciernes: - «El día 11 de septiembre, vino a Fitero el Angel San Miguel de
Excelsis. 11 de septiembre de 1936.» Me figuro que no vino precisamente él, ni
a pie ni en coche, sino que lo trajeron. De todos modos, la noticia no deja de
ser curiosa, tanto por tratarse de un angelito tan simpático y legendario, como
el largo viaje que hizo esta vez para saludar a los fiteranos, pues desde el
monte Aralar hasta Fitero hay un largo trecho.
IX. Sentencia de un moralista
religioso: - «Es más agradable a Dios la obediencia que los sacrificios.»
Aunque el epigrafista no lo indica, se trata de una cita bíblica, sacada del c.
XV, v. 22 del libro primero de
Samuel. Pero, para no dar lugar a burdas tergiversaciones, el copista debería
haber aclarado que el famoso profeta se refiere a la obediencia debida a los
mandatos de Dios y no a las ordenanzas de los hombres, pues éstas merecen o no
obediencia, según como sean y de quién provengan. La tal cita no constituye,
ni mucho menos, una defensa de la borreguería. ¡Cuidado!
X. Piropo de un castizo,
contemporáneo de Serafín el Pinturero: - «¡Adiós, vida! Es usted más bonita que
una peseta en fin de semana.» Bueno, en mi infancia, una peseta casi equivalía
al salario de un jornalero; de manera que un muchacho podía pasar en Fitero un
buen domingo con solo cuatro reales. Pero ahora la peseta perdió su antigua
hermosura y un piropo como el citado resultaría casi un insulto. Se expondría
uno a que la piropeada, si era castiza, le contestara sarcásticamente: «¡Amos,
anda, niño! Dale la pesetilla al pobrecito de la esquina.» (Pero ahora no queda
ninguno.)
XI. Coplas de un cantor ingenuo
de la Virgen de la Barda:
«Yo, por ir a
coger moras,
me enriligué en un zarzal,
y ¡qué cara más
hermosa
me salió de aquel
bardal!
Fue la Virgen de
la Barda,
nuestra Patrona
inmortal,
que de Toledo a
Fitero
nos la trajo el
santo Abad.»
Es de suponer que la Virgen de la Barda acogió con una
sonrisa bondadosa el homenaje humilde pero sincero de este anónimo coplero, a
pesar de su enriligamiento gramatical
e histórico.
XII. Grito de guerra de un
carlista de los tiempos de Vázquez de Mella: - «¡Don Jaime, sí! ¡Don Alfonso,
no!» ¡Qué cosas tiene la vida! Al final acabaron sin corona don Jaime y don
Alfonso, pues los dos Borbones murieron en el destierro. Por supuesto, en un
destierro muy llevadero.
XIII. Declaración de un
enamorado tímido: - “Mercé: ¿sabes quién soy yo? Quien te quiere mucho. ¿Lees
mi firma?”. Francamente yo no fui capaz de leerla. ¿La descifraría la
interesada? Lo dudo, si es que no conocía bien su letra. En todo caso, se ve
que este enamorado, además de tímido, era un ignorante en cuestión de faldas,
pues a las mujeres les encantan las declaraciones amorosas al oído o en voz
baja, pero no por anuncios públicos en las paredes. ¡Caray!, amigo: no hay que
ser tan indiscreto.
XIV. Exclamación de un
germanófilo de la Guerra del 14, al pie de un dibujo del mariscal Hindenburg: -
«¡Aquí está el gran Hindenburg, el mayor general del siglo!» ¡Caracoles!,
todavía estaba comenzando, como quien dice, el siglo XX, ¿y ya sabía nuestro
agorero que el famoso mariscal del kaiser Guillermo II sería el mejor general
de la centuria? Pues ya ve: se equivocó de medio a medio. Hindenburg no era ni
mucho menos Napoleón Bonaparte, y Alemania perdió la guerra.
XV. Lección de gramática parda.
- «¿Qué es masculino? Un hombre. ¿Y femenino? Una mujer. ¿Y neutro? El Felisa.» Un momento, dómine: los
bípedos de esta especie no son precisamente del género neutro, sino del
subgénero ambiguo. A ver si nos entendemos.
XVI. Pensamientos de un
romántico y de un realista. El romántico escribió: «El amor es el más bello
poema.» Y el realista apostilló: «Que te crees tú eso.»
XVII. Sentencia de un filósofo
de malas pulgas: - «Los nombres de los idiotas aparecen en las paredes.»
¡Caray!, compadrito: no hay que ser tan intolerante con las debilidades
humanas. Sobre todo, cuando son realmente inofensivas. (¿Pero no es una ofensa
a la estética ensuciar las paredes?) Por lo demás, ya dijo el sabio Salomón
que el número de los tontos es infinito.
XVIII. Un epitafio tan gracioso
como justo:
«El pobre que
aquí descansa,
no tuvo dientes ni muelas.
Pero no le
hicieron falta,
pues era ¡maestro
de escuela!»
Claro está: no podía ser otra cosa. Por algo se decía
antes en España «tener más hambre que un maestro de escuela». Pero la culpa la
tenían estos profesionales. ¿Por qué en vez de dedicarse a la desanimalización de la gente no se
dedicaban al estraperlo? Habrían comido a dos carrillos, por lo menos, cinco
veces al día, y habrían desarrollado sus colmillos más que un elefante.
XIX. Sentencia de un ascético conceptista: - “El
placer de morir sin pena bien vale la pena de vivir sin placer.” Vamos
despacio, amigo. En primer lugar, ¿es seguro que el vivir sin placer garantice
el morir sin pena? ¡Hum! Recuerde la
fábula de «El viejo y la muerte» de Samaniego. En segundo lugar, ¿es cierto que
el que vive placenteramente, tiene que morir forzosamente desesperado o poco
menos? Tampoco. La verdad es que se vive y se muere, conforme a la salud, las
creencias, la educación, la condición social, el carácter y finalmente la
suerte de cada uno. Esto sin excluir, por otra parte, la intervención
misteriosa de la Divina Providencia.
XX. Otra declaración de un
enamorado; o mejor dicho, enamorador:
Está tu imagen
que admiro,
tan pegada a mi
deseo,
que, si al espejo
me miro,
en vez de verme,
te veo.
Firmado: Amado
No me fue difícil adivinar quién
copió estos versos galantes. Sin duda, Amado Urmeneta: un organista de la
parroquia, joven y apuesto, que, en mi adolescencia, traía de cabeza a no pocas
mujeres jóvenes del pueblo. No era fiterano y se marchó de la Villa, para no
volver más, al cumplir el servicio militar. Más de una soltera dio un suspiro
de desilusión.
XXI. Pensamiento de un optimista:
- «El hombre es la más hermosa de la criaturas; la mujer, el más bello de los
ideales.» Bueno, bueno: el hombre y la mujer abstractos, tal vez; pero los de
carne y hueso, ¡lagarto!, ¡lagarto! Por lo demás, este pensamiento no es
original del epigrafista, sino el comienzo de un famoso paralelo entre el
hombre y la mujer de una novela de Víctor Hugo. Sin duda, el que lo copió en la
pared del sobreclaustro, acababa de leerla.
XXII. Finalmente vamos a
transcribir una inscripción chispeante en verso, que no figuraba en nuestro
Museo local de Epigrafía y que fue escrito por don Alberto Pelairea, en el
retrete de uno de los locales provisionales del Casino de Fitero. La insertamos
tal cual aparece en el amenísimo libro de don José María Iribarren [24],
titulado Retablo de curiosidades [25];
es decir, sustituyendo dos formas originales de un verbo poco aromático,
por las de otros dos completamente inodoros:
«Retrete que es
el ludibrio
del Casino
Fiterano
y donde no hay
ser humano
que se tenga en
equilibrio:
el obrar aquí me inquieta;
y con razón, digo
yo,
la Remigia aquí operó
y se cayó una volteta»
La Remigia fue una popular
cómica y equilibrista navarra de fines del siglo pasado y comienzos del actual.
En realidad, no es cierto que operase nunca en el Casino de Fitero, pues para
cuando éste se inauguró, hacía ya años que estaba retirada del servicio
farandulero. Pero, en fin, diremos como los italianos: “Se non e vero, e bene
trovato” (si no es verdad, está bien inventado.)
Capítulo VIII
Las Tabernas
Las tabernas son una antigua
institución mediterránea, como las salas de te en la China y en el Japón. Por
algo el Mediterráneo Europeo es principal productor de vinos del mundo. Ya los
griegos y los romanos tuvieron sus tabernas, como lo atestiguan las ruinas de
una de ellas descubierta en Pompeya, destruida, como es notorio, por una
erupción del Vesubio, el año 79 de la era cristiana. Y es casi seguro que los
romanos mismos introdujeron las tabernas en España, pues taberna es una palabra
de origen latino. En la Edad Medía, se extendieron tanto en nuestro país que
Alfonso el Sabio reguló ya su funcionamiento en el código de las Siete Partidas; y lo mismo hicieron
varias leyes de la Novísima Recopilación,
en los siglos XVII y XVIII.
En Fitero, hubo ya una taberna
antes de 1550; es decir, en la primera mitad del siglo XVI. Fue la única,
durante el abadiato, y pertenecía al Monasterio, quien la arrendaba anualmente
al mejor postor. Consta que en 1635, se
la arrendó a Miguel de Yanguas por 90 ducados: cantidad bastante respetable para
la época, lo que indica que la taberna no era un mal negocio y que tenía
bastante clientela. Después de clausurado
el convento y suprimido su monopolio, se abrieron más tabernas.
Durante mi adolescencia, en el
periódico EL FITERANO del 3 de febrero de 1915, un colaborador que firmaba con
el seudónimo de Quevedo, reprochaba
la afición que había entonces a las tabernas, aplicando a nuestro pueblo una
conocida redondilla, que, antes y después, se ha aplicado a muchos otros
pueblos de España:
Fitero, villa
bravía,
entre
antiguas y modernas,
tiene
cuatro o seis tabernas
y
ninguna librería.
Efectivamente, por aquella
época, había en Fitero cuatro tabernas fijas y algunas otras que se abrían por
alguna temporada, pero se cerraban al poco tiempo, porque no prosperaba el
negocio. Las fijas eran la del Tío Valija
(Lucas Frías), la del Tío Calixto (Calixto
Yanguas), la del Tío Cartero (Manuel
González) y la de León Jiménez. Las más frecuentadas eran la del Tío Valija, establecida en la Calle
Mayor, nº 12; y la del Tío Calixto, abierta
en el nº 1 de la Picota. A la sazón, en las tabernas, un litro de
vino costaba solamente diez céntimos; un cortadillo,
dos céntimos, y una jarrilla de medio litro, una perrilla (cinco céntimos),
de manera que los aficionados al morapio podían atiborrarse de vino por
poquísimo dinero. Es verdad que los jornales de entonces eran solamente de seis
reales y por consiguiente, un jornalero no podía dejarse muchos céntimos en la
taberna, sí quería dar de comer a su familia. Precisamente los parroquianos más
asiduos de las tabernas eran los jornaleros, aunque también caían por ellas
artesanillos y pequeños renteros.
Al contrario de los cafés, los
cuales estaban siempre instalados en un primer piso, las tabernas funcionaban
en las plantas bajas y se reducían a pequeñas habitaciones, sin más ventilación
que la puerta de entrada y, a veces algún ventanuco aledaño. No tenían rótulos
anunciadores, como los cafés sino el clásico ramo de laurel del dios Baco,
sobre la puerta. Su mobiliario era elemental, pues se reducía a unas cuantas
bancas de madera, largas y bajas, y a algunos toscos banquillos; y sus
utensilios, a la clásica pipa o tonel de vino, montado sobre un pequeño
mostrador, forrado de zinc, a unas dos docenas de vasos de vidrio grueso, a
unos cuantos porrones, jarillas y jarras, a algunos saleros, y finalmente, a
una o dos calderetas de agua, escondidas debajo del mostrador, donde se lavaba
- o mejor dicho, se remojaba solamente - la tosca vajilla del establecimiento.
Durante el día, salvo los domingos y días festivos, las tabernas solían estar
vacías, ya que todos los jornaleros útiles estaban trabajando en el campo;
pero, al anochecer, no tardaban en ser invadidas por los parroquianos debido,
sobre todo, a la costumbre que tenían muchos trabajadores de coger la
cazuelilla de la cena y marcharse con ella a la taberna.
Las bancas no sólo servían para
sentarse, sino además para comer y para jugar encima de ellas. Los juegos se
reducían a los de la baraja, predominando el mus y el siete y medio; y, para
armar la partida, dos clientes se sentaban a horcajadas entre dos tramos de una
banca, y sus compinches, a ambos lados del tramo correspondiente, ora
acomodados en sendos banquillos, ora sentados sencillamente en el suelo, con
las piernas cruzadas, al estilo de los bonzos. Encima del tramo libre de la
banca, echaban las cartas y depositaban las cazuelillas y el porrón o el jarro
de vino; y entre un órdago y un envido, o entre un echa carta y un me planto, engullían
el contenido de las cazuelillas y se metían entre pecho y espalda el líquido de
cuatro o cinco porrones o de una docena de cortadillos. De tarde en tarde,
algunos grupos jugaban también a la lotería, sirviéndose de unos cartones
mugrientos y manchados de vino, y de judías blancas o granos de maíz para
cubrir las figuras que iban saliendo.
La atmósfera de aquellos
tugurios era francamente repulsiva y pestilente, exhalando un tufo espeso que
atacaba a la vez a los pulmones, a los ojos, las papilas gustativas y a la
pituitaria. Sobre todo, en invierno, en que, a causa del frío intenso, había
que cerrar o, por lo menos, entornar bien la puerta de la taberna, con lo que
la falta de ventilación, la estrechez del local, el apretujamiento de los
parroquianos y los olores que despedían sus cuerpos sudados, el vino, los
arenques, las cebollas, los pimientos, guindillas, patatas o castañas que
asaban en los braseros - unos braseros circulares de medio metro de diámetro,
alimentados con carbón vegetal - y el humo del tabaco fuerte y barato que
fumaba todo el mundo, convertían aquellos lugares, consagrados al culto de
Baco, en las calderas infernales de Pedro Botero. Naturalmente más de un
cliente salía de allí mareado, acalorado, envenenado y asfixiado, ya no
precisamente por los vasos de morapio ingerido, sino por la cantidad de
anhídrido carbónico aspirado. Por lo mismo, la mayoría de los borrachos salían
infaliblemente de las tabernas.
Sin embargo, hay que decir, en
honor de la verdad, que, en aquella época, no abundaban en demasía los beodos.
Por otra parte, los que había, solían ser bastante discretos; es decir, de esos
que, al salir de la taberna, procuraban no tambalearse por las calles, para
que no lo advirtiesen las comadres criticonas; y que, al entrar en su casa,
procuraban no hacer el menor ruido, para no despertar a su mujer ni a sus
hijos. Claro está que tampoco faltaba alguno que otro escandaloso y agresivo,
el cual volvía a su domicilio vociferando y blasfemando, y la emprendía a
golpes y a injurias con su sufrida costilla; pero esta especie de energúmenos
constituía solamente la excepción.
Del único borracho notorio de
que guardo memoria, es del pobre Burcio (Tiburcio).
Se trataba de un infeliz pastor, ya viejo y sin familia ni casa, que vivía solo
y se acostaba en la perrera - una
guarida de la Plaza de las Malvas - o en algún pajar o corral. No es que
bebiera extraordinariamente, sino que, como el desventurado comía poco y mal,
con unos cortadillos de 14 grados tenía que embriagarse a la fuerza. Cuando se
veía venir de lejos por la calle a un individuo, haciendo eses aparatosas de
una a otra acera, no había que preguntar de quién se trataba: del pobre Burcio.
Una de sus melopeas, allá por el año de 1914, tuvo consecuencias trágicas. Una
noche de invierno, al volver de la taberna bien bebido, con otro desgraciado
como él, llamado Isidoro el Espaletao, fueron
ambos a refugiarse a un corral del Tío
Chirola (Eloy Andrés), situado junto al Pantano del Pontigo. Allí
encendieron una gran fogata, pero asfixiados por el humo cayeron finalmente
encima de ella. Al día siguiente, amanecieron los dos con la cabeza
terriblemente quemada e hinchada, y sin un solo pelo en la cejas ni en el
cráneo. El Espaletao estaba muerto;
pero el Burcio respiraba todavía y uno de los médicos de la localidad consiguió
salvarlo. Ni que decir tiene que esta sórdida tragedia conmovió a todo el
vecindario, pues, en fin de cuentas, las dos víctimas eran unos pobres
infelices completamente inofensivos.
Capítulo IX
LA MATANZA DEL CERDO
Uno de los espectáculos callejeros más curiosos y estruendosos de
antaño, durante el invierno, era la matanza del puerco.
“A cada cerdo le llega su San
Martín” – reza un proverbio castellano, el cual, analizando
cronológicamente y prescindiendo de su sentido moral, indica que la matanza del
cochino familiar empezaba antaño, desde el 11 de noviembre, que es la fiesta de
San Martín de Tours.
Sin embargo, en Fitero se hacía más bien, durante los meses de diciembre y
enero. En los tiempos pasados, cada vecino que tenía un corral o una mala
cuadra, encajaba en ésta una pocilga y criaba uno o dos marranos. Como es
sabido, los cerdos se alimentan de cualquier cosa, hasta con aguas residuales
grasientas, aunque prefieran las bellotas y las castañas; pero, como no las hay
en nuestro pueblo, los vecinos los engordaban principalmente con patatas
cocidas, revueltas con salvado, y a veces, con harina de centeno, cebada o maíz.
Ordinariamente, los lechos que se criaban en Fitero eran blancos, de tipo
mallorquín o normando, los cuales tienen más tocino que los guarros o de pintas
negras, que tienen más magro. Se los engordaba durante ocho o nueve meses,
hasta que alcanzaban un peso de 6 a 12 arrobas; es decir, entre 69 y 115 kilos,
aunque también los había más pesados.
La matanza del cerdo constituía una fiesta para
la familia sacrificadora y hasta para los vecinos inmediatos, pues, a la sazón,
se realizaba en plena vía pública, delante de la casa de sus dueños. Existía ya
un Matadero Público en la calle Lejalde, actual número 17, donde está ahora el
bar y fonda de LA FITERANA;
pero era tan pequeño, incómodo y antihigiénico que el Dr. Herrero Besada lo
calificaba de “baldón de nuestro pueblo”
[3].
Días antes de la matanza, se compraba el “recado”
de la misma: o sea, los “anchos” o
vejigas de carnero para hacer los embutidos, arroz, sal, pimentón molido, ajos,
etc. Las mismas tiendas en que se compraba el “recado”, proporcionaban las máquinas de capolar y de llenar:
operaciones que se hacían antes con las manos, cortando pacientemente la carne
con cuchillos, en trozos muy pequeños, metiéndola con los dedos dentro de los
intestinos y empujándola hacia adentro con un embudo de hojalata. De la matanza
se encargaba personalmente un matachín
(matarife), especializado en este oficio, el cual, en las primeras décadas de
este siglo, cobraba por cada matanza 5 pesetas. Entre los matachines más
solicitados por entonces, figuraban el Tío
Santillos (Santos Magaña) y su hijo Serafín, así como el cortador Pedro
Moreno.
La matanza se solía hacer al amanecer,
acostando al cerdo sobre un banco rectangular de madera. La operación no era
nada fácil, pues, al salir el animal de la pocilga, había que hincarle un
gancho en el morro, para poder arrastrarlo hasta el bando. Naturalmente el
animal se resistía ferozmente, logrando a veces escaparse, con lo que había que
hacer un correteo por la calle para acorralarlo y reducirlo, y cuando, en fin,
se le sujetaba, armaba un escándalo fenomenal, oyéndose sus gruñidos en varias
calles a la redonda. Se necesitaban, por lo menos, dos hombres para
arrastrarlo, levantarlo en vilo y echarlo en el banco, atándolo fuertemente. A
continuación, el matachín le hincaba un gran cuchillo en el cuello para
degollarlo, yendo a caer la sangre a un balde grande colocado debajo, con
recortes de pan para hacer sopas. Una vez desangrado el cochino, le socarraban
las cerdas, con pajas largas de centeno o con carrizos, encendiéndolos en una
fogata aledaña, en la que se calentaban pozales de agua, sobre sendas trébedes.
En seguida, se procedía a desollar y limpiar el puerco, raspándole la piel con
un cepillo fuerte y echándole encima pozales de agua muy caliente; y una vez,
ya limpio, el matachín lo abría en canal y le extraía el mondongo: es decir, el
estómago, los intestinos, el hígado y las demás vísceras. Las mujeres lavaban
cuidadosamente los intestinos en el río, para utilizarlos luego en la
confección de longanizas, chorizos y morcillas. El lechón, abierto ya en canal
y vaciado de sus vísceras, era colgado del balcón o de la ventana de la casa,
para que se “jorease” (orease),
durante unas horas. Después lo descolgaban y extendiéndolo de nuevo en el
banco, el matarife terminaba su faena, descuartizándolo; es decir, cortándolo
ordinariamente en 2 jamones, 4 témpanos de tocino y la cabeza. Todo ello,
salado adecuadamente, se guardaba luego en un granero, expuesto a la
ventilación. Las morcillas se hacían el mismo día, con arroz y alguna chinchorra, así como con el pan empapado
en la sangre del cerdo; y los chorizos y longanizas, al siguiente día, con
carne capolada del cerdo, ajos picados en el almirez, pimiento molido y manteca
del puerco. Todo ello se revolvía bien con las manos, haciendo una masa, y se
iba introduciendo en los intestinos limpios y en los “anchos”, atándolos con pedazos de cuerda, a cada 10 centímetros
aproximadamente de longitud. Los embutidos iban a parar así mismo al granero,
donde se colgaba en varas sostenidas horizontalmente.
Como dicen que el cerdo no tiene ningún
desperdicio, los niños que merodeaban por el lugar de la matanza, sacaban de
las brasas de la fogata las pezuñas asadas del animal y las devoraban
tranquilamente. Por su parte, la familia sacrificadora y sus invitados hacían
un buen almuerzo a base de migas con chinchorras del puerco y buenas botas de
vino.
No hay que
decir cómo quedaba el trozo de la calle donde se hacía la matanza: hecho un
lodazal y una porquería; pero las mujeres de la casa lo limpiaban el mismo día.
La matanza tenía una suite de cortesía: el matapuerco
o regalo que se hacía a parientes y amigos de algunos porciones o productos de
la matanza. Naturalmente variaba, según el grado de parentesco y amistad; pero
ordinariamente consistía en un pedazo de hígado, un trozo de hueso del
espinazo, otro de tocino y una morcilla.
La matanza callejera del cerdo se acabó al
inaugurarse el nuevo Matadero Municipal, en los aledaños de la bajada del
puente sobre el río Alhama, en 1954.
Con ello, se perdió una costumbre vieja, pero
nada higiénica, y el pueblo ganó en limpieza.
[2] Cerró
sus puertas en . Lo regentó, durante........ años, Carmelo Yanguas.
[3] La Voz de Fitero, 18 de Agosto de 1912.
Capítulo X
Las Barberías
Unos centros típicos de reuniones masculinas eran las
peluquerías. En mi época fiterana, los vecinos que se afeitaban solos eran muy
raros y, a excepción de los señoritos, que
hacían ir a su domicilio al barbero, los demás acudían generalmente a las
barberías. A la sazón, había dos: la del Bernardo (Bernardo Madurga y su padre
Fernando) y la del José (José Jiménez Abad [26]),
ambas en la Calle Mayor. La más concurrida era la de éste último, ubicada en la
planta baja de la casa nº 32.
El José era un hombre chaparro,
decidor, simpático y servicial: algo así como un descendiente pueblerino de
Fígaro. No sólo era barbero y peluquero, sino además Practicante en Cirugía Menor, como se anunciaba pomposamente; es
decir, que hacía sangrías, aplicaba cataplasmas, ponía ventosas, sanguijuelas,
inyecciones y lavativas, recortaba callos, extraía muelas y hasta sacaba de
apuros a las parturientas. Como peluquero, dejaba impecablemente la tufilla a
los niños y hacía cortes de pelo a la parisién a los mozos presumidos; y como
barbero, manejaba la navaja de afeitar mejor que un esgrimista el sable y un
matador de toros la espada. Cuando el cliente era un viejo arrugado, no le
metía en la boca un huevo de madera, como hacían entonces, en otros pueblos de
la Ribera, los rapa-barbas toscos, sino que, como un hábil prestidigitador,
ejecutaba verdaderos juegos de manos para no lastimarle con la navaja los
surcos de la cara. Y como a la sazón, no había agua corriente en las casas, para
quitar el jabón y lavar la cara a los recién afeitados, les encajaba en el cuello
el clásico yelmo de Mambrino, vulgo bacía, y les remojaba el pellejo con la
brocha.
Por un corte de pelo, solamente
cobraba dos perrillas; pero si el cliente se rasuraba a continuación, sólo
cobraba cuarenta céntimos por ambos servicios. Ahora bien, los fatos (así llaman en Fitero a los
presumidos) que querían salir de la barbería oliendo un poco a agua de Colonia
para marear a sus mujeres o a sus novias, tenían que pagar por la loción cinco
céntimos suplementarios. Pero pocos se permitían entonces semejante lujo.
Por supuesto, como era entonces
costumbre en las peluquerías de toda España, las paredes del establecimiento
aparecían adornadas con retratos de almanaque de los más famosos toreros y
cupletistas de la época: Joselito, Belmonte, la Goya, Raquel Meller, etc., y en
frente de los sillones de maniobra y de los espejos rectangulares, con marcos
dorados, había unas cuantas bancas de madera, adosadas a la pared, en las que
esperaban sentados los clientes, hasta que les tocaba su turno. Ni que decir
tiene que éste era siempre riguroso, pues, para el José, ciudadano demócrata,
no había privilegiados. Ni tampoco lo hubiesen tolerado los demás
parroquianos. Por lo mismo, éstos se aglomeraban en la peluquería los sábados y
las vísperas de los demás días festivos, desde el atardecer hasta bien entrada
la noche; y como no tenían nada que hacer, formaban animadas tertulias. De
manera que, mientras el José y su ayudante cortaban cabellos y rapaban barbas,
los que esperaban su turno, imitaban, a su vez, a los Fígaros, haciendo algo
parecido a lo que decía un cantar popular de aquel tiempo del famoso tribuno y
político republicano, don Nicolás Salmerón y Alonso:
Salmerón, en el Congreso,
ha puesto una
barbería,
para rasurar en
seco
a toda la
mayoría...
La mayoría, en la peluquería del
José, estaba constituida por los vecinos y las vecinas ausentes del
establecimiento.
La barbería del Madurga - mejor
dicho, de los Madurga - era más modesta y menos concurrida, pero no menos
pintoresca. Estaba instalada en la planta baja de la casa nº 18 de
la Calle Mayor. A los abonados por año a sus servicios, los Madurga cobraban
solamente la increíble cantidad de cuatro pesetas - ¡cuatro pesetas anuales! -
por las cuales tenían derecho aquéllos a cortarse el pelo, una vez por
trimestre, y a ser afeitados todos los sábados y demás vísperas de días
festivos obligatorios.
Bernardo Madurga sufría de
epilepsia y cuando le atacaba el mal, mientras afeitaba a un cliente, éste
tenía que darle un golpe en el brazo, para apartar de su cara el filo
amenazador de la navaja.
- «¡Dionisia!, ¡Dionisia!», gritaba entonces el cliente
a la mujer del Bernardo; y a continuación, mientras Dionisia descendía apresuradamente
de la cocina, el cliente abandonaba corriendo el establecimiento, con la cara
enjabonada o a medio afeitar, envolviéndose en su enorme tapabocas, en tiempo
de invierno. Como a Bernardo le gustaba bastante el morapio, otras veces,
aunque no le amagase ningún ataque epiléptico, dejaba tranquilamente al cliente
con la cara enjabonada, para ir a beberse un vaso de vino a la próxima taberna
del Tío Valija. Entretanto se le ablandaba el cutis al parroquiano... (O se le
endurecía el hígado).
Su padre, Fernando, estaba
especializado en la extracción de dientes y muelas. Su procedimiento era
formidable. Mandaba al cliente echarse al suelo tripa arriba, le hincaba su
rodilla derecha sobre el pecho y, agarrándole la muela doliente con unos
alicates, mojados previamente en alcohol, se la arrancaba brutalmente a tirones
y retorcijones: unas veces, entera, y las más, en pedazos. El paciente aullaba
a menudo de dolor; pero Fernando no se inmutaba. Terminada la faena, le hacía
enjuagarse la boca con agua de vinagre y asunto concluido. El precio de la
extracción no pasaba ordinariamente de 25 céntimos. Una vez, a un paciente,
cuyo nombre nos reservamos - porque así nos lo pidió él -, en vez de sacarle la
muela careada, le arrancó una sana aledaña. Pero lo más chusco del caso -
completamente auténtico - es que, en adelante, no le molestó al paciente la
muela dañada.
Sabemos de otro barbero
fiterano, posterior al Bernardo y al José, que al forcejear para extraer a un
vecino la muela del juicio, lo sacó remolcando hasta la Calle Mayor, tirándole
de la muela con sus tenazas. La carnicería que le hizo en la boca, fue tan
brutal que el infeliz estuvo quince días sin poder probar un bocado sólido,
alimentándose únicamente de sopas de ajo. El mismo arranca-muelas perpetró con
mí amigo, Francisco Falces Pina, ya difunto, otra fechoría análoga. Resulta
que, en vísperas de casarse, tuvo Paco la mala ocurrencia de ponerse en manos
de aquel vecino para que le extrajera una muela que le molestaba bastante.
- «No irás a matarme...», le
dijo Paco, un poco receloso, medio en broma, medio en serio. Y, en efecto, le
faltó muy poco para que lo matara, pues le provocó una hemorragia tan tremenda
que mi infeliz amigo perdió el sentido. Su familia se asustó de muerte; pero
Paco se salvó de ésta, gracias a los cuidados oportunos del médico don Ramón
Sanz, quien lo desvió, a tiempo, del camino del otro mundo. Cuando, al día
siguiente, vino de Olvega su novia, para celebrar la boda, encontró a Paco
tendido sobre una cama, todo pálido, exangüe y ojeroso, y coronado
grotescamente con un intestino de carnero, relleno de pedazos de hielo. Por
supuesto tuvieron que aplazar el casamiento.
Añadamos, para terminar este
capitulo, que los peluqueros tenían, a la sazón, unos serios competidores, en
los esquiladores de ganado, especialmente en los hermanos apodados los Morumines (Dionisio y Pedro). Estos
toscos trasquiladores solo cobraban a los clientes, por su trabajo, cinco céntimos
y es claro que, por tan bajo precio, no iban a hacerles precisamente obras de
arte capilar y a transformar a sus parroquianos en unos lechuguinos de salón.
Su labor era más modesta. Introducían a sus víctimas en un corral, las sentaban
en unos sucios tronquillos de madera y, atacándoles la pelambre, con sus
grandes tijeras puntiagudas, les dejaban el cogote como un labrado de burras.
LAS SEMANAS SANTAS
DOS GUERRAS INOFENSIVAS
XI
LAS SEMANAS SANTAS
Las celebraciones
populares de la Semana Santa en Fitero sólo datan del siglo XVI. Por supuesto,
las del abadengo eran más pomposas que las posteriores a la exclaustración de
los monjes del Monasterio, aunque solo fuera por el número de frailes que
tomaban parte en ellas y la riqueza de ornamentos, imágenes, vasos sagrados,
estandartes y demás efectos litúrgicos que poseían. Hay que tener en cuenta que
las principales Cofradías de la Semana Santa, como las de los Santos Cristos de
la Cruz a Cuestas y de la Columna y la de la Veracruz (de la Soledad o
Dolorosa), datan ya del siglo XVII y tenían sus correspondientes “pasos”. Pero
no todos los “pasos” tenían altar y los carentes de él se guardaban entonces
debajo del primer arco libre de la nave lateral septentrional; es decir,
delante del verjado de la actual capilla del Cristo de la Cruz a Cuestas.
Aunque, con la extinción
del Monasterio, perdieron sin duda brilllo las ceremonias de la Semana Santa en
Fitero, de todos modos, a principios de este siglo –que es al que vamos a
circunscribirnos- todavía se celebraban con bastante más solemnidad que en la
actualidad. Aún no se habían introducido las reformas litúrgicas del Concilio
Vaticano II y los oficios divinos duraban horas y horas, haciéndose todos los
rezos y cánticos en latín. Naturalmente no eran entendidos por el común de los
fieles, pero tal vez por eso mismo, como ocurre con todas las cosas
misteriosas, les impresionaban mucho más. Por otra parte, la religiosidad del
vecindario era mucho más intensa y extensa que en nuestra época y se respiraba
en el mismo ambiente, pues estaba próximo el cumplimiento pascual, al que se
sustraían entonces muy pocos vecinos, aunque solo fuera por no dar pábulo al
qué dirán.
Nuestro grandioso templo
ofrecía en la Semana Santa un aspecto de severidad más imponente que de
ordinario. Todas las imágenes de bulto de los altares menores aparecían
cubiertas con sendos paños morados y el gran retablo del Altar Mayor se
ocultaba tras una enorme cortina rectangular, de color violeta, muy desvaído,
con una gran cruz blanca latina, en el tercio superior. Pero lo que más impresionaba
a los fieles era el Monumento,
herencia de los monjes. Se trataba de un gran altar de circunstancias, que se
levantaba delante del actual de la Virgen de la Barda, y a la sazón, del Santo
Cristo de la Guía. Estaba formado por un enorme armazón de tablas y lienzos
pintados, que tapaban el tercer tramo del recinto; es decir, todo el baldaquín
y el altar del Cristo. Dichas tablas y lienzos representaban el Sacrificio de Abraham,
que blandía un gran cuchillo, presto a hundirlo en las carnes de su hijo Isaac,
y al Ángel que se lo impedía, intimándole: “Detente, Abraham”; asimismo a
Moisés, con las tablas de la ley, y a su hermano Aarón, empuñando un
incensario; al Rey David, con su salterio; a los cuatro profetas mayores:
Isaías, Jeremías, Ezequiel y Daniel; la última Cena de Jesús con sus apóstoles;
y en fin, a unos fieros soldados romanos armados de lanzas y escudos y tocados
con cascos empenachados. Dos de estos soldados aparecían haciendo guardia a uno
y otro lado de la escalerilla por la que se subía a depositar en una urna al
Santísimo Sacramento; y como algunas ancianas ignorantes y crédulas hacían
creer a sus nietos que estos soldados eran unos judíos que tenían en la cárcel
a Nuestro Señor, no pocos, niños y niñas los cosían a alfilerazos, como hacían
con los judíos del paso del Cristo de la columna, en la procesión del Viernes
Santo. Pero pasemos a reseñar, día por día, los aspectos ceremoniales y
pintorescos de las Semanas Santas fiteranas de antaño.
EL DOMINGO DE RAMOS todo el mundo acudía a la misa Mayor, provisto de
sus ramos correspondientes. La mayoría solían ser de olivo o de peros floridos.
Aunque el clero los bendecía por grupos sucesivos, algunos fieles no se
contentaban con las gota de agua que les caían del hisopo, sino que los remojaban
en las pilas grandes de agua bendita, a lo que se añadía las travesuras de
algunos chiquillos irreverentes que se entretenían en “capuzar” a otros, de vez
en cuando, ensuciando lamentablemente la tarima del templo. Al final de la
Misa, se celebraba una gran procesión, con el recorrido de la actual de la
Virgen de la Barda. Los ramos bendecidos solían ser colocados en los balcones y
ventanas de las casas hasta que se secaban o hasta el año siguiente.
Por la tarde del Domingo
de Ramos, los cofrades de la Cruz a Cuestas y de la Columna celebraban otras
funciones completamente diferentes: las subastas de sus efectos para la
procesión del Viernes Santo, que antiguamente se celebraba el Jueves. Las
Cofradías subastaban el porte de los tambores, faroles y cirios de dicha
procesión. La subasta de la Cofradía de la Columna se efectuaba en casa del Tío Pelile (Ángel Calleja), que vivía en
el Paseo de San Raimundo, número 22; y la de la Cruz a Cuestas, en el local
propio de la Cofradía, al final de la calle Alfaro, número 31. La Cofradía de
la Cruz a Cuestas era la de los vecinos más ricos (industriales, grandes
terratenientes y labradores bien acomodados); y la de la Columna, la de los
pequeños arrendatarios y tenderos. Los jornaleros no pertenecían a ninguna, a causa
de su pobreza. El Alcalde y los Mayordomos de cada una se sentaban delante de
una mesa y empezaban las pujas, comenzando por la subasta del tambor.
-¡3 reales!, -¡4 pesetas!, -¡2 duros!, -¡16
pesetas!...
Ordinariamente, por el
tambor se pujaba, a lo sumo, hasta 20 pesetas. Pero un año, el Tío Sultán (Sixto González) dio por el tambor
de la Cruz a Cuestas, con gran asombro de todos, nada menos que 5 duros; es
decir, el jornal de tres peones, en una semana de trabajo.
Desde entonces, la
cantidad mayor se pagaba siempre por llevar el tambor, pues el cofrade que lo
portaba, precedía solo a toda la Cofradía y era el que más lucía. ¡Y hay que
ver los tamborazos que daba, si era un joven “mucho fato” y además iba algo
bebido (lo que era cosa extraordinaria)! Por llevar un farol ordinario de la
Cruz a Cuestas, se daban hasta 14 reales; y por cada uno de los cuatro faroles
mayores, 4,50 pesetas. Por el alquiler de un cirio nuevo, o sea, no
despabilado, que alumbraba la cara del mismo Cristo, se pagaban hasta cinco
pesetas, y por los demás, unos tres reales.
EL LUNES SANTO Y EL MARTES
SANTO no había oficios divinos solemnes, sino únicamente las misas ordinarias
de la mañana y el rezo del Rosario y del Vía-Crucis por la tarde. Bastantes
devotas no se contentaban con el Vía-Crucis de la iglesia, sino que recorrían y
rezaban el del Camino del Cementerio, a lo largo del cual están repartidas las
14 estaciones.
La voz cantante o mejor
dicho, tonante de la Semana Santa la llevaban los cuaresmeros; predicadores
especializado y contratados para pronunciar los sermones de la Cuaresma. Solían
ser frailes capuchinos o carmelitas que tenían una voz atronadora y empleaban
una retórica religiosa tremebunda. Predicaban todos los miércoles y viernes,
hacia las 7 de la tarde; y los domingos, en la misa de 11, pues entonces no
había de 12. A veces, prolongaban sus sermones más de la cuenta, con el
consiguiente enfado de los feligreses. Tal ocurrió una vez con un capuchino,
llamado el P. Crisantos, el cual no era precisamente un Bossuet. El párroco,
don Antonino Fernández Mateo se vio en la necesidad de advertírselo y entonces
convinieron en que, cuando creyera D. Antonino que ya había sermoneado
bastante, tocara el Poba discretamente una campanilla. Los fieles se dieron
cuenta del truco y apenas se aburrían de escucharlo, cuchicheaban con los
vecinos: “¡A ver cuándo toca el Poba la campanilla! ¿Se ha dormido el Poba? ¿Ha
perdido el Poba la campanilla?
EL MIÉRCOLES SANTO, las
ceremonias de la iglesia eran análogas a las del Lunes y Martes, con una
añadidura importante y retumbante: la celebración solemne por la tarde, hacia
las 4, del primer Oficio de Tinieblas,
que ya hemos descrito prolijamente en otro capítulo.
EL JUEVES SANTO era el día
de gala de la Semana Santa, no solo por ser uno de los días de precepto más
memorables del año litúrgico, sino porque los vecinos se ponían los mejores
trajes que tenían (los que tenían más de
uno que eran los menos). Sobresalían naturalmente las mujeres. Las vecinas
pobres –no demasiado pobres- lucían unos amplios y sencillos mantillos negros
que les cubrían la cabeza y los hombros. Las labradoras acomodadas también
llevaban mantillos negros, pero adornados con franjas de terciopelo y con
golpes de abalorios, luciendo vistosos mantones de Manila, y las “señoritas” o
mujeres más ricas ostentaban altas peinetas de carey y elegantes mantillas blancas
de blonda sobre sus vestidos negros, que les llegaban hasta los tobillos. Los
munícipes también se vestían de gala, con zapatos, traje, capa o levita y
chistera negra, con las particularidades de que acudían en corporación a los
oficios divinos matutinos, con guantes blancos y la bandera blanca bordada del
Ayuntamiento, acompañados por la Banda Municipal; y regresaban con guantes
negros, bandera negra y precedidos de un niño que iba tocando una campana. Por
la tarde, acudían asimismo al Lavatorio de los pies de los Apóstoles y al
sermón del Mandato, llamado así por referencia al capítulo XV, versículo 17 del
Evangelio de San Juan: “Un mandato os doy; que os améis unos a otros.”
Los Oficios divinos de
Jueves Santo eran esencialmente los mismos de ahora, pero más largos y
solemnes. Por la mañana, se administraban comuniones generales antes de la Misa
solemne, en la que sólo comulgaban los miembros del clero (y los sacristanes y
monaguillos mayores), del Ayuntamiento y los Sietes apóstoles. Estos últimos se
trasladaban a continuación al deambulatorio de la girola, donde los esperaba el
Poba, quien les daba a beber una copa
de aguardiente, “para que pasase bien la Forma”. Al terminar la Misa, se
verificaba el traslado procesional bajo palio del Santísimo Sacramento al
Monumento; y por la tarde, hacia las 5,30 horas, tenía lugar el segundo Oficio
solemne de Tinieblas, con el mismo estruendo
que el día anterior. Por fin, hacia las 18 horas se celebraba el lavatorio de
los pies, seguido del Sermón del Mandato, a cargo del cuaresmero.
Los Apóstoles eran 12
pobres de la localidad, a los que se prestaba para esta ocasión unas capas
usadas y unos zapatos viejos, que no siempre les caían bien. Se les gratificaba
su cooperación con un par de pesetas o un bono para que se comprasen una camisa
corriente.
Otra ceremonia llamativa
era la Vela del Santísimo Sacramento. Había una distinguida, y otra, general.
La distinguida se hacía por ternas de hombres solamente, pues las mujeres
estaban entonces completamente discriminadas en los templos. Los turnos duraban
media hora, durante la cual los turnantes permanecían arrodillados en sendos
reclinatorios, delante del Monumento, en lugar preferente, separados del común
de los fieles. Estos, incluida las mujeres, se apiñaban en las partes laterales
de la Capilla y detrás. El primer turno lo hacían el alcalde, el Párroco y el
Juez; a continuación, otro sacerdote entre dos concejales y, finalmente, tres
feligreses distinguidos, que figuraban en una lista confeccionada por la
Parroquia, ordinariamente con un criterio selectivo poco evangélico. Por
supuesto, los veladores más distinguidos hacían sus turnos en las mejores horas
del día, mientras que, en la noche, velaban al Santísimo devotos pobres o
miembros de la Sección local de la Adoración Nocturna, desde que fue fundada en
1909. Los fieles en general solían hacer al Monumento siete visitas.
A partir del traslado del
Santísimo al Monumento, ya no se tocaban las campanas de la iglesia, hasta la
mañana del Sábado de gloria y en el intervalo, los monaguillos recorrían
Las calles, llamando a los vecinos a los
Oficios, con los matrócolos: unas
chapas de madera, provistas de unos macillos que las golpeaban, haciendo un
ruido seco. Al mismo tiempo, voceaban los acólitos: “¡Al Lavatorio!”, ¡Al
Sermón!, ¡A las siete Palabras!, ¡A la Adoración de la Santa Cruz!
El VIERNES SANTO no era
día de fiesta, como el Jueves; pero sólo se trabajaba por la mañana. El día
empezaba litúrgicamente hacia las 6 con el Sermón
de la Bofetada, alusivo a la que dio a Jesucristo un alguacil del Pontífice
Anás, según el capítulo XVII, versículo 22 del Evangelio de San Juan. A
continuación, se hacía el reparto de los Cristos, o sea, de los entandartes de
las Cofradías a los Alcaldes y Mayordomos de las mismas, con acompañamiento de
matrocolistas, por cofrades entunicados. Durante el resto de la mañana, los
Oficios consistían en retirar el Santísimo del Monumento, en la recitación solemne
por tres sacerdotes con albas, de un evangelio de la Pasión; en recitar las
preces rituales de la Oración Universal y en la Adoración de la Santa Cruz. Por
cierto que, en las preces, había un curioso detalle litúrgico del que no se
daban cuenta los fieles, porque ignoraban el latín. Era la oración “pro perfidis judaeis”; es decir, por los
traidores judíos; de manera que se rogaba por ellos, y al mismo tiempo, se les
insultaba. La reforma litúrgica del Concilio Vaticano II acabó con tal
aberración, pues evidentemente el epíteto de traidores o pérfidos sólo podía
aplicarse con justicia a los habitantes de Jerusalén que pidieron y obtuvieron
la crucifixión de Jesucristo y la libertad de Barrabás –y es sabido que no
fueron todos los vecinos-, pero no al resto de los habitantes de Judea de
aquella época y menos todavía a los judíos posteriores que nada tuvieron que
ver con aquel suceso.
La Adoración de la Santa
Cruz era, como la Vela del Monumento, de dos clases análogas: distinguida y
general. En la primera tomaban parte el clero y el ayuntamiento, cuyos miembros
tenían que descalzarse y hacer tres genuflexiones antes de besarla,
arrodillados, y la segunda, los fieles en general, sin descalzarse, pero
asimismo arrodillados.
Hacia el mediodía empezaba
el Oficio de las Siete Palabras, el cual duraba, por lo menos, tres horas. Los
tres coadjutores de la Parroquia se encargaban cada uno de un sermón; el
Párroco pronunciaba dos; y el cuaresmero otros dos. Entre sermón y sermón, se
interpretaban cantos litúrgicos con acompañamiento de un antiguo organillo
Regal y algún violín, flauta y contrabajo. Al finalizar las siete Palabras, se
simulaba el Terremoto que siguió a la muerte de Jesucristo, sacudiendo, en el
deambulatorio de la girola, grandes láminas de hojalata, quemando pólvora con
resina y haciendo ruidos con matracas, carrascas y objetos contundentes.
Hacia las 4 de la tarde,
se procedía a la ceremonia del Descendimiento de la Cruz y al sermón de la
Soledad. Previamente se había plantado desde el amanecer, en medio del Altar
Mayor, una alta cruz de madera de la que pendía el Cristo articulado del Santo
Sepulcro y de ella lo desprendían los sacerdotes revestidos con albas, trepando
por una escalera doble. Dirigía esta ceremonia el Cuaresmero, el cual indicaba,
a voces, a los dos sacerdotes los diferentes actos que debían ejecutar; a
saber, desclavarle las manos y los pies, bajarlo hasta el pavimento del
presbiterio, presentarlo a la Virgen Dolorosa, trasladada previamente para este
acto a la derecha del presbiterio y presentarlo a continuación al pueblo.
Entonces pronunciaba el cuaresmero el sermón de la Soledad y terminado éste, se
introducía a la sagrada Imagen del Cristo muerto en el ataúd de cristal y
cuatro cofrades del Santo Sepulcro lo trasladaban al centro del sexto tramo de
la nave central, frente al órgano, depositándolo sobre una mesa.
La Cofradía del Santo
Sepulcro fue fundada en la primera década del siglo actual, por iniciativa del
párroco don Martín Corella, formándola en un principio 12 señores de los más
ricos del pueblo, los cuales iban vestidos con túnicas negras de larga cola,
antifaz y guantes negros y tocados con altos capirotes enlutados. Costearon el
cuerpo de Alabarderos, que representaba a una decuria de soldados romanos, con
sus cascos corazas, lanzas y típicos uniformes cortos de color escarlata. Eran
nueve y un trompeta, y se relevaban cada media hora de cuatro en cuatro,
saliendo marcialmente de la sacristía para hacer guardia de honor al Santo
Sepulcro. Iban golpeando rítmicamente la tarima con sus lanzas, precedidos del
decurión y del trompeta, así como de un tambor entunicado, haciendo un
estruendo formidable. El Decurión portaba el clásico estandarte de púrpura de
los Romanos, con las conocidas siglas bordadas S.P.Q.R. (Senatus Populusque
romanus; el Senado y el Pueblo Romano). Cuando se terminaba el relevo y
quedaban colocados los cuatro soldados, quietos y rígidos, en los cuatro
ángulos del Sepulcro, los muchachos más atrevidos se acercaban a ellos, a ver
si los reconocían a través de sus yelmos, mirándolos curiosamente de abajo
arriba.
-¡To, si es el Mochón! -descubría uno.
-To, si es el Plejillas! -exclamaba otro.
Al atardecer del Viernes
Santo, los cofrades del Cristo de la Cruz a cuesta y de la Columna, a pesar de
ser un día de ayuno preceptivo, celebraban unas “merendolas” que no tenían nada
de frugales colaciones. Se hacían en las casas de sus Alcaldes y Mayordomos
respectivos, los cuales engalanaban por la mañana los balcones o ventanas de
sus casas, asomando el estandarte que iban a llevar en la procesión del Santo
Entierro. Consistían tales cuchipandas en devorar unas amplias fuentes o
cuencos de aceitunas, adobanas con aceite, vinagre y pimiento molido, y
acompañadas de papachas, hogazas y hojuelas (pastas hechas con harina, huevos y
azúcar, freídos en la sartén), sin faltar, por supuesto, los correspondientes
porrones de vino tinto.
Después de bien comidos y
bebidos, iban a la procesión del Santo
Entierro, que era el espectáculo culminante de la Semana Santa. Figuraban
en ella los siguientes pasos: San Juan Evangelista, la magdalena, el Cristo del
Huerto, adornado con ramajes; el de la Columna, con los judíos empuñando
látigos que guardaba el Tío Pelie; el
Cristo de la Caña o Ecce Homo, el Cristo de la Cruz a Cuestas, el del Monte o
del Calvario, adornado con tomillos y romeros, el del Santo Sepulcro y el de la
Dolorosa.
Desde luego, la Procesión
era un espectáculo impresionante, pues salía al anochecer y acudía casi todo el
pueblo, el cual tenía entonces más de un millar de habitantes que en la
actualidad. Por otra parte, solamente los cofrades de la Cruz a Cuestas sumaban
ya más de un centenar y los de la columna, 60. Por cierto que esta dos
cofradías andaban siempre reñidas, a pesar del sermón del Mandato, y producían
alguna vez sus escandalitos en la misma procesión. Primitivamente solo iban entunicados
los de la Cruz a Cuestas, pero los de la Columna no quisieron ser menos y
acabaron asimismo por vestirse de nazarenos, con sus túnicas y antifaces morados
y sus cíngulos blancos de cordón. Los miembros de ambas cofradía marchaban en perfectas
formaciones con sus estandartes correspondientes. Al frente se destacaba el
alcalde de la cofradía, portando el estandarte principal, precedido del tambor
y seguido de cuatro secciones, cuyos Mayordomos enarbolaban los siguientes
estandartes: la Oración del Huerto, el Prendimiento, la Flagelación y el Eccce
Homo (los de la Columna); y el Cirineo, la Caída de Jesús en el camino del
calvario, la Verónica y el Encuentro de Jesús con su Madre (los de la Cruz a Cuestas).
Aunque las mujeres estaban excluidas, en principio, de tomar parte activa en la
procesión, sin embargo, figuraban en ella las Tres Marías, llamadas vulgarmente
las Tres lloronas, las cuales marchaban descalzas y con largos velos negros caídos
sobre la cara y el busto; y además algunas otras, que se deslizaban disimuladamente
entre las filas masculinas, calzadas con sandalias y con las túnicas y
antifaces que llevaban los hombres.
La perspectiva de aquellas
largas filas de entunicados, portando cirios y hachas encendidas, unida a las
luces policromadas de los faroles de las cofradías y de los que colocaban los
vecinos en los balcones y ventanas; a los reflejos de los colorines de las estandartes
y las altas sombras de los pasos y de la noche, ofrecían un golpe de vista
fantasmagórico; sobre todo, en la calle de la Patrona y en la calle Mayor. Por
supuesto, no faltaban en la procesión de los Doce Apóstoles (los pobres del
lavatorio), los alabarderos, los 12 cofrades del Santo Sepulcro, escoltado por
la Guardia Civil con los fusiles a la funerala, y detrás, un elegante palio
negro, costeado por la señora Felisa Latorre. Cerraban el cortejo el Clero, el
Ayuntamiento y la banda Municipal que iba interpretando marchas fúnebres.
Detrás, caminaba el público femenino y el masculino pobre, sin orden ni
formación.
A la vuelta de la
procesión, se desarrollaba silenciosamente, en la puerta de la iglesia, una
curiosa escena. Un cofrade de la Cruz a Cuestas y otro de la columna estaban
apostados a uno y otro lado de la entrada, con sendos talegos camperos, en los
que los cofrades que llevaban cirios, iban depositando papeletas con sus
nombres; y los que no habían alumbrado, tenían que pagar un real. Los procesionarios
más presumidos o más ricos llevaba grandes hachas propias, o alquiladas a los
tenderos, a la merma; es decir, que las devolvían después de la procesión, y
los tenderos les cobraban un tanto por la cera consumida, pesándolas antes y
después de la función. Había niños que recogían con las manos la cera que se
desprendía de los cirios y de las hachas, formando bolas que vendían luego por
unos céntimos al Tío alejo o al Tío Miguel, que eran unos tenderos de la época.
Otro detalle curioso: los portadores de la Dolorosa, los cuales debía vestir de
riguroso luto, acabada la procesión, se dirigían al Ayuntamiento, donde los
obsequiaban con sendas papeletas de almendras garapiñadas.
EL SÁBADO SANTO o SÁBADO DE GLORIA, como se decía
entonces, no era festivo; pero, a diferencia de ahora, en que ha cambiado su
liturgia, a las 10 de la mañana, empezaban a repicar todas las campanas de la
iglesia, anunciando la Resurrección del Señor, y a continuación, se celebraba
la primera misa de Gloria. El resto del día, se formaban ante los confesionarios
grandes colas, para oír las confesiones de los que iban a cumplir con Pascua.
EL DOMINGO DE RESURRECCIÓN, la mayor parte de los
vecinos acudían a la Misa Mayor, así como el Ayuntamiento, con bandera y
música. Era propiamente el día del Cumplimiento Pascual, y para que constase fehacientemente,
los comulgantes echaban en un canastillo que portaba un monaguillo, una cédula
con su nombre. Ahora bien, más de una comulgante depositaba, al mismo tiempo,
disimuladamente la cédula de su marido o de algún hijo, alérgicos a dicho
cumplimiento.
Y así terminaba la Semana Santa.
Comparando el pasado con el presente, se constata
que las Semanas Santas actuales de Fitero tienen ya poco de espectaculares y
menos todavía de santas. ¿Pero es que las de antaño eran tan santas como
espectaculares…?
CAPÍTULO XII
LAS ROGATIVAS Y EL BARRANCO
Sabido
es que las Rogativas eran las Letanías menores que celebraba la Iglesia, los
tres días anteriores a la fiesta de la Ascensión del Señor, que caía siempre en
jueves. El Concilio Vaticano II (1962-1965) las suprimió. A principios del
siglo, se celebraban en Fitero procesionalmente fuera del templo, acudiendo el
clero, con cruz alzada, y parte del vecindario, el cual, a cada invocación de
los Santos, respondía, en voz alta, con el Ora
pro nobis. Desde luego, se verificaban por la mañana y como eran días laborables,
la mayor parte de los asistentes eran muchachos y mujeres.
La
del Lunes se llamaba Rogativa del Bañillo.
La procesión salía del templo y llegaba hasta la Mejorada. Allí el clero daba
la bendición a los campos y regresaba a la iglesia. Este día, acudía el
Ayuntamiento, el cual, seguido de una buena parte del público, continuaba hasta
el Baño Viejo, donde se acostumbra a obsequiar a los miembros, así como a los
del clero, con una buena comida; y al resto de los asistentes, con un panecillo
y un huevo. Ignoramos cuándo y por qué se acabó tal costumbre, pues explicación
que damos en nuestro poemita, EL BAÑILLO (POEMARIO FITERANO, pp. 84-86), es
humorística y jocosa, pero no histórica.
La
del Martes era la Rogativa del Calvario,
pues salía de la iglesia y atravesando varias calles intermedias, se internaba
por la Costerilla, recorriendo el calvario del camino del Cementerio, donde
terminaba. Desde luego, era la más seria.
Por
fin, la Rogativa del Miércoles era la del Barranco.
Su origen extralitúrgico no está completamente aclarado. En un artículo,
titulado EL BARRANCO, inserto en el número 7 de La Voz de Fitero,
correspondiente al 19 de mayo de 1912, y firmado por Z (tal vez, el doctor José
Zalabardo), se afirmaba que las meriendas y el juego de las chapas con que se
celebraba tal rogativa, eran muy antiguos y que “más tarde, y coincidiendo con
esta fiesta, se ejecutó en Fitero la grandiosa obra de la construcción de la
Acequia de Cascajos”, y que, “cuando el pico del cantero daba los últimos
toques en la perforación del túnel que había al nivel del Corral del Morril, en
esa época, coincidió la celebración de estos tradicionales cultos, y con este
motivo, y con el fin de dar mayor realce a obra tan grandiosa, se celebró un
almuerzo al que asistió el Clero y el ayuntamiento, y desde esa fecha ha venido
celebrándose cada vez con más solemnidad y algazara.”. Añadía Z que se día era
“la fiesta de la juventud; era el día tradicional del estreno de las galas de
verano; era el día en que niños y viejos, hombres y mujeres, reunidos en
corrillos, más o menos numerosos, lanzaban al aire las famosas chapas, que, al
día siguiente, eran las causantes de más de cuatro disgustos de familia, que
venían, en ocasiones, para jugarse las mujeres hasta los colchones de la cama”.
Hagamos
algunas apostillas a las afirmaciones confusas de este artículo.
En
primer lugar, es posible que la fiesta del tercer día de las Rogativas fuese
anterior a la apertura de la Acequia alta, pero no hemos visto pruebas
documentales.
En
segundo término, dudamos mucho de que la celebración de esta rogativa
coincidiese con la apertura del regadío de Cascajos, puesto que la escritura correspondiente
fue firmada el 12 de enero de 1574 y nos parece bastante raro que los trabajos
no comenzasen hasta el mes de mayo. Por otra parte, tampoco coincidió con la
inauguración de tal regadío, una vez terminada la acequia, puesto que tan feliz
suceso ocurrió el 22 de enero de 1603.
En
tercer lugar, es muy probable que el final de la perforación del pequeño túnel
que hay al nivel del corral del Morril, actualmente en ruinas, coincidiese, en
efecto, con el tercer día de las Rogativas, pero hay que advertir que ya no se
trataba de la acequia de Cascajos, sino de la acequia de Abatores, la cual fue
comenzada en 1820. Así se explica que el nombre de Día del Barranco no aparezca
en los libros de Actas y de Cuentas de la Villa hasta mediados del siglo
pasado, en que se terminó, siendo probable la presunción de Ricardo Fernández
Gracia de que el ayuntamiento, “siempre dispuesto a eliminar todo lo que
recordase a sus antiguos señores, hubiese sustituido la subida a Yerga (que se
celebraba todos los años en el mes de mayo) por el día del Barranco. (Algo sobre las fiestas de San Blas y el
Barranco – Programa de las Fiestas de 1982).
Ahora
bien, ¿por qué se le dio el nombre de día del Barranco? Sencillamente, porque el
terreno, donde se abrió dicho túnel, por el que pasa la acequia de Abatores, es
abarrancado; y el hecho de que dicho túnel esté, a su vez, a dos pasos de las
ruinas del Corral del Morril, explica que la romería del Barranco se empezase a
celebrar precísamente en aquel lugar, alternando más tarde con la Dehesa de la
Villa.
La
fiesta era encabezada por las autoridades civiles, militares y eclesiásticas, y
era el alcalde el que iniciaba el juego de las chapas. Pero ¿no será una
exageración la afirmación de Z de que las mujeres se jugaban hasta los
colchones de las camas? ¿Y después, dónde dormían las perdedoras con sus
maridos? ¿En el pajar…? ¿En la cuadra…?
Parece
que en la primera década del siglo actual, como insinúa el mismo cronista, no se
celebró la Fiesta del Barranco, sin duda, a causa de la catástrofe económica
producida por la invasión de la filosera; pero se reanudó en el segundo
decenio.
La
comida clásica, por entonces, del Día del Barranco era la empanada, o sea, un
gran pan de aceite en cuyo interior se metían trozos de chorizo, de pollo, de
conejo, huevos duros, lo que se quería. O mejor dicho, lo que se podía, pues
nos imaginamos que más de un pobre –que constituían la mayoría- tendría que
contentarse con meter caracoles asados, ajos cocidos y alguna sardina frita de
mataburro previamente desalada.
CAPÍTULO XIII
FAENAS AGRÍCOLAS DE ANTAÑO
Hubo
en Fitero algunas faenas agrícolas que todavía eran corrientes al principio de
este siglo y que han desaparecido por completo: unas por la extinción de los
cultivos correspondientes, como el cáñamo y el lino, y otras, por la
mecanización moderna de la agricultura, que ha hecho innecesarios los métodos
antiguos de explotación, como la recolección obsoleta de las mieses y la
vinificación de las uvas. Naturalmente la juventud agrícola actual, con sus
tractores, sembradoras, extirpadoras, escarificadores, cosechadoras, etc., no
se imagina siquiera lo que trabajaron y sudaron sus padres y sus abuelos,
labrando con arados rudimentarios, hoyando con layas, segando con hoces,
vinificando con prensa, etc. Por lo mismo, vamos a ocuparnos en este capítulo
de tres principales: el cáñamo, el trigo y la uva.
I
CULTIVO Y PREPARACIÓN DEL CAÑAMO
En
los siglos pasados, se cultivó en Fitero mucho cáñamo, con destino a las
industrias de lencería, alpargatería y cordelería, que estaban entonces
bastante florecientes. Pero con los adelantos extraordinarios de la rama
textil, aquellas manufacturas quedaron desfasadas, y a principios de la actual
centuria, el cultivo del cáñamo estaba en franca decadencia, en nuestro pueblo.
Sin embargo, todavía quedaban cinco hiladores de cáñamo: el Tío Abondo (Abundio Arévalo), que tenía
su rueda o “taller” en la parte alta del terraplén, donde se alza la Villa
Araceli, en la cual calle Tudején; el Tío
Raña (Lucas Yanguas), que lo tenía en la parte baja del mismo lugar; el Tío Churi (Vicente Jiménez), en la
prolongación del callejón de la parte alta de la calle Mayor, donde se
encierran las vacas; el Tío Beato
(Hermenegildo González), junto a la entrada de Santa Lucía, frente al puente
del río Alhama; y el Tío Niño (Lino
Bermejo), junto a la acequia Matencia, en el antiguo descampado de la actual
calle Peñahitero. Posteriormente hilaron en los sitios del Raña y del Churi, los
hijos de Antonio y Manuel Guarás.
La
siembra del cáñamo se hacía a la par, es decir, un robo o almud de cáñamo por
cada robada o almud de tierra. Se realizaba en grandes barbechos, a finales de
febrero, sembrando a voleo los cañamones
o semillas. Por cierto que hacían un buen consumo de ellos los niños de las
escuelas, a los que la Tía Modesta
(Modesta Barea) se los vendía tostados o en bodas con miel, a un cuarto (dos
céntimos) la hueverilla.
Los
sembrados de cáñamo eran regados, por lo menos, dos veces en la temporada. El
color de los tallos era al principio verde, y al madurar se tornaba blancuzco,
alcanzando los tallos una altura de 2 a 3 metros. Sus hojas eran del tamaño de
los girasoles y en la parte superior de los tallos se formaban las espigas, las
cuales contenían los cañamones.
La
recolección del cáñamo se realizaba de ordinario en la segunda quincena de
agosto, arrancando los tallos a mano y extendiéndolos en el terreno para que se
secasen, forman mañas o manojos
cruzados de tallos. Una vez secos, se llevaba allí una mesa de cocina,
extendiendo debajo de ella una manta olivarera para que recogiera los cañamones
que se desprendían al golpear a mano las mañanas sobre la mesa. Ordinariamente
las mañanas se fascalaban, como el trigo, haciendo con ellas fajinas y, hacia
finales de agosto, se llevaban a cocer a las pozas del Combrero. Eran éstas
unas hoyas grandes en las que se extendían bien las mañas, cubriéndolas con gran
cantidad de piedra para sujetarlas, pues, a continuación, se hacía llegar el
agua a las pozas, las cuales estaban dotadas de dos portillos: uno de entrada y
otro de salida. El objeto de esta operación era cocer bien el cáñamo, y cuando
ya estaba de tempero, al cabo de unas semanas, se sacaba de las pozas para que
no se pudriera. Entonces lo esparcían por las eras para que se secase, y una
vez seco, se picaba con la grama o
más bien agramadera, que consistía
esencialmente en un cilindro recubierto de metal con una empuñadura, el cual
machacaba el cáñamo para separar su fibra. A continuación se espadaba, es decir, se le quitaba la
vaina, llamada cañamiza, a mano o con
una espadilla o pequeño machete de madera. La última operación era el rastrillado, que consistía en limpiar el
cáñamo, despojándolo de la arista o estopa con un rastrillo o tabla con dientes o púas a modo de carda. Generalmente
el cáñamo se vendía sin rastrillas, dejando este quehacer a cargo del
comprador.
Con
el cáñamo se hacían fardeles o
samantas, cada una de las cuales pesaba una arroba navarra, es decir, unos
13,50 kilos, que se vendían a unas 18 o 20 pesetas el kilo. El negocio, pues,
no era malo. Lo malo era el oficio, a causa del polvillo insano que desprendía
el cáñamo, al agramiarlo y espadarlo. Con el cáñamo se hacían sogas, liza,
traillas, ramales, sábanas, servilletas, alpargatas, sacos, alforjas, cinchas,
etc. El Ayuntamiento cobraba 2 céntimos de impuesto por cada semana. El
principal cultivador de cáñamo, en el primer tercio de este siglo, fue el Tío Pella (Manuel Berrozpe), fallecido
en la década de los 60. En la actualidad nadie siembra ya cáñamo en Fitero y,
por lo mismo, ya no queda ningún hilador.
II
SIEMBRA Y RECOLECCIÓN DEL TRIGO EN TIEMPOS PASADOS
El
trigo ha sido siempre el principal cereal cultivado en Fitero. También se
cultiva la cebada, el centeno y la avena, pero en mucha menos proporción. Por
lo mismo, nos referimos especialmente a él, a los efectos de la siembra y
recolección de los cereales a principios de este siglo. La siembra requería
cuatro operaciones preparatorias: labrado,
tableado, señalización y abono. El labrado se hacía con el antiguo arado común o timonero, descendiente directo
del arado romano. Téngase en cuenta que el arado de vertedera no se introdujo
en Navarra hasta la última década del siglo XIX, apareciendo el primero en
Carcastillo, en 1890. Poco después se introdujo el arado brabant o de vertedera móvil, pero, como escribe Alfredo
Floristán, “su difusión fue lenta por su costo, de manera que en un principio
las vertederas y los brabantes fueron privilegio exclusivo de grandes
propietarios” (LA RIBERA TUDELANA DE NAVARRA, p. 123, Zaragoza, 1951.)
El
tableado consistía en igualar y alisar la tierra arada con una atabladera, la cual era sencillamente un
tablón arrastrado por una caballería, sobre el que iba de pie el labrador dando
vueltas hasta nivelar los surcos abiertos por el arado. A continuación, se señalizaba el campo con montoncillos
de tierra puestos a unos 6 u 8 pasos fijos, o sea, lo que podía cubrir de
simiente la mano del sembrador, para que ningún trozo se quedase sin ella. Y
finalmente, se derramaba el abono en
las mismas circunstancias. Por cierto, que al comienzo del siglo, se usaba
únicamente como abono el estiércol, pero a partir de 1906 empezaron a usarse
los abonos minerales a base de superfosfatos de cal.
Después
de estas operaciones preparatorias, se hacía la siembra, en los meses de octubre y noviembre, generalmente a voleo,
y a veces en el regado, a mata. Con un capazo de grano colgado del hombro
izquierdo por medio de una traba de cáñamo, el sembrador esparcía el grano con
la mano derecha (a menos que fuera
zurdo), completando la operación con un nuevo labrado y tableado. Como se ve,
la siembra era algo complicada, pero no difícil ni penosa.
Mucho
más difícil y penosa era la recolección, la cual requería bastantes días y una
serie más fatigosa de operaciones: la
siega, el fascalamiento, el acarreo, la trilla, el aventamiento, el cernido, el
entalegamiento del grano y la recogida y almacenamiento de la paja.
En
la actualidad una máquina cosechadora y otra empacadora realizan todas esas
faenas en una jornada y hasta en unas horas, según la cantidad de mies.
La
primera y más fatigosa operación de la recolección era la siega. La musa
popular compuso numerosas y patéticas coplas a propósito de los segadores. He
aquí dos:
Ya vienen los segadores
de segar de la Ribera,
con las espaldas quemadas
y enseñando la culera
Ya vienen los segadores
de segar de los secanos
y beber agua de balsa,
toda llena de gusanos.
La siega se realizaba
con hoces, que se manejaban
ordinariamente con la mano derecha, y con la izquierda se iba recogiendo la
mies. Para proteger la mano izquierda se introducían los dedos medio, anular y
meñique en una zoqueta, que era una
especie de corazón hueco de madera, y el pulgar en un dedil de cuero. Asimismo para proteger el antebrazo derecho contra
el roce de las espigas usaban una manga
o brazalete de cuero. A cada tres o cuatro golpes de hoz, la mies cortada se
sujetaba con tres o cuatro blancas o
tallos de mies –operación llamada revuelta-
que continuaba llevando en la mano el segador, y cuando tenía tres o cuatro
hacecitos, formando una manada,
depositaba ésta en el suelo para atarlos y formar un faje (fajo). Para atar los fajes se empleaban, en lugar de cuerdas,
unos tallos resistentes cuyo conjunto formaba un vencejo, y para que quedase bien atado el faje, los segadores
empleaban el garrotillo, que era un
palo de unos 30 centímetros de largo, acabado en punta y de forma curvada, que
solían llevar al cuello. Cada faje se formaba con unas 8 manadas y contenía
unos 6 kilos de trigo y un conjunto de 20 fajes constituía una carga.
El trabajo era brutal
por realizarse en verano, ordinariamente a pleno sol. Por lo mismo los
segadores que no hacían tardeada,
solían empezar a trabajar a las 3 o las 4 de la madrugada para terminar a la 1
de la tarde, o sea, 10 0 9 horas con un intervalo de menos de media para
almorzar. ¡Y qué almuerzo! Migas, algún huevo cocido, pan y vino. Y todo por un
jornal de 2 pesetas a principios del siglo, y de 2,50 pesetas hacia la segunda
década. Sin embargo, los infelices todavía porfiaban entre sí para ver quién segaba
más, aunque no por eso les pagasen un suplemento. Los más resistentes segaban
de madrugada y de tardeada hasta 6 cargas, o sea, 120 fajes, equivalentes
superficialmente a una robada larga de tierra (alrededor de 1000 metros
cuadrados). A menudo trabajaban a destajo, conviniendo con los propietarios en
una cantidad determinada por segar tal o cual sembrado.
Entre los campeones de
la hoz de aquella época, figuraban Antonio el
Niño (Antonio Bermejo), el Tío
Tufilla (Isidoro Fernández), el Tío
Barquillero (Pedro Gómez), el Tío
Chencho (Florencio Muro), el Patancha
(Ángel Sáinz) y el Tío Mauri
(Mauricio Alfaro)
El fascalamiento consistía en amontonar los fajes en fascales, los cuales se formaban con 4 u
8 quincenas de fajos superpuestos, cuyo orden, de abajo arriba era el
siguiente: 5, 4, 3, 2, 1. Con todo siempre había algún fato o presumido que
recogía toda la mies en un solo fascal, lo que le daba la apariencia, desde
lejos, de un tren de mercancías. Se procuraba que los fascales no quedasen en
lugares hondos y que las espigas quedasen ocultas para resguardarlas de los
aguaceros.
El acarreo era sencillamente el traslado de la mies a la era. No
siempre erra verdaderamente acarreo o conducción en carros, sino a veces, entre
los campesinos pobres, aburreo, pues
se hacía con burros, cargados de bastes y hamugas
(suplementos de madera sujetos a los bastes). Con la mies acarreada, se
formaban en los bordes de las eras fajinas
o montones de fajos terminados casi en punta, con objeto de que escurriese el
agua con el menor perjuicio, en caso de lluvia.
La trilla consistía en la trituración de los tallos del trigo y de sus
espigas para que soltasen el grano. Antes de comenzarla se desparramaba la mies
en la era formando la parva en forma
de círculo, y a continuación entraban en acción los trillos arrastrados por bestias de tracción bajo la conducción de
un trillador. Los trillos se componían de pedernales y sierras incrustados en
la cara posterior, y en la anterior un gran tablero de madera lisa algo
empinada en la parte trasera, en la que iba de pie el trillador armado invariablemente
de una tralla para arrear al par de machos o de mulas que daban vueltas y
revueltas a la era, hasta que se trituraba la mies, soltando el grano y
formando la paja. Entretanto otros peones armados de horcas de madera removían
la parva. La operación duraba
aproximadamente ocho horas, si hacía calor, y algunas más, si el cielo estaba
cubierto.
Terminada la trilla se
amontonaba la parva utilizando una allegadera
tirada por una caballería, y si se iba a cambiar de cereal o de dueño del
cereal, o si amenazaba llover, se barría además la era.
En el aventamiento se lanzaba al aire la parva
triturada, primero con horcas y luego con palas. Era condición indispensable
que soplase viento, con preferencia del Norte. Esta banal operación constituía
a veces un verdadero problema, pues, a lo mejor, o más bien, a lo peor, le daba
por no soplar ni un pelo de aire en varios días y había que perder otras tantas
noches en cuidar la parva.
El
cernido tenía por objeto limpiar el cereal, separándolo de
las granzas y granzones, así como del polvo que tenía. Se hacía en grandes
cribas de medio metro o algo más de diámetro, que manejaban las cernedoras, las que, si eran
asalariadas, sólo cobraban 4 reales por cada parvada.
El
entalegamiento consistía en meter en sacos y talegas
el trigo limpio, el cual era llevado a casa encerrándolo en graneros.
Finalmente, la recogida
de la paja se hacía cargándola en carros y conduciéndola a un pajar doméstico o
aislado. Para subirla a un pajar doméstico, se la recogía en sábanas o
cortinas, atando las cuatro puntas con la ayuda de otro operario que se la
cargaba sobre las espaldas. Los apuros sobrevenían cuando, como era costumbre,
las escaleras de la casa eran estrechas y había que escalar uno o dos pisos.
Menos mal que solía ir alguno detrás sirviéndole, en caso preciso, de cirineo.
En el pajar se pisaba la paja para que cupiera mayor cantidad.
En cambio, la subida
del grano no ofrecía dificultades. Generalmente ayudaban al cosechador algunos
amigos, y al final de la faena, la dueña de la casa les obsequiaba con
mantecados y copitas de aguardiente.
Añadamos como
complemento de la recolección del trigo el espigueo
o la recogida de las espigas que quedaban en los rastrojos después de
levantadas las cosechas. Era un trabajo terrible, realizado por mujeres pobres
que se pasaban todo el día encorvadas sobre la tierra, andando a veces
kilómetros y kilómetros para buscar y recoger las escasas espigas que se habían
quedado perdidas u olvidadas en los campos. Su tragedia inspiró al gran pintor
realista francés, François Millet, un cuadro inmortal: LES GLANEUSES (Las Espigadoras).
III
RECOLECCIÓN Y
VINIFICACIÓN DE LA UVA
La RECOLECCIÓN DE LAS
UVAS se empezaba a principios de este siglo como hoy, es decir, cortando los
racimos uno a uno con navajas, hocetes, cuchillos y tijeras, y echándolos en cunachos, los cuales eran sacados de la
viña por las mujeres montados en la cabeza sobre rodetes. Pero con este detalle
diferencial muy importante: que ahora el interior de los cunachos va revestido de plástico, el cual impide el derrame del
mosto al exterior, mientras que antiguamente se filtraba por las rendijas de
aquéllos y se escurría por la cara y por los hombros de las portadoras, de
manera que ofrecían el lastimoso espectáculo de unas aparatosas lloronas,
derramando abundantes lágrimas tan dulces como cochambrosas. ¡Cualquiera se
atrevía a dar un besito, en aquel estado, a ninguna moza vendimiadora, por
hermosa que fuese!
El contenido de los cunachos
lo vaciaban las mujeres en los comportillos
que algunas veces se introducían dentro de las viñas, pero generalmente se
colocaban al borde del camino o de la carretera, donde se paraban los carros
que los recogían.
Los comportillos eran unos recipientes circulares de madera, de 1,30
metros de altura aproximadamente, más anchos por la boca que por la base,
abrazados por cellos o aros metálicos. En cada comportillo cabía una carga de
uva, o sea, 10 arrobas de entonces, equivalentes a 134 kilos de hoy. El mejor
constructor de estos recipientes era a la sazón, en Fitero, el
carpintero-ebanista Francisco Furriel. Al descargar las uvas en los
comportillos, un vendimiador las apretaba con un mazo de madera.
Para subir a los carros
los comportillos llenos de uva se necesitaba el esfuerzo de dos o tres hombres
fornidos. Sin embargo, en aquella época había un vecino hercúleo, el Tío Polinar (Apolinar Yanguas), que era
capaz de levantarlos él solo. Un día de vendimia, un cirbonero fanfarrón le
dijo: “En Cintruénigo, cargamos los comportillos así”, y levanto uno hasta el
carro, abrazándolo fuertemente por su parte media. Y el Tío Polinar le replicó: “Pues en Fitero lo hacemos así”, y lo
levantó en el aire sin abrazarlo, agarrándolo con la mano derecha por la boca y
con la izquierda por la base.
Las uvas eran transportadas
a los domicilios de los propietarios, arrojándolas en las pisaderas, las cuales eran a menudo las mismas entradas de las
casas de los labradores, dotadas de un ventano ordinariamente enrejado que se comunicaba
con el lagar o lago. Los pisadores
ejecutaban su faena con los pies descalzos o calzados con algunas alpargatas
viejas, uno y otras bien lavados previamente. A principios de siglo, es echaban
a las uvas depositadas en las pisaderas algunos puñados de yeso para dar color
al mosto, pero los labradores se dieron al fin cuenta de que este yeso era un
verdadero tóxico, y hacia el segundo decenio, prohibió su uso la Diputación
Foral de Navarra.
Una vez bien pisada las
uvas se convertías en mosto, el cual se echaba antiguamente en enormes cubas de
madera de roble depositadas en las bodegas, y más tarde en lagares. El lagar
era un recinto cerrado, ordinariamente de cemento, de unos 2,50 a 3 metros de
profundidad, situado debajo de la pisadera. Tenía un agujero en la base que se
cerraba con un fuerte corcho nuevo, reforzado con un manojo de sarmientos que
servían de filtro al abrirse aquél, recogiendo el orujo o pellejos de las uvas. En el lagar fermentaba el mosto, y si
alguno tenía la desgracia de caerse dentro, su muerte era segura e inmediata
por asfixia, a causa de la densa concentración de ácido carbónico. Tal le ocurrió
el día 12 de octubre de 1937, en la casa de Sixto Huarte, a un joven llamado
Francisco González, hijo de Rufino González (El Man), y algún tiempo después a un primo suyo casado, llamado
Baltasar Pina González, en una casa de la plaza del Molino, actualmente número
20.
Había dos
fermentaciones. En la primera, llamada tumultuosa,
el mosto se cocía durante 18 a 20 días, pasados los cuales se tabicaba la boca
del lago para que no se avinagrara el vino. El mosto ya cocido constituía la
brisa, y a la hora de prensarla se quitaba el tapón del lago y se encajaba en
el agujero una espita o jeta por la
que iba saliendo el mosto, el cual era recogido por un tino colocado debajo
sobre una honda pila de cemento. A esta operación se llamaba dar canilla. A continuación se realizaba
el prensado.
La prensa de uva,
consistía esencialmente en una plataforma circular de hierro –y antiguamente de
marea- montada sobre ruedas, con un canal en los bordes para recoger el vino en
un tino. En el centro tenía un eje macizo de hierro (el huso), de estrías helicoidales, como un tornillo sin fin, de
unos 10 centímetros de diámetro. En los bordes del canal se encajaba la jaula,
formada por dos armazones semicirculares de tablas verticales, con rendijas por
las que iba escurriendo el vino. La jaula tenía tres abrazaderas de hierro
sujetadas por seis llavizas o
pasadores. El interior de la jaula se llenaba de la pasta fermentada, la cual
era primeramente apisonada con un mazo de madera por un operario metido dentro.
A continuación, se colocaban encima, ya cerca de la boca, dos planchas
semicirculares de madera con sus asas, y sobre aquéllas, 4 tarugos cruzados.
Por fin, se colocaba como remate una plancha roscada de metal, con dos chavetas que subían y bajan alternativamente,
y en tal artilugio se encajaba el manil
que manejaban cuatro operarios (dos a cada lado) haciendo la presión.
Las prensas se
instalaban en la calle, delante de las casas de los labradores, lo que daba
lugar a que los chicos de las escuelas se divirtieran absorviendo vino
furtivamente del canalillo con cañamizas o canutas de caña. Por cierto, que a
causa de su densidad, el tal líquido era bastante peligroso y más de un niño
acababa mareado.
Una vez bien prensada
la brisa, se recogía el vino,
pasándolo a otro lago o cuba donde fermentaba por segunda vez, desdoblando el
azúcar y fijando el grado alcohólico del vino.
Al comienzo de la
primavera se hacía el trasiego del
vino, pasándolo en pellejos a otros depósitos o cubas. Naturalmente cuantos más
trasiegos de realizaban, más se purificaba el vino desprendiendo todas sus
heces. Finalmente, se guardaba en cubas y toneles dentro de las bodegas,
dispuesto ya para el consumo y la venta.
Por su parte, la brisa
ya prensada formaba una pasta compacta compuesta principalmente del orujo, las
raspas y las pepitas de la uva, vendiéndose a los fabricantes de alcohol y de aguardiente.
Actualmente, después de
la apertura en 1940 de la BODEGA COOPERATIVA SAN RAIMUNDO ABAD, dotada de la
maquinara más moderna, se acabaron –fuera del corte- todos los antiguos
trabajos y fatigas de la recolección y vinificación de las uvas.
Capítulo XIV
DOS GUERRAS INOFENSIVAS
Algunos
años antes de que estallase la Gran Guerra de 1914‑18, se desencadenó en Fitero
otra minúscula e incruenta, de tipo sainetesco: la Guerra de las Bandas de
Música.
Detengan su
imaginación los lectores que la tienen desbocada, pues no se trata de una
batalla a clarinetazos o a trombonazos, ni siquiera con palillos de tambor. La
verdad es que los pobres músicos no eran guerreros ni siquiera camorristas,
sino involuntarios figurantes de un guiñol sonoro pueblerino, cuyos hilos
manejaban, desde la sombra, unos cuantos titiriteros caciquiles, que no
entendían ni una palabra de música ni de solfeo, sino de incordiar
estúpidamente al vecindario. Las bandas antagonistas eran, por una parte, la
dirigida por Lorenzo Luis (el Carrascas) y, por la otra, una segunda, que fue
dirigida sucesivamente por Cosme Fernández (el Tío Camilo), por Emilio Val (el
Ciego), por Amado Urmeneta (el Castigador) y por Luis Carrillo (el Manchego).
Todo comenzó
cuando al finalizar el año 1912, el director de la Banda Municipal, Lorenzo
Luis, pidió al Ayuntamiento un ligero aumento del raquítico presupuesto
municipal destinado a ella, pues sólo ascendía hasta entonces a 400 pesetas
anuales; de manera que sólo les tocaban a los 22 músico que la componían 18´10
pesetas teóricas al año, las cuales, descontados los menudos gastos de luz, de
piezas musicales y algún otro, se quedaban en 13´40 pesetas. A su vez, Lorenzo
sólo salía por 8 céntimos diarios. Luis Palacios Martínez Pelletier, que
colaboraba a la sazón en el semanario LA VOZ DE FITERO con el seudónimo de El Duende del Cortijo, comentó en el
número 37 (15-XII-1912) que, cuando se enteró de esta ridícula cifra, por poco
le dio un síncope del susto, exclamando: “¡Un director de una Banda Municipal a
8 céntimos diarios! ¡Ni en Turruneni!”
Bueno,
pues el Ayuntamiento, compuesto de concejales ricos, pero que debían ser
descendientes del Gran Tacaño, de Quevedo, rechazó olímpicamente la petición y
Lorenzo dimitió. Entonces el “Muy Ilustre” nombró director al joven organista
de la parroquia, Amado Urmeneta, que era auxiliar temporero de la Secretaría
del Municipio. Pero no duró mucho, porque Urmeneta, que era un forastero recién
llegado y de bastante sentido común, al ver que el asunto tomaba mal cariz, por
la intromisión absurda de los caciques locales, se retiró. A continuación,
aunque con intermitencias pasaron por la dirección de la Banda Municipal,
Emilio Val Chivite y Luis Carrillo que era un buen músico y fungía como
alguacil y pregonero.
Para
molestar a sus contrarios, los partidarios de la Banda del Carrascas o, mejor
dicho, los adictos al cacique que la patrocinaba, cuando el pleito empezó a
agriarse, se pusieron a entonar entonces los siguientes cantares con la tonada
de un cuplé de entonces:
Aunque le den con cola,
aunque le den con pez,
la banda del Carrascas
siempre toca bien.
Y aunque le den con cola
y le vuelvan a dar.
La Banda del Carrascas
siempre tocará.
Hay
que aclarar a este propósito que el alcalde de entonces, como buen cacique – si
es que hay algún cacique bueno – había prohibido arbitrariamente tocar en
público a la Banda del Carrascas, para hacer rabiar al otro cacique, rival suyo
y tan enredador como él.
Como comprenderán los
lectores, los versitos no podían ser más disparatados, pues ni la cola ni la
pez tienen que ver absolutamente nada con los sonidos emitidos por los
instrumentos. Al menos que pegaran con aquéllas las bocas y las manos de los
músicos; pero es claro que éstos no iban a dejarse por las buenas, ni tapiarse
los labios con cola, ni pegarse las manos con pez.
Como era de esperar, los contrarios pronto volvieron
la oración por pasiva empezaron a replicar con la misma tonada:
Aunque le den con cola,
aunque le den con pez,
la banda del Camilo
siempre toca bien.
Y aunque le den con cola
y le vuelvan a dar,
la banda del Carrascas
nunca tocará.
Aunque parezca increíble, la Guerra de las Bandas de
Música duró, con intérvalos, unos 20 años, casi como la Guerra de Marruecos;
pero sin desastres como el del Barranco del Lobo, ni combates callejeros como
los de la Semana Trágica de Barcelona. Afortunadamente en Fitero no hubo ningún
muerto. reduciéndose todo a simples agresiones verbales, cantadas o recitadas,
y a alguno que otro intercambio de puñetazos más o menos violento,.
Por cierto que, en uno de éstos, le saltaron a un
partidario de la banda del Carrillo todos los dientes y muelas de la boca. El
golpe fue tan tremendo que alguien inventó la trola de que había sido propinado
con una manopla de hierro. Pero la “propina” no tuvo tal origen. Lo que pasa es
que el agresor tenía los puños más duros que los cascos de una mula cocera y su
descarga equivalía a un desquijarante par de coces...
La Guerra de las Bandas de Música también tuvo sus
episodios chuscos, y el más ruidoso de ellos fue el encarcelamiento de Lorenzo
Luis, en mangas de camisa y bajo una lluvia torrencial, por haber interpretado
en el piano, desde dentro de su café, la Marcha Real, al paso de la procesión
del Corpus Cristi. ¿No era un verdadero crimen, con la agravante de sacrilegio
público? El mismo enfurecido alcalde, resguardado del chaparrón con un
paraguas, lo encerró personalmente en la cárcel. Lo que no nos explicamos es
por qué no metió también en el calabozo al único cómplice visible del delito de
Lorenzo Luis; es decir, a su piano. Como era bastante pesado, lo podía haber
hecho conducir en un carro, custodiado por la Guardia Civil......
(Corrían
los primeros años de la dictadura de Primo de Rivera y era el día de la
Ascensión del Señor. La Banda Municipal, dirigida, a la sazón, por Luis
Carrillo, acompañaba, como de costumbre, a la procesión del Santísimo
Sacramento, cuando he aquí que, al pasar este último bajo el palio, frente al
café que hay en la esquina de las calles Mayor y del Pozo, la Banda de Lorenzo Luis,
oculta dentro del establecimiento, cuyos balcones estaban abiertos de par en
par, sorprendió a los procesionistas y a los simples espectadores,
interpretando inesperadamente la Marcha Real. La sorpresa y el escándalo fueron
mayúsculos, y como consecuencia de ello, Lorenzo Luis fue a dar, a
continuación. con sus huesos a la cárcel.)
* * *
A los pocos años de terminada de la Guerra de las
Bandas estalló en Fitero otra no menos pintoresca y regocijante: la Guerra de
los Coches.
Hacia 1932, dos empresas de autobuses cubrían el
servicio de viajeros de la línea de Cervera‑Tudela: la Protectora y la Sociedad
de Automóviles del Río Alhama. Como por entonces la gente viajaba poco,
porque no había dinero, resulta que el negocio no daba para sostener a las dos
empresas, por lo que empezaron a hacerse una guerra encarnizada, para
desplazarla una a la otra. A la sazón, la tarifa normal era de siete pesetas el
viaje redondo y, por consiguiente, el de 3,50 pesetas el de ida o el de vuelta.
Ahora bien, entablada la competencia, comenzaron ambas empresas a rebajar
gradualmente los precios, hasta reducir el del viaje redondo a 0,50 pesetas la
Sociedad de Automóviles del Río Alhama, y a 0,90 la Protectora.
Al
final, como ni una ni otra se daban por vencidas, empezaron a transportar a
todo el mundo gratis, regalando por añadidura chocolates y caramelos a los
niños y a las mujeres. Naturalmente, jamás viajó tanta gente de los pueblos del
trayecto; y si éste se hubiese prolongado hasta Madrid, todos los cerveranos,
fiteranos, cirboneros y corellanos, cuando menos, habrían conocido a los leones
de la Cibeles. se habrían paseado por la Puerta del Sol y habrían visto la lata
de Cascorro; pero como por desgracia el itinerario acababa en Tudela, los
turistas de la cuenca del Alhama hubieron de contentarse con ver las ratas del
Queiles, la maltrecha Torre de Monreal y el Gallo de la Magdalena.
Finalmente, la
Protectora no pudo seguir protegiendo a tanto gorrón y se retiró del campo. La
guerra había durado medio año. Hay que hacer constatar, en honor de la verdad,
que la lucha fue completamente desigual, pues la Protectora solamente disponía de un coche, que hacía dos viajes
redondos cada día, mientras que su poderosa contrincante disponía de media
docena de autobuses. Así, pues, la retirada de la Protectora no fue, ni mucho menos, un acto deshonroso, sino un
episodio tan honorable y memorable como la histórica Retirada de los Diez Mil, protagonizada y narrada por el gran
escritor griego Jenofonte, tras la derrota de Ciro el Joven en Cunaxa...
CAPÍTULO XV
SANTOS CALLEJEROS Y CAMPEROS
I
II
CAPÍTULO XV
SANTOS CALLEJEROS Y CAMPEROS
En los siglos pasados todas las calles estaban
dedicadas a un Santo y aun otras que no estaban, exhibían en la fachada de
algunas de sus casas una imagen religiosa alojada en una hornacina, cuya fiesta
celebraban los vecinos con novenas y jolgorios. Hoy día solo [1]
quedan en el pueblo cinco de esas hornacinas en las calles del Barrio Bajo,
Cortijo, Iglesia, Oñate y Villa.
Análogamente se encontraban fuera del casco del
pueblo pequeños santuarios de los que no queda ningún rastro más que en los
archivos. Así, por ejemplo, en el testamento de los esposos Juan Martínez
Azoitia y María Serrano, otorgado el 28 de mayo de 1558, se mandaba que “a
Nuestra Señora de Yerga y a San Pedro del Baño y a San Valentín y a San Sebastián
y a Santa Lucía les den sendos reales” [2]
Algo más explícito el testamento de Julio de Bea y María Atienza, fechado el 26
de septiembre de 1582, asigna “sendas tarjas (1 tarja equivalía entonces a 1
cuartillo de real de plata), a la ermita de Nuestra Señora de Yerga, al Señor
San Pedro (del Baño Viejo), a San Sebastián, a San Valentín y a la capilla de
Nuestra Señora de Santa Lucía” [3]
Y en la visita que giró al monasterio fray Fulgencio Martínez en 1610, ordenó
que se acabase de reparar “las ermitas de Santa Lucía y de Yerga” [4]
Vamos, pues, a ocuparnos sucintamente de esos
santuarios extraparroquiales y, sobre todo, de las fiestas con que obsequiaban
los vecinos a sus titulares.
I
SANTA LUCÍA
La devoción de los fiteranos a Santa Lucía es de las
más antiguas, pues su Cofradía, fundada por el abad Fray Martín de Egüés y de
Gante, se menciona ya en 1543. Incluso tuvo dedicada una calle desde el mismo
siglo. Acabamos de anotar que, en el testamento de Julio de Bea, se habla de la
capilla de Santa Lucía, mientras que
en la visita de Fray Fulgencio Martínez,
se menciona su ermita. ¿Se referían a
alguna capilla dentro de la iglesia y a una ermita, por supuesto, fuera de
ella? Es muy probable. Pero ¿dónde estaba esta ermita? No lo sabemos a ciencia cierta, pero es casi seguro que
estuvo en la Hacienda de Santa Lucía,
perteneciente a la Cofradía de la Santa, en el término de Cascajos, a la cual
se accedía por el Portal de Santa Lucía,
sito en el callejón bajo de la calle Mayor. Según una escritura de arriendo de
dicha Hacienda, hecha por los Mayordomos Ildefonso de Gómara y Raimundo de
Miguel, ya el 14 de diciembre de 1783, comprendía “la Casa, viña, olivar y tierra de Huerta”. El contrato se hizo por
12 años, en 54 pesos anuales, y el arrendatario debería “plantar la viña de nuevo, dentro de cinco años”, y la Cofradía se
obligó a “c errar con dos hilos de tapia
la heredad del Paradero, por la parte del Camino” (A.P.T. Protocolo de
Joaquín Huarte, nº 26, ff. 185-186).
Por cierto, que todavía se conserva la Cofradía de
la Santa al cabo de 400 años. Se compone estatutariamente de 60 miembros, los
cuales se van sucediendo, a ser posible, entre sus descendientes varones.
Celebran cada año en honor de la Santa una misa rezada –la primera-, los días
13 y 14 de diciembre, siendo convocados previamente a ellas el día anterior por
un muchacho que recorre las calles tocando una campana. El día 13, fiesta de
Santa Lucía, después de oída la Misa y precedidos del muchacho campanero, se
dirigen al domicilio del mayordomo saliente, quien los obsequia con bizcochos y
copas de vino o aguardiente. Además les regala, envueltos en un papel, un par
de bizcochos para su casa. El día 14, después de la Misa, precedidos siempre
del campanero, se trasladan primeramente a una dependencia del Ayuntamiento,
donde revisan las cuentas del año, las altas y bajas y nombran, por riguroso
turno al mayordomo entrante. A continuación, se dirigen a la casa de este
último, donde se repite la colación de copas y bizcochos. A los cofrades
fallecidos durante el año se les dice una Misa rezada, después del día 14.
Como ya anotamos anteriormente, en la actualidad ya
no queda expuesta al culto público ninguna imagen extraparroquial de Santa
Lucía, pero dentro del templo se conservan dos muy interesantes: una es el
magnífico seudo-retrato de la Santa, que figura en el gran retablo del altar
mayor y que fue pintado por Roland Mois en 1590, y otra, una curiosa talla policromada,
de madera, también del siglo XVI y de autor desconocido, la cual fue repintada
posteriormente y tocada con una diadema barroca de plata. Es posible que
primitivamente tuviese una capilla en la girola y que se refiriese a ella el
testamento de Julio de Bea. Posteriormente, desde hace dos siglos cuando menos,
tuvo otro altar propio en el testero del arco tercero de la nave lateral
septentrional, y según el testamento de José Pardo, otorgado el 5 de junio de
1782, la Cofradía tenía dotadas unas sepulturas al pie del mismo (A.P.T.
Protocolo de Bernardo Martínez, 1771-1797). Pero fue desmontado en 1965, al
mismo tiempo que el de la Virgen de los Remedios, que hacía pendant con él, en
la nave lateral meridional, y había sido costeado por el sindico procurador del
Ayuntamiento, Sebastián María de Aliaga e inaugurado en 1837. A continuación,
la talla de Santa Lucía fue trasladada al nicho izquierdo del altar actual del
Cristo de la Columna, y posteriormente al altar de San Ignacio de Antioquía, en
cuya mesa continúa por ahora.
II
LA VIRGEN DEL ROSARIO
Tradicionalmente un grupo de niños y niñas del Barrio
Bajo recorrían las calles del pueblo, desde el 28 de septiembre, una hora antes
de empezar la novena de la Virgen del Rosario, invitando a las vecinas a voz en
grito y agitando una campanilla:
Mujeres:
a rezar a la Virgen del Rosario.
Todas
al Barrio Bajo.
Por supuesto que no iban todas, pero sí bastante más
que ahora. el Rosario se rezaba con toda devoción en la calle, y a continuación
se leía la novena, terminando la función religiosa con los gozos de la Virgen
del Rosario que cantaban desde dos balcones, que encuadraban la hornacina, un
coro de niños y niñas. Su primera estrofa decía así:
Cantemos con
devoción
a la que es de Dios sagrario.
Señora: por tu Rosario,
logre yo mi salvación.
A la sazón, la imagen estaba expuesta en la fachada
de la casa número 31, pero al ser demolido este edificio al comienzo de la
década de 1960 fue trasladada al lugar actual, en la fachada lateral de la casa
número 26. Al parecer, primitivamente estuvo alojada en el centro del arco que
coronaba el antiguo portal del Barrio Bajo.
A principios de este siglo la imagen estaba vestida,
mejor dicho, revestida, pues en su talla de alabastro se dibuja perfectamente
con sus pliegues el manto que la cubre. Alguien se la dejó caer al desvestirla
y se quebraron los rostros de la Virgen y del Niño, siendo restaurados por
Alabastros Madrid, al principio de la década de 1970.
Una leyenda difundida entre el vecindario afirma que
esta imagen vino del río. ¿De qué río? ¿Del río próximo del Molino, que
transcurrió al descubierto hasta la década de 1930? ¿O del río Alhama? En ambos
casos, la leyenda merece poco crédito, pues hay que tener en cuenta que se
trata de un bloque de 33 kilos de peso. Ahora bien, la corriente del primero no
tenía fuerza suficiente para arrastrarla, y la del segundo sólo podía hacerlo
en una crecida; pero al ir decreciendo las aguas, la imagen hubiera sido uno de
los primeros objetos que se habrían hundido por su propio peso, quedando
cubierta a continuación por el cascajo y por el fango.
Actualmente los vecinos del Barrio Bajo continúan la
tradición, incluso con más boato que antaño, porque tienen más dieron. Adornan
la calle con innumerables banderitas, hacen su verbena la noche del 6 de
octubre, y sus buenas chocolatadas, sartenadas y calderetes el día 7. Por cierto,
que la Virgen del Rosario no tiene actualmente ningún altar en la iglesia
parroquial, pero lo tuvo, de estilo rococó, desde la mitad del siglo XVII y fue
patrona del gremio de los sastres, los cuales fundaron la Cofradía del Rosario
el 28 de abril de 1692. Su altar se hallaba en el testero del arco izquierdo
del cuarto tramo de la nave central y lo ocupaba una imagen-armazón muy bonitas
y elegantemente ataviada, pero en 1965 el cura ecónomo, don Jesús Jiménez
Torrecilla, la sustituyó por una moderna de cuerpo entero, policromada, y
trasladó su altar al tramo tercero de la nave lateral izquierda. Por fin, fue
retirada del culto en 1974, guardándose ahora en una dependencia de la iglesia.
III
SAN SEBASTIÁN
En los precitados testamentos de Juan Martínez Azcoitia,
de 1558, y de Julio de Bea, de 1582, se dejaban 1 real y 1 tarja
respectivamente a San Sebastián, sin especificar si se trataba de un altar, una
capilla o una ermita. ¿A qué San Sebastián se referían? Por entonces, el
monasterio tenía ya una estupenda talla de madera del Santo, que guarda todavía
la parroquia y que descubrimos en nuestro libro LA IGLESIA CISTERCIENSE DE
FITERO (p.112). Pero dado el contexto de las mandas de los citados vecinos
hechas a santos extraparroquiales, creemos que se referían a San Sebastián del
Monte, es decir, a la ermita de San Sebastián que hubo en Ormiñén y cuyas
ruinas se ven todavía a la orilla izquierda del río Llano, en la muga con
Cintruénigo. Su fiesta se celebraba el 20 de enero y acudían tantos fiteranos
como cirboneros. Laermita databa del siglo XVI y todavía estaba en pie en los
primeros decenios del siglo actual. Un cura de Cintruénigo, a cuya
circunscripción pertenecía, venía ese día a cantar una Salve en honor del santo
y después daba a besar su reliquia a los asistentes. A la salida de la función,
el ermitaño, que vivía en una casita adosada a la ermita, regalaba a los
romeros un trozo de pan y otro de queso. El último ermitaño fue el Tío Pichito.
Por supuesto, no faltaban allí las buhoneras o
vendedoras de chucherías y baratijas, como las Beltranas (Jacoba y Gila), y dado el frío y la humedad de aquel
paraje, su principal venta consistía en castañas asadas, cacahuetes y cañamones
tostados. Hacia el tercer decenio de eta centuria, hubo al fin que abandonar la
ermita a causa de su estado ruinoso, y la imagen de San Sebastián –una buena
talla de madera- y su reliquia fueron trasladadas a Cintruénigo. A continuación
el edificio fue utilizado durante algún tiempo como corral para encerrar ganado
lanar, hasta que quedó inservible para cualquier menester.
Sabido es que San Sebastián, a causa de su martirio,
es representando desnudo –salvo el paño de pureza- y acribillado de saetas, y
así estaba la talla de la ermita. Pues bien, a propósito de esta desnudez una
copla popular decía:
Glorioso
San Sebastián
que
en este tiempo tan crudo,
te
tienen aquí desnudo
¿en
el verano, qué harán?
A propósito de lo temprano de su fiesta, otra copla
decía:
San
Sebastián es primero
Detente,
varón: que el primero es San Antón.
Y
si se observan las leyes,
los
primeros son los reyes.
Finalmente, con referencia al material maderero de
que está hecha su talla, había esta otras coplas, un tanto chabacana e
irreverente:
Glorioso
San Sebastián,
criado
en un farrañal:
del
pesebre de mi burra
eres
hermano carnal.
Anota José María Iribarren a este propósito, que hay
otra copa parecida en Alarcón (Cuenca), y otra, en Bulbuente (Zaragoza), pero
ésta aplicada a San Bartolomé (EL POR QUÉ DE LOS DICHOS, p. 584-3. 3ª edición,
Madrid, Aguilar, 1962).
IV
SAN ANTONIO DE PADUA
Es bastante curioso el siguiente detalle: de las
cinco hornacinas religiosas que quedan actualmente en Fitero, tres alojan a
imágenes de San Antonio de Padua. Y en la iglesia se veneran dos: una en el
altar del Cristo de la Columna, y otra, en el de San Ildefonso. ¿Qué significa
esta profusión? Lo explica una copla popular que inserta José María Iribarren
en su RETABLO DE CURIOSIDADES:
¡Tanta naranja en la
China!
¡Tanto limón por el suelo!
¡Tanta mujer sin marido
como hay en ese Fitero![5]
Conocida
es la fama de casamentero que tiene San Antonio de Padua (que, entre
paréntesis, y para conocimiento de sus devotas, no nació en Padua, sino en
Lisboa y, por lo tanto, no fue italiano, sino portugués). Pero en Fitero, se ve
que no se preocupa mucho de las solteras. En fin, no nos metamos en camisa de
once varas y vamos a ocuparnos exclusivamente de sus hornacinas callejeras. Una
está ubicada en el inmueble deshabitado, número 24 del Cortijo; otra, en la
casa número 13 de la calle de la Iglesia, y otra, en la fachada sur del Bar de
San Antonio.
La
imagen del Cortijo es algo pequeña, pero linda, y el Niño está desnudo, con
solo el paño de pureza. Su hornacina está bien cuidada y adornada con flores.
No hace muchos años todavía que se celebraba allí su fiesta ruidosamente, con
novena, verbena, música, chocolatadas, etc. Lo más vistoso y original de su
ornamentación eran dos grandes roscones de baño con grajeas. Tenían unos 50
centímetros de diámetro y estaban colocados a uno y otro lado de la hornacina.
Pasada la fiesta del Santo, los rifaban y su producto, descontado el costo, era
entregado al Hospital y a las Conferencias de San Vicente de Paúl. El
estribillo de sus Gozos era:
Humilde y divino Antonio:
Rogad por los pecadores.
Pero
ya no lo canta nadie y pasa el 13 de junio en el Cortijo sin pena ni gloria.
Lo
mismo ocurre con el San Antonio de la calle de la Iglesia, que es una imagen de
cartón-madera, de 80 centímetros de alta. Tiene unos ojos expresivos y no está
revestido, al contrario del Niño, cuya cara y manos están ya un poco
encanecidas. Tampoco celebran ya su festividad en la calle, y sólo la dueña y
su familia lo hacen en su casa.
Por
fin, el San Antonio del bar de su nombre es una imagen modernísima, pero no en
el sentido artístico, sino cronológico. En la primera década de este siglo la
plazuela de San Antonio estaba ocupada por el edificio del Garapito, sobre cuya
puerta de entrada campeaba un San Antonio de yeso pintado. Entonces se
celebraba alegremente su fiesta y se adornaba toda la fachada con ramaje,
flores y luces, pero actualmente los clientes asiduos del bar no se acuerdan
para nada de San Antonio de Padua.
V
LA VIRGEN DEL CARMEN
En un amplio balcón, situado al fondo de la calle de
Oñate, hay una pequeña imagen moderna de Nuestra Señora del Carmen.
Anteriormente es casi seguro que hubo otra mayor revestida con el clásico
hábito carmelitano y los consiguientes escapularios (de la Virgen y del Niño), objeto de las dos
Grandes Promesas. En tiempos pasados, se celebraba aparatosamente su novena y
se cantaban sus Gozos coreados por el conocido estribillo:
Sed nuestro amparo amoroso,
Madre de Dios del Carmelo.
La noche del 15 de junio había verbena y hoguera en
el recodo de la calle Garijo, y el día 16, fiesta de la Virgen del Carmen,
chocolatadas, sartenadas, etc., como en el resto de las fiestas de los santos
callejeros. Pero todo aquello se acabó y ahora sólo se reza la novena sin
cánticos, y se adorna la calle Oñate con banderillas de colores, pero sin ruido
ni cuchipandas.
VI
SAN JUAN BAUTISTA
San Juan Bautista ya no ocupa ninguna hornacina en
la calle de su nombre, la cual data del siglo XVII, pero allí se celebra
todavía su fiesta a lo grande, aunque sin más devoción que en tiempos pasados.
En las primeras décadas de este siglo se exponían en ella dos imágenes de San
Juan: una en la parte alta, y otra en la parte baja, separadas por la belena,
que va desde la calle mayor a la calle de la Patrona. La de la parte alta
pertenecía a los padres del obispo don Miguel de los Santos Díaz y Gómara, que
vivían en la casa número 7 de la calle de Luchana (hoy Díaz y Gómara), frente a
la calle de San Juan. Se trataba de un San Juan niño, de unos 80 centímetros de
alto, de terracota, completamente desnudo (aunque tapado a medias púdicamente
con una banda blanca de seda) y de pie sobre un pintoresco roquedo, fieras y
alimañas, enarbolando una fina cruz. Ante él, expuesto primeramente en casa de
sus propietarios, hacían su novena los vecinos de la parte alta, entonando con
calderón el estribillo de los Gozos del santo: “De mujeres no ha nacido - ninguno
mayor que Juan…an…an”.
El 23 de junio lo pasaban en procesión, con cirios
encendidos, al balcón de la casa número
44 de San Juan, donde permanecía el 23 y 24, devolviéndolo a sus propietarios
el día 25. La calle estaba adornada con abundante ramaje, con arcos y
farolillos a la veneciana, serpentinas, etc., y los balcones y ventanas con
colgantes. El balcón del Santo aparecía encuadrado por un espeso arco de ramas
de árboles, de las que pendían flores, cerezas, perillas de San Juan y hasta
ristras de papachas. Y allí celebraban la noche del 23 una verbena ruidosa con
hoguera y música, que duraba toda la noche, comiendo, bebiendo, cantando y
bailando, mientras los niños se divertían dando vueltas a la hoguera o viendo subir y bajar a una gran pareja de
muñecos de paja –hombre y mujer- tirados por cordeles.
Análogamente se desarrollaba la fiesta en la parte
baja de la calle, donde había de singular costumbre de exponer cada año, desde
el 15 al 24 de junio, en una casa diferente de la vecindad, una vieja imagen de
San Juan niño, que era una talla de madera, de 54 centímetros de alta,
perteneciente a los descendientes de Clemente Atienza. Un año del segundo
decenio de este siglo, Mariano Val Chivite, que vivía a la sazón en Madrid
compró para su madre, la Tía Ramona, que vivía en el número 4, una nueva imagen
del Santo más pequeña, la cual vino a sustituir a la vieja. Se estrenó en la
casa familiar de los Valito y con tal motivo, Emilio Val, que era ciego y un
buen músico, compuso los siguientes veros con su acompañamiento
correspondiente:
Los vecinos de esta calle
su Patrón te han proclamado
y con afecto sincero,
nosotros te saludamos.
Allá, en el río Jordán,
al Hombre-Dios bautizaste
y todo el mundo te quiere,
por ser el santo más grande.
Emilio
enseño estas coplas a unos cuantos vecinos y vecinas que las cantaron en
adelante acompañados por aquél al piano. A continuación se trasladaban en
procesión, precedidos por mujeres con velas encendidas, a la casa del vecino al
que tocaba exponer el Santo. El resto del año, el Santo permanecía en la casa
de sus propietarios. En la ominosa década de los 30 se acabó la fiesta
sanjuanera de abajo. Por lo demás, la novena y verbena del 23 se desarrollaba
en la parte baja, lo mismo poco más o menos que en la alta.
Y
lo mismo ocurría el día 24 en ambos lados: por la mañana, chocolatadas
colectivas al aire libre con churros y papachas; al mediodía, sartenadas y
calderetes, y por la tarde, chocolate y helados de garapiñera para las vecinas.
Al
desaparecer el San Juan de los Valitos se continuó exponiendo para toda la
calle el de los Díaz y Gómara, pero, a su vez, éste fue retirado en el decenio
de los 60, siendo sustituido por otro moderno de fibrón, de 90 centímetros de
altura, el cual representa a San Juan, ya mayor, en el desierto, vestido con
una piel de animal salvaje y un Agnus Dei a sus pies. Lo compró el vecino
Julián Bayo, quien lo sigue exponiendo cada año en el balcón de su casa número
24.
Por
lo demás, la fiesta de San Juan no era antaño exclusiva de los vecinos de su
calle, sino del pueblo en general. El día 24 de junio, al amanecer la gente
subía en cuadrillas a diferentes puntos altos del campo, especialmente al
Montecillo, para ver salir el sol, pues decían que se veía este día la rueda de
Santa Catalina con dientes y todo. A continuación se desparramaban por las
arboledas próximas para tomar chocolate y luego formaban corros, danzando y
cantando las siguientes coplas:
La mañana de San Juan,
¡qué bien te jaleabas;
con tus zapatitos blancos
y medias encarnadas!
Me tirastes
un limón,
me distes
en la cara.
Todo lo puede el amor,
morena resalada.
Cinco duros me costó
la cinta de tu pelo;
y aunque me den un doblón,
no lo doy ni lo vendo.
Por
la tarde, los jóvenes se marchaban a la Mina a continuar el jolgorio, con
merienda, música y baile, volviendo al pueblo al ponerse el sol, precedidos por
la Banda Municipal que iba interpretando un alegre pasacalle.
VII
SAN ANTÓN
Es sabido que San Antón es San Antonio Abad,
patriarca de los cenobitas, que vivió en África del Norte entre los años 251 y
356, o sea, 105 años y del que se han pintado o grabado cuadros famosos por
Velázquez, Ribera, Durero y otros artistas. Eso sin contar los innumerables
relativos a sus Tentaciones, debidos a Teniers, Bosch, Tintoretto, Veronés,
Rubens, Cranach, Van der Weyden, etc. Ahora bien, en Fitero es conocido, no
precisamente por ninguna obra de arte, sino como patrón de los ancianos y
protector de las caballerías. Antaño, el día de San Antón no trabajaba ninguna.
En nuestro POEMARIO FITERANO, dedicamos a la
fiesta de San Antón un poemita humorístico y unas explicaciones en prosa
acerca de la Ronda de los Sanantones, con la masticación de unas nueces, el
trago de vino de la bota y el grito de los jinetes: “San Antón, guárdame el caballo para otro año” (o el burro, la mula,
etc.). Como no es cosa de repetirnos, añadamos para completar aquella
información algunos detalles que entonces ignorábamos.
En la casa número 5 de la calle de San Antón hubo
antiguamente una hornacina con una imagen del santo que desapareció en la
segunda mitad del siglo XIX. El San Antón de la casa número 4 del Cogotillo
Bajo (hoy Pío XII) perteneció al Tío
Romancillo (Román Yanguas Latorre). Para esta fiesta había entonces
costumbre de hacer papachas.
Una copla relativa a San Antón decía así:
San Antón, como era viejo,
con las barbas de conejo,
dijo esta buena razón:
Aquel que no mate cerdo,
no comerá morcillón.
Aludía a la matanza del cerdo que se hacía por entonces.
Y otra rezaba de este modo:
San Sebastián fue francés,
y San Roque, peregrino;
y lo que lleva a los pies
San Antón es un cochino.
Pues bien, según la leyenda de los hagiógrafos, el
cerdo de San Antón fue en un principio una jabalina, la cual, como fueran
atacados de ceguera todos sus jabatos, acudió al Santo y los curó. (José maría
Iribarren, EL POR QUÉ DE LOS DICHOS, pp. 601-602, edic. cit.).
Todavía hay un proverbio que dice: “San Antón, gallinita pon”, porque hacia
la mitad de enero (la fiesta de San Antón es el 17) empiezan a poner huevos las
gallinas.
La fiesta callejera de San Antón desapareció en
Fitero hace un cuarto de siglo, al desaparecer la mayoría de las caballerías, y
actualmente San Antón sólo es objeto de culto familiar en algunas casas que
poseen alguna imagen del mismo; y parroquial, el 17 de enero, con una Misa
rezada, ante el San Antón del Tío Bendice,
costada por su Cofradía.
VIII
SAN BLÁS
San Blas no es un santo callejero ni campero, pero
es muy popular en la Villa, con una curiosa tradición rosconera y naipera. Los
fieles lo veneran como abogado contra los males de garganta, porque según la
hagiografía curó a un niño haciéndole escupir una espina que se le había
atravesado en la garganta. En 1520 el abad fray Martín de Egüés y Pasquier
trajo una reliquia de este Santo a la iglesia de Fitero, y desde entonces se
popularizó su devoción, no sólo en nuestro vecindario, sino entre los pueblos
vecinos de Castilla y Aragón que acudían a venerarla. En vista de ellos, el
abad fray Hernando de Andrade decidió en 1622 que el día de San Blas, 3 de
febrero, fuese fiesta de precepto en la Villa; pero se opusieron la mayoría de
los vecinos, que eran jornaleros mal pagados, porque iban a perder un día de
sueldo. Sin embargo, Andrade siguió en su empeño, hizo levantar un altar a San
Blas y tallar el busto-relicario del Santo que se conserva todavía en la
sacristía. El monasterio consiguió incluso en 1633 que el Papa Urbano VIII
concediese al Santo un altar privilegiado por un espacio d siete años. Hoy día
ya no tiene altar, pero la parroquia celebra todavía su fiesta, exhibiendo su
busto-relicario en el presbiterio con un gran roscón colgado del cuello, dando
a besar su reliquia y bendiciendo roscones. Estos tienen precisamente su origen
en la fama samblasera de curandero de los amales de garganta. Sabido es que se
confeccionan de tres clases: de aceite, de baño y de trenza.
Hoy se hacen en cualquier época del año, pero
antiguamente sólo se fabricaban en San Blas. Los vecinos lo hacían bendecir en
la iglesia y los niños llevaban a tal fin roscones de baño o de trenza colgados
del cuello con una cinta blanca. El sacerdote les daba a besar la reliquia de
San Blas encerrada en una pequeña custodia de plata, ocurriendo más de una vez
que cuando el baño no estaba muy bien adherido al roscón, el roce de la
custodia rompía su blanca capa, coloreada con anisetes de colores, dejando
sumido al niño en el mayor desconsuelo. Por lo demás, los vecinos solían
guardar en su casa algún roscón bendecido, para comer algún trozo cuando
sentían alguna afección a la garganta. Incluso hacían bendecir el día de San
Blas panes corrientes destinados a las caballerías, suministrándoles algunos
pedazos cuando enfermaban. El vecindario estaba convencido de que el pan de San
Blas no se encanecía y solían guardarlo en los roperos.
He aquí ahora, para terminar, algunos proverbios
samblaseros:
“Que San Blas
provea: buen mordisco arrea”, aludiendo a la comida de un roscón.
“San Blas:
duro al as”, aludiendo a la costumbre de jugar ese día a la banca en los
cafés.
“Por San Blas,
la cigüeña verás”, aludiendo a la simpática aparición de esas aves en las
torres y en las espadañas.
[1] También en la Calle Calatrava (San Cristóbal) y en la
calle Domingo Huarte (San Isidro).
[2] Archivo de Protocolos de Tudela. Protocolo de
Sebastián Navarro de 1558, nº 24, f. 54.)
[3] A.P.T. Protocolo de Sebastián Navarro de 1582.
Extravagantes, ff. 593-595.
[4] A.G.N., Sección Monasterios, Fitero, nº 404, cuaderno
2º, f. 379.
[5] Ob., cit., p. 199, nº 1 de la colección IPAR,
Pamplona, Gómez, 1965, 4ª edición.
Capítulo XVI
Reuniones de Pastrijeras
¡Cuidado convecinas fiteranas!
No me refiero a las reuniones actuales que desconozco por completo, sino a las
de mi infancia y adolescencia en las primeras décadas de este siglo. A la
sazón, las había de dos clases: públicas y privadas. Las primeras tenían como
escenarios principales los lavaderos, los hornos y las tiendas, y las segundas,
algunas casas particulares. Las más concurridas de las públicas eran los lavaderos,
o mejor dicho, los sitios del pueblo por donde pasaba agua corriente y se
ponían a lavar las mujeres, como el Pontigo del Miguelacho, el Chorrón, el
Cristo del Humilladero, el río del Molino, el Guache, el Portillo de la Huerta
y el Sotillo. En los seis primeros, se reunían las vecinas de las calles
próximas a lavar los utensilios de cocina, recogidos en baldes, y prendas
menores de ropa, mientras que para lavar las prendas mayores acudían
ordinariamente al Sotillo, al lavadero municipal de la Fuente del Obispo [27]
que estaba cubierto y al Colandero. Los dos últimos desaparecieron hace muchos
años.
En la actualidad, con la
instalación de agua corriente a domicilio, completada en muchos casos con el
uso de lavadoras, se acabaron para siempre aquellas famosas reuniones. Pero
entonces eran concurridísimas y divertidísimas. ¡Había que ver en ellas a las
comadres y comadritas metidas en faena, con los brazos arremangados y las
rodillas en tierra o sobre un trapo, trabajando a la vez con las manos y con las
lenguas! Allí se sacaba al aire libre toda la ropa sucia – en sentido propio y
figurado – y se lavaba, enjabonaba, restregaba, enlejiaba, azulaba y se tendía
todo: desde los camisones de las señoras hasta los sobrepellices de los curas.
Y además por poco dinero, pues una tabla de jabón Grillo, fabricado por
Gervasio Alfaro, sólo costaba un real (0´25 pesetas); un litro de lejía, lo
mismo, y una pastilla de añil o zulete, una ochena (0´10 pesetas). Total, 0´60
pesetas.
El lavadero más cómodo e
importante era el Colandero, situado a la salida del Barrio Bajo y a la derecha
de las Paretillas, a continuación del trujal de Hilario Falces. Ocupaba un
amplio rectángulo de terreno, de unos 50 metros de largo, y estaba surcado por
una acequia derivada del río del Molino.
Llegó a poseer medio centenar de cocinos y otros tantos terrizos. Por
cierto, que unos y otros organizaron un buen baile, con motivo de una tremenda
crecida del río Alhama, ocurrida el 23 de septiembre de 1915. El Colandero era
de Manolo el Azadillas (Manuel Igea), llamado vulgarmente el Tío Ajadillas.
Hasta 1916 lo llevó en arriendo la Tía Zarambota (Baldomera Vergara), pero, en
este año, lo tomó por 20 pesetas al mes la Tía
Luciana (Luciana García). Esta pobre mujer no tuvo suerte, pues una noche
de la fiestas de la Virgen de la Barda, en ausencia suya y de su hijo, le
robaron la casa y murió del disgusto poco después.
El Colandero disponía de un amplio cuarto con un depósito de agua caliente
y una caldera para calentarla a base de leña. La Tía Luciana sólo cobraba 1 peseta por cada terrizo de ropa colada,
aunque fuera de dos vecinas juntas, lo que no era infrecuente, porque les
salía más barato. La tarea de las lavanderas no era liviana, pues tenían que
emplear a fondo los puños e invertir dos jornadas: cosa que una lavadora
mecánica hace ahora ella sola en menos de media hora. Las lavanderas de oficio,
como las Monas (Joaquina y Cecilia
Magaña Pérez), tenían las manos estropeadas, llevaban vendadas las muñecas y se
las retribuía con un par de reales. El primer día comportaba las siguientes operaciones:
mojar, enjabonar, restregar, apaletear la ropa en el cocino o sobre una tabla,
aclararla en la acequia y preparar la colada. Esta última operación consistía
en echar la ropa en un terrizo con agua caliente, tapándola con un cernadero o
lienzo basto, sujeto, a menudo, con un aro. Sobre el cernadero se derramaba,
poco a poco, ceniza diluida en agua, mientras no hubo lejía, y más tarde,
chorritos de ésta, dejando así la ropa en el terrizo hasta el día siguiente. Y
en el segundo día se sacaba la colada, se aclaraba de nuevo la ropa en la
acequia o en el río, se la metía en una caldereta de agua con azulete,
sacándola inmediatamente y se la tendía al aire libre para que se secase. Los
secaderos más concurridos eran el Colandero, el Sotillo y el Combrero, cuando
hacía tiempo despejado, pues si llovía, nevaba o había niebla, el secamiento
había que hacerlo en casa, armando para ello un tendedero en el granero o en
la cocina. Ni que decir tiene que las que se veían obligadas a hacerlo en la
cocina, se exponían a que la chimenea del hogar, alimentada con leña, no tirase
bien y se ahumase la ropa por completo, de manera que al ponérsela no olía
precisamente a agua de Colonia. Se nos olvidaba anotar que no todas las vecinas
frecuentaban el Colandero, pues las más pobres, que constituían la mayoría,
acudían sencillamente a los sitios más cercanos de agua corriente, en los que
no había que pagar nada, y en los días más crudos del invierno, hacían la
colada en sus domicilios, utilizando un cocino propio o prestado, una
caldereta y un barreño.
Otros lugares de pastrijería
femenina muy concurridos eran los hornos, pues la mayoría del vecindario
fabricaba su propio pan. Por eso había más hornos que panaderías. Sólo recuerdo
de estas últimas la de la Tía Marca, en
la calle Mayor, y la de la Tía Bolla (Marcelina
Pérez), en la calle de la Iglesia. Por cierto, que hacían un pan sabroso y relativamente
barato, pues uno de 4 libras (alrededor de 1,50 kilos) sólo costaba 9 perrillas
(0,45 pesetas) y una molleta de menos peso, 7 perrillas (0,35 pesetas). En cambio, había cuatro
hornos: el de la Tía María Esteban, en
el Barrio Bajo; los de la Tía Coronela y
la Tía Cachorra, en la calle Mayor, y
el de la Tía Pelotas, en la calle de
la Patrona. Yo recuerdo muy bien el de la Tía
María Esteban, porque mí familia vivía en frente de él. A la izquierda de
la entrada del horno, se amontonaba la leña, y en el fondo, también a la
izquierda, tenía una amplia pieza con algunos tornos para sobar la masa, la
cual era preparada previamente en sus casas por las clientes, en una artesa. La
soba era gratuita y la cocción solo costaba 0,10 pesetas, por cada 3 panes de 4
libras. El autoservicio de la soba se hacía por riguroso turno y, aunque las
vecinas madrugaban bastante, era raro que no tuviesen que esperar algún rato,
hasta que se desocupase algún torno. Así, pues, mientras no podían trabajar con
las manos lo hacían con la lengua, y las del torno, con las tres a la vez. ¡Y
vaya sobas que daban al prójimo!, pues, con el fuego del horno, las lenguas
entraban también en calor y naturalmente trabajaban mucho mejor...
Ni que decir tiene que las
tiendas constituían asimismo, aunque efímeramente, por detenerse poco en ellas,
otros lugares de pastrijería. Sobre todo, las de artículos de primera
necesidad, como las carnicerías, las tiendas de ultramarinos y los puestos de
verduras, colocadas ordinariamente en terreras, a las puertas de los
vendedores. Las tiendas más visitadas diariamente eran las de la Tía Quica y del Tío Pona, y el puesto del Tío
Bayo. La Tía Quica (Francisca
Sainz), tenía una tienda, mitad carnicería y mitad miscelánea, en la calle de
la Villa, nº 2 (numeración de entonces); el Tío Pona (Cándido Pina, quien, a la vez, era pregonero), una de
ultramarinos, en la Calle Mayor, nº 11; y el Tío Bayo tenía un puesto de verduras en la calle de la Villa. La Tía Quica vendía 3 onzas de carne de
oveja por 10 céntimos; un cuarterón de aceite por 38 céntimos; una libra de
alubias blancas secas por 75 céntimos, y un almud de garbanzos secos por 2,50
pesetas. El Tío Pona daba dos
sardinas de mataburro (arenques), por 5 céntimos; 3 colas de bacalao por 10
céntimos, y un besugo de 1 kilo por 1 peseta. A su vez, el Tío Bayo vendía una achicoria por 5 céntimos; tres lechugas por 10
céntimos, y un cardo grande por 75 céntimos.
¡Ah!, no olvidemos entre las
pastrijerías públicas de entonces otra menos concurrida, pero muy pintoresca:
la Rueda del Rafia. El Tío Rafia se llamaba Lucas Magaña, vivía
en la calle de San Antón y era un septuagenario chaparro y cojo, y por lo
mismo, de andares desgalichados. Se dedicaba a hilar cáñamo, con el que hacía
liza, ramales, traíllas, etc. y tenía su «taller» en el término de Peñahitero,
cuando todavía no se había edificado por allí ninguna casa ni se había abierto
ninguna calle. El tal taller se reducía a un ancho cobertizo de cañizos y de
barro, al que se llegaba por una pista recta de tierra apelmazada, de unos dos
metros de anchura y de 30 a 40 metros de longitud. Estaba situada exactamente,
a la izquierda de la actual calle de Tudején, en la parte baja del terraplén de
la Villa Araceli [28].
El cobertizo alojaba a la Rueda del Tío
Rafia, que era una polea o rueda acanalada, que se accionaba con un
manubrio, manejado ordinariamente por su hija Casilda. El Tío Rafia llevaba ceñida a la cintura una masa informe de cáñamo,
espadado y rastrillado, de la cual iba sacando las vetas correspondientes,
mientras recorría poco a poco, sin detenerse, la pista, caminando hacia atrás.
Naturalmente, a pesar de su cojera, era el vecino que mejor imitaba a los
cangrejos, en sus andares.
En las tardes soleadas de otoño,
el paraje de la Rueda del Rafia era otro lugar relativamente concurrido, por
ofrecer un buen abrigo contra el cierzo y una buena posición para tomar el sol.
Y allí acudían a comadrear, a hacer remiendos o labores de punto o a jugar a la
brisca algunas vecinas de las calles más cercanas. De tarde en tarde asomaban
las narices por aquel abrigo dos coadjutores de la Parroquia que regresaban
del Paseo de los Curas y entonces, si
las comadres sostenían alguna conversación poco piadosa y misericordiosa, la
primera que los divisaba advertía a sus compañeras: «¡Sus!, ¡sus!, !Callarsus!,
¡callarsus!, que vienen el Gordo y el Flaco». El Gordo era don Jacinto Ilarri,
rechoncho y coloradote; y el Flaco, don Blas Mateo, cetrino y larguirucho. Los
dos murieron en Fitero, en la 2ª década
de este siglo [29].
Pero pasemos ya a ocuparnos de
las asambleas privadas de pastrijeras. Eran las tertulias nocturnas de vecinas.
Las calles pequeñas solían tener, por lo menos, una, y las mayores, varias. En
el verano, estas reuniones tenían lugar a la puerta de una vecina calificada,
no faltando en ellas el rallo o la
boteja de agua fresca, traída del pozo público más cercano, para remojar el
gaznate, cuando se les secaba de tanto hablar. En la primavera y en el otoño,
dentro del zaguán de una casa; y en el invierno, en la cocina o en la cuadra.
Las más pintorescas eran las de
las cuadras. Yo conservo todavía vivo el recuerdo de una de éstas a la que me
llevaba mi madre, hacia 1909. Tenía yo entonces 7 años. La casa era el nº 6 de
la calle de San Antón, esquina a la belena que termina en los Charquillos.
Pertenecía al Tío Wenceslao y a la Tía Romana, que eran los labradores más
acomodados de la calle. Su familia la componían dos hijos: Carmelo y Manuel; y
cuatro hijas, de buen ver, Felisa, Luisa y Juanita. La cuadra en que se celebraban
las tertulias, era relativamente amplia y se comunicaba directamente con la
calle. Entrando, a mano derecha, estaba la pocilga que albergaba dos lechones,
y al fondo, había un holgado pesebre para dos burros grandes: el Perico y la Tordilla. Las tertulianas se apretujaban en el espacio libre
delantero, sentadas sobre la paja que cubría el suelo o en alguna silla baja o
banquillo de madera. Aunque, de ordinario, hacía allí buena temperatura, no
faltaba alguna vieja muy friolera que se llevaba una rejilla con brasas para
los pies. Una débil bombilla de filamento de carbón proyectaba sobre las
comadres una luz macilenta y amarillenta, que destacaba las arrugas de las
viejas. De vez en cuando, para amenizar la reunión intervenían los cerdos poniéndose
a gruñir y los burros a rebuznar, y aquello se convertía en un aquelarre de
discoteca rocanrolera. Hay que decir, en honor de la verdad, que las tertulianas
de la Tía Romana no trabajaban solo con la lengua, sino con las manos,
haciendo elásticos, remendando calcetines, desgranando maíz, etc. A veces,
rezaban rosarios, hacían novenas y escuchaban a Luisa Yanguas y a María Rupérez
que les leían una revistilla religiosa - creo que se llamaba La Familia - que les dejaba el Tío Parrantena (Nicolás Berrozpe).
Yo guardo de aquellas tertulias
dos recuerdos precisos, imborrables. A la sazón, ardía la guerra en Marruecos,
como consecuencia del desastre del Barranco del Lobo, ocurrido el 27 de julio
de 1909. La sangrienta jornada había costado a los españoles 3.000 bajas,
entre ellas, la del general Pinto, que cayó fulminado de un balazo en el
cráneo, en las faldas del monte Gurugú. El Gobierno había enviado
inmediatamente a Africa a varios miles de soldados de la Península, entre los
que se contaban algunos mozos de Fitero. Conque una noche de octubre siguiente
se presentó en la tertulia una vecina acongojada, diciendo que no sabía nada de
su hijo y que su marido había leído en La
Correspondencia de España que, en Marruecos acababa de ocurrir otra
carnicería. Fue la trágica emboscada del 1 de octubre, en las inmediaciones de
Zeluán, la cual se saldó con la muerte del general Díez Vicario y de 300 bajas
más.
Otra noche, se presentó en la
tertulia una mujer recién llegada de Barcelona y se puso a contar unas cosas
que ponían los pelos de punta. Hacía tres meses y medio, según decía, habían
ardido en aquella ciudad no sabía cuantas iglesias y conventos; algunos
bárbaros habían sacado de sus tumbas esqueletos de monjas y los habían paseado
por las calles; y a su vez, los soldados habían disparado con sus cañones
contra la gente y derrumbado numerosas casas. Añadía que ella misma había
visto muchos muertos y heridos tirados en la vía pública y que el Castillo de
Montjuich estaba lleno de presos. Se trataba de la famosa Semana Trágica de Barcelona (del 26 de julio al 1 de agosto de
1909), con su saldo de 35 iglesias, conventos y colegios religiosos
incendiados, otros tantos edificios civiles destruidos por la artillería del
general Luis Santiago y más de 3.000 bajas entre muertos y heridos; es decir,
un segundo Barranco del Lobo, pero esta vez en la Península.
Como se ve, algo saqué yo en
limpio de aquellas pintorescas reuniones de pastrijeras: dos recuerdos
históricos aciagos. En cuanto a las vecinas que acudían a ellas, también
sacaban siempre alguna cosa, aunque no precisamente en limpio, sino en sucio:
las pulgas que pululaban por la cuadra y que llevaban como recuerdo a sus
domicilios entre sus largas y amplias sayas. Naturalmente, al llegar a sus
casas, lo primero que hacían, antes de meterse en la cama, era dedicarse a la
captura y caza de estos picantes parásitos, asesinarlos a uñadas: operación
divertidísima que, por entonces, representaba en el París-Salón de la calle de
la Montera de Madrid, una guapa y desenvuelta bailarina y cupletista cubana,
conocida por la «Bella Chelito» Los mozos colorados y los viejos verdes que
llenaban cada noche su teatrillo, le pedían siempre a gritos, como final del
espectáculo: ¡La Pulga!, ¡La Pulga! Por supuesto, la Chelito (Consuelo Portella Audet) no había pasado nunca por la
cuadra de la Tía Romana......
II PARTE
Un fiterano
cien por cien
Su final
Actuaciones
y remuneraciones
Anecdotario
de la Banda
SUS OBRAS
PASODOBLES
CAPARROSO A RADA. Data
de Febrero de 1926, a raíz del primer vuelo directo de España a la Argentina,
realizado en el hidroplano PLUS ULTRA, por los aviadores Ramón Franco, Julio
Ruiz de Alda, Juan Durán y Pablo Rada; éste último caparrosino y mecánico del
avión. Ya hemos anotado el éxito que tuvo esta pieza, editada a todo lujo por
la Litografía e Impresión de Música de Joaquín Mora, de Barcelona, con un
retrato de Rada en la portada. En realidad, era un himno-pasodoble, con letra
de don Alberto Pelairea, que comenzaba con esta estrofa:
PASACALLES
CANCIONES
RUMBAS
RANCHERAS
MUSICA RELIGIOSA
CAPÍTULO XVII
LAS FIESTAS DE LOS
QUINTOS
Es sabido que se llama
quintos a los mozos a los que les toca ser soldados. Desde 1925, les toca a
todos por haberse establecido el servicio militar obligatorio; pero
anteriormente no ocurría así, sino que se decidía por sorteo público. Este se
celebraba cada año, en el salón de sesiones del Ayuntamiento y se verificaba
sacando de unas urnas diferentes unas boletas nominales y otras numéricas, es
decir, en unas estaban los nombres de los mozos y en otras los números
correspondientes. Las sacaban y cantaban dos niños y un alguacil, asomado al
balcón, iba anunciando, a su vez, los resultados al público congregado en la
Placilla. Los que sacaban los números más altos se libraban; es decir, quedaban
excluidos de ir al servicio y se llamaba excedentes de cupo. (Parece que, en
1980, empieza a haber de nuevo algunos excedentes de cupo). Y los demás cubrían
el cupo de reclutas exigidos por la zona de reclutamiento militar, que para
Fitero era entonces la de Tafalla, constituyendo los quintos. El sorteo se
celebraba anualmente, el primer domingo de febrero. Como siempre ha habido
trampas y tramposos, ocurría, de vez en cuando, que algún quinto, cuyos padres
tenían buenas influencias, se fingía sordo, cardiaco o afectado de cualquier
otro defecto o enfermedad de las que excluían del servicio, y el excedente de
cupo que había sacado el número más bajo tenía que ir a filas en su lugar.
La fiesta de los
quintos se celebraba la víspera de su incorporación al ejército, que era en el
mes de noviembre, alrededor de Santa Cecilia. La mayoría se ponían sendos
pañuelos de color, atados al cuello, o se tocaban con viejos gorros o gorras
militares que habían pertenecido a sus padres o a sus abuelos. Se reunían todos
ellos y recorrían alegremente las calles del pueblo, vociferando, cantando y
bailando, acompañados de algunos músicos, un requinto o un clarinete, una
guitarra y una bandurria, con objeto de recabar fondos en dinero o bien comestibles
y bebestibles, de los vecinos, para una merienda de despedida, que celebraban
aquella tarde.
Entre las coplas que
cantaban los quintos, figuraban las siguientes:
¡Cuántas
madres llorarán
-y
la mía, la primera-
al
ver que se van sus hijos
soldados
para la guerra!
Las
madres son las que lloran,
pues
los hijos no lo sienten:
se
encuentra cuatro chavalas
y
con ellas se divierten.
Ya
me voy quinto.
Mi
madre llora,
y
a mi morena
la
dejo sola.
Y
yo le digo
que
no me aguarde;
que
cuando vuelva,
será
ya tarde.
¡Adiós!,
que me voy soldado,
Con
intención de volver;
Y
si te encuentro casada,
De
tu sangre he de beber.
Mas
me contesta
la
descarada:
-Pa
cuando vuelvas,
ya
estoy casada.
Dada
la pobreza que había entonces en el pueblo, la mayoría de los quintos no había
salido nunca de él y su ignorancia solía ser supina, dando lugar a las
situaciones más jocosas.
Entre
los destinados a la guarnición de Pamplona, se contó, un año, L. T., el cual le
comunicaron que tenía que hacerlo en el Regimiento de América.
Con
que varios compañeros fiteranos se lo encontraron llorando a lágrima viva,
sentado en el portal de una casa de la capital.
-¿Qué
te pasa? –le preguntaron.
-Que
me ha tocado ir a América y yo no quiero embarcar…
Hoy
día los quintos no son tan ignorantes e inocentes y de aquella fiesta
pintoresca de antaño sólo queda la petición callejera de fondos para sus
cuchipandas, sin trío de músicos ni canciones romanticonas.
Capítulo XVIII
LAS NAVIDADES
LAS NAVIDADES
Aunque la mayoría del pueblo era entonces muy pobre, las Navidades de antaño eran, de ordinario, ruidosas y alegres. Al atardecer de la Nochebuena, muchos jóvenes y también algunos mayores recorrían las calles, tocando panderos, hierrillos, chinflainas, castañuelas, panderetas, guitarras, bandurrias y, sobre todo, zambombas de todos los tamaños, que eran los instrumentos más baratos y fáciles de confeccionar. Sabido es que se hacen fácilmente con un bote, con un puchero, con una olla, etc.; un pedazo de piel de cordero o de conejo, una cuerda y un carrizo. Al subir y bajar este último, con una hoja de berza apretada en la palma de la mano, la zambomba produce esas sordas vibraciones, parecidas a los rebuznos de un asno. Contrastaba con este ruido bronco, el sonido armonioso de los árboles de campanillas, que sacaban algunos vecinos, sacudiéndolos con verdadera maestría. Entre los campanilleros de principios de este siglo [XX], se distinguían el Tío Farruco (Marcelino Fernández) e Higinio Fernández, cuyo apodo silenciamos, porque no era precisamente aromático.
Ni qué decir tiene que los bullangueros iban cantando villancicos de todas clases: unos, devotos; y otros, indevotos. Vayan dos ejemplos:
En el portal de Belén
hay una piedra redonda
donde puso Dios el pie,
para subir a la Gloria
Esta noche es Nochebuena
y mañana Navidad
saca la bota, María
que me voy a emborrachar
Otra variante del segundo decía; “Saca la capa, María – que me voy a cortejar”.
Hacia las nueve de la noche, las calles se vaciaban por completo, para celebrar en las casas la tradicional cena familiar. En los hogares, se hacían grandes fogatas bajo la chimenea, “para calentar al Niño”, según se decía; y se tocaban zambombas, chinflainas, castañuelas, panderetas, etc. “para arrullarlo”.
La cena de los vecinos acomodados (labradores, comerciantes y propietarios) solía tener como entrada una buena ensalada de cardo, aderezada con ajos machacados, aceite y vinagre. A continuación, venía un plato de cardo cocido, adobado con tocino frito; en seguida, el plato fuerte: besugo con salsa, o pollo o conejo; después, postres variados: una compota de ciruelas pasas, higos secos, manzanas y orejones cocidos, o uva, peras de invierno y, finalmente, turrón. Todo ello acompañado de una bebida típica, llamada chapurriau, que era una mezcla de arrope con aguardiente. El arrope es mosto cocido, sin fermentar, hasta que toma la consistencia de jarabe. Cuando nevaba, no pocos vecinos lo tomaban con nieve.
La cena de los pobres era más frugal: patatas o habas secas cocidas, pimientos secos de tipo sonajero (los llamaban así, por el ruido que hacían dentro sus pepitas), farinetas, castañas cocidas o asadas, hormigos con leche y, a lo sumo, una barrilla de turrón de cinco céntimos para toda la familia (es decir, un casquillo de turrón de cacahuetes). Para beber, agua del Terrero y vino tinto de la taberna.
Las familias devotas solían rezar el rosario después de la cena, en espera de la Misa de Medianoche, anunciada con gran volteo de campanas. A la Misa del Gallo acudían prácticamente todos los vecinos. O casi todos, pues, una vez preguntaron a un vecino bastante chusco: “¡Qué!, ¿no vienes a la Misa del Gallo?” Y contestó: “No, porque soy belmontista”. Era la época de los taurófilos fanáticos, divididos en dos bandos rivales: gallistas y belmontistas: o sea, partidarios de los famosos matadores, Rafael y Joselito Gómez (los Gallos) y de Juan Belmonte.
En la iglesia, se ponía un belén monumental, a la derecha del presbiterio (izquierda del público) y en la Misa del Gallo, se colocaban delante de él los pastores del pueblo. En nuestro Poemario Fiterano, nos ocupamos ya del curioso rito de la ofrenda de las migas al Niño Jesús y del baile del Tío Maturrillo, para divertirlo. Las migas las freían en el antiguo cementerio, adyacente al templo, y se las comían delante del Nacimiento. Excusado es decir que, en esta Misa, acompañaban al órgano todos los instrumentos navideños citados, de manera que resultaba la función religiosa más estruendosa del año.
En los siguientes días laborables de Navidad, las mujeres y los muchachos, sobre todo, solían visitar el enorme Nacimiento de las Monjas; o sea, de las Hermanas de la Caridad de Santa Ana, instalado en una de sus clases. Su bandeja –que nunca faltaba- se llenaba de perrillas y de ochenas; pero nunca caía en ella un billete de Banco, sino, a lo sumo, alguna rara peseta.
El día 28 de diciembre, fiesta de los Santos Inocentes, era naturalmente el día de las inocentadas. Había entonces en el pueblo mucha afición a ellas, y la mayoría eran inofensivas y vulgares, como la siguiente: “Átese el seladiz de las alpargatas” – “Recoja el pañuelo que se le ha caído” – “Límpiate la frente, que llevas una mancha de hollín” – “Vete a casa del Tío Alejo, que hoy regala anisetes a los niños”, etc...
Pero había otras bromas más pesadas. Por ejemplo, la que le gastó un año al zapatero Cayo Mesa el carpintero Carlos Alfaro, vaciándole, con gran estrépito, en la puerta de su tienda, un saquete de cristales rotos. La tienda y taller de Cayo estaba entonces en los bajos de la casa nº 20 de la calle Mayor, y el taller de Carlos, en el nº 37 de la misma calle. Cayo Mesa salió asustado y enfurecido a la vía pública, creyendo que le habían hecho pedazos la luna de su escaparate y tratando de sorprender al autor de tal desaguisado; pero Carlos, aunque era cojo, se había escabullido rápidamente por la callejuela del Carmen, escondiéndose en la entrada de una ; y de momento, el zapatero no supo quién había sido el autor de tan ruidosa inocentada. Lo supo más tarde.
Otra broma más pesada fue la que gastaron al Tío Pina (Tomás Pina), que, durante bastantes años, había tenido en arriendo el Garapito y al que habían dejado a deber no pocos maíses algunos clientes; sobre todo, de Castilla. A la sazón, vivía el Tío Pina en una casa de la esquina derecha de las calles del Pozo y de Garijo. Con que, un 27 de diciembre, recibió una carta, procedente, al parecer de Grávalos, en la que algunos deudores castellanos de antaño le daban una cita, para el día siguiente, en las Ventas de los Baños, con la intención de pagarle adeudos importantes. El Tío Pina, aunque la fecha suscitó en él cierta suspicacia, acudió a la cita, comprobando que se trataba de una inocentada. Todo el pueblo se rió de él, pues sus autores no habían sido de Grávalos sino de Fitero y ya habían propagado entre el vecindario la burla de que le habían hecho víctima. Ero el Tío Pina juró burlarse el año próximo de todo el pueblo. Con que el 28 de diciembre del año siguiente, encargó a Bilbao dos hermosos besugos e hizo echar un pregón, anunciando que vendía besugo a 10 céntimos el kilo, siendo así que en el mercado, lo vendían a 20. Naturalmente les faltó tiempo a muchas mujeres del vecindario para volcarse en la casa del Tío Pina y el socarrón exgarapitero, que ya había vencido uno de los besugos, exhibía el otro en un canasto, nadando en hielo y les decía: “Ya no me queda más que éste y es para mí.”
Los días 29 y 30 eran de inocentadas infantiles, pues se hacía creer a los niños que, el 29, venía a Fitero el Hombre de las Orejas, que tenía tantas como días tiene el año; y el día 30 el Hombre de las Narices, de análogas características. Según la versión de los mayores, uno y otro se alojaban un día en la Posada del Tío Maturrillo(Manuel Martínez), en el nº. 2 de la calle Mayor; y no pocos niños acudían a la Posada, ofreciendo una perrilla o una ochena al Tío Maturrillo, para que se los dejase ver. Pero el posadero o no asomaba esos días por allí las orejas ni las narices, o, si las asomaba, decía bonachonamente a los niños que se presentaban “Oye, salao: guárdate la perrilla, porque no ha llegado todavía el Tío Orejudo”; o bien: “Mira, linda, guárdate la ochena, porque se ha marchado, hace poco, el Tío Narizotas”.
La Nochevieja era todavía más ruidosa que la Nochebuena, con más música y algazaras callejeras, vino, aguardiente y canciones; pero éstas de otro estilo. Vayan dos muestras.
Tiene una burra el Purisma,
que años ha cumplido ciento.
No tiene más que dos dientes
y no puede comer pienso;
pero asegura su padre
-y esto no es broma-
que él irá a ponerle dientes
a Barcelona
Con el Municipio nuevo,
podemos estar tranquilos,
pues revisarán las pesas,
las medidas y los kilos.
Sigue, Molinera,
sigue tu canción.
¡Viva el Municipio
de esta Población!
Por supuesto, también se celebraba la Fiesta de los Reyes Magos; pero con bastante más modestia que hoy. Los niños querían a todo trance verlos y recibirlos, pero se les regañaba, diciéndoles que venían, muy avanzada la noche, por la carretera de La Nava, y que, para salir a esperarlos, había que ir al Puente, envueltos en una sábana mojada. Así pues, se contentaban con poner sus zapatos, alpargatas o un canastillo en el balcón o en la ventana de sus casas, para que los Reyes depositaran en ellos sus regalos. Algunos les ponían además una fuente de cebada o de maíz, para que comieran los camellos. Y claro está, los niños saltaban de alegría, al levantarse de la cama, al día siguiente, y descubrir los regalos.
Los Reyes Magos de carne y hueso no aparecieron en Fitero, después de la expulsión de los frailes, hasta finales del 2º decenio del siglo actual. Parece que los primeros fueron los Morillos (Tomás y Marcelo Yanguas) y el Cavila (Zacarías Muro), los cuales salieron por las calles, hacia el anochecer de un 5 de enero, disfrazados con sobrecamas de colores, barbas pelucas postizas, y coronas de hojalata. Iban montados en vulgares machos y no empuñaban cetros, pero los acompañaban unos pobres pajes y los alumbraban portadores de antorchas. Una ruidosa murga de zambomberos y pandereteros hacía más espectacular su marcha, emprendida desde el Pontigo, a través de la calle Mayor. Salió a verlos todo el vecindario y los niños los seguían admirados, como si hubieran sido unos magníficos Soberanos.
Repitieron las fiesta al año siguiente; pero desgraciadamente ya no tuvieron continuadores inmediatos, pues pasaron unos 30 años, hasta que, hacia finales de la década de 1940-1950, apareció otro trío de Reyes Magos, que hizo época. Organizó la fiesta el Frente de Juventudes e hicieron de Reyes Magos Miguel Aguirre, Joaquín Luis y Florencio Martínez. Como Joaquín era cojo y naturalmente se le notaba al bajarse del caballo, Miguel Aguirre explicaba a los niños que era debido a una reciente caída de su caballo. Esta vez, los Reyes tenían mucha mejor representación que los antiguos, cabalgaba en sendos caballos, llevaban un buen séquito de pajes, antorcheros y músicos y les seguía detrás una carreta, transformada en carroza, cargada con los regalos destinados a los niños. Pero no eran para todos, sino únicamente para aquellos cuyos padres se los habían entregado previamente, con la dirección de sus domicilios. A este fin, los Reyes recorrían las calles donde tenían destinatarios y cada uno separadamente subía a una de las casas anotadas, para entregar a los niños los juguetes y regalos, en la misma cama, en presencia de su padre o de su madre. No podían ser más serviciales.
A partir de esta época, se siguieron celebrando estas cabalgatas, salvo algunos intervalos. En ellas ocurrían a veces lances chuscos, como el siguiente. En 1951, uno de los Reyes Magos fue el empleado del Ayuntamiento, Luis Fernández Jiménez, el cual subió a entregar sus regios obsequios a la niña Mari-Carmen Azpilicueta, que tenía entonces alrededor de 4 años. Aunque Luis iba bien disfrazado, la niña creyó reconocerlo por su voz y sus ojos claros, y exclamó: “Oye, papá; pero este Rey ¿no es el Pichi…?
Con el tiempo, se suprimió el reparto de juguetes a domicilio, al amanecer, porque no era nada cómodo, y, algunos años, se hizo, ya en pleno día, en el Kiosko del Paseo de San Raimundo. Algunas veces, se cambió la ruta inicial de la cabalgata, viniendo de la Bodega Cooperativa de San Raimundo, precedida de motoristas.
En fin, poco a poco, se fue mejorando el vestuario y la organización, hasta establecer incluso un servicio circunstancial de Correos, para que los niños dirijan sus peticiones a los Reyes, y actualmente las cabalgatas de los Magos en Fitero son pomposas, esplendorosas y bulliciosas.
Añadamos, para terminar, que el Belén público, que instala anualmente el Ayuntamiento en la Plazuela de San Antonio, data de la 2ª mitad de la década de 1950-60.
CAPÍTULO XIX
LOS BAILES
La afición de los fiteranos al baile data del siglo
XVI. Consta que, a mediados de esta centuria, bailaban en Fitero no solo los
vecinos y vecinas, sino hasta el joven abad, Fr. Martín de Egüés y de Gante. Según
cuenta Jimeno Jurío, un año, en la fiesta popular del Emperador, Su Majestad de un día le ordeno que bailase la morisca con una vecina y el monje lo
hizo ante el vecindario en pleno, con hábitos y todo. (FITERO, p. 19 –
Colección: NAVARRA) – Temas de Cultura Popular, nº 72).
Durante el abadengo, los bailes eran siempre al aire
libre y se celebraban en las fiestas más solemnes. Ahora bien, los bailes en
locales cerrados no se iniciaron hasta después de la supresión del Monasterio.
A principios del siglo actual, funcionaban dos: EL SONSONETE, instalado en la
planta baja del edificio número 22 de la calle de la Patrona, perteneciente al Tio Gabinillo (Julián Aliaga); y EL
LAUREL, sito en el número 7 de la misma calle, que era una cochera del Tío Pelos (Nicasio Andrés). La entrada
solo costaba a los mozos 15 céntimos; y a las mozas, nada. El SONSONETE estaba
adornado con banderitas, serpentinas y farolillos a la veneciana, que colaban
del techo, y en él tocaban algunos músicos de la Banda del Tío Natalio (Natalio
Díaz).
Los bailes de entonces eran el schotis, la habanera,
la mazurka, la polka, el vals, el pasodoble y la jota. Con ésta última
finalizaba el baile y había que repetirla siempre, a petición de los
asistentes. Los músicos preguntaba al Tío Natalio si tocaban otra distinta,
pero él respondía impasible: No, la mesma.
El portero del SONSONETE era el Tío Guindera
(Félix Hernández).
El baile del LAUREL era más coquetón. Sus paredes
estaban decoradas con figuras femeninas simbólicas: la Amistad, la Alegría, la
Armonía, etc. en un principio, tocaron en él algunos músicos del Tío Camilo (Cosme Fernández) y posteriormente
de la Banda del Carrascas (Lorenzo
Luis) a propósito del cual se cantaban entonces estas dos coplas:
Hasta los baldados,
Sin poder andar,
oyen al Carrascas
y echan a bailar.
Tocando una pieza
allá, en EL LAUREL,
quedan satisfechos
y echan a correr.
El portero del
LAUREL era el Tío Beato, el cual no
lo era tanto, cuando alternaba con bailarinas…
Hasta 1914, se
abrió en la calle de Lejalde, actual número 28, el baile de LA FAVORITA, así
llamado por haberse habilitado para tal objeto la antigua fábrica de jabones
del mismo nombre, que ya no funcionaba. Pero este baile no era público, sino de
una sociedad fundada por Adoro el Juan de
Mata (Teodoro González), el Valito
(Manuel Val), el Chorletas (Raimundo
Larrea), el Valillo (Valeriano
Yanguas) y otros. Naturalmente la entrada estaba reservada a los socios; pero
era libre y gratuita para las mozas.
Por estas
fechas, se celebraban ya bailes públicos vespertinos, todos los domingos y
fiestas de guardar, desde las Pascuas de Resurrección hasta las fiestas de la
Virgen de la Barda, en el Paseo de San Raimundo, a cargo de la Banda Municipal.
Durante los
carnavales, había asimismo bailes de máscaras en los cafés, costando la
entrada, por los tres días, 2,50 pesetas. El más concurrido era el del Chicho (Telesforo Álvarez), instalado en
el piso primero de la casa número 2 de la calle Mayor. Solamente una mitad de
la concurrencia, la femenina, solía ir disfrazada con dominós, pues el calor
era ya sofocante sin disfraz. El salón estaba adornado con serpentinas y
farolillos a la veneciana, y los asistentes solían hacer un buen derroche de
confeti y de matasuegras. Hacia la mitad de cada pieza, el bastonero del baile daba tres golpes fuertes en el suelo, para
intimar el cambio de parejas; sin duda, para que no se amartelaran
peligrosamente. La orquestina se componía de un piano, dos violines y una
flauta, cobrando los ejecutantes solamente 10 pesetas cada uno, por tocar tarde
y noche los tres días; es decir unas 6 horas diarias, de manera que salían a 55
céntimos hora. Para estos bailes, había que apuntarse previamente, pagando por
anticipado el medio duro anotado. Una vez, un muchacho de 12 años, apodado el Moreno (Julián Fernández Yanguas) pidió
al Chicho que lo apuntara y éste le
replicó: “Oye, niño: ¿pero te crees que es esto una escuela de párvulos?” Y el
muchacho le objetó: “¡To! ¿qué tiene que ver? O le pago a V. el medio duro y en
paz.” El Chicho se encogió de hombre y concluyó: “Bueno, bueno: pues quedas admitido”.
Hacia 1926, La Cuadrilla del Buen Humor fundó una
sociedad de baile, titulada Patria Chica,
cuyo reglamento fue aprobado previamente por el Gobernador Civil de la
Provincia. Daba sus sesiones en el Teatro Gayarre, antes de comenzar el cine, y
su orquestina estaba compuesta por un piano, un violín, una flauta y un
contrabajo. Los dos primeros domingos tuvieron un éxito completo; en el
tercero, aflojó la asistencia de muchachas; y en el cuarto, no fue casi
ninguna. Así, pues, debido a causas que no es del caso precisar, la sociedad
fracasó en menos de un mes.
La Cuadrilla del Buen Humor estaba formada por una docena de jóvenes (empleados
y estudiantes) a los que el pueblo apodaba Los
Tirillas, porque llevaban corbata. Usaban como distintivo unas enormes
boinas verdes, con un letrero circular en letras blancas que decía: Cuadrilla del Buen Humor, y la componían
Isidro Magaña, Marino Falces, Ángel Yanguas, Carmelo Mustienes, Francisco
Yanguas, Florencio Marco, Cruz y Victoriano Martínez, Luis Jiménez, José
Burgos, Jesús Martínez y José Aznar Yanguas. Adoptaron entre ellos apodos
humorísticos, como Cascarrabias,
Quisquilla, Don Quintín, Percebé, Mochales, Catachicas, Discusiones, Cebollino,
Sartenero, etc.
El fracaso del
baile Patria Chica no desanimó a la
CUADRILLA y, a continuación, abrieron el baile del METRO, llamado así porque
estaba instalado en la fábrica de conservas vegetales de Francisco Yanguas, ya
cerrada, y había que bajar varias escaleras para llegar al piso. Estaba ubicada
a la derecha de la entrada a la calle de Entre
ambos Ríos (hoy Dr. García
Lahiguera), frente a la de Lejalde. Tampoco duró mucho tiempo. Sin embargo,
la CUADRILLA no se dio por vencida. Resulta que, hacia 1927, en los bajos del
edificio número 1 de la calle del Pozo, empezó a hacerse sus ensayos una
rondalla que se formó por iniciativa de don Alberto Pelairea. A continuación, LA
CUADRILLA DEL BUEN HUMOR organizó con ella un baile en el mismo local,
sustituyendo a poco la rondalla por una planola, que compró Lorenzo Luis y que
tocaba sola, introduciendo una perra gorda (10 céntimos), por una ranura. Fue
el comenzó del popular Baile de la Ochena,
el cual se trasladó, poco después, con la pianola, a la planta baja de la casa,
demolida en 1965, que hacía esquina con la Picota y la entrada al Paseo de San
Raimundo y en cuyo primer piso estaba instalado el café del Guerra (Dionisio Martínez). Dicho baile
tampoco prosperó. Con que, a finales de 1931, se abrió en la calle Calatrava,
número 8, el baile del Potaje,
apodado así, porque el vecindario estaba ya dividido lamentablemente en dos
bandos políticos intolerantes, y acudían a él muchachos y muchachas de familias
de las dos tendencias. Pero este potaje se consumió rápidamente y se acabó la
danza con la panza.
Por supuesto,
la razón de todos estos fracasos es que la juventud femenina andaba muy
retraída. Por fin, en 1934, se fundó la más importante y durable sociedad de
baile: LA AMISTAD. Estuvo instalada en parte del antiguo frontón de la Plaza de
Toros que daba a la calle Calatrava número 14. Huelga anotar que LA AMISTAD
sufrió un eclipse de varios años, durante la Guerra Civil de 1936-1939 y la II
Guerra Mundial 1939.1945.
En 1951,
Fausto Palacios abrió un baile ocasional en el Teatro Moderno, para las Fiestas
de la Virgen de la Barda, que bautizó con el pomposo nombre de Palacio de
Terpsicore. Pocos o ningún vecino sabían que Terpsicore fue la musa de la
danza; pero ¿qué más daba? Para asegurar el éxito recurrió al truco de
organizar concursos de belleza, en los que fueron elegidas “Miss Terpsicore” la
señorita Josefina Remón, en 1952; y Ana Carmen González, en 1953. Tampoco duró
mucho, pues, al año siguiente, fue demolido el Teatro Moderno y se acabó el
Palacio de Terpsicore, con sus reinas y todo. Afortunadamente, para entonces,
se había rehecho LA AMISTAD, la cual continuaba viento en popa. En 1971 contaba
con 150 socios, los cuales pagaban 15 pesetas por cada sesión de baile Los no
socios pagaban 35; y los casados, acompañados de sus mujeres, 25.
Ordinariamente actuaba en estos bailes una orquestina local; pero en la fiesta
de San Raimundo y en las de la Virgen de la barda, se permitían el lugo, desde
hacía unos años, de traer alguna orquesta forastera. En 1972, LA AMISTAD
abandonó su antiguo local y pasó por ciertos avatares, que no es del caso
reseñar, feneciendo en 1975.
Otra tragedia taurina había ya
ocurrido en 1921, pero no en la Plaza de Toros, sino en el Paseo de San
Raimundo, convertido circunstancialmente en coso taurino, a causa de un
desacuerdo entre el propietario de la Plaza de Toros y el Ayuntamiento.
Entonces éste organizó un festival taurino gratuito en el Paseo, cerrándolo
previamente como antaño. Se corrieron dos toros, demasiado grandes y bravos, y
resulto muerto el Tío Flores (Pablo
Alfaro), en la cochera del Tío Patricio
(Patricio Alfaro), y herido en una pierna, Isidoro Santesteban, que se quedó
cojo para siempre. Uno de los toros abrió una brecha en la barrera de maderos
del extremo S. E. del Paseo y huyó por la Huerta a campo traviesa.
CAPÍTULO XX
LAS CORRIDAS DE TOROS
Las corridas de toros de
Fitero datan del siglo XVI. Por supuesto, no eran toros de muerte ni
intervenían en ellas toreros profesionales, como ahora, sino los mozos del
pueblo, que corrían a las reses por las calles, ya libres, ya ensogadas. Consta
que en 1592, para solemnizar el 20 de agosto, la fiesta de San Bernardo, que
era, a la sazón el Patrón del Monasterio y del pueblo, los regidores Juan Sáez,
Miguel de Ceresada y Bertol de Varea organizaron una corrida de toros de la
ganadería de don Luis de Beaumonte, vecino de Cascante, de los cuales murió
uno; pero no de estoque.
El 26 de septiembre de
1606, el Monasterio y el Concejo firmaron un convenio, acerca de la
construcción de la Plaza de la Orden, “para correr los toros y novillos”; y en
1674, los regidores del pueblo y los mayordomos de la Cofradía del Santísimo
Sacramento firmaron un contrato con el ganadero de Peralta, José de Gala, quien
se comprometió a traer 8 toros, por 50 ducados, para correrlos en la Plaza de
la Orden, el día del Corpus Christi: fiesta a la que se habían trasladado las
corridas, desde hacía años, encargándose de organizarlas dicha cofradía.
Revisando los libros de Difuntos de la Parroquia, se topa uno, de tarde en
tarde, con individuos que murieron a causa de las cornadas recibidas en dichos
festejos. Así, en 1625, pereció de este modo Pedro Navarro (el Carrandón); en 1638, Bautista
Ximénez; en 1806, el miliciano Pedro Andiano; en 1833, el cerverano Felipe
Martínez, etc.
Al ser proclamada Patrona
de la Villa la Virgen de la Barda en 1785, las corridas de toros se trasladaron
al mes de septiembre; y caso curioso, habiendo pedido permiso, ese año, el
Municipio al Real Consejo de Navarra, para gastar cierta cantidad en correr
novillos, le fue denegado; pero se celebró, a pesar de todo, la novillada,
corriendo a cargo del arrendador de la Carnicería de la Villa. Y en adelante,
continuó realizándose con aportaciones voluntarias de los vecinos, recogidas
unos meses antes.
Después de la
exclaustración de los monjes, las corridas continuaron celebrándose en la Plaza
de la Orden como antaño; pero, en el último cuarto del siglo XIX, se
introdujeron los toros de muerte, con toreros profesionales: espadas, banderilleros
y hasta picadores, según el testimonio del torero Escolástico Mendoza (Escola)
que tomó parte en ellas, así como en las corridas inaugurales de la Plaza de
Toros y en muchas otras posteriores, hasta que ya no pudo de puro viejo. El
Ayuntamiento arrendaba la Plaza de la Orden a unos empresarios que se encargaba
de todo. Los accesos a la Plaza se cerraban con carros, maderos y tablones,
utilizándose grandes mantas olivareras, para tapar los huecos. Se construían
tendidos desde el Arquillo hasta la calle de Calatrava; había incluso palcos
bien acondicionados, con asientos, y se empleaba como toril un corral situado
en el extremo S. E. de la Plaza, junto al Portillo de la Huerta. Por supuesto,
la Plaza no estaba plantada todavía de árboles; cosa que se hizo, después de la
construcción de la Plaza de Toros. Los últimos arrendatarios de la Plaza de la
Orden, para hacer corridas, fueron los
Chocolateros (Juanillo y Basilio Larrea). La entrada costaba entonces siete
reales; pero muchos chicos –y también grandes- se colaban gratis.
La actual Plaza de Toros
fue construida en 1896-1897, por el carpintero-ebanista Francisco Furriel,
quien la vendió, al año siguiente, a Anastasio Andrés. La heredó su hijo Eloy
en 1901 y, al fallecer éste sin herederos directos, en 1933, sus herederos
colaterales, Raimundo aliaga y Domingo Alfaro acabaron por traspasársela al
Ayuntamiento. El primero le vendió su parte en 16.000 pesetas; y el segundo, le
permutó la suya, por la casa número 48 de la calle Mayor, en la que estuvo
instalada, bastantes años, la Oficina de Telégrafos.
La Plaza de Toros fue
inaugurada con dos corridas, celebradas los días 13 y 14 de septiembre de 1897,
a cargo del matador sevillano, Félix Velazco y su cuadrilla. Estaba compuesta
por el sobresaliente, Escolástico Mendoza, ya citado; los picadores, Juan
Vicente (Cerrajas), Felipe Salvador y
Andrés Navarro (Decidido), los
banderilleros, Eulogio Díaz (Algabeño);
Escolástico Mendoza; José Hernández (Guitarrero)
y Joaquín Calero (Calerito); y el
puntillero Guitarrero. Se lidiaron 6 toros (tres cada día), de tres años y 4
yerbas, de la ganadería de Beriain, con divisa encarnada y blanca, “luciendo
valiosas y elegantísimas moñas, regaladas por las hermosas y amables hijas de
Fitero”, según decían los programas. Los lidiadores ejecutaron en estas
corridas las peligrosas suertes del Salto
de la Garrocha y el Quiebro de rodillas; y como complemento de cada una, se
soltaron 4 vacas bravas para los aficionados de la localidad. La entrada más
cara (la de palco) costó tres pesetas; y la más barata (la de general), seis
reales.
En los primeros tiempos de
la Plaza, las corridas fueron con picadores, pero éstos no tardaron en ser
suprimidos, porque, a la sazón, los caballos no iban protegidos con petos, y
además de ser un espectáculo cruel y repugnante, cuando los toros los
destripaban, resultaba, en ocasiones, demasiado caro para los empresarios. Sin
embargo, todavía se hicieron algunas corridas con picadores, de tarde en tarde.
Por el ruedo de Fitero
desfilaron no pocos novilleros que llegaron a ser posteriormente toreros de
renombre, como Paco Camino, Miguel Márquez, Julio Vega (el Marismeño), Manolo
Cortés, Raúl Aranda, José Ortega, Paco alcalde y otros: e incluso algunos hispanoamericanos,
como los venezolanos, Aurelio Salamanca y Morenito
de Maracay; y los colombianos, Lucio Requena y Pedro Domingo. También han
desfilado algunas toreras, siendo la primera que se lanzó al ruedo en 1932, una
joven fiterana, apodada La Lincha (Remedios Irisarri), la cual se limitó a dar
unas cuantas espantadas a un novillo, sufriendo un revolcón sin consecuencias.
En 1961, actuó una rejoneadora: Gina María; en 1975, dos novilleras: una
francesa, Pierrette Labourdie, anunciada pomposamente como La Princesa de París, y otra, española: Mari-Cruz Gómez; y en 1080,
tres rejoneadoras españolas: Begoña Iglesias (Begoñita), Soledad Sánchez y Carmen Tercero (Carmunchi). El año anterior, 1979, también actuaron dos
rejoneadores españoles: Joaquín Moreno Silva y Diego García de la Peña. Una
novillada histórica es la que dio el famoso diestro aragonés, Nicanor Villalta,
matando dos novillos, el 30 de octubre de 1927, a beneficio de los pobres del
Hospital local; por lo que fue nombrado Hijo Adoptivo de Fitero.
Durante la primera mitad
de este siglo, solo se celebraron ordinariamente corridas en las fiestas de la
Virgen de la Barda; pero, a partir de la segunda mitad de la década de los 50,
empezaron a organizarse asimismo en la fiesta de San Raimundo. Fueron, al
principio, novilladas extraordinarias a favor de la Beneficencia Municipal, en
las que tomaron parte toreros famosos, traídos por el influyente empresario
madrileño don Manuel Becerra, a causa de la amistad que tenía con nuestro
paisano, don Fausto Palacios, a la sazón, alcalde de Fitero. Los diestros
toreaban desinteresadamente; eran alojados gratis en el balneario Nuevo (hoy
Gustavo Adolfo Bécquer) y el ayuntamiento los obsequiaba con un banquete. Don
Manuel Becerra fue nombrado Hijo Adoptivo de Fitero. En dichas novilladas
tomaron parte Antonio Chenel (Antoñete),
Joaquín Bernadó, Marcos de Celis, Antonio Bienvenida, victoriano Valencia,
Andrés Vázquez y Rafael Chacarte. Desde entonces, siguió la costumbre taurina
de la fiesta de San Raimundo, aunque sin carácter benéfico, salvo en el periodo
de 1971-1975 en que las organizó José Chinchilla Igea, tomando parte en ellas
Antonio Bienvenida, Victoriano Roger (Valencia),
El Viti, Ángel Teruel, Raúl Aranda, Miguel Márquez, Manolo Cortés, José Antonio
Galán, Paco Alcalde y el mismo Pepe Chinchilla, a quien el Ayuntamiento otorgó
el título de Hijo Adoptivo de Fitero, el 15 de marzo de 1975. (¡Ah!, nos
olvidábamos de otro torero notable: Gregorio Sánchez).
Ni que decir tiene que, lo
mismo que en la época abacial, hubo más de una tragedia ocasionada por las
corridas de toros, desde que se inauguró la Plaza en 1897. La más histórica es
la muerte del matador sevillano José Rodríguez Davie, alias Pepete, a consecuencia de una cogida
grave, sufrida en nuestra Plaza, el 12 de septiembre de 1899, por un toro de
Zalduendo. De esta tragedia nos ocupamos ampliamente en nuestro POEMARIO FITERO
(pp. 44-46 y 190-199).
Otra espectacular fue la
muerte del mozo fiterano, Tomás Falces Solana, alias el Tumbo, que era un recortador habilísimo. Ocurrió en las fiestas
septembrinas de 1941. Por la mañana, después del encierro, había hecho unos
recortes escalofriantes. Repitió por la tarde con las vacas, después de la
novillada, y una lo lanzó aparatosamente por los aires, desnucándose al caer
cabeza abajo.
Otra tragedia taurina había ya
ocurrido en 1921, pero no en la Plaza de Toros, sino en el Paseo de San
Raimundo, convertido circunstancialmente en coso taurino, a causa de un
desacuerdo entre el propietario de la Plaza de Toros y el Ayuntamiento.
Entonces éste organizó un festival taurino gratuito en el Paseo, cerrándolo
previamente como antaño. Se corrieron dos toros, demasiado grandes y bravos, y
resulto muerto el Tío Flores (Pablo
Alfaro), en la cochera del Tío Patricio
(Patricio Alfaro), y herido en una pierna, Isidoro Santesteban, que se quedó
cojo para siempre. Uno de los toros abrió una brecha en la barrera de maderos
del extremo S. E. del Paseo y huyó por la Huerta a campo traviesa.
Añadamos,
para terminar que, de tarde en tarde, se encargaron de matar dos becerras en la
novillada de los miércoles de las Fiestas de la Patrona cuadrillas de
aficionados del pueblo (asesorados por algún torero: Vicente Pastor,
Escolástico Mendoza, Antonio Aguado, etc.). La más simple y vistosa fue la de
1916, en la que actuaron de espadas Amado Urmeneta y Fausto Palacios; de
sobresaliente, Ángel Francés; de banderilleros, Ángel Francés, Prudencio Yanguas
(el Madriles) y Manuel Pueyo; y de
puntillero, el Madriles. En cambio,
la más numerosa fue la de 1951, en la que tomaron parte nada menos que 10
mozos, figurando como espadas, José González (el Zagal) y José María Pérez Fernández (el Chico del Pujabante); como sobresaliente, José Luis Berdonces (el Presumido); como banderilleros,
Isidro Ochoa (el Chicote), Manuel
Rupérez (el Cómico), Manuel Fernández
(el chico de los Charquillos), Julio
González (el Lirio), Ramón Hete (el Revoltoso) y Alfredo Alfaro (el Guripa); y como puntillero, Alfonso
Yanguas.
En
fin, en 1963, tomó parte en la novillada del lunes, el diestro Darío Romero, de
Fitero, con Pedrete, de Madrid: José
Mejías de Sevilla y Ángel Liarte; y en la becerrada del miércoles,
intervinieron como espadas los aficionados locales, Carmelo González (el Canciones) y José Luis Gómez (el Temerario).
CAPÍTULO XXI
CAPÍTULO XXI
TEATRO Y CINE
I
EL TEATRO
Las
representaciones teatrales en Fitero se remontan al siglo XVI, como lo
demuestra el Cartel de Comediantes de 1600. Se hacían en la plaza pública y a
ellas asistían los vecinos y las autoridades, presididas por el Abad del
Monasterio. Sabemos que, con motivo de la toma de posesión del abad, Fr. Felipe
de Tassis, se representaron, los días 3 y 4 de noviembre de 1614, dos comedias
tituladas Los Condes de Altamira y la
Batalla de Lepanto, “con música y entremés”. A veces, dichas funciones, a causa
de la tirantez que existía entre el pueblo y el Convento, daban lugar a
incidentes chuscos, como el ocurrido en 1647 con el Alcalde del Crimen, don
Juan de Oñate: incidente al que dedicamos una composición festiva y unos
comentarios en nuestro POEMARIO FITERANO (pp. 122-123 y 258-259). Otras veces,
el Ayuntamiento no invitaba al Monasterio, como era costumbre, y se
representaban las comedias, sin la presencia de los monjes, como sucedió en
mayor de 1647.
En
todo caso, en los siglos pasado, no hubo locales cerrados, dedicados
precisamente a las representaciones teatrales. A fines del XIX, comenzó a
utilizarse como teatro el Refectorio Nuevo del Monasterio, con el título de Teatro Calatrava, que le puso su
empresario, el farmacéutico, don Fernando Palacios Pelletier. Su estado era
deplorable, pues se trataba de un salón enorme, frío y desvencijado, alumbrado
por quinqués de petróleo y dotado de unas largas banquetas, donde los
espectadores se apretujaban como sardinas de cubo. Más tarde, lo acondicionó
mejor el Sr. Palacios, rebautizándolo con el pretencioso nombre de Teatro Moderno.
En
las Fiestas septembrinas de 1912, se presentó en él una compañía de zarzuela y
opereta que causó sensación: la del primer actor Antonio Moreno y del Maestro
concertador, Juan Cabasés. Pusieron en escena obras tan populares como La Alegría del Batallón, Pícaros celos,
Molinos de viento, La Princesa de los dólares, la Alegría de la Huerta,
etc. Los precios eran los siguientes: Butaca, 2 pesetas; Banqueta, 1,50; y
General, 1 peseta. En etas funciones se estrenó un flamante piano. Por allí
desfilaron asimismo otras Compañías del género dramático que ponían en escena
las piezas tremebundas que eran, a la sazón, del gusto del público: Tierra Baja, El gran Caleoto, El Túnel, Juan
José, El Cristo moderno, etc.
Por
otra parte, de vez en cuando, se descolgaban por el pueblo pequeñas compañías
de cómicos de la lengua o de cirqueros, que daban funciones al aire libre, en
la parte sin arbolado del Paseo de San Raimundo. Anunciaban sus funciones,
recorriendo las calles al son de bombo y platillos, y alumbraba la escena con
luces de acetileno. Su camerino era la entrada de la casa de la Tía Clotilde, en el Paseo de San Raimundo,
nº 2. En los intermedios y al final de la función, que era gratuita, los
cómicos daban la vuelta al público, alargándoles sus sombreros, en los que
arrojaban los espectadores cuartos, perrillas y alguna ochena. Entre las
farándulas de esta clase, la que tuvo más éxito fue la de la Remigia: una popular equilibrista navarra, que recorría los
pueblos con una compañía cirquera de mala muerte. El número principal de la
función lo constituía siempre ella, pues era una mujer guapa, bien formada y
donairosa. Pasaba y repasaba la maroma, haciendo graciosos mohines y ejercicios
peligrosos, al son de una murga. Un coplero fiterano le sacó este cantar:
La Remigia, la maroma
pasa con gran alegría
y regocija a la gente,
mostrando sus pantorrillas.
En aquellos tiempos, las
mujeres no enseñaban por la calle ni los tobillos.
El
Teatro Moderno pasó a mejor vida, cuando, hacia 1915, se inauguró el Teatro Gayarre, erigido por Eloy Andrés,
en la calle Mayor, número 99. Tenía 100 asientos de butacas, otros 100 de platea,
unos 50 de anfiteatro y alrededor de dos centenares de gallinero o paraíso. En
los 40 años escasos que tuvo de vida, pasaron por su escenario compañías de
comedia bastante aceptables, como las de Francisco Mateo, Luis B. Arroyo, Ricardo
Merino, Carrera y otras; la compañía de revistas de maruja Tamayo y Alfonso del
Real, los populares transformistas y malabaristas, Hermanos Estela, la cantante
Pepita Sanz, etc. Allí estrenó precisamente don Alberto Pelairea La Cruz de la Atalaya, Artistas de paso,
Película fiterana, etc.
Por
entonces, había en Fitero una gran afición a las representaciones teatrales, en
las que tomaban parte aficionados fiteranos de ambos sexos. Entre los actores.,
se distinguían Serafín Inúñez, Miguel Aguirre, Luis Álvarez, Hilario Falces
Maculet, Serafín Magaña, Miguel Moreno, Julio Aznar, Ángel Muñoz, etc.; y entre
las actrices, María Pérez, Mariana Frías, María Igea, Josefina Pina, Julia y
Pilar Moreno, las hermanas Maculet y María Álava.
Hasta
las Hermanas de la Caridad de Santa Ana organizaban asimismo, con sus alumnas,
de arde en tarde, pequeñas veladas y funciones teatrales. En la amplia galería
de su residencia, levantaban un tablado, debajo de la claraboya, y allí las
alumnas mayores cantaban, recitaban poesías, y representaban pequeñas piezas
religiosas y profanas como Amor y
Sacrificio, Caridad, Canuto Sonsonete, La Princesa improvisada, Nochebuena, Los
Aparecidos, etc. El principal animador era don Alberto Pelairea quien
estrenó allí dos piezas suyas: Fantasmas
y compañía (1913) y La Maestra nueva
(1916)
Entre
los jóvenes que actuaban en ellas, se contaban, además de las ya mencionadas
anteriormente, Eloísa Calleja, Mercedes Gracia, Rosario Yanguas, Dolores Alfaro,
Eulalia Ruiz de Mendoza, María Muñoz, Mercedes Francés, María y Nati Bozal,
Socorro Jiménez, Elenita Falces, etc., etc.
El
Teatro Gayarre cerró sus puertas en 1953; pero, al año siguiente, Fausto Palacios
demolió el Teatro Moderno y levantó en su solar el actual Teatro-Cine Calatrava, con entrada por el Paseo de San Raimundo. Fue
inaugurado el domingo de Pascua de Resurrección, 10 de abril de 1955, con la
película de la Paramount, El mayor
espectáculo del mundo, de argumento circense. El aforo del Teatro-Cine
Calatrava es de 300 butacas de patio, 78 de entresuelo, 125 de paraíso y dos
palcos de seis asientos cada uno: uno para las autoridades y otro para la
prensa.
La
primera Compañía teatral que actuó en el Teatro-Cine Calatrava fue la de
zarzuela de Antón Navarro, con cerca de 40 actores y una orquesta de 12
músicos, traídos de Pamplona. Pusieron en escena Doña Francisquita, Katiuska, La Dolorosa y otras clásicas.
Más
tarde, desfilaron por el mismo teatro, diferentes compañías de Variedades, como
las de Pepe Mayrena, Paquito Jerez, Pepe Blanco y María Morell, Luis Lucena,
Antonio Machin y otras. Pero como la actuación de estas compañías no era, por
lo visto, nada rentable, don Fausto acabó por dedicarlo exclusivamente al cine.
En sus últimos años, se limitaba a pasar películas viejas; y al poco tiempo de
su muerte, en enero de 1975, su viuda lo cerró, poniéndolo en venta.
Finalmente, lo compró, con buen acuerdo, el Ayuntamiento, por tres millones de
pesetas en 1981, restaurándolo y poniéndolo nuevamente en funcionamiento,
mediante arriendo a un empresario.
II
EL CINE
En
Fitero, como en todas partes, el cine es un espectáculo de este siglo. Las primeras
sesiones datan de los años inmediatamente anteriores a la Guerra Europea de
1914-1918 y se dieron en el Teatro Moderno. Estaban a cargo de
cinematografistas ambulantes, provistos de su linterna y de sus transparentes y
más tarde, de un aparato proyector de películas. En 1912-1913, anduvo por
Fitero el REAL CINE ROCAMORA, como se hacía anunciar. Era la época del cine
mudo y rápido. Un explicador daba cuenta al os espectadores, a voz en grito,
del significado de las escenas, cuando no tenían al pie leyendas o estaban en
una lengua extranjera que desconocía la concurrencia.
Por
supuesto, el Teatro Gayarre también empezó posteriormente a dar sesiones de
cine, cuyos precios, hoy increíbles, eran los siguientes: Entrada general, 10
céntimos; Delantera de paraíso, 15 céntimos; Butaca, 25; y Platea, 30 céntimos.
Como el salón era pequeño, las películas se proyectaban en el Gayarre por
detrás del telón, y no por delante, como se hace en todas partes. En él se
exhibieron las primeras películas sonoras, ya en 1935, siendo empresario Manuel
Larraondo: relojero, violinista y hombre de iniciativa.
Ya
hemos anotado que al Teatro Gayarre sucedió el Teatro-Cine Calatrava, que abrió
sus puertas al público con una gran película de la Paramount. En 1972, el
Teatro-Cine daba sesiones de cine tres días a la semana: jueves, sábado y
domingo. Y en los domingos y demás días festivos, tres: una, en las primeras
horas de la tarde, para los niños; y dos para los adultos, antes y después de
cenar. A la sazón, costaba la entrada 23 pesetas; es decir, 230 veces más que
la entrada general en el Gayarre, hacía un poco más de medio siglo.
CAPÍTULO XXII
EL JUEGO DE PELOTA
El deporte más antiguo de
Fitero es el juego de pelota. Data del siglo XVI; pero aclaremos que la pelota
de entonces no era la de hoy, sino la pelota
gruesa de viento, que era una especie de balón, y se jugaba sin pared, como
sus derivados el tenis inglés y los juegos de plaza libre, como el de Largo y el de Rebote. El juego de ble o
de frontón no se introdujo hasta el
siglo XVIII, construyéndose los primeros frontones de la llamada pelota vasca,
en los Alduides (1853) y en Baigorry (1857): localidades francesas de la Baja
Navarra.
En el siglo XVI, la
afición al juego de pelota en Fitero era tan grande entre los vecinos como
entre los frailes, ocasionando no pocos desperfectos e incidentes, hasta el
punto de que el Abad, Fr. Ignacio F. de Ibero ordenó a la Villa, en 1609, que
nadie jugase a la pelota “fuera de la Plaza de la Orden, por ser calles
estrechas y se rompen tejas”. Pero no fue obedecido y se quejó contra varios
sujetos ante la Real Corte, la cual les impuso sendas sanciones. Con que, el
mismo año, se hizo un convenio entre el Monasterio y la Villa acerca de dicho
juego, abriéndose la calle Juego de
Pelota, que todavía conservaba este nombre en 1789.
El juego de pelota vasca
se introdujo en Fitero después de la exclaustración de los frailes,
utilizándose como frontón público, en un principio, la parte del antiguo
claustro conventual de la Plaza de las Malvas, adyacente al Arquillo, cuyos
arcos se taparon precisamente con tal objeto. A 1,30 metros de altura sobre el
suelo, se colocó una faja metálica que marcaba las faltas. Durante muchos años,
el piso era de tierra, cementándose en 1921. No era un frontón reglamentario ni
práctico, por tener la pared lateral a la derecha y no a la izquierda. Sin
embargo, allí se formaron numerosos y buenos pelotaris locales, como veremos
luego. En la segunda década del siglo actual, Eloy Andrés construyó un frontón
reglamentario, a la derecha de la entrada de la Plaza de Toros; pero no era
público, sino particular y solo duró hasta 1933. El Frontón Calatrava actual
fue levantado en 1927, con materiales procedentes de la demolición de la
vistosa azotea del Monasterio, inaugurándose en las Fiestas septembrinas de
dicho año. Sus dimensiones iniciales fueron 25,50 metros de largo, 9,50 metros
de ancho, 11,60 metros de alto, 3 metros de contracancha y un buen espacio
lateral y trasero para el público. En 1968, fue agrandado y mejorado, y en
1970, se inauguró todavía el frontón de la piscina Municipal.
Por el Frontón Calatrava,
desfilaron, en los primeros años, sobre todo, durante las Fiestas de la Virgen
de la Barda, pelotaris profesionales y “amateurs” de renombre, como los
campeones nacionales a mano Atano III
(Mariano Juaristi), José Arriarán y Chiquito
de Azcoitia (Larrañaga); los también conocidos manistas, el Zurdo de Mondragón (Shanti Echeverría), Chiquito de Mallavia, Paco Arriarán, los
hermanos Vergara, los hermanos Arbizu, Zabaleta, Justo Dufour y otros.
En una ocasión, Larrañaga
compitió solo contra los tres mejores jugadores del pueblo, ganándoles el
partido. A continuación, un coplero aficionado le sacó este cantar:
Pata puerto, Barcelona
y para vinos, Jerez;
mas jugando a la pelota,
Larrañaga contra tres.
Pero vamos a ocuparnos,
aunque sea sumariamente, de los pelotaris locales más destacados de este siglo,
esperando que se nos dispense la omisión involuntaria de algunos que no han
recordado nuestros informadores. Al incluirlos en decenios, queremos decir que
sobresalieron principalmente entonces, aunque siguieran jugando muchos años
después.
En las dos primeras décadas de esta centuria, hubo
algunos jugadores a cesta, como Gervasio Alfaro y Alberto Pelairea; y también,
a pala, como Eladio Medrano, Isidoro Santesteban y José Luis Armas; pero la
mayoría fueron manistas, como el Rorra
(Leopoldo Martínez Preciado), el Tío Pela
(Cruz Yanguas), el Tudela (Juan Cruz
Díaz), el Murillo (Gregorio Muro), el
Pollo (Braulio Rupérez) y el Navarro (Dionisio Navarro).
Al terminar la Guerra
Europea de 1914-1918, se destacaron hasta 1930, el Lolo (Manuel Larrea); el Tián
(Sebastián Larrea), el Guarni
(Ricardo Pueyo), el Mandurria
(Esteban Fernández), Ricardo Burgos, los Carrascas
(Carmelo y Cesáreo Luis) y el Majo
(Ángel Yanguas).
De 1930 a 1940, la pareja
representativa de Fitero fue la del Marieto
(José María Jiménez) y el Teto
(Florencio Martínez), sobresaliendo asimismo el Guerra (Félix Martínez), el Rompo
(Agustín Pérez), el Evaristo
(Evaristo Martínez), el Chatillo
(Fernando Martínez) y el Duarte
(Pedro Duarte).
De 1940 a 1950, se
distinguieron Ángel Falces, Juan Díaz Larrea, José María Viscasillas Yanguas,
el Pichoncho (José María Jiménez), Francisco
Prada, el Palomilla (Jesús Atienza),
el Chelín (Jesús Fernández), Manuel
Gómez Yanguas, el Pachi (Francisco
Díaz), los hermanos Luis y Francisco Ochoa, el Macareno (José Millán), Fernando Luis y Juan Burgos.
De 1950 a 1960, se
destacaron los Carlotos (Luis y
Emilio Sáinz), José Calleja y Jesús Berrozpe.
Y aquí cortamos estas
listas, esperando que las complete algún futuro historiador del deporte
fiterano.
Añadamos, para terminar,
algunas curiosidades.
Los hermanos Carmelo y
Cesáreo Luis se convirtieron en jugadores profesionales de remonto, actuando
principalmente en San Sebastián y en Pamplona. En 1925, el Ayuntamiento
organizó en las Fiestas de la Virgen de la Barda, un partido espectacular, que
fue jugado por las parejas Carmelo Luis-Isidro Magaña y Ángel Yanguas-Esteban
Fernández. Ganaron los primeros por 25 a 20 tantos y el Ayuntamiento premió a
los vencedores con 6 duros (15 pesetas para cada uno). En los años 1942-1943,
acudieron al campeonato de Navarra en Pamplona Ángel Falces y Agustín Pérez; y
en 1944-1945, Ángel Falces y José María Viscasillas Yanguas. En 1967, Juan Díaz
Larrea y Jesús Berrozpe Muro ganaron el campeonato regional de Tafalla.
Terminaremos añadiendo
que, en los partidos del Frontón Calatrava, se cruzaban a veces numerosas
apuestas de dinero, aunque no cuantiosas, y que el principal apostador era el
Guerra (Félix Martínez).
CAPÍTULO XXIII
EL FÚTBOL
El fútbol fiterano solo
data de 1924, en que se fundó el CALATRAVA F. C., con el apoyo moral y material
del entusiasta animador, José Luis Armas, y de Miguel Yanguas Lozano, el cual
cedió temporal y gratuitamente el primitivo campo de juego, situado en el
terreno en que se levantó más tarde la factoría I. N. I. T. E. S. A. Otros
protectores iniciales fueron Ángel Francés, Manuel Pueyo y Pablo Larrea. El
club tuvo su domicilio social en la hojalatería del Cursia, calle de la Iglesia, número 2, donde está instalado
actualmente el comercio de Javier Falces. El capitán del equipo fue Ángel
Yanguas, Cruz y Victoriano Martínez, Manuel Alfaro Santesteban, José Burgos,
Jacinto Mesa, Tomás Ruiz de Mendoza Jr., Víctor Huarte (portero) y Carmelo Mustienes
(árbitro). Los jugadores del CALATRAVA compitieron, en numerosas ocasiones, con
los equipos de los pueblos más cercanos, siendo su partido más memorable y
accidentado el que jugaron en 1925 con el TURIASO de Tarazona: partido que ganaron
los fiteranos, en la misma ciudad, por 3 goles a 1. Los del TURIASO armaron ya
un escándalo al principio, porque el CALATRAVA llevó a dos jugadores tudelanos:
uno de ellos, Prudencio Remacha, el ferretero, y al perder, despidieron a los
fiteranos a pedradas. Pero la pedrea no debió ser muy fuerte, porque ninguno
volvió descalabrado. Tal triunfo exalto a los “hinchas” del equipo local, que
compusieron unas coplas, con este estribillo:
En Tarazona
hemos ganado.
Por tres a uno
hemos ganado.
En cambio, en Aguilar del
Río alhama, a donde fueron a inaugurar su campo, aunque también ganaron a los
de allí, fueron obsequiados con cena y baile.
A pesar de todo, el club
duró poco, pues entre la juventud fiterana no había cundido todavía el espíritu
deportivo, y al morir José Luis Armas, en enero de 1927, el CALATRAVA se
desmoronó en poco tiempo. Su escudo era de color rojo, con un balón de color
cuero en el centro; y su traje deportivo, pantalón corto azul y camiseta rayada
roji-blanca.
Al CALATRAVA F. C.
sucedió, hacia 1928, el ATALAYA F. C., fundado por el aparejador de obras,
Bonifacio Frías Moreno, el cual dibujó el escudo triangular de su equipo, que
representaba el monte de la Atalaya de Cascajos, con la cruz de su vértice. Su
traje era camiseta roja y pantalón azul. Su capitán fue Víctor Alfaro González
y los restantes jugadores, Javier Falces, Eugenio Sánchez, Secundino Andrés,
Jesús Muro, Carmelo Pina, Ángel Mustienes, Carmelo Escudero, José María Pina,
Jesús Jiménez, Serafín Magaña Huete, Castor Ruiz de Mendoza y Amador Maculet.
También el ATALAYA tuvo una vida efímera, pues su equipo empezó a utilizar sin
permiso el mismo campo del CALATRAVA y un día se lo encontraron labrado.
Entonces convinieron con los propietarios en pagarles una renta anual
anticipada de 60 pesetas. Pero como el número de socios no llegaba a la
veintena y andaban más que escasos de dinero, al tercer año no pudieron pagarla
y, un buen día, les quitaron los marcos de las porterías y feneció el ATALAYA.
El único recuerdo curioso que queda de él fue el grito de Amador Maculet:
“Déjame, que llevo botas”, pidiendo que le dejasen lanzar un tiro de penalti,
porque los demás llevaban alpargatas.
A continuación, hacia
1932, reapareció el CALATRAVA F. C., iniciando su segunda etapa. Fue su promotor
Amadeo Andrés (portero) y lo formaron con él los defensas, José Ochoa Grávalos
y Joaquín Mustienes; los medios alas José Huarte, Castro Ruiz de Mendoza y José
María Pina; los extremos derecho e izquierdo, Luis Jiménez y Florencio Jiménez
Carrillo; el delantero centro y capitán, Cándido Pina; los delanteros derecho e
izquierdo, José María Jiménez y Domingo Calleja; y el segundo portero, Cirilo Andrés.
Tampoco tuvo vida larga, pues estalló la Guerra Civil de 1936-1939 y el equipo
se disolvió.
La tercera etapa del
CALATRAVA F. C. empezó en las postrimerías de la Guerra, de una manera lánguida
y decadente, y en ella figuraron José Andrés Yanguas, José Andrés Calleja,
Francisco Magaña, Miguel Mesa, los hermanos Ciriaco y Félix Guarás, Rafael
Urbano, Ignacio Bermejo, Jesús Marco y Ramón Yanguas. Este último se rompió una
pierna en Fitero, en 1938, al jugar un partido con el VEGETARIANO de Tudela.
El CALATRAVA F. C. conoció
una etapa más interesante –la IV- entre 1944 y 1950. Figuraron en sus equipos
Ángel Falces, los hermanos José y Marcos Artal, Ramón González, Cirilo Alfaro,
Nabor Fernández, Jesús Fernández Gracia, los hemanos Jesús y José Ángel Yanguas
Jiménez, José María Viscasillas Yanguas, los hermanos Cirilo y Andrés Yanguas,
Fernando Luis, Miguel Yanguas Bermejo, Carmelo Fernández, Juan Burgos, Félix
Zapater, Jesús Fernández Berrozpe, José Muro, José María Martínez y los
hermanos Francisco y Enrique Díaz. Jugaron numerosos partidos en Corella,
Cascante, Monteagudo, Tudela, Pamplona, etc. a los que eran trasladados en el
camión de Felipe Forcada. Por cierto que en Pamplona sufrieron el más serio
descalabra, pues habido salido de Fitero a las cuatro de madrugada, para jugar
a las once, se encontraron con que el campo estaba completamente encharcado y,
como ellos habían jugado siempre en campo seco, fueron derrotados por 7 a 0.
Por fin, el CALATRAVA F. C. desapareció al comienzo de la década de los 50,
sufriendo un eclipse de 20 años.
Sin embargo, la afición
local, que parecía definitivamente muerta y enterrada, resucitó en 1970, con la
constitución del C. F. CALATRAVA-INITESA. Fue organizado por Emilio Latorre
Bayo. El primer capitán de su equipo fue Ricardo Conde; su primer entrenador,
Salvador Azagra; y su primer presidente, Blas Gonzalvo. Esta vez la cosa marchó
sobre ruedas, gracias por una parte, al apoyo de INITESA, que les regaló los
equipos de vestuario y material deportivo, les señaló una subvención y los
trasladaba fuera del pueblo en sus furgonetas; y por otra parte, gracias al
apoyo del Municipio que cró el campo del Olmillo, cuyas dimensiones
aproximadas, incluyendo las instalaciones, son de 100 x 130 metros; es decir, de
unos 13.000 metros cuadrados. El 17 de septiembre de 1971, se inauguró este
campo de fútbol, con un partido que jugaron el equipo titular del C. V.
CALATRAVA-INITESA y el OSASUNA-VETERANOS de Pamplona. Para amenizar el
espectáculo, subió hasta allí la Banda Municipal, en un remolque arrastrado por
u tractor. El equipo fiterano estuvo formado por Manuel Garraleta, portero;
Javier González, Carmelo Aliaga, José Yanguas y Evaristo Pardo, defensas;
Ricardo y Jesús Ángel Conde y Jesús Bozal Alfaro, medios; Jesús Berrozpe,
delantero centro; Ramón Francés y José Ignacio Hernández, extremo derecho e
izquierdo. Ganó el OSASUNA por 5 a 2 goles; pero, en el mismo año, el C. F.
CALATRAVA-INITESA jugó en la Tercera Regional, quedando sub-campeón; y en la
primavera de 1972, quedó campeón de la Segunda Regional, al derrotar al
CORELLANO en el Olmillo, por 4 a 1. A la sazón, contaba el Club con 290 socios,
que pagaban una cuota individual anual de 200 pesetas.
CAPÍTULO XXIV
LA HALTEROFILIA
La Sección de Halterofilia o levantamiento de pesos fue organizada, a comienzos de 1970. Su promotor fue el empleado de INITESA, Carlos Fantova, record de Aragón en el lanzamiento de jabalina, el cual tomó parte, en 1971, en el campeonato de España. La primera competición de halterófilos en Fitero tuvo lugar en el Frontón Calatrava, el 31 de enero de 1971, y en ella tomaron parte dos levantadores fiteranos de pesos: Manuel Fernández Largo, en peso gallo, y José Luis Pérez Falces, en peso pluma, obteniendo ambos esos días el título de records de Navarra. El 19 de marzo del mismo año, tomaron parte en otra competición los dos anteriores y José Luis Tovías, el cual batió el record de Navarra en las tres modalidades: fuerza, arrancada y dos tiempos; y así mismo José Luis Fernández, que batió el record de fuerza. De manera que, en ese año, C. CALATRAVA-INITESA DE HALTEROFILIA quedó campeón de Navarra por equipos.
En 1972, los halterófilos fiteranos figuraban ya en primera posición, en la Liga de Halterofilia por Equipos, habiendo tomado parte en competiciones celebradas en Zarauz, Bilbao, Sangüesa, Fitero y Murchante, además de las de la Liga.
En 1973, continuaron en dicha Liga y realizaron competiciones interclubs con el HELIOS de Zaragoza, la sección de Álava y Logroño, el ANAITASUNA y el BETI-GAZTE, quedando de nuevo campeón el de Fitero.
En 1974, tomó parte en 9 encuentros y se proclamó campeón de Navarra, por cuatro veces consecutivas; y en 1975, en 13, q uedando campeón de Navarra por quinta vez. A la sazón, ocupaba el XVI lugar de España entre más de 80 clubs españoles de Halterofilia. Se sostenía con las cuotas de sus socios, que eran 46 y pagaban 250 pesetas anuales. Por otra parte, INITESA les daba una subvención mensual de 2000 pesetas y asimismo los subvencionaba la Federación Española de Halterofilia, según la labor realizada durante el año. Desde los comienzos, el Ayuntamiento les había cedido gratuitamente el gimnasio situado detrás del Frontón Calatrava, que ellos se encargaron de ampliar y acondicionar.
A los halterófilos citdos hay que añadir, entre los primitivos, a Miguel A. González, José A. Yanguas y Miguel A. Berdónces, quien participó en los campeonatos nacionales de 1976-77-78; y entre los posteriores, a Santiago Sáinz, Manuel Aliaga, Juan J. y José F. Nadal, y José I. Bermejo, el cual obtuvo el V lugar en Zaragoza, en el I Campeonato Infantil de España en 1979. José Luis Pérez Falces no sólo es´entrenador local, sino nacional, habiendo obtenido en Ponferrada la medalla de bronce de España en 1977.
Los halterófilos fiteranos han competido ya incluso en el extranjero (Francia y Portugal).
OTRAS MODALIDADES DEPORTIVAS EN FITERO
Mencionamos, para terminar, las novísimas modalidades de cultura física que han aparecido y se cultivan ahora en Fitero: 1) Deporte Escolar –fútbol, baloncesto y balonmano- a cargo de los profesores José Luis Alfaro y Francisco del Campo; 2) la Gimnasia Rítmica y Deportiva, cuya entrenadora es la señora Elisabeth Moreno; 3) la Subida automovilística a Valdeza, iniciada en 1974 y organizada anualmente por Ángel Melero; 4) el Futbito, iniciado en 1981; 5) la Natación recreativa en la Piscina Municipal, la cual fue inaugurada el 1 de junio de 1970 y está dotada de dos albercas: la mayor, de 25x13x4,5 metros, para adultos de ambos sexos; y la menor, de 6,5x4,5x0,80 metros para niños y niñas.
II PARTE
TEMAS VARIOS
CAPÍTULO I
EL MAESTRO COMPOSITOR FITERANO,
LORENZO LUIS YANGUAS
Lorenzo Luis Yanguas (1882-1946).
Semblanza
Lorenzo
Luis Yanguas [1]
nació en Fitero, el 5 de septiembre
de 1882 [2],
en la calle Mayor, nº 49, y fue bautizado, al día siguiente, por el
párroco Fr. Joaquín Aliaga [3],
en la iglesia de Santa María la Real. Fueron sus padres Agustín Luis y Petra
Yanguas, naturales asimismo de Fitero; y sus padrinos, Blas Llorente y Lorenza
Igea. Sus abuelos fueron igualmente fiteranos, a excepción de su abuela
materna, Paula Fadrique, que era de Igea (Rioja). Su padre era campesino y
cultivaba algunas tierras en renta, mientras que su madre atendía a una taberna
propia, por lo que la llamaban Petra la Tabernera. La familia se componía de
cuatro hijos (entre ellos, Lorenzo) y tres hijas. Lorenzo acudió algún tiempo
a la escuela de párvulos, alcanzando todavía al primer curso de la recién
establecida de las Hermanas de la Caridad de Santa Ana; y al siguiente año,
1888, pasó a la Escuela Primaria, regida, a la sazón, por el maestro titular,
don Blas Bozal.
La
primera ocupación de Lorenzo fue naturalmente el campo, llegando a ser un buen
podador de viñas y de árboles frutales.
Sus primeros pasos
musicales.
Aprendió
solfeo con el organista de la Parroquia, don Angel Muro, natural de Corella,
quien hacia 1908, se marchó a vivir a San Sebastián; y le enseñó a tocar el
clarinete el entonces Director de la Banda Municipal, Cosme Fernández (el Tío Camilo), que era un buen
clarinetista y lo incorporó a su Banda.
El servicio
militar.
A
Lorenzo le tocó cumplir el servicio militar, que duraba entonces tres años, en
Burgos, donde fue asistente de un Comandante de la guarnición, aficionado a la
música, el cual, al darse cuenta de las aptitudes musicales del joven, lo
incorporó a una Banda de Regimiento de la ciudad, en la que hizo rápidos progresos,
pues tenía verdadera vocación para la música, convirtiéndose bien pronto en
Músico Mayor. En agradecimiento, el primer pasodoble que compuso Lorenzo, se lo
dedicó a una hija del Comandante.
Su vuelta a
Fitero.
Lorenzo
ascendió en Burgos hasta sargento, pero no quiso «reengancharse», como se dice
en el argot militar, y al terminar el plazo del servicio, volvió a Fitero,
donde, poco después, sucedió a Cosme Fernández, en la dirección de la Banda
Municipal. Simultaneó este oficio poco lucrativo, trabajando, algún tiempo, en
la fábrica local de jabones, LA FAVORITA, situada en la calle de Lejalde;
ostentando la representación de la sociedad de seguros LA AURORA, de Bilbao y
por fin, explotando el café de la calle Mayor, nº 22, en cuyos bajos tuvo también
una tienda de instrumentos de Banda, de la Casa francesa, COUESNON et
Compagnie.
A
su vuelta del servicio militar, Lorenzo contrajo matrimonio con la hermosa
joven, María del Rosario Díaz Latorre, nacida en Fitero, en la calle del
Cogotillo Bajo, el 6 de octubre del año 1884. Fue hija de Vicente Díaz y de
María Esteban Latorre, ambos fiteranos, los cuales tuvieron tres hijas y un
hijo, siendo Rosario la mayor. Vivían en el nº 14 del Barrio Bajo, siendo
vecinos de mi familia, pues nosotros vivíamos en el número 10. Vicente Díaz fue, algún tiempo, chocolatero y
cultivaba tierras de su propiedad, mientras que María Esteban atendía a su
horno de pan, establecido en el nº 15 de la misma calle y al cual dedicamos una
composición festiva en verso y un comentario en prosa, en nuestro POEMARIO
FITERANO [4].
Un hombre
inteligente y bonachón.
Lorenzo
Luis fue, en los personal, un hombre simpático, ocurrente, bonachón,
inteligente y servicial. Tenía unos ojos chispeantes y, en su juventud, fue un
mozo gallardo, robusto y de buen ver. No creemos que llegara a tener nunca
verdaderos enemigos. Lorenzo y Rosario tuvieron 12 hijos, de los que cuatro
murieron en la infancia, sobreviviendo ocho: Carmelo, Joaquín (fallecido en
1959), Cesáreo, Julia, Celia, Félix, Angelita y Fernando. Carmelo y Cesáreo se
distinguieron, en su juventud, como pelotaris, con los sobrenombres de FITERO
I y FITERO II; y Angelita es una excelente pintora.
Un fiterano
cien por cien
Lorenzo era muy fiterano. Tuvo buenas ofertas
para dirigir bandas de música en Mallorca, Canarias y Fernando Poo (hoy Guinea
Ecuatorial), pero las declinó, porque no quería abandonar definitivamente el
pueblo. Fue un beneficio para Fitero y un perjuicio para él, pues, con su
talento musical y su actividad, hubiera triunfado en cualquier población
importante, como triunfó en Barcelona su contemporáneo y organista de Fitero,
Amado Urmeneta, conocido en la Ciudad Condal con el sobrenombre de «El Rey del
Pasodoble».
Su final
En
sus últimos años, Lorenzo tenía la costumbre de asistir a todos los entierros
de los vecinos, por lo que un bromista le dijo un día: - «Parece que te gusta
mucho subir la Costerilla. - Sí, pero no que me suban por ella
- ¿Y el día en que
te mueras, ¿qué? - Pues me agarraré fuertemente a la reja del Tío Silverio, y
a ver quién me mueve de allí».
(El
Tío Silverio —Silverio Escudero— era un herrero cuya fragua estaba en la
esquina derecha del comienzo de la Costerilla o Camino del Cementerio; y a la
izquierda de la puerta, tenía una ventana con una fuerte verja de hierro).
Por
supuesto, a la hora de la verdad, Lorenzo no se agarró a dicha reja. Murió a
las 5 de la mañana del 27 de julio de 1946, en la casa nº 25 de la
calle Mayor. Tenía 64 años. A sus funerales, celebrados al día siguiente, que
fue domingo, acudió una enorme concurrencia y, por descontado, la Banda
Municipal, que lo acompañó hasta el camposanto, interpretando marchas fúnebres
compuestas por él. En 1970, el Ayuntamiento de Fitero le dedicó una placa de
mármol, fijada en el frontis del quiosco de la música, en reconocimiento a sus
40 años de servicio, con la siguiente inscripción: «A Lorenzo Luis Yanguas,
compositor y director de la Banda de Música de este Ayuntamiento, en sentido
homenaje de su pueblo - Fitero, 14 de septiembre de 1970».
¿A cuántos fiteranos enseñó Lorenzo
gratuitamente música y a tocar algún instrumento de Banda? Sus más antiguos
compañeros nos han asegurado que a más de 200, entre ellos, y en primer lugar,
a sus propios hijos, pues Carmelo tocaba el piano; Joaquín, el saxofón;
Cesáreo, el trombón; Félix la trompeta, y Fernando, el fiscorno. Lorenzo
tocaba, como ya hemos anotado, el clarinete, pero conocía bien el manejo de
todos los instrumentos de Banda, sin lo cual no hubiese podido enseñárselos a
sus discípulos. Su Banda conoció altos y bajos, a causa de ciertas intrigas
caciquiles, pues se llegó a formar otra Banda, opuesta a la suya, la cual dejó
de ser, en algunos intervalos de tiempo, municipal, y hasta se le prohibió
tocar en ningún sitio de Fitero. Con todo, Lorenzo halló el medio de burlar,
una vez, esta absurda veda, yendo a tocar con su Banda al Juncal, en el término
de Corella, el día del Barranco, acompañándolo numerosa concurrencia de
fiteranos y de cirboneros, y hasta la Tía
Pirria (Francisca García), popular vendedora de chucherías.
Incluso
se llegó a dejarle en cuadro su Banda; pero él la repuso animosamente,
adiestrando a toda prisa a muchachos aficionados.
La
Banda de Lorenzo Luís alcanzó su apogeo hacia 1929, en que alcanzó a tener
hasta 23 músicos, formando un buen conjunto, que se permitía tocar
impecablemente no sólo música de baile, sino hasta fragmentos de zarzuelas y
operetas.
Entre
los músicos que figuraron, en diferentes épocas, en su Banda, se cuentan los
siguientes: Angel Aznar, clarinete; Anselmo Berrozpe, cornetín; Bautista
Yanguas, clarinete; Carmelo Igea, trompeta; Carmelo Luís, bombardino; Carmelo
Pina, clarinete; Celestino Yanguas, trombón; Cesáreo Luis, trombón; Cirilo
Díaz, requinto; Dámaso Gracia, bombo; Daniel Ayala, clarinete; Domingo Aznar,
clarinete; Doroteo Pina, bajo; Federico Lauroba, clarinete; Félix Magaña,
trompeta; Fermín Calleja, trombón; Fermín Escudero, saxofón; Fernando Escudero,
caja; Florencio Lauroba, cornetín; Francisco Jiménez, clarinete; Francisco Latorre,
platillero; Francisco Luis, bombardino; Higinio Magaña, bajo; Hermenegildo
González, platillero; Joaquín Luis, requinto; Joaquín Yanguas Aliaga,
clarinete; Joaquín Yanguas Jiménez, saxofón; José Aguirre, clarinete; José
Barea, clarinete; José Ochoa, trombón; José Falces, bajo; José Latorre Ochoa,
bombo; José Latorre Rupérez, saxofón; Juanito Atienza, fiscorno; Julio Díaz,
saxofón; Lorenzo Jiménez, trombón; Lorenzo Luís, clarinete; Luciano Hernando,
pifano; Luis Yanguas, caja; Manuel Aznar, trombón; Manuel Diaz, cornetín;
Manuel Yanguas, trombón; Manuel Zapater, trompeta; Mariano Fernández, fiscorno;
Miguel Latorre, cornetín; Nicolás Fernández, trombón; Pedro Barea, bombo;
Prudencio Aliaga, saxofón; Raimundo Fernández, clarinete; Román Jiménez, bajo;
Sixto Pérez, trombón; Tomás Aliaga, platillero; Vicente Acarreta, fiscorno;
Zacarías Pérez, platillero; Vidal Andrés, trompeta y algunos más que no
recuerdan nuestros informadores.
Lorenzo Luis era un director de Banda tan
activo como exigente; y con los aprendices torpes, a veces, algo rudo. Hacía
ensayos con su conjunto, ordinariamente nocturnos, todas las semanas del año.
Desde mediados de octubre hasta mediados de abril, solamente los miércoles y
sábados; y en los demás meses del año, todos los días laborables. Duraban
generalmente dos horas, con un descanso intermedio; y se realizaban en un
amplio recinto destartalado y frío, aledaño al Hospital, que caía justamente
hacia donde está instalado hoy el salón de estar [5]
de la Residencia San Raimundo. En el buen tiempo, durante los ensayos, se
llenaban de gente el antiguo trinquete y la Plaza de las Malvas; sobre todo, de
jóvenes que venían a bailar; y hasta de viejos, que venían a escuchar; de
manera que, por dentro, era una Academia de Música; y por fuera, una Academia
de Baile, gratuita y al aire libre. Con todo, en los descansos, el músico más
joven salía de la Academia, con una boina boca arriba en la mano derecha, en
la que una pequeña parte del público solía echar algunos cuartos y hasta alguna
perrilla (monedas de dos y de cinco céntimos). Estas monedillas iban a parar a
continuación al cajón de los maises de
la taberna del Tío Valija (Lucas
Frías), en la calle Mayor, pues los músicos invertían en vino el producto de la
recaudación. El Tío Valija les dejaba
un gran jarro de tiesto y un vaso tosco y pesado de cristal en el que,
formando previamente un corro, iban ingiriendo a continuación un vaso del
morapio, por riguroso turno. Si había bastante vino, solo consumían en el
descanso la mitad; y el sobrante, al final. A pesar de esta precaución, algunos
se enchispaban y salían cantando por el Arquillo la popular canción
borracheril: «Asunción, Asunción - echa media de vino al porrón». (Media era media pinta; o sea, alrededor
de medio litro).
Cuando
en la Academia iban a ensayar alguna pieza nueva, la interpretaba, en primer
término, Lorenzo solo, con su clarinete, cinco o seis veces; y a continuación,
lo hacía toda la Banda, ocho o diez.
Actuaciones
y remuneraciones
La
Banda Municipal tocaba dos horas por la tarde, todos los días festivos, en el
Paseo de San Raimundo, desde el Domingo de Pascua de Resurrección hasta el día
de la Virgen del Pilar (12 de octubre), colocando siempre Lorenzo el programa
que se iba a interpretar, en un cartel delante del quiosco. También actuaba en
todas las procesiones de la Parroquia. Si eran de las Cofradías, los cofrades
solían pagar a los músicos, hacia la tercera década de este siglo, alrededor de
20 pesetas, las cuales eran ordinariamente invertidas en preparar el sábado
siguiente, una gran sartenada con tropezones de todas las clases, que engullían
alegremente los músicos, en el antiguo trinquete adyacente al Arquillo. Si las
procesiones eran de la Parroquia, con asistencia del Ayuntamiento, como las del
Viernes Santo, del Corpus Christi y de la Virgen de la Barda, entonces corrían
a cargo del Municipio, el cual solía pagar anualmente a la Banda, en la citada
década, por todas sus intervenciones, unas 2.000 pesetas. Por supuesto, esta
cantidad había sido anteriormente bastante inferior, pues, en 1910, sólo le
pagaban 400 pesetas, según el Libro de Actas del Ayuntamiento de 1908-1912,
fol. 189, copiado por Serafín Olcoz Yanguas. Naturalmente el que más cobraba
era el Director: un 50 % más que los músicos.
En
un Libro de Cuentas de la Banda de
Lorenzo Luis, desde 1925 hasta 1943, que conserva y nos permitió consultar
su hija Angelita, encontramos numerosos y curiosos detalles sobre el
desenvolvimiento económico de aquélla, algunos de los cuales transcribimos a
continuación. En 1926, la Banda cobró por cada una de las procesiones de los
Jueves Eucarísticos, del Corazón de Jesús y de la Virgen del Carmen, 20
pesetas; por la de San Isidro, 15 pesetas, y por las dos de la Virgen del
Rosario (de la víspera y de la Fiesta), 50 pesetas. Ahora bien, en 1941,
percibió ya por cada una de las tres primeras, 100 pesetas; por la de San
Isidro, 75, y por la de San José, 60 pesetas. En 1927, se volvieron a uniformar
los componentes de la Banda, saliéndoles cada uniforme por 73,18 pesetas.
Anteriormente se habían uniformado en 1913, en que el Ayuntamiento concedió,
con tal objeto, a Lorenzo Luis un anticipo de 100 pesetas [6].
En 1928, se compraron los siguientes instrumentos: un par de platillos para
Zacarías Pérez, por 50 pesetas; un cornetín para Manuel Zapater, por 20
pesetas; y un clarinete nuevo, con su estuche para Raimundo Fernández, por 110
pesetas. Un atril de trombón para José Ochoa costó 1,75 pesetas. Los gastos de
la Banda en la fiesta de Santa Cecilia (22 de noviembre) ascendieron en 1925 a
214,85 pesetas; y en 1939, a 347,30, incluyendo 5 pesetas de la Misa. El
detalle de lo que comieron y bebieron en esta última fiesta, es el siguiente: 2
decalitros de vino, 16,55 ptas.; traer las garrafas y hacer (es decir comprar)
el vino 0,50 ptas.; 2 pollos, 22 ptas.; 2 ternascos, 80 ptas.; 2 gallinas, 30
ptas.; 3 botellas de coñac Fundador, 54 ptas.; sopa, 1 pta.; 17 kilos de pan,
14,45 ptas.; azúcar para el café de Alejo (del confitero Alejo Falces) 1 pta.;
verdura, 1 pta.; café, 8,80 ptas.; manzanas, 9 ptas.; huevos, 5 ptas.
garbanzos, 8 ptas.; 4 kilos de carnero, 28 ptas., y tocino, 4 ptas. En 1926, el
gasto de luz, durante los ensayos, a excepción del verano era de 3,93 ptas.
mensuales; y el alquiler del cuarto donde ensayaban, de 2 pesetas anuales. En
fin, como ya hemos anotado, al final de la década de los 20, el Ayuntamiento
pagaba a la Banda 2.000 pesetas anuales; pero en 1942, le pagó ya 5.445, en
trimestres de 1.361,25 pesetas.
Prestigio de la Banda de Lorenzo Luis
La Banda de Lorenzo llegó a alcanzar bastante
prestigio comarcal, por lo que era contratada para actuar en las fiestas de
diversos pueblos de Navarra y Rioja: Alcanadre, Aldeanueva de Ebro, Andosilla,
Arguedas, Buñuel, Cadreita, Caparroso, Carcastillo, Cáseda, Castejón,
Fontellas, Fustiñana, Lodosa, Mendavia, Murillo el Fruto, Ribaforada, Rincón de
Soto, Santacara, Valverde y algún otro. Hacia 1924, solían pagar a sus músicos,
en dicho pueblos, la costa y 5 pesetas diarias; y a Lorenzo Luis, 2,50 pesetas
más. Cuando los pueblos no estaban muy lejos, solían hacer el viaje a pié, con
alpargatas, alquilando un carro con toldo, para llevar los instrumentos. El
alquiler les costaba 12 pesetas hasta Alfaro o hasta Castejón. En el citado
Libro de Cuentas de Lorenzo, se anota que en 1927, la Banda percibió por su
actuación en las Fiestas de Alcanadre, Aldeanueva de Ebro y Lodosa 1.000, 900 y
1.380 pesetas respectivamente.
Anecdotario
de la Banda
Las anécdotas de estos viajes son numerosas y
pintorescas; pero vamos a contar solamente tres. Una vez, volviendo de
Valverde, de tocar en la Fiesta del Agua (13 de mayo) y estando todos los
músicos dentro del carro, desbarrancaron en la gran curva pendiente que hay a
la altura del km. 1,100 de la carretera de Hospinete y no se mataron todos por
milagro. El Tío Beato (Hermenegildo
González), que tocaba los platillos, al ser lanzado por delante, exclamó «Adiós
pa siempre, compañeros». Pero, por
esta vez, no fue derecho al cielo, como sin duda esperaba, por estar ya
beatificado, sino que cayó de bruces junto a un olivo. El Tío Aquilino (Aquilino Fernández), el hojalatero, se encargó de
estañar los estropicios metálicos de los instrumentos; y las mujeres de los
músicos restañaron a sus cónyuges los chichones y los cardenales, con salmuera
y con vinagre.
Otra anécdota tragicómica es la que les
ocurrió la primera vez que fueron a tocar a Alcanadre, para sus Fiestas de
mediados de agosto, allá por el año 1913. De tránsito por Corella y por Alfaro
e incluso ya dentro del tren, les dieron noticias poco tranquilizadoras acerca
del carácter desapacible de sus habitantes. No salió a recibirlos nadie y
habiéndoles recomendado en Fitero Valentín Gómez a un antiguo sargento,
apellidado Sánchez, con quien había hecho la guerra de Cuba, se presentaron en
la casa de su suegra, la Tía Paulilla, preguntando
por él. Esta, así como dos hijas que la acompañaban, se alborotaron al punto,
poniéndose a gritar y a llorar, llamando al tal Sánchez asesino, bandido,
criminal, etc., etc., pues resulta que había ahogado a otra de las hijas con la
que había contraído matrimonio. Esta escena dramática acabó de meterles el
miedo en el cuerpo. Se alojaron en la casa de un vecino, donde les prepararon
para dormir una habitación con cuatro camas, en las que se acostarían ocho (dos
en cada cama: Lorenzo con Nicolás Fernández, el Guindera con el Matro, etc.)
y los demás dormirían en la misma habitación en que cenaron, sobre colchones
echados en el suelo, retirando previamente al fondo de la misma, la mesa con
las sillas encima. Esta pieza estaba alumbrada por una bombilla pálida que
había que aflojar para apagarla, porque no funcionaba el conmutador. Pues bien,
apenas si habían cogido el sueño los de esta habitación, cuando Perico Barea,
soñando que lo estrangulaba el sargento Sánchez, se puso a gritar: «¡Auxilio!,
¡auxilio! ¡Que me matan!, ¡que me matan!». Los que dormían junto a él se
despertaron despavoridos y se arrastraron en las tinieblas hacia el lado
opuesto donde habían colocado la mesa y, al dar un empujón a ésta, se les
cayeron encima estrepitosamente las 15 sillas. Se asustaron de muerte. Perico
se calló y los demás, llenos de pánico, sin saber si lo habían matado de una
puñalada trapera, se apretujaron entre si, conteniendo la respiración. Y así
se pasaron la noche, hasta que, al amanecer, se dieron cuenta de que Perico
estaba sano y salvo y de que habían sido todos víctimas de una cruel pesadilla
del mismo.
Por
lo demás, las actuaciones de la Banda de Lorenzo cayeron muy bien a los
alcanadreños, los cuales los contrataron durante bastantes años sucesivos,
componiéndoles Lorenzo una jota titulada «¡Viva Alcanadre!». Por cierto que, en
otra de sus jiras al mismo pueblo, les ocurrió un percance bastante chusco. A
la sazón, todos los músicos calzaban alpargatas y, al recorrer a pie la
distancia que media entre la estación de ferrocarril y el pueblo, los
sorprendió un aguacero diluvial. En consecuencia, se les hincharon las suelas
de cáñamo de las alpargatas y tuvieron que recortarlas con navajas, para
seguir andando con ellas.
SUS OBRAS
Lorenzo
Luís no solo fue un excelente director de Banda, sino, ante todo, un notable y
fecundo compositor de música popular de baile. Tenía una facilidad
extraordinaria y componía bailables en cualquier sitio: en el café, en la cama,
en el campo, en la calle y hasta en
el retrete, como la jota titulada No
sabes dónde has nacido. Su música era sencilla, garbosa y pegadiza, y
abarcaba todos los bailes de la época, desde el vals y la mazurka hasta el
fox-trot y el one-step. También escribió alguna música seria, como marchas
fúnebres y religiosas, y varias piezas de concierto.
¿Cuántas
obras compuso en su vida? [7]
Nos han asegurado que pasarían del medio millar; y es muy probable, aunque no
hemos podido comprobarlo. En todo caso, hay un dato cierto y es que, desde 1909
hasta 1946 inclusive, en que murió, publicaba cada año, por lo menos, una serie
de una decena, lo que arroja ya una suma de 380 piezas; y si se agregan a ellas
las colecciones extraordinarias y las obras sueltas, sobrepasarán seguramente
el medio millar. Desgraciadamente se han perdido la mayor parte, y todas las
que quedan y otras de las cuales se conserva solamente el título y, a veces,
únicamente la letrilla, ascienden actualmente a cerca de un centenar y medio.
Sus
bailables lograron relativa difusión en España y en pueblos ultramarinos de
habla española, donde los introdujeron fiteranos emigrados, como el barbero
Máximo Torroba, en Filipinas, y el P. Agustino, Angel Latorre, en Venezuela.
Al principio, Lorenzo publicaba sus obras en
papel pautado, manuscrito por él solo, hasta que su hijo mayor Carmelo pudo
empezar a prestarle ayuda en esta penosa tarea: penosa, porque de cada pieza
tenía que hacer transcripciones adecuadas para todos los instrumentos de la
Banda: clarinete, bajo, cornetín, bombardino, etc. Más tarde, al aumentar su
clientela, las publicó siempre impresas, en cuadernillos apaisados de 22 x 15,5
cms., con el titulo genérico de EL RECREO MUSICAL - BAILABLES PARA GRANDES Y
PEQUEÑAS BANDAS. Las coleccionaba en series anuales, que empezaban casi siempre
con un pasodoble y terminaban con una jota. Sus principales casas editoriales
fueron las siguientes: Litografía e Impresión de Música de Joaquín Mora, calle
Aragón, 217, Barcelona; Ediciones Nosk, San Sebastián; Ediciones de Música
Zabalza, Pasaje del Crédito, 8, Barcelona; Imprenta Catalán, Corella;
Impresiones Musicales V. Zabalza, Artajona, y Ediciones de Música Willy, calle
Mallorca, 131, Barcelona. En sus comienzos de compositor, el Ayuntamiento de
Fitero, dándoselas de mecenas filarmónico, acordó en la sesión del 18 de
diciembre de 1912, dar a Lorenzo 25 pesetas, «por la composición de piezas
musicales» [8].
Las
Series anuales completas de sus obras que hemos visto, pertenecen a los años
1916, 1918, 1925, 1932, 1934, 1940, 1942 y 1946. También hemos tenido en
nuestras manos las Series Extraordinarias FLORES DE MI TIERRA, con 12 piezas, y
RAMO DE CLAVELES, con 10, así como algunas piezas sueltas, publicadas
aisladamente, como el pasodoble Caparroso
a Rada y el capricho ¡Viva Galicia!
En
un principio, cuando Lorenzo hacia sus primeras series a mano, vendió algunas
de cinco piezas, a 4,50 pesetas; pero, al parecer, desde 1912, empezó a vender
a 12,50 pesetas, las de ocho y diez piezas, manteniendo este precio, por lo
menos, hasta 1934, según hemos podido comprobar. Desgraciadamente, en las
Series Anuales, falta, a veces, el precio; y en las Extraordinarias, el año.
Todavía es más raro que consigne la tirada, la cual en la Serie 1946 fue de 250
ejemplares. La máxima tirada de una pieza suya fue la del pasodoble Caparroso a Rada, pues se imprimieron
1.500 ejemplares para Banda y otros tantos para piano. Su precio era 3 pesetas
el ejemplar, y le produjo a Lorenzo un beneficio neto de 5.000 pesetas, el cual
no estaba del todo mal para el año 1926. Con cierta frecuencia, sus obras
llevaban alguna letrilla cantable del mismo Lorenzo Luis, del notable poeta
regional, don Alberto Pelairea o del vecino Eladio Pina, «bersolari» campesino.
Entre las obras de que tenemos noticia, figuran 37 pasodobles, 15 jotas, 13
valses, 11 marchas, 10 fox-trot, 9 mazurkas, 8 polkas, 7 tangos, 7 schotis, 5
dianas, 4 habaneras, 2 danzones, 2 rumbas, 2 rancheras, 2 potpourris, 2 piezas
religiosas, 1 pericón, 2 pasacalles, 1 one-step, 1 corrido, 1 capricho, 1
serenata, 2 canciones y 1 obra teatral.
Lorenzo
Luis tenía la costumbre de poner a menudo a sus piezas títulos alusivos a las
personas y cosas de Fitero, y, a veces, de otros lugares. Las personas eran, de
ordinario, jóvenes de su época, las cuales son ahora personas bastante mayores
o fallecidas. Con la ayuda de nuestros informadores, hemos logrado identificar
a no pocas; pero no a todas. Así, pues, paras finalizar este estudio
bio-bibliográfico, vamos a consignar por grupos homogéneos los títulos de
todas las obras de Lorenzo de que tenemos noticia, antes de que acaben por
perderse, añadiendo las notas aclaratorias que hemos recogido sobre bastantes.
PASODOBLES
EL FITERANO: Se
publicó el día del Corpus Christi, en el concierto celebrado en el Paseo de San
Raimundo, de 5 a 7 de la tarde, el 6 de junio de 1912.
EL VOLAPIE: Se
publicó en la Serie 1918 y era una alusión al famoso matador de toros y gran
volapiecista, Vicente Pastor, que venía todos los años a los Baños de Fitero y
se cortó precisamente la coleta en 1918.
A ORILLAS DEL
ALHAMA: Data de 1925 y lo dedicó Lorenzo a Eusebio Díaz (el Botero), el día de
San Juan Bautista, en que la Banda Municipal fue a tocar, por la tarde, en la
finca que tenía Díez en la Mina, a orillas del Alhama. En agradecimiento, Eusebio, que criaba vacas
lecheras, regaló a Lorenzo toda la leche que se consumió en su café, el
siguiente día festivo.
CAPARROSO A RADA. Data
de Febrero de 1926, a raíz del primer vuelo directo de España a la Argentina,
realizado en el hidroplano PLUS ULTRA, por los aviadores Ramón Franco, Julio
Ruiz de Alda, Juan Durán y Pablo Rada; éste último caparrosino y mecánico del
avión. Ya hemos anotado el éxito que tuvo esta pieza, editada a todo lujo por
la Litografía e Impresión de Música de Joaquín Mora, de Barcelona, con un
retrato de Rada en la portada. En realidad, era un himno-pasodoble, con letra
de don Alberto Pelairea, que comenzaba con esta estrofa:
Por
Pablo Rada, un cantar,
todo
amor y patriótica fue,
pues,
por su audacia sin par,
Caparroso
afamado se ve.
Y terminaba con esta otra:
Todo
Caparroso,
hecho
verso y oración,
por
Navarra y por España,
alce
a Dios el corazón.
JESUS-MARI: Dedicado al primer
nieto de Lorenzo, Jesús María Luis Arreytunaindia, en 1942.
FITERO A
VILLALTA: Data de 1927 y fue estrenado en el concierto celebrado por la mañana,
en el Paseo de San Raimundo, el domingo, 30 de octubre de dicho año, con motivo
de la fiesta organizada en honor del matador de toros, Nicanor Villalta, quien,
aquella tarde, toreó dos novillos, en la Plaza de Toros de Fitero, a beneficio
de los pobres del Hospital [9]
local. Para este pasodoble escribieron letras, con cuatro estrofas cada uno,
don Alberto Pelairea y Lorenzo Luis. La de don Alberto comenzaba así:
Es Villalta, en
este día,
hombre bueno y
gran torero,
que todo su arte
envía
a los pobres de
Fitero. [10]
A su vez, la de
Lorenzo Luís lo loaba de este modo:
A
Villalta le cantamos
agradecido este
pueblo.
Este rasgo de
nobleza
en la vida
olvidaremos.
AL QUIEBRO:
Pasodoble torero, publicado en la Serie 1932. Es probable que se refiera al
banderillero Escolástico Mendoza (Escola), que vino muchos años a las corridas
de la Virgen de la Barda y ejecutaba muy bien la suerte de banderillas al
quiebro. Su oficio propio era el de puntillero de Matadero Municipal de
Zaragoza.
¡ANGELINES, QUE
OJOS TIENES!: De la Serie 1934. Aludía a la Srta. María de los Angeles Pérez
Albizu, una esbelta y guapa joven de Burguete, que venía a pasar temporadas en
casa de su tío, don Tomás Ruiz de Mendoza, farmacéutico, a la sazón, de Fitero.
EL TOLEDANO: De la Serie 1934.
EL RODELA: Sin fecha. Fue dedicado a Baltasar Gracia,
apodado el Rodela, que era aficionado a la música.
EL POBRE
NICOLÁS: Sin fecha. Dedicado al trombonista de su Banda, Nicolás Fernández.
FELINES: De
la serie “Flores de mi Tierra”, sin fecha, dedicado al niño, Félix Aliaga
Sáenz, hijo de Julio y de Conchita. Actualmente es un acreditado farmacéutico
de Pamplona.
LAGARTO: Sin
fecha. Se refería a una marca de jabones que fabricaba, a la sazón, en San
Sebastián la empresa industrial Lizariturri y Rezola. Este pasodoble
publicitario fue de los que proporcionaron más dinero a Lorenzo, pues, además
de la partitura para Bandas, se vendió también en discos. Tenía una letrilla,
una de cuyas estrofas decía:
Si lavas con el
Lagarto,
su espuma te
exhalará
perfumes de los
jardines
que tiene San
Sebastián.
CLUNIA: Sin
fecha. Se refería a la fiesta que celebran los cerveranos, nuestros vecinos de
la Rioja, el lunes de Pascua de Resurrección, en conmemoración de la traída de
agua potable a su ciudad, desde Clunia, antigua fortaleza y población romana,
situada entre Cervera y Aguilar del Río Alhama.
NOLASCO EL PESCADOR: Sin fecha. Dedicado al vecino
Nolasco Rupérez, que era muy aficionado a la pesca.
¡QUE GUAPA ESTÁS!: Sin fecha. Se
refería a Raimunda González (Mundi la
Tabernera) y tenía esta galante letrilla:
Con
el pelo ondulado, ¡qué guapa estás!
Antes eras bonita;
pero ahora más.
Todos los de
Fitero te lo dirán.
Con el pelo
ondulado, ¡qué guapa estás!
¡ARRIBA EL LIMON!: Sin fecha.
Tenía una letrilla que comenzaba así:
¡Arriba el limón!
¡Abajo la lima!
¡Ay limón, limón,
limón,
limonera de mí
vida!
MEDRANO SE CASA: Sin fecha: Se
refería a Manuel Medrano Octavio de Toledo, un solterón acomodado, ya madurito.
Tenía una letrilla, cuyo comienzo era el siguiente:
Medrano se casa
y será feliz.
La mujer de sus
amores
es hembra de gran
postín.
Pero no se casó con ésta, sino
con otra más humilde, pero más bonita, llamada Carmen Pueyo.
SAN SEBASTIAN
(Café-bar del Norte): De la Serie 1946. Llevaba esta dedicatoria impresa: «A
mis distinguidos amigos, don Tomás Celigüeta y Eduardo Urquía» y tenía una
letra, también impresa, de la que copiamos la primera estrofa:
Dicen que es San
Sebastián
una tacita de
plata;
y no existe otro
lugar,
donde la vida es
más grata.
VISCASILLAS: De
la Serie 1946. Fue dedicado al joven José María Viscasillas Yanguas, hijo del
organista de la Parroquia de Fitero.
PASO ADELANTE: De
la Serie «Ramo de claveles» (1916).
REMIGIO TORRÓ:
Sin fecha. De la serie «Flores de mi Tierra», lo mismo que EZCURDIA,
ignorándose en ambos casos a quién se refería.
PERFUMES DE MI
TIERRA: De la Serie 1925.
ECOS DE LA
MONTAÑA: De la Serie 1932.
¡VIVA LA GRACIA!:
De 1915. Sin duda, dedicada a una joven guapa desconocida.
EL 14 DE
SEPTIEMBRE, ¡VIVA LA EMPRESA!, CORRE QUE VUELA, ENTRADA EN MADRID y TODO POR
ESPAÑA: Sin fechas ni referencias.
ITALO, HIGINIO,
ALDO y ROBERTO: De la Serie 1940. Dedicados a otros tantos militares italianos
que anduvieron por Fitero, en aquella época.
RUFINA DE MIS
AMORES: De la misma serie. Al parecer, se refería a una joven fiterana de la
que estaba enamorada uno de los anteriores.
JOTAS
ROSITA: Se
estrenó el día del Corpus Christi de 1912, en un concierto celebrado en el
Paseo de San Raimundo. Rosita era la señorita gallega, Rosa Herrero Besada,
hermana del médico local don Miguel, a la que don Alberto Pelairea dedicó una
semblanza galante, en el nº 41 de la VOZ DE FITERO, del 12 de enero de 1913.
¡VIVA ALCANADRE!:
Data de la 2ª década del siglo actual. Tenía la siguiente letrilla:
Tengo
que ir a Alcanadre
a
beber su rico vino
y a
ver al pueblo más noble
que
en la Rioja he conocido.
FILVÁN: De la
Serie «Ramo de Claveles» (1916). Filván significa corte áspero o rebaba que
queda en el filo de una herramienta, después de afilada. Es probable que le
enseñase a Lorenzo esta rara palabreja el carpintero Patricio Alfaro o su hijo
Carlos, cuyo taller estaba próximo al café de aquel, aunque también pudo enseñársela
el afilador Luis Díaz. Y a alguno de ellos debió dedicar esta jota.
LA PILDORA DE
TOMAS: De la Serie 1925. Se refería al farmacéutico local, don Tomás Ruiz de
Mendoza. Ignoramos qué píldora sería ésa; mas, desde luego, no era la
anticonceptiva, porque no se había inventado todavía.
BAILA,
NICOLASA: De la Serie 1934. Se refería a Nicolasa Sainz cuyo verdadero nombre
de pila era María y no Nicolasa ni Colasa, como la llaman. En su juventud,
bailaba tan bien la jota que le hacían corro en el Paseo de San Raimundo.
EL RIEGO DE LA
VIÑA: Sin fecha. Dedicada a Eladio Pina el Hospinetero, del cual era la
letrilla, que comenzaba así:
Cuando su viña
regaba,
cantaba así el
regador:
El vino que da mi
viña
es de todos el
mejor.
LA MAÑICA: De la
Serie 1946. Se refería a la guapa joven Dolores González, hija del barrendero
municipal, Valentín González Bayo, apodado el Maño.
¡VIVA LA PEPA!:
Sin fecha. ¿A qué Pepa se refería: a su cuñada Josefa Díaz o a la vistosa moza,
Pepa Iñúñez Fernández?
LEJÍA
CASTEJONERA: Sin fecha. Se refería a la fabricada en Castejón por don Eloy
Tejada y actualmente por su hijo Eloy, con el nombre de «Lejía Nácar». Tenía
una letrilla que comenzaba de este modo:
Lejía castejonera
¡qué acreditada te
ves!,
pues te encuentras
por doquiera,
cuando lava una
mujer.
EL VINO DE
FITERO: Sin fecha. Su letrilla - probablemente de don Alberto Pelairea - era la
siguiente:
Es el vino de
Navarra
famoso en el mundo
entero
y su fama se
agiganta,
si es el vino de
Fitero,
porque con aguas
termales,
se riegan nuestros
viñedos.
NO SABES DÓNDE
HAS NACIDO: Sin fecha. Ya hemos anotado el origen cronológico de esta jota.
SUBE Y BAJA,
MARIA: De la Serie 1932.
LA PRIMAVERA: De
1918.
MERCEDES LA
MOLINERA: De la serie «Flores de mi Tierra». Se refería a la señorita Mercedes
Francés.
MARGARITA LA
MALLORQUINA: De la Serie 1940. Se refería a la primera mujer del militar
fiterano, Félix Gómez Fayos, la cual era, efectivamente, mallorquina y se
llamaba Margarita Bonnin.
VALSES
NO TE PRESUMAS:
De la Serie 1925. La presumida era la joven Nati González que, por entonces,
tenía de qué presumir.
TENGO UN YO-YO:
Sin fecha. Dedicado a su hija Angelita Luis, que bailaba muy bien este juguete.
Tenía una letrilla que comenzaba así:
Tengo
un yo-yo, tengo un yo-yo,
que
sube y baja, María.
Tengo
un yo-yo, tengo un yo-yo,
que
por nada lo daría.
LOS
BAÑOS DE FITERO: Sin fecha. Tenía una letrilla de don Alberto. Pelairea, que
comenzaba así:
Son
los Baños de Fitero
la cosa más
especial,
pues, por muy poco
dinero,
nos
curan de todo mal.
¿POR
QUE TE CORTAS EL PELO?: Sin fecha. Ignoramos a qué señora o señorita se dirigía
esta letrilla apostrofante y poco galante:
¿Por
qué te cortas el pelo,
sin
que te lo mande yo?
Con
el pelo te quería,
pero
sin el pelo no.
CARMELO:
Sin fecha. Dedicado a su primogénito Carmelo Luis Díaz.
MURMULLOS DEL BOSQUE: De la Serie 1918.
SOÑANDO EN TI: De
la Serie 1932 (Habría sido más correcto «Soñando contigo»).
INTUITO: De la
Serie 1934. Intuito significa vista, ojeada, mirada. (¿De dónde sacaría Lorenzo
esta palabra culta, desconocida en Fitero? ¿Y a qué aludía o a quién aludía?
Misterio).
ECOS DEL ALMA: De
la Serie «Flores de mi tierra».
VELADO: De la
Serie 1946. Debió ser el último vals que compuso Lorenzo y como un
presentimiento de su próxima muerte, pues su cadáver fue velado poco después.
¡MADRE, QUE VIENE
EL GAITERO!: Sin fecha ni referencia.
MAL TE VEO,
FELICIANO: De la Serie 1940. Ignoramos a quién se refería; pero si Lorenzo lo
veía tan mal, es que tal individuo era un infeliciano.
FADRIN: De la
misma Serie. Es un provincianismo que, en Valencia quiere decir, mozo, joven,
soltero; y en Cataluña, aprendiz aventajado de un oficio manual. ¿A quién se
refería?
MARCHAS
A) Fúnebres
¡POBRE MARI!:
Dedicada la muerte de su madre política, María Esteban Latorre, fallecida en
Fitero, el 17 de marzo de 1918.
A LA MEMORIA DE
JOSE LATORRE FERNANDEZ: Fue muerto en el frente de guerra de Sigüenza, el 20 de
septiembre de 1936.
¡POBRE LUIS!:
Dedicada a la memoria de su hermano Luis. Apareció en la Serie 1946; pero su
hermano había ya muerto, hacia tiempo.
DESCANSA EN PAZ:
Sin fecha ni referencia.
B) Militares
VALENZUELA: Sin
fecha. Dedicada al comandante don Manuel Valenzuela la Rosa [11],
cuñado del industrial fiterano, don Gervasio Alfaro [12].
Venía con frecuencia a veranear en Fitero, alojándose en la casa nº 35
de la calle Lejalde. Por esta pieza, regaló a Lorenzo una batuta de plata, con
su correspondiente estuche, la cual solo usaba el día de la Virgen de la
Barda.
COUESNON ET CIE:
Data de 1944 y fue dedicada a Mr. Couesnon, industrial de París, que fabricaba
instrumentos de música y remitía a Lorenzo, acuñados con la firma de la Casa,
los destinados a su Banda.
C) Religiosas
LA VIRGEN DE LA
BARDA: Marcha regular sobre motivos de las novenas de la Patrona de Fitero.
Fue publicada en la Serie «Ramo de Claveles de 1916».
SANTA ISABEL,
SANTA IRENE, LA VIRGEN DEL CAMINO: Sin fechas ni referencias especiales.
CORPUS CHRISTI:
Idem.
FOX-TROT
BELLEZA DE
ARANJUEZ: De la Serie «Ramo de Claveles» (1916).
EL IDEAL: De la
Serie 1918. «El Ideal» fue un antiguo baile de la calle Lejalde, junto a la
actual Casa Martiniano.
SONRIO Y LLORO:
De la Serie 1925.
LOS SUSPIROS DE
RAIMUNDA: De la Serie 1932. Se refería a su cuñada Raimunda Díaz.
JOAQUINILLO: De
la Serie 1924. Se refería a su primo Joaquín Latorre, actual baterista de la
Banda Municipal.
FÓCULO: Sin
fecha. Fóculo significa «hogar pequeño» y tenía una letrilla que comenzaba así:
Hogar pequeño
tengo,
nido de
ruiseñores,
y un amor
verdadero,
que son mis
ilusiones.
MELERO, PROCERO:
Son dos piezas de la serie «Flores de mí tierra, sin fecha ni referencias.
Melero significa «payo, campesino»; y prócero «prócer, alto, eminente».
SAN ANTONIO SE
OPONDRÁ: De la Serie 1940. Debía referirse a algún noviazgo o boda, pues es
sabido que San Antonio es, en España, el Santo casamentero; pero ignoramos de
quiénes se trataba.
LOS SECRETOS DE
SIXTO: De la Serie Especial Aromas y
Flores. Es claro que, tratándose de secretos, no hay nada que añadir.
MAZURKAS
DELICIOSA PALMA:
Se estrenó el día del Corpus Christi de 1912.
PRESENTACION: De
1923. Dedicada a la Srta. Presentación Sainz, que, en aquella época, tenía, en
efecto, una buena presentación y representación.
LAS CUATRO
PALOMAS: De 1924. Se refería a las cuatro guapas jóvenes Mariana Frías, María
Pérez, Mercedes Gracia y Rosario Yanguas, principales actrices de las funciones
teatrales que se representaban en el Colegio de las Hermanas de la Caridad de
Santa Ana [13].
GLORIA PURA: De
la Serie 1925. Sobre su referencia hay dos versiones [14].
Según una, Gloria Pura era la Sra. Pura Pérez, esposa del farmacéutico, don
Tomás Ruiz de Mendoza; y según otra, se refería a la hermosa joven tudelana,
Gloria Alba, casada recientemente con Luis Palacios Martínez Pelletier.
SUFRIENDO POR TI:
De la Serie 1928 ¿Quién sufría? ¿El mismo Lorenzo o algún otro vecino o vecina
que le encargó esta mazurka sufriente? ¿Y por quién?
DOFRINES: De la
Serie 1932. Dofrines es el nombre que se aplica a los montes de la cordillera
que recorre la Escandinavia de Norte a Sur, separando Suecia de Noruega. Pero
Lorenzo ¿no se referiría más bien a algún conocido, apodado o apellidado
Dofrines?
ISABELITA: De la
Serie 1934. Se refería probablemente a Isabelita Palacios Martínez.
¡AY, QUE
DISGUSTOS, DOLORES!: De la Serie 1940. Desde luego, los disgustos siempre van
seguidos de dolores.
¡NO ME OLVIDES,
POR FAVOR!: De la serie Aromas y Flores. Tal
vez, algún encargo para una enamorada o enamorado.
POLKAS
REMEDIOS:
Polka de cornetín, de la Serie 1918. Se refería a la Srta. Remedios Liñán, hija
del estanquero Santos, vecino del café de Lorenzo y una de las jóvenes más
vistosas de aquella época.
GUADALUPE:
De 1923. Dedicada a Guadalupe García, sirvienta de la familia de Lorenzo.
LAS MIRADAS DE
JOAQUINA: De la Serie 1934. La aludida era la joven Joaquina Andrés Vergara,
que, por lo visto, tenía unas miradas electrizantes.
CÚRBANA:
Polka de cornetines, de la Serie «Flores de mí Tierra». La cúrbana es un árbol silvestre de Cuba, muy oloroso y de flores
rosadas, que produce una canela inferior a la común. Como Lorenzo no era
precisamente un botánico, nos figuramos que le enseñó esta palabrería, así como
las de meleno, prócero y zamacueca, que
están en la misma serie, su vecino don Ramón Martínez Azcárate, apodado el Cubano,
aunque era asturiano, por haber vivido bastantes años en aquel país.
Residió algún tiempo en Fitero, antes de la Guerra Civil de 1936-39, en la
calle Mayor, nº 27; es decir, al lado de Lorenzo Luís. Tenía tres hijas muy
guapas, apodadas naturalmente las Cubanas.
MELSA: Pertenece
a la serie «Ramo de Claveles» de 1916. Melsa
significa flema, cachaza.
NO LO DUDES: De
la Serie 1925. ¿A qué y a quién se refería la duda?
NI MAS NI MENOS:
De la Serie 1932.
NO TIENES RAZON:
De la Serie Especial Aromas y Flores. Sin
fecha.
TANGOS
EL 606: Fue
estrenado el día del Corpus Christi de 1912 y dedicado al joven aprendiz de
escultor, Fausto Palacios, que ocupaba la habitación nº 606, en la Escuela
Salesiana de Bellas Artes de Sarriá (Barcelona).
DULCE ILUSION: De
la Serie «Ramo de Claveles» de 1916.
NO SEAS ZALAMERO:
De la Serie 1925.
ALBERTIN:
De la Serie 1932.
CALVERO: De la
Serie 1946. Calvero significa un claro entre pinares, y también, gredal.
DE LLEVARME EL
DIABLO...: De la Serie Especial Aromas y
Flores. Es el comienzo del siguiente dicho popular: «De llevarme el Diablo,
que me lleve harto». Es probable que lo compusiera Lorenzo, después de una
buena comilona y bebilona.
DE FLOR EN FLOR:
De la misma Serie. No creemos que se refiriera a ninguna cándida mariposa; sino
a algún frívolo mariposo.
SCHOTIS
JUANITO: Se
estrenó el día del Corpus Christi de 1912. Juanito era un joven gallego, cuyo
nombre completo era Juan Ignacio González López. Vivió unos pocos años en
Fitero y era un buen aficionado a la música y a la poesía. Tocaba la bandurria
y escribía versos románticos en LA VOZ DE FITERO, con el seudónimo de Juan de la Reina.
CUPLÉS DE DOÑA
FERMINA: Fueron estrenados en noviembre de 1915 y pertenecían al sainete lírico
Doña Fermina, con música de Lorenzo
Luis y letra de don Alberto Pelairea; pero su música no apareció impresa hasta
el año siguiente, en la serie «Ramo de claveles». Los cuplés, con música de
schotis, fueron cantados, en el estreno, por la Srta. Mariana Frías.
COSAS DE JULIO:
De la serie 1932. Se refería a Julio Martínez, un vecino corpulento y gotoso,
asiduo concurrente al «Mentidero de San Antonio», donde dirimía todas las
cuestiones, a fuerza de voces estentóreas.
NO ME QUIERES Y
ME BESAS: De la Serie 1934. ¿Quién sería esta prójima fingida y zalamera? O prójimo.
Vaya usted a saber.
RAMIRO DE MI
QUERER: De la Serie 1940. Parece que se refería a una bonita muchacha fiterana
que estuvo enamorada de un oficial italiano, llamado Ramiro; pero no se casó
con él. Así, pues, no aprendió a hablar el italiano.
FERNANDITO: De la
serie especial «Aromas y Flores». Dedicada a su hijo menor Fernando, nacido en
1930.
ASI SE BAILA: De
la misma Serie. Sin duda, se refería a alguna pareja de bailones castizos, como
los de La Bombilla, de Madrid.
DIANAS
LAS COSAS DE
HERMENEGILDA: De la Serie «Ramo de Claveles” de 1916. Se refería a la señora
Hermenegilda Díaz, de oficio colchonera; pero ignoramos qué cosas serían esas,
además del dedal, del hilo, de la aguja y de las tijeras. Las mujeres siempre
tienen secretos.
HIMNO A FITERO:
Sin fecha. Tenía una letra de don Alberto Pelairea que comenzaba así:
Porque
en el mundo entero,
no
hay un pueblo mejor,
alcemos
por Fitero
un
canto todo amor;
con
luz de sus campiñas
y
luz de amanecer,
con
verde de sus viñas
y
flores de mujer.[15]
ASOMATE, DOLORES:
Sin fecha.
GOTAS DE ROCIO:
De la serie 1946.
YA EMPIEZA LA
FIESTA: De la serie 1940. Ignoramos a qué fiesta se refería.
HABANERAS
HABANERA DE LOS
MUSICOS: De la Serie 1918. Se refería a los músicos de su Banda.
HABANERA DE DOÑA
FERMINA: De 1915. Su letrilla, escrita por don Alberto Pelairea y estrenada por
Mariana Frías, comenzaba de esta manera: «Cuba, - Cuba querida, - isla adorada, - playa florida, - Manigua amada, - por ti suspira - mi corazón»:
LA NIÑA DE LOS
CLAVELES: De la Serie 1934. Ignoramos a qué jovencita se refería.
REMEDITOS: De la
Serie 1940. Se refería a la Srta. Remedios Calleja Pérez, que era entonces un
lindo pimpollo.
PASACALLES
QUIQUE: De la
Serie 1946. Quique era un perro de
José Falces, bajo de la Banda Municipal, a quien acompañaba a todas partes,
menos a la iglesia,
SIGUE TU CAMINO:
De la Serie Especial «Aromas y Flores». Tratándose de un pasacalles, el
consejo no podía ser más sensato.
ONE-STEP
BETI-JAI: De la
Serie 1934. Beti-Jai significa en vasco «siempre de fiesta» y era el nombre de
un frontón de Logroño, en aquella época.
CORRIDO
LA LOMBRICINA
PELLETIER: Era un medicamento inventado por el farmacéutico local, don Fernando
Palacios Pelletier. Tenía una letra que empezaba así:
Si
quieren que sus hijos la salud conserven bien,
tomen
la Lombricina de Palacios Pelletier.
CANCIONES
CANCION HUNGARA: De 1915. La
cantaba Mariana Frías en «Doña Fermina» y
empezaba así:
Era una húngara
hermosa,
que hizo a su
raza traición
y que de huir de
los suyos
sentía la
tentación.
DEOGRACIAS: De la
Serie 1932. Deogracias Hernández era un tipo popular, por su carácter bohemio
y su lenguaje afectado. A un vecino que le preguntó de dónde venía, contestó:
«Vengo de dar agua a las sedientas cornúpetas» (unas vacas). Se casó tarde con
una forastera y las canciones o cuplés, impresos en la misma partitura de
Lorenzo, eran dos, referidos a él y a ella. El primero, atribuido a su mujer,
decía así:
Deogracias,
Deogracias:
enfermo debes
estar,
pues no me haces
caricias
y yo me voy a
enfadar.
El segundo, atribuido a él, era
un poco chapucero y no vale la pena reproducirlo.
CAPRICHO
¡VIVA GALICIA! (El amanecer): Sin fecha. Editado
aparte, con una buena ilustración en la portada.
SERENATA
HORAS DE PLACER: Sin fecha. Obtuvo
un segundo premio, en un concurso nacional de Bandas, celebrado en Valencia.
DANZONES
MARTINIANO
CASADO: Sin fecha. Dedicado a un popular tratante de ganado, cuyo recuerdo se
conserva todavía en la fachada de la que fue su casa, en la calle Lejalde, nº
30. Tenía una letrilla que empezaba así:
Es
Martiniano Casado
un
tratante emprendedor,
cuyos
ganados no tienen
jamás
trampa ni cartón.
CONSUELO: Sin
fecha. Su galante letrilla se refería a la bella joven Consuelo Jiménez Romano,
y empezaba así:
Consuelo
del alma mía,
cuando
te veo
tan
resalada y bonita,
yo
me mareo.
RUMBAS
ZAMACUECA: De la
serie “Flores de mi Tierra”. La zamacueca es la danza nacional de Chile, donde
la llaman abreviadamente “Cueca”; y en otros países, “Chilena” y “Marinera”.
MALDITA PENA: De la Serie 1946.
RANCHERAS
BAILA, JULITA: De
la Serie “Flores de mi Tierra”. Julita era su vecinita de la calle Mayor, nº
23, Julita Muro Val.
ASI ME PAGAS: De la serie
anterior. Ignoramos quién sería este mal pagador o pagadora.
POT-POURRI
MI-CHIVIN: Sin fecha. Chivín es
diminutivo de chivo. Tenía una letrilla que empezaba así:
¿Dónde
estará mi chivín?
Mi
papá me lo compró
y
yo no sé como fue,
pero
ayer se me perdió.
AIRES DE MI PUEBLO: De 1944.
PERICÓN
TODO PARA TI: De la Serie “Ramo
de Claveles” de 1916.
MUSICA RELIGIOSA
ROSARIO DE LA VIRGEN DE LA
BARDA: Sin fecha. Se interpreta todavía por la iglesia y por las calles, la
víspera de la Virgen de la Barda.
OBRA
TEATRAL
DOÑA
FERMINA: Sainete lírico, con libreto de don Alberto Pelairea, estrenado en
1912, por muchachas aficionadas de Fitero, en un escenario montado en el Paseo
del Colegio de las Hermanas de la Caridad de Santa Ana. Sus principales
intérpretes fueron las agraciadas jóvenes Mariana Frías, Mercedes Gracia,
Rosario Yanguas, María Pérez, Mercedes Francés, Engracia Yanguas y María Jesús
Armas. La obra fue repuesta en el Teatro
Gayarre por una Compañía profesional en 1915.
(Damos las gracias a nuestros
numerosos informadores y, en especial, a los antiguos componentes de la Banda
de Lorenzo Luis, señores Nicolás Fernández y José Latorre Ochoa; y a la hija de
Lorenzo, señora Angelita Luis).
CAPÍTULO
II
DOS
EPIDEMIAS HISTÓRICAS
El cólera
morbo fue la epidemia más terrible que atacó a europa, a lo largo del siglo
XIX. Antiquísimo en las Indias Neerlandesas, en Indochina y, sobre todo, en el
Indostán, donde existieron, hasta no hace muchos años, focos casi permanentes
en Calcuta, Allahabad, Madras y Bombay, solo era conocido vagamente en Europa
por las noticias de algunos viajeros.
Hasta que en 1830 lo introdujeron en Polonia las tropas zaristas,
enviadas por Nicolás I para reprimir la insurrección de Noviembre. De aquí se propagó sucesivamente a Moldavia,
Galitzia, Inglaterra, Irlanda, Francia, Portugal, Holanda, Bélgica y España,
ocasionando verdaderas hecatombes. Solamente
en Francia produjo más de cien mil víctimas.
El cólera
es una enfermedad endemo-epidémica, causada por un microorganismo, llamado bacilo vírgula (en términos técnicos, Spirillum cholerae o Vibrio comma), el
cual fue descubierto en 1883 por el famoso bacteriólogo alemán, Dr. Roberto
Koch.
España
fue atacada por tan nefasta epidemia, en cinco ocasiones de la centuria pasada:
en los años 1834, en 1855, en 1865, 1885 y en 1890. El más benigno fue este último, pues se
limitó a algunas localidades de Valencia, Toledo y Asturias, provocando escasas
defunciones. En cambio, los demás las provocaron a millares.
En
Fitero, el cólera causó verdaderos estragos en 1834, 1855 y 1885. Tenemos datos
precisos, aunque escasos, de los dos primeros, que sacamos de los Libros de la
Parroquia; y en cambio, más amplios y minuciosos del cólera de 1885, obtenidos
además de otras fuentes de información.
La
epidemia de 1834 duró, en nuestra Villa, mes y medio: desde el principio de
agosto hasta mediados de septiembre, y, en este intervalo ominoso, murieron del
cólera 172 personas, ascendiendo el total de defunciones de aquel año a 244,
contra 127, ocurridas el año anterior. La primera víctima fue una muchacha de
20 años, llamada María del Pilar Magaña Bermejo, fallecida el 2 de agosto; y la
última, otra joven de 18 años, llamada María Alfaro, la cual murió el 13 de
septiembre.
En el
Libro IV de Difuntos, folio 133, se lee esta curiosa nota de Fr. Santos Leoz,
Vicario, a la sazón, de la Parroquia:
“Aunque en el asiento de las partidas, desde
el principio de agosto hasta el día de la fecha, se advierta alguna
equivocación, y que están tergiversadas sus fechas, no deberá causar admiración
para lo sucesivo, teniendo presente que, en estos dos meses, acometió el cólera
morbo a este pueblo, y por los muchos que morían, ni se traían a la iglesia ni
las g entes cuidaban de avisar ni menos el obligarse, para después pagar los
entierros; por lo que fue preciso salir por el pueblo, preguntando casa por
casa quién había muerto; y a pesar de esta diligencia, no será extraño el que
algún difunto haya quedado sin asentarse,
Fitero y Octure 17 de 1834,
Fr. Santos Leoz, Vicario – Fr. Miguel Arellano,
Párroco.”
Téngase
en cuenta que, a la sazón, todavía ocupaban el monasterio los monjes bernardos.
El cólera
de 1855 invadió primeramente en España las costas mediterráneas, extendiéndose
por las de Barcelona, Alicante, Valencia y Murcia; a continuación, se propagó
por el interior del país, de donde salió finalmente para entrar en Argelia y
Marruecos, y emigrar, más tarde, a América del Sur, atacando al Brasil, a
Uruguay y al Ecuador.
En
España, fue el más mortífero del siglo. Sin embargo, en Fitero hizo menos
víctimas que la epidemia de 1834. En efecto, el total de defunciones de 1855
fue de 194, contra 73 del año anterior; pero sólo murieron del cólera 108: lo
que no deja de ser también una cifra respetable. La primera víctima fue un niño
de dos años y medio, llamado Nicasio González Ortega, que falleció el 29 de
mayo; y la última, un viudo de 55, llamado Juan Fernández Domínguez, que murió
el 22 de septiembre. Así, pues, la epidemia duró, esta vez, en nuestro pueblo,
cuatro meses. Los nombres y otros datos personales de los muertos constan en
los folios 440 a 455 del Libro correspondiente de Defunciones. A la sazón, los
monjes habían sido ya expulsados del Monasterio y regía la Parroquia el Cura
Ecónomo, don Joaquín Aliaga. También éste dejó escrita una nota en el folio
455, que dice así:
“En este año de 1855 que fina hoy, han
fallecido en esta parroquia 194 personas, según aparece de los números de las
partidas. La causa de haber sido tantos los difuntos ha sido el haber sufrido
en los meses, desde el 29 de mayo hasta el 1 de octubre, la epidemia del cólera
morbo asiático que ha reinado en la mayor parte de los pueblos de España,
causando muchísimas más víctimas que en este pueblo.
Fitero, 31 de diciembre de 1855.
Joaquín Aliaga, Cura Ecónomo.”
El cólera
de 1855 es el más conocido, pues sus estragos, tanto en España en general como
en los pueblos en particular, nos han sido relatados muchas veces por nuestros
padres y abuelos. “El año del cólera”
–nos decían, refiriéndose siempre al de 1855.
Esta vez,
la terrible epidemia, fue introducida en el país por un barco francés, surto en
el puerto de Alicante, acarreando la muerte de 150.000 personas, en números
redondos.
Ya en el
otoño de 1864, aparecieron numerosos casos de personas atacadas por el cólera,
en Nolvelda y unos pocos, en Elche; pero la epidemia no empezó a alcanzar
proporciones aterradoras, hasta fines de la primavera de 1885. El Gobierno mismo se creyó en el caso de
lanzar el grito de alarma a toda España, por medio de la Gaceta Oficial, revelando que, en solo el día 18 de Junio, se
habían presentado en Valencia y su provincia 277 casos, y ocurrido 115
defunciones; en Castellón de la Plana, 85 casos, con 43 defunciones; y en la
provincia de Murcia, 322 casos y 90 defunciones. En cambio, en Madrid solo habían aparecido
hasta entonces cinco casos.
Pero no
tardaron en ser invadidas, a su vez, Cataluña, Aragón y Castilla, manifestándose
principalmente en Tarragona, Zaragoza, Cuenca y Toledo. El 28 de junio, hubo en
toda España nada menos que 1.040 casos y 513 defunciones. Eso sin contar los
terribles focos de cuenca y de Murcia, de los que no se habían recibido todavía
noticias. Y el día 29, se presentaron en Aranjuez, solamente, 134 casos, todos
ellos gravísimos, ocurriendo 33 defunciones. Con tal motivo, el pánico en el
Real Sitio fue indescriptible, abandonando precipitadamente la villa todos los
vecinos de algunas posibilidades económicas.
Entonces
el joven Rey Alfonso XII, que era de
ánimo generoso y arriesgado, tuvo un magnífico gesto. Sin comunicar a nadie sus
intenciones, salió de incógnito del Palacio de Oriente, a las 7 de la mañana
del día 2 de junio, y acompañado de un solo ayudante, tomó dos billetes de
primera clase en la estación de Atocha y se presentó inopinadamente en
Aranjuez. Allí se dedicó a recorrer los hospitales y las casas de los
coléricos, prodigando a todos consuelo y ayuda, y ofreciendo su palacio del
Real Sitio, para departamento de convalecientes.
Aunque el
Monarca sólo había dejado una carta cerrada para su esposa, la Reina María
Cristina, en la que le daba cuenta de su viaje, con el encargo de que no se la
entregasen hasta que se hubiese levantado de la cama, todo Madrid se enteró,
pocas horas después, del gesto real. Un número extraordinario del diario El Correo se encargó de propagar la
noticia. Inmediatamente el Gobernador Civil de Madrid se presentó en Aranjuez,
en un tren especial, y en la sesión del Congreso de los Diputados, celebrada
aquella tarde, se levantó su presidente, don Práxedes Mateo Sagasta, dirigiéndose
a la Asamblea en estos términos:
“-Señores Diputados: S. M. El Rey está en
Aranjuez, adonde ha ido para luchar denodadamente con la muere. Ante este
nobilísimo rasgo de generosidad y de valor, únicamente se me ocurre dar un
entusiasta viva a S. M. el Rey.”
Todos los
diputados se pusieron en pie para corearlo y, levantando acto seguido la
sesión, se dirigieron a la estación del Mediodía, a esperar el regreso del
Monarca. Volvió, en efecto, al atardecer de dicho día, y el pueblo de Madrid le
tributó una ovación extraordinaria. Tan extraordinaria como merecida.
En tan
dramáticos momentos, el sabio médico catalán, Dr. Jaime Ferrán, descubrió su
famosa vacuna anticolérica, que representaba un remedio verdaderamente
providencial para atajar la terrible epidemia. Pero desgraciadamente la
indiferencia, cuando no la oposición ciega de las mismas autoridades, empezando
por el Ministro de la Gobernación, don Francisco Romero Robledo, unidas a la
ignorancia popular y a la suspicacia y al espíritu rutinario de no pocos
facultativos, frustraron el oportuno descubrimiento. Los patrióticos
ofrecimientos del Dr. Ferrán de vacunar gratuitamente a los albergados en los
asilos, a las Hermanas de la Caridad y a las familias pobres, no fueron tomados
en consideración; y como era de esperar, el mal, en vez de disminuir, tomó cada
día más incremento.
El cólera hizo su aparición en Fitero,
hacia mediados de agosto, y su primera víctima fue Juan de Mata González
Jiménez, que murió casi de repente el 19 de dicho mes. Vivía en el número 64 de
la calle mayor. Inmediatamente se propagó a las demás calles. Las más castigadas
fueron la de Palafox –antiguo Virrey de México-, con 16 víctimas; la calle
mayor, con otras 16; los Charquillos, con 11; la calle de San Juan, con 9; la
de la loba, con 8; y el Cogotillo Bajo, con 7. Pero ninguna se libró del azote,
pues las que salieron mejor libradas, como el Cortijo, Oñate, San Antón,
Patrona y Espoz y Mina, tuvieron cada una su víctima respectiva. La epidemia duró 41 días, haciendo un total
de 115 víctimas, de las que 48 fueron varones y 67, hembras. Como se ve, pues,
el cólera atacó mucho más a las mujeres que a los hombres; y por lo que se
refiere a las edades, se cebó sobre todo, con la niñez y la edad madura,
pereciendo 59 niños, ente los cero y los 15 años, y 25 adultos, entre los 30 y
60. La epidemia alcanzó su periodo álgido del 7 al 14 de septiembre, contándose
el día 7 otras tantas defunciones; el 10, cinco; y el 14, otras cinco. La última víctima del terrible azote fue una
infortunada casada, en la plenitud de su vida: Petronila Lavilla Álvarez, la
cual murió el 29 de septiembre de 1885, en la casa número 8 de la calle de San
Juan. Tenía 42 años,
Con tan tremenda
hecatombe, no es de extrañar que el número total de defunciones de aquel año
ascendiese a 203; es decir, a más del triple del promedio anual ordinario.
En tan terribles
circunstancias, no es difícil imaginarse cuál sería el estado de ánimo y el
aspecto de Fitero. Por supuesto, las Fiestas Patronales, que se celebran todos
los años en Septiembre, se suspendieron, las labores del campo quedaron
semiparalizadas, los Balnearios termales se despoblaron completamente y el
comercio sufrió un verdadero colapso. La
preocupación y la tristeza se pintaban en todos los semblantes, ya que nadie
estaba seguro de no ser llevado horas después al cementerio. Y en efecto, más
de una vez se dio el terrible caso de vecinos que la noche anterior, habían
estado reunidos a la puerta de una casa, tomando el fresco y comentando los
sucesos, y que al día siguiente, se enteraban, al levantarse, de que aquella
misma noche, había muerto uno ellos. Como el bacilo del cólera había sido ya descubierto,
dos años antes, por el célebre doctor alemán, Roberto Koch, y se sabía de
manera cierta que la enfermedad era de origen hídrico, los médicos
recomendaban, como medidas preventivas, el abstenerse de beber agua corriente, de
frutas aguanosas, sobre todo melón y sandía, y en general, de comer cualquier
clase de verduras en crudo. Semejante recomendación dio como resultado el que
aquel año, no se recogieran las frutas de los campos, lo que aprovecharon, en
mala hora, los mozalbetes inconscientes, para darse mortales banquetes.
Antes de que comenzara la
catástrofe, el Ayuntamiento de la Villa, imitando el ejemplo de otros lugares,
estableció un pequeño lazareto en la entrada del pueblo, instalándolo en la
casilla de la era del Tío Valito,
situada en la carretera de Cintruénigo.
Allí se detenía a todo el que llegaba por aquel sitio, sometiéndolo a
una fumigación obligatoria, como medida de precaución. Pero de nada sirvieron
tales fumigaciones.
Iniciada la mortandad, uno
de los problemas más angustiosos con que se encontró el Municipio fue el de
encontrar una persona idónea y valerosa, que se prestara a vigilar a los presuntos
muertos, en el depósito del cementerio, pues los coléricos eran trasladados a
este lugar, sin pérdida de tiempo, en un ataúd común, apenas daban señales de
fallecimiento. Ahora bien, enterrarlos antes de que pasasen las veinticuatro
horas era una verdadera temeridad, pues, en más de una ocasión, la muerte solo
era aparente y no real; y es bien seguro que, a pesar de todo, a se enterró
vivo, en toda España, a más de un desgraciado, en aquella época apocalíptica.
Pero, ¿quién era el
valiente que se iba a prestar, ni por todo el oro del mundo, a pasarse día y
noche, en semejante lugar y compañía.? Tanto más cuanto la terrible enfermedad
se presentaba con caracteres exteriores repugnantes y pavorosos: gran
descomposición del semblante, hundimiento de los ojos, vómitos violentos,
frecuentes diarreas albinas, calambres aparatosos, angustiosas asfixias, etc.
Así que huelga decir el aspecto poco agradable y tranquilizador que
presentarían las pobres víctimas...
Sin embargo, no faltó en
Fitero un vecino verdaderamente valiente, que se prestó espontánea y
desinteresadamente a tan macabra tarea. Fue el Tío Victorillo el Alvarilla;
mejor dicho, Victorio Jiménez Pascual, de quien ya nos ocupamos en nuestro Poema Fiterano. La escalofriante
anécdota que allí contamos (página 56) de que, una noche, lo sorprendieron
acostado tranquilamente dentro del ataúd municipal en el que transportaban a
los coléricos al cementerio, es completamente auténtica.
Para terminar, he aquí una
relación por calles y por sexos, de las víctimas de aquella tremenda hecatombe.
II
LA GRIPE DE 1918
La epidemia gripal de 1918
no fue tan terrible como el cólera de 1886, pero también dejó una larga cauda
de muertos en nuestro pueblo, así como en el resto de España. No se trataba de
una epidemia nueva, como creía el vulgo, sino antiquísima, puesto que había ya
azotado al mundo, en la Antigûedad y en la Edad Media, aun cuando los nombres
con que se la conoce: el francés grippe
y el italiano influenza, se remontan
solamente al siglo XVIII. En esta centuria, hubo ya en Europa una fuerte
epidemia gripal de 1780 a 1782. En el siglo XIX, la gripe hizo asimismo dos
apariciones en 1847-1848 y en 1889-1892; y en el actual, varias otras veces; en
1918, en 1957 (gripe asiática, que duró 180 días), en 1968 (la gripe de
Hong-Kong), en 1972, en 1975, etc. La más mortífera hasta ahora, en Europa, fue
la de 1019, pues produjo 20 millones de defunciones. Con toda probabilidad, fue
una de tantas consecuencias calamitosas de la Primera Gran Guerra de 1914-1918,
puesto que comenzó en el campamento americano de Furston, en marzo de 1918; es
decir, unos siete meses antes del histórico armisticio del II de noviembre de
aquel año.
En Fitero, el primero que
la sufrió, fue el autor de estas líneas, durante el mes de junio. Estuvo entre
la vida y la muerte unas dos semanas; pero, por fin, al cabo de más de dos
meses de convalecencia, logró salir con bien de aquel percance y hasta quedar,
al parecer, inmunizado contra una nueva acometida de la epidemia, según se vio
más tarde. Fue un caso aislado que nada tuvo que ver –así, al menos, lo
creemos- con la invasión generalizada de la gripe en nuestra Villa, tres meses
después.
La letal epidemia prendió
en Fitero, el 5 de septiembre de 1918 y se extinguió el 15 de noviembre,
durando, por lo tanto, 71 días. Recordamos que fueron diez semanas de angustia
y de terror, pues no sólo atacó a la gente de edad avanzada, sino que se cebó
principalmente en la joven y fuerte. A consecuencia de ella, sucumbieron 56
personas; con lo que la cifra de mortalidad ascendió, ese año, a un total de
107 defunciones, contra 72 en 1917; y 50 en 1019. En casi todas las calles hubo
muertos; pero las más castigadas fueron el Cogotillo Bajo (actual Pío XII), la
calle de Armas y la calle Mayor. La primera víctima fue nuestra abuela paterna,
Facunda Gómara Guarás de 77 años, fallecida el 5 de septiembre; y la de más
relieve, el párroco, don Antonino Fernández Mateo, quien murió el 13 de
octubre. Era oriundo de Corella y sólo tenía 53 años. Su fallecimiento fue
generalmente sentido, a causa de su bondad, de su celo y de su tacto.
Al día siguiente de su
muerte, es decir, el 14 de octubre, falleció asimismo su vecino y ayudante,
Cristobal Magaña Asensio, sacristán mayor de la parroquia, el cual tenía ya 72
años y vivía en la calle de la Patrona, número 1. Esta fúnebre coincidencia
causó una fuerte impresión en todo el vecindario y particularmente en nuestro
ánimo, pues nos honrábamos con su amistad. Otro tanto ocurrió con la
desaparición prematura de nuestro amigo, Juanito Atienza Ruiz, que ya había
muerto el 1 de octubre y cuya triste suerte evocamos en nuestro poema El Viático del Ojín, inserto en nuestro Poemario Fiterano (p. 82).
La última víctima de esta
epidemia fue una niña de 14 meses, llamada Natividad Berrozpe Martínez, que
vivía en los Charquillos, con sus padres.
Huelga anotar que, durante
este periodo, el vecindario estaba consternado y aterrado, pues, a veces, la
muerte era casi fulminante, expirando los atacados, a las pocas horas de
sentirse enfermos. Sin embargo, el pueblo tuvo cierto consuelo, en medio de su
angustia y de su dolor. Fue el de las muestras de abnegación y de solidaridad
que dieron la mayoría de los vecinos, en aquellos críticos momentos; sobre
todo, las Hermanas de la Caridad de Santa Ana, las cuales se prestaron
voluntariamente a asistir y cuidar a los atacados más necesitados, de día y de noche,
sin regatear sacrificios. Ni que decir tiene que el pueblo quedó sumamente
agradecido a la conducta ejemplar de estas beneméritas religiosas.
A título de curiosidad,
insertamos a continuación, un cuadro estadístico numérico, por calles, edades y
sexo de las víctimas de aquella epidemia. Las letras V, H, significan Varón y
Hembra.
Por consiguiente, el número de hombres
fallecidos fue 31; y el de mujeres, 25.
CAPÍTULO III
INVENTARIO DE LOS BIENES
DEL MONASTERIO DE FITERO EN 1835
En el primer tercio del siglo XIX, la Abadía de
Fitero fue suprimida tres veces, y reabierta, dos. La primera supresión tuvo
lugar en aplicación del R. D. del 18 de agosto de 1809, dictado por Mariano
Luis de Urquijo, Ministro de Estado de José Bonaparte, disponiendo la extinción
de todas las Órdenes Religiosas existentes en España, monacales, mendicantes y
clericales, y ordenando que sus individuos salieran de sus conventos, en el
plazo de 15 días; que vistiesen hábito clerical y que se estableciesen en los
pueblos de su naturaleza, donde percibirían una pensión. El motivo inconfesado
de tal disposición fue la adhesión masiva del clero, con pocas excepciones, a
la causa de la resistencia contra los franceses, así como el deseo de
apoderarse de sus cuantiosos bienes. Esta medida afecto en Navarra a 49 casas
religiosas, y entre ellas, a la de Fitero. A la sazón, era abad de la misma,
por segunda vez, Fray Martín Lapedriza, elegido para el cuatrienio de
1808-1812. Los monjes abandonaron el convento, el 18 de octubre de 1809; es
decir, dos meses después de publicada su expulsión. Sus bienes fueron
previamente inventariados, a fin de enajenarlos en beneficio del Estado; pero
su venta no pudo realizarse, a causa de la Guerra de la Independencia; y una
vez, concluida ésta, los frailes volvieron a instalarse en el monasterio, el 22
de julio de 1814. Desde la exclaustración no tenían naturalmente abad y éste no
fue elegido hasta que se reunió el Definitorio de la Orden en 1815 y nombró a
Fr. Roberto Aysa.
La segunda supresión se realizó en cumplimiento del
Decreto del 1 de octubre de 1820, votado por las Cortes constituyentes y
refrendado por el Ministro de Estado, Evaristo Pérez de Castro. Era una medida
de represalia contra los religiosos regulares, por la oposición manifiesta de
su gran mayoría de régimen liberal. En virtud de dicha disposición, se
volvieron a suprimir todas las Órdenes Religiosas y a nacionalizar sus bienes,
sacándolos a pública subasta. Por supuesto, se procedió a realizar previamente
un nuevo Inventario de los mismos, abandonando los monjes la Abadía, el 22 de
febrero de 1821; es decir, casi cinco meses después del citado decreto. Era
entonces Abad, Fr. Bartolomé Oteiza. El 29 de junio siguiente, se dictó una
Instrucción ministerial para la enajenación de dichos bienes, dando facilidades
a los compradores para pagarlos en diez plazos. Aparecieron no pocos
licitadores, y en Fitero, concretamente fueron comprados, en las subastas, los
Baños Viejos, el Trujal, el Batán, la Nevera y 13 de las casas del pueblo;
entre éstas, la de la Cárcel Vieja. Pero fueron desposeídos los adquirentes en
1823, no volviendo a tomar posesión definitiva de los mismos, hasta el año
1835.
Derribado el régimen constitucional por la
intervención armada francesa de los Cien Mil Hijos de San Luis, los monjes
volvieron de nuevo al Monasterio, el 28 de agosto de 1823.
Finalmente, la tercera y definitiva supresión tuvo
lugar en 1835, en aplicación del decreto de 11 de octubre de dicho año, dictado
por el primer Ministro, Juan Álvarez Mendizábal. En Navarra, la disposición
afectó, esta vez, a la Colegiata de Roncesvalles y a 7 conventos: los de
Fitero, La Oliva, Irache, Marcilla, Leyre, Urdax e Iranzu.
En esta ocasión, los frailes de Fitero abandonaron
para siempre su convento, el 21 de diciembre de dicho año; o sea, a los 70 días
de la promulgación del decreto de Mendizabal. Componían a la sazón, la comunidad
14 sacerdotes, 6 coristas y 1 lego. La abadía estaba vacante y figuraba al
frente de ella Fr. Antonio Echarri, en ausencia del Prior, Fr. Esteban Cenzano.
Previamente a la salida de los monjes, se realizó el
tercero y último Inventario. Empezóse el 13 de noviembre de 1835 y se acabó el
20 de diciembre de diciembre siguiente. Vino a hacerse cargo del Monasterio y a
ordenar el Inventario don Melchor de Azcárate, vecino de Tudela, como
Comisionado de Arbitrios de Amortización. A la sazón, era alcalde de Fitero,
don Mamerto Medrano; y escribano del Ayuntamiento –y hasta entonces asimismo
del Convento- don Celestino Huarte. Existen dos copias del Inventario en el
Archivo General de Navarra, nº 415-416; pero la que nosotros hemos consultado y
resumido, se encuentra en el Archivo de Protocolos de Tudela. Figura en el
Protocolo de don Celestino Huarte del año 1835, con el número 40, y comprende
los folios (del 89 al 195), advirtiendo que están manuscritos por el anverso
(f) y por el reverso (fv). Está dividido en cinco “clases” o grupos de materias
y tiene un acta final. Las clases comprenden, a su vez, numerosos apartados.
Está hecho con bastante minuciosidad, no exenta, algunas veces, de errores;
sobre todo, en los efectos de la Biblioteca conventual. Hay que tener, por otra
parte, en cuenta que, desde la promulgación del decreto de Mendizábal hasta que
se comenzó a hacer el Inventario, transcurrió más de un mes, durante el cual,
los monjes, que se sentían despojados por el Estado, pudieron retirar no pocas
cosas.
Nosotros no vamos a ofrecer a los lectores una
transcripción entera de este histórico documento, la cual resultaría demasiado
larga, sino un resumen completo del mismo, advirtiendo que, a veces,
entrecomillamos frases y hasta párrafos enteros, copiados literalmente, por
parecernos curiosos o interesantes.
Por lo demás, hemos suprimido casi todas las listas
nominales, porque los nombres de los vecinos que figuran en ellas, al cabo de
siglo y medio, ya no dicen nada a los fiteranos actuales. En estos casos, hemos
totalizado sencillamente el número de ellos.
Lo mismo hemos hecho con las listas numéricas; dando
únicamente las sumas de cada una. E igual, con los libros de la Biblioteca,
omitiendo sus títulos y autores –a veces defectuosamente copiados-, y dando los
totales de aquellos.
Con todo, hemos especificado más de una vez,
numerosos efectos, por ofrecer cierto interés.
II
INVENTARIO
PRIMERA CLASE. FINCAS
URBANAS Y RÚSTICAS
FINCAS URBANAS
Los edificios inventariados en este grupo son los
siguientes: la Casa de los Baños Termales, un Molino Harinero, un Trujal de
Aceite, un Batán de Paños, dos Hornos Públicos, una Nevera y 17 casas de la
Villa.
LA CASA DE LOS BAÑOS TERMALES (folio 90v y 91)
“Su fábrica es un cuadro con una luneta en medio.
Tiene tres pisos. En el primero y en el lienzo de la Puerta que cae al
Poniente, está la Fuente de Aguas Termales, que sale por dos caños de bronce,
colocados en el medio de la pared de una habitación, destinada únicamente para
beber los Enfermos. En el lienzo inmediato, a la derecha, hay tres pozos
espaciosos de piedra picada para bañarse y una estufa junto al origen del agua,
la cual sale por un tránsito sobre vara y media de ancho y poco más de dos de
alto, abierto a pico entre peñas y que se dirige como unas 30 o 40 varas hacia
las entrañas del Monte. Desde aquí, por encima de los pozos o baños sin
comunicarse con el agua que se pone en éstos, se conduce, por medio de un
canal, el agua para la Fuente dicha. En los dos lienzos restantes, hay
habitaciones a una y otra parte y una espaciosa cocina que toma su luz de la
luneta.
Al segundo piso se sube por una magnífica escalera,
colocada bajo el ámbito de una media naranja: sitio donde es tradición haber
nacido el Venerable Palafox. Tiene este piso habitaciones en sus cuatro lienzos
que dan vista a la parte de afuera; y en dos, que toman su luz de la luneta,
hay también habitaciones y una cocina sobre la del piso primero. Hay también
éste un tránsito ancho o salón para pasear los enfermos, el cual termina y da
vista a la capilla o iglesia, que es bastante capaz, dedicada al Apóstol San
Pedro. En el mismo piso y junto a la iglesia, hay una cocina, con horno o de
pan cocer.
Al piso tercero se sube por una escalera de dos
tramos y contiene iguales habitaciones que el segundo. En él hay también dos
cocinas: la una sobre las del primero y segundo pisos, y la otra, sobre el
horno.
En cada uno de los pisos, hay la oficina más
indispensable para los efectos del agua, a fin de que los enfermos no tengan
que andar mucho y llegar tarde.
Además de todo lo dicho, comprende la nueva obra
ejecutada en el año 1830, con el fin de que, serenada, pueda surtir y templar
el agua de todos los baños, proporcionando a los pozos la comodidad y limpieza
de que, en saliendo del baño un enfermo, se desagüe y surta en momentos de
nueva agua, dando a ésta el grado de calor que se apetece, por medio de la
serenada en el Estanque. De modo que son de los mejores Baños que tiene la
Península, así por la virtud especial de sus aguas, como por la comodidad de los
enfermos”.
A la sazón, tenía arrendados los Baños, durante
cinco años, por 24.000 reales vellón anuales, el vecino de Cervera Don Valentín
Zapatero, por cesión que le hizo de ellos don Vicente Agreda y Remón, vecino y
comerciante de Fitero. Durante las bañadas o temporadas de los Baños, el
Monasterio acostumbraba entonces a tener un capellán para el servicio
espiritual de los enfermos, al cual el Bañero tenía la obligación de suministrarle
los alimentos.
EL MOLINO HARINERO (folio 92)
Estaba “sito a
la salida del pueblo, con una habitación
para el Molinero”. Lo llevaba en arriendo, por tres años, Francisca
Francés, viuda, por 9.600 reales de vellón. Tenía el gravamen, así como el
Trujal de Aceite, de atender a los gastos de conservación de la presa del río Alhama
por la que se tomaba el agua para ellos. Entre los efectos del Molino, se
inventariaron “cuatro piedras (o muelas);
dos soleras y dos andantes; dos cajas para cubrir las piedras y un rodillo para
levantarlas; un mozo mayal y su crucero; dos templaderas; tres arcas y un almud
para maquilar”.
EL TRUJAL DE ACEITE (folio 92 v.)
Estaba “sito a
la salida del pueblo, camino para Tudela, confinante con el Molino Harinero”.
Contenía diferentes almacenes y una habitación para el Mayoral. Esta oficina
era administrada por el Monasterio; y entre sus efectos se contaba “7 vigas (o prensas) con todos sus
pertrechos, 1 caldera para calentar el agua, 36 capazas, 7 calderos, 3 palas
para coger la pasta, 14 canastas, 3 medidas: de dos docenas, de una y de un
robo”, etc.
EL BATÁN DE PAÑOS (folio 93)
Estaba “sito
en el río Molinar, con su habitación para el batanero y un huerto anejo”.
Lo llevaba en arriendo por tres años, Benito Martínez, en 540 reales de vellón
anuales. (En el Inventario, no se especificaban sus efectos.)
LOS HORNOS DE PAN COCER (folio 93)
Había dos hornos públicos: uno en el Barrio Bajo; y
otro, en la calle de la Loba (hoy Armas), el cual tenía “una casa aneja”.
Llevaba los dos en arriendo por un año, Marcelino Ximénez, vecino de Fitero, en
11.160 reales vellón; pero de esta cantidad se deducían 3.564 reales para
gastos que se ocasionaban con las horneras y los proveedores de leña, quedando
en liquido 7.596 reales.
LA NEVERA
“Sita en el término de San Valentín, con su caseta
correspondiente, puerta y llave, la cual se administra anualmente por el
Monasterio”. (El Inventario no da más detalles.)
LA CASA DE LA VILLA (folios 93 v. y 94)
Las casas que poseía, a la sazón, el Monasterio
dentro del caserío del pueblo, eran 17, distribuidas de la manera siguiente: 5
en el Barrio Bajo, 3 en la Plaza del Molino, 2 en el Portal del Parador (hoy
Lejalde) y 1 en cada una de estas calles: la de la Villa (cuya casa era
conocida por la Cárcel Vieja), Carnicería, Oñate, Calle Mayor, la Loba, calle
del Juego de Pelota (hoy San Juan) y la calle de en Medio (hoy Palafox). El
total de sus rentas era de 3230 reales anuales, advirtiendo que la casa de la
calle de la Loba la habitaba de limosna una viuda y que una de las casas del
Barrio Bajo estaba incorporada al Hospital de la Villa. Siete de las casas
rentaban 192 reales cada una; dos, 200 reales; una, 204 reales; y tres, 320
reales; entre estas últimas, la rentada al médico titular, Don Joaquín de
Villa, en la Calle mayor.
FINCAS RÚSTICAS
Este grupo comprende 22 apartados: 17 relativos a
fincas y aprovechamientos dentro de la jurisdicción del pueblo; y 5 relativos a
fincas y cargas foráneas.
BIENES RÚSTICOS EN EL TERRITORIO DE FITERO
Son los siguientes:
Piezas
arrendadas en la Huerta:
Nueve, con una cabida total de 23 robos y 8 almudes, por una renta global anual
de 1.244 reales vellón (folio 95).
Heredad
grande de la Huerta:
En administrada por el Monasterio y su cabida es de 50 robos, plantados en su
mayoría de viña, y también de olivos jóvenes (folio 95 v.).
Pieza
de la Salmuera: Sita en
el término de los Hortales. Tiene 74 robos de olivos, viña y algunas nogueras,
y está arrendada por 1480 reales de vellón anuales (folio 96).
Otras
piezas en distintos términos, también en arriendo: 2 en la Hoya del Puente; 1 en el Batán, junto
al río Molinar; 1 en Solosoto; 1 en Torralba y 1 en la Huerta Baja; o sea, 6
piezas, con una cabida total de 10 robos (sin contar la del Soto, que no se
especifica), y una renta total anual de 496 reales de vellón (folio 96).
Olivar
grande: Confina con
el edificio del Monasterio y con la carretera del camino bajo de Cintruénigo.
Es administrado por el convento; mide 70 robos y 800 olivos (folios 96-97).
Pieza
de la Orden: Está
situada dentro de la cerca del Monasterio y lindante con las Huertas del mismo
y el camino de Tudela. Es administrada por la abadía y comprende 40 robos, con
216 olivos (folio 97)
La
Mejorada: Está situada
en el término de los Llecos y linda con el camino real de Castilla y de los
Baños. También es olivar y tiene “su
correspondiente cerca”. Su cabida es de 40 robos, con 220 plantas (folio
97).
Otros
olivares: Son 8
piezas, administradas por el Monasterio y sitas en los términos del Combrero,
los Plantados, la Callejuela de los Plantados, Torralba, Carracorella (llamada
Cerrado de Ambrosio), Peñahitero y el Camposanto. Su cabida total es de 63
robos y 15 almudes, y tiene 624 plantas (y algunos plantones en los Plantados).
Folio 97.
Dos
huertas anejas al Monasterio y cercadas con su pared correspondiente para el uso y abasto de
frutas y verduras de su comunidad. Su cabida total es de 18 robos (folio 98).
Dos
Huertos: Uno en el
Sotillo de los Olmos, de 7 robos, arrendado por 544 reales de vellón anuales; y
otro, sito dentro de la cerca del Monasterio, llamado el jardín, lindante con
el convento y el Olivar Grande. Tiene 4 robos de cabida y es administrado por
el Monasterio (folio 98).
El
Soto: Está poblado
de árboles y tiene 90 robos, con su casa en medio, la cual se halla actualmente
derruida en su fondo, y contiene un Estanque en medio de la finca. Está sujeto
a la servidumbre de suministrar la leña necesaria para la construcción de
estacas, con destino a las presas de la Villa (folio 98).
Dos
eras de trillar:
Una en el Camposanto Nuevo, con su casilla y una poza debajo para cocer cáñamo;
y otra, en el Olmillo, junto al camino de la Aldea Nueva. La primera está
administrada por el Monasterio; y la segunda está arrendada por 1 robo de trigo
al año (folios 98 v y 99).
Tierras
de Monte: Una pieza de
3 robadas en la Costera Blanca; y otra en Majarrasas (no dice la cabida),
arrendada por 2 robos de trigo al año (folio 99(.
Corrales
cubiertos de acubilar ganado menudo: Son siete, sitos respectivamente en el calvario
Viejo ( con 1 yugada de tierra), Valderromeral; encima de la Hoya del Puente (con
dos yugadas): los Blancares, Valdeza, Valdeguarro y Valderromeral (en el sitio
llamado el Pardo, con diferentes tierras sin cultivar). Folio 99.
Yerbas
de monte. El
Monasterio goza de las yerbas de sus Dehesas de Valdeza, Valdeguarro y Ulagoso,
propias y asignadas por las comunidades, en escritura de concordia de 1456, en
las que constan su extensión y límites (folio 99 v.).
Corralizas: Son 2, unidas a las Dehesas citadas, junto a la
jurisdicción de Tarazona, asignadas por las mismas comunidades para los ganados
menudos del Monasterio, en escritura de 1692 (folio 99 v.).
Yerbas
de regadío: El
Monasterio tiene goce para sus ganados de las yerbas de regadío de Valdebaño,
Hortales, Ovejuela, Solosoto, Combrero y Hoya del Puente, con arreglo a la
escritura de 1584. Item al quinto de las yerbas de los términos y olivares de
la acequia de Cascajos, comprendidos en la escritura de transacción de 1628. Y,
por fin, a las yerbas comunes en que puede pastar la Dula o ganado del pueblo,
con tal de que no exceda de mil cabezas de ganado (folios 99 v y 100).
BIENES QUE POSEE EL MONASTERIO EN OTROS PUEBLOS
Son los que posee en Alfaro, Yerga, Olmacedo y
Tudela.
En
Alfaro, posee 40
yugadas de tierra lleca en la Granja, cuya yerba está arrendada por 320 reales
de vellón anuales (folio 108).
En
Yerga, posee la
Basílica de la Virgen de Yerga, con 5 yugadas de tierra y dos piezas pequeñas,
arrendadas una y otras por 10 robos de trigo al año (folio 100).
En
Olmacedo (Olvega),
posee la Basílica de la Virgen de Olmacedo, con unas tierras contiguas,
arrendadas al santero por 16 robos de trigo anuales, que se invierten en la
conservación de aquélla (folio 100 v.).
En
Tudela, posee 5
fincas en Traslapuente y 1 en Valpertuna, con cabida global de 45 robos y 10
almudes. Dos de Traslapuente están arrendadas por un total de 15 robos y 8
almudes. Dos de Traslapuente están arrendadas por un total de 15 robos y 8
almudes de trigo al año; y la de Valpertuna está cedida a censo perpetuo anual
de 11 reales de plata de a 16 cuartos (folios 100 y 101).
(En el mismo folio 101, se advierte que todas las
Dehesas, Yerbas y Corrales de acubilar ganado, mencionadas anteriormente fueron
arrendadas por un año, en 2000 reales de vellón, a los vecinos de Fitero,
Manuel Abadía y Vicente Rupérez; plazo que vencería el 30 de septiembre de
1836. Ahora bien, nosotros observamos en el original que el nombre de Vicente
Rupérez y la cifra de 2000 reales de vellón fueron añadidos posteriormente.
Ignoramos la causa.)
Cargas
que tiene contra sí el Monasterio. Tiene en Pamplona dos censos redimibles: uno al
Marqués de San Miguel de Aguayo por un capital de 1822 ducados de plata de a 11
reales, por el que paga un rédito anual de 1.607 reales vellón; y otro, a Don
Ramón Esain, por un capital de 3000 ducados de igual valor que el anterior, por
el que paga anualmente un rédito de 742 reales de plata.
III
SEGUNDA CLASE
Comprende 15 apartados, referentes a los títulos de
pertenencia de fincas, censos, foros, diezmos, prestaciones de todas las
clases, efectos de la Villa, imposiciones en los fondos públicos y
establecimientos mercantiles y particulares (folios 102 a 126).
TÍTULOS DE PERTENENCIA (folios 102 y 103)
Dichos títulos de pertenencia de las fincas del
Monasterio, con todos sus derechos, en los términos de su Distrito, designados
en el Apeo de los términos de Turugen y Nienzabas, que, por mandato de Alfonso
VIII, hicieron los Concejos de Agreda, Cervera y San Pedro, en la era de 1226
(año 1264), son los siguientes: Varias donaciones hechas al Monasterio por
Alfono VII de Castilla, Sancho III, Alfonso VIII, Sancho de Navarra y Don Pedro
Sánchez de Angulo, confirmadas por los Reyes: Alfonso IX, en la era de 1352;
Juan II, en la de 1428; los Reyes Católicos, en el año 1481; Carlos V en 1527;
y Felipe V en 1709… cuyos originales pueden verse en el Archivo de este
Monasterio, en la Clase IV, fajo único, números 1, 6, 9, 12, 15, 41, 45, 49, 58
y 59.
Los olivares de dentro de la cerca y Huerta Baja,
con las huertas que se llamaban Fitero, fueron donadas al Monasterio por Don
Pedro Tizón y su mujer Doña Toda, en la era de 1179 y confirmadas por su nieto,
el Arzobispo Don Rodrigo, en la de 1252, como consta en el Tumbo, en los folios
437 y 463 v.
LA GRANJA DE OLMACEDO (folio 103)
Fue donada por un vecino de Ólvega que entró monje
en el Monasterio y allí fue fundada la Basílica de Nuestra Señora de Olmacedo,
en el año 1252.
FOROS Y OTROS DERECHOS Y REGALÍAS (folio 103)
Son los seis siguientes:
1)
Derecho
de castellaje, cobrando dos reses de cada rebaño que pasaba de Castilla a
Navarra o viceversa.
2)
Cobro
del cuarto de todos los carneramientos hechos en las yerbas de los Montes
Comunes.
3)
Derecho
de alcabala forana, que cedió a la Villa en 1603, por dos ducados anuales que
aún paga al Monasterio, reservándose éste la que pagan los forasteros que
venden heredades de regadío.
4)
Un
canon o censo menudo, equivalente a la décima parte del valor de cualquier
finca rústica o urbana, que se vendiese o permutase, y edificio que se
construyese, de viendo pedir previamente licencia al Monasterio los vendedores,
para que, si el Monasterio la quería para sí, la tomase por la undécima parte
menor de su valor, en razón de luismo; y si no lo hacían, el Monasterio tenía
el derecho de comisar la finca de que se tratase.
5)
La
jurisdicción civil y cirminal de la Villa, nombrando todos los oficios de ambas
jurisdicciones; y habiendo sido desposeído de la criminal en 1549, por
sentencia del Real Consejeo, la compró después por 11.000 ducados, como consta
en la sentencia ejecutoria de 1675.
6)
Cobro
de los derechos de homicidios, medios homicidios, marcos y “quinxentenas”.
QUINTOS
(folio 104)
El Monasterio tiene derecho al quinto de los frutos,
con inclusión del Diezmo y Primicia, como párroco de la Villa, de los términos
de Peñahitero, Carracorella, Sacristanía, Portaza, Llecos, Viñas someras,
Torralba, los Plantados, el Paguillo, Añamaza, Hortales, Valnueva,
Valdelatorre, la Serna alta y la Viña Baja, compuestas de olivares.
DIEZMOS (folio 104)
Como “Prelado diocesano, con jurisdicción omnímoda”,
y Regente de la Parroquia, el Monasterio percibe “los Diezmos de todos los
términos” del pueblo y de su jurisdicción.
PRIMICIA (folio 104)
Asimismo percibe el ramo de Primicia, corriendo a su
cargo atender a los gastos de la iglesia y demás necesario.
CENSOS PERPETUOS A RENTA DE TRIGO (folios 104 v y
108)
Por la escritura de 1584, entre el Monasterio y los
vecinos, éstos tenían a censo perpetuo, con comiso, luismo y fadiga, las
heredades de tierra blanca sitas en la Huerta y en otros términos del regadío,
pagando por cada robao de tierra, uno, dos y tres robos de trigo, con alguna
variedad. En 1835, el número de estos censatarios era de 235 y la renta total
anual de trigo ascendía a 1092 robos y 7 almudes y medio, adeudando al
Monasterio, para rentas atrasadas, la cantidad de 5.707 robos, 7 almudes y 1
cuartilla y media.
CENSOS A DINERO DE LA CLASE DE REDIMIBLES (folios
109 a 113)
A la sazón, el número de censatarios de esta clase
era de 160. Los censos capitales de la misma que tenía el Monasterio contra los
vecinos, al 5º de rédito, ascendían a 77.095 reales de plata de a 16 cuartos y
maravedís; y lo que adeudaban los vecinos, por réditos atrasados, a la cantidad
de 27.521reales del mismo valor.
FOROS O CANONES Y DIEZMOS A DINERO PROCEDENTES DE
HORTALIZAS Y FRUTOS DE LOS HUERTOS (folios 113 v a 123)
El número de censatarios era de 397, los cuales
pagaban al Monasterio, “a título de reconocimiento anual”, como “censos
menudos”, 531 reales y 17 maravedís y medio de plata de a 16 cuartos,
debiéndole entonces por atrasos 9.263 reales y 23 maravedís de la misma
especie.
Los diezmos de frutas y hortalizas de los huertos
cerrados ascendían, a su vez, a 161 reales y 33 maravedís anuales, adeudándole,
a la sazón, 437 reales.
FOROS O CÁNONES A DINERO A FAVOR DEL MONASTERIO EN
DIFERENTES PUEBLOS DE CASTILLA (folios 123-124)
Los censatarios eran una quincena de vecinos de
Cervera, Ixea, San Pedro Manrique y las Agustinas de Agreda, que le pagaban en
total 72 reales y 22 maravedises, “por reconocimiento anual”.
CENSO PERPÉTUO A RENTA DE TRIGO EN CASTILLA (folio
124)
Lo pagaba un vecino de Cervera y era de 12 medias de
trigo, por el útil de una heredad, sita pasado el puente de Valdebellota.
(En este mismo folio número 124, se hacía esta
advertencia importante: que los foros o cánones a dinero y rentas de trigo a
censo perpetuo, contenidas en los dos estados precedentes, hacía muchos años
que no se percibían por el Monasterio, sin haberse podido proceder a su
cobranza por vía ejecutiva, porque no se habían encontrado las escrituras
censales).
IMPOSICIONES EN LA CAJA DE AMORTIZACIÓN. PRÉSTAMOS
VOLUNTARIOS AL 3% (folio 124)
Eran tres Cartas de pago, expedidas en 1798, a favor
del Monasterio, por un capital total de 219.151 reales de vellón y 1 maravedí,
con un rédito total anual de 7.294 reales vellón y 26 maravedises.
IMPOSICIONES EN LA MISMA CAJA. REDENCIONES DE CENSOS
LIBRES AL 4º (folios 124 v y 125)
Eran tres Certificaciones, otorgadas en Madrid, en
1806, a favor del Monasterio, por un capital total de 6780 reales vellón y 30
maravedís, y con un rédito global de 271 reales vellón y 5 maravedís anuales.
(En el Inventario, se hacía constar a este propósito
que el Monasterio no tenía los documentos relativos a las Imposiciones de los
dos estados precedentes, por haber sido recogidos en 1820 por el Comisario del
Crédito Público, al hacerse el Inventario de sus bienes, por haber sido
decretada la supresión de los conventos).
DERECHO DE LA AGUADA DE LA VILLA DE CINTRUÉNIGO
(folio 125 v.)
El Monasterio recibe anualmente de Cintruénigo, por
la cesión del agua de la Acequia Molinar del Monasterio, en los cinco primeros
días de cada mes, la cantidad de 50 ducados de a 11 reales de plata de 16 1/2,
que son 1.035 reales de vellón y 18 maravedís.
CENSO PERPETUO A DINERO DE LA HEREDAD DE LA SERNA EN
CASTILLA (folios 125 y 126)
El 21 de marzo de 1815, el Monasterio dio a los
vecinos de Cervera, José Zapatero y Manuel Moreno, a censo perpetuo enfitéutico
mancomunadamente las tierras de la Serna, con el reconocimiento anual de 80
reales de vellón y una octava parte de todos los frutos que rindiesen las
plantas o árboles. Pues bien, deben todos los plazos vencidos desde la fecha
del otorgamiento de la escritura y van incluidos en la relación de censos
menudos.
IV
TERCERA CLASE
Comprende 36 apartados en los que se incluyen los
bienes muebles y efectos semovientes, vales reales, créditos contra el Estado y
particularmente, existencias de dinero, frutos, escrituras y contratos de
arriendo y libros de asiento de cuenta y razón (folios 126 a 134).
BIENES MUEBLES
Habitación
del abad (folio 126).
Contiene: a) 42 efectos (2 mesas de nogal, 26 sillas de anea, 2 colchones de
lana, 1 catre nuevo, 3 mantas de Palencia, etc.); b) Ropa blanca (2 sábanas de
lino y 4 de cáñamo, 8 servilletas, 6 toallas, etc.); c) Vajilla (2 docenas de
platos, 8 jícaras, 1 brasero, 3 fuentes de piedra, etc.; en total, 35
utensilios.)
Cuarto
de Hospedería (folios
126 y 127). Contiene 20 efectos (1 carretón, 2 colchones de lana, 2 sábanas, 1
mesa de pino, 6 sillas, 1 albornia y su jarra, etc.)
Cuarto
de paje (folio 127).
Contiene 13 efectos (1 mesa de pino, 1 carretón con su cordel, 2 albornias, 3
sillas de paja, 6 sillas, 1 albornia y su jarra, etc.)
Cuarto
grande (folio 127).
Contiene 13 efectos ( 2 tinajas, 8 sillas, 1 banco con respaldo, etc.)
Cuarto
de rasura (folio
127 v). Contiene 12 efectos (7 paños de rasura, 1 caldero, 1 cántaro, etc.)
Cillería (folio 127 v.). contiene 30 efectos (4 mesas, 1
cántaro de aguardiente con su tinaja, 14 sillas, 4 jarras, 2 vasos, 1 terrera
con hierros, etc.)
Cocina
de la cillerería
(folio 128). Contiene 8 efectos (2 arcas, 2 cántaros, 2 bancos, etc.)
Bodega
de cillerería (folio
128). Contiene 11 efectos (6 cubas de 800, 800, 400, 300 cántaros, etc., 2
canales, 2 comportas y 1 escala).
Granero
de ventas (folio
128). Contiene 6 robos y 14 almudes de trigo, 1 escalera, 1 raspadera, 1 pala,
1 canal, y piezas y marcos viejos de madera).
Corra
de los lagos (folio
128 v.). Tiene 1 prensa de uvas, 2 bancos, 6 tablones y 1 viga.
Aceitería (folio l28 v.). Contiene 59 efectos (15 pilas, 18
tinajas, 4 pellejos, 2 ballartes, etc.)
Otra
aceitería (folio
128 v.). Tiene 34 tinajas, 1 envasador y 1 medida de lata.
Refectorio
(f. 129).
Contiene algo más de 100 objetos (5 vidrieras – 2 en las ventanas y otras
arriba con sus alambrados-. 11 mesas principales de pino, el juego de bancos
unidos que circunda el refectorio y sirve de asientos, la campana de la puerta
del refectorio, 6 botellas, 6 jarras, 11 albornias, 12 pares de vinajeras, 15
servilletas, 11 manteles, etc.)
Despensa
debajo de la escalera principal (folio 129). Contiene 3 tinajas, 2 ollas, 3 terrizos y 2 jarrillos.
Despensa
junto al refectorio
(p. 128). Tiene 2 pellejos y 1 piqueta para el uso de vino.
Despensa
de la cocina (folio
129 v.). Contiene 14 efectos: 4 terrizos, 3 ollas, 4 terreras, 1 capazo, 1 peso
con 4 pesas y 1 tronquillo para picar la carne.
Cocina (folio 129 v.). contiene 78 efectos: 3 tinajas, 4
cántaros, 2 calderas, el jarro de cobre para la comida de los pobres, 5
sartenes, 5 ollas, 2 parrillas, etc.
Horno
(folio 130).
Tiene una capa de la boca del horno.
Cuarto junto al horno (folio130). Contiene 1 horno
viejo sin uso, 1 almud y 1 medida.
Bodega
bajo el refectorio
(folio 30). Tiene 2 tinajas grandes.
Granero
nuevo (folio 130).
Tiene 12 ventanas con sus correspondientes alambrados y rejas; tanto en el piso
de arriba como en el de abajo.
Granos
(folio 130).
Hay 15 robos de centeno, 18 de cebada, 7 de avena, 10 de morcajo y 100 arrobas
de patas, destinadas para los pobres.
Efectos
del granero (folio
130). Hay 2 docenas de escobas, medidas de robo y de cuartal, 1 pala y 1
traidero.
Cuarto
del Mayordomo (folio
130 v.). Contiene 32 efectos: 2 destrales, 8 terreras, 4 cestas, 6 cueros, 7
paraderas, 1 mesa de cortar para los pobres, con su cuchilla, 2 palas, etc.
Granero
de cillerería (folio
130 v.). Tiene 2 calderillos viejos y 1 banco de nogal.
Bodega
de la Plaza de las Malvas
(folio 130 v.). contiene 20 efectos: 14 pellejos para vino de mediano uso; 4
más, inútiles, 1 envasador y 1 tinaja.
Cuadra (folio 130 v.). Hay en ella 5 burros, 5 albardas y
2 esportizos.
Otros
efectos de la cuadra
(folio 130 v.). Suman 71: 23 comportas, 20 varas, 12 canastas, 6 sacos, etc.
Carpintería
(folio 131).
Contiene 96 efectos: 59 maderos, 9 puertas, 26 tabloncillos, etc.
Vales
reales pertenecientes al Monasterio (folio 131). Hubo anteriormente 5 vales reales por
valor global de 1.050 pesos y dos recibos de sus intereses, por un importe
total de 3.000 reales vellón y 30 maravedies; pero ninguno de estos documentos
se hallaba en el Monasterio en 1835, por haberlos entregado en 1820 al
Comisionado del Crédito Público, don Rafael Garballo, al ser suprimido el
Monasterio e inventariado sus bienes.
Crédito
contra el Estado
(folios 131 v y 132). Hay uno global de 676.367 reales de vellón, por los
donativos hechos a los Ejércitos Españoles y a la Diputación de Navarra, y los “suministros
al Hospital Militar que a sus propias expensas, mantuvo el Monasterio en 1808”,
cuya liquidación se presentó a la Diputación de Navarra, el 24 de diciembre de
1814, pues los “adelantamientos del Monasterio se hicieron con calidad de
reintegro.”
Créditos contra particulares (folios 132 y 133). Son
los siguientes:
1)
Retrasos
de rentas de trigo de censos perpetuos (folio 132). Por este concepto, deben al
Monasterio los vecinos censatarios un total de 5.707 robos, 7 almudes y 1
cuartilla y media de trigo, según consta en el libro “Rentas de trigo”,
iniciado en 1790 y en el 2º inventario (de 1820).
2)
Retrasos
de créditos de Censos redimibles (folio 132 v.). Por este concepto, deben los
vecinos al Monasterio 27.591 reales de plata de a 16 cuartos, por el capital de
77.095 reales y 5 maravedises de la misma especie, que tiene distribuido entre
ellos “en pequeños capitales de censos redimibles”, según consta en la liquidación
practicada en presencia de los Libros I y II de Censos de gracia o al quitar; y
en el 2º Inventario (de 1820).
3)
Retrasos
de los foros o cánones (folios 132 v y 133). Ascienden a 9.213 reales de plata
y 23 maravedís. (Anotemos, de paso, que, en el folio 123, se tachó el 13 y se
pusieron 63.)
4)
Retrasos
de los diezmos a dinero por frutas y hortalizas de los huertos (folio 133).
Ascienden a 437 reales de plata, según el Libro de Caja de Censos menudos.
5)
Créditos
de rentas de las Oficinas del Molino y de los Hornos públicos, casas, huertos y
demás heredades (folio 133). Es acreedor igualmente el Monasterio a las rentas
transcurridas del Molino, los Hornos públicos, casas, tierras y huertos,
mencionadas en la primera Clase.
Libros de Cuenta y Razón (folio 133 v.). Son ocho libros y 2 cuadernos,
explicados a continuación.
El
Libro 1º es de Cuentas Generales de la Administración, empezando en 1783 y
acabando en 1819.
El
Libro 2º es de los términos renteros y sujetos que los poseen. Termina en el
folio 337, quedando en blanco una tercera parte.
El
Libro 3º es de Censos al quitar o de Gracia, formado en 1797, constando de 495
folios.
El
Libro 4º es también de Censos al quitar. Se empezó, al parecer, al terminar el
anterior y está escrito hasta el folio 107.
El
Libro 5º es de Censos menudos y termina en el folio 451, dejando blanco 36.
El
Libro 6º es de la Hacienda y propios del Monasterio, y sólo tiene escritos 38
folios, quedando en blanco las ¾ partes.
El
Libro 7º es otro libro de Cuentas Generales, empezado en 1830, con 240 hojas,
de las que están escritas la mitad.
El
Libro 8º es un libro grande que contiene derechos del Monasterio y escrituras
de arriendo.
El
Cuaderno 1º es de Asientos de entrada de frutos y está en poder del
Administrador del suprimido Monasterio, don Norberto del Valle. Se inició en
julio de 1821 y tiene 38 folios.
El
Cuaderno 2º es de Cuenta y Razón de los sirvientes del Monasterio. Tiene 50
folios escritos y 21 en blanco.
Escrituras
de arriendo (folio
133 v.). Son las cinco siguientes:
1) Escritura de los Baños, arrendados por 5 años a
Vicente Agreda y Remón, vecino de Fitero, en 24.000 reales de vellón anuales,
desde el 1 de enero de 1834 al 31 de diciembre de 1838.
2) Escritura del Batán de Paños, arrendado a Benito
Martínez, por 3 años, en 540 reales anuales, desde el 6 de marzo de 1835 al 6
de marzo de 1938.
3) Escritura de los Hornos de pan cocer, arrendados a
Marcelino Ximénez por 1 años, desde el 1 de enero de 1835 al 31 de diciembre
del mismo año. El precio del arriendo es de 11.160 reales, de los que deben
deducirse 3.564 reales vellón, por gastos de horneras y de leña.
4) Escritura del Molino Harinero, arrendado a la viuda
Francisca Francés, en 9.600 reales anuales, por tres años, desde el 1 de
febrero de 1833 al 31 de enero de 1836.
5) Escritura de la Salmuera, arrendada a Pedro Ignacio
Sanz y a Inocencio Alfaro, por cuatro años, en 20 reales vellón anuales por
cada robo de tierra, desde el 1 de noviembre de 1835 al 31 de octubre de 1839.
En el Inventario hace notar el Monasterio que no
acostumbraba a celebrar escrituras de arriendo de casas, heredades y otras
cosas, sirviendo de nota y gobierno el asiento que hace sobre el particular, en
el Libro de Hacienda.
V
CUARTA CLASE
Comprende el Archivo del Monasterio, la Biblioteca,
las pinturas y demás enseres de utilidad a los Institutos de Ciencias y Artes
(folio 134 a folio 183).
Archivo (folios 134 a 139), Se divide en 7 subclases, con
más de 60 fajos y 6 apartados más.
La primera subclase contiene 17 fajos.
El fajo 1º comprende documentos relativos al derecho
de Señorío, apeos, amojonamientos, jurisdicción ordinaria del Monasterio, etc:
y un libro con la ejecutoria que obtuvo el Monasterio en 1803, adjudicándole el
derecho exclusivo y prohibitivo de caza en el Soto, en las Dehesas y en las
Dehesillas (f. 134).
El fajo 2º contiene documentos comprobatorios del
Señorío del Monasterio, del derecho del abad de llevar pectoral y cómo debían
recibir los vecinos de Fitero al Abad electo (folios 134 v y 135).
El fajo 3º contiene nuevos documentos sobre el
Señorío, el Horno de Poya y 4 cuerpos de procesos, seguidos en el Tribunal
Eclesiástico del Monasterio, desde 1498 hasta 1669 (folios 134 v. y 135).
El fajo 4º contiene documentos relativos a la nueva
población intentada por la Villa, así como tocantes a la jurisdicción
eclesiástica ordinaria, ejercida por el Monasterio desde tiempo inmemorial
hasta 1633 (folios 134 v. y 135).
El fajo 5º contiene ejecutorias y sentencias sobre
la nueva población de Olivarete, así como relativas a la jurisdicción ordinaria
del Abad y de su vicarios General, como nullius
dioecesis, desde tiempo inmemorial hasta 1633 (folios 134 v. y 135).
El fajo 6º contiene cédulas y memoriales sobre la
propiedad de Oivarete, así como testamentos, autos de visita, excomuniones y
autos seguidos ante jueces de la jurisdicción eclesiástica, desde 1500 a 1600.
El fajo 7º contiene documentos relativos a la
jurisdicción baja y mediana del Monasterio sobre la Villa.
El fajo 8º encierra nuevos documentos “por lo que se
demuestra el derecho de ser y de llamarse Señor de la Villa de Fitero el Abad.”
El fajo 9º contiene documentos sobre nombramientos
de alcaldes, regidores, tesorero, alguaciles y guardas y sobre la insaculación.
El fajo 10º contiene autos obrados por los Jueces de
Residencia, desde 1785 a 1764, y documentos relativos a la jurisdicción
eclesiástica (sentencias, licencias, depósitos, excomuniones, etc.), así como
al Tribunal eclesiástico (dispensas, de libertad, esponsales, divorcios,
apercibimientos, etc.), en dos cuerpos: todos del siglo XVII.
El fajo 11º encierra nombramientos de escribanos y
más documentos del Tribunal eclesiástico, desde 1700 a 1780.
El fajo 12º contiene mandatos de los Abades,
capturas y prisiones hechas por saltar huertos, por el alcalde en lo civil,
carneramientos, etc., así como procesos seguidos por la jurisdicción
eclesiástica ordinaria del Monasterio, desde 1550 hasta 1600.
El fajo 13 encierra procesos seguidos ante el
Tribunal eclesiástico del Monasterio, desde 1600 hasta 1660.
El fajo 14º contiene análogos documentos que el
anterior, desde 1660 a 1700.
El fajo 15º encierra análogos documentos, desde 1700
a 1750.
El fajo 16º contiene documentos análogos, desde 1750
a 1780; y además, dispensas, bulas apostólicas para contraer matrimonios, bulas
de indulgencias, autos de depósitos y de inmunidad, consultas, excomuniones,
etc., desde 1600 a 1760.
El fajo 17 contiene procesos seguidos en el Tribunal
eclesiástico del Monasterio sobre dispensas de proclamas de matrimonio y
apercibimientos, dede 1780 a 1796.
La segunda subclase contiene los tres fajos
siguientes:
1)
Sentencias,
ejecutorias, gracias e instrumentos de la jurisdicción criminal, desde 1540 a
1698.
2)
Despacho
y decreto real, imponiendo silencio perpetuo a la villa para el tanteo de la
jurisdicción criminal y otros documentos sobre la misma.
3)
Hechos
ajustados, cédulas en derecho, informes y consultas sobre la misma jurisdicción
criminal del Monasterio.
La
tercera subclase comprende los diez fajos siguientes:
1)
Escritura
de la Huerta y otros términos; convenio sobre la alcabala foránea; privilegios,
bulas apostólicas, etc. del Monasterio.
2)
Documentos
relativos al derecho del Monasterio al goce de las yerbas de los términos
comprendidos en las escrituras anteriores.
3)
Licencias
del Abad para plantar y desplantar viñas, abrir puertas de casas y para pasar
por el término redondo del Monasterio.
4)
Concordia
sobre la presa de Ixea que rompieron los de Alfaro.
5)
Escrituras
enfitéuticas desde 1410 a 1573, y un libro de Censos menudos, desde 1596 a
1611.
6)
Falta
el fajo correspondiente.
7)
Comisos
del Monasterio a particulares.
8)
Dictámenes
sobre rebaja de censos, solicitados por la Villa en 1777.
9)
Documentos
sobre el Olivar Mayor del Monasterio y sobre Ormiñén, así como ejecutoria del
Monasterio de 1564 contra los jurados y vecinos de la Villa sobre diezmo de
pollos, lechones y otras cosas.
10)
Documento
relativo a la paga del servicio.
La subclase 4ª comprende 4 fajos y un pergamino.
1)
Documentos
relativos al derecho del Monasterio en los Montes Comunes, así como donativos y
suministros hechos a los ejércitos españoles y franceses, con un estado de
liquidación general y particular, copia del presentado a la Diputación de
Navarra, el 14 de noviembre del año 1864.
2)
Documentos
relativos al derecho del Monasterio a las yerbas de los Montes Comunes para
1.500 cabezas de ventaja.
3)
Convenio
entre el Monasterio y pueblos comuneros de 1692; ejecutoria sobre el señalamiento
de yerba para 1.500 cabezas de ventaja; amojonamiento de los Montes de 1696 y
convenios sobre prendamientos y otras cosas.
4)
Es
un fajo sin numerar, que contiene copias, en letra más legible, de todos los
privilegios y donaciones reales y particulares, bulas, etc. concedidas al
Monasterio.
Finalmente, el pergamino, al que le falta un retazo
al final, data de 1332, es de 7 varas de largo y una tercia de ancho y
comprende las pruebas de Alfonso XI de Castilla sobre el derecho que pretendía
tener sobre el Monasterio y términos de Turugen.
La subclase 5ª comprendía 10 fajos; pero faltan el
1, 3, 5, 6, 9. ¿Quién y por qué los sustrajo?
2) Documentos relativos a Cervera sobre pastos,
presas y acequias.
4) Documentos relativos a Cervera y Grávalos,
especialmente la escritura de compra de 400 varas de arriba para la presa.
7) Ejecutiva Real a favor del monasterio de 1776
contra Autol, sobre pastos y roturas. Otra contra Alfaro sobre los diezmos de
Niencebas y otros documentos del pleito contra dicha ciudad en 1751.
8) Probanzas del Monasterio en causa contra Alfaro
sobre la posesión de los términos de Nienzabas, de 1400.
10) Proceso entre el Monasterio y Alfaro ante el
juez don Jerónimo de la Puebla Oreja, del consejo Real de Navarra, nombrado por
Real Cédula de S. M., el 19 de octubre de 1816, para hacer amojonamiento del
término solariego redondo y heredades del Monasterio, a cuyo efecto pasó a
Fitero para realizarlo, con su escribano Pedro Sola. Asimismo mandatos,
requerimientos y articulados contra los de Alfaro sobre agravios hechos a
varios monjes y daños ocasionados en la
presa y acequia del Baño. Igualmente proceso, sentencia y ejecutoria contra
Alfaro sobre las aguas del Alhama y amojonamiento de Niencebas.
La subclase 6ª comprende siete fajos:
1)
Documentos
relativos a Cintruénigo sobre presas, aguas y ríos; gracias que le hizo el
Monasterio, concediéndole 5 días de aguada del Río de Piedra; y reparto de las
aguas y términos entre Cintruénigo, Corella y Alfaro, pertenecientes a los
siglos XVI y XVII.
2)
Documentos
relativos a Cintruénigo con la ejecutoria sobre desplantar y presas del Río
Llano.
3)
Sentencias
a favor del Monasterio contra don Miguel Iñíguez del Rayo, vecino de Tudela,
sobre la hacienda de don Fernando Cerradillas. Correspondencia de oficio con
Cintruénigo desde 1816 y escritura de convenio con él. Sentencia y ejecutoria
contra Corella sobre la inhibición de la presa de Valdebaño. Escrituras de
compra de las casas y hacienda de Pamplona y Tudela.
(Advertimos
que, en realidad, se trata de tres fajos diferentes, marcados con el número 3.)
4)
Un
libro de cédulas en derecho por diversas comunidades y particulares; otro de
las dependencias del Monasterio de Erce desde 1702 y otro, impreso, de breves
pontificios.
5)
Cuadernos
de Cortes de 1592, 1608, 1612, 1628, 1632, 1674, 1688, 1692 y 1701,
comprendidos en la Recopilación; y Cortes de Tudela en 1725.
6)
Inventario
y notas antiguas del Archivo del Monasterio, un libro de indulgencias y otros
asuntos.
7)
Autos
de posesión de los Abades, desde 1716 a 1819.
La
subclase 7ª comprende cinco fajos de extravagantes.
1)
Asuntos
ventilados con la villa.
2)
Poderes
para diferentes asuntos. “Provisión para que el Abad dé a los de Fitero persona
que los conduzca, cuando salieran a la guerra”. Concordias con doña Ana Mendoza
y don Antonio Castro.
3)
Papeles
sobre jurisdicción civil, criminal y eclesiástica. Privilegios, confirmaciones,
etc. Un proceso sobre la Tejería. Actuaciones sobre las Armas de los Ixeas.
4)
Faltan
los documentos correspondientes.) ¿Por qué y cómo desaparecieron? Misterio.
5)
Papeles
sueltos de ningún efecto y que exige de justicia echarlos al fuego.
Otros documentos (folio 138 v.)
1)
Un
proceso criminal sobre la presa de Ixea, marcado con el número 3.
2)
Un
fajo de escrituras viejas de arriendos.
3)
Un
fajo de razones de gastos, pensiones y otros asuntos en negocios judiciales.
4)
El
Tumbo del Monasterio de 888 folios, con algunos en blanco entre medio.
5)
Una
ejecutoria del Monasterio contra los vecinos de autol, mandándoles desplantar
viñas.
Biblioteca del Monasterio (folio 139 a 181).
Comprende 43 estantes, con 2.100 obras en 2838
volúmenes. El Inventario es muy deficiente, pues, sin contar con que en 1835
sólo quedaban en la Biblioteca la tercera parte de los libros y documentos que
tuvo antaño, se han omitido con frecuencia los nombres de los autores; a veces,
están deformados y hasta los mismos títulos de las obras están, de vez en
cuando, mal copiados. Naturalmente abundan las obras en latín, tanto de los
escritores clásicos paganos como cristianos, medievales y modernos. La mayoría
son obras en un solo volumen, estando en minoría las de ciencias físico-matemáticas
y naturales. Omitimos su reseña, porque, además de ser demasiado larga, no
interesaría a la gran mayoría de los lectores..
Nomina de los monjes de
Fitero, al ser exclaustrados en 1835.
Comprendía 14 sacerdotes, 6 coristas y 1 lego. Entre
los sacerdotes figuraba el entonces Presidente del Monasterio, Fr. Antonio
Echarri (en el siglo Salustiano Matías), los exabades, Fr. José Martín Lapedriza
y Cosme Bartolomé Oteiza, y el último Prior, Fr. Benito Esteban Cenzano. Esta
nómina aparece intercalada en el folio 153 del inventario de la Biblioteca y
está firmada por Melchor de Azcárate y Fr. Antonio Echarri.
Efectos
existentes en la misma Biblioteca (folio 181 v.)
Hay 3 cajas, con piezas: triangular, cuadrilonga y
redonda; 2 medidas de bronce y 2 globos.
Otros
efectos muebles
(folios 181 v. y 182).
Hay 5 mesas, 3 escaleras, 3 banquillos y 1 estante.
Pinturas en la misma Biblioteca (folio 182).
1 Ecce-Homo en lienzo, de marco dorado y autor
desconocido.
1 cuadro de Santa Escolástica, en lienzo, de cuerpo entero.
1 cuadro de San Pedro.
4 cuadros pequeños que no pudieron descolgarse por
su mucha elevación.
12 paisajes comunes.
Otras pinturas en diversas
habitaciones.
En el folio 182, constan los siguientes:
En la Sala Capitular alta: 1 Crucifijo grande lienzo.
En el antecoro: 1 cuadro del Nacimiento en lienzo y
otro de la Adoración de los Reyes.
En el Salón: 1 Ecce-Homo en lienzo.
En la escalera del coro: San Raimundo en lienzo.
En el Claustro: 1 Crucifijo en lienzo.
En la Matraca: 1 cuadro de la Purísima.
En la Sacristía: sobre la puerta principal, 1 cuadro
de María con su hijo durmiendo; y en el interior, también en lienzo: 1 cuadro
de San Benito de cuerpo entero; 1 de Santa Teresa; 1 de Santa María Egipciana;
1 de Crucificado; y además 1 Crucifijo de bulto.
En el Claustro Bajo: una colección de lienzos de la
vida de San Bernardo, estropeadísima.
En el folio 182 v. y 183, constan además los
siguientes:
En el Capítulo Bajo: 1 cuadro de San Benito, de
cuerpo entero, en lienzo; 1 del P. corral; 1 de San Conrado; 1 de San Raimundo;
1 de Diego Velázquez; 2 de Ven. Jerónimo Sofor; 1 del Papa Alejandro III; 1 de
San Bernardo y 1 Crucifijo de bulto.
En la Cámara abacial: 3 cuadros en lienzo de San
Francisco de Asís, de San Benito y de la Virgen María.
En el Cuarto Grande: 3 cuadros de imágenes
desconocidas y 1 de Santa Lucía.
En el Refectorio: 1 cuadro con un Crucifijo de
lienzo.
En la Hospedería o Cillerería: 3 cuadros en lienzo
(de San Pablo, de San Bernardo y del Ecce-Homo).
VI
QUINTA CLASE
Comprende el Monasterio, su iglesia, ornamentos y
vasos sagrados (folios 184-187).
Monasterio (folio 184).
“La fábrica del Monasterio es de grande capacidad y
contiene, a más de los claustros sumptuosos, con sus medias naranjas en medio,
todas las oficinas de Cocina, Horno, Refectorio, Azoteas, Graneros,
Cillererías, Cas de Hospedería, Caballerizas y excelentes bodegas de mucha
magnitud, para toa especie de caldos.”
Iglesia (folio 184).
Está “aneja al Monasterio” y es “una de las mayores
de la Península, y la única parroquia de esta Villa, compuesta de 600 vecinos.”
Sacristía (folio 184).
Es magnífica
y posee cinco clases de ternos: Blancos, encarnados, verdes, morados y negros,
correspondientes a los colores litúrgicos.
Ternos
blancos (folio 184).
Hay los siete siguientes:
1)
Uno
de 1ª clase; y 2) otro de segunda; ambos con capa, bolsa, velo para el cáliz y
paño de atril; 3 uno de flores con velo; 4) uno de alama con paño de atril; 5)
uno común de flores con velo; 6) y uno común de damasco. Se completan con 13
casullas (5 de primera clase; 4 de segunda; y 4 comunes); con dos paños de
púlpito (uno de primera clase, y otro, común); el palio del Corpus; 5 capas; 6
velos blancos; 3 frontales (1 de primera clase y 2 comunes); y 1 doselito para
el Corazón de Jesús.
Ternos
encarnados (folios
184 v. y 185).
Hay cinco, con capa, bolsa
y velo: de primera clase, de segunda, de damasco común, de cordoncillo y de
terciopelo carmesí. Se completan con tres paños de atril, 24 casullas (9 de
primera clase, 8 de damasco y 7 de carmesí); 3 capas (2 de damasco encarnado y
1 de flores); un dosel para el Jueves Santo, con sus guarniciones y sobrecama
de terciopelo; 3 bandas (1 buena y 2 medianas), 13 velos, 4 Frontales y 1
carpeta.
Ternos verdes (folio 185).
Hay 2, con paño de atril y
frontal correspondiente; 1 capa, 14 casullas (9 de verano y 5 de invierno), 7
velos y 1 banda.
Ternos morados (folio 185 v.).
Hay 3: una de planetas, de
primera clase, con su paño de púlpito y estolón; una con paño de atril; y unas
de planetas, común, con paño de atril y estolón, completándolos 7 casullas, 5
capas y 7 velos.
Ternos negros (folio 185 v.)
Hay 3. 1 de primera clase,
con su paño de atril; 1 común, con paño de atril y capa; y 1 de planetas, con
su estolón para Viernes Santo. Los completan 1 capa de terciopelo, 8 casullas
(de las que 1 es de terciopelo), 2 frontales y 1 paño de la Tumba.
Efectos de plata (folio 185 v y 186).
Hay 22: 9 cálices (uno de
ellos, pequeño, para los viáticos), 1 custodia, 3 copones, 3 relicarios (de San
Raimundo, San Andrés y San Blas); 1 cajeta de plata para los viáticos en
secreto; 4 vinajeras (2 con platillo y campanilla y otras 2, con platillo y
campanilla sobredorada); 1 naveta de nácar.
Pila bautismal (folio 186).
Se guardan en esta pieza 1
vaso de plata para la Unción, en figura de copón; 1 vasito con la Unción para
los Baños y 3 crismeras grandes, para traer los Oleos.
Efectos pontificales (folio 186).
Son los siguientes: 4
tunicelas (2 blancas y 2 encarnadas); 3 pares de zapatillas; 3 pares de
guantes; 3 pares de medias; 3 mitras (1 buena, 1 blanca común y 1 morada); 1
pectoral pontifical y 1 báculo.
Otros varios efectos (folios 186 v. y 187).
La tela de las andas del
Santo Cristo.
2 arcas (para la ropa y paras hachas).
2 arquillas (para los corporales y para el
Monumento, con una llave de plata sobredorada).
2 hierros para hacer hostias.
2 mesas: una para los cálices y otra pequeña.
1 chafera.
1 mortero de piedra para moler el incienso.
1 basurero.
1 formulario.
4 cordeles para el dosel.
62 candelabros: 54 de bronce, 6 de plata y 2 más
grandes para los monaguillos.
1 naveta de bronce.
2 incensarios de bronce.
1 cruz de lata.
2 cetros de madera sobredorados.
22 juegos de vinajeras: 16 de cristal y 6 de estaño.
11 platillos para vinajeras.
14 espejos: 2 de cuerpo entero, 6 más pequeños, con
marcos de caoba y clavos romanos; y 6 cornucopias, con marco dorado.
1 hostiero, con su tapa de bronce.
1 farol de lata para los viáticos.
2 Crucifijos.
9 cuadernillos para las Misas de Réquiem.
Los tornillos de las andas de la Virgen de la Barda
y de San Raimundo.
Las eses (o romanatos), que se ponen para el Corpus.
El Niño Dios y la Virgen del Oratorio.
El tenebrario y las Marías.
3 bancos de respaldo.
4 bujías.
Efectos de Sacristía:
En lugar del terrizo para el aceite, es una tinaja.
Ropa
blanca (folio 187).
58 albas: 26 de primera clase, con sus ámitos, 6 de
primera orden y 26 comunes. Y 6 ámitos.
48 cíngulos: 3 de primera clase, 6 de segunda y 40
comunes. 217 purificadores y 50 corporales.
121 paños de vinajeras (de los que 24 para Misas
Mayores). 19 sobreostias.
10 roquetes y 4 ropones encarnados para los
monaguillos.
25 fiadores para manipulos y 55 manteles.
1 Sábana Santa, 14 paños para el Lavatorio y 5 para
la mesa de credencia.
Granos pertenecientes a la Primicia (folio 187 v.)
61 robos de trigo; 12 de
morcazo; 32 de centeno; 51 de cebada; 15 robos y 10 almudes de avena; 9 robos y
medio de cañamones; 1 robo de alubias y 1 robo de habas.
Estado general del Depósito de Funerarias.
Con arreglo al Libro de
Caja, el número de censalistas era de 174; las sumas de los capitales a censo,
100.957 reales y 9 maravedís; la de los réditos, 5.052 reales y 3 maravedís; y
la de las cantidades adeudadas, 17.384 reales y 33 maravedís.
(Téngase en cuenta que los
capitales, los réditos y las deudas eran en reales flojos.)
Dichos réditos eran para
el pago anual de las obligaciones siguientes:
1)
52
semanas, correspondientes a la Fundación del abad Corral, a 21 reales cada una,
importando 1.092 reales.
2)
87
aniversarios y misas cantadas, por un importe total de 1.260 reales.
3)
Todas
las misas de la Capellanía de la Misa de Ocho, a 2 pesetas cada una, por un
importe total de 382 reales.
4)
Por
todas las misas de Once fundadas, a 4 reales cada una, importando 244 reales.
5)
Por
las misas de Ocho y Once, fundadas para el día de Santa Teresa, 5 reales.
6)
Por
la procesión, sermón de Santa Teresa y un responso solemne, fundados, 54 reales
y 18 maravedís.
7)
Por
6 aniversarios, fundados por el Abad Corral, a 2 reales cada uno, 12 reales.
8)
Por
75 misas a 1 peseta, fundación de Miguel Asiain, 159 reales y 13 maravedís.
9)
24
misas a 4 reales, fundación para el Depositario, 96 reales.
10)
582
misas de Depósito, fundadas, a 3 reales, 1.746 reales.
Estado
realizado el 30 de noviembre de 1835, arrojando los resultados siguientes:
Número de censalistas: 32. Suma de sus capitales:
11.119 reales y 10 maravedís. Réditos: 553 reales y 8 maravedís. Estos réditos
se destinan a costear el aceite de la lámpara de la Capilla, la cera y los
adornos.
La deuda era, a la sazón, de 2.787 reales y 25
maravedís, habiendo pagado tres censalistas deudores, posteriormente, 119
reales y 38 maravedís.
Añadamos, para terminar esta información que en un
acta final, levantada el 20 de diciembre de 1835, se hizo constar, entre otros
detalles-, que don Manuel Abadía quedó encargado de los efectos de Biblioteca y
Pinturas; que los documentos del Archivo quedaron depositados, bajo dos llaves,
a cargo del Sr. Abadía y del Comisario Sr. Azcárate; y que los ornamentos y
vasos sagrados se entregaron a Fr. Martín Lapedriza, Vicario de la Parroquia,
refundida en el Monasterio, y al regidor del Ayuntamiento, don Gervasio Alfaro,
como Delegado del Sr. Azcárate.
CAPÍTULO IV
ESCRITOS MODERNOS SOBRE FITERO
INTRODUCCIÓN
Con objeto de completar el estudio de la
bibliografía referente a Fitero, que iniciamos en la cuarta parte de nuestro
libro Estudios Fiteranos, con la reseña de los manuscritos relativos al
Monasterio y a la villa, vamos a ocuparnos ahora, aunque sólo sea sucintamente,
de las obras de autores modernos, publicadas en los siglos XIX y XX, en que se
habla, con alguna extensión de Fitero en general, o de la iglesia, el
Monasterio, los Balnearios, San Raimundo o Palafox, en particular.
No reseñamos todas, sino solamente una treintena,
por orden alfabético de autores.
AUTORES
ABELLA, Manuel
Publicista y académico de la Historia, nacido en
Pedrola, en 1753. Escribió numerosos trabajos históricos, entre los que figura
su curiosa HISTORIA DE LOS ESCRITORES DE LA HISTORIA DE ESPAÑA. Colaboró en el
DICCIONARIO GEOGRÁFICO-HISTÓRICO DE ESPAÑA de la Real Academia de la Historia y
es autor del artículo sobre Fitero, incluido en la Sección I, tomo 1 del mismo,
publicado en 1802, por la Viuda de Joaquín Ibarra, Madrid.
Ocupa dicho artículo tres largas páginas (280-283) y
suministra muy curiosas noticias acerca del pueblo; sobre todo del estado de la
agricultura, ganadería y manufacturas de paños y alpargatas, a principios del
siglo XIX. Por supuesto, también se ocupa del Monasterio, de la iglesia, del
Balneario Viejo, etc., e internándose incluso en temas controvertidos de la
historia de nuestro pueblo, defiende la identidad entre Castellón y Fitero, que
todavía sigue siendo objeto de discusión.
ALTADILL, Julio
Militar y escritor, nacido en Toledo en 1858, pero
avecindado finalmente en Pamplona, donde murió en 1935. Dirigió el Boletín de
la Comisión de Monumentos de Navarra y fue miembro correspondiente de la
Academia de la Historia y de Bellas Artes. Destacan entre sus obras CASTILLOS
MEDIEVALES DE NAVARRA y el tomo II de los dos dedicados a la provincia de
Navarra en el monumental GEOGRAFÍA GENERAL DEL PAÍS VASCO-NAVARRO, dirigida por
Francisco Carreras Candi y publicada por la Editorial Alberto Martín, a partir
de 1910. Dicho tomo contiene la descripción y pequeña historia de todos los
pueblos navarros y fue redactado íntegramente por Altadill. El estudio
consagrado a Fitero ocupa 15 páginas (872-886). Su exposición es, a veces, un
poco farragosa, pero constituye un buen arsenal informativo.
ARIGITA, Mariano
Acucioso investigador de la historia de Navarra.
Nació en Corella en 1864 y murió en San Miguel de Excelsis en 1916. Fue
canónigo de la Catedral de Pamplona y Archivero, al mismo tiempo, de la misma,
del Ayuntameinto y de la Diputación Foral. Publicó numerosos trabajos; pero el
más conocido es la Colección de documentos históricos para la Historia de
Navarra, en cuyo tomo I (Pamplona, Imprenta Provincial, 1900) publicó el
Cartulario de Fitero: colección de más de dos centenares de documentos,
relativos al primer medio siglo de su Monasterio Cisterciense. Su transcripción
es, a veces, algo deficiente; pero, desde luego, Arigita realizó un trabajo
bien meritorio.
ARTEAGA, Sor Cristina de la Cruz de
Priora del convento de Santa Paula de Sevilla, de la
O. S. H. Es autora, entre otras obras, de tres excelentes trabajos
palafoxianos: 1) Ante el tercer
centenario del venerable don Juan de Palafox y Mendoza, Obispo de Puebla de los
Ángeles y de Burgo de Osma (Sevilla, Gráficas Sevillanas, 1959); 2) El Obispo Palafox y Mendoza (Madrid,
número 152 de la colección O crece o muere, 1960); 3) La personalidad humana de don Juan de Palafox y Mendoza, a través de
sus relaciones familiares (Madrid, Clasas-Orcoyen, 1977): conferencia pronunciada
en la Semana de Estudios Palafoxiano,s celebrada en Burgo de Osma del 2 al 7 de
agosto de 1976 y recogida, como todas las demás, en un volumen de 236 páginas,
titulado El Venerable Obispo, Juan de
Palafox y Mendoza.
Hay que advertir que entre los ascendientes de la
aristocrática familia de Sor Cristina, figura don Juan de Palafox y Mendoza,
del que tiene también escrita una documentada biografía.
BIURRUN. Tomás.
Distinguido arqueólogo. Nació en Mendigorría en 1878
y murió en Pamplona en 1941. Fue profesor del Seminario de Pamplona y obtuvo el
primer Olave por su obra La escultura religiosa y bellas artes en Navarra,
durante la época del Renacimiento (Pamplona, Gráficas Bescansa, 1936). Del
mismo año es su libro El arte románico en Navarra (Pamplona, Aramburu). En éste
se ocupa atinadamente, sobre todo, en los capítulos III, VII y X, de la iglesia
de Fitero. A veces, hace observaciones tan justas como ésta: “Lo singular de
esta iglesia no es el empleo de líneas angulosas y capiteles achaflanados, sino
el emplazamiento de la cabecera mayor y de las capillas en torno a ella, en la
sección destinada a las procesiones” (página 594).
Al ocuparse de la inscripción de la arqueta de
marfil hispano-arábiga del siglo X, Biurrun no acepta la traducción de
Ferrándiz, sino la de Gómez Moreno (página 682).
BURGO, Jaime del
Escritor prolífico y polifacético, pues ha cultivado
la novela, la historia, la bibliografía, el drama, etc., habiendo obtenido el
Premio Nacional de Literatura “Menéndez Pelayo” de 1967. Nació en Pamplona en
1912 y en la actualidad es Director del Departamento de Turismo, Bibliotecas y
Cultura Popular de la Diputación Foral de Navarra. Es una lástima que, en el
pliego turístico dedicado a Fitero, se haya deslizado alguno que otro error,
que, por lo demás, pasan inadvertidos para los turistas.
CASTRO, José Ramón
Historiógrafo tudelano (1896-1977). Fue Jefe del
Archivo General de Navarra y académico correspondiente de las Reales de la
Historia y de Bellas Artes. Entre sus estudios relativos a Fitero, destacan los
dedicados al pintor flamenco Roland Mois, autor del gran retablo del Altar
mayor; al entallador, Esteban Ramos, que hizo la sillería y el facistol del
coro, y a Baltasar Febre, que labró, en estilo plateresco, la bóveda oriental
del claustro bajo. Castro logró identificar a Baltasar Febre con Baltasar de
Arras, por el cotejo de sus firmas y por otros detalles.
Figuran dichos estudios en sus libros Cuadernos de Arte Navarro – Pintura
(Pamplona, 1944) y Cuadernos de Arte
Navarro – Escultura (Pamplona, 1949), así como en varios números de la
revista Príncipe de Viana.
COCHERIL, Dom Maur.
Monje
cisterciense francés contemporáneo, investigador de la historia del Císter en
la Península Ibérica. Se ocupa del
Monasterio de Fitero en un Essai sur
l´origine des Ordres Militaires dans la Péninsule Ibérique (Collectanea
Cisterciensium, XX, 1958 y XXI, 1959) ; en L´implantation des abbayes cirterciennes dans la Péninsule Ibérique (Anuario
de EStudios Medievales, I, 1964), y en sus Etudes
sur le monachisme en Espagne y au Portugal (Société d´Éditions « Les
Belles Lettres », Paris, 1966).
Desde luego, está muy
bien informado, pero, a veces, omite deliberadamente sus fuentes españolas de
información.
CROZET, René.
Arqueólogo
francés contemporáneo. Es autor, entre otros trabajos, de Recherches sur l´architecture monastique en Navarre et en Aragon,
entre los que figura un excelente estudio comparado de las iglesias abaciales
de Fitero, La Oliva y Veruela (Université de Poitiers, Cahiers de Civilisation
Médievale, Octobre-Décembre, 1970.
DIMIER, Dom Anselme
Monje
cisterciense y notable arqueólogo francés contemporáneo. Dirige las magníficas
ediciones de arte cisterciense, salidas de la Abbaye de Sainte-Marie-de-la-Pierre-qui-Vire (Yonne, France) y es autor, entre otras
obras importantes, de dos en que se habla de la iglesia de Fitero: Recueil de
plans d´églises cisterciennes (Paris, 1949) y de l´Art Cistercien hors de
France (Abbaye Sainte-Marie-de-la-Pierre-qui-Vire, 1971).
FUENTE,
Vicente de la.
Publicista
y académico de la Historia. Nació en Calatayud en 1817 y murió en Madrid, en
1889. Fue rector de la Universidad de Madrid, de 1875 a 1877, y escribió
numerosas obras; la mayoría de carácter religioso. Se ocupó del Monasterio de
Fitero en los tomos 49 y 50 de la continuación de la España Sagrada del P. Enrique Flórez, por la Real Academia de la
Historia (Madrid, José Rodríguez, 1865-1866). El más importante, desde el punto
de vista fiterano, es el tomo 50, en cuyo tratado 87, capítulo 23, estudia “Las
Santas Iglesias de Tarazona y Tudela, en sus estados antiguo y moderno”. Inserta
una sucinta historia del Monasterio, incluyendo un abaciologio completo, aunque
bastante parco en noticias. En el Apéndice documental, transcribe una docena de
instrumentos, copiados del Cartulario y del Tumbo de Fitero.
GARCÍA,
Genaro.
Publicista
e historiador mejicano (1867-1920). Es autor de una de las biografías modernas
más notables de Palafox. Su título completo es: Don Juan de Palafox y Mendoza, Obispo de Puebla y Osma, visitador y
Virrey de la Nueva España y fue publicada en México D. F. (Librería de
Bouret, 1918). Es un volumen en 8º, de 25x17 cm. Y 426 páginas. Está dividido
en 13 largos capítulos y contiene además dos apéndices, con sendas cartas del
Provincial de Castilla y del Prepósito General de la Compañía de Jesús, de 1647
y 1648 respectivamente; y por fin, una extensa y minuciosa Bibliografía de 95
páginas, la cual comprende más de 300 reseñas de obras, de las que 257 hablan
de Palafox o están escritas por éste.
Su
biografía contiene un error capital al que le indujo la partida de bautismo de
Palafox, que se conserva en el Archivo Parroquial de Fitero, y es el de admitir
como padre adoptivo de nuestro paisano a Juan Francés, y no a Pedro Navarro,
que fue el verdadero. Pero, en general, está muy bien informado, se muestra
defensor de Palafox en el lamentable pleito con los jesuitas de la Nueva España
y no se anda con rodeos para señalar las tremendas lacras de la sociedad
mejicana colonial.
GAINZA
GAINZA, María Concepción
Es
catedrática de Historia del Arte de la Universidad de Navarra. Se doctoró con
una notable tesis sobre La escultura
romanista en navarra, publicada en 1969 por la Institución Príncipe de
Viana, y ha dirigido últimamente el Catálogo
Monumental de Navarra, cuyo tomo I, consagrado a la Merindad de Tudela,
apareció en 1980, habiendo colaborada con ella maría del Carmen Heredia Moreno,
Jesús Rivas Carmona y Mercedes Orbe Sivatte.
Incluye
este catálogo un estudio resumido, pero completo, de nuestra grandiosa iglesia
cisterciense, en 16 páginas, y otro, en 8 páginas, del moderno convento de las
MM. Clarisas. Inserta, como ilustraciones de la primera, 34 láminas en blanco y
negro, y 3 en colores, y del segundo, 6 láminas en blanco y negro. Desde luego,
es un volumen espléndido.
GARCÍA
SESMA, MANUEL
Ha
publicado hasta ahora sobre Fitero los siguientes libros: 1) Poemario Fiterano (Pamplona, Gráficas
Iruña, 1969); 2) La Iglesia Cisterciense
de Fitero (Tudela, Gráficas Larrad, marzo de 1981); Estudios Fiteranos (Tudela, Gráficas Larrad, octubre de 1981); 4) Las Leyendas fiteranas de Gustavo Adolfo
Bécquer y otros temas (Tudela, Gráficas Larrad,1982), y tiene pendiente de
publicación dos más: Geografía
contemporánea e historia de Fitero y Miscelánea Fiterana[1].
GOÑI
GAZTAMBIDE, José.
Canónigo-Archivero
contemporáneo de la Catedral de Pamplona, Doctor en Historia de la Iglesia por
la Universidad Gregoriana de Roma y académico correspondiente de la Historia.
Nació en Arizaleta, en 1914. Ha publicado numerosos trabajos sobre su
especialidad y entre ellos, una Historia
del Monasterio Cisterciense de Fitero, aparecida en la revista Príncipe de
Viana, año 26, nº 100 y 101, pp. 295-299 (Pamplona, 1965). Se trata
esencialmente de una historia interna del Monasterio, escrita con tanta
erudición como discreción; con lo que la Abadía queda en un buen lugar.
Naturalmente no se ocupa –algo algo insinúe- del tormentoso señoría temporal
del Monasterio ni de la pugna secular entre los monjes y los vecinos.
De
todos modos, la obra del señor Goñi Gaztambide es una aportación muy valiosa a
la historia de Fitero.
GUTTON,
Francis
Historiógrafo
francés contemporáneo. En 1955 publicó La
Chevalerie Militaire en Espagne-L´Ordre de Calatrava (Paris,
Lethielleux) : un grueso volumen que, como su título indica, es sobre todo
una historia de la orden Militar de Calatrava ; pero incluye asimismo una
corta biografía de san Raimundo y hasta una pequeña reseña sobre Fitero, a
donde vino para documentarse, al comienzo de la década de los 50. En la biografía,
fantasea de vez en cuando, copiando a Mascareñas –aunque sin citarlo en su
Biografía- y comete otros pecadillos. De todas maneras, la obra es muy
interesante y ha sido traducida al español.
IDOATE,
Florencio.
Historiador,
nacido en Oricain en 1912. Es Jefe del Archivo General de Navarra y académico
correspondiente de la Historia. No ha escrito ningún libro sobre Fitero, pero
en los tres tomos de sus Rincones de la
Historia de Navarra, publicados por la Institución Príncipe de Viana
(Pamplona, 1954-1965-1956), con un total de cerca de 2.000 páginas, en
volúmenes de 23,5x17 cm., se encuentran curiosas noticias relativas a nuestro
pueblo. Lo mismo ocurre con su Catálogo
documental de la ciudad de Corella (Pamplona, Aramburu, 1964) en el que
reseña alrededor de 200 documentos relativos a nuestro Monasterio y a nuestra
Villa, al mismo tiempo que a Corella y a otros pueblos circunvecinos.
JARDIEL,
Florencio
Famoso
orador sagrado y excelente escritor. Fue Deán del Cabildo de la Catedral del
Pilar de Zaragoza. Nació en Hijar en 1844 y murió en Zaragoza en 1931. Con
motivo del 4º centenario del descubrimiento de América, dio, en 1892, una
conferencia en el Ateneo de Madrid, publicada a continuación con el mismo
título de El Venerable Palafox, en un
folleto de 44 páginas (Madrid, 1892). Es una breve biografía palafoxiana cuyo
mérito principal es el haber resucitado la memoria de nuestro paisano,
completamente olvidado en aquella época. Jardiel fue el primero que lanzó en
ella la especie de que la madre de Palafox fue una hija del Dr. Matías de
Casamate, la cual ingresó más tarde en un convento de monjas carmelitas,
tomando el nombre de Ana de la Madre de Dios. Esta especie fue recogida
posteriormente por don Genero García, Sor Cristina de Arteaga y otros biógrafos
palafoxianos.
JIMENO
JURÍO, José María
Publicista
e historiógrafo, nacido en Artajona en 1927. Su obra más importante es la
titulada Documentos medievales
artajonenses, editada por la Institución Príncipe de Viana en 1968. Ha
escrito casi medio centenar de opúsculos de la colección Navarra-Temas de Cultura Popular y entre ellos figura el número 72,
dedicado a Fitero y publicado en 1970. Como todos los de la colección, está
magníficamente presentado, conteniendo 11 ilustraciones en colores y 4 en blanco
y negro. En cuanto al texto de Jimeno Jurío, se trata de una visión global
geográfico-histórica de Fitero, bastante lograda, sin omisiones interesadas,
dejando al descubierto la lucha sorda –y a veces, atronadora- entre el pueblo y
el convento, desde el siglo XVI.
LAMPÉREZ,
Vicente
Arquitecto,
arqueólogo y publicista. Fue director de la Escuela Superior de Arquitectura y
académico de la Historia y de Bellas Artes. Nació y murió en Madrid
(1861-1923). Restauró las catedrales de Burgos y de Cuenca, el palacio de los
Duques del Infantado de Madrid, etc. figuran, entre sus principales libros, La Historia de la Arquitectura Cristiana
Española y la Arquitectura aragonesa en los siglos XI, XII y XIII.
Fitero
está en deuda con él, pues fue el primer académico que abogó –aunque
inútilmente- porque nuestra iglesia fuese declarada monumento nacional y el que
escribió el mejor estudio arquitectónico de ella, hecho hasta entonces, y
publicado con el título de El Real
Monasterio de Fitero en Navarra, en el Boletín de la Real Academia de la
Historia, en 1905 (tomo XLVI, Cuaderno IV, abril de dicho año).
Comprende
cinco apartados: 1) Preliminares; 2) Historia; 3) Análisis arquitectónico; 4)
Presunciones sobre la época de edificación; 5) Importancia de la iglesia de
Fitero y su comparación con las demás españolas del Císter. Es un trabajo muy
notable.
LLETGET
Y CAYLA, Tomás.
Médico
y publicista catalán. Nació en Reus en 1825 y murió en Barcelona en 1898. Fue
médico y director de los Baños Viejos (hoy Virrey Palafox) de Fitero –y antes,
de los de Tiermas- y escribió una excelente Monografía
de los Baños y Aguas Termo-medicinales de Fitero, que terminó en 1868 y que
fue premiada en la Exposición Aragonesa Internacional. Se publicó en Barcelona,
en 1870, por la imprenta de Celestino Verdaguer.
Consta
de un prefacio, seis capítulos y un apéndice, con un total de 244 páginas.
Naturalmente la hidroterapia termal, así como el tratamiento de no pocas
enfermedades a las que se aplicaba a la sazón, han experimentado cambios y, por
lo mismo, las ideas del Dr. Lleget sobre la materia están ya, en parte,
desfasadas; pero no todas. Por otro lado, sus estudios del capítulo I acerca de
la topografía, geología, climatología y vegetación de Fitero, todavía son
aprovechables. Y lo mismo cabe decir de las antigüedades e historia de los
baños primitivos y de nuestra Villa, que estudia en el Apéndice.
MADOZ,
Pascual.
Abogado,
periodista, escritor y político liberal progresista del siglo pasado. Nació en
Pamplona en 1806 y murió en Génova en 1870. A causa de sus ideas, sufrió
prisiones y destierros. Fue Gobernador de Barcelona y de Madrid, Presidente de
las Cortes y Ministro de Hacienda. Como escritor, su obra más notable es el Diccionario Geográfico-Estadístico-Histórico
de España y sus posesiones de Ultramar, en 16 grandes volúmenes (Madrid,
1845-1850).
En
él se dedica a Fitero un artículo de cerca de 4000 palabras (tomo VIII, pp.
104-108, Madrid, 1847). Pero ¿ya fue el propio Madoz el que lo escribió…? Es
seguro que redactó, por lo menos, la parte relativa al pueblo, en la que no
regatea las alabanzas a los vecinos y los ataques a los frailes, diciendo de
estos últimos, a propósito de ciertas construcciones delconvento –pero no de la
iglesia- que “carecían absolutamente de la idea de los bello” (página 104).
En
cambio, el estudio relativo a los Baños Viejos, que tiene doble extensión y es
bastante notable, se debe, al parecer, al Dr. Cirilo Castro, quien era, a la
sazón, el Médico-Director del establecimiento, pues el mismo Madoz confiesa,
casi al final del artículo, que “el Director de tan célebres Baños es, en la
actualidad, el acreditado profesor y nuestro particular amigo, el Sr. D. Cirilo
Castro, a quien debemos los precedentes
noticias” (página 108)
MADRAZO
Y KUNTZ, Pedro de.
Escritor,
arqueólogo y crítico de arte. Fue académico de la Lengua, de la Historia y de
Bellas Artes. Nació en Roma en 1816 y murió en Madrid, en 1898. Su padre, don
José de Madrazo, y sus hermanos Federico y Luis, alcanzaron fama como pintores.
Entre las principales obras de don Pedro, figura España-sus Monumentos y Artes, en varios volúmenes ilustrados.
En
el tomo III (Barcelona, Daniel Cortezo, 1886), dedica a Fitero un buen estudio
en 20 páginas (452-472). La mayoría se refieren a la arquitectura del templo y
a sus dependencias, especialmente, a la Sala Capitular, deshaciéndose en
elogios. También describe dos de sus más ricas alhajas: la Arqueta Eucarística
(que él llama “Relicario de San Blas”, porque, en su tiempo, encerraba una
reliquia de este Santo) y la Naveta de concha de nácar. No se ocupa de la
arquitectura del Convento, pero sí de las rivalidades e intrigas de los frailes
para obtener el mandato de la Abadía. Por supuesto, no se olvida de San
Raimundo ni de la fundación de la orden de Calatrava. En cambio, dedica pocas
líneas al pueblo o, mejor dicho, a su caserío, que por lo visto, no le hizo
mucha gracia, pues escribe que “la parte antigua de la población, que viene a
ser como una mitad de ella, es de malísimas calles y callejones, estrechas
aquéllas, tortuosas y sucias; en la otra mitad, de construcciones menos
vetustas, hay vías rectas y espaciosas: la Calle Mayor es buena, larga y ancha”
(página 471).
MALUQUER
DE MOTES, Juan.
Ilustre
arqueólogo contemporáneo, catedrático del Instituto de Arqueología y Prehistoria
de la Universidad de Barcelona. En 1952, fue nombrado Director del Servicio de
Excavaciones de la Institución Príncipe de Viana y, a continuación, estuvo en
Fitero, donde dirigió las realizadas para acabar de descubrir los avatares de
los poblados prehistóricos de la Peña del Saco. Su resultado lo publicó en los
números 100b y 101 de la revista Príncipe
de Viana, año 26, Pamplona, 1965, con el título de Notas estratigráficas del poblado celtibérico de Fitero (Navarra).
El estudio está ilustrado con dos fotos de ruinas de dos viviendas prehistóricas de dicho monte y con
dos dibujos a escala: uno de la planta del barrio oriental del poblado y otro
de la sección S-N de la estancia “M” del mismo. El señor Maluquer resucita
además la vida ruda y accidentada de aquellos primitivos pobladores del actual
territorio de Fitero.
MARIN,
Hermenegildo.
Religioso
cisterciense de la Abadía de La Oliva. Con motivo del VIII centenario de la
muerte de San Raimundo, publicó en la revista Cistercium una biografía resumida
del Santo, titulada San Raimundo de
Fitero, abad y fundador de Calatrava (1963, XV, pp. 259-274)- Ya su título
no es muy feliz que digamos, pues San Raimundo no fundó Calatrava, sino la
Orden Militar de Calatrava, que no es lo mismo y que es, sin duda, lo que quiso
decir el autor. Por otra parte, él mismo confiesa a las pocas líneas, que “no
pretende este sencillo trabajo aportar nuevos datos con los que zanjar
definitivamente las cuestiones debatidas sobre nuestro Santo, sino exponer lo
que parece más fundado entre las distintas opiniones”. Entiéndase lo que le
parece más fundado a él: o sea, que San Raimundo nació en Tarazona, que fue
canónigo de su catedral, que se retiró luego al desierto, que tomó el hábito
cisterciense en el monasterio de Yerga, etc., etc.
Como
debatimos ampliamente estas cuestiones, en anterior libro, no vale la pena de
detenernos en reseñar más detalladamente este opúsculo de 15 páginas. Añadamos
únicamente que al final, el P. Marin arremete agriamente contra el benedictino
P. Benedicto Tapia de Renedo, por haber afirmado este último que las Ordenes
Militares, “en pleno cristianismo”, fueron unas “aberraciones” (San Benito, Padre de Europa, B.C.E.,
Madrid, 1960, p. 9). Y termina el P. Marín haciendo la apología de estas
Ordenes.
MENDEZ
PLANCARTE, Alfonso.
Humanista
y crítico literario mejicano contemporáneo. Fue colaborador del diario del
Distrito Federal, El Universal, y
dirigió la revista Abside, desde la
muerte prematura de su hermano Gabriel. Su principal tarea fue la resurrección
y reivindicación de los poetas mejicanos de la época barroca, completamente
olvidados. En 1944, la Universidad Autónoma de México publicó su excelente obra
Poetas Novohispanos, número 43 de la Biblioteca del Estudiante Universitario.
En ella dedica un buen estudio al insigne fiterano Palafox y Mendoza, en su
faceta de peota religioso. Primeramente hace un entusiasta resumen biográfico
de nuestro paisano en las páginas XLII-XLV de su extensa Introducción, y más
adelante, inserta diez composiciones poéticas de Palafox, en las páginas 57-68,
seguidas de catorce notas eruditas acerca de las mismas.
MONTERDE,
Cristina.
Doctora
en Filosofía y Letras y autora de la obra más erudita y extensa que se ha hecho
hasta ahora sobre el Monasterio de Fitero. La escribió precisamente para
obtener el doctorado en la Universidad de Zaragoza en 1974 y lleva como título
Colección diplomática del Monasterio de Fitero (1140-1210). Fue editada por la
Caja de Ahorros de Zaragoza, Aragón y Rioja, en un magnífico volumen de 23,5x17
cm. Y consta de 632 páginas, 17
fotografías de monumentos y lugares, 7 documentos, 4 mapas a escala y 5 cuadros
de contratos, donaciones y oblaciones. Para el estudio paleográfico de los
documentos, trae 15 reproducciones, totales o parciales, de folios del
Cartulario y nada menos que 718 palabras, en letra carolina o gótica, de las
distintas grafías de todas las letras mayúsculas y minúsculas, empleadas en
aquél.
La
obra consta de tres partes fundamentales. En la primera, estudia
exhaustivamente las Fuentes Documentales. En la segunda, hace la historia del
Monasterio y sus diferentes emplazamientos, desde sus orígenes en Yerga, hasta
1210, ya en Fitero. Y en la tercera, inserta seis Apéndices, de los cuales el
principal es el primero, con la reproducción en latín de los 234 documentos del
Cartulario, completado en el segundo Apéndice (Addenda) con 9 documentos más,
posteriores a la terminación de aquél.
Desde
luego, esta notable obra no es para el vulgo corriente y moliente, sino para
eruditos.
MOZOTA,
Saturnino.
Fue
médico-director de los baños Nuevos de Fitero (hoy Gustavo Adolfo Bécquer),
durante varios años del primero y segundo tercios del siglo actual. Antes había
sido Director del Laboratorio Clínico de la Facultad de Medicina de Zaragoza.
En 1930 publicó un opúsculo de 53 páginas, titualdo Notas hidrológicas y
clínicas de los balnearios de Fitero (Berdejo Casañal, Zaragoza), con 10 fotos
de reumatismos crónicos observados en Fitero, 19 esfigmogramas de cardiopatías
reumáticas y dos fotos de los balnearios. Aparte del estudio dedicado a las
propiedades de las aguas termales y a sus acciones y efectos
fisio-terapéuticos, comprende 15 páginas consagradas a la historia, topografía,
geología, climatología, fauna y flora de Fitero.
ROJAS
GARCIDUEÑAS, José.
Humanista
mejicano contemporáneo, catedrático de la Universidad Nacional Autónoma de
México (U.N.A.M.). En 1946 se publicó su excelente libro Ideas políticas de don Juan de Palafox y Mendoza, nº 64 de la
Biblioteca del Estudiante Universitario. Consta de 180 páginas. Contiene, en
primer lugar, un largo prólogo de XLVI páginas, en el que hace un resumen
biográfico de nuestro insigne paisano, basado en la biografía palafoxiana de
don Genera García. El resto, o cuerpo de la obra, es una selección atinada de
textos de Palafox, reunidos en tres capítulos: 1) Diversos dictámenes
espirituales, morales y políticos; 2) Juicio político de los daños y reparos de
cualquier monarquía; 3) Diversos fragmentos sobre pol´ticia, sacados de la Historia Real Sagrada.
A
continuación publica integro el tratado palafoxiano De la Naturaleza del indio, y finalmente su Informe sobre el estado del Virreinato, dirigido a su sucesor, el
conde de Salvatierra.
Otros
intelectuales mejicanos contemporáneos que merecen citarse a este respecto,
son:
Elena Baz Weatherston,
autora de Aportaciones al estudio de la
literatura mística en la Nueva España (México, 1945), en las que estudia
las hechas por Palafox.
Pablo González Casanova,
autor de Aspectos políticos de Palafox y
Mendoza, publicados en la Revista de
Historia de América (México, nº 17, pp. 27-67, junio de 1944).
José Miguel Quintana,
que posee la mejor colección iconográfica de Palafox y ha publicado diversos
trabajos sobre él mismo.
SAMITIER,
Javier
Actual
médico-director del Balneario Virrey Palafox de Fitero, desde 1965. Nació en
Sangüesa en 1913 y perteneció al Cuerpo de Sanidad Militar, del que es coronel
médico retirado.
En
la colección Navarra-Temas de Cultura
Popular figura, con el número 299, su opúsculo Fitero y el Venerable Palafox. Se trata de una biografía
compendiada del insigne fiterano, nacido precisamente en los Baños Viejos. Va
precedida de una reseña histórica de dichos Baños, así como de los inicios del
Monasterio, que fue su propietario desde mediados del siglo XII hasta finales
de 1835.
Un
detalle muy curioso es el texto, incluido en las páginas 22-23, de la
descripción que hizo Palafox de la peste que asolaba a España y, sobre todo, a
Andalucía, a su vuelta de México, en octubre de 1649: descripción que es un cuadro
de horrores escalofriante.
SÁNCHEZ-CASTAÑER,
Francisco.
Humanista
e historiógrafo, ex decano de las Facultades de Filosofía y Letras de las
Universidades de Valencia y Madrid (Universidad Central) y actualmente
catedrático de Literatura Hispanoamericana de la Universidad Complutense. Es el
más eminente palafoxista contemporáneo. En 1964 publicó su notable biografía
palafoxiana Don Juan de Palafox, virrey
de Nueva España: un denso volumen de 24x17 cm. Y 250 páginas. En realidad,
la biografía solo ocupa 159 pp., y el resto contiene tres Apéndices, precedidos
de Notas Preliminares. En el primero inserta, como rojas Garcidueñas, el
tratado palafoxiano De la naturaleza del
indio; en el segundo incluye un Elogio
de Palafox, pronunciado en la Catedral de Puebla por el Arzobispo d. Octaviano
Márquez, el 20 de octubre de 1959, y en el tercero, detalla las Efemérides del
Tricentenario de Palafox, en España y en Méjico.
En
1968, el señor Sánchez-Castañer publicó Los
Tratados mejicanos de Juan de Palafox y Mendoza (Ediciones atlas, Madrid),
separata de su Estudio preliminar a los
volúmenes CCXVII y CCXVIII de la Biblioteca de Autores Españoles.
Y
en 1975, publicó La madre del Virrey de
Nueva España, Juan de Palafox y Mendoza, separata en 11 páginas del estudio
sobre este asunto, que publicó en el Anuario
de Estudios Americanos (tomo XXXII). En él sostiene que la posible madre de
Palafox no fue una hija del Dr. Matías de Casamate, sino doña Lucrecia de
Mendoza.
[1] La
Banda del Carrascas, p. 255 de este libro.
[2] En 1992, el Ayuntamiento de Fitero le
realizó un pequeño homenaje con motivo del I Centenario de su nacimiento. En él
participaron el Coro de Voces Graves de Pamplona, la Banda de Música de Tudela
y la Banda de Música de Fitero. También se celebró una misa y se depositó un
ramo de flores ante su tumba. El tríptico en le que se anunciaban los actos
estaba introducido por un texto de Manuel García Sesma.
[3] Ver artículo de R. F. G. en la Revista
Fitero-89: “ Fray Joaquín Aliaga. Párroco
de Fitero.”
[4] Ver página 264.
[5] Hoy reconvertido en habitaciones de la
misma Residencia.
[6] Libro
de Actas de 1912-14, fol. 129. A.M.F.
[7] Además de las recogidas en el texto de
Manuel García Sesma, la Sociedad General de Autores de Euzkadi tenía
registradas, en noviembre de 1998, las 209 piezas siguientes, por órden
alfabético: A esta fiesta hemos llegado; A las Brigadas Navarras; A los Toros;
Aipletas de Doña Fermina; Aires de Moncayo; Aja mi viejo; Al quiebro torero; Ya
no me quieres; Ya se terminó la Fiesta; Ya te cogi; Ya torea Villalta; Ya viene
el día; Yo no sufro más por ti; Yo te diría; Zabalza; Zadrin; Zurra Manchego;
Villarito; Viva el Ejército Español; Viva la alegría; Viva mi pueblo; Viva mi
tierra; Ya llueve poquito a poco; Ya me olvidaste; Suspiros de mi tierra; Te
apartas de mi; Te vas y me dejas; Tesoro; Todo por España; Triqui; Tuli Tuli;
Una señal te quedó; Urbina; Valor y arrogancia; Villarido; Santa Lucía;
Santidrian; Secreto de Sixto; Si tu supieras; Siempre enamorado; Silvan; Sol
argentino; Soñando en ti me despierto; Su entrada en Madrid; Sube y baja María;
República Española; Requiebro; Roberto; Rufino el de la Fuerte; Rufino el de la
Suerte; Rutillar; Rutillera; San Adrián; San Antonio se pondrá; Purificación;
Qué Gaucho; Qué guasón; Qué infeliz; Qué ojos tienes; Que si quieres morena;
Raimundico; Ramiro de mi querer; Ramoncito; Rayos de Luz; Redriles; Redule;
Pelarica; Petunia; Pilarica; Pitos y Palmas; Por la Ventana he; Por tus versos
mi recuerdo; Postijonesa; Prefiero tu amor; Punto; No me olvides por favor; No
seas ingrata; No te olvidaré; No temas por eso; No tienes razón; No tires
ingrata; Noche amorosa; Parala; Paridri; Pasticulo; Pelania; Mi amado; Mi cada;
Micaela; Molina; Monina; Moquete; Morina; Mortillico; Motillico; Muy cerca de
la fuente; Natividad; Marcelino, Marcelino; Mari Tovi; Maribel; Maroma;
Martillico; Mary Tay; Me quieres por algo será; Me tienes loco; Melliza; Las
miradas de Jacinta; Las penas de Juan; Las tres copas de Rufino; Levantate; Los
consejos de Lober; Los reflejos de Elena; Los Santos de Mahoma; Los suspiros de
Raimundo; Los tropiezos de la Patro; M Amoldo; Madre que viene el gaitero; Mal
te veo Feliciano; Maquete; Jayan; Jilvan; José que alegre estás; Joselito de la
Cal; La Maroma de Felipe; La Pastejonesa; La Roma de Felipe; La torna boda; La
Vida de Fígaro; Las Brigadas Navarras; Las malas lenguas; Gayan; Gilvan;
Gonzala González; Gratitud; Guinderica; Ilusión; Institnto; Intuido; Felipes;
Felisin; Feliz despertar; Fetiche; Flamígero; Flor de la Ribera; Foenlo; Eladia
de mi vida; Enchufes no; Engracia Josefina; Entre zarzas; Eres mi encanto; Es
muy grande me querer; Espero a Villalta; Farala; Farola; Fascículo; Fascinado;
Fe y esperanza; Don Juan López; Dulzuras de la Manana; Ecos de la Montaña; El
ascensor; El chico de las gaseosas; El cisne; El golfo y el matón; El jardín
del amor; El Santo de Perico; Crispulin; Cuplés de Fermin; De las Rosas; De tus
labios un beso; Del oasis llegó Ricardo; Demetrio de la Portilla; Despierta
Dolores; Difilo; Dofrines; Cerca de Aragón; Cerca de tu huerto estuve; Chiquitin
enfermo; Chirloya; Chuletas empanadas; Cimarosa; Colección de Bailables; Con
esperanza; Conesmón; Contigo al Cielo; Corrincho; Baño que me diste; Baridri;
Boda de Sigarra; Bodas Hermenegilda; Boyorno a la Matina; Cantina de las
Flores; Capullito, Capullito; Caricias de amor; Carita de Cielo; Cartagenera;
Catachus; Amalio Andueza; Anda chiquito; Anda y díselo a tu madre; Angelita;
Arbizu; Arriba España; Así me pagas; Así se baila; Asómate Dolores; Ay Manuela.
Fuentes: Sociedad General de Autores. San Sebastián.
[8] Libro
de Actas de 1912-14, f. 57. A. M. F.
[9] Con
la extinción del Monasterio, quedó más o menos abandonado el Hospital que
sostenía (casa nº 35 del Barrrio Bajo), aunque continuó funcionando, a cargo
del Ayuntamiento, como Hospital Municipal según se desprende de algunas
defunciones ocurridas en él, como la de Eulogía Liñán, el 20-I-1850. Este
Hospital mísero y que dejaba mucho que desear, fue sustituido por el Santo Hospital de San Antonio, el cual
fue abierto el 21 de cidiembre de 1902, siendo Alcalde D. Juan Cruz Lahiguera,
y Párroco, D. Martín Corella. Se instaló en la Plaza de las Malvas, ocupando la planta baja de la actual Residencia San Raimundo, en el antiguo
convento cisterciense. Se encargaron de él las mismas Hermanas de la Caridad de Santa Ana, cuya Superiora, en Fitero,
era, a la sazón, la Hermana Petra Goñi. Ejercía el Patronato de este Hospital
una Junta compuesta por el Alcalde, el Párroco y el Secretario del
Ayuntamiento, como Vocales natos, y otros cuatro vecinos designados por el
Ayuntamiento, de entre los cuales se elegía al Administrador. El flamante
Hospital tenía 10 camas, distribuídas en dos Salas (una para hombres y otra,
para mujeres) y acogía a enfermos indigentes de ambos sexos, por un periodo
discrecional, que ordinariamente era de 15 días, pasados los cuales, los
enfermos, cuando el caso lo requería, eran trasladados al Hospital Provincial
de Pamplona. A las Hermanas se les dio, en un principio, por este servicio, 500
pesetas anuales y una asignación diaria por enfermo, que oscilaba entre 0´50 y
1 peseta, según su número. Como se comprenderá, con esta raquítica asignación,
las Hermanas no podían regalar a los hospitalizados con manjares.
Treinta años después de su
fundación, en una comunicación oficial, hecha el 19 de marzo de 1932, al
Presidente de la Junta Provincial de Beneficiencia de Navarra, por el Alcalde
D. Jacinto Yanguas, se hacía constar que el Hospital de la localidad no poseía
fincas rústicas ni urbanas y que sus valores públicos consistían en los siguientes:
a) cinco acciones de la Deuda Provincial (2.500 pesetas); b) dos imposiciones
anuales en el Crédito Navarro (9.000 pesetas); dos imposiciones de la Caja de
Ahorros de Navarra (7.000 pesetas); diez acciones de la Caja de Crédito Popular
(259 pesetas). Total: 18.750 pesetas. Las cuales producían un interés anual de
809 pesetas.
De esta suma se daban 700
pesetas anuales a las Hermanas de la Caridad, y con el resto, se atendía, en
parte, al pago de las estancias de los enfermos, a lo que contribuían las limosnas
de los particulaes, pues no podía hacerse con solo 109 pesetas, que era el
sobrante de los intereses. El Hospital de San Antonio duró 68 años, habiéndose
hospitalizado, durante ellos, algo más de medio millar de enfermos, con más de
1.500 días de estancia. Su existencia fue verdaderamente precaria, sobre todo,
en sus útlimos tiempos (década de 1960-70) en que ya no recibía ninguna
subvención del Ayuntamiento y se sostenía con limosnas de toda especie y con
una parte proporcional del Cepillo de la Parroquia. Su último administrador fue
D. Julián Tovías, quien nos suministró todos estos detalles.
[10] Y continuaba: “Hace su acción soberana
/ que en perlas de llanto brote. / La más bella fiterana / las prenderá en su
capote. // Lo bueno de tus acciones / agradecido nos dejas; / ya tienes más
corazones / que a Dios pidan te proteja. // Las aguas de nuestros baños / han
traído estos festejos; / si nos curan a Villalta, / pronto los repetiremos. //
La nobleza de Aragón / sellada queda en Fitero, / con hechos, no con palabras,
/ de este valiente torero. // Si ella te cuida y te guarda; / tu Virgen la del
Pilar, / la nuestra, la de la Barda, / también te sabrá cuidar.” N. del E.
[11] Estaba casado con Remedios Alfaro y
Octavio de Toledo. Tuvieron dos hijos: Elena y Remedios Valenzuela La Rosa
Alfaro.
[12] Estaba casado con Carmen
Santesteban (Cintruénigo).
[13] “Yo,
por ir a por moras, / me enreduje en un zarzal / y que cosa tan hermosa, / me
salió de aquel bardal. // Fue la Virgen de la Barda, / nuestra Patrona
inmortal, / que de Toledo a Fitero / nos la trajo el Santo Abad. // El Poba
está mirando / con muchísimo interés. / El chico ya se merece / que le canten
algún cuplé. // Cuando va con la cajeta / a las casas a pedir, / si se tercia,
se echa un tragillo, / sin él no puede vivir.
/ Viva Fitero. Viva Navarra. Viva el pobilla que esto le agrada. // Porque es
muy bueno y servicial......” “Doña Remedios Alfaro este piano regaló / y como
lo ven ustedes / es regalo superior. / La madre se lo agradece / con cariño y
con amor / por ser de una fiterana / que con ella se educó./ Viva Fitero, Viva
Navarra. /Vivan las chicas que aquí trabajan. // El dinero que se saque / de la presente
función / lo emplean las Hermanas / para lucir el salón. / Pues, como lo ven
ustedes,/ tiene falta de arreglar. / Si no se sube a las tablas / no se puede
blanquear. / Viva Fitero. Viva Navarra. / Vivan las chicas que aquí trabajan.”
Cuplés escritos, para esas representaciones, por Mercedes Gracia, Rosario
Yanguas y Pilar Aguirre. Cantados por Remedios Viscasillas.
[14] Muy
probablemente, como sostiene la hija de la señora Pura Pérez, Mª Carmen Ruiz de
Mendoza Pérez, esta Mazurka fue dedicada a ambas farmaceúticas: GLORIA Alba y
PURA Pérez. N. del E.
[15] Himno
a Fitero. Letra del laureado poeta, D. Alberto Pelairea. Música de Lorenzo
Luis. (Estribillo). “Porque en el mundo entero / no hay un pueblo mejor, /
alcemos por Fitero / un canto todo amor. // Con sol de sus campiñas, / con luz
de amanecer, / con verde de sus viñas, / y voces de mujer. // (Estrofa) Gloria
a nuestra villa hermosa / que siempre noble y bizarra / es la más brillante
rosa / de los huertos de Navarra. // A Fitero eterna gloria, / porque con su
sangre brava / en rojo grabó en la historia / esa Cruz de Calatrava. /
(Estrofa) Luz de eternos resplandores / a esta tierra de hidalguía, / la que
con nuestro sudores / nos da el pan de cada día. // Luz a este pueblo que es
Santo, / porque a nuestros muertos guarda, / y tiene por cielo el manto / de la
Virgen de la Barda.
[1] Poemario Fiterano, pp. 203-204,
[2] Ver, en este mismo volumen, páginas 238-239.
[3] [IRIB-1954-4] Pamplona, 1954.
[4] Director de coro en los oficios
divinos.
[5] Manuel Remón Alfaro (Fitero,
1892 - Tudela,1966) estaba casado con Isabel García Gallego (Algar, Cádiz,
1893-Tudela, 1977) y tuvieron cuatro hijos: Gervasio (Fitero, 1919-1996),
Isabel (Fitero, 1920), Carmen (Fitero, 1923), Josefina (Fitero, 1932).
[6] Nació en Fitero en 1873 y murió
en 1943.
[7] Página 259.
[8] Ver p. 235.
[9] Jesús Ucar tenía tres hermanos:
Francisco Ucar López (Fitero, 1903), Jacinto Ucar López (Fitero, 1908), Félix
Ucar López (Fitero, 1909). Desconocemos de cuál de los tres se trata.
[10] Poemario Fiterano, p. 117 y, en
este volumen, p. 260.
[11] Publicado en la Revista Fitero-85.
[12] Fallecidos todos en la actualidad. N. del E.
[13] Sin duda, olmillo es un
diminutivo de olmo, procedente del latín ulmus;
pero no adivinamos por qué se le puso este nombre al paraje árido y abarrancado
que lo lleva, pues nos parece absurdo que se le denominase así por la simple
existencia de un pequeño olmo en su superficie. ¿No será olmillo una corrupción popular de otro topónimo cuyo auténtico y
primitivo nombre ignoramos?
[14] Uno de ellos era Marcelino
Fernández Garijo. N. del E.
[15] Su nieto, Manuel Frías Pueyo, escribió una
semblanza suya para la Revista Fitero-83.
[16] Donde se encuentra actualmente el Salón de Actos
de la Residencia San Raimundo (Plaza de las Malvas).
[17] Tomás Jiménez Moreno.
[18][JURI-1970] José Mª Jimeno Jurío, FITERO, p. 17. Nº 72 de la colección
NAVARRA. Temas de Cultura Popular. DFN. Pamplona, 1970.
[19] A.P.T.
Protoc. de Gracián Navarro de 1581, f. 8.
[20] Hacia 1913.
[21] Del siglo XIX.
[22] Parrocos de Fitero (1836-2003): Fr. Martín
Lapedriza, ex Abad en dos periodos, Fr. Beremundo Atienza, Fr. Manuel Aliaga,
Fr. Joaquín Aliaga García, D. Mariano Solana García, D. Martín Corella
(1903-1909), D. Antonino Fernández Mateo (1910-1918), D. Gregorio Pérez
(1918-1922), D. Aurelio Gallipienzo (1922-1925), D. Alfonso Bozal Alfaro (1925-1937),
D. Julian Martínez Ruiz (1937-1942), D. Santos Asensio Beguiristain
(1942-1958), D. Jesús Jiménez Torrecilla (1958-1968), D. Ramón Azcona
(1968-1977), D. Gonzalo Rodrigo (1977-1987), D. Julian Redín Legorburu
(1987-1995), D. José Antonio Vicente
Gárate (1995).
[23] Estaba casado con
Agustina Jiménez González. Tuvo una posada en su domicilio de la calle Angós.
[24] Carta de José María Iribarren a Manuel G. Sesma:
“24
marzo 1970. Mi querido amigo y paisano. Recibí hace unos días su POEMARIO
FITERANO y no puede usted figurarse con qué interés lo he leído. Me lo he
tragado en tres ratos de lectura a la noche y he aprovechado varias cosas: unas
para mi VOCABULARIO NAVARRO y otras para la segunda edición de mi libro DE
PASCUAS A RAMOS. He recogido varias palabras: molleta, pontigo, reclizas,
rebuscadoras (de olivas) capelladoras, pocero, cribillo, que son
navarrísimas. Me falta por saber (y
espero me lo aclare) lo que son las hojuelas que se comen en Fitero el día de
San José. Para mi segunda edición de DE PASCUAS A RAMOS copiaré lo que dice
usted sobre el baile del tío Maturrillo y sobre la ofrenda de migas, con su
final guindillero y diabólico. Y copiaré
la ronda de los Sanantones, que es muy curiosa. Veo que me cita usted en dos o
tres ocasiones y se lo agradezco muy de veras.
Y espero las coplas fiteranas que anuncia en su nuevo libro. Y los
detalles que me figuro insertará en su nueva obra y que estoy seguro han de
interesarme. Le felicito por sus poemas, tan sentidos, tan nostálgicos, tan
buenos la mayoría de ellos. Y por las
notas finales, tan enjundiosas. ¡Cuántos recuerdos me han vuelto a la memoria
al leer lo que usted cuenta de Alberto Pelairea! Yo trabajé de protagonista en
LA QUE SALVO AL GUERRILLERO y mi novia era María Alava Alba (en la escena) Y
trabajé en LA TARDE DEL CRISTO. Y en LA
HIJA DEL SANTERO, que ahora veo que tenía parecido con la aventura de Palafox.
He visto que usted nació en 1902 y que vivió en Fitero hasta 1925. Y que no
volvió a su pueblo hasta 1960. Y que
estuvo en él en 1964 y 1967. He aprendido muchas cosas que desconocía y que me
interesan. Que el rey consorte Francisco
de Asís y Benedicto V estuvieron tomando las aguas. Las luchas de Fitero con los frailes de la
Abadía, el cólera, la gripe del año 18, las excavaciones, la estancia de
Bécquer, que Pelairea nació en Bilbao, los tipos célebres del pueblo, los
crímenes y robos, el bolo de los mozos y la jugarreta de los militares para
esquivarlo.... En fin; que su libro me ha divertido mucho y me ha enseñado
mucho. Por eso, apenas he acabado de
leerlo le mando esta carta de felicitación y de ánimo para que no deje de
publicar ese segundo libro fiterano que promete ser tan interesante. Reciba un
cariñoso abrazo de su buen amigo, colega y paisano: José María Iribarren.”
[25] Pamplona, 1951.
[26] José
Jiménez hacía llegar a la madre de Manuel G. Sesma las cartas que su hijo le
enviaba desde México, vía Zaragoza.
[27] Se le
dio tal denominación, por haber sido inaugurada, en 1859, por el Obispo de
Tarazona, D. Cosme Marrodán y Rubio.
[28] Propiedad de Araceli Gómez Jiménez.
[29] Del siglo XX.
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