Miscelánea Fiterana

TEXTO ÍNTEGRO

MISCELÁNEA FITERANA


MANUEL GARCÍA SESMA 

Gráficas Larrad, 1981

AYUNTAMIENTO DE FITERO


Prólogo del Autor

MISCELÁNEA, como es sabido, quiere decir etimológicamente mezcla; y literariamente, escrito en que se tratan materias inconexas. Y esto es cabalmente este libro. Pero sólo hasta cierto punto, pues los 24 capítulos de la primera parte tienen un denominador común: el costumbrismo; y sólo los cuatro capítulos de la segunda parte tratan de asuntos sin ninguna relación entre sí.
Las costumbres descritas en la primera parte se sitúan ordinariamente en los decenios últimos del siglo XIX y en los dos primeros del XX. De todos modos, nos remontamos, a veces, hasta el siglo XVI y retrocedemos hasta el decenio de los 70 de la centuria actual, para anotar antecedentes y hacer algunas precisiones.
Aunque nos repugna emplear apodos, la mayor parte de nuestros informadores nos han rogado que algunos consignemos –siempre que no sean verdaderamente inconvenientes-, porque, de otro modo, la mayoría de los vecinos no van a reconocer a las personas designadas únicamente con sus nombres y apellidos. Esperamos que no se moleste ninguna.
En una buena parte de las descripciones, hemos tenido que atenernos a informaciones ajenas, recogidas pacientemente, desde hace muchos años, por haber vivido nosotros fuera de Fitero alrededor de medio siglo; la mayor parte del tiempo, en el extranjero. Así, pues, es inevitable que hayamos incurrido involuntariamente en algún error u omisión.
Son tantísimas las personas que, durante años, nos han suministrado información, que no nos es posible consignar aquí sus nombres, para darles las gracias. Pero que conste nuestro agradecimiento a todas.
Añadamos, para terminar, que nos hemos visto de nuevo en la necesidad de aumentar ligeramente el precio de estas publicaciones, al aumentar desmesuradamente los costos editoriales.

El Autor


I Parte: 

I.- Los Carnavales. II.- Los Cafés. III.- Las Cencerradas. IV.- Las Tinieblas. V.- El Mentidero de San Antonio. VI.- Brujas, duendes y bromistas fantasmales. VII.- Epigrafía mural. VIII.- Las Tabernas. IX.- La matanza del cerdo. X.- Las Barberías. XI.- Las Semanas SantasXII.- Las Rogativas y el Barranco. XIII.- Faenas agrícolas de antaño. XIV.- Dos guerras incruentas.  XVI.- Reuniones de pastrijeras.  XVII.- Las fiestas de los Quintos. XVIII.- Las Navidades.  XIX.- Los Bailes XX.- Las Corridas de Toros.  XXI.- Teatro y Cine. XXII.- El juego de pelota. XXIII. El Fútbol. XXIV.- La Halterofilia y otros deportes.

2ª Parte: 

I.- El Maestro Compositor fiterano, Lorenzo Luis Yanguas.  
III.- Inventario de los bienes del Monasterio de Fitero en 1835.
IV.- Escritos modernos sobre Fitero. 


I PARTE

RETABLILLO FITERANO O CUADRO DE COSTUMBRES DE ANTAÑO



Capítulo I

Los Carnavales

Entre los gratos recuerdos de mi infancia fiterana, figuran los carnava­les. No eran, a buen seguro, tan vistosos como los de Niza o Río de Janeiro; pero tampoco estaban desprovistos de color ni de sabor. La gente de trueno aprovechaba los tres días de mojiganga, para romper la monotonía de su existencia cotidiana y dar rienda suelta a su buen humor y a sus ansias contenidas de expansión. Además, ¡era una fiesta tan barata y tan accesible a todo el mundo! Pues incluso el que no tenía unos reales para alquilar un do­minó, ni unas ochenas para comprarse una careta, ni siquiera unas perrillas para mercarse una nariz postiza de borracho, no por eso quedaba excluido de poder tomar parte en el espectáculo. ¿Que no tenía careta? En tal caso, le bastaba quemar un corcho de bo­tella y con él se pintaba un bigote de sargento, unas barbas de boticario y unas patillas de bandolero serrano. Y si no, se embadurnaba sencillamente la cara con harina o con almazarrón, lo mismo que un payaso de circo bara­to. O con azulete, de donde el nombre de carazulas o caras azuladas, con el que designábamos a las máscaras de carnaval. ¿Que no tenía dominó? Pues se ataviaba con una cortina o con una so­brecama, con la capa o el paletó de su abuelo o con las sayas y la chambra de su hermana.
Todas las prendas y cachivaches viejos servían especialmente para esta ocasión. Así, pues, apelando a medios tan expeditivos, lo mismo se disfraza­ba un individuo - o individua -  de bruja que de barrendero, de gitana como de sacamantecas, de nodriza como de sepulturero. Y de todo había en los carnavales fiteranos, predominando precisamente los disfraces grotescos. El circuito de su desfile lo constituían las calles de la Villa, Iglesia, Garijo, Pozo y el pequeño tramo de la Calle Mayor, desde la del Pozo a la de la Villa. Por este itinerario, comenzaban a dar vueltas los enmascarados, desde las tres de la tarde, y continuaban hasta que anoche­cía, gastando alegremente bromas más o menos inofensivas a los simples es­pectadores y haciendo, sobre todo, las delicias de la chiquillería, que los seguía y los asediaba. Los favoritos de esta última solían ser el Ponme, el Chicho y Pedro Moreno. El Ponme, vestido a usanza mora, con una sábana como chilaba y una toalla como turbante, entretenía a los chicuelos, batiendo sobre sus cabezas dos palitroques, de uno de los cuales pendía una cuerda que llevaba atado un higo seco, y haciéndoles la consabida invitación:

¡Al higuí!
¡Al higuí!
Con las manos, no;
con la boca, sí.

Por supuesto, cuando los niños se cansaban de dar saltos y de estirar el cuello inútilmente, arrancaban el higo con la mano y salían corriendo, como alma que lleva el diablo. Menos mal que el Ponme llevaba siempre una cesta de repuesto. El Chicho iba disfrazado de verdulera y portaba consigo un balde con agua, hasta la mitad de su cabida, y varias naranjas flotando en su superfi­cie. De vez en cuando, se paraba durante el trayecto e invitaba a la concu­rrencia a comer naranjas gratis. ¡Ah!, pero con una condición: había que cogerlas con la boca. Y allí verían ustedes a los chiquillos, remojándose la cara y hasta el occipucio, para alcanzar una naranja. Al final, claro está, la cogían asimismo con la mano y salían de estampía. Pero también el Chicho llevaba su saquete de repuesto.
El truco de Pedro Moreno era más fino. Disfrazado de cocinero de gran hotel, con su gran delantal y un enorme gorro blanco, invitaba a los tran­seúntes a darse un hartazgo de sabrosos hormigos, que ofrecía en una blan­ca palangana. Sólo que había que tomarlos sin pan ni cuchara... Por su­puesto, siempre había algún chiquillo irreflexivo que hundía sus hocicos o sus manos en la tentadora jofaina; pero la mayoría se retraían prudentemen­te, pues nunca faltaban a su alrededor mayores desconfiados y avisados, que los prevenían contra una posible broma pesada. ¿Aquella pasta lechosa y farinácea serían auténticos hormigos o alguna sustancia de peor sabor y olor? Pues, en años anteriores, algún bromista de mala pata había ya dado, con tales postres, sorpresas desagradables... Mientras los chicos se entretenían con estas y otras chanzas inocentes, los mayores se ocupaban sobre todo de identificar a las carazulas.
* * *
- ¿Ves a’isa zarrapastrosa, con sayas amarillas y careta de suegra borra­cha? Es el Macipe [17].
- Me paicè que t’equivocas. Yo creo qu’es la Chafandina. Y si no, arre­para en su tipo y en el modo que tiene d’andar.
- ¡To!, ¡qué boba! Pues yo te digo qu’es el Macipe. ¡No ves que lleva las sayas de su hermana Avelina!
- ¿Y por qué s’habrá disfrazau de suegra borracha?
- ¡Jolines!, pues pa burlarse de la madre de su novia. ¿Aun no t’has en­terau que la Tía Mercé no puede ver al Macipe ni pintau?
- Mira aquel pincho con bastón y bombín, que sube por las escalerillas de la calle de San Antón.
- ¡Si paice uno de los tres ratas de La Gran Vía! ¿No t’acuerdas de aquella función qu’hicieron unos cómicos en la Plaza, durante las Fiestas pasadas?
- Pues tienes razón. Pero ¿quién será esa máscara tan fata?
- ¿No será el Medrano? Vamos a tirarle de la lengua.
- Oye, majo: ¿dónde vas con ese traje tan fachendoso? ¿Vienes de los Madriles o andas buscando a una Marquesa extraviada?
- No, pimpollos. A quien ando buscando es a mi marido, pues me barrunto que anda disfrazado por aquí, del brazo de una pendón... Y como lo descubra, ¡la de palos que le voy a arrear con este bastón!
Las preguntonas se echaban las manos a la cabeza y seguían con la vista al enmascarado, hasta que éste se perdía en el barullo.
- ¡Pobre señorita!, comentaba a continuación una de las curiosas. Debe ser la mujer del Notario. Claro, comu’él es un hombre tan guapo...
- Oye, tú: no seas aldraguera. ¿En qué cabeza cabe qui’un señorito tan serio como el Notario, vaya andar por aquí de picos pardos?
- ¡To!, pues no sería el primero...
- No digas bobadas. En todo caso, s’iría a Zaragoza o a Pamplona, donde no lo conoce nadie.
- Bueno, pues entonces, ¿de dónde ha sacau esa mujer el bombín, el bastón y el traje tan elegante de caballero?
- ¡Vaya pregunta!, pues l’ha podido sacar de la casa de la Tía Quica. ¡Aun no t’has enterau que alquila disfraces de todas clases!
- Pues tú dirás lo que quieras; pero anoche dijeron en la tertulia de la Tía Mochona, que al Notario le gusta la hija del Tío Pelotillas...
- ¡To!, y a mí el hijo del Tío Síndico...
- ¡Pero si no tiene!
- Pues claro: todo es un cuento de pastrijeras...
* * *
- Ahí viene el hojalatero disfrazau de gardacho.
- ¡Y cómo le brillan las escamas!
- Fíjate cómo asusta a los niños.
- Naturalmente, con esa cabezota verde y esa cola tan larga...
- Desde luego, es la máscara más original y llamativa del carnaval.
- Por supuesto. ¡Como qu’ese Pedro Torres tiene mucho pesquis!
- Ahí viene el hojalatero disfrazau de gardacho.
- T´acuerdas del disfraz de pájaro que sacó el año pasau?
- Sí; pero éste es más vistoso todavía.
- ¡Ahura que también tiene ganas de hacer penitencia! Porqu’amos, an­dar a rastras to el rato como una culebra...
- ¡Pues quién sabe! A lo mejor, s’endereza de repente y se sube por las paredes com’una zarandilla..,
* * *
- Adivina quién es ese carpintero, armau d’una sierra, qu’está amena­zando al Tío Tripailante, con sacarle el mondongo, como a una res del ma­tadero...
- El Pelinchin.
- ¡Qué va! La Caracolera.
- ¿En qué la conoces?
- ¿No ves que lleva los pantalones de su marido?
- ¡Ahura si que m’has gibau! Pero si los lleva puestos tos los días del año...
* * *
No todas las máscaras solían ser corrientes y molientes, pues, además de Pedro Torres, siempre había alguna otra que se distinguía por su originali­dad y su buen gusto. Yo me acuerdo especialmente de la Rondalla de los Pierrots. Unos cuantos jóvenes se disfrazaron con la vestimenta blanca de botones negros del famoso tipo de la Comedia de Arte italiana y desfilaron por el pueblo, en un carro artísticamente engalanado. Iban tocando unos pasacalles muy bonitos y lanzando flores, confetti y serpentinas a las mu­chachas y señoras jóvenes que encontraban a su paso. Todavía recuerdo sus nombres: José Jiménez Fernández, que tocaba el violín; los hermanos Mo­desto y Rodrigo Herrero Besada, así como Raimundo Larrea, que tocaban la guitarra; Juan Ignacio González López, la bandurria; Emilio González López, el laúd; y Alfonso González López, la pandereta. Los acompañaban como «embajadores», asimismo disfrazados del mismo modo, Eduardo Ro­dríguez y Mariano Val Chivite. Les confeccionó los trajes de percalina la modista de la localidad, Javiera Pérez. Fue en los carnavales de 1912.
El festival carnavalesco vespertino se prolongaba, por las noches, en los bailes cerrados; el del Laurel, el de la Ochena y el del Sonsonete. Allí hacían el gasto de pulmones los músicos de la Banda del Tío Natalio y del Tío Ca­milo; y el gasto de ambigú, los mozos y las mozas que sudaban la gota gor­da, bajo los dominós y bajo las caretas, bailando schottis, mazurcas y jotas. Desde luego, las mozas no pagaban dicho gasto, sino que éste corría íntegramente por cuenta de sus galanes.
         Un año, se agostó el carnaval. En el pueblo se había declarado una epi­demia de viruela y el Alcalde, don Juan Cruz Lahiguera, prohibió, con buen acuerdo, la juerga carnavalesca. Pero la medida cayó muy mal entre los fa­náticos partidarios del dios Momo y, para manifestar su desagrado, éstos le sacaron a don Juan Cruz una copla de protesta, que cantaban con la música de una canción popular de la época. Hela aquí:

                                      Este año, ya no hay bailes
                                      por la viruela, por la viruela.
                                      Ojalá que les entre
                                      a las higueras,
                                      a las higueras...

La alusión era tan clara como injusta y malintencionada; y comprendiéndolo sin duda así, tal vez el mismo coplero anónimo - u otro - dedicó más tarde al señor Alcalde estas otras coplas de desagravio:

Buenos días, Señor Presidente:
buenos días, don Juan Cruz Lahiguera:
Por lo bien que sabe usté portarse,
que Dios lo guarde y que no se muera.
Y si por casualidá,
en algún tiempo, l’hemos faltau,
usté, com’hombre de honor,
espero nos habrá perdonau.
¡Viva don Juan Cruz!
A usté, como padre nuestro,
debemos de respetar.
Sólo un favor le pedimos:
permiso para gozar,
sin faltar.
        
Convengamos en que, si el coplero no era muy bueno que digamos, por lo menos, tenía nobles sentimientos.

Capítulo II

Los cafés

La introducción de los cafés en Fitero sólo data del último cuarto del si­glo XIX. Téngase en cuenta que los más antiguos de España, como el Café Lorencini, La Fontana de Oro y el Café Pombo de Madrid se abrieron sola­mente en el primer cuarto de dicho siglo.
Cuando yo era muchacho, había en nuestro pueblo cinco establecimien­tos de esta clase, ubicados en la Calle Mayor: el Café del Chicho (Telesforo Alvarez), en el nº 2; el del Rorra (Leopoldo Martínez), en el nº 24; el del Tío Basilio (Basilio Larrea), en el nº 1; el de la Sociedad de Cosecheros de vinos de Fitero, en el nº 5; y el del Estanquero (Santos Liñán), en el nº 22. El último - y el más importante - que se abrió en mi juventud, fue el Casino de Fitero. Su fundación se debió a la iniciativa del Notario, don An­drés Moreno Cuesta, y en un principio, no tuvo local propio, sino que estu­vo instalado sucesivamente en la Calle Mayor, números 1 y 23; y en la de Lejalde, nº 1. Se inició con 33 socios y su primer presidente fue don José Castillo. Por fin, en 1922, se construyó su edificio actual en la calle de Lejalde. Para ello se derribaron previamente la casa en que yo nací - la del nº 10 - y las dos adyacentes: es decir, las de los números 8, 10 y 12 de di­cha calle. Así, pues, puedo afirmar, con toda seriedad, que yo nací en el aire del Casino de Fitero; o sea, entre el suelo y el techo... El costo de la construcción sólo se elevó a 9.000 pesetas (de las de enton­ces, claro); pero, en fin de cuentas, su propiedad les salió a los socios por 225.000; es decir, 25 veces más que su construcción. Y es que el solar perte­necía a la sazón a don Eladio Medrano, quien lo cedió a los socios por un período de 10 años, al cabo de los cuales quedó todo como propiedad de dicho vecino. Pero, a su muerte, la Sociedad lo compró a los herederos del Sr. Medrano, en la cantidad de 45.000 duros. Al instalarse en el edificio actual, el Casino de Fitero tenía ya 80 socios; y en 1967, contaba con 350, entre residentes y foráneos. En la actualidad, su número pasa de 500.
La vida de los cafés fiteranos, durante mi infancia y en mi adolescencia, es decir, antes de la apertura del Casino, era lánguida, pues solamente se lle­naban los domingos y los días festivos, siendo la estación de mayor afluen­cia la del invierno, por aquello de que el frío obligaba a los vecinos a guare­cerse bajo techado y los cafés instalaban en sus salones sendas estufas de carbón de piedra. Inútil anotar que, con la irradiación calorífica de la estufa y las emanaciones sudorientas, respiratorias y tabaqueras de la clientela, la temperatura subía fácilmente a los 30 grados Celsius, mientras que, en la calle, estaba, a menudo, a cero. Durante el día, la iluminación solía ser buena, salvo en los días nublados, porque todos los cafés tenían sendos balcones que daban a la vía pública; pero, al anochecer, el panorama cambiaba, pues la débil luz de las primitivas bombillas de filamento de carbón se veía amortiguada por la espesa humareda que provocaban los fumadores, formando una densa niebla.
La clientela de los cafés de aquella época se componía ordinariamente de labradores, comerciantes y artesanos, pues los señoritos, es decir, los más ricos del pueblo, no se mezclaban con ellos, prefiriendo quedarse en sus casa o reunirse en la de alguno de su clan. Huelga decir que tampoco ponía allí los pies ninguna mujer. Ni siquiera la del cafetero. ¡A estas horas, se iba a atrever ninguna a asomar sus lindos ojos por aquellos salones! Una vez, un vecino avispado, que acababa de tomar en traspaso uno de los cafés, quiso pasarse de listo, y para desbancar a los demás cafeteros, tuvo la peregrina ocurrencia de importar para el servicio de su establecimiento, a unas camareras forasteras. ¡Vaya escándalo que armó! Por su­puesto, que, en un principio, consiguió su propósito, pues una buena parte de los vecinos se volcó en su establecimiento; sobre todo, los jóvenes y los que, ya sin serlo, presumían de donjuanes. Incluso una copla popular cele­bró el acontecimiento:

                                      Fitero ya no es Fitero,
                                      porque se ha vuelto Madrid.
                                      ¡Quién ha visto en un Fitero
                                      camareras a servir!

Como tales mozas no eran precisamente dechados de virtudes, pronto empezaron a correr por el pueblo, a costa de ellas, algunas anécdotas picantes - verdaderas o falsas - que les crearon una reputación escandalosa; es­pecialmente, a raíz de algunos apagones de la luz eléctrica, casuales o inten­cionados, que ocurrieron algunas noches. Esto fue suficiente para que se desencadenara contra ellas una reacción furiosa que, comenzando en el interior de los hogares, se desbordó sin tardanza por las calles, encrespándose en las tiendas y en los corrillos de las co­madres y subiendo hasta el mismo púlpito de la iglesia. En consecuencia, el café de las camareras fue declarado maldito, y de las críticas, se pasó a los hechos. En varias casas, hubo escenas conyugales violentas, hablándose incluso de maridos arañados por esposas celosas o amenazados con el aban­dono del hogar, si continuaban visitando aquel lugar de perdición. Por su parte, algunas vecinas influyentes pidieron al Alcalde que expulsara del pue­blo a las pecadoras; otras, más bravas y motineras, le amenazaron con arrastrarlas por las calles, si no lo hacía; y en fin, no pocas madres roñosas y oportunistas aprovecharon mañosamente la ocasión, para suprimir a sus hijos la renta de los domingos. - “¿Pa qué la quieres? - les arguïan -. ¿Pa gastártela con esas zurrupios? Pues no hay renta hasta que se vayan del pueblo». Y naturalmente tuvieron que irse, pues, a última hora, las pobres mozas no se atrevían ni a salir a la vía pública.
Por lo demás, el gasto que se hacia, a la sazón, en los cafés de Fitero, no era como para arruinar a ningún parroquiano ni, por consiguiente, como para soliviantar a las madres de familia. Vean, si no, los precios. Una taza de café costaba solamente 15 céntimos; una copa de anís corriente, una perrilla (5 céntimos), y si era de las Cadenas o del Mono, una ochena (10 céntimos); y un puro corriente, 20 céntimos. Es decir que, por 40 céntimos, cualquier hijo de vecino podía presumir de tomar todos los do­mingos café, copa y puro, como el más rico de los «señoritos». Esto sin contar que la mayoría de los fiteranos de entonces no fumaban precisamente puros, lo que constituía un verdadero lujo, sino cigarros hechos a mano, que les resultaban mucho más baratos, pues una cajetilla de tabaco picado, de la que salían muy bien hasta una veintena de cigarrillos, costaba 20 céntimos; un librillo de papel Bambú, una perrilla; y una caja de cerillas de vagón, con 100 unidades - un verdadero tren -, otra perrilla. Los jornaleros ni siquiera consumían cerillas, sino que usaban generalmente el chisquero; es decir, una larga mecha, que duraba meses y meses y que se encendía con la chispa de dos pequeños pedernales.
Por aquella época, la clientela cafeteril se distribuía en peñas: o sea, en grupos de amigos que se sentaban alrededor de la mesa, a beber, fumar, ju­gar y chancear; y naturalmente las había de todas las clases: de aldragueros, de políticos, de economistas, de jugadores y de bebedores. Los aldragueros se ocupaban, como es de suponerse, de todos los chis­mes que corrían, a la sazón, por el pueblo: que si habían visto a Fulanita sa­lir del Cañal del Boticario; que si a Zutano le había roto el fuelle en las costillas su mujer porque había vuelto a casa borracho; que si Perengano pre­tendía la mano de la señorita Petra, pero se oponía la familia de ésta; que si la Matilde se iba a meter monja, porque la había dejado su novio, etc. Los políticos acaparaban los dos periódicos a los que estaba suscrito el café: uno, regional (el Diario de Navarra o el Heraldo de Aragón) y otro, de Madrid (La Correspondencia de España, el ABC El Imparcial) y comenta­ban los sucesos más salientes de la semana: el fusilamiento de Ferrer, la caída de Maura, la guerra de Marruecos, la Ley del Candado, el asesinato de Canalejas, etc.
Los economistas sólo hablaban de asuntos crematísticos y laborales: que si el vino iba a subir cinco céntimos el decálitro; que si la cosecha de remo­lacha iba a ser mala; que si el mildeu empezaba a hacer estragos en Majarra­sas; que si el Tío Sergio había hipotecado su casa a los herederos de Abadía; que si la viuda del Tío Lamberto iba a sacar a subasta las fincas de Abatores; que si la fruta tenía poca venta, etc. Los bebedores eran más prácticos: en vez de calentarse la cabeza con dis­cusiones políticas o con temas camperos, compraban entre varios una bo­tella de Anís del Mono y se calentaban la boca, el estómago y el hígado, copeando, fumando y hablando de mujeres, hasta que acababan con la última gota de licor. Y alguno, de vez en cuando, con una mona... Finalmente los jugadores que constituían la mayoría, flanqueados siem­pre por sendos mirones, se dedicaban a tirar de la oreja a Jorge y a sacar las pesetas al prójimo. Ni qué decir tiene que jugaban ordinariamente a la baraja, siendo sus juegos preferidos el guiñote, el tute, la brisca, el subastado y el mus. Sólo algunos iniciados conocían el tresillo. También se jugaba bas­tante al dominó y al billar, pues todos los cafés tenían, por lo menos, una mesa de billar, no faltando asimismo algún tablero de damas y hasta alguno de ajedrez. Por cierto que la afición de los fiteranos al juego, y en especial a los naipes, es antigua, pues data ya del siglo XVI. Anota Jimeno Jurío que los juegos de cartas corrientes en esa centena eran la primera (carteta o parar), el triunfo, el flux, el matacán, el anequin y la figurilla. «Jugábase dentro del convento, en casas particulares y en plena calle, ventilándose, a veces, muchos ducados de traviesa» [18].
Revolviendo un fajo de Audiencias de juicios verbales de 1580-81, nos topamos con una sentencia del Alcalde del Crimen, fechada el 23 de enero de 1581, condenando a Juan de Guete, joven, a pagar con costas a Diego de San Juan seis reales que le había ganado al juego [19]. La afición continuó en los siglos siguientes, a juzgar por un apercibimiento, hecho en 1721, por el Alcalde del Crimen contra varios sujetos, para que no siguieran jugando a los naipes, en sus casas; así como por un bando de la Alcaldía sobre las barajas, echado en 1726. Por un comentario chispeante en verso de don Alberto Pelairea, publica­do en LA VOZ DE FITERO del 20 de abril de 1913, sabemos que en el Ca­sino, había perdido por entonces un vecino 800 ptas. en una tarde. - ¡Vaya tontería! - exclamará algún lector de ahora -. Pero, no; no era una tontería, porque entonces 800 ptas. casi equivalían al salario de dos años de un jornalero. Naturalmente, los que se jugaban esas cantidades no eran jornaleros, sino comerciantes o labradores acomodados. En Fitero los llamaban, a la sazón, jugadores fuertes, porque no apostaban pernillas u ochenas, sino du­ros y billetes, y eran aficionados a los juegos tiraos; o sea, la carteta y la banca.
A este propósito, vayan cuatro anécdotas curiosas. La primera se refiere a la exclamación popular: «¡Ay, Virgen de la Barda: que me quiero morir!». Resulta que un vecino, después de jugarse en el Casino todo el dinero que llevaba y perderlo, se jugó un tercero contra 60 duros, y también lo perdió. Entonces se llevó las manos a la cabeza y exclamó: “¡Ay, Virgen de la Barda: que me quiero morir! Que no se entere mi mujer”. Por lo visto, era una señora de armas tomar. La segunda se refiere al Montecillo. Esta jugada no se hizo en el Casino, sino en una casa particular, donde se reunían clandestinamente jugadores fuertes, entre ellos, X y Z. El 1º perdió todos los billetes que traía y entonces dijo al 2º que era el banquero: - «Te juego el Montecillo (que era efec­tivamente de X) - ¿Por cuánto? - Por 150 ptas. - Vale». Y X lo perdió. La 3ª le ocurrió a un matrimonio rico de labradores cuyo marido era muy jugador. Un buen domingo fue con su mujer a Majarrasas, donde te­nían varias fincas; y entre ellas, una viña.
- «Mira nuestra viña” —exclamó ella, al divisarla de lejos.
- Ya no es nuestra —repuso él sombríamente.
- ¡Cómo!
- Me la jugué anoche a la carteta y la perdí».
A la señora le dio un soponcio y cayó redonda al suelo.
La 4ª anécdota la refiere José María Iribarren, en su Retablo de curiosidades, achacándosela a D. Alberto Pelairea, pero dudamos de su autenti­cidad. «Pelairea - escribe el costumbrista tudelano - contaba de un viejo de Fitero que, una tarde, en el portal de su vivienda, jugaba al tute, mano a mano, con una vecina. La atosigaba.
- Veinte en bastos. Amos, corre, echa carta.
- Jesús, ¡qué hombre! No tiene poca prisa.
- Y la tengo: qu’hi avisau a Don Antón, hace media hora, y va a llegar de un momento a otro.
- ¿A don Antón el cura?
- Sí, que va a darme el viático.
Se lo dieron y aquella misma noche falleció».
Para redondear el cuento, que, sin duda, es gracioso, pero poco creíble, Pelairea debía haber añadido, que, después de haber recibido el Viático y la Extrema Unción, el moribundo se puso a jugar al siete y medio con don Antón.
(Don Antón - Antonio Vergara - fue un viejo coadjutor de la Parro­quia, que bautizó precisamente al autor de estas líneas. Vivió en la casa nº 17 del Barrio Bajo, con la familia de una prima carnal suya: la Tía Avelí (Avelina Vergara Ibáñez) y allí murió a los 92 años, el 23 de diciembre de 1931. Su partida de defunción dice pintorescamente que falleció «de se­nectud». ¡Caramba! No sabíamos que la senectud fuese precisamente una enfermedad. Y Matusalén que, según la Biblia, vivió 969 años ¿de qué mu­rió? No lo dice el Génesis, ¡Qué lástima!).


Capítulo III

Las Cencerradas

         Es muy posible que las cencerradas fueran una reminiscencia o, más bien, un trasplante y una transformación de las algazaras que armaba el ba­jo pueblo romano, antes de Jesucristo, en las bodas de los ricos, cuando iba a recoger los regalos menudos con que le obsequiaban los contrayentes. Pe­ro, como manifestaciones tumultuosas de desagrado ante las nuevas nupcias de los viudos y de las viudas, las cencerradas datan ya de los primeros tiem­pos de la Era cristiana.
         El rigorismo moral de las primitivas comunidades cristianas no veía con buenos ojos estos nuevos matrimonios y, como protesta popular contra ellos, nacieron las cencerradas. Sin duda, esas nuevas nupcias se miraban como una especie de infidelidad al primer cónyuge y como una concesión poco edificante a la concupiscencia de la carne, en oposición a la castidad, preconizada por los Santos Padres. Incluso hacia la segunda mitad del si­glo II, apareció una secta herética: la de los montanistas, fundada por el frigio Montano y cuyo corifeo principal fue el insigne apologista Tertuliano, la cual condenaba categóricamente los nuevos matrimonios de los viudos y de las viudas, como un pecado grave. Sin embargo, la doctrina de San Pablo sobre el particular, contenida en el capitulo VII de su Epístola Primera a los Corintios, es bien explícita y ter­minante: «Digo, pues, a los solteros y a las viudas que les es bueno, si se quedaren como yo (v. 8); pero, si no tienen don de continencia, cásense, porque me­jor es casarse que quemarse (v. 9)». «La mujer casada está sujeta a la Ley, mientras vive su marido; más si su marido muriere, libre es; cásese con quien quisiere, con tal de que sea en el Señor (v. 39)».
¿Por qué, pues, esa vieja inquina de mucha gente que presume de cristia­na, contra los viudos y las viudas que contraen un segundo matrimonio? Desde luego, no es precisamente por un exceso de puritanismo, como en el caso de los primeros cristianos o de Montano y Tertuliano. Sin duda, los motivos son bastante menos elevados. Por de pronto es muy posible que se trate de una sedimentación de viejas supersticiones populares. Por ejemplo, la creencia de que los muertos con­servan algún derecho sobre los vivos y de que el viudo o la viuda que se vuelven a casar, se convierten ipso facto en culpables de una grave ofensa y hasta de un grave daño hacia el cónyuge fallecido ¿Por qué? Porque el alma del muerto, según nos decía un día una anciana supersticiosa, entra irremisiblemente en pena, al ver su antiguo lecho y domicilio profanados por un advenedizo. ¡Tonterías! Nosotros diríamos que, entre los ingredientes de esta antigua ojeriza po­pular hacía las segundas nupcias, ya casi desaparecida, a causa principal­mente del divorcio, se ocultaba, en primer término, un resentimiento inconfesado de los solteros que no se casaban, por no haber tenido la ocasión de hacerlo a su gusto, y sobre todo, de las solteras que no habían podido ha­cerlo todavía, ni a su gusto ni a su disgusto.
- ¡Cómo! Ese ya dos mujeres; ¿y yo ninguna?
- ¡Cómo! Esa ya dos maridos; ¿y yo ninguno?
Añádase a este resentimiento de los célibes forzados o forzosos, el de los casados y casadas a quienes no les iba bien en sus matrimonios y que desea­ban ardientemente - pero, ¡ay!, no podían - recobrar su libertad de sol­teros.
- ¡Imbéciles!, exclamaban para sus adentros. Acabáis de dejar unas ca­denas insoportables ¿y os preparáis alegremente a amarraros con otras nuevas?
En cuanto a la muchachada irreflexiva y bullanguera, es claro que estaba y está siempre dispuesta a armar jarana, con cualquier pretexto: un casa­miento, un bautizo y hasta un entierro. Pero, en fin, sea cual fuere la explicación de esa vieja e inconsciente ma­levolencia popular hacia los que contraían segundas nupcias, lo cierto es que ésta era efectiva; y su manifestación típica eran las cencerradas.
Ya el simple nombre de cencerrada implicaba un brutal agravio a los contrayentes, pues cencerrada quiere decir etimológicamente ruido de cen­cerros, y cencerros, como es sabido, son las toscas campanillas que llevan atadas al pescuezo los machos cabríos, los bueyes, las vacas viejas y otros animales de pezuña, que sirven de guías o de cabestros. Así, pues, la prime­ra ofensa de una cencerrada era la de equiparar implícitamente a los que contraían segundas nupcias con aquellos animales. El Diccionario de la Lengua de la Real Academia Española (edición XVI) dice que cencerrada es un ruido desapacible que se hace con cencerros, cuernos y otras cosas, para burlarse de los viudos, la primera noche de sus nuevas bodas. Pues bien, en las cencerradas fiteranas de antaño, lo mismo que en las del resto de la Ribera de Navarra, no se empleaban precisamente, o princi­palmente, cencerros y cuernos, sino toda clase de objetos y utensilios con los que se podía hacer ruido y armar escándalo: calderos, silbatos, zambom­bas, almireces, palanganas, orinales, cacerolas, sartenes, calderetas, carra­cas, etc. ¡Ríanse ustedes de las estridentes baterías de los negros norteamericanos que introdujeron el jazz! Mucho antes que todos ellos, los murguistas de las cencerradas fiteranas empleaban a la perfección todos los instrumentos de percusión.
Siendo muchacho, acudí, como los demás, a varios de estos espectáculos gratuitos y al aire libre y puedo certificarles que eran algo verdaderamente estruendoso, desopilante y descacharrante. Me acuerdo especialmente de una cencerrada, que tuvo lugar en la confluencia de las calles de la Villa y de la Iglesia, hará cosa de setenta años [20]; y cuyos ecos deben resonar todavía en las Peñas de Roscas. Los festejados con tan romántica serenata, eran una viuda forastera y un solterón fiterano, instalados, si mal no recuerdo, en la casa nº 20 de la calle de la Villa. Tuvieron el buen sentido de no asomar si­quiera las narices por los balcones. Pero la cencerrada más sonada del siglo fue la que dieron, hacia 1913, a los viudos recién casados, don Lucio González, Depositario del Ayuntamiento, y doña Felisa Latorre (la Felisita). Duró nueve días, o mejor dicho, noches, y cada vez, quedaba el espacio delantero de su casa, en el Barrio Bajo, cubierto de latas y cacharros viejos.
Las cencerradas empezaban invariablemente de noche, precisamente a la hora en que se suponía que los obsequiados con tal escándalo iban a meterse ya en la cama, pues de lo que se trataba justamente era de amargarles la noche de bodas. Por eso, al fragor de los cacharros, se unía la gritería de los manifestantes: gritos ordinariamente salaces y soeces que daban al espec­táculo un color bastante subido. Aun cuando los alborotadores tocaban y aullaban en completo desorden, siempre surgían algunos directores espontáneos de la destemplada serenata, que acababan por ordenar un poco aquel tremendo barullo. De vez en cuan­do, estos conductores improvisados de masas lograban imponer silencio a los jaraneros, y entonces, algún bardo, o mejor dicho, bigardo, inspirado por el vino o el aguardiente, y levantado en hombros por algunos con­currentes, se dirigía hacia el balcón o la ventana de los festejados y les lan­zaba una copla satírica de circunstancias, más o menos verde o colorada. Recuerdo una, bastante comedida, que no carecía de cierta gracia:

A ti te lo digo, Gildo:
límpiate, que estás de huevo,
porque no vas a beber
vino de pellejo nuevo...

La concurrencia la acogía con grandes carcajadas, exclamaciones y aplausos, y a continuación volvía a emprenderla con su heterogénea cacha­rrería. Y así se pasaban unas cuantas horas de la noche, hasta que los «cence­rreadores» se iban cansando y se dispersaban poco a poco, para irse a dormir. ¿Y las autoridades?, preguntará algún lector ingenuo. Pues brillaban sencillamente por su ausencia y dejaban hacer. Aquello era una vieja costumbre y la costumbre es ley. Sin embargo, ya Carlos III, en el siglo XVIII, las había prohibido, bajo pena de cuatro años de prisión y de cien ducados de multa a los infractores; y el Código Penal de 1870, que estaba vigente en mi infancia, aunque más benigno, castigaba también a los cencerreadores, con multas de cinco a vein­ticinco pesetas y reprensión. Pero la mayoría de los alcaldes no se atrevían a enfrentarse con los alborotadores y se hacían los sordos y los ciegos, con lo que la ley resultaba letra muerta.
         Huelga decir que los «cencerreados» reaccionaban ante los manifestantes de diversas maneras, según su carácter. La mayoría, que eran los sensatos, o se ausentaban del pueblo aquella noche y otras cuantas sucesivas, o cerra­ban a cal y canto las puertas y ventanas o balcones de sus casas y no se da­ban por enterados. Algunos optimistas o socarrones lo tomaban - o afecta­ban tomarlo - benévolamente, se asomaban con toda tranquilidad a con­templar la fiesta y hasta echaban a los murguistas rosquillas y magdalenas. En cambio, los que tenían pocas aguantaderas, se enfurecían, se encaraban violentamente con los bullangueros, desde el balcón o desde la ventana - ¡cualquiera bajaba a la calle! - y ardía Troya. Los menos agresivos se contentaban con insultar a los escandalosos; pero los que tenían malas pul­gas, tomaban la contraofensiva y pasaban a la acción contra los alborotado­res. Algunos les echaban encima pozales de agua sucia; otros los rociaban con aceite o con pintura; más de uno llegaba a vaciarles el contenido sólido y líquido de los orinales, y por fin, no faltaba, de tarde en tarde, algún re­cién casado iracundo que, perdiendo el control de sus nervios, agarraba una escopeta de caza y les disparaba unos cuantos cartuchos de perdigones. En tales casos, los agredidos se encrespaban, respondían a patatazos, pedradas o tomatazos y tenía que intervenir la Guardia Civil.
         En fin, hoy en día, se acabaron en Fitero las cencerradas, y los viudos que contraen segundas nupcias, pueden pasear sin sobresaltos su luna de miel, aunque ya sea en cuarto menguante...

Capítulo IV

LAS TINIEBLAS

Se celebraban durante la Semana Santa.

No se trataba, claro está, de las tinieblas de la noche, sino de bullangas algo parecidas a las cencerradas; pero con la diferencia de que sus protagonistas eran exclusivamente muchachos, y de que su escenario no era la calle, sino la misma iglesia parroquial, al final de los Maitines y de las Laudes del Miércoles Santo y del Jueves Santo; es decir, al terminar el Oficio de Tinieblas. 

Yo no me perdía ninguna de ellas y allí me presentaba, dispuesto a armar escándalo, como los demás chicos, apenas pusiese el Poba -el sacristán menor- la vela María, debajo de la mesa del Altar Mayor.

Sin embargo, el espectáculo del Oficio de Tinieblas, en nuestra parroquia, era impresionante, y no invitaba, ni mucho menos, a la disipación y a la jarana, sino al silencio y al recogimiento.

De ordinario, el grandioso templo estaba sumido completamente en la penumbra, sobre todo, cuando la tarde estaba nublada. Todos los alares menores ostentaban sus imágenes tapadas con sendos paños morados, según mandaba la liturgia. Un aparatoso Monumento, en el que se destacaban, pintados en grandes lienzos, el Sacrificio de Abraham, empuñando un gran cuchillo; los Profetas Mayores y unos fieros soldados romanos con lanzas, escudos y cascos, cubría la mesa del altar y el gran baldaquín de columnas salomónicas de la Capilla del Santo Cristo de la Guía, la cual no era todavía la de la Virgen de la Barda; mientras que el gran retablo del Altar Mayor, en vez de las pinturas de Roland Mois y de las esculturas de Antón de Zárraga, lucía un velo enorme de color violeta más desvaído, ya casi ceniciento, con una gran cruz blanca en medio. 

Por supuesto, en este altar se celebraba entonces el Oficio de Tinieblas. A la derecha del presbiterio, se alzaba el alto tenebrario, en forma de triángulo equilátero, con sus quince cirios amarillentos encendidos, mientras que, sobre la mesa del altar, ardían otras seis velas más largas, montadas en candelabros verticales. Desde el fondo del lejano coro, se levaban las voces lúgubres de los sacerdotes, que recitaban a coro los nueve salmos de los Maitines y los cinco de las Laudes. De vez en cuando, se callaba el coro y una voz cantaba en latín, en el estilo recitativo gregoriano, alguna de las patéticas lamentaciones de Jeremías:

"Quomodo sedet sola civitas, plena populo!"

"¡Cómo se halla sentada, abandonada y sola, la ciudad populosa! La grande entre las naciones se ha vuelto como una viuda. La señora de provincias se ha convertido en tributaria" (c. I, v. I)

"¡Oh!, vosotros, todos los que pasáis por el camino: mirad y contemplad si hay dolor como mi dolor" (c. I, v. 12)

Pero los muchachos no entendíamos nada de esto y sólo estábamos atentos a los tremendos golpes que el Tío Cristóbal -el sacristán mayor- descargaba sobre el facistol, al final de cada salmo, con el largo y metálico gancho de un cantoral. Era para avisar al Poba, que se hallaba en el presbiterio, con objeto de que fuera apagando, a cada golpe, las velas del tenebrario. ¡Y había que ver la habilidad con que el sacristán menor manejaba el largo apagavelas!

-¡Ya faltan ocho" ¡Ya faltan siete! ¡Ya faltan seis!, nos decíamos, en voz baja, los muchachos, acariciando las matracas y las carracas.

Cuando, al acabar los catorce salmos del Oficio, aplastaba el Poba, con la capuchita de hojalata, el pabilo del décimo cirio del tenebrario, nuestra expectación y nuestra ansiedad subían de punto, no faltando entonces algunos niños impacientes que dejaban crujir intempestivamente algunos dientes de sus carracas. Pero los fieles, mayores de edad, se volvían hacia ellos y les siseaban, para imponerles silencio. Desde luego, los inquietos se contenían de momento; más, por poco tiempo, porque, a continuación, el clero comenzaba a entonar el Miserere y, a cada tres versículos, el Poba iba apagando una a una las velas de la mesa del Altar Mayor. Ni que decir tiene que, a cada apagón, la sangre se agolpaba en nuestras venas y nuestros dedos apretaban con más fuerza la empuñadura de los instrumentos de hacer ruido. Por fin, el Poba tomaba en sus manos la vela María, se arrodillaba con ella ante el altar y, cuando los sacerdotes acababan de rezar la oración "Respice, quaesemus, Domine...", la escondía debajo de la mesa. Entonces estallaba como un trueno el escándalo de la chiquillería.

Dice la liturgia que, acabada dicha oración, se haga un poquito (aliquantulum) de fragor y de estrépito, en recuerdo del terremoto que siguió a la muerte de Jesucristo. 

¿Un poquito tan solo? ¡Ah!, no. Los muchachos del pueblo queríamos hacer un terremoto -o por lo menos, un templimoto- de verdad. ¡Y vaya si lo hacíamos!, pues la batahola que se armaba era formidable. Mientras unos agitaban violentamente las matracas, los tornos de macillos y las carracas, otros sonaban campanillas y cencerros, golpeaban los bancos con palos o los sacudían contra el suelo, y hasta algunos grandullones irreverentes aporreaban los confesionarios o volcaban y arrastraban por las naves laterales de la iglesia los reclinatorios de las señoras acomodadas. Todo ello, en medio de una gritería infernal, que convertía, por unos minutos, el lugar sagrado en un aquelarre de todos los diablos. Hasta que la turbamulta infantil abandonaba el tiemplo, en una carrera estruendosa y desenfadada, y renacían el silencio y la calma.

Al día siguiente, más de una señora tenía que mandar arreglar su reclinatorio, si es que aún tenía compostura; y si no, comprarse otro nuevo.

Y... hasta las tinieblas del año próximo.

Añadamos que, un año, hubo una víctima de verdad. Don Manuel Pina, que era un señor muy devoto, intentó contener a algunos alborotadores y, tropezando con un bando, se rompió un brazo. 


Capítulo V

El Mentidero de San Antonio

La reunión más famosa de aldragueros, durante mi juventud, fue, sin duda alguna, el Mentidero. En mi POEMARIO FITERANO, le dediqué ya una pequeña nota en prosa [1] y una composición festiva en verso [2]; pero bien vale la pena de añadir todavía algunos informes suplementarios. La pintoresca peña al aire libre de la plazuela de San Antonio se reunía diariamente, cuando hacía buen tiempo, pues ¡cualquiera paraba allí, cuan­do llovía, nevaba o helaba! Los contertulios no eran tan temerarios como para desafiar gallardamente a los elementos. La figura central del Mentidero era Jenaro Falces, alías el Cuadrao (1872-1939). Rechoncho, fuerte, coloradote, de pelo rojizo, con calva inci­piente y un pequeño bigote, me parece verlo todavía con los puños de la ca­misa arremangados, haciendo suelas de cáñamo, a horcajadas sobre su ban­co de alpargatero. Vivía exactamente en el rincón de la Plazuela y era el que proporcionaba las bancas en que se sentaban los contertulios. Así, pues, el Cuadrao era el presidente nato y vitalicio del Mentidero; y además, el ele­mento más importante del mismo, a causa de su carácter optimista, jovial y dicharachero. Si faltaba él, no había tertulia.
El Cuadrao tenía un pequeño bar - a la sazón, el único del pueblo - con el que se hubiera muerto de hambre, si hubiese pretendido vivir de la clientela, pues sólo algunos amigos de su hijo ponían, de tarde en tarde, los pies allí. Sus mejores parroquianos, aunque no fuesen precisamente de la parroquia, eran paradójicamente los viajeros estivales de los Balnearios, pues los autocares de estos establecimientos hacían entonces sus paradas enfrente de San Antonio. No bien los veía llegar, el Cuadrao dejaba apresu­radamente su banco de trabajo y salía invariablemente a su paso, con su ca­jón de licores, colgado del cuello, lanzando su pintoresco grito de guerra: «¡Caballeros y caballeras: Gasiosas cervezas frescas!». Esto de las caballeras era uno de los muchos lapsus o trabucaciones di­vertidas que soltaba espontáneamente en su lenguaje. Don Alberto Pelairea comunicó varias de ellas al escritor don José María Iribarren, el cual las consigna en su libro, ya citado, Retablo de curiosidades [3]Helas aquí – aumentadas -, con sus aclaraciones respectivas. No hay tinto malo (por No hay quinto malo). La alta tiroliquia (por la aristocracia). Guardia típico (por Guardia cívico). La calle de los Usías (por la Calle Mayor o de los ricos) Gurrión de canariera (por Gorrión de canalera). Lo han puesto de chúpame, dómine (en lugar de Chupa de dómine). Eso son petaca minuta (por Peccata minuta). ¿Sabes tú que «paice» esto el carnaval de liza? (por Parece el carnaval de Niza).
Con motivo de una huelga de Correos, el Cuadrao comentaba las haza­ñas de los juerguistas (por huelguistas) y del gran número de esquiladores (por esquiroles), que se estaban ofreciendo al Gobierno. Descubriendo las malas artes de un tahur que hacía martingalas en el juego, le decía el Cuadrao: «¡Menudo martirologio te traes tú!» (por mar­tingaleo). Y hablando de otro jugador que había ganado mucho en la ruleta, co­mentaba: «¡Si lo pillaran en Montejurra!» (por Montecarlo.). Una tarde, yendo camino de su huerto, el Cuadrao se tropezó con uno de los médicos del pueblo.
- ¡Qué! ¿De dar una vuelta? - le dijo el orondo Jenaro.
- Sí; todas las tardes, doy mi paseíllo para digerir bien - le respondió el galeno.
- Pues «miusté: yo no paseo, pero dirijo perfectamente (por digiero).
Y otra tarde, yendo de paseo con el Tío Foro, al llegar al Portillo de la Huerta, le preguntó éste:
- ¿Por dónde vamos? ¿Por el camino de la huerta o por el verdugo del río?
- Me es indispensable (por Me es indiferente), le contestó tranquilamente el Cuadrao.
Un día se quejaba un contertulio de que el pan de aquella semana estaba mal hecho.
- Es que el panadero ha caído enfermo - explicó otro de la peña.
- Sí, aclaró el Cuadrao. Dicen que le han salido variétés en las piernas (por varices).
(Por entonces eran muy populares en España las artistas de Variétés.) Y refiriéndose a un tipo agresivo, del que decían que estaba loco, senten­ció solemnemente el Cuadrao. «¡Pues los locos a la inclusa!» (en lugar de al manicomio).
En fin, el repertorio de trabucaciones del famoso Jenaro era inagotable. Sin embargo, no respondemos de la autenticidad de todas las que se le atribuyen, pues don Alberto Pelairea era un guasón redomado y, por otra par­te, no es muy seguro que todos los disparates elocutivos del popular Jenaro fuesen tan ingenuos y espontáneos como se ha querido hacer creer. También el Cuadrao se traía su guasa, como la mayoría de los fiteranos. Por lo demás, no era Jenaro el único miembro del Mentidero que incurría en estas trabucaciones; pero era el que las soltaba con más frecuen­cia y con más salero.
Los demás socios activos del Mentidero (también los había honorarios, los cuales sólo se descolgaban por allí de Pascuas a Ramos) eran el Mulero, el cual se lamentaba todos los años de la falta de toros educados (por ade­cuados) a los toreros; el ya citado Foro el Chicho, obsesionado siempre por organizar unas brillantes Fiestas de la Virgen de la Barda, pues ya hemos anotado anteriormente que era cafetero; Julio el Poteta (Julio Martínez), un hombrachón atacado de ciática, con un vozarrón de sochantre [4] y una testarudez de baturro, y el Estanquero (Santos Liñán), el cual irrumpía siempre en la tertulia, trayendo noticias sensacionales y de ordinario, falsas, para de­jar boquiabiertos a sus colegas. Otros habituales del Mentidero eran Gregorio el Basilio, a quien habían puesto este apodo, a causa de la admiración sin límites que sentía por un político e industrial aragonés de la época, llamado don Basilio Paraíso La­nús; Ricardo el Chato, un carnicero fornido y jacarandoso y en fin, el Tío Zorrita, el Santillos, el Motolo, Perico MorenoManolo Remón [5]Manuel Muro y Rufino Maculet.
Rufino Maculet Domínguez [6] merece unas líneas aparte. Tenía un comer­cio de tejidos al lado del Mentidero y era un señor alto, seco y cetrino. Su­fría una dolencia crónica de estómago y, en el Mentidero, daba invariablemente la nota pesimista. Por lo demás, era un hombre instruido y honrado, y durante muchos años, desempeñó discretamente la corresponsalía local del “Diario de Navarra». Asimismo tuvo a su cargo, durante algún tiempo, la administración del Casino de Fitero, siendo seguramente uno de los mejores administradores que ha tenido esta sociedad. Murió en febrero de 1943, a los 70 años.
En fin, el Mentidero de San Antonio desapareció, sin pena ni gloria, en el tercer decenio de este siglo. Por supuesto, el pueblo no perdió nada con ello.



Capítulo VI

Brujas, Duendes y Bromistas Fantasmales

Debo confesar, antes de nada, que ni en Fitero ni en ninguna parte del mundo, he tenido el gusto de conocer personalmente a ningún duende ni a ninguna bruja. Sin embargo, parece que no han faltado en nuestro pueblo, pues don José María Iribarren, en su Retablo de curiosidades, alude a una hechicera fiterana, llamada la Tía Choya. (¿No sería más bien la Tía Chola, porque andaba mal de la misma?). El caso es que no cuenta ninguna hazaña de ella. ¡Qué lástima! Por lo visto, debía ser una pobre bruja. Con todo, es de suponer que, como toda hechicera que se respete, la Tía Choya subiría, al menos, algunas noches sabatinas, montada en una escoba, a Roscas o a Peñarroya, para concurrir a algún aquelarre.
Yo pregunté a mi nonagenaria madre si había oído hablar alguna vez de esta maléfica prójima; pero me dijo que no le sonaba su nombre. En cam­bio, me refirió que, cuando ella era niña, allá por los años ochenta del siglo XIX, había en nuestra Villa varías vecinas que tenían fama de brujas. Ni que decir tiene que constituían el terror del pueblo, pues la mayoría creía ciegamente en sus pretendidos poderes satánicos. Me concretó que una de ellas se transformaba nada menos que en cabra, y que, ante las fuentes, mostraba sus largos dientes, exclamando: «Fuente, mira mis dientes». Yo le pregunté socarronamente:
—¿Y no le hincó a ningún vecino los cuernos en el ombligo?
—No, hijo; que las cabras tienen los cuernos echados hacia atrás.
—¡Bah!, entonces no era una bruja, sino un chivo presumido.
Según referencias más detalladas del anciano Clemente Latorre, hacia el año sesenta y tantos de la pasada centuria [21], tenía fama de bruja la Tía Cedacera, la cual, ¡cosa curiosa!, no hacia víctima de sus artes diabólicas a su marido, sino a un infeliz vecino, llamado el Tío Becho. Hasta que éste le amenazó, un buen día, con retorcerle el pescuezo como a una gallina, desti­nada a hacer caldo para una recién parida, y ya no volvió a molestarlo jamás. Lo que no precisaba el Tío Clemente, eran las torturas que infligía a su víctima la Tía Cedacera. Desde luego, no creo que lo hiciera migas y las pa­sara después por un cedazo; pero, a juzgar por el secreto, debían ser alguna cosa fea. A lo mejor, le obturaba la uretra y el intestino recto o le pinchaba el bazo, mientras dormía, con una aguja de alpargatero. El mismo Tío Clemente añadía que, en su infancia, tenía asimismo fama de bruja la Tía Caramba, la cual era una pobre vieja más sorda que una tapia, ante cuya aparición, los chicuelos de la escuela se apresuraban a hacer ostensiblemente la señal de la cruz, con los dedos índices de sus manos, como si fueran a espantar al diablo. Naturalmente esto enrabietaba a la pobre anciana, la cual prorrumpía en violentos improperios contra los mo­zalbetes y contra toda su parentela.
Don Pedro Jiménez contaba otro episodio curioso de hechicería, ocurri­do, durante su niñez, en la calle de la Loba (hoy Armas). Un día de invier­no, un pacífico vecino se retiraba a su domicilio, a una hora avanzada de la noche, envuelto en su amplia anguarina, cuando le salió al paso una banda­da de aves de mal agüero. ¿Lechuzas? ¿Murciélagos? ¿Cuervos? No lo pre­cisaba. En vano, intentó espantarlas con su anguarina, pues los siniestros pajarracos volvían a apelotonarse alrededor de sus pies, impidiéndole marchar a su paso. A duras penas, consiguió, por fin, penetrar en su domi­cilio, impresionado por el extraño asedio. Pero no logró pegar un ojo en toda la noche; en parte, por la representación obsesionante de lo sucedido y, en parte, porque empezó a sentir sobre su cuerpo un peso enorme, como el de un demonio incubo de cien kilos. El cuitado, durante la angustiosa vigi­lia, empezó a dar vueltas a su cabeza sobre el inquietante caso, llegando a la conclusión de que se trataba de un maleficio de una vecina, tildada de bru­ja, quien lo miraba siempre de reojo. Ni corto ni perezoso, apenas amane­ció, agarró un cuchillo de matanza e irrumpió en casa de la hechicera, ame­nazándola con degollarla y desollarla como a una oveja, si no lo dejaba en paz. Y naturalmente, ante argumento tan tajante, cortante y convincente, la atemorizada bruja ya no comisionó a ninguna bandada de vampiros, para que fueran a chupar la sangre y la linfa al vecino de la anguarina. Como se ve, las brujas fiteranas de antaño eran, en fin de cuentas, unas comadres inofensivas.
Y lo mismo ocurría con los duendes, pues antiguamente en Fitero tam­bién había tipos de esta calaña. Cuando yo era pequeño, se habló mucho de un duendecillo travieso, que andaba suelto por los recovecos del Cortijo. Pero todas sus travesuras se reducían a producir misteriosos y suaves ruidos nocturnos por algunas casas, desvelando a pobres viejas asustadizas que sufrían de insomnio. A lo mejor es que se entretenía en lamer las cacerolas y las sartenes o en jugar en la cocina con el michino. De todos modos, no hubo manera de localizarlo y desapareció tan misteriosamente como había venido. ¿No sería el mismo que apareció, años después, en Zaragoza, cuan­do el doctor Asuero curaba milagrosamente, tocando a los pacientes el trigé­mino?
En la calle de San Juan, parece que estuvo embrujada, en otro tiempo, la casa número 4, a la que llamaban la casa del duende. ¿Por qué? Porque dicen que, a las altas horas de la noche, se veían salir de ella misteriosos ti­pos disfrazados, con aire de fantasmas huidizos. Pero me barrunto que es­tos embozados y embozadas debían ser aves nocturnas de otro pelo.
En fin, para terminar este capítulo extravagante, añadamos a esta fauna pintoresca la de algunos bromistas fantasmales. En mi niñez, recuerdo haber oído comentar una broma trágica, que se decía haber ocurrido, tiempos atrás, en nuestro pueblo, pero cuyos protago­nistas yo no conocí y de cuya autenticidad tampoco respondo. Un mozo valentón e irrespetuoso se apostó con otros tres jóvenes, nada menos que quince pesetas - un duro por barba - a que, la noche de Difuntos, que estaba próxima, saltaría, hacía las doce, las tapias del cementerio y se pasearía tranquilamente por su interior. En aquella época, los muertos y los camposantos infundían más miedo que en la actualidad, en la que nadie cree ya en aparecidos. Y ese miedo supersticioso era todavía mayor en la noche de Animas, en la que aún creían algunos ingenuos que salían los ca­dáveres de sus tumbas, al dar las doce campanadas en la torre de la iglesia, a bailar la famosa Danza Macabra. Así, pues, el valentón no carecía de va­lor y de temeridad. Pero, a la sazón, un duro constituía una pequeña fortu­na - ¡como que equivalía a cincuenta horas de trabajo de un jornalero! -  y los que se lo apostaron al Valentón no estaban dispuestos a perderlo. Así que, adelantándose a él, se ocultaron, al anochecer, dentro del fúnebre recinto, envueltos en sendas sábanas; y cuando el valentón empezó a descol­garse por la tapia del camposanto, se arrojaron violentamente sobre él, suje­tándolo por las piernas. El sorprendido cuanto espantado mozo se llevó tal susto que murió a consecuencia del mismo.
El Tío Pelos (Nicasio Andrés) contaba otras bromas fantasmales, no tan pesadas, a cuenta y cargo de los monaguillos de la parroquia, de mitades del siglo pasado. Antaño, para tocar las campanas, se empleaban unas largas sogas, ata­das a sus badajos, las cuales bajaban hasta el extremo derecho del crucero, atravesando la tribuna de las monjas, cubierta de celosías. Pues bien, una mañana, los endiablados acólitos mandaron a otros chicuelos desprevenidos que tocasen a misa primera. Los muchachitos estaban ya tirando de las so­gas, para el tercer toque, cuando, he aquí que de repente, vieron deslizarse por ellas a los temidos judíos, que eran unos muñecos fantasmales, maneja­dos por los monaguillos desde la tribuna. Los chicuelos, aterrorizados, sol­taron las cuerdas y echaron a correr, dando gritos y comunicando su pánico a las pobres viejas que habían entrado ya en la iglesia. Lo malo es que éstas no tenían las piernas ágiles de los mozalbetes y se dio más de una un buen porrazo, imaginándose que los judíos la agarraban ya por las sayas.
Otra broma parecida, pero más graciosa, fue la siguiente. Por aquellos tiempos, había la costumbre de celebrar, al anochecer, en la parroquia, todos los viernes de Cuaresma, un oficio religioso con sermón, y a continuación, se organizaba un Víacrucis público, que recorría el camino del cementerio. En él tomaban parte, además del sacerdote que lo dirigía, una numerosa concurrencia, precedida de tres devotos, que portaban respec­tivamente un estandarte y dos faroles. Con que, uno de estos viernes, dos monaguillos prepararon tres calabazas agujereadas convenientemente, que simulaban calaveras, con sendos cabos de velas, encendidos en el interior. Las colocaron en la pequeña hornacina que tenía el muro de las Tres Cruces, correspondiente a la XII Estación, y las taparon con unos gruesos trapos morados, como los que se ponen, por esta época litúrgica, a las imáge­nes de las iglesias. Los fieles llegaron devotamente a este lugar y he aquí que, cuando todos rezaban arrodillados, los irreverentes monaguillos, escon­didos estratégicamente, tiraron de las cuerdas con que habían sujetado los paños, dejando ver repentinamente las tres calaveras, que echaban llamas por los ojos. Los devotos - y con ellos, el cura - creyendo en una súbita aparición de ultratumba, echaron a correr despavoridos, tirando el estandar­te y los faroles y bajando por la Costerilla como alma que lleva el diablo. Con estas inocentes bromas, amenizaban su monótona vida nuestros sen­cillos antepasados.

Capítulo VII

Epigrafía Mural

En todas las partes del mundo, donde la gente sabe leer y escribir, existe una epigrafía popular, espontánea, constituida por inscripciones en las paredes o en las puertas de los edificios y, a veces, hasta en la corteza de los árboles. Es una epigrafía generalmente banal y, a menudo, anónima, en la que los transeuntes, de ordinario, jóvenes o, al menos, inmaduros, expresan ideas, sentimientos o emociones momentáneas y elementales, de carácter personal. Los edificios preferidos para tales desahogos suelen ser los frecuentados por el público: cines, teatros, hoteles, cafés, iglesias, oficinas del Estado, monumentos artísticos, ruinas históricas, etc. Sobre todo, si tienen impor­tancia turística. ¡Oh!, en este caso los grafómanos no respetan ni los lugares mas sagrados. A la fuerza, tienen que dejar constancia escrita de que ellos pasaron por allí. Hay otros parajes, que no son precisamente de turismo, pero que son vi­sitados diariamente por todo el mundo y en los que, si son de uso público, nunca faltan tampoco los letreros. Me refiero a los retretes. Y ni qué decir tiene que el tono de sus leyendas suele armonizar perfectamente con la natu­raleza y con la fragancia del lugar.
Por supuesto, en Fitero también tenemos nuestra epigrafía mural popu­lar, con la particularidad de que poseemos unas vastas murallas, destinadas especialmente a esta clase de inscripciones. Son - ¡oh!, sacrílega profanación -, nada menos, que las enormes pare­des del sobreclaustro o claustro superior de la iglesia de Santa María la Real. Puede decirse sin exageración que el sobreclaustro es nuestro Museo local de Epigrafía y, por eso, sin duda, lo han venido respetando religiosa­mente todos los párrocos [22] y ecónomos que han desfilado, desde hace casi siglo y medio, por nuestro templo secular. Ultimamente, con las repara­ciones efectuadas en el sobreclaustro en la segunda mitad de los años sesen­ta, ha desaparecido ya gran número de letreros, y es bien posible que, para cuando aparezcan publicadas estas líneas, queden ya muy pocos o ninguno. Por lo mismo, vamos a hablar de ellos en pasado.
El número de inscripciones que cubrían las partes bajas de los muros del sobreclaustro – hasta donde pudo llegar la mano de los epigrafistas – era sencillamente incalculable. Y desde luego no todas eran de habitantes del pueblo, sino que había muchísimas de forasteros. ¿Cuántos turistas no dejaron también allí su pequeño recuerdo? La mayoría de estos letreros estaban escritos a lápiz, y muy pocos debían tener más de un siglo de antigüedad, pues eran posteriores a la exclaustra­ción de los monjes de la abadía cisterciense. ¡A estas horas iban a haber permitido los frailes semejante profanación! Huelga anotar que no había solamente letreros, sino también dibujos de todas clases: religiosos, artísticos, obscenos, guerreros, políticos, indus­triales, anatómicos y hasta musicales. Allí se encontraba de todo, como en el Rastro de Madrid: cruces, frailes, santos, mujeres desnudas, soldados del Requeté, estrellas, manos, ojos, trenes, camiones, pentagramas, guardias ci­viles, retratos de Don Quijote, Azaña, Mola, Hindenburg y hasta un escudo del III Reich alemán. Y claro está que las inscripciones eran tan heterogéneas, heteroclíticas y heteromorfas, como los dibujos: versos, declaraciones políticas, piropos, pensamientos místicos, canciones profanas, insultos, declaraciones de amor, chismes, etc. Lo único que no había eran blasfemias. Menos mal. Muchos letreros se leían fácilmente, pero otros estaban ya semiborrados o superpuestos, o bien escritos con una pésima grafía y una malísima ortografía, y naturalmente, en estos casos, no era tarea fácil descifrar su texto. Cierto es que tampoco valía la pena de devanarse los sesos en ello, pues no se trataba evidentemente de unas inscripciones de valor histórico o artístico, como los jeroglíficos egipcios, sino intrascendentes, vulgares o chabacanas. De todos modos, se podría haber recomendado terapéuticamente su desciframiento a los vecinos y a los bañistas aburridos o atacados de neurastenia.
Una fría mañana de enero de 1964 - aunque yo no estaba neurasténi­co -, me entretuve en tomar apresuradamente nota de una veintena de ellos y, a continuación, se los ofrezco a los lectores, sazonados con ligeros co­mentarios o con comentarios ligeros. Como gusten.
I.- Declaración rotunda de un fiterano entusiasta e ingenuo: - «¡Viva Fitero!, lo más bonito del
mundo entero».  ¡Caray! ¿Había ya recorrido este buen fiterano toda la tierra, para hacer afirmación tan temeraria? ¿O - lo que es más probable - no había salido nunca del pueblo?
II. Lamentación de un amante melancólico y desdeñado:
«Y si olvidas en torpe desvarío
         el amor con que te he amado,
         mándame los pedazos, amor mío,
         del alma que te he dado.»
¡Pobre joven! Se ve que tenía el alma más frágil que una copa de cristal. Pero, francamente, para manifestar que no digería bien las calabazas que le habían dado, yo estimo que hubiera sido más oportuno tomar un té purgan­te de Palacios Pelletier, que no copiar versos de un poeta plañidero, sin mú­sica de tango argentino.
III. Advertencia de un místico o ascético. - «El primer deber del hombre es amar y servir a Dios.» En efecto, «es el más grande y el primer mandamiento», según dijo Je­sucristo. Pero a continuación, añadió: «El segundo, semejante a éste, es: “Amarás al prójimo como a ti mismo» (San Mateo, c. XXII, v. 37-39). Y no hay que echarlo tampoco en saco roto, pues hay muchos que dicen amar a Dios - lo cual no cuesta dinero -, pero al prójimo le dan.... contra una es­quina.
IV. Exabrupto de un antitaurino de los tiempos de Dato: - «¡Abajo Belmonte! ¡Abajo Gallito!» ¡Caramba!, si creí reconocer mi letra de muchacho. Tal vez, pues, en­tonces odiaba yo los toros y el cante jondo, y acababa de leer Los semi­dioses, de Federico Oliver.
V. Profecía de un fanfarrón: - «Los hombres valientes como llo, cuando estalle la gerra, llo seré ca­pitán.» Es evidente que, cuando llo escribió este jactancioso letrero, se había muerto ya su abuelita, puesto que se alababa tan descaradamente a sí mis­mo. También es evidente que llo andaba muy mal de ortografía. ¿Llegó, a pesar de todo, a ser capitán o se quedó solamente en ranchero?
VI. Exclamación eufórica de unos vegetarianos de tragaderas de vaca lechera: - «¡Viva el forraje del Hotel Polillo, S. A.!» Ignoro qué hotel tan extraño sería ése. Como hace tantos años que falto del pueblo. En mi juventud sólo había en Fitero las posadas de Manuel Martínez y de Juan Polo Latorre [23] y, desde luego, en ninguna de ellas servían forraje a los clientes (salvo a los de cuatro patas).
VII. Conclusión de un buen observador (no sé si fiterano o forastero): - «Hay muchas niñas guapas en Fitero.» En efecto, al menos en mi época las había, niñas y mozas: Teodora Cenarro, Anita Mangado, Mariana Frías, Victoria Yanguas, Rosalía y Merce­des Francés, Asunción G. Lahiguera, Fermina Gómez, Teresa y María Jesús Armas, Rosario Yanguas Lozano, Josefina y Conchita Sanz, Remedios Li­ñán, Mercedes Gracia, Pilar y María de Amusáteguí, María Alava y otras cuyos nombres ya no recuerdo. Y por supuesto, las sigue habiendo en la ac­tualidad. De tales madres, tales hijas.
VIII. Anotación de un cronista en ciernes: - «El día 11 de septiembre, vino a Fitero el Angel San Miguel de Excel­sis. 11 de septiembre de 1936.» Me figuro que no vino precisamente él, ni a pie ni en coche, sino que lo trajeron. De todos modos, la noticia no deja de ser curiosa, tanto por tratarse de un angelito tan simpático y legendario, como el largo viaje que hizo esta vez para saludar a los fiteranos, pues desde el monte Aralar hasta Fite­ro hay un largo trecho.
IX. Sentencia de un moralista religioso: - «Es más agradable a Dios la obediencia que los sacrificios.» Aunque el epigrafista no lo indica, se trata de una cita bíblica, sacada del c. XV, v. 22 del libro primero de Samuel. Pero, para no dar lugar a bur­das tergiversaciones, el copista debería haber aclarado que el famoso profe­ta se refiere a la obediencia debida a los mandatos de Dios y no a las orde­nanzas de los hombres, pues éstas merecen o no obediencia, según como se­an y de quién provengan. La tal cita no constituye, ni mucho menos, una defensa de la borreguería. ¡Cuidado!
X. Piropo de un castizo, contemporáneo de Serafín el Pinturero: - «¡Adiós, vida! Es usted más bonita que una peseta en fin de semana.» Bueno, en mi infancia, una peseta casi equivalía al salario de un jornale­ro; de manera que un muchacho podía pasar en Fitero un buen domingo con solo cuatro reales. Pero ahora la peseta perdió su antigua hermosura y un piropo como el citado resultaría casi un insulto. Se expondría uno a que la piropeada, si era castiza, le contestara sarcásticamente: «¡Amos, anda, niño! Dale la pesetilla al pobrecito de la esquina.» (Pero ahora no queda ninguno.)
XI. Coplas de un cantor ingenuo de la Virgen de la Barda:
«Yo, por ir a coger moras,
me enriligué en un zarzal,
y ¡qué cara más hermosa
me salió de aquel bardal!
Fue la Virgen de la Barda,
nuestra Patrona inmortal,
que de Toledo a Fitero
nos la trajo el santo Abad.»
Es de suponer que la Virgen de la Barda acogió con una sonrisa bonda­dosa el homenaje humilde pero sincero de este anónimo coplero, a pesar de su enriligamiento gramatical e histórico.
XII. Grito de guerra de un carlista de los tiempos de Vázquez de Mella: - «¡Don Jaime, sí! ¡Don Alfonso, no!» ¡Qué cosas tiene la vida! Al final acabaron sin corona don Jaime y don Alfonso, pues los dos Borbones murieron en el destierro. Por supuesto, en un destierro muy llevadero.
XIII. Declaración de un enamorado tímido: - “Mercé: ¿sabes quién soy yo? Quien te quiere mucho. ¿Lees mi firma?”. Francamente yo no fui capaz de leerla. ¿La descifraría la interesada? Lo dudo, si es que no conocía bien su letra. En todo caso, se ve que este ena­morado, además de tímido, era un ignorante en cuestión de faldas, pues a las mujeres les encantan las declaraciones amorosas al oído o en voz baja, pero no por anuncios públicos en las paredes. ¡Caray!, amigo: no hay que ser tan indiscreto.
XIV. Exclamación de un germanófilo de la Guerra del 14, al pie de un dibujo del mariscal Hindenburg: - «¡Aquí está el gran Hindenburg, el mayor general del siglo!» ¡Caracoles!, todavía estaba comenzando, como quien dice, el siglo XX, ¿y ya sabía nuestro agorero que el famoso mariscal del kaiser Guillermo II sería el mejor general de la centuria? Pues ya ve: se equivocó de medio a medio. Hindenburg no era ni mucho menos Napoleón Bonaparte, y Alemania perdió la guerra.
XV. Lección de gramática parda. - «¿Qué es masculino? Un hombre. ¿Y femenino? Una mujer. ¿Y neutro? El Felisa.» Un momento, dómine: los bípedos de esta especie no son precisamente del género neutro, sino del subgénero ambiguo. A ver si nos entendemos.
XVI. Pensamientos de un romántico y de un realista. El romántico escribió: «El amor es el más bello poema.» Y el realista apostilló: «Que te crees tú eso.»
XVII. Sentencia de un filósofo de malas pulgas: - «Los nombres de los idiotas aparecen en las paredes.» ¡Caray!, compadrito: no hay que ser tan intolerante con las debilidades humanas. Sobre todo, cuando son realmente inofensivas. (¿Pero no es una ofensa a la estética ensuciar las paredes?) Por lo demás, ya dijo el sabio Sa­lomón que el número de los tontos es infinito.
XVIII. Un epitafio tan gracioso como justo:
«El pobre que aquí descansa,
no tuvo dientes ni muelas.
Pero no le hicieron falta,
pues era ¡maestro de escuela!»

Claro está: no podía ser otra cosa. Por algo se decía antes en España «tener más hambre que un maestro de escuela». Pero la culpa la tenían es­tos profesionales. ¿Por qué en vez de dedicarse a la desanimalización de la gente no se dedicaban al estraperlo? Habrían comido a dos carrillos, por lo menos, cinco veces al día, y habrían desarrollado sus colmillos más que un elefante.
XIX.  Sentencia de un ascético conceptista: - “El placer de morir sin pena bien vale la pena de vivir sin placer.” Vamos despacio, amigo. En primer lugar, ¿es seguro que el vivir sin pla­cer garantice el morir sin pena?  ¡Hum! Recuerde la fábula de «El viejo y la muerte» de Samaniego. En segundo lugar, ¿es cierto que el que vive placenteramente, tiene que morir forzosamente desesperado o poco menos? Tampoco. La verdad es que se vive y se muere, conforme a la salud, las creencias, la educación, la condición social, el carácter y finalmente la suerte de cada uno. Esto sin excluir, por otra parte, la intervención misteriosa de la Divina Providencia.
XX. Otra declaración de un enamorado; o mejor dicho, enamorador:
Está tu imagen que admiro,
tan pegada a mi deseo,
que, si al espejo me miro,
en vez de verme, te veo.
Firmado: Amado
No me fue difícil adivinar quién copió estos versos galantes. Sin duda, Amado Urmeneta: un organista de la parroquia, joven y apuesto, que, en mi adolescencia, traía de cabeza a no pocas mujeres jóvenes del pueblo. No era fiterano y se marchó de la Villa, para no volver más, al cumplir el servi­cio militar. Más de una soltera dio un suspiro de desilusión.

XXI. Pensamiento de un optimista: - «El hombre es la más hermosa de la criaturas; la mujer, el más bello de los ideales.» Bueno, bueno: el hombre y la mujer abstractos, tal vez; pero los de carne y hueso, ¡lagarto!, ¡lagarto! Por lo demás, este pensamiento no es original del epigrafista, sino el co­mienzo de un famoso paralelo entre el hombre y la mujer de una novela de Víctor Hugo. Sin duda, el que lo copió en la pared del sobreclaustro, acababa de leerla.
XXII. Finalmente vamos a transcribir una inscripción chispeante en verso, que no figuraba en nuestro Museo local de Epigrafía y que fue escrito por don Alberto Pelairea, en el retrete de uno de los locales provisionales del Casino de Fitero. La insertamos tal cual aparece en el amenísimo libro de don José María Iribarren [24], titulado Retablo de curiosidades [25]; es decir, sustituyendo dos formas originales de un verbo poco aromá­tico, por las de otros dos completamente inodoros:

«Retrete que es el ludibrio
del Casino Fiterano
y donde no hay ser humano
que se tenga en equilibrio:
el obrar aquí me inquieta;
y con razón, digo yo,
la Remigia aquí operó
y se cayó una volteta»

La Remigia fue una popular cómica y equilibrista navarra de fines del siglo pasado y comienzos del actual. En realidad, no es cierto que operase nunca en el Casino de Fitero, pues para cuando éste se inauguró, hacía ya años que estaba retirada del servicio farandulero. Pero, en fin, diremos como los italianos: “Se non e vero, e bene trovato” (si no es verdad, está bien inventado.)


Capítulo VIII

Las Tabernas

Las tabernas son una antigua institución mediterránea, como las salas de te en la China y en el Japón. Por algo el Mediterráneo Europeo es principal productor de vinos del mundo. Ya los griegos y los romanos tuvieron sus tabernas, como lo atestiguan las ruinas de una de ellas descubierta en Pompeya, destruida, como es notorio, por una erupción del Vesubio, el año 79 de la era cristiana. Y es casi seguro que los romanos mismos introdujeron las tabernas en España, pues taberna es una palabra de origen latino. En la Edad Medía, se extendieron tanto en nuestro país que Alfonso el Sabio reguló ya su funcionamiento en el código de las Siete Partidas; y lo mismo hicieron varias leyes de la Novísima Recopilación, en los siglos XVII y XVIII.
En Fitero, hubo ya una taberna antes de 1550; es decir, en la primera mitad del siglo XVI. Fue la única, durante el abadiato, y pertenecía al Monasterio, quien la arrendaba anualmente al mejor postor. Consta que en 1635, se la arrendó a Miguel de Yanguas por 90 ducados: cantidad bastante respetable para la época, lo que indica que la taberna no era un mal negocio y que tenía bastante clientela. Después de clausurado el convento y suprimido su monopolio, se abrieron más tabernas.
Durante mi adolescencia, en el periódico EL FITERANO del 3 de febrero de 1915, un colaborador que firmaba con el seudónimo de Quevedo, reprochaba la afición que había entonces a las tabernas, aplicando a nuestro pueblo una conocida redondilla, que, antes y después, se ha aplicado a muchos otros pueblos de España:
                                      Fitero, villa bravía,
                                      entre antiguas y modernas,
                                      tiene cuatro o seis tabernas
                                      y ninguna librería.

Efectivamente, por aquella época, había en Fitero cuatro tabernas fijas y algunas otras que se abrían por alguna temporada, pero se cerraban al poco tiempo, porque no prosperaba el negocio. Las fijas eran la del Tío Valija (Lucas Frías), la del Tío Calixto (Calixto Yanguas), la del Tío Cartero (Manuel González) y la de León Jiménez. Las más frecuentadas eran la del Tío Valija, establecida en la Calle Mayor, nº 12; y la del Tío Calixto, abierta en el nº 1 de la Picota. A la sazón, en las tabernas, un litro de vino costaba solamente diez céntimos; un cortadillo, dos céntimos, y una jarrilla de medio litro, una perrilla (cinco céntimos), de manera que los aficionados al morapio podían atiborrarse de vino por poquísimo dinero. Es verdad que los jornales de entonces eran solamente de seis reales y por consiguiente, un jornalero no podía dejarse muchos céntimos en la taberna, sí quería dar de comer a su familia. Precisamente los parroquianos más asiduos de las tabernas eran los jornaleros, aunque también caían por ellas artesanillos y pequeños renteros.
Al contrario de los cafés, los cuales estaban siempre instalados en un primer piso, las tabernas funcionaban en las plantas bajas y se reducían a pequeñas habitaciones, sin más ventilación que la puerta de entrada y, a veces algún ventanuco aledaño. No tenían rótulos anunciadores, como los cafés sino el clásico ramo de laurel del dios Baco, sobre la puerta. Su mobiliario era elemental, pues se reducía a unas cuantas bancas de madera, largas y bajas, y a algunos toscos banquillos; y sus utensilios, a la clásica pipa o tonel de vino, montado sobre un pequeño mostrador, forrado de zinc, a unas dos docenas de vasos de vidrio grueso, a unos cuantos porrones, jarillas y jarras, a algunos saleros, y finalmente, a una o dos calderetas de agua, escondidas debajo del mostrador, donde se lavaba - o mejor dicho, se remojaba solamente - la tosca vajilla del establecimiento. Durante el día, salvo los domingos y días festivos, las tabernas solían estar vacías, ya que todos los jornaleros útiles estaban trabajando en el campo; pero, al anochecer, no tardaban en ser invadidas por los parroquianos debido, sobre todo, a la costumbre que tenían muchos trabajadores de coger la cazuelilla de la cena y marcharse con ella a la taberna.
Las bancas no sólo servían para sentarse, sino además para comer y para jugar encima de ellas. Los juegos se reducían a los de la baraja, predominando el mus y el siete y medio; y, para armar la partida, dos clientes se sentaban a horcajadas entre dos tramos de una banca, y sus compinches, a ambos lados del tramo correspondiente, ora acomodados en sendos banquillos, ora sentados sencillamente en el suelo, con las piernas cruzadas, al estilo de los bonzos. Encima del tramo libre de la banca, echaban las cartas y depositaban las cazuelillas y el porrón o el jarro de vino; y entre un órdago y un envido, o entre un echa carta y un me planto, engullían el contenido de las cazuelillas y se metían entre pecho y espalda el líquido de cuatro o cinco porrones o de una docena de cortadillos. De tarde en tarde, algunos grupos jugaban también a la lotería, sirviéndose de unos cartones mugrientos y manchados de vino, y de judías blancas o granos de maíz para cubrir las figuras que iban saliendo.
La atmósfera de aquellos tugurios era francamente repulsiva y pestilente, exhalando un tufo espeso que atacaba a la vez a los pulmones, a los ojos, las papilas gustativas y a la pituitaria. Sobre todo, en invierno, en que, a causa del frío intenso, había que cerrar o, por lo menos, entornar bien la puerta de la taberna, con lo que la falta de ventilación, la estrechez del local, el apretujamiento de los parroquianos y los olores que despedían sus cuerpos sudados, el vino, los arenques, las cebollas, los pimientos, guindillas, patatas o castañas que asaban en los braseros - unos braseros circula­res de medio metro de diámetro, alimentados con carbón vegetal - y el hu­mo del tabaco fuerte y barato que fumaba todo el mundo, convertían aquellos lugares, consagrados al culto de Baco, en las calderas infernales de Pedro Botero. Naturalmente más de un cliente salía de allí mareado, acalorado, envene­nado y asfixiado, ya no precisamente por los vasos de morapio ingerido, si­no por la cantidad de anhídrido carbónico aspirado. Por lo mismo, la ma­yoría de los borrachos salían infaliblemente de las tabernas.
Sin embargo, hay que decir, en honor de la verdad, que, en aquella épo­ca, no abundaban en demasía los beodos. Por otra parte, los que había, solían ser bastante discretos; es decir, de esos que, al salir de la taberna, pro­curaban no tambalearse por las calles, para que no lo advirtiesen las comadres criticonas; y que, al entrar en su casa, procuraban no hacer el menor ruido, para no despertar a su mujer ni a sus hijos. Claro está que tampoco faltaba alguno que otro escandaloso y agresivo, el cual volvía a su domicilio vociferando y blasfemando, y la emprendía a golpes y a injurias con su sufrida costilla; pero esta especie de energúmenos constituía solamente la excepción.
Del único borracho notorio de que guardo memoria, es del pobre Burcio (Tiburcio). Se trataba de un infeliz pastor, ya viejo y sin familia ni casa, que vivía solo y se acostaba en la perrera - una guarida de la Plaza de las Malvas - o en algún pajar o corral. No es que bebiera extraordinariamente, sino que, como el desventurado comía poco y mal, con unos cortadillos de 14 grados tenía que embriagarse a la fuerza. Cuando se veía venir de lejos por la calle a un individuo, haciendo eses aparatosas de una a otra acera, no había que preguntar de quién se trataba: del pobre Burcio. Una de sus melopeas, allá por el año de 1914, tuvo consecuencias trágicas. Una noche de invierno, al volver de la taberna bien bebido, con otro desgraciado como él, llamado Isidoro el Espaletao, fueron ambos a refugiarse a un corral del Tío Chirola (Eloy Andrés), situado junto al Pantano del Pontigo. Allí encendieron una gran fogata, pero asfixiados por el humo cayeron finalmente encima de ella. Al día siguiente, amanecieron los dos con la cabeza terriblemente quemada e hinchada, y sin un solo pelo en la cejas ni en el cráneo. El Espaletao estaba muerto; pero el Burcio respiraba todavía y uno de los médicos de la localidad consiguió salvarlo. Ni que decir tiene que esta sórdida tragedia conmovió a todo el vecindario, pues, en fin de cuentas, las dos víctimas eran unos pobres infelices completamente inofensivos.


Capítulo IX

LA MATANZA DEL CERDO


Uno de los espectáculos callejeros más curiosos y estruendosos de antaño, durante el invierno, era la matanza del puerco.

A cada cerdo le llega su San Martín” – reza un proverbio castellano, el cual, analizando cronológicamente y prescindiendo de su sentido moral, indica que la matanza del cochino familiar empezaba antaño, desde el 11 de noviembre, que es la fiesta de San Martín de Tours. Sin embargo, en Fitero se hacía más bien, durante los meses de diciembre y enero. En los tiempos pasados, cada vecino que tenía un corral o una mala cuadra, encajaba en ésta una pocilga y criaba uno o dos marranos. Como es sabido, los cerdos se alimentan de cualquier cosa, hasta con aguas residuales grasientas, aunque prefieran las bellotas y las castañas; pero, como no las hay en nuestro pueblo, los vecinos los engordaban principalmente con patatas cocidas, revueltas con salvado, y a veces, con harina de centeno, cebada o maíz. Ordinariamente, los lechos que se criaban en Fitero eran blancos, de tipo mallorquín o normando, los cuales tienen más tocino que los guarros o de pintas negras, que tienen más magro. Se los engordaba durante ocho o nueve meses, hasta que alcanzaban un peso de 6 a 12 arrobas; es decir, entre 69 y 115 kilos, aunque también los había más pesados.
La matanza del cerdo constituía una fiesta para la familia sacrificadora y hasta para los vecinos inmediatos, pues, a la sazón, se realizaba en plena vía pública, delante de la casa de sus dueños. Existía ya un Matadero Público en la calle Lejalde, actual número 17, donde está ahora el bar y fonda de LA FITERANA; pero era tan pequeño, incómodo y antihigiénico que el Dr. Herrero Besada lo calificaba de “baldón de nuestro pueblo[3]. Días antes de la matanza, se compraba el “recado” de la misma: o sea, los “anchos” o vejigas de carnero para hacer los embutidos, arroz, sal, pimentón molido, ajos, etc. Las mismas tiendas en que se compraba el “recado”, proporcionaban las máquinas de capolar y de llenar: operaciones que se hacían antes con las manos, cortando pacientemente la carne con cuchillos, en trozos muy pequeños, metiéndola con los dedos dentro de los intestinos y empujándola hacia adentro con un embudo de hojalata. De la matanza se encargaba personalmente un matachín (matarife), especializado en este oficio, el cual, en las primeras décadas de este siglo, cobraba por cada matanza 5 pesetas. Entre los matachines más solicitados por entonces, figuraban el Tío Santillos (Santos Magaña) y su hijo Serafín, así como el cortador Pedro Moreno.
La matanza se solía hacer al amanecer, acostando al cerdo sobre un banco rectangular de madera. La operación no era nada fácil, pues, al salir el animal de la pocilga, había que hincarle un gancho en el morro, para poder arrastrarlo hasta el bando. Naturalmente el animal se resistía ferozmente, logrando a veces escaparse, con lo que había que hacer un correteo por la calle para acorralarlo y reducirlo, y cuando, en fin, se le sujetaba, armaba un escándalo fenomenal, oyéndose sus gruñidos en varias calles a la redonda. Se necesitaban, por lo menos, dos hombres para arrastrarlo, levantarlo en vilo y echarlo en el banco, atándolo fuertemente. A continuación, el matachín le hincaba un gran cuchillo en el cuello para degollarlo, yendo a caer la sangre a un balde grande colocado debajo, con recortes de pan para hacer sopas. Una vez desangrado el cochino, le socarraban las cerdas, con pajas largas de centeno o con carrizos, encendiéndolos en una fogata aledaña, en la que se calentaban pozales de agua, sobre sendas trébedes. En seguida, se procedía a desollar y limpiar el puerco, raspándole la piel con un cepillo fuerte y echándole encima pozales de agua muy caliente; y una vez, ya limpio, el matachín lo abría en canal y le extraía el mondongo: es decir, el estómago, los intestinos, el hígado y las demás vísceras. Las mujeres lavaban cuidadosamente los intestinos en el río, para utilizarlos luego en la confección de longanizas, chorizos y morcillas. El lechón, abierto ya en canal y vaciado de sus vísceras, era colgado del balcón o de la ventana de la casa, para que se “jorease” (orease), durante unas horas. Después lo descolgaban y extendiéndolo de nuevo en el banco, el matarife terminaba su faena, descuartizándolo; es decir, cortándolo ordinariamente en 2 jamones, 4 témpanos de tocino y la cabeza. Todo ello, salado adecuadamente, se guardaba luego en un granero, expuesto a la ventilación. Las morcillas se hacían el mismo día, con arroz y alguna chinchorra, así como con el pan empapado en la sangre del cerdo; y los chorizos y longanizas, al siguiente día, con carne capolada del cerdo, ajos picados en el almirez, pimiento molido y manteca del puerco. Todo ello se revolvía bien con las manos, haciendo una masa, y se iba introduciendo en los intestinos limpios y en los “anchos”, atándolos con pedazos de cuerda, a cada 10 centímetros aproximadamente de longitud. Los embutidos iban a parar así mismo al granero, donde se colgaba en varas sostenidas horizontalmente.
Como dicen que el cerdo no tiene ningún desperdicio, los niños que merodeaban por el lugar de la matanza, sacaban de las brasas de la fogata las pezuñas asadas del animal y las devoraban tranquilamente. Por su parte, la familia sacrificadora y sus invitados hacían un buen almuerzo a base de migas con chinchorras del puerco y buenas botas de vino.
No hay que decir cómo quedaba el trozo de la calle donde se hacía la matanza: hecho un lodazal y una porquería; pero las mujeres de la casa lo limpiaban el mismo día.
La matanza tenía una suite de cortesía: el matapuerco o regalo que se hacía a parientes y amigos de algunos porciones o productos de la matanza. Naturalmente variaba, según el grado de parentesco y amistad; pero ordinariamente consistía en un pedazo de hígado, un trozo de hueso del espinazo, otro de tocino y una morcilla.
La matanza callejera del cerdo se acabó al inaugurarse el nuevo Matadero Municipal, en los aledaños de la bajada del puente sobre el río Alhama, en 1954.
Con ello, se perdió una costumbre vieja, pero nada higiénica, y el pueblo ganó en limpieza.





[1]
[2] Cerró sus puertas en . Lo regentó, durante........ años, Carmelo Yanguas.
[3] La Voz de Fitero, 18 de Agosto de 1912.




Capítulo X

Las Barberías

Unos centros típicos de reuniones masculinas eran las peluquerías. En mi época fiterana, los vecinos que se afeitaban solos eran muy raros y, a excep­ción de los señoritos, que hacían ir a su domicilio al barbero, los demás acudían generalmente a las barberías. A la sazón, había dos: la del Bernar­do (Bernardo Madurga y su padre Fernando) y la del José (José Jiménez Abad [26]), ambas en la Calle Mayor. La más concurrida era la de éste último, ubicada en la planta baja de la casa nº 32.

El José era un hombre chaparro, decidor, simpático y servicial: algo así como un descendiente pueblerino de Fígaro. No sólo era barbero y peluque­ro, sino además Practicante en Cirugía Menor, como se anunciaba pompo­samente; es decir, que hacía sangrías, aplicaba cataplasmas, ponía ventosas, sanguijuelas, inyecciones y lavativas, recortaba callos, extraía muelas y has­ta sacaba de apuros a las parturientas. Como peluquero, dejaba impecablemente la tufilla a los niños y hacía cortes de pelo a la parisién a los mozos presumidos; y como barbero, mane­jaba la navaja de afeitar mejor que un esgrimista el sable y un matador de toros la espada. Cuando el cliente era un viejo arrugado, no le metía en la boca un huevo de madera, como hacían entonces, en otros pueblos de la Ri­bera, los rapa-barbas toscos, sino que, como un hábil prestidigitador, ejecu­taba verdaderos juegos de manos para no lastimarle con la navaja los surcos de la cara. Y como a la sazón, no había agua corriente en las casas, para quitar el jabón y lavar la cara a los recién afeitados, les encajaba en el cue­llo el clásico yelmo de Mambrino, vulgo bacía, y les remojaba el pellejo con la brocha.

Por un corte de pelo, solamente cobraba dos perrillas; pero si el cliente se rasuraba a continuación, sólo cobraba cuarenta céntimos por ambos ser­vicios. Ahora bien, los fatos (así llaman en Fitero a los presumidos) que querían salir de la barbería oliendo un poco a agua de Colonia para marear a sus mujeres o a sus novias, tenían que pagar por la loción cinco céntimos suplementarios. Pero pocos se permitían entonces semejante lujo.

Por supuesto, como era entonces costumbre en las peluquerías de toda España, las paredes del establecimiento aparecían adornadas con retratos de almanaque de los más famosos toreros y cupletistas de la época: Joselito, Belmonte, la Goya, Raquel Meller, etc., y en frente de los sillones de ma­niobra y de los espejos rectangulares, con marcos dorados, había unas cuan­tas bancas de madera, adosadas a la pared, en las que esperaban sentados los clientes, hasta que les tocaba su turno. Ni que decir tiene que éste era siempre riguroso, pues, para el José, ciudadano demócrata, no había privi­legiados. Ni tampoco lo hubiesen tolerado los demás parroquianos. Por lo mismo, éstos se aglomeraban en la peluquería los sábados y las vísperas de los demás días festivos, desde el atardecer hasta bien entrada la noche; y co­mo no tenían nada que hacer, formaban animadas tertulias. De manera que, mientras el José y su ayudante cortaban cabellos y rapaban barbas, los que esperaban su turno, imitaban, a su vez, a los Fígaros, haciendo algo pareci­do a lo que decía un cantar popular de aquel tiempo del famoso tribuno y político republicano, don Nicolás Salmerón y Alonso:

Salmerón, en el Congreso,
ha puesto una barbería,
para rasurar en seco
a toda la mayoría...

La mayoría, en la peluquería del José, estaba constituida por los vecinos y las vecinas ausentes del establecimiento.

La barbería del Madurga - mejor dicho, de los Madurga - era más mo­desta y menos concurrida, pero no menos pintoresca. Estaba instalada en la planta baja de la casa nº 18 de la Calle Mayor. A los abonados por año a sus servicios, los Madurga cobraban solamente la increíble cantidad de cuatro pesetas - ¡cuatro pesetas anuales! - por las cuales tenían derecho aquéllos a cortarse el pelo, una vez por trimestre, y a ser afeitados todos los sábados y demás vísperas de días festivos obligatorios.

Bernardo Madurga sufría de epilepsia y cuando le atacaba el mal, mien­tras afeitaba a un cliente, éste tenía que darle un golpe en el brazo, para apartar de su cara el filo amenazador de la navaja.

- «¡Dionisia!, ¡Dionisia!», gritaba entonces el cliente a la mujer del Ber­nardo; y a continuación, mientras Dionisia descendía apresuradamente de la cocina, el cliente abandonaba corriendo el establecimiento, con la cara enjabonada o a medio afeitar, envolviéndose en su enorme tapabocas, en tiempo de invierno. Como a Bernardo le gustaba bastante el morapio, otras veces, aunque no le amagase ningún ataque epiléptico, dejaba tranquilamente al cliente con la cara enjabonada, para ir a beberse un vaso de vino a la próxima ta­berna del Tío Valija. Entretanto se le ablandaba el cutis al parroquiano... (O se le endurecía el hígado).

Su padre, Fernando, estaba especializado en la extracción de dientes y muelas. Su procedimiento era formidable. Mandaba al cliente echarse al suelo tripa arriba, le hincaba su rodilla derecha sobre el pecho y, agarrándo­le la muela doliente con unos alicates, mojados previamente en alcohol, se la arrancaba brutalmente a tirones y retorcijones: unas veces, entera, y las más, en pedazos. El paciente aullaba a menudo de dolor; pero Fernando no se inmutaba. Terminada la faena, le hacía enjuagarse la boca con agua de vinagre y asunto concluido. El precio de la extracción no pasaba ordina­riamente de 25 céntimos. Una vez, a un paciente, cuyo nombre nos reservamos - porque así nos lo pidió él -, en vez de sacarle la muela careada, le arrancó una sana aledaña. Pero lo más chusco del caso - completamente auténtico - es que, en adelante, no le molestó al paciente la muela dañada.

Sabemos de otro barbero fiterano, posterior al Bernardo y al José, que al forcejear para extraer a un vecino la muela del juicio, lo sacó remolcando hasta la Calle Mayor, tirándole de la muela con sus tenazas. La carnicería que le hizo en la boca, fue tan brutal que el infeliz estuvo quince días sin poder probar un bocado sólido, alimentándose únicamente de sopas de ajo. El mismo arranca-muelas perpetró con mí amigo, Francisco Falces Pina, ya difunto, otra fechoría análoga. Resulta que, en vísperas de casarse, tuvo Paco la mala ocurrencia de ponerse en manos de aquel vecino para que le extrajera una muela que le molestaba bastante.

- «No irás a matarme...», le dijo Paco, un poco receloso, medio en bro­ma, medio en serio. Y, en efecto, le faltó muy poco para que lo matara, pues le provocó una hemorragia tan tremenda que mi infeliz amigo perdió el sentido. Su familia se asustó de muerte; pero Paco se salvó de ésta, gracias a los cuidados oportunos del médico don Ramón Sanz, quien lo desvió, a tiempo, del camino del otro mundo. Cuando, al día siguiente, vino de Olve­ga su novia, para celebrar la boda, encontró a Paco tendido sobre una ca­ma, todo pálido, exangüe y ojeroso, y coronado grotescamente con un intes­tino de carnero, relleno de pedazos de hielo. Por supuesto tuvieron que aplazar el casamiento.

Añadamos, para terminar este capitulo, que los peluqueros tenían, a la sazón, unos serios competidores, en los esquiladores de ganado, especial­mente en los hermanos apodados los Morumines (Dionisio y Pedro). Estos toscos trasquiladores solo cobraban a los clientes, por su trabajo, cinco cén­timos y es claro que, por tan bajo precio, no iban a hacerles precisamente obras de arte capilar y a transformar a sus parroquianos en unos lechugui­nos de salón. Su labor era más modesta. Introducían a sus víctimas en un corral, las sentaban en unos sucios tronquillos de madera y, atacándoles la pelambre, con sus grandes tijeras puntiagudas, les dejaban el cogote como un labrado de burras.

XI

LAS SEMANAS SANTAS

Las celebraciones populares de la Semana Santa en Fitero sólo datan del siglo XVI. Por supuesto, las del abadengo eran más pomposas que las posteriores a la exclaustración de los monjes del Monasterio, aunque solo fuera por el número de frailes que tomaban parte en ellas y la riqueza de ornamentos, imágenes, vasos sagrados, estandartes y demás efectos litúrgicos que poseían. Hay que tener en cuenta que las principales Cofradías de la Semana Santa, como las de los Santos Cristos de la Cruz a Cuestas y de la Columna y la de la Veracruz (de la Soledad o Dolorosa), datan ya del siglo XVII y tenían sus correspondientes “pasos”. Pero no todos los “pasos” tenían altar y los carentes de él se guardaban entonces debajo del primer arco libre de la nave lateral septentrional; es decir, delante del verjado de la actual capilla del Cristo de la Cruz a Cuestas.
Aunque, con la extinción del Monasterio, perdieron sin duda brilllo las ceremonias de la Semana Santa en Fitero, de todos modos, a principios de este siglo –que es al que vamos a circunscribirnos- todavía se celebraban con bastante más solemnidad que en la actualidad. Aún no se habían introducido las reformas litúrgicas del Concilio Vaticano II y los oficios divinos duraban horas y horas, haciéndose todos los rezos y cánticos en latín. Naturalmente no eran entendidos por el común de los fieles, pero tal vez por eso mismo, como ocurre con todas las cosas misteriosas, les impresionaban mucho más. Por otra parte, la religiosidad del vecindario era mucho más intensa y extensa que en nuestra época y se respiraba en el mismo ambiente, pues estaba próximo el cumplimiento pascual, al que se sustraían entonces muy pocos vecinos, aunque solo fuera por no dar pábulo al qué dirán.
Nuestro grandioso templo ofrecía en la Semana Santa un aspecto de severidad más imponente que de ordinario. Todas las imágenes de bulto de los altares menores aparecían cubiertas con sendos paños morados y el gran retablo del Altar Mayor se ocultaba tras una enorme cortina rectangular, de color violeta, muy desvaído, con una gran cruz blanca latina, en el tercio superior. Pero lo que más impresionaba a los fieles era el Monumento, herencia de los monjes. Se trataba de un gran altar de circunstancias, que se levantaba delante del actual de la Virgen de la Barda, y a la sazón, del Santo Cristo de la Guía. Estaba formado por un enorme armazón de tablas y lienzos pintados, que tapaban el tercer tramo del recinto; es decir, todo el baldaquín y el altar del Cristo. Dichas tablas y lienzos representaban el Sacrificio de Abraham, que blandía un gran cuchillo, presto a hundirlo en las carnes de su hijo Isaac, y al Ángel que se lo impedía, intimándole: “Detente, Abraham”; asimismo a Moisés, con las tablas de la ley, y a su hermano Aarón, empuñando un incensario; al Rey David, con su salterio; a los cuatro profetas mayores: Isaías, Jeremías, Ezequiel y Daniel; la última Cena de Jesús con sus apóstoles; y en fin, a unos fieros soldados romanos armados de lanzas y escudos y tocados con cascos empenachados. Dos de estos soldados aparecían haciendo guardia a uno y otro lado de la escalerilla por la que se subía a depositar en una urna al Santísimo Sacramento; y como algunas ancianas ignorantes y crédulas hacían creer a sus nietos que estos soldados eran unos judíos que tenían en la cárcel a Nuestro Señor, no pocos, niños y niñas los cosían a alfilerazos, como hacían con los judíos del paso del Cristo de la columna, en la procesión del Viernes Santo. Pero pasemos a reseñar, día por día, los aspectos ceremoniales y pintorescos de las Semanas Santas fiteranas de antaño.
EL DOMINGO DE RAMOS todo el mundo acudía a la misa Mayor, provisto de sus ramos correspondientes. La mayoría solían ser de olivo o de peros floridos. Aunque el clero los bendecía por grupos sucesivos, algunos fieles no se contentaban con las gota de agua que les caían del hisopo, sino que los remojaban en las pilas grandes de agua bendita, a lo que se añadía las travesuras de algunos chiquillos irreverentes que se entretenían en “capuzar” a otros, de vez en cuando, ensuciando lamentablemente la tarima del templo. Al final de la Misa, se celebraba una gran procesión, con el recorrido de la actual de la Virgen de la Barda. Los ramos bendecidos solían ser colocados en los balcones y ventanas de las casas hasta que se secaban o hasta el año siguiente.
Por la tarde del Domingo de Ramos, los cofrades de la Cruz a Cuestas y de la Columna celebraban otras funciones completamente diferentes: las subastas de sus efectos para la procesión del Viernes Santo, que antiguamente se celebraba el Jueves. Las Cofradías subastaban el porte de los tambores, faroles y cirios de dicha procesión. La subasta de la Cofradía de la Columna se efectuaba en casa del Tío Pelile (Ángel Calleja), que vivía en el Paseo de San Raimundo, número 22; y la de la Cruz a Cuestas, en el local propio de la Cofradía, al final de la calle Alfaro, número 31. La Cofradía de la Cruz a Cuestas era la de los vecinos más ricos (industriales, grandes terratenientes y labradores bien acomodados); y la de la Columna, la de los pequeños arrendatarios y tenderos. Los jornaleros no pertenecían a ninguna, a causa de su pobreza. El Alcalde y los Mayordomos de cada una se sentaban delante de una mesa y empezaban las pujas, comenzando por la subasta del tambor.
-¡3 reales!, -¡4 pesetas!, -¡2 duros!, -¡16 pesetas!...
Ordinariamente, por el tambor se pujaba, a lo sumo, hasta 20 pesetas. Pero un año, el Tío Sultán (Sixto González) dio por el tambor de la Cruz a Cuestas, con gran asombro de todos, nada menos que 5 duros; es decir, el jornal de tres peones, en una semana de trabajo.
Desde entonces, la cantidad mayor se pagaba siempre por llevar el tambor, pues el cofrade que lo portaba, precedía solo a toda la Cofradía y era el que más lucía. ¡Y hay que ver los tamborazos que daba, si era un joven “mucho fato” y además iba algo bebido (lo que era cosa extraordinaria)! Por llevar un farol ordinario de la Cruz a Cuestas, se daban hasta 14 reales; y por cada uno de los cuatro faroles mayores, 4,50 pesetas. Por el alquiler de un cirio nuevo, o sea, no despabilado, que alumbraba la cara del mismo Cristo, se pagaban hasta cinco pesetas, y por los demás, unos tres reales.
EL LUNES SANTO Y EL MARTES SANTO no había oficios divinos solemnes, sino únicamente las misas ordinarias de la mañana y el rezo del Rosario y del Vía-Crucis por la tarde. Bastantes devotas no se contentaban con el Vía-Crucis de la iglesia, sino que recorrían y rezaban el del Camino del Cementerio, a lo largo del cual están repartidas las 14 estaciones.
La voz cantante o mejor dicho, tonante de la Semana Santa la llevaban los cuaresmeros; predicadores especializado y contratados para pronunciar los sermones de la Cuaresma. Solían ser frailes capuchinos o carmelitas que tenían una voz atronadora y empleaban una retórica religiosa tremebunda. Predicaban todos los miércoles y viernes, hacia las 7 de la tarde; y los domingos, en la misa de 11, pues entonces no había de 12. A veces, prolongaban sus sermones más de la cuenta, con el consiguiente enfado de los feligreses. Tal ocurrió una vez con un capuchino, llamado el P. Crisantos, el cual no era precisamente un Bossuet. El párroco, don Antonino Fernández Mateo se vio en la necesidad de advertírselo y entonces convinieron en que, cuando creyera D. Antonino que ya había sermoneado bastante, tocara el Poba discretamente una campanilla. Los fieles se dieron cuenta del truco y apenas se aburrían de escucharlo, cuchicheaban con los vecinos: “¡A ver cuándo toca el Poba la campanilla! ¿Se ha dormido el Poba? ¿Ha perdido el Poba la campanilla?
EL MIÉRCOLES SANTO, las ceremonias de la iglesia eran análogas a las del Lunes y Martes, con una añadidura importante y retumbante: la celebración solemne por la tarde, hacia las 4, del primer Oficio de Tinieblas, que ya hemos descrito prolijamente en otro capítulo.
EL JUEVES SANTO era el día de gala de la Semana Santa, no solo por ser uno de los días de precepto más memorables del año litúrgico, sino porque los vecinos se ponían los mejores trajes que tenían (los que tenían más  de uno que eran los menos). Sobresalían naturalmente las mujeres. Las vecinas pobres –no demasiado pobres- lucían unos amplios y sencillos mantillos negros que les cubrían la cabeza y los hombros. Las labradoras acomodadas también llevaban mantillos negros, pero adornados con franjas de terciopelo y con golpes de abalorios, luciendo vistosos mantones de Manila, y las “señoritas” o mujeres más ricas ostentaban altas peinetas de carey y elegantes mantillas blancas de blonda sobre sus vestidos negros, que les llegaban hasta los tobillos. Los munícipes también se vestían de gala, con zapatos, traje, capa o levita y chistera negra, con las particularidades de que acudían en corporación a los oficios divinos matutinos, con guantes blancos y la bandera blanca bordada del Ayuntamiento, acompañados por la Banda Municipal; y regresaban con guantes negros, bandera negra y precedidos de un niño que iba tocando una campana. Por la tarde, acudían asimismo al Lavatorio de los pies de los Apóstoles y al sermón del Mandato, llamado así por referencia al capítulo XV, versículo 17 del Evangelio de San Juan: “Un mandato os doy; que os améis unos a otros.”
Los Oficios divinos de Jueves Santo eran esencialmente los mismos de ahora, pero más largos y solemnes. Por la mañana, se administraban comuniones generales antes de la Misa solemne, en la que sólo comulgaban los miembros del clero (y los sacristanes y monaguillos mayores), del Ayuntamiento y los Sietes apóstoles. Estos últimos se trasladaban a continuación al deambulatorio de la girola, donde los esperaba el Poba, quien les daba a beber una copa de aguardiente, “para que pasase bien la Forma”. Al terminar la Misa, se verificaba el traslado procesional bajo palio del Santísimo Sacramento al Monumento; y por la tarde, hacia las 5,30 horas, tenía lugar el segundo Oficio solemne de Tinieblas,  con el mismo estruendo que el día anterior. Por fin, hacia las 18 horas se celebraba el lavatorio de los pies, seguido del Sermón del Mandato, a cargo del cuaresmero.
Los Apóstoles eran 12 pobres de la localidad, a los que se prestaba para esta ocasión unas capas usadas y unos zapatos viejos, que no siempre les caían bien. Se les gratificaba su cooperación con un par de pesetas o un bono para que se comprasen una camisa corriente.
Otra ceremonia llamativa era la Vela del Santísimo Sacramento. Había una distinguida, y otra, general. La distinguida se hacía por ternas de hombres solamente, pues las mujeres estaban entonces completamente discriminadas en los templos. Los turnos duraban media hora, durante la cual los turnantes permanecían arrodillados en sendos reclinatorios, delante del Monumento, en lugar preferente, separados del común de los fieles. Estos, incluida las mujeres, se apiñaban en las partes laterales de la Capilla y detrás. El primer turno lo hacían el alcalde, el Párroco y el Juez; a continuación, otro sacerdote entre dos concejales y, finalmente, tres feligreses distinguidos, que figuraban en una lista confeccionada por la Parroquia, ordinariamente con un criterio selectivo poco evangélico. Por supuesto, los veladores más distinguidos hacían sus turnos en las mejores horas del día, mientras que, en la noche, velaban al Santísimo devotos pobres o miembros de la Sección local de la Adoración Nocturna, desde que fue fundada en 1909. Los fieles en general solían hacer al Monumento siete visitas.
A partir del traslado del Santísimo al Monumento, ya no se tocaban las campanas de la iglesia, hasta la mañana del Sábado de gloria y en el intervalo, los monaguillos recorrían
 Las calles, llamando a los vecinos a los Oficios, con los matrócolos: unas chapas de madera, provistas de unos macillos que las golpeaban, haciendo un ruido seco. Al mismo tiempo, voceaban los acólitos: “¡Al Lavatorio!”, ¡Al Sermón!, ¡A las siete Palabras!, ¡A la Adoración de la Santa Cruz!
El VIERNES SANTO no era día de fiesta, como el Jueves; pero sólo se trabajaba por la mañana. El día empezaba litúrgicamente hacia las 6 con el Sermón de la Bofetada, alusivo a la que dio a Jesucristo un alguacil del Pontífice Anás, según el capítulo XVII, versículo 22 del Evangelio de San Juan. A continuación, se hacía el reparto de los Cristos, o sea, de los entandartes de las Cofradías a los Alcaldes y Mayordomos de las mismas, con acompañamiento de matrocolistas, por cofrades entunicados. Durante el resto de la mañana, los Oficios consistían en retirar el Santísimo del Monumento, en la recitación solemne por tres sacerdotes con albas, de un evangelio de la Pasión; en recitar las preces rituales de la Oración Universal y en la Adoración de la Santa Cruz. Por cierto que, en las preces, había un curioso detalle litúrgico del que no se daban cuenta los fieles, porque ignoraban el latín. Era la oración “pro perfidis judaeis”; es decir, por los traidores judíos; de manera que se rogaba por ellos, y al mismo tiempo, se les insultaba. La reforma litúrgica del Concilio Vaticano II acabó con tal aberración, pues evidentemente el epíteto de traidores o pérfidos sólo podía aplicarse con justicia a los habitantes de Jerusalén que pidieron y obtuvieron la crucifixión de Jesucristo y la libertad de Barrabás –y es sabido que no fueron todos los vecinos-, pero no al resto de los habitantes de Judea de aquella época y menos todavía a los judíos posteriores que nada tuvieron que ver con aquel suceso.
La Adoración de la Santa Cruz era, como la Vela del Monumento, de dos clases análogas: distinguida y general. En la primera tomaban parte el clero y el ayuntamiento, cuyos miembros tenían que descalzarse y hacer tres genuflexiones antes de besarla, arrodillados, y la segunda, los fieles en general, sin descalzarse, pero asimismo arrodillados.
Hacia el mediodía empezaba el Oficio de las Siete Palabras, el cual duraba, por lo menos, tres horas. Los tres coadjutores de la Parroquia se encargaban cada uno de un sermón; el Párroco pronunciaba dos; y el cuaresmero otros dos. Entre sermón y sermón, se interpretaban cantos litúrgicos con acompañamiento de un antiguo organillo Regal y algún violín, flauta y contrabajo. Al finalizar las siete Palabras, se simulaba el Terremoto que siguió a la muerte de Jesucristo, sacudiendo, en el deambulatorio de la girola, grandes láminas de hojalata, quemando pólvora con resina y haciendo ruidos con matracas, carrascas y objetos contundentes.
Hacia las 4 de la tarde, se procedía a la ceremonia del Descendimiento de la Cruz y al sermón de la Soledad. Previamente se había plantado desde el amanecer, en medio del Altar Mayor, una alta cruz de madera de la que pendía el Cristo articulado del Santo Sepulcro y de ella lo desprendían los sacerdotes revestidos con albas, trepando por una escalera doble. Dirigía esta ceremonia el Cuaresmero, el cual indicaba, a voces, a los dos sacerdotes los diferentes actos que debían ejecutar; a saber, desclavarle las manos y los pies, bajarlo hasta el pavimento del presbiterio, presentarlo a la Virgen Dolorosa, trasladada previamente para este acto a la derecha del presbiterio y presentarlo a continuación al pueblo. Entonces pronunciaba el cuaresmero el sermón de la Soledad y terminado éste, se introducía a la sagrada Imagen del Cristo muerto en el ataúd de cristal y cuatro cofrades del Santo Sepulcro lo trasladaban al centro del sexto tramo de la nave central, frente al órgano, depositándolo sobre una mesa.
La Cofradía del Santo Sepulcro fue fundada en la primera década del siglo actual, por iniciativa del párroco don Martín Corella, formándola en un principio 12 señores de los más ricos del pueblo, los cuales iban vestidos con túnicas negras de larga cola, antifaz y guantes negros y tocados con altos capirotes enlutados. Costearon el cuerpo de Alabarderos, que representaba a una decuria de soldados romanos, con sus cascos corazas, lanzas y típicos uniformes cortos de color escarlata. Eran nueve y un trompeta, y se relevaban cada media hora de cuatro en cuatro, saliendo marcialmente de la sacristía para hacer guardia de honor al Santo Sepulcro. Iban golpeando rítmicamente la tarima con sus lanzas, precedidos del decurión y del trompeta, así como de un tambor entunicado, haciendo un estruendo formidable. El Decurión portaba el clásico estandarte de púrpura de los Romanos, con las conocidas siglas bordadas S.P.Q.R. (Senatus Populusque romanus; el Senado y el Pueblo Romano). Cuando se terminaba el relevo y quedaban colocados los cuatro soldados, quietos y rígidos, en los cuatro ángulos del Sepulcro, los muchachos más atrevidos se acercaban a ellos, a ver si los reconocían a través de sus yelmos, mirándolos curiosamente de abajo arriba.
-¡To, si es el Mochón! -descubría uno.
-To, si es el Plejillas! -exclamaba otro.
Al atardecer del Viernes Santo, los cofrades del Cristo de la Cruz a cuesta y de la Columna, a pesar de ser un día de ayuno preceptivo, celebraban unas “merendolas” que no tenían nada de frugales colaciones. Se hacían en las casas de sus Alcaldes y Mayordomos respectivos, los cuales engalanaban por la mañana los balcones o ventanas de sus casas, asomando el estandarte que iban a llevar en la procesión del Santo Entierro. Consistían tales cuchipandas en devorar unas amplias fuentes o cuencos de aceitunas, adobanas con aceite, vinagre y pimiento molido, y acompañadas de papachas, hogazas y hojuelas (pastas hechas con harina, huevos y azúcar, freídos en la sartén), sin faltar, por supuesto, los correspondientes porrones de vino tinto.
Después de bien comidos y bebidos, iban a la procesión del Santo Entierro, que era el espectáculo culminante de la Semana Santa. Figuraban en ella los siguientes pasos: San Juan Evangelista, la magdalena, el Cristo del Huerto, adornado con ramajes; el de la Columna, con los judíos empuñando látigos que guardaba el Tío Pelie; el Cristo de la Caña o Ecce Homo, el Cristo de la Cruz a Cuestas, el del Monte o del Calvario, adornado con tomillos y romeros, el del Santo Sepulcro y el de la Dolorosa.
Desde luego, la Procesión era un espectáculo impresionante, pues salía al anochecer y acudía casi todo el pueblo, el cual tenía entonces más de un millar de habitantes que en la actualidad. Por otra parte, solamente los cofrades de la Cruz a Cuestas sumaban ya más de un centenar y los de la columna, 60. Por cierto que esta dos cofradías andaban siempre reñidas, a pesar del sermón del Mandato, y producían alguna vez sus escandalitos en la misma procesión. Primitivamente solo iban entunicados los de la Cruz a Cuestas, pero los de la Columna no quisieron ser menos y acabaron asimismo por vestirse de nazarenos, con sus túnicas y antifaces morados y sus cíngulos blancos de cordón. Los miembros de ambas cofradía marchaban en perfectas formaciones con sus estandartes correspondientes. Al frente se destacaba el alcalde de la cofradía, portando el estandarte principal, precedido del tambor y seguido de cuatro secciones, cuyos Mayordomos enarbolaban los siguientes estandartes: la Oración del Huerto, el Prendimiento, la Flagelación y el Eccce Homo (los de la Columna); y el Cirineo, la Caída de Jesús en el camino del calvario, la Verónica y el Encuentro de Jesús con su Madre (los de la Cruz a Cuestas). Aunque las mujeres estaban excluidas, en principio, de tomar parte activa en la procesión, sin embargo, figuraban en ella las Tres Marías, llamadas vulgarmente las Tres lloronas, las cuales marchaban descalzas y con largos velos negros caídos sobre la cara y el busto; y además algunas otras, que se deslizaban disimuladamente entre las filas masculinas, calzadas con sandalias y con las túnicas y antifaces que llevaban los hombres.
La perspectiva de aquellas largas filas de entunicados, portando cirios y hachas encendidas, unida a las luces policromadas de los faroles de las cofradías y de los que colocaban los vecinos en los balcones y ventanas; a los reflejos de los colorines de las estandartes y las altas sombras de los pasos y de la noche, ofrecían un golpe de vista fantasmagórico; sobre todo, en la calle de la Patrona y en la calle Mayor. Por supuesto, no faltaban en la procesión de los Doce Apóstoles (los pobres del lavatorio), los alabarderos, los 12 cofrades del Santo Sepulcro, escoltado por la Guardia Civil con los fusiles a la funerala, y detrás, un elegante palio negro, costeado por la señora Felisa Latorre. Cerraban el cortejo el Clero, el Ayuntamiento y la banda Municipal que iba interpretando marchas fúnebres. Detrás, caminaba el público femenino y el masculino pobre, sin orden ni formación.
A la vuelta de la procesión, se desarrollaba silenciosamente, en la puerta de la iglesia, una curiosa escena. Un cofrade de la Cruz a Cuestas y otro de la columna estaban apostados a uno y otro lado de la entrada, con sendos talegos camperos, en los que los cofrades que llevaban cirios, iban depositando papeletas con sus nombres; y los que no habían alumbrado, tenían que pagar un real. Los procesionarios más presumidos o más ricos llevaba grandes hachas propias, o alquiladas a los tenderos, a la merma; es decir, que las devolvían después de la procesión, y los tenderos les cobraban un tanto por la cera consumida, pesándolas antes y después de la función. Había niños que recogían con las manos la cera que se desprendía de los cirios y de las hachas, formando bolas que vendían luego por unos céntimos al Tío alejo o al Tío Miguel, que eran unos tenderos de la época. Otro detalle curioso: los portadores de la Dolorosa, los cuales debía vestir de riguroso luto, acabada la procesión, se dirigían al Ayuntamiento, donde los obsequiaban con sendas papeletas de almendras garapiñadas.
EL SÁBADO SANTO o SÁBADO DE GLORIA, como se decía entonces, no era festivo; pero, a diferencia de ahora, en que ha cambiado su liturgia, a las 10 de la mañana, empezaban a repicar todas las campanas de la iglesia, anunciando la Resurrección del Señor, y a continuación, se celebraba la primera misa de Gloria. El resto del día, se formaban ante los confesionarios grandes colas, para oír las confesiones de los que iban a cumplir con Pascua.
EL DOMINGO DE RESURRECCIÓN, la mayor parte de los vecinos acudían a la Misa Mayor, así como el Ayuntamiento, con bandera y música. Era propiamente el día del Cumplimiento Pascual, y para que constase fehacientemente, los comulgantes echaban en un canastillo que portaba un monaguillo, una cédula con su nombre. Ahora bien, más de una comulgante depositaba, al mismo tiempo, disimuladamente la cédula de su marido o de algún hijo, alérgicos a dicho cumplimiento.
Y así terminaba la Semana Santa.
Comparando el pasado con el presente, se constata que las Semanas Santas actuales de Fitero tienen ya poco de espectaculares y menos todavía de santas. ¿Pero es que las de antaño eran tan santas como espectaculares…?

CAPÍTULO XII

LAS ROGATIVAS Y EL BARRANCO

Sabido es que las Rogativas eran las Letanías menores que celebraba la Iglesia, los tres días anteriores a la fiesta de la Ascensión del Señor, que caía siempre en jueves. El Concilio Vaticano II (1962-1965) las suprimió. A principios del siglo, se celebraban en Fitero procesionalmente fuera del templo, acudiendo el clero, con cruz alzada, y parte del vecindario, el cual, a cada invocación de los Santos, respondía, en voz alta, con el Ora pro nobis. Desde luego, se verificaban por la mañana y como eran días laborables, la mayor parte de los asistentes eran muchachos y mujeres.

La del Lunes se llamaba Rogativa del Bañillo. La procesión salía del templo y llegaba hasta la Mejorada. Allí el clero daba la bendición a los campos y regresaba a la iglesia. Este día, acudía el Ayuntamiento, el cual, seguido de una buena parte del público, continuaba hasta el Baño Viejo, donde se acostumbra a obsequiar a los miembros, así como a los del clero, con una buena comida; y al resto de los asistentes, con un panecillo y un huevo. Ignoramos cuándo y por qué se acabó tal costumbre, pues explicación que damos en nuestro poemita, EL BAÑILLO (POEMARIO FITERANO, pp. 84-86), es humorística y jocosa, pero no histórica.

La del Martes era la Rogativa del Calvario, pues salía de la iglesia y atravesando varias calles intermedias, se internaba por la Costerilla, recorriendo el calvario del camino del Cementerio, donde terminaba. Desde luego, era la más seria.

Por fin, la Rogativa del Miércoles era la del Barranco. Su origen extralitúrgico no está completamente aclarado. En un artículo, titulado EL BARRANCO, inserto en el número 7 de La Voz de Fitero, correspondiente al 19 de mayo de 1912, y firmado por Z (tal vez, el doctor José Zalabardo), se afirmaba que las meriendas y el juego de las chapas con que se celebraba tal rogativa, eran muy antiguos y que “más tarde, y coincidiendo con esta fiesta, se ejecutó en Fitero la grandiosa obra de la construcción de la Acequia de Cascajos”, y que, “cuando el pico del cantero daba los últimos toques en la perforación del túnel que había al nivel del Corral del Morril, en esa época, coincidió la celebración de estos tradicionales cultos, y con este motivo, y con el fin de dar mayor realce a obra tan grandiosa, se celebró un almuerzo al que asistió el Clero y el ayuntamiento, y desde esa fecha ha venido celebrándose cada vez con más solemnidad y algazara.”. Añadía Z que se día era “la fiesta de la juventud; era el día tradicional del estreno de las galas de verano; era el día en que niños y viejos, hombres y mujeres, reunidos en corrillos, más o menos numerosos, lanzaban al aire las famosas chapas, que, al día siguiente, eran las causantes de más de cuatro disgustos de familia, que venían, en ocasiones, para jugarse las mujeres hasta los colchones de la cama”.

Hagamos algunas apostillas a las afirmaciones confusas de este artículo.

En primer lugar, es posible que la fiesta del tercer día de las Rogativas fuese anterior a la apertura de la Acequia alta, pero no hemos visto pruebas documentales.

En segundo término, dudamos mucho de que la celebración de esta rogativa coincidiese con la apertura del regadío de Cascajos, puesto que la escritura correspondiente fue firmada el 12 de enero de 1574 y nos parece bastante raro que los trabajos no comenzasen hasta el mes de mayo. Por otra parte, tampoco coincidió con la inauguración de tal regadío, una vez terminada la acequia, puesto que tan feliz suceso ocurrió el 22 de enero de 1603.

En tercer lugar, es muy probable que el final de la perforación del pequeño túnel que hay al nivel del corral del Morril, actualmente en ruinas, coincidiese, en efecto, con el tercer día de las Rogativas, pero hay que advertir que ya no se trataba de la acequia de Cascajos, sino de la acequia de Abatores, la cual fue comenzada en 1820. Así se explica que el nombre de Día del Barranco no aparezca en los libros de Actas y de Cuentas de la Villa hasta mediados del siglo pasado, en que se terminó, siendo probable la presunción de Ricardo Fernández Gracia de que el ayuntamiento, “siempre dispuesto a eliminar todo lo que recordase a sus antiguos señores, hubiese sustituido la subida a Yerga (que se celebraba todos los años en el mes de mayo) por el día del Barranco. (Algo sobre las fiestas de San Blas y el Barranco – Programa de las Fiestas de 1982).

Ahora bien, ¿por qué se le dio el nombre de día del Barranco? Sencillamente, porque el terreno, donde se abrió dicho túnel, por el que pasa la acequia de Abatores, es abarrancado; y el hecho de que dicho túnel esté, a su vez, a dos pasos de las ruinas del Corral del Morril, explica que la romería del Barranco se empezase a celebrar precísamente en aquel lugar, alternando más tarde con la Dehesa de la Villa.

La fiesta era encabezada por las autoridades civiles, militares y eclesiásticas, y era el alcalde el que iniciaba el juego de las chapas. Pero ¿no será una exageración la afirmación de Z de que las mujeres se jugaban hasta los colchones de las camas? ¿Y después, dónde dormían las perdedoras con sus maridos? ¿En el pajar…? ¿En la cuadra…?

Parece que en la primera década del siglo actual, como insinúa el mismo cronista, no se celebró la Fiesta del Barranco, sin duda, a causa de la catástrofe económica producida por la invasión de la filosera; pero se reanudó en el segundo decenio.

La comida clásica, por entonces, del Día del Barranco era la empanada, o sea, un gran pan de aceite en cuyo interior se metían trozos de chorizo, de pollo, de conejo, huevos duros, lo que se quería. O mejor dicho, lo que se podía, pues nos imaginamos que más de un pobre –que constituían la mayoría- tendría que contentarse con meter caracoles asados, ajos cocidos y alguna sardina frita de mataburro previamente desalada. 



CAPÍTULO XIII

FAENAS AGRÍCOLAS DE ANTAÑO

Hubo en Fitero algunas faenas agrícolas que todavía eran corrientes al principio de este siglo y que han desaparecido por completo: unas por la extinción de los cultivos correspondientes, como el cáñamo y el lino, y otras, por la mecanización moderna de la agricultura, que ha hecho innecesarios los métodos antiguos de explotación, como la recolección obsoleta de las mieses y la vinificación de las uvas. Naturalmente la juventud agrícola actual, con sus tractores, sembradoras, extirpadoras, escarificadores, cosechadoras, etc., no se imagina siquiera lo que trabajaron y sudaron sus padres y sus abuelos, labrando con arados rudimentarios, hoyando con layas, segando con hoces, vinificando con prensa, etc. Por lo mismo, vamos a ocuparnos en este capítulo de tres principales: el cáñamo, el trigo y la uva.

I

CULTIVO Y PREPARACIÓN DEL CAÑAMO

En los siglos pasados, se cultivó en Fitero mucho cáñamo, con destino a las industrias de lencería, alpargatería y cordelería, que estaban entonces bastante florecientes. Pero con los adelantos extraordinarios de la rama textil, aquellas manufacturas quedaron desfasadas, y a principios de la actual centuria, el cultivo del cáñamo estaba en franca decadencia, en nuestro pueblo. Sin embargo, todavía quedaban cinco hiladores de cáñamo: el Tío Abondo (Abundio Arévalo), que tenía su rueda o “taller” en la parte alta del terraplén, donde se alza la Villa Araceli, en la cual calle Tudején; el Tío Raña (Lucas Yanguas), que lo tenía en la parte baja del mismo lugar; el Tío Churi (Vicente Jiménez), en la prolongación del callejón de la parte alta de la calle Mayor, donde se encierran las vacas; el Tío Beato (Hermenegildo González), junto a la entrada de Santa Lucía, frente al puente del río Alhama; y el Tío Niño (Lino Bermejo), junto a la acequia Matencia, en el antiguo descampado de la actual calle Peñahitero. Posteriormente hilaron en los sitios del Raña y del Churi, los hijos de Antonio y Manuel Guarás.
La siembra del cáñamo se hacía a la par, es decir, un robo o almud de cáñamo por cada robada o almud de tierra. Se realizaba en grandes barbechos, a finales de febrero, sembrando a voleo los cañamones o semillas. Por cierto que hacían un buen consumo de ellos los niños de las escuelas, a los que la Tía Modesta (Modesta Barea) se los vendía tostados o en bodas con miel, a un cuarto (dos céntimos) la hueverilla.
Los sembrados de cáñamo eran regados, por lo menos, dos veces en la temporada. El color de los tallos era al principio verde, y al madurar se tornaba blancuzco, alcanzando los tallos una altura de 2 a 3 metros. Sus hojas eran del tamaño de los girasoles y en la parte superior de los tallos se formaban las espigas, las cuales contenían los cañamones.
La recolección del cáñamo se realizaba de ordinario en la segunda quincena de agosto, arrancando los tallos a mano y extendiéndolos en el terreno para que se secasen, forman mañas o manojos cruzados de tallos. Una vez secos, se llevaba allí una mesa de cocina, extendiendo debajo de ella una manta olivarera para que recogiera los cañamones que se desprendían al golpear a mano las mañanas sobre la mesa. Ordinariamente las mañanas se fascalaban, como el trigo, haciendo con ellas fajinas y, hacia finales de agosto, se llevaban a cocer a las pozas del Combrero. Eran éstas unas hoyas grandes en las que se extendían bien las mañas, cubriéndolas con gran cantidad de piedra para sujetarlas, pues, a continuación, se hacía llegar el agua a las pozas, las cuales estaban dotadas de dos portillos: uno de entrada y otro de salida. El objeto de esta operación era cocer bien el cáñamo, y cuando ya estaba de tempero, al cabo de unas semanas, se sacaba de las pozas para que no se pudriera. Entonces lo esparcían por las eras para que se secase, y una vez seco, se picaba con la grama o más bien agramadera, que consistía esencialmente en un cilindro recubierto de metal con una empuñadura, el cual machacaba el cáñamo para separar su fibra. A continuación se espadaba, es decir, se le quitaba la vaina, llamada cañamiza, a mano o con una espadilla o pequeño machete de madera. La última operación era el rastrillado, que consistía en limpiar el cáñamo, despojándolo de la arista o estopa con un rastrillo o tabla con dientes o púas a modo de carda. Generalmente el cáñamo se vendía sin rastrillas, dejando este quehacer a cargo del comprador.
Con el cáñamo se hacían fardeles o samantas, cada una de las cuales pesaba una arroba navarra, es decir, unos 13,50 kilos, que se vendían a unas 18 o 20 pesetas el kilo. El negocio, pues, no era malo. Lo malo era el oficio, a causa del polvillo insano que desprendía el cáñamo, al agramiarlo y espadarlo. Con el cáñamo se hacían sogas, liza, traillas, ramales, sábanas, servilletas, alpargatas, sacos, alforjas, cinchas, etc. El Ayuntamiento cobraba 2 céntimos de impuesto por cada semana. El principal cultivador de cáñamo, en el primer tercio de este siglo, fue el Tío Pella (Manuel Berrozpe), fallecido en la década de los 60. En la actualidad nadie siembra ya cáñamo en Fitero y, por lo mismo, ya no queda ningún hilador.

II

SIEMBRA Y RECOLECCIÓN DEL TRIGO EN TIEMPOS PASADOS

El trigo ha sido siempre el principal cereal cultivado en Fitero. También se cultiva la cebada, el centeno y la avena, pero en mucha menos proporción. Por lo mismo, nos referimos especialmente a él, a los efectos de la siembra y recolección de los cereales a principios de este siglo. La siembra requería cuatro operaciones preparatorias: labrado, tableado, señalización y abono. El labrado se hacía con el antiguo arado común o timonero, descendiente directo del arado romano. Téngase en cuenta que el arado de vertedera no se introdujo en Navarra hasta la última década del siglo XIX, apareciendo el primero en Carcastillo, en 1890. Poco después se introdujo el arado brabant o de vertedera móvil, pero, como escribe Alfredo Floristán, “su difusión fue lenta por su costo, de manera que en un principio las vertederas y los brabantes fueron privilegio exclusivo de grandes propietarios” (LA RIBERA TUDELANA DE NAVARRA, p. 123, Zaragoza, 1951.)
El tableado consistía en igualar y alisar la tierra arada con una atabladera, la cual era sencillamente un tablón arrastrado por una caballería, sobre el que iba de pie el labrador dando vueltas hasta nivelar los surcos abiertos por el arado. A continuación, se señalizaba el campo con montoncillos de tierra puestos a unos 6 u 8 pasos fijos, o sea, lo que podía cubrir de simiente la mano del sembrador, para que ningún trozo se quedase sin ella. Y finalmente, se derramaba el abono en las mismas circunstancias. Por cierto, que al comienzo del siglo, se usaba únicamente como abono el estiércol, pero a partir de 1906 empezaron a usarse los abonos minerales a base de superfosfatos de cal.
Después de estas operaciones preparatorias, se hacía la siembra, en los meses de octubre y noviembre, generalmente a voleo, y a veces en el regado, a mata. Con un capazo de grano colgado del hombro izquierdo por medio de una traba de cáñamo, el sembrador esparcía el grano con la mano derecha (a  menos que fuera zurdo), completando la operación con un nuevo labrado y tableado. Como se ve, la siembra era algo complicada, pero no difícil ni penosa.
Mucho más difícil y penosa era la recolección, la cual requería bastantes días y una serie más fatigosa de operaciones: la siega, el fascalamiento, el acarreo, la trilla, el aventamiento, el cernido, el entalegamiento del grano y la recogida y almacenamiento de la paja.
En la actualidad una máquina cosechadora y otra empacadora realizan todas esas faenas en una jornada y hasta en unas horas, según la cantidad de mies.
La primera y más fatigosa operación de la recolección era la siega. La musa popular compuso numerosas y patéticas coplas a propósito de los segadores. He aquí dos:
Ya vienen los segadores
de segar de la Ribera,
con las espaldas quemadas
y enseñando la culera

Ya vienen los segadores
de segar de los secanos
y beber agua de balsa,
toda llena de gusanos.

La siega se realizaba con hoces, que se manejaban ordinariamente con la mano derecha, y con la izquierda se iba recogiendo la mies. Para proteger la mano izquierda se introducían los dedos medio, anular y meñique en una zoqueta, que era una especie de corazón hueco de madera, y el pulgar en un dedil de cuero. Asimismo para proteger el antebrazo derecho contra el roce de las espigas usaban una manga o brazalete de cuero. A cada tres o cuatro golpes de hoz, la mies cortada se sujetaba con tres o cuatro blancas o tallos de mies –operación llamada revuelta- que continuaba llevando en la mano el segador, y cuando tenía tres o cuatro hacecitos, formando una manada, depositaba ésta en el suelo para atarlos y formar un faje (fajo). Para atar los fajes se empleaban, en lugar de cuerdas, unos tallos resistentes cuyo conjunto formaba un vencejo, y para que quedase bien atado el faje, los segadores empleaban el garrotillo, que era un palo de unos 30 centímetros de largo, acabado en punta y de forma curvada, que solían llevar al cuello. Cada faje se formaba con unas 8 manadas y contenía unos 6 kilos de trigo y un conjunto de 20 fajes constituía una carga.
El trabajo era brutal por realizarse en verano, ordinariamente a pleno sol. Por lo mismo los segadores que no hacían tardeada, solían empezar a trabajar a las 3 o las 4 de la madrugada para terminar a la 1 de la tarde, o sea, 10 0 9 horas con un intervalo de menos de media para almorzar. ¡Y qué almuerzo! Migas, algún huevo cocido, pan y vino. Y todo por un jornal de 2 pesetas a principios del siglo, y de 2,50 pesetas hacia la segunda década. Sin embargo, los infelices todavía porfiaban entre sí para ver quién segaba más, aunque no por eso les pagasen un suplemento. Los más resistentes segaban de madrugada y de tardeada hasta 6 cargas, o sea, 120 fajes, equivalentes superficialmente a una robada larga de tierra (alrededor de 1000 metros cuadrados). A menudo trabajaban a destajo, conviniendo con los propietarios en una cantidad determinada por segar tal o cual sembrado.
Entre los campeones de la hoz de aquella época, figuraban Antonio el Niño (Antonio Bermejo), el Tío Tufilla (Isidoro Fernández), el Tío Barquillero (Pedro Gómez), el Tío Chencho (Florencio Muro), el Patancha (Ángel Sáinz) y el Tío Mauri (Mauricio Alfaro)
El fascalamiento consistía en amontonar los fajes en fascales, los cuales se formaban con 4 u 8 quincenas de fajos superpuestos, cuyo orden, de abajo arriba era el siguiente: 5, 4, 3, 2, 1. Con todo siempre había algún fato o presumido que recogía toda la mies en un solo fascal, lo que le daba la apariencia, desde lejos, de un tren de mercancías. Se procuraba que los fascales no quedasen en lugares hondos y que las espigas quedasen ocultas para resguardarlas de los aguaceros.
El acarreo era sencillamente el traslado de la mies a la era. No siempre erra verdaderamente acarreo o conducción en carros, sino a veces, entre los campesinos pobres, aburreo, pues se hacía con burros, cargados de bastes y hamugas (suplementos de madera sujetos a los bastes). Con la mies acarreada, se formaban en los bordes de las eras fajinas o montones de fajos terminados casi en punta, con objeto de que escurriese el agua con el menor perjuicio, en caso de lluvia.
La trilla consistía en la trituración de los tallos del trigo y de sus espigas para que soltasen el grano. Antes de comenzarla se desparramaba la mies en la era formando la parva en forma de círculo, y a continuación entraban en acción los trillos arrastrados por bestias de tracción bajo la conducción de un trillador. Los trillos se componían de pedernales y sierras incrustados en la cara posterior, y en la anterior un gran tablero de madera lisa algo empinada en la parte trasera, en la que iba de pie el trillador armado invariablemente de una tralla para arrear al par de machos o de mulas que daban vueltas y revueltas a la era, hasta que se trituraba la mies, soltando el grano y formando la paja. Entretanto otros peones armados de horcas de madera removían la parva. La operación duraba aproximadamente ocho horas, si hacía calor, y algunas más, si el cielo estaba cubierto.
Terminada la trilla se amontonaba la parva utilizando una allegadera tirada por una caballería, y si se iba a cambiar de cereal o de dueño del cereal, o si amenazaba llover, se barría además la era.
En el aventamiento se lanzaba al aire la parva triturada, primero con horcas y luego con palas. Era condición indispensable que soplase viento, con preferencia del Norte. Esta banal operación constituía a veces un verdadero problema, pues, a lo mejor, o más bien, a lo peor, le daba por no soplar ni un pelo de aire en varios días y había que perder otras tantas noches en cuidar la parva.
El cernido tenía por objeto limpiar el cereal, separándolo de las granzas y granzones, así como del polvo que tenía. Se hacía en grandes cribas de medio metro o algo más de diámetro, que manejaban las cernedoras, las que, si eran asalariadas, sólo cobraban 4 reales por cada parvada.
El entalegamiento consistía en meter en sacos y talegas el trigo limpio, el cual era llevado a casa encerrándolo en graneros.
Finalmente, la recogida de la paja se hacía cargándola en carros y conduciéndola a un pajar doméstico o aislado. Para subirla a un pajar doméstico, se la recogía en sábanas o cortinas, atando las cuatro puntas con la ayuda de otro operario que se la cargaba sobre las espaldas. Los apuros sobrevenían cuando, como era costumbre, las escaleras de la casa eran estrechas y había que escalar uno o dos pisos. Menos mal que solía ir alguno detrás sirviéndole, en caso preciso, de cirineo. En el pajar se pisaba la paja para que cupiera mayor cantidad.
En cambio, la subida del grano no ofrecía dificultades. Generalmente ayudaban al cosechador algunos amigos, y al final de la faena, la dueña de la casa les obsequiaba con mantecados y copitas de aguardiente.
Añadamos como complemento de la recolección del trigo el espigueo o la recogida de las espigas que quedaban en los rastrojos después de levantadas las cosechas. Era un trabajo terrible, realizado por mujeres pobres que se pasaban todo el día encorvadas sobre la tierra, andando a veces kilómetros y kilómetros para buscar y recoger las escasas espigas que se habían quedado perdidas u olvidadas en los campos. Su tragedia inspiró al gran pintor realista francés, François Millet, un cuadro inmortal: LES GLANEUSES (Las Espigadoras).

III

RECOLECCIÓN Y VINIFICACIÓN DE LA UVA

La RECOLECCIÓN DE LAS UVAS se empezaba a principios de este siglo como hoy, es decir, cortando los racimos uno a uno con navajas, hocetes, cuchillos y tijeras, y echándolos en cunachos, los cuales eran sacados de la viña por las mujeres montados en la cabeza sobre rodetes. Pero con este detalle diferencial muy importante: que ahora el interior de los cunachos va revestido de plástico, el cual impide el derrame del mosto al exterior, mientras que antiguamente se filtraba por las rendijas de aquéllos y se escurría por la cara y por los hombros de las portadoras, de manera que ofrecían el lastimoso espectáculo de unas aparatosas lloronas, derramando abundantes lágrimas tan dulces como cochambrosas. ¡Cualquiera se atrevía a dar un besito, en aquel estado, a ninguna moza vendimiadora, por hermosa que fuese!
El contenido de los cunachos lo vaciaban las mujeres en los comportillos que algunas veces se introducían dentro de las viñas, pero generalmente se colocaban al borde del camino o de la carretera, donde se paraban los carros que los recogían.
Los comportillos eran unos recipientes circulares de madera, de 1,30 metros de altura aproximadamente, más anchos por la boca que por la base, abrazados por cellos o aros metálicos. En cada comportillo cabía una carga de uva, o sea, 10 arrobas de entonces, equivalentes a 134 kilos de hoy. El mejor constructor de estos recipientes era a la sazón, en Fitero, el carpintero-ebanista Francisco Furriel. Al descargar las uvas en los comportillos, un vendimiador las apretaba con un mazo de madera.
Para subir a los carros los comportillos llenos de uva se necesitaba el esfuerzo de dos o tres hombres fornidos. Sin embargo, en aquella época había un vecino hercúleo, el Tío Polinar (Apolinar Yanguas), que era capaz de levantarlos él solo. Un día de vendimia, un cirbonero fanfarrón le dijo: “En Cintruénigo, cargamos los comportillos así”, y levanto uno hasta el carro, abrazándolo fuertemente por su parte media. Y el Tío Polinar le replicó: “Pues en Fitero lo hacemos así”, y lo levantó en el aire sin abrazarlo, agarrándolo con la mano derecha por la boca y con la izquierda por la base.
Las uvas eran transportadas a los domicilios de los propietarios, arrojándolas en las pisaderas, las cuales eran a menudo las mismas entradas de las casas de los labradores, dotadas de un ventano ordinariamente enrejado que se comunicaba con el lagar o lago. Los pisadores ejecutaban su faena con los pies descalzos o calzados con algunas alpargatas viejas, uno y otras bien lavados previamente. A principios de siglo, es echaban a las uvas depositadas en las pisaderas algunos puñados de yeso para dar color al mosto, pero los labradores se dieron al fin cuenta de que este yeso era un verdadero tóxico, y hacia el segundo decenio, prohibió su uso la Diputación Foral de Navarra.
Una vez bien pisada las uvas se convertías en mosto, el cual se echaba antiguamente en enormes cubas de madera de roble depositadas en las bodegas, y más tarde en lagares. El lagar era un recinto cerrado, ordinariamente de cemento, de unos 2,50 a 3 metros de profundidad, situado debajo de la pisadera. Tenía un agujero en la base que se cerraba con un fuerte corcho nuevo, reforzado con un manojo de sarmientos que servían de filtro al abrirse aquél, recogiendo el orujo o pellejos de las uvas. En el lagar fermentaba el mosto, y si alguno tenía la desgracia de caerse dentro, su muerte era segura e inmediata por asfixia, a causa de la densa concentración de ácido carbónico. Tal le ocurrió el día 12 de octubre de 1937, en la casa de Sixto Huarte, a un joven llamado Francisco González, hijo de Rufino González (El Man), y algún tiempo después a un primo suyo casado, llamado Baltasar Pina González, en una casa de la plaza del Molino, actualmente número 20.
Había dos fermentaciones. En la primera, llamada tumultuosa, el mosto se cocía durante 18 a 20 días, pasados los cuales se tabicaba la boca del lago para que no se avinagrara el vino. El mosto ya cocido constituía la brisa, y a la hora de prensarla se quitaba el tapón del lago y se encajaba en el agujero una espita o jeta por la que iba saliendo el mosto, el cual era recogido por un tino colocado debajo sobre una honda pila de cemento. A esta operación se llamaba dar canilla. A continuación se realizaba el prensado.
La prensa de uva, consistía esencialmente en una plataforma circular de hierro –y antiguamente de marea- montada sobre ruedas, con un canal en los bordes para recoger el vino en un tino. En el centro tenía un eje macizo de hierro (el huso), de estrías helicoidales, como un tornillo sin fin, de unos 10 centímetros de diámetro. En los bordes del canal se encajaba la jaula, formada por dos armazones semicirculares de tablas verticales, con rendijas por las que iba escurriendo el vino. La jaula tenía tres abrazaderas de hierro sujetadas por seis llavizas o pasadores. El interior de la jaula se llenaba de la pasta fermentada, la cual era primeramente apisonada con un mazo de madera por un operario metido dentro. A continuación, se colocaban encima, ya cerca de la boca, dos planchas semicirculares de madera con sus asas, y sobre aquéllas, 4 tarugos cruzados. Por fin, se colocaba como remate una plancha roscada de metal, con dos chavetas que subían y bajan alternativamente, y en tal artilugio se encajaba el manil que manejaban cuatro operarios (dos a cada lado) haciendo la presión.
Las prensas se instalaban en la calle, delante de las casas de los labradores, lo que daba lugar a que los chicos de las escuelas se divirtieran absorviendo vino furtivamente del canalillo con cañamizas o canutas de caña. Por cierto, que a causa de su densidad, el tal líquido era bastante peligroso y más de un niño acababa mareado.
Una vez bien prensada la brisa, se recogía el vino, pasándolo a otro lago o cuba donde fermentaba por segunda vez, desdoblando el azúcar y fijando el grado alcohólico del vino.
Al comienzo de la primavera se hacía el trasiego del vino, pasándolo en pellejos a otros depósitos o cubas. Naturalmente cuantos más trasiegos de realizaban, más se purificaba el vino desprendiendo todas sus heces. Finalmente, se guardaba en cubas y toneles dentro de las bodegas, dispuesto ya para el consumo y la venta.
Por su parte, la brisa ya prensada formaba una pasta compacta compuesta principalmente del orujo, las raspas y las pepitas de la uva, vendiéndose a los fabricantes de alcohol y de aguardiente.

Actualmente, después de la apertura en 1940 de la BODEGA COOPERATIVA SAN RAIMUNDO ABAD, dotada de la maquinara más moderna, se acabaron –fuera del corte- todos los antiguos trabajos y fatigas de la recolección y vinificación de las uvas. 

Capítulo XIV

DOS GUERRAS INOFENSIVAS


Algunos años antes de que estallase la Gran Guerra de 1914‑18, se desencadenó en Fitero otra minúscula e incruenta, de tipo sainetesco: la Guerra de las Bandas de Música.

Detengan su imaginación los lectores que la tienen desbocada, pues no se trata de una batalla a clarinetazos o a trombonazos, ni siquiera con palillos de tambor. La verdad es que los pobres músicos no eran guerreros ni siquiera camorristas, sino involuntarios figurantes de un guiñol sonoro pueblerino, cuyos hilos manejaban, desde la sombra, unos cuantos titiriteros caciquiles, que no entendían ni una palabra de música ni de solfeo, sino de incordiar estúpidamente al vecindario. Las bandas antagonistas eran, por una parte, la dirigida por Lorenzo Luis (el Carrascas) y, por la otra, una segunda, que fue dirigida sucesivamente por Cosme Fernández (el Tío Camilo), por Emilio Val (el Ciego), por Amado Urmeneta (el Castigador) y por Luis Carrillo (el Manchego).

Todo comenzó cuando al finalizar el año 1912, el director de la Banda Municipal, Lorenzo Luis, pidió al Ayuntamiento un ligero aumento del raquítico presupuesto municipal destinado a ella, pues sólo ascendía hasta entonces a 400 pesetas anuales; de manera que sólo les tocaban a los 22 músico que la componían 18´10 pesetas teóricas al año, las cuales, descontados los menudos gastos de luz, de piezas musicales y algún otro, se quedaban en 13´40 pesetas. A su vez, Lorenzo sólo salía por 8 céntimos diarios. Luis Palacios Martínez Pelletier, que colaboraba a la sazón en el semanario LA VOZ DE FITERO con el seudónimo de El Duende del Cortijo, comentó en el número 37 (15-XII-1912) que, cuando se enteró de esta ridícula cifra, por poco le dio un síncope del susto, exclamando: “¡Un director de una Banda Municipal a 8 céntimos diarios! ¡Ni en Turruneni!”

Bueno, pues el Ayuntamiento, compuesto de concejales ricos, pero que debían ser descendientes del Gran Tacaño, de Quevedo, rechazó olímpicamente la petición y Lorenzo dimitió. Entonces el “Muy Ilustre” nombró director al joven organista de la parroquia, Amado Urmeneta, que era auxiliar temporero de la Secretaría del Municipio. Pero no duró mucho, porque Urmeneta, que era un forastero recién llegado y de bastante sentido común, al ver que el asunto tomaba mal cariz, por la intromisión absurda de los caciques locales, se retiró. A continuación, aunque con intermitencias pasaron por la dirección de la Banda Municipal, Emilio Val Chivite y Luis Carrillo que era un buen músico y fungía como alguacil y pregonero.

Para molestar a sus contrarios, los partidarios de la Banda del Carrascas o, mejor dicho, los adictos al cacique que la patrocinaba, cuando el pleito empezó a agriarse, se pusieron a entonar entonces los siguientes cantares con la tonada de un cuplé de entonces:

Aunque le den con cola,
aunque le den con pez,
la banda del Carrascas
siempre toca bien.

Y aunque le den con cola
y le vuelvan a dar.
La Banda del Carrascas
siempre tocará.

         Hay que aclarar a este propósito que el alcalde de entonces, como buen cacique – si es que hay algún cacique bueno – había prohibido arbitrariamente tocar en público a la Banda del Carrascas, para hacer rabiar al otro cacique, rival suyo y tan enredador como él.

Como comprenderán los lectores, los versitos no podían ser más disparatados, pues ni la cola ni la pez tienen que ver absolutamente nada con los sonidos emitidos por los instrumentos. Al menos que pegaran con aquéllas las bocas y las manos de los músicos; pero es claro que éstos no iban a dejarse por las buenas, ni tapiarse los labios con cola, ni pegarse las manos con pez.

Como era de esperar, los contrarios pronto volvieron la oración por pasiva empezaron a replicar con la misma tonada:

Aunque le den con cola,
aunque le den con pez,
la banda del Camilo
siempre toca bien.

Y aunque le den con cola
y le vuelvan a dar,
la banda del Carrascas
nunca tocará.

Aunque parezca increíble, la Guerra de las Bandas de Música duró, con intérvalos, unos 20 años, casi como la Guerra de Marruecos; pero sin desastres como el del Barranco del Lobo, ni combates callejeros como los de la Semana Trágica de Barcelona. Afortunadamente en Fitero no hubo ningún muerto. reduciéndose todo a simples agresiones verbales, cantadas o recitadas, y a alguno que otro intercambio de puñetazos más o menos violento,.
Por cierto que, en uno de éstos, le saltaron a un partidario de la banda del Carrillo todos los dientes y muelas de la boca. El golpe fue tan tremendo que alguien inventó la trola de que había sido propinado con una manopla de hierro. Pero la “propina” no tuvo tal origen. Lo que pasa es que el agresor tenía los puños más duros que los cascos de una mula cocera y su descarga equivalía a un desquijarante par de coces...
La Guerra de las Bandas de Música también tuvo sus episodios chuscos, y el más ruidoso de ellos fue el encarcelamiento de Lorenzo Luis, en mangas de camisa y bajo una lluvia torrencial, por haber interpretado en el piano, desde dentro de su café, la Marcha Real, al paso de la procesión del Corpus Cristi. ¿No era un verdadero crimen, con la agravante de sacrilegio público? El mismo enfurecido alcalde, resguardado del chaparrón con un paraguas, lo encerró personalmente en la cárcel. Lo que no nos explicamos es por qué no metió también en el calabozo al único cómplice visible del delito de Lorenzo Luis; es decir, a su piano. Como era bastante pesado, lo podía haber hecho conducir en un carro, custodiado por la Guardia Civil......
(Corrían los primeros años de la dictadura de Primo de Rivera y era el día de la Ascensión del Señor. La Banda Municipal, dirigida, a la sazón, por Luis Carrillo, acompañaba, como de costumbre, a la procesión del Santísimo Sacramento, cuando he aquí que, al pasar este último bajo el palio, frente al café que hay en la esquina de las calles Mayor y del Pozo, la Banda de Lorenzo Luis, oculta dentro del establecimiento, cuyos balcones estaban abiertos de par en par, sorprendió a los procesionistas y a los simples espectadores, interpretando inesperadamente la Marcha Real. La sorpresa y el escándalo fueron mayúsculos, y como consecuencia de ello, Lorenzo Luis fue a dar, a continuación. con sus huesos a la cárcel.)

* * *
A los pocos años de terminada de la Guerra de las Bandas estalló en Fitero otra no menos pintoresca y regocijante: la Guerra de los Coches.

Hacia 1932, dos empresas de autobuses cubrían el servicio de viajeros de la línea de Cervera‑Tudela: la Protectora y la Sociedad de Automóviles del Río Alhama. Como por entonces la gente viajaba poco, porque no había dinero, resulta que el negocio no daba para sostener a las dos empresas, por lo que empezaron a hacerse una guerra encarnizada, para desplazarla una a la otra. A la sazón, la tarifa normal era de siete pesetas el viaje redondo y, por consiguiente, el de 3,50 pesetas el de ida o el de vuelta. Ahora bien, entablada la competencia, comenzaron ambas empresas a rebajar gradualmente los precios, hasta reducir el del viaje redondo a 0,50 pesetas la Sociedad de Automóviles del Río Alhama, y a 0,90 la Protectora.

         Al final, como ni una ni otra se daban por vencidas, empezaron a transportar a todo el mundo gratis, regalando por añadidura chocolates y caramelos a los niños y a las mujeres. Naturalmente, jamás viajó tanta gente de los pueblos del trayecto; y si éste se hubiese prolongado hasta Madrid, todos los cerveranos, fiteranos, cirboneros y corellanos, cuando menos, habrían conocido a los leones de la Cibeles. se habrían paseado por la Puerta del Sol y habrían visto la lata de Cascorro; pero como por desgracia el itinerario acababa en Tudela, los turistas de la cuenca del Alhama hubieron de contentarse con ver las ratas del Queiles, la maltrecha Torre de Monreal y el Gallo de la Magdalena.


Finalmente, la Protectora no pudo seguir protegiendo a tanto gorrón y se retiró del campo. La guerra había durado medio año. Hay que hacer constatar, en honor de la verdad, que la lucha fue completamente desigual, pues la Protectora solamente disponía de un coche, que hacía dos viajes redondos cada día, mientras que su poderosa contrincante disponía de media docena de autobuses. Así, pues, la retirada de la Protectora no fue, ni mucho menos, un acto deshonroso, sino un episodio tan honorable y memorable como la histórica Retirada de los Diez Mil, protagonizada y narrada por el gran escritor griego Jenofonte, tras la derrota de Ciro el Joven en Cunaxa...



CAPÍTULO XV

SANTOS CALLEJEROS Y CAMPEROS


En los siglos pasados todas las calles estaban dedicadas a un Santo y aun otras que no estaban, exhibían en la fachada de algunas de sus casas una imagen religiosa alojada en una hornacina, cuya fiesta celebraban los vecinos con novenas y jolgorios. Hoy día solo [1] quedan en el pueblo cinco de esas hornacinas en las calles del Barrio Bajo, Cortijo, Iglesia, Oñate y Villa.

Análogamente se encontraban fuera del casco del pueblo pequeños santuarios de los que no queda ningún rastro más que en los archivos. Así, por ejemplo, en el testamento de los esposos Juan Martínez Azoitia y María Serrano, otorgado el 28 de mayo de 1558, se mandaba que “a Nuestra Señora de Yerga y a San Pedro del Baño y a San Valentín y a San Sebastián y a Santa Lucía les den sendos reales” [2] Algo más explícito el testamento de Julio de Bea y María Atienza, fechado el 26 de septiembre de 1582, asigna “sendas tarjas (1 tarja equivalía entonces a 1 cuartillo de real de plata), a la ermita de Nuestra Señora de Yerga, al Señor San Pedro (del Baño Viejo), a San Sebastián, a San Valentín y a la capilla de Nuestra Señora de Santa Lucía” [3] Y en la visita que giró al monasterio fray Fulgencio Martínez en 1610, ordenó que se acabase de reparar “las ermitas de Santa Lucía y de Yerga” [4]

Vamos, pues, a ocuparnos sucintamente de esos santuarios extraparroquiales y, sobre todo, de las fiestas con que obsequiaban los vecinos a sus titulares.


I

SANTA LUCÍA

La devoción de los fiteranos a Santa Lucía es de las más antiguas, pues su Cofradía, fundada por el abad Fray Martín de Egüés y de Gante, se menciona ya en 1543. Incluso tuvo dedicada una calle desde el mismo siglo. Acabamos de anotar que, en el testamento de Julio de Bea, se habla de la capilla de Santa Lucía, mientras que en la  visita de Fray Fulgencio Martínez, se menciona su ermita. ¿Se referían a alguna capilla dentro de la iglesia y a una ermita, por supuesto, fuera de ella? Es muy probable. Pero ¿dónde estaba esta ermita? No lo sabemos a ciencia cierta, pero es casi seguro que estuvo en la Hacienda de Santa Lucía, perteneciente a la Cofradía de la Santa, en el término de Cascajos, a la cual se accedía por el Portal de Santa Lucía, sito en el callejón bajo de la calle Mayor. Según una escritura de arriendo de dicha Hacienda, hecha por los Mayordomos Ildefonso de Gómara y Raimundo de Miguel, ya el 14 de diciembre de 1783, comprendía “la Casa, viña, olivar y tierra de Huerta”. El contrato se hizo por 12 años, en 54 pesos anuales, y el arrendatario debería “plantar la viña de nuevo, dentro de cinco años”, y la Cofradía se obligó a “c errar con dos hilos de tapia la heredad del Paradero, por la parte del Camino” (A.P.T. Protocolo de Joaquín Huarte, nº 26, ff. 185-186).

Por cierto, que todavía se conserva la Cofradía de la Santa al cabo de 400 años. Se compone estatutariamente de 60 miembros, los cuales se van sucediendo, a ser posible, entre sus descendientes varones. Celebran cada año en honor de la Santa una misa rezada –la primera-, los días 13 y 14 de diciembre, siendo convocados previamente a ellas el día anterior por un muchacho que recorre las calles tocando una campana. El día 13, fiesta de Santa Lucía, después de oída la Misa y precedidos del muchacho campanero, se dirigen al domicilio del mayordomo saliente, quien los obsequia con bizcochos y copas de vino o aguardiente. Además les regala, envueltos en un papel, un par de bizcochos para su casa. El día 14, después de la Misa, precedidos siempre del campanero, se trasladan primeramente a una dependencia del Ayuntamiento, donde revisan las cuentas del año, las altas y bajas y nombran, por riguroso turno al mayordomo entrante. A continuación, se dirigen a la casa de este último, donde se repite la colación de copas y bizcochos. A los cofrades fallecidos durante el año se les dice una Misa rezada, después del día 14.

Como ya anotamos anteriormente, en la actualidad ya no queda expuesta al culto público ninguna imagen extraparroquial de Santa Lucía, pero dentro del templo se conservan dos muy interesantes: una es el magnífico seudo-retrato de la Santa, que figura en el gran retablo del altar mayor y que fue pintado por Roland Mois en 1590, y otra, una curiosa talla policromada, de madera, también del siglo XVI y de autor desconocido, la cual fue repintada posteriormente y tocada con una diadema barroca de plata. Es posible que primitivamente tuviese una capilla en la girola y que se refiriese a ella el testamento de Julio de Bea. Posteriormente, desde hace dos siglos cuando menos, tuvo otro altar propio en el testero del arco tercero de la nave lateral septentrional, y según el testamento de José Pardo, otorgado el 5 de junio de 1782, la Cofradía tenía dotadas unas sepulturas al pie del mismo (A.P.T. Protocolo de Bernardo Martínez, 1771-1797). Pero fue desmontado en 1965, al mismo tiempo que el de la Virgen de los Remedios, que hacía pendant con él, en la nave lateral meridional, y había sido costeado por el sindico procurador del Ayuntamiento, Sebastián María de Aliaga e inaugurado en 1837. A continuación, la talla de Santa Lucía fue trasladada al nicho izquierdo del altar actual del Cristo de la Columna, y posteriormente al altar de San Ignacio de Antioquía, en cuya mesa continúa por ahora.


II

LA VIRGEN DEL ROSARIO

Tradicionalmente un grupo de niños y niñas del Barrio Bajo recorrían las calles del pueblo, desde el 28 de septiembre, una hora antes de empezar la novena de la Virgen del Rosario, invitando a las vecinas a voz en grito y agitando una campanilla:
Mujeres: a rezar a la Virgen del Rosario.
Todas al Barrio Bajo.

Por supuesto que no iban todas, pero sí bastante más que ahora. el Rosario se rezaba con toda devoción en la calle, y a continuación se leía la novena, terminando la función religiosa con los gozos de la Virgen del Rosario que cantaban desde dos balcones, que encuadraban la hornacina, un coro de niños y niñas. Su primera estrofa decía así:
Cantemos con devoción
a la que es de Dios sagrario.
Señora: por tu Rosario,
logre yo mi salvación.

A la sazón, la imagen estaba expuesta en la fachada de la casa número 31, pero al ser demolido este edificio al comienzo de la década de 1960 fue trasladada al lugar actual, en la fachada lateral de la casa número 26. Al parecer, primitivamente estuvo alojada en el centro del arco que coronaba el antiguo portal del Barrio Bajo.

A principios de este siglo la imagen estaba vestida, mejor dicho, revestida, pues en su talla de alabastro se dibuja perfectamente con sus pliegues el manto que la cubre. Alguien se la dejó caer al desvestirla y se quebraron los rostros de la Virgen y del Niño, siendo restaurados por Alabastros Madrid, al principio de la década de 1970.

Una leyenda difundida entre el vecindario afirma que esta imagen vino del río. ¿De qué río? ¿Del río próximo del Molino, que transcurrió al descubierto hasta la década de 1930? ¿O del río Alhama? En ambos casos, la leyenda merece poco crédito, pues hay que tener en cuenta que se trata de un bloque de 33 kilos de peso. Ahora bien, la corriente del primero no tenía fuerza suficiente para arrastrarla, y la del segundo sólo podía hacerlo en una crecida; pero al ir decreciendo las aguas, la imagen hubiera sido uno de los primeros objetos que se habrían hundido por su propio peso, quedando cubierta a continuación por el cascajo y por el fango.

Actualmente los vecinos del Barrio Bajo continúan la tradición, incluso con más boato que antaño, porque tienen más dieron. Adornan la calle con innumerables banderitas, hacen su verbena la noche del 6 de octubre, y sus buenas chocolatadas, sartenadas y calderetes el día 7. Por cierto, que la Virgen del Rosario no tiene actualmente ningún altar en la iglesia parroquial, pero lo tuvo, de estilo rococó, desde la mitad del siglo XVII y fue patrona del gremio de los sastres, los cuales fundaron la Cofradía del Rosario el 28 de abril de 1692. Su altar se hallaba en el testero del arco izquierdo del cuarto tramo de la nave central y lo ocupaba una imagen-armazón muy bonitas y elegantemente ataviada, pero en 1965 el cura ecónomo, don Jesús Jiménez Torrecilla, la sustituyó por una moderna de cuerpo entero, policromada, y trasladó su altar al tramo tercero de la nave lateral izquierda. Por fin, fue retirada del culto en 1974, guardándose ahora en una dependencia de la iglesia.


III

SAN SEBASTIÁN

En los precitados testamentos de Juan Martínez Azcoitia, de 1558, y de Julio de Bea, de 1582, se dejaban 1 real y 1 tarja respectivamente a San Sebastián, sin especificar si se trataba de un altar, una capilla o una ermita. ¿A qué San Sebastián se referían? Por entonces, el monasterio tenía ya una estupenda talla de madera del Santo, que guarda todavía la parroquia y que descubrimos en nuestro libro LA IGLESIA CISTERCIENSE DE FITERO (p.112). Pero dado el contexto de las mandas de los citados vecinos hechas a santos extraparroquiales, creemos que se referían a San Sebastián del Monte, es decir, a la ermita de San Sebastián que hubo en Ormiñén y cuyas ruinas se ven todavía a la orilla izquierda del río Llano, en la muga con Cintruénigo. Su fiesta se celebraba el 20 de enero y acudían tantos fiteranos como cirboneros. Laermita databa del siglo XVI y todavía estaba en pie en los primeros decenios del siglo actual. Un cura de Cintruénigo, a cuya circunscripción pertenecía, venía ese día a cantar una Salve en honor del santo y después daba a besar su reliquia a los asistentes. A la salida de la función, el ermitaño, que vivía en una casita adosada a la ermita, regalaba a los romeros un trozo de pan y otro de queso. El último ermitaño fue el Tío Pichito.

Por supuesto, no faltaban allí las buhoneras o vendedoras de chucherías y baratijas, como las Beltranas (Jacoba y Gila), y dado el frío y la humedad de aquel paraje, su principal venta consistía en castañas asadas, cacahuetes y cañamones tostados. Hacia el tercer decenio de eta centuria, hubo al fin que abandonar la ermita a causa de su estado ruinoso, y la imagen de San Sebastián –una buena talla de madera- y su reliquia fueron trasladadas a Cintruénigo. A continuación el edificio fue utilizado durante algún tiempo como corral para encerrar ganado lanar, hasta que quedó inservible para cualquier menester.

Sabido es que San Sebastián, a causa de su martirio, es representando desnudo –salvo el paño de pureza- y acribillado de saetas, y así estaba la talla de la ermita. Pues bien, a propósito de esta desnudez una copla popular decía:

Glorioso San Sebastián
que en este tiempo tan crudo,
te tienen aquí desnudo
¿en el verano, qué harán?

A propósito de lo temprano de su fiesta, otra copla decía:

San Sebastián es primero
Detente, varón: que el primero es San Antón.
Y si se observan las leyes,
los primeros son los reyes.

Finalmente, con referencia al material maderero de que está hecha su talla, había esta otras coplas, un tanto chabacana e irreverente:

Glorioso San Sebastián,
criado en un farrañal:
del pesebre de mi burra
eres hermano carnal.

Anota José María Iribarren a este propósito, que hay otra copa parecida en Alarcón (Cuenca), y otra, en Bulbuente (Zaragoza), pero ésta aplicada a San Bartolomé (EL POR QUÉ DE LOS DICHOS, p. 584-3. 3ª edición, Madrid, Aguilar, 1962).


IV

SAN ANTONIO DE PADUA

Es bastante curioso el siguiente detalle: de las cinco hornacinas religiosas que quedan actualmente en Fitero, tres alojan a imágenes de San Antonio de Padua. Y en la iglesia se veneran dos: una en el altar del Cristo de la Columna, y otra, en el de San Ildefonso. ¿Qué significa esta profusión? Lo explica una copla popular que inserta José María Iribarren en su RETABLO DE CURIOSIDADES:

¡Tanta naranja en la China!
¡Tanto limón por el suelo!
¡Tanta mujer sin marido
como hay en ese Fitero![5]

Conocida es la fama de casamentero que tiene San Antonio de Padua (que, entre paréntesis, y para conocimiento de sus devotas, no nació en Padua, sino en Lisboa y, por lo tanto, no fue italiano, sino portugués). Pero en Fitero, se ve que no se preocupa mucho de las solteras. En fin, no nos metamos en camisa de once varas y vamos a ocuparnos exclusivamente de sus hornacinas callejeras. Una está ubicada en el inmueble deshabitado, número 24 del Cortijo; otra, en la casa número 13 de la calle de la Iglesia, y otra, en la fachada sur del Bar de San Antonio.

La imagen del Cortijo es algo pequeña, pero linda, y el Niño está desnudo, con solo el paño de pureza. Su hornacina está bien cuidada y adornada con flores. No hace muchos años todavía que se celebraba allí su fiesta ruidosamente, con novena, verbena, música, chocolatadas, etc. Lo más vistoso y original de su ornamentación eran dos grandes roscones de baño con grajeas. Tenían unos 50 centímetros de diámetro y estaban colocados a uno y otro lado de la hornacina. Pasada la fiesta del Santo, los rifaban y su producto, descontado el costo, era entregado al Hospital y a las Conferencias de San Vicente de Paúl. El estribillo de sus Gozos era:

Humilde y divino Antonio:
Rogad por los pecadores.

Pero ya no lo canta nadie y pasa el 13 de junio en el Cortijo sin pena ni gloria.

Lo mismo ocurre con el San Antonio de la calle de la Iglesia, que es una imagen de cartón-madera, de 80 centímetros de alta. Tiene unos ojos expresivos y no está revestido, al contrario del Niño, cuya cara y manos están ya un poco encanecidas. Tampoco celebran ya su festividad en la calle, y sólo la dueña y su familia lo hacen en su casa.

Por fin, el San Antonio del bar de su nombre es una imagen modernísima, pero no en el sentido artístico, sino cronológico. En la primera década de este siglo la plazuela de San Antonio estaba ocupada por el edificio del Garapito, sobre cuya puerta de entrada campeaba un San Antonio de yeso pintado. Entonces se celebraba alegremente su fiesta y se adornaba toda la fachada con ramaje, flores y luces, pero actualmente los clientes asiduos del bar no se acuerdan para nada de San Antonio de Padua.

V

LA VIRGEN DEL CARMEN

En un amplio balcón, situado al fondo de la calle de Oñate, hay una pequeña imagen moderna de Nuestra Señora del Carmen. Anteriormente es casi seguro que hubo otra mayor revestida con el clásico hábito carmelitano y los consiguientes escapularios  (de la Virgen y del Niño), objeto de las dos Grandes Promesas. En tiempos pasados, se celebraba aparatosamente su novena y se cantaban sus Gozos coreados por el conocido estribillo:

Sed nuestro amparo amoroso,
Madre de Dios del Carmelo.

La noche del 15 de junio había verbena y hoguera en el recodo de la calle Garijo, y el día 16, fiesta de la Virgen del Carmen, chocolatadas, sartenadas, etc., como en el resto de las fiestas de los santos callejeros. Pero todo aquello se acabó y ahora sólo se reza la novena sin cánticos, y se adorna la calle Oñate con banderillas de colores, pero sin ruido ni cuchipandas.

VI

SAN JUAN BAUTISTA

San Juan Bautista ya no ocupa ninguna hornacina en la calle de su nombre, la cual data del siglo XVII, pero allí se celebra todavía su fiesta a lo grande, aunque sin más devoción que en tiempos pasados. En las primeras décadas de este siglo se exponían en ella dos imágenes de San Juan: una en la parte alta, y otra en la parte baja, separadas por la belena, que va desde la calle mayor a la calle de la Patrona. La de la parte alta pertenecía a los padres del obispo don Miguel de los Santos Díaz y Gómara, que vivían en la casa número 7 de la calle de Luchana (hoy Díaz y Gómara), frente a la calle de San Juan. Se trataba de un San Juan niño, de unos 80 centímetros de alto, de terracota, completamente desnudo (aunque tapado a medias púdicamente con una banda blanca de seda) y de pie sobre un pintoresco roquedo, fieras y alimañas, enarbolando una fina cruz. Ante él, expuesto primeramente en casa de sus propietarios, hacían su novena los vecinos de la parte alta, entonando con calderón el estribillo de los Gozos del santo: “De mujeres no ha nacido - ninguno mayor que Juan…an…an”.

El 23 de junio lo pasaban en procesión, con cirios encendidos, al balcón de la  casa número 44 de San Juan, donde permanecía el 23 y 24, devolviéndolo a sus propietarios el día 25. La calle estaba adornada con abundante ramaje, con arcos y farolillos a la veneciana, serpentinas, etc., y los balcones y ventanas con colgantes. El balcón del Santo aparecía encuadrado por un espeso arco de ramas de árboles, de las que pendían flores, cerezas, perillas de San Juan y hasta ristras de papachas. Y allí celebraban la noche del 23 una verbena ruidosa con hoguera y música, que duraba toda la noche, comiendo, bebiendo, cantando y bailando, mientras los niños se divertían dando vueltas a la hoguera o  viendo subir y bajar a una gran pareja de muñecos de paja –hombre y mujer- tirados por cordeles.

Análogamente se desarrollaba la fiesta en la parte baja de la calle, donde había de singular costumbre de exponer cada año, desde el 15 al 24 de junio, en una casa diferente de la vecindad, una vieja imagen de San Juan niño, que era una talla de madera, de 54 centímetros de alta, perteneciente a los descendientes de Clemente Atienza. Un año del segundo decenio de este siglo, Mariano Val Chivite, que vivía a la sazón en Madrid compró para su madre, la Tía Ramona, que vivía en el número 4, una nueva imagen del Santo más pequeña, la cual vino a sustituir a la vieja. Se estrenó en la casa familiar de los Valito y con tal motivo, Emilio Val, que era ciego y un buen músico, compuso los siguientes veros con su acompañamiento correspondiente:

Los vecinos de esta calle
su Patrón te han proclamado
y con afecto sincero,
nosotros te saludamos.

Allá, en el río Jordán,
al Hombre-Dios bautizaste
y todo el mundo te quiere,
por ser el santo más grande.

Emilio enseño estas coplas a unos cuantos vecinos y vecinas que las cantaron en adelante acompañados por aquél al piano. A continuación se trasladaban en procesión, precedidos por mujeres con velas encendidas, a la casa del vecino al que tocaba exponer el Santo. El resto del año, el Santo permanecía en la casa de sus propietarios. En la ominosa década de los 30 se acabó la fiesta sanjuanera de abajo. Por lo demás, la novena y verbena del 23 se desarrollaba en la parte baja, lo mismo poco más o menos que en la alta.

Y lo mismo ocurría el día 24 en ambos lados: por la mañana, chocolatadas colectivas al aire libre con churros y papachas; al mediodía, sartenadas y calderetes, y por la tarde, chocolate y helados de garapiñera para las vecinas.

Al desaparecer el San Juan de los Valitos se continuó exponiendo para toda la calle el de los Díaz y Gómara, pero, a su vez, éste fue retirado en el decenio de los 60, siendo sustituido por otro moderno de fibrón, de 90 centímetros de altura, el cual representa a San Juan, ya mayor, en el desierto, vestido con una piel de animal salvaje y un Agnus Dei a sus pies. Lo compró el vecino Julián Bayo, quien lo sigue exponiendo cada año en el balcón de su casa número 24.

Por lo demás, la fiesta de San Juan no era antaño exclusiva de los vecinos de su calle, sino del pueblo en general. El día 24 de junio, al amanecer la gente subía en cuadrillas a diferentes puntos altos del campo, especialmente al Montecillo, para ver salir el sol, pues decían que se veía este día la rueda de Santa Catalina con dientes y todo. A continuación se desparramaban por las arboledas próximas para tomar chocolate y luego formaban corros, danzando y cantando las siguientes coplas:

La mañana de San Juan,
¡qué bien te jaleabas;
con tus zapatitos blancos
y medias encarnadas!

Me tirastes un limón,
me distes en la cara.
Todo lo puede el amor,
morena resalada.

Cinco duros me costó
la cinta de tu pelo;
y aunque me den un doblón,
no lo doy ni lo vendo.

Por la tarde, los jóvenes se marchaban a la Mina a continuar el jolgorio, con merienda, música y baile, volviendo al pueblo al ponerse el sol, precedidos por la Banda Municipal que iba interpretando un alegre pasacalle.


VII

SAN ANTÓN

Es sabido que San Antón es San Antonio Abad, patriarca de los cenobitas, que vivió en África del Norte entre los años 251 y 356, o sea, 105 años y del que se han pintado o grabado cuadros famosos por Velázquez, Ribera, Durero y otros artistas. Eso sin contar los innumerables relativos a sus Tentaciones, debidos a Teniers, Bosch, Tintoretto, Veronés, Rubens, Cranach, Van der Weyden, etc. Ahora bien, en Fitero es conocido, no precisamente por ninguna obra de arte, sino como patrón de los ancianos y protector de las caballerías. Antaño, el día de San Antón no trabajaba ninguna. En nuestro POEMARIO FITERANO, dedicamos a la  fiesta de San Antón un poemita humorístico y unas explicaciones en prosa acerca de la Ronda de los Sanantones, con la masticación de unas nueces, el trago de vino de la bota y el grito de los jinetes: “San Antón, guárdame el caballo para otro año” (o el burro, la mula, etc.). Como no es cosa de repetirnos, añadamos para completar aquella información algunos detalles que entonces ignorábamos.

En la casa número 5 de la calle de San Antón hubo antiguamente una hornacina con una imagen del santo que desapareció en la segunda mitad del siglo XIX. El San Antón de la casa número 4 del Cogotillo Bajo (hoy Pío XII) perteneció al Tío Romancillo (Román Yanguas Latorre). Para esta fiesta había entonces costumbre de hacer papachas.

Una copla relativa a San Antón decía así:

San Antón, como era viejo,
con las barbas de conejo,
dijo esta buena razón:
Aquel que no mate cerdo,
no comerá morcillón.

Aludía a la matanza del cerdo que se hacía por entonces. Y otra rezaba de este modo:
San Sebastián fue francés,
y San Roque, peregrino;
y lo que lleva a los pies
San Antón es un cochino.

Pues bien, según la leyenda de los hagiógrafos, el cerdo de San Antón fue en un principio una jabalina, la cual, como fueran atacados de ceguera todos sus jabatos, acudió al Santo y los curó. (José maría Iribarren, EL POR QUÉ DE LOS DICHOS, pp. 601-602, edic. cit.).

Todavía hay un proverbio que dice: “San Antón, gallinita pon”, porque hacia la mitad de enero (la fiesta de San Antón es el 17) empiezan a poner huevos las gallinas.

La fiesta callejera de San Antón desapareció en Fitero hace un cuarto de siglo, al desaparecer la mayoría de las caballerías, y actualmente San Antón sólo es objeto de culto familiar en algunas casas que poseen alguna imagen del mismo; y parroquial, el 17 de enero, con una Misa rezada, ante el San Antón del Tío Bendice, costada por su Cofradía.


VIII

SAN BLÁS

San Blas no es un santo callejero ni campero, pero es muy popular en la Villa, con una curiosa tradición rosconera y naipera. Los fieles lo veneran como abogado contra los males de garganta, porque según la hagiografía curó a un niño haciéndole escupir una espina que se le había atravesado en la garganta. En 1520 el abad fray Martín de Egüés y Pasquier trajo una reliquia de este Santo a la iglesia de Fitero, y desde entonces se popularizó su devoción, no sólo en nuestro vecindario, sino entre los pueblos vecinos de Castilla y Aragón que acudían a venerarla. En vista de ellos, el abad fray Hernando de Andrade decidió en 1622 que el día de San Blas, 3 de febrero, fuese fiesta de precepto en la Villa; pero se opusieron la mayoría de los vecinos, que eran jornaleros mal pagados, porque iban a perder un día de sueldo. Sin embargo, Andrade siguió en su empeño, hizo levantar un altar a San Blas y tallar el busto-relicario del Santo que se conserva todavía en la sacristía. El monasterio consiguió incluso en 1633 que el Papa Urbano VIII concediese al Santo un altar privilegiado por un espacio d siete años. Hoy día ya no tiene altar, pero la parroquia celebra todavía su fiesta, exhibiendo su busto-relicario en el presbiterio con un gran roscón colgado del cuello, dando a besar su reliquia y bendiciendo roscones. Estos tienen precisamente su origen en la fama samblasera de curandero de los amales de garganta. Sabido es que se confeccionan de tres clases: de aceite, de baño y de trenza.

Hoy se hacen en cualquier época del año, pero antiguamente sólo se fabricaban en San Blas. Los vecinos lo hacían bendecir en la iglesia y los niños llevaban a tal fin roscones de baño o de trenza colgados del cuello con una cinta blanca. El sacerdote les daba a besar la reliquia de San Blas encerrada en una pequeña custodia de plata, ocurriendo más de una vez que cuando el baño no estaba muy bien adherido al roscón, el roce de la custodia rompía su blanca capa, coloreada con anisetes de colores, dejando sumido al niño en el mayor desconsuelo. Por lo demás, los vecinos solían guardar en su casa algún roscón bendecido, para comer algún trozo cuando sentían alguna afección a la garganta. Incluso hacían bendecir el día de San Blas panes corrientes destinados a las caballerías, suministrándoles algunos pedazos cuando enfermaban. El vecindario estaba convencido de que el pan de San Blas no se encanecía y solían guardarlo en los roperos.

He aquí ahora, para terminar, algunos proverbios samblaseros:

Que San Blas provea: buen mordisco arrea”, aludiendo a la comida de un roscón.
San Blas: duro al as”, aludiendo a la costumbre de jugar ese día a la banca en los cafés.
Por San Blas, la cigüeña verás”, aludiendo a la simpática aparición de esas aves en las torres y en las espadañas.





[1] También en la Calle Calatrava (San Cristóbal) y en la calle Domingo Huarte (San Isidro).
[2] Archivo de Protocolos de Tudela. Protocolo de Sebastián Navarro de 1558, nº 24, f. 54.)
[3] A.P.T. Protocolo de Sebastián Navarro de 1582. Extravagantes, ff. 593-595.
[4] A.G.N., Sección Monasterios, Fitero, nº 404, cuaderno 2º, f. 379.
[5] Ob., cit., p. 199, nº 1 de la colección IPAR, Pamplona, Gómez, 1965, 4ª edición.



Capítulo XVI

Reuniones de Pastrijeras

¡Cuidado convecinas fiteranas! No me refiero a las reuniones actuales que desconozco por completo, sino a las de mi infancia y adolescencia en las primeras décadas de este siglo. A la sazón, las había de dos clases: públicas y privadas. Las primeras tenían como escenarios principales los lavaderos, los hornos y las tiendas, y las segundas, algunas casas particulares. Las más concurridas de las públicas eran los lavaderos, o mejor dicho, los sitios del pueblo por donde pasaba agua corriente y se ponían a lavar las mujeres, como el Pontigo del Mi­guelacho, el Chorrón, el Cristo del Humilladero, el río del Molino, el Guache, el Portillo de la Huerta y el Sotillo. En los seis primeros, se reunían las vecinas de las calles próximas a lavar los utensilios de cocina, recogidos en baldes, y prendas menores de ropa, mientras que para lavar las prendas mayores acudían ordinariamente al Sotillo, al lavadero municipal de la Fuente del Obispo [27] que estaba cubierto y al Colandero. Los dos últimos de­saparecieron hace muchos años.

En la actualidad, con la instalación de agua corriente a domicilio, completada en muchos casos con el uso de lavadoras, se acabaron para siempre aquellas famosas reuniones. Pero entonces eran concurridísimas y divertidísimas. ¡Había que ver en ellas a las comadres y comadritas metidas en faena, con los brazos arremangados y las rodillas en tierra o sobre un trapo, trabajando a la vez con las manos y con las lenguas! Allí se sacaba al aire libre toda la ropa sucia – en sentido propio y figurado – y se lavaba, enjabonaba, restregaba, enlejiaba, azulaba y se tendía todo: desde los camisones de las señoras hasta los sobrepellices de los curas. Y además por poco dinero, pues una tabla de jabón Grillo, fabricado por Gervasio Alfaro, sólo costaba un real (0´25 pesetas); un litro de lejía, lo mismo, y una pastilla de añil o zulete, una ochena (0´10 pesetas). Total, 0´60 pesetas.

El lavadero más cómodo e importante era el Colandero, situado a la salida del Barrio Bajo y a la derecha de las Paretillas, a continuación del trujal de Hilario Falces. Ocupaba un amplio rectángulo de terreno, de unos 50 metros de largo, y estaba surcado por una acequia derivada del río del Molino.  Llegó a poseer medio centenar de cocinos y otros tantos terrizos. Por cierto, que unos y otros organizaron un buen baile, con motivo de una tremenda crecida del río Alhama, ocurrida el 23 de septiembre de 1915. El Colandero era de Manolo el Azadillas (Manuel Igea), llamado vulgarmente el Tío Ajadillas. Hasta 1916 lo llevó en arriendo la Tía Zarambota (Baldomera Vergara), pero, en este año, lo tomó por 20 pesetas al mes la Tía Luciana (Luciana García). Esta pobre mujer no tuvo suerte, pues una noche de la fiestas de la Virgen de la Barda, en ausencia suya y de su hijo, le robaron la casa y murió del disgusto poco después.

El Colandero disponía de un amplio cuarto con un depósito de agua ca­liente y una caldera para calentarla a base de leña. La Tía Luciana sólo cobraba 1 peseta por cada terrizo de ropa colada, aunque fuera de dos veci­nas juntas, lo que no era infrecuente, porque les salía más barato. La tarea de las lavanderas no era liviana, pues tenían que emplear a fondo los puños e invertir dos jornadas: cosa que una lavadora mecánica hace ahora ella sola en menos de media hora. Las lavanderas de oficio, como las Monas (Joaquina y Cecilia Magaña Pérez), tenían las manos estropeadas, llevaban vendadas las muñecas y se las retribuía con un par de reales. El primer día comportaba las siguientes ope­raciones: mojar, enjabonar, restregar, apaletear la ropa en el cocino o sobre una tabla, aclararla en la acequia y preparar la colada. Esta última opera­ción consistía en echar la ropa en un terrizo con agua caliente, tapándola con un cernadero o lienzo basto, sujeto, a menudo, con un aro. Sobre el cernadero se derramaba, poco a poco, ceniza diluida en agua, mientras no hubo lejía, y más tarde, chorritos de ésta, dejando así la ropa en el terrizo hasta el día siguiente. Y en el segundo día se sacaba la colada, se aclaraba de nuevo la ropa en la acequia o en el río, se la metía en una caldereta de agua con azulete, sacándola inmediatamente y se la tendía al aire libre para que se secase. Los secaderos más concurridos eran el Colandero, el Sotillo y el Combrero, cuando hacía tiempo despejado, pues si llovía, nevaba o había niebla, el secamiento había que hacerlo en casa, armando para ello un ten­dedero en el granero o en la cocina. Ni que decir tiene que las que se veían obligadas a hacerlo en la cocina, se exponían a que la chimenea del hogar, alimentada con leña, no tirase bien y se ahumase la ropa por completo, de manera que al ponérsela no olía precisamente a agua de Colonia. Se nos olvidaba anotar que no todas las vecinas frecuentaban el Colandero, pues las más pobres, que constituían la mayoría, acudían sencillamen­te a los sitios más cercanos de agua corriente, en los que no había que pagar nada, y en los días más crudos del invierno, hacían la colada en sus domici­lios, utilizando un cocino propio o prestado, una caldereta y un barreño.

Otros lugares de pastrijería femenina muy concurridos eran los hornos, pues la mayoría del vecindario fabricaba su propio pan. Por eso había más hornos que panaderías. Sólo recuerdo de estas últimas la de la Tía Marca, en la calle Mayor, y la de la Tía Bolla (Marcelina Pérez), en la calle de la Iglesia. Por cierto, que hacían un pan sabroso y relativamente barato, pues uno de 4 libras (alrededor de 1,50 kilos) sólo costaba 9 perrillas (0,45 pese­tas) y una molleta de menos peso, 7 perrillas (0,35 pesetas). En cambio, había cuatro hornos: el de la Tía María Esteban, en el Barrio Bajo; los de la Tía Coronela y la Tía Cachorra, en la calle Mayor, y el de la Tía Pelotas, en la calle de la Patrona. Yo recuerdo muy bien el de la Tía María Esteban, porque mí familia vivía en frente de él. A la izquierda de la entrada del horno, se amontonaba la leña, y en el fondo, también a la izquierda, tenía una amplia pieza con algunos tornos para sobar la masa, la cual era preparada previamente en sus casas por las clientes, en una artesa. La soba era gratuita y la cocción solo costaba 0,10 pesetas, por cada 3 panes de 4 libras. El auto­servicio de la soba se hacía por riguroso turno y, aunque las vecinas madru­gaban bastante, era raro que no tuviesen que esperar algún rato, hasta que se desocupase algún torno. Así, pues, mientras no podían trabajar con las manos lo hacían con la lengua, y las del torno, con las tres a la vez. ¡Y vaya sobas que daban al prójimo!, pues, con el fuego del horno, las lenguas entraban también en calor y naturalmente trabajaban mucho mejor...

Ni que decir tiene que las tiendas constituían asimismo, aunque efímeramente, por detenerse poco en ellas, otros lugares de pastrijería. Sobre todo, las de artículos de primera necesidad, como las carnicerías, las tiendas de ultramarinos y los puestos de verduras, colocadas ordinariamente en terre­ras, a las puertas de los vendedores. Las tiendas más visitadas diariamente eran las de la Tía Quica y del Tío Pona, y el puesto del Tío Bayo. La Tía Quica (Francisca Sainz), tenía una tienda, mitad carnicería y mitad miscelá­nea, en la calle de la Villa, nº 2 (numeración de entonces); el Tío Pona (Cándido Pina, quien, a la vez, era pregonero), una de ultramarinos, en la Calle Mayor, nº 11; y el Tío Bayo tenía un puesto de verduras en la calle de la Villa. La Tía Quica vendía 3 onzas de carne de oveja por 10 céntimos; un cuarterón de aceite por 38 céntimos; una libra de alubias blancas secas por 75 céntimos, y un almud de garbanzos secos por 2,50 pesetas. El Tío Pona daba dos sardinas de mataburro (arenques), por 5 céntimos; 3 colas de bacalao por 10 céntimos, y un besugo de 1 kilo por 1 peseta. A su vez, el Tío Bayo vendía una achicoria por 5 céntimos; tres lechugas por 10 cénti­mos, y un cardo grande por 75 céntimos.

¡Ah!, no olvidemos entre las pastrijerías públicas de entonces otra me­nos concurrida, pero muy pintoresca: la Rueda del Rafia. El Tío Rafia se llamaba Lucas Magaña, vivía en la calle de San Antón y era un septuagenario chaparro y cojo, y por lo mismo, de andares desgalichados. Se dedicaba a hilar cáñamo, con el que hacía liza, ramales, traíllas, etc. y tenía su «ta­ller» en el término de Peñahitero, cuando todavía no se había edificado por allí ninguna casa ni se había abierto ninguna calle. El tal taller se reducía a un ancho cobertizo de cañizos y de barro, al que se llegaba por una pista recta de tierra apelmazada, de unos dos metros de anchura y de 30 a 40 metros de longitud. Estaba situada exactamente, a la izquierda de la actual calle de Tudején, en la parte baja del terraplén de la Villa Araceli [28]. El cober­tizo alojaba a la Rueda del Tío Rafia, que era una polea o rueda acanalada, que se accionaba con un manubrio, manejado ordinariamente por su hija Casilda. El Tío Rafia llevaba ceñida a la cintura una masa informe de cáña­mo, espadado y rastrillado, de la cual iba sacando las vetas correspondien­tes, mientras recorría poco a poco, sin detenerse, la pista, caminando hacia atrás. Naturalmente, a pesar de su cojera, era el vecino que mejor imitaba a los cangrejos, en sus andares.

En las tardes soleadas de otoño, el paraje de la Rueda del Rafia era otro lugar relativamente concurrido, por ofrecer un buen abrigo contra el cierzo y una buena posición para tomar el sol. Y allí acudían a comadrear, a hacer remiendos o labores de punto o a jugar a la brisca algunas vecinas de las calles más cercanas. De tarde en tarde asomaban las narices por aquel abri­go dos coadjutores de la Parroquia que regresaban del Paseo de los Curas y entonces, si las comadres sostenían alguna conversación poco piadosa y misericordiosa, la primera que los divisaba advertía a sus compañeras: «¡Sus!, ¡sus!, !Callarsus!, ¡callarsus!, que vienen el Gordo y el Flaco». El Gordo era don Jacinto Ilarri, rechoncho y coloradote; y el Flaco, don Blas Mateo, cetrino y larguirucho. Los dos murieron en Fitero, en la 2ª década de este siglo [29].

Pero pasemos ya a ocuparnos de las asambleas privadas de pastrijeras. Eran las tertulias nocturnas de vecinas. Las calles pequeñas solían tener, por lo menos, una, y las mayores, varias. En el verano, estas reuniones tenían lugar a la puerta de una vecina calificada, no faltando en ellas el rallo o la boteja de agua fresca, traída del pozo público más cercano, para remojar el gaznate, cuando se les secaba de tanto hablar. En la primavera y en el oto­ño, dentro del zaguán de una casa; y en el invierno, en la cocina o en la cuadra.

Las más pintorescas eran las de las cuadras. Yo conservo todavía vivo el recuerdo de una de éstas a la que me llevaba mi madre, hacia 1909. Tenía yo entonces 7 años. La casa era el nº 6 de la calle de San Antón, esquina a la belena que termina en los Charquillos. Pertenecía al Tío Wenceslao y a la Tía Romana, que eran los labradores más acomodados de la calle. Su fami­lia la componían dos hijos: Carmelo y Manuel; y cuatro hijas, de buen ver, Felisa, Luisa y Juanita. La cuadra en que se celebraban las tertu­lias, era relativamente amplia y se comunicaba directamente con la calle. Entrando, a mano derecha, estaba la pocilga que albergaba dos lechones, y al fondo, había un holgado pesebre para dos burros grandes: el Perico y la Tordilla. Las tertulianas se apretujaban en el espacio libre delantero, senta­das sobre la paja que cubría el suelo o en alguna silla baja o banquillo de madera. Aunque, de ordinario, hacía allí buena temperatura, no faltaba al­guna vieja muy friolera que se llevaba una rejilla con brasas para los pies. Una débil bombilla de filamento de carbón proyectaba sobre las comadres una luz macilenta y amarillenta, que destacaba las arrugas de las viejas. De vez en cuando, para amenizar la reunión intervenían los cerdos poniéndose a gruñir y los burros a rebuznar, y aquello se convertía en un aquelarre de discoteca rocanrolera. Hay que decir, en honor de la verdad, que las tertu­lianas de la Tía Romana no trabajaban solo con la lengua, sino con las ma­nos, haciendo elásticos, remendando calcetines, desgranando maíz, etc. A veces, rezaban rosarios, hacían novenas y escuchaban a Luisa Yanguas y a María Rupérez que les leían una revistilla religiosa - creo que se llamaba La Familia - que les dejaba el Tío Parrantena (Nicolás Berrozpe).

Yo guardo de aquellas tertulias dos recuerdos precisos, imborrables. A la sazón, ardía la guerra en Marruecos, como consecuencia del desastre del Ba­rranco del Lobo, ocurrido el 27 de julio de 1909. La sangrienta jornada ha­bía costado a los españoles 3.000 bajas, entre ellas, la del general Pinto, que cayó fulminado de un balazo en el cráneo, en las faldas del monte Gurugú. El Gobierno había enviado inmediatamente a Africa a varios miles de soldados de la Península, entre los que se contaban algunos mozos de Fitero. Conque una noche de octubre siguiente se presentó en la tertulia una vecina acongojada, diciendo que no sabía nada de su hijo y que su marido había leído en La Correspondencia de España que, en Marruecos acababa de ocu­rrir otra carnicería. Fue la trágica emboscada del 1 de octubre, en las inme­diaciones de Zeluán, la cual se saldó con la muerte del general Díez Vicario y de 300 bajas más.­

Otra noche, se presentó en la tertulia una mujer recién llegada de Barce­lona y se puso a contar unas cosas que ponían los pelos de punta. Hacía tres meses y medio, según decía, habían ardido en aquella ciudad no sabía cuan­tas iglesias y conventos; algunos bárbaros habían sacado de sus tumbas es­queletos de monjas y los habían paseado por las calles; y a su vez, los solda­dos habían disparado con sus cañones contra la gente y derrumbado nume­rosas casas. Añadía que ella misma había visto muchos muertos y heridos ti­rados en la vía pública y que el Castillo de Montjuich estaba lleno de presos. Se trataba de la famosa Semana Trágica de Barcelona (del 26 de julio al 1 de agosto de 1909), con su saldo de 35 iglesias, conventos y colegios religio­sos incendiados, otros tantos edificios civiles destruidos por la artillería del general Luis Santiago y más de 3.000 bajas entre muertos y heridos; es de­cir, un segundo Barranco del Lobo, pero esta vez en la Península.

Como se ve, algo saqué yo en limpio de aquellas pintorescas reuniones de pastrijeras: dos recuerdos históricos aciagos. En cuanto a las vecinas que acudían a ellas, también sacaban siempre alguna cosa, aunque no precisa­mente en limpio, sino en sucio: las pulgas que pululaban por la cuadra y que llevaban como recuerdo a sus domicilios entre sus largas y amplias sayas. Naturalmente, al llegar a sus casas, lo primero que hacían, antes de meterse en la cama, era dedicarse a la captura y caza de estos picantes parásitos, asesinarlos a uñadas: operación divertidísima que, por entonces, representaba en el París-Salón de la calle de la Montera de Madrid, una guapa y desenvuelta bailarina y cupletista cubana, conocida por la «Bella Chelito» Los mozos colorados y los viejos verdes que llenaban cada noche su teatrillo, le pedían siempre a gritos, como final del espectáculo: ¡La Pulga!, ¡La Pulga! Por supuesto, la Chelito (Consuelo Portella Audet) no había pasado nunca por la cuadra de la Tía Romana......



CAPÍTULO XVII

LAS FIESTAS DE LOS QUINTOS

Es sabido que se llama quintos a los mozos a los que les toca ser soldados. Desde 1925, les toca a todos por haberse establecido el servicio militar obligatorio; pero anteriormente no ocurría así, sino que se decidía por sorteo público. Este se celebraba cada año, en el salón de sesiones del Ayuntamiento y se verificaba sacando de unas urnas diferentes unas boletas nominales y otras numéricas, es decir, en unas estaban los nombres de los mozos y en otras los números correspondientes. Las sacaban y cantaban dos niños y un alguacil, asomado al balcón, iba anunciando, a su vez, los resultados al público congregado en la Placilla. Los que sacaban los números más altos se libraban; es decir, quedaban excluidos de ir al servicio y se llamaba excedentes de cupo. (Parece que, en 1980, empieza a haber de nuevo algunos excedentes de cupo). Y los demás cubrían el cupo de reclutas exigidos por la zona de reclutamiento militar, que para Fitero era entonces la de Tafalla, constituyendo los quintos. El sorteo se celebraba anualmente, el primer domingo de febrero. Como siempre ha habido trampas y tramposos, ocurría, de vez en cuando, que algún quinto, cuyos padres tenían buenas influencias, se fingía sordo, cardiaco o afectado de cualquier otro defecto o enfermedad de las que excluían del servicio, y el excedente de cupo que había sacado el número más bajo tenía que ir a filas en su lugar.

La fiesta de los quintos se celebraba la víspera de su incorporación al ejército, que era en el mes de noviembre, alrededor de Santa Cecilia. La mayoría se ponían sendos pañuelos de color, atados al cuello, o se tocaban con viejos gorros o gorras militares que habían pertenecido a sus padres o a sus abuelos. Se reunían todos ellos y recorrían alegremente las calles del pueblo, vociferando, cantando y bailando, acompañados de algunos músicos, un requinto o un clarinete, una guitarra y una bandurria, con objeto de recabar fondos en dinero o bien comestibles y bebestibles, de los vecinos, para una merienda de despedida, que celebraban aquella tarde.

Entre las coplas que cantaban los quintos, figuraban las siguientes:

¡Cuántas madres llorarán
-y la mía, la primera-
al ver que se van sus hijos
soldados para la guerra!

Las madres son las que lloran,
pues los hijos no lo sienten:
se encuentra cuatro chavalas
y con ellas se divierten.

Ya me voy quinto.
Mi madre llora,
y a mi morena
la dejo sola.

Y yo le digo
que no me aguarde;
que cuando vuelva,
será ya tarde.

¡Adiós!, que me voy soldado,
Con intención de volver;
Y si te encuentro casada,
De tu sangre he de beber.

Mas me contesta
la descarada:
-Pa cuando vuelvas,
ya estoy casada.

Dada la pobreza que había entonces en el pueblo, la mayoría de los quintos no había salido nunca de él y su ignorancia solía ser supina, dando lugar a las situaciones más jocosas.

Entre los destinados a la guarnición de Pamplona, se contó, un año, L. T., el cual le comunicaron que tenía que hacerlo en el Regimiento de América.

Con que varios compañeros fiteranos se lo encontraron llorando a lágrima viva, sentado en el portal de una casa de la capital.

-¿Qué te pasa? –le preguntaron.

-Que me ha tocado ir a América y yo no quiero embarcar…

Hoy día los quintos no son tan ignorantes e inocentes y de aquella fiesta pintoresca de antaño sólo queda la petición callejera de fondos para sus cuchipandas, sin trío de músicos ni canciones romanticonas.




Capítulo XVIII

LAS NAVIDADES

         Aunque la mayoría del pueblo era entonces muy pobre, las Navidades de antaño eran, de ordinario, ruidosas y alegres. Al atardecer de la Nochebuena, muchos jóvenes y también algunos mayores recorrían las calles, tocando panderos, hierrillos, chinflainas, castañuelas, panderetas, guitarras, bandurrias y, sobre todo, zambombas de todos los tamaños, que eran los instrumentos más baratos y fáciles de confeccionar. Sabido es que se hacen fácilmente con un bote, con un puchero, con una olla, etc.; un pedazo de piel de cordero o de conejo, una cuerda y un carrizo. Al subir y bajar este último, con una hoja de berza apretada en la palma de la mano, la zambomba produce esas sordas vibraciones, parecidas a los rebuznos de un asno. Contrastaba con este ruido bronco, el sonido armonioso de los árboles de campanillas, que sacaban algunos vecinos, sacudiéndolos con verdadera maestría. Entre los campanilleros de principios de este siglo [XX], se distinguían el Tío Farruco (Marcelino Fernández) e Higinio Fernández, cuyo apodo silenciamos, porque no era precisamente aromático.

         Ni qué decir tiene que los bullangueros iban cantando villancicos de todas clases: unos, devotos; y otros, indevotos. Vayan dos ejemplos:

En el portal de Belén
hay una piedra redonda
donde puso Dios el pie,
para subir a la Gloria

Esta noche es Nochebuena
y mañana Navidad
saca la bota, María
que me voy a emborrachar

         Otra variante del segundo decía; “Saca la capa, María – que me voy a cortejar”.

         Hacia las nueve de la noche, las calles se vaciaban por completo, para celebrar en las casas la tradicional cena familiar. En los hogares, se hacían grandes fogatas bajo la chimenea, “para calentar al Niño”, según se decía; y se tocaban zambombas, chinflainas, castañuelas, panderetas, etc. “para arrullarlo”.

         La cena de los vecinos acomodados (labradores, comerciantes y propietarios) solía tener como entrada una buena ensalada de cardo, aderezada con ajos machacados, aceite y vinagre. A continuación, venía un plato de cardo cocido, adobado con tocino frito; en seguida, el plato fuerte: besugo con salsa, o pollo o conejo; después, postres variados: una compota de ciruelas pasas, higos secos, manzanas y orejones cocidos, o uva, peras de invierno y, finalmente, turrón. Todo ello acompañado de una bebida típica, llamada chapurriau, que era una mezcla de arrope con aguardiente. El arrope es mosto cocido, sin fermentar, hasta que toma la consistencia de jarabe. Cuando nevaba, no pocos vecinos lo tomaban con nieve.

         La cena de los pobres era más frugal: patatas o habas secas cocidas, pimientos secos de tipo sonajero (los llamaban así, por el ruido que hacían dentro sus pepitas), farinetas, castañas cocidas o asadas, hormigos con leche y, a lo sumo, una barrilla de turrón de cinco céntimos para toda la familia (es decir, un casquillo de turrón de cacahuetes). Para beber, agua del Terrero y vino tinto de la taberna.

         Las familias devotas solían rezar el rosario después de la cena, en espera de la Misa de Medianoche, anunciada con gran volteo de campanas. A la Misa del Gallo acudían prácticamente todos los vecinos. O casi todos, pues, una vez preguntaron a un vecino bastante chusco: “¡Qué!, ¿no vienes a la Misa del Gallo?” Y contestó: “No, porque soy belmontista”. Era la época de los taurófilos fanáticos, divididos en dos bandos rivales: gallistas y belmontistas: o sea, partidarios de los famosos matadores, Rafael y Joselito Gómez (los Gallos) y de Juan Belmonte.

         En la iglesia, se ponía un belén monumental, a la derecha del presbiterio (izquierda del público) y en la Misa del Gallo, se colocaban delante de él los pastores del pueblo. En nuestro Poemario Fiterano, nos ocupamos ya del curioso rito de la ofrenda de las migas al Niño Jesús y del baile del Tío Maturrillo, para divertirlo. Las migas las freían en el antiguo cementerio, adyacente al templo, y se las comían delante del Nacimiento. Excusado es decir que, en esta Misa, acompañaban al órgano todos los instrumentos navideños citados, de manera que resultaba la función religiosa más estruendosa del año.

         En los siguientes días laborables de Navidad, las mujeres y los muchachos, sobre todo, solían visitar el enorme Nacimiento de las Monjas; o sea, de las Hermanas de la Caridad de Santa Ana, instalado en una de sus clases. Su bandeja –que nunca faltaba- se llenaba de perrillas y de ochenas; pero nunca caía en ella un billete de Banco, sino, a lo sumo, alguna rara peseta.

         El día 28 de diciembre, fiesta de los Santos Inocentes, era naturalmente el día de las inocentadas. Había entonces en el pueblo mucha afición a ellas, y la mayoría eran inofensivas y vulgares, como la siguiente: “Átese el seladiz de las alpargatas” – “Recoja el pañuelo que se le ha caído” – “Límpiate la frente, que llevas una mancha de hollín” – “Vete a casa del Tío Alejo, que hoy regala anisetes a los niños”, etc...
        
         Pero había otras bromas más pesadas. Por ejemplo, la que le gastó un año al zapatero Cayo Mesa el carpintero Carlos Alfaro, vaciándole, con gran estrépito, en la puerta de su tienda, un saquete de cristales rotos. La tienda y taller de Cayo estaba entonces en los bajos de la casa nº 20 de la calle Mayor, y el taller de Carlos, en el nº 37 de la misma calle. Cayo Mesa salió asustado y enfurecido a la vía pública, creyendo que le habían hecho pedazos la luna de su escaparate y tratando de sorprender al autor de tal desaguisado; pero Carlos, aunque era cojo, se había escabullido rápidamente por la callejuela del Carmen, escondiéndose en la entrada de una ; y de momento, el zapatero no supo quién había sido el autor de tan ruidosa inocentada. Lo supo más tarde.

         Otra broma más pesada fue la que gastaron al Tío Pina (Tomás Pina), que, durante bastantes años, había tenido en arriendo el Garapito y al que habían dejado a deber no pocos maíses algunos clientes; sobre todo, de Castilla. A la sazón, vivía el Tío Pina en una casa de la esquina derecha de las calles del Pozo y de Garijo. Con que, un 27 de diciembre, recibió una carta, procedente, al parecer de Grávalos, en la que algunos deudores castellanos de antaño le daban una cita, para el día siguiente, en las Ventas de los Baños, con la intención de pagarle adeudos importantes. El Tío Pina, aunque la fecha suscitó en él cierta suspicacia, acudió a la cita, comprobando que se trataba de una inocentada. Todo el pueblo se rió de él, pues sus autores no habían sido de Grávalos sino de Fitero y ya habían propagado entre el vecindario la burla de que le habían hecho víctima. Ero el Tío Pina juró burlarse el año próximo de todo el pueblo. Con que el 28 de diciembre del año siguiente, encargó a Bilbao dos hermosos besugos e hizo echar un pregón, anunciando que vendía besugo a 10 céntimos el kilo, siendo así que en el mercado, lo vendían a 20. Naturalmente les faltó tiempo a muchas mujeres del vecindario para volcarse en la casa del Tío Pina y el socarrón exgarapitero, que ya había vencido uno de los besugos, exhibía el otro en un canasto, nadando en hielo y les decía: “Ya no me queda más que éste y es para mí.”

         Los días 29 y 30 eran de inocentadas infantiles, pues se hacía creer a los niños que, el 29, venía a Fitero el Hombre de las Orejas, que tenía tantas como días tiene el año; y el día 30 el Hombre de las Narices, de análogas características. Según la versión de los mayores, uno y otro se alojaban un día en la Posada del Tío Maturrillo(Manuel Martínez), en el nº. 2 de la calle Mayor; y no pocos niños acudían a la Posada, ofreciendo una perrilla o una ochena al Tío Maturrillo, para que se los dejase ver. Pero el posadero o no asomaba esos días por allí las orejas ni las narices, o, si las asomaba, decía bonachonamente a los niños que se presentaban “Oye, salao: guárdate la perrilla, porque no ha llegado todavía el Tío Orejudo”; o bien: “Mira, linda, guárdate la ochena, porque se ha marchado, hace poco, el Tío Narizotas”.

         La Nochevieja era todavía más ruidosa que la Nochebuena, con más música y algazaras callejeras, vino, aguardiente y canciones; pero éstas de otro estilo. Vayan dos muestras.

Tiene una burra el Purisma,
que años ha cumplido ciento.
No tiene más que dos dientes
y no puede comer pienso;
pero asegura su padre
-y esto no es broma-
que él irá a ponerle dientes
a Barcelona


Con el Municipio nuevo,
podemos estar tranquilos,
pues revisarán las pesas,
las medidas y los kilos.
Sigue, Molinera,
sigue tu canción.
¡Viva el Municipio
de esta Población!


         Por supuesto, también se celebraba la Fiesta de los Reyes Magos; pero con bastante más modestia que hoy. Los niños querían a todo trance verlos y recibirlos, pero se les regañaba, diciéndoles que venían, muy avanzada la noche, por la carretera de La Nava, y que, para salir a esperarlos, había que ir al Puente, envueltos en una sábana mojada. Así pues, se contentaban con poner sus zapatos, alpargatas o un canastillo en el balcón o en la ventana de sus casas, para que los Reyes depositaran en ellos sus regalos. Algunos les ponían además una fuente de cebada o de maíz, para que comieran los camellos. Y claro está, los niños saltaban de alegría, al levantarse de la cama, al día siguiente, y descubrir los regalos.

         Los Reyes Magos de carne y hueso no aparecieron en Fitero, después de la expulsión de los frailes, hasta finales del 2º decenio del siglo actual. Parece que los primeros fueron los Morillos (Tomás y Marcelo Yanguas) y el Cavila (Zacarías Muro), los cuales salieron por las calles, hacia el anochecer de un 5 de enero, disfrazados con sobrecamas de colores, barbas  pelucas postizas, y coronas de hojalata. Iban montados en vulgares machos y no empuñaban cetros, pero los acompañaban unos pobres pajes y los alumbraban portadores de antorchas. Una ruidosa murga de zambomberos y pandereteros hacía más espectacular su marcha, emprendida desde el Pontigo, a través de la calle Mayor. Salió a verlos todo el vecindario y los niños los seguían admirados, como si hubieran sido unos magníficos Soberanos.

         Repitieron las fiesta al año siguiente; pero desgraciadamente ya no tuvieron continuadores inmediatos, pues pasaron unos 30 años, hasta que, hacia finales de la década de 1940-1950, apareció otro trío de Reyes Magos, que hizo época. Organizó la fiesta el Frente de Juventudes e hicieron de Reyes Magos Miguel Aguirre, Joaquín Luis y Florencio Martínez. Como Joaquín era cojo y naturalmente se le notaba al bajarse del caballo, Miguel Aguirre explicaba a los niños que era debido a una reciente caída de su caballo. Esta vez, los Reyes tenían mucha mejor representación que los antiguos, cabalgaba en sendos caballos, llevaban un buen séquito de pajes, antorcheros y músicos y les seguía detrás una carreta, transformada en carroza, cargada con los regalos destinados a los niños. Pero no eran para todos, sino únicamente para aquellos cuyos padres se los habían entregado previamente, con la dirección de sus domicilios. A este fin, los Reyes recorrían las calles donde tenían destinatarios y cada uno separadamente subía a una de las casas anotadas, para entregar a los niños los juguetes y regalos, en la misma cama, en presencia de su padre o de su madre. No podían ser más  serviciales.

         A partir de esta época, se siguieron celebrando estas cabalgatas, salvo algunos intervalos. En ellas ocurrían a veces lances chuscos, como el siguiente. En 1951, uno de los Reyes Magos fue el empleado del Ayuntamiento, Luis Fernández Jiménez, el cual subió a entregar sus regios obsequios a la niña Mari-Carmen Azpilicueta, que tenía entonces alrededor de 4 años. Aunque Luis iba bien disfrazado, la niña creyó reconocerlo por su voz y sus ojos claros, y exclamó: “Oye, papá; pero este Rey ¿no es el Pichi…?

Con el tiempo, se suprimió el reparto de juguetes a domicilio, al amanecer, porque no era nada cómodo, y, algunos años, se hizo, ya en pleno día, en el Kiosko del Paseo de San Raimundo. Algunas veces, se cambió la ruta inicial de la cabalgata, viniendo de la Bodega Cooperativa de San Raimundo, precedida de motoristas.

         En fin, poco a poco, se fue mejorando el vestuario y la organización, hasta establecer incluso un servicio circunstancial de Correos, para que los niños dirijan sus peticiones a los Reyes, y actualmente las cabalgatas de los Magos en Fitero son pomposas, esplendorosas y bulliciosas.

         Añadamos, para terminar, que el Belén público, que instala anualmente el Ayuntamiento en la Plazuela de San Antonio, data de la 2ª mitad de la década de 1950-60.



CAPÍTULO XIX

LOS BAILES

La afición de los fiteranos al baile data del siglo XVI. Consta que, a mediados de esta centuria, bailaban en Fitero no solo los vecinos y vecinas, sino hasta el joven abad, Fr. Martín de Egüés y de Gante. Según cuenta Jimeno Jurío, un año, en la fiesta popular del Emperador, Su Majestad de un día le ordeno que bailase la morisca con una vecina y el monje lo hizo ante el vecindario en pleno, con hábitos y todo. (FITERO, p. 19 – Colección: NAVARRA) – Temas de Cultura Popular, nº 72).

Durante el abadengo, los bailes eran siempre al aire libre y se celebraban en las fiestas más solemnes. Ahora bien, los bailes en locales cerrados no se iniciaron hasta después de la supresión del Monasterio. A principios del siglo actual, funcionaban dos: EL SONSONETE, instalado en la planta baja del edificio número 22 de la calle de la Patrona, perteneciente al Tio Gabinillo (Julián Aliaga); y EL LAUREL, sito en el número 7 de la misma calle, que era una cochera del Tío Pelos (Nicasio Andrés). La entrada solo costaba a los mozos 15 céntimos; y a las mozas, nada. El SONSONETE estaba adornado con banderitas, serpentinas y farolillos a la veneciana, que colaban del techo, y en él tocaban algunos músicos de la Banda del Tío Natalio (Natalio Díaz).

Los bailes de entonces eran el schotis, la habanera, la mazurka, la polka, el vals, el pasodoble y la jota. Con ésta última finalizaba el baile y había que repetirla siempre, a petición de los asistentes. Los músicos preguntaba al Tío Natalio si tocaban otra distinta, pero él respondía impasible: No, la mesma. El portero del SONSONETE era el Tío Guindera (Félix Hernández).

El baile del LAUREL era más coquetón. Sus paredes estaban decoradas con figuras femeninas simbólicas: la Amistad, la Alegría, la Armonía, etc. en un principio, tocaron en él algunos músicos del Tío Camilo (Cosme Fernández) y posteriormente de la Banda del Carrascas (Lorenzo Luis) a propósito del cual se cantaban entonces estas dos coplas:

Hasta los baldados,
Sin poder andar,
oyen al Carrascas
y echan a bailar.
Tocando una pieza
allá, en EL LAUREL,
quedan satisfechos
y echan a correr.
El portero del LAUREL era el Tío Beato, el cual no lo era tanto, cuando alternaba con bailarinas…
Hasta 1914, se abrió en la calle de Lejalde, actual número 28, el baile de LA FAVORITA, así llamado por haberse habilitado para tal objeto la antigua fábrica de jabones del mismo nombre, que ya no funcionaba. Pero este baile no era público, sino de una sociedad fundada por Adoro el Juan de Mata (Teodoro González), el Valito (Manuel Val), el Chorletas (Raimundo Larrea), el Valillo (Valeriano Yanguas) y otros. Naturalmente la entrada estaba reservada a los socios; pero era libre y gratuita para las mozas.
Por estas fechas, se celebraban ya bailes públicos vespertinos, todos los domingos y fiestas de guardar, desde las Pascuas de Resurrección hasta las fiestas de la Virgen de la Barda, en el Paseo de San Raimundo, a cargo de la Banda Municipal.
Durante los carnavales, había asimismo bailes de máscaras en los cafés, costando la entrada, por los tres días, 2,50 pesetas. El más concurrido era el del Chicho (Telesforo Álvarez), instalado en el piso primero de la casa número 2 de la calle Mayor. Solamente una mitad de la concurrencia, la femenina, solía ir disfrazada con dominós, pues el calor era ya sofocante sin disfraz. El salón estaba adornado con serpentinas y farolillos a la veneciana, y los asistentes solían hacer un buen derroche de confeti y de matasuegras. Hacia la mitad de cada pieza, el bastonero del baile daba tres golpes fuertes en el suelo, para intimar el cambio de parejas; sin duda, para que no se amartelaran peligrosamente. La orquestina se componía de un piano, dos violines y una flauta, cobrando los ejecutantes solamente 10 pesetas cada uno, por tocar tarde y noche los tres días; es decir unas 6 horas diarias, de manera que salían a 55 céntimos hora. Para estos bailes, había que apuntarse previamente, pagando por anticipado el medio duro anotado. Una vez, un muchacho de 12 años, apodado el Moreno (Julián Fernández Yanguas) pidió al Chicho que lo apuntara y éste le replicó: “Oye, niño: ¿pero te crees que es esto una escuela de párvulos?” Y el muchacho le objetó: “¡To! ¿qué tiene que ver? O le pago a V. el medio duro y en paz.” El Chicho se encogió de hombre y concluyó: “Bueno,  bueno: pues quedas admitido”.
Hacia 1926, La Cuadrilla del Buen Humor fundó una sociedad de baile, titulada Patria Chica, cuyo reglamento fue aprobado previamente por el Gobernador Civil de la Provincia. Daba sus sesiones en el Teatro Gayarre, antes de comenzar el cine, y su orquestina estaba compuesta por un piano, un violín, una flauta y un contrabajo. Los dos primeros domingos tuvieron un éxito completo; en el tercero, aflojó la asistencia de muchachas; y en el cuarto, no fue casi ninguna. Así, pues, debido a causas que no es del caso precisar, la sociedad fracasó en menos de un mes.
La Cuadrilla del Buen Humor estaba formada por una docena de jóvenes (empleados y estudiantes) a los que el pueblo apodaba Los Tirillas, porque llevaban corbata. Usaban como distintivo unas enormes boinas verdes, con un letrero circular en letras blancas que decía: Cuadrilla del Buen Humor, y la componían Isidro Magaña, Marino Falces, Ángel Yanguas, Carmelo Mustienes, Francisco Yanguas, Florencio Marco, Cruz y Victoriano Martínez, Luis Jiménez, José Burgos, Jesús Martínez y José Aznar Yanguas. Adoptaron entre ellos apodos humorísticos, como Cascarrabias, Quisquilla, Don Quintín, Percebé, Mochales, Catachicas, Discusiones, Cebollino, Sartenero, etc.
El fracaso del baile Patria Chica no desanimó a la CUADRILLA y, a continuación, abrieron el baile del METRO, llamado así porque estaba instalado en la fábrica de conservas vegetales de Francisco Yanguas, ya cerrada, y había que bajar varias escaleras para llegar al piso. Estaba ubicada a la derecha de la entrada a la calle de Entre ambos Ríos (hoy Dr. García Lahiguera), frente a la de Lejalde. Tampoco duró mucho tiempo. Sin embargo, la CUADRILLA no se dio por vencida. Resulta que, hacia 1927, en los bajos del edificio número 1 de la calle del Pozo, empezó a hacerse sus ensayos una rondalla que se formó por iniciativa de don Alberto Pelairea. A continuación, LA CUADRILLA DEL BUEN HUMOR organizó con ella un baile en el mismo local, sustituyendo a poco la rondalla por una planola, que compró Lorenzo Luis y que tocaba sola, introduciendo una perra gorda (10 céntimos), por una ranura. Fue el comenzó del popular Baile de la Ochena, el cual se trasladó, poco después, con la pianola, a la planta baja de la casa, demolida en 1965, que hacía esquina con la Picota y la entrada al Paseo de San Raimundo y en cuyo primer piso estaba instalado el café del Guerra (Dionisio Martínez). Dicho baile tampoco prosperó. Con que, a finales de 1931, se abrió en la calle Calatrava, número 8, el baile del Potaje, apodado así, porque el vecindario estaba ya dividido lamentablemente en dos bandos políticos intolerantes, y acudían a él muchachos y muchachas de familias de las dos tendencias. Pero este potaje se consumió rápidamente y se acabó la danza con la panza.
Por supuesto, la razón de todos estos fracasos es que la juventud femenina andaba muy retraída. Por fin, en 1934, se fundó la más importante y durable sociedad de baile: LA AMISTAD. Estuvo instalada en parte del antiguo frontón de la Plaza de Toros que daba a la calle Calatrava número 14. Huelga anotar que LA AMISTAD sufrió un eclipse de varios años, durante la Guerra Civil de 1936-1939 y la II Guerra Mundial 1939.1945.

En 1951, Fausto Palacios abrió un baile ocasional en el Teatro Moderno, para las Fiestas de la Virgen de la Barda, que bautizó con el pomposo nombre de Palacio de Terpsicore. Pocos o ningún vecino sabían que Terpsicore fue la musa de la danza; pero ¿qué más daba? Para asegurar el éxito recurrió al truco de organizar concursos de belleza, en los que fueron elegidas “Miss Terpsicore” la señorita Josefina Remón, en 1952; y Ana Carmen González, en 1953. Tampoco duró mucho, pues, al año siguiente, fue demolido el Teatro Moderno y se acabó el Palacio de Terpsicore, con sus reinas y todo. Afortunadamente, para entonces, se había rehecho LA AMISTAD, la cual continuaba viento en popa. En 1971 contaba con 150 socios, los cuales pagaban 15 pesetas por cada sesión de baile Los no socios pagaban 35; y los casados, acompañados de sus mujeres, 25. Ordinariamente actuaba en estos bailes una orquestina local; pero en la fiesta de San Raimundo y en las de la Virgen de la barda, se permitían el lugo, desde hacía unos años, de traer alguna orquesta forastera. En 1972, LA AMISTAD abandonó su antiguo local y pasó por ciertos avatares, que no es del caso reseñar, feneciendo en 1975.



CAPÍTULO XX

LAS CORRIDAS DE TOROS

Las corridas de toros de Fitero datan del siglo XVI. Por supuesto, no eran toros de muerte ni intervenían en ellas toreros profesionales, como ahora, sino los mozos del pueblo, que corrían a las reses por las calles, ya libres, ya ensogadas. Consta que en 1592, para solemnizar el 20 de agosto, la fiesta de San Bernardo, que era, a la sazón el Patrón del Monasterio y del pueblo, los regidores Juan Sáez, Miguel de Ceresada y Bertol de Varea organizaron una corrida de toros de la ganadería de don Luis de Beaumonte, vecino de Cascante, de los cuales murió uno; pero no de estoque.
El 26 de septiembre de 1606, el Monasterio y el Concejo firmaron un convenio, acerca de la construcción de la Plaza de la Orden, “para correr los toros y novillos”; y en 1674, los regidores del pueblo y los mayordomos de la Cofradía del Santísimo Sacramento firmaron un contrato con el ganadero de Peralta, José de Gala, quien se comprometió a traer 8 toros, por 50 ducados, para correrlos en la Plaza de la Orden, el día del Corpus Christi: fiesta a la que se habían trasladado las corridas, desde hacía años, encargándose de organizarlas dicha cofradía. Revisando los libros de Difuntos de la Parroquia, se topa uno, de tarde en tarde, con individuos que murieron a causa de las cornadas recibidas en dichos festejos. Así, en 1625, pereció de este modo Pedro Navarro (el Carrandón); en 1638, Bautista Ximénez; en 1806, el miliciano Pedro Andiano; en 1833, el cerverano Felipe Martínez, etc.
Al ser proclamada Patrona de la Villa la Virgen de la Barda en 1785, las corridas de toros se trasladaron al mes de septiembre; y caso curioso, habiendo pedido permiso, ese año, el Municipio al Real Consejo de Navarra, para gastar cierta cantidad en correr novillos, le fue denegado; pero se celebró, a pesar de todo, la novillada, corriendo a cargo del arrendador de la Carnicería de la Villa. Y en adelante, continuó realizándose con aportaciones voluntarias de los vecinos, recogidas unos meses antes.
Después de la exclaustración de los monjes, las corridas continuaron celebrándose en la Plaza de la Orden como antaño; pero, en el último cuarto del siglo XIX, se introdujeron los toros de muerte, con toreros profesionales: espadas, banderilleros y hasta picadores, según el testimonio del torero Escolástico Mendoza (Escola) que tomó parte en ellas, así como en las corridas inaugurales de la Plaza de Toros y en muchas otras posteriores, hasta que ya no pudo de puro viejo. El Ayuntamiento arrendaba la Plaza de la Orden a unos empresarios que se encargaba de todo. Los accesos a la Plaza se cerraban con carros, maderos y tablones, utilizándose grandes mantas olivareras, para tapar los huecos. Se construían tendidos desde el Arquillo hasta la calle de Calatrava; había incluso palcos bien acondicionados, con asientos, y se empleaba como toril un corral situado en el extremo S. E. de la Plaza, junto al Portillo de la Huerta. Por supuesto, la Plaza no estaba plantada todavía de árboles; cosa que se hizo, después de la construcción de la Plaza de Toros. Los últimos arrendatarios de la Plaza de la Orden, para hacer corridas, fueron los Chocolateros (Juanillo y Basilio Larrea). La entrada costaba entonces siete reales; pero muchos chicos –y también grandes- se colaban gratis.
La actual Plaza de Toros fue construida en 1896-1897, por el carpintero-ebanista Francisco Furriel, quien la vendió, al año siguiente, a Anastasio Andrés. La heredó su hijo Eloy en 1901 y, al fallecer éste sin herederos directos, en 1933, sus herederos colaterales, Raimundo aliaga y Domingo Alfaro acabaron por traspasársela al Ayuntamiento. El primero le vendió su parte en 16.000 pesetas; y el segundo, le permutó la suya, por la casa número 48 de la calle Mayor, en la que estuvo instalada, bastantes años, la Oficina de Telégrafos.
La Plaza de Toros fue inaugurada con dos corridas, celebradas los días 13 y 14 de septiembre de 1897, a cargo del matador sevillano, Félix Velazco y su cuadrilla. Estaba compuesta por el sobresaliente, Escolástico Mendoza, ya citado; los picadores, Juan Vicente (Cerrajas), Felipe Salvador y Andrés Navarro (Decidido), los banderilleros, Eulogio Díaz (Algabeño); Escolástico Mendoza; José Hernández (Guitarrero) y Joaquín Calero (Calerito); y el puntillero Guitarrero. Se lidiaron 6 toros (tres cada día), de tres años y 4 yerbas, de la ganadería de Beriain, con divisa encarnada y blanca, “luciendo valiosas y elegantísimas moñas, regaladas por las hermosas y amables hijas de Fitero”, según decían los programas. Los lidiadores ejecutaron en estas corridas las peligrosas suertes del Salto de la Garrocha y el Quiebro de rodillas; y como complemento de cada una, se soltaron 4 vacas bravas para los aficionados de la localidad. La entrada más cara (la de palco) costó tres pesetas; y la más barata (la de general), seis reales.
En los primeros tiempos de la Plaza, las corridas fueron con picadores, pero éstos no tardaron en ser suprimidos, porque, a la sazón, los caballos no iban protegidos con petos, y además de ser un espectáculo cruel y repugnante, cuando los toros los destripaban, resultaba, en ocasiones, demasiado caro para los empresarios. Sin embargo, todavía se hicieron algunas corridas con picadores, de tarde en tarde.
Por el ruedo de Fitero desfilaron no pocos novilleros que llegaron a ser posteriormente toreros de renombre, como Paco Camino, Miguel Márquez, Julio Vega (el Marismeño), Manolo Cortés, Raúl Aranda, José Ortega, Paco alcalde y otros: e incluso algunos hispanoamericanos, como los venezolanos, Aurelio Salamanca y Morenito de Maracay; y los colombianos, Lucio Requena y Pedro Domingo. También han desfilado algunas toreras, siendo la primera que se lanzó al ruedo en 1932, una joven fiterana, apodada La Lincha (Remedios Irisarri), la cual se limitó a dar unas cuantas espantadas a un novillo, sufriendo un revolcón sin consecuencias. En 1961, actuó una rejoneadora: Gina María; en 1975, dos novilleras: una francesa, Pierrette Labourdie, anunciada pomposamente como La Princesa de París, y otra, española: Mari-Cruz Gómez; y en 1080, tres rejoneadoras españolas: Begoña Iglesias (Begoñita), Soledad Sánchez y Carmen Tercero (Carmunchi). El año anterior, 1979, también actuaron dos rejoneadores españoles: Joaquín Moreno Silva y Diego García de la Peña. Una novillada histórica es la que dio el famoso diestro aragonés, Nicanor Villalta, matando dos novillos, el 30 de octubre de 1927, a beneficio de los pobres del Hospital local; por lo que fue nombrado Hijo Adoptivo de Fitero.
Durante la primera mitad de este siglo, solo se celebraron ordinariamente corridas en las fiestas de la Virgen de la Barda; pero, a partir de la segunda mitad de la década de los 50, empezaron a organizarse asimismo en la fiesta de San Raimundo. Fueron, al principio, novilladas extraordinarias a favor de la Beneficencia Municipal, en las que tomaron parte toreros famosos, traídos por el influyente empresario madrileño don Manuel Becerra, a causa de la amistad que tenía con nuestro paisano, don Fausto Palacios, a la sazón, alcalde de Fitero. Los diestros toreaban desinteresadamente; eran alojados gratis en el balneario Nuevo (hoy Gustavo Adolfo Bécquer) y el ayuntamiento los obsequiaba con un banquete. Don Manuel Becerra fue nombrado Hijo Adoptivo de Fitero. En dichas novilladas tomaron parte Antonio Chenel (Antoñete), Joaquín Bernadó, Marcos de Celis, Antonio Bienvenida, victoriano Valencia, Andrés Vázquez y Rafael Chacarte. Desde entonces, siguió la costumbre taurina de la fiesta de San Raimundo, aunque sin carácter benéfico, salvo en el periodo de 1971-1975 en que las organizó José Chinchilla Igea, tomando parte en ellas Antonio Bienvenida, Victoriano Roger (Valencia), El Viti, Ángel Teruel, Raúl Aranda, Miguel Márquez, Manolo Cortés, José Antonio Galán, Paco Alcalde y el mismo Pepe Chinchilla, a quien el Ayuntamiento otorgó el título de Hijo Adoptivo de Fitero, el 15 de marzo de 1975. (¡Ah!, nos olvidábamos de otro torero notable: Gregorio Sánchez).
Ni que decir tiene que, lo mismo que en la época abacial, hubo más de una tragedia ocasionada por las corridas de toros, desde que se inauguró la Plaza en 1897. La más histórica es la muerte del matador sevillano José Rodríguez Davie, alias Pepete, a consecuencia de una cogida grave, sufrida en nuestra Plaza, el 12 de septiembre de 1899, por un toro de Zalduendo. De esta tragedia nos ocupamos ampliamente en nuestro POEMARIO FITERO (pp. 44-46 y 190-199).
Otra espectacular fue la muerte del mozo fiterano, Tomás Falces Solana, alias el Tumbo, que era un recortador habilísimo. Ocurrió en las fiestas septembrinas de 1941. Por la mañana, después del encierro, había hecho unos recortes escalofriantes. Repitió por la tarde con las vacas, después de la novillada, y una lo lanzó aparatosamente por los aires, desnucándose al caer cabeza abajo.

Otra tragedia taurina había ya ocurrido en 1921, pero no en la Plaza de Toros, sino en el Paseo de San Raimundo, convertido circunstancialmente en coso taurino, a causa de un desacuerdo entre el propietario de la Plaza de Toros y el Ayuntamiento. Entonces éste organizó un festival taurino gratuito en el Paseo, cerrándolo previamente como antaño. Se corrieron dos toros, demasiado grandes y bravos, y resulto muerto el Tío Flores (Pablo Alfaro), en la cochera del Tío Patricio (Patricio Alfaro), y herido en una pierna, Isidoro Santesteban, que se quedó cojo para siempre. Uno de los toros abrió una brecha en la barrera de maderos del extremo S. E. del Paseo y huyó por la Huerta a campo traviesa.

Añadamos, para terminar que, de tarde en tarde, se encargaron de matar dos becerras en la novillada de los miércoles de las Fiestas de la Patrona cuadrillas de aficionados del pueblo (asesorados por algún torero: Vicente Pastor, Escolástico Mendoza, Antonio Aguado, etc.). La más simple y vistosa fue la de 1916, en la que actuaron de espadas Amado Urmeneta y Fausto Palacios; de sobresaliente, Ángel Francés; de banderilleros, Ángel Francés, Prudencio Yanguas (el Madriles) y Manuel Pueyo; y de puntillero, el Madriles. En cambio, la más numerosa fue la de 1951, en la que tomaron parte nada menos que 10 mozos, figurando como espadas, José González (el Zagal) y José María Pérez Fernández (el Chico del Pujabante); como sobresaliente, José Luis Berdonces (el Presumido); como banderilleros, Isidro Ochoa (el Chicote), Manuel Rupérez (el Cómico), Manuel Fernández (el chico de los Charquillos), Julio González (el Lirio), Ramón Hete (el Revoltoso) y Alfredo Alfaro (el Guripa); y como puntillero, Alfonso Yanguas.

En fin, en 1963, tomó parte en la novillada del lunes, el diestro Darío Romero, de Fitero, con Pedrete, de Madrid: José Mejías de Sevilla y Ángel Liarte; y en la becerrada del miércoles, intervinieron como espadas los aficionados locales, Carmelo González (el Canciones) y José Luis Gómez (el Temerario).



CAPÍTULO XXI

TEATRO Y CINE

I

EL TEATRO

Las representaciones teatrales en Fitero se remontan al siglo XVI, como lo demuestra el Cartel de Comediantes de 1600. Se hacían en la plaza pública y a ellas asistían los vecinos y las autoridades, presididas por el Abad del Monasterio. Sabemos que, con motivo de la toma de posesión del abad, Fr. Felipe de Tassis, se representaron, los días 3 y 4 de noviembre de 1614, dos comedias tituladas Los Condes de Altamira y la Batalla de Lepanto, “con música y entremés”. A veces, dichas funciones, a causa de la tirantez que existía entre el pueblo y el Convento, daban lugar a incidentes chuscos, como el ocurrido en 1647 con el Alcalde del Crimen, don Juan de Oñate: incidente al que dedicamos una composición festiva y unos comentarios en nuestro POEMARIO FITERANO (pp. 122-123 y 258-259). Otras veces, el Ayuntamiento no invitaba al Monasterio, como era costumbre, y se representaban las comedias, sin la presencia de los monjes, como sucedió en mayor de 1647.
En todo caso, en los siglos pasado, no hubo locales cerrados, dedicados precisamente a las representaciones teatrales. A fines del XIX, comenzó a utilizarse como teatro el Refectorio Nuevo del Monasterio, con el título de Teatro Calatrava, que le puso su empresario, el farmacéutico, don Fernando Palacios Pelletier. Su estado era deplorable, pues se trataba de un salón enorme, frío y desvencijado, alumbrado por quinqués de petróleo y dotado de unas largas banquetas, donde los espectadores se apretujaban como sardinas de cubo. Más tarde, lo acondicionó mejor el Sr. Palacios, rebautizándolo con el pretencioso nombre de Teatro Moderno.
En las Fiestas septembrinas de 1912, se presentó en él una compañía de zarzuela y opereta que causó sensación: la del primer actor Antonio Moreno y del Maestro concertador, Juan Cabasés. Pusieron en escena obras tan populares como La Alegría del Batallón, Pícaros celos, Molinos de viento, La Princesa de los dólares, la Alegría de la Huerta, etc. Los precios eran los siguientes: Butaca, 2 pesetas; Banqueta, 1,50; y General, 1 peseta. En etas funciones se estrenó un flamante piano. Por allí desfilaron asimismo otras Compañías del género dramático que ponían en escena las piezas tremebundas que eran, a la sazón, del gusto del público: Tierra Baja, El gran Caleoto, El Túnel, Juan José, El Cristo moderno, etc.
Por otra parte, de vez en cuando, se descolgaban por el pueblo pequeñas compañías de cómicos de la lengua o de cirqueros, que daban funciones al aire libre, en la parte sin arbolado del Paseo de San Raimundo. Anunciaban sus funciones, recorriendo las calles al son de bombo y platillos, y alumbraba la escena con luces de acetileno. Su camerino era la entrada de la casa de la Tía Clotilde, en el Paseo de San Raimundo, nº 2. En los intermedios y al final de la función, que era gratuita, los cómicos daban la vuelta al público, alargándoles sus sombreros, en los que arrojaban los espectadores cuartos, perrillas y alguna ochena. Entre las farándulas de esta clase, la que tuvo más éxito fue la de la Remigia: una popular equilibrista navarra, que recorría los pueblos con una compañía cirquera de mala muerte. El número principal de la función lo constituía siempre ella, pues era una mujer guapa, bien formada y donairosa. Pasaba y repasaba la maroma, haciendo graciosos mohines y ejercicios peligrosos, al son de una murga. Un coplero fiterano le sacó este cantar:

La Remigia, la maroma
pasa con gran alegría
y regocija a la gente,
mostrando sus pantorrillas.

En aquellos tiempos, las mujeres no enseñaban por la calle ni los tobillos.
El Teatro Moderno pasó a mejor vida, cuando, hacia 1915, se inauguró el Teatro Gayarre, erigido por Eloy Andrés, en la calle Mayor, número 99. Tenía 100 asientos de butacas, otros 100 de platea, unos 50 de anfiteatro y alrededor de dos centenares de gallinero o paraíso. En los 40 años escasos que tuvo de vida, pasaron por su escenario compañías de comedia bastante aceptables, como las de Francisco Mateo, Luis B. Arroyo, Ricardo Merino, Carrera y otras; la compañía de revistas de maruja Tamayo y Alfonso del Real, los populares transformistas y malabaristas, Hermanos Estela, la cantante Pepita Sanz, etc. Allí estrenó precisamente don Alberto Pelairea La Cruz de la Atalaya, Artistas de paso, Película fiterana, etc.
Por entonces, había en Fitero una gran afición a las representaciones teatrales, en las que tomaban parte aficionados fiteranos de ambos sexos. Entre los actores., se distinguían Serafín Inúñez, Miguel Aguirre, Luis Álvarez, Hilario Falces Maculet, Serafín Magaña, Miguel Moreno, Julio Aznar, Ángel Muñoz, etc.; y entre las actrices, María Pérez, Mariana Frías, María Igea, Josefina Pina, Julia y Pilar Moreno, las hermanas Maculet y María Álava.
Hasta las Hermanas de la Caridad de Santa Ana organizaban asimismo, con sus alumnas, de arde en tarde, pequeñas veladas y funciones teatrales. En la amplia galería de su residencia, levantaban un tablado, debajo de la claraboya, y allí las alumnas mayores cantaban, recitaban poesías, y representaban pequeñas piezas religiosas y profanas como Amor y Sacrificio, Caridad, Canuto Sonsonete, La Princesa improvisada, Nochebuena, Los Aparecidos, etc. El principal animador era don Alberto Pelairea quien estrenó allí dos piezas suyas: Fantasmas y compañía (1913) y La Maestra nueva (1916)
Entre los jóvenes que actuaban en ellas, se contaban, además de las ya mencionadas anteriormente, Eloísa Calleja, Mercedes Gracia, Rosario Yanguas, Dolores Alfaro, Eulalia Ruiz de Mendoza, María Muñoz, Mercedes Francés, María y Nati Bozal, Socorro Jiménez, Elenita Falces, etc., etc.
El Teatro Gayarre cerró sus puertas en 1953; pero, al año siguiente, Fausto Palacios demolió el Teatro Moderno y levantó en su solar el actual Teatro-Cine Calatrava, con entrada por el Paseo de San Raimundo. Fue inaugurado el domingo de Pascua de Resurrección, 10 de abril de 1955, con la película de la Paramount, El mayor espectáculo del mundo, de argumento circense. El aforo del Teatro-Cine Calatrava es de 300 butacas de patio, 78 de entresuelo, 125 de paraíso y dos palcos de seis asientos cada uno: uno para las autoridades y otro para la prensa.
La primera Compañía teatral que actuó en el Teatro-Cine Calatrava fue la de zarzuela de Antón Navarro, con cerca de 40 actores y una orquesta de 12 músicos, traídos de Pamplona. Pusieron en escena Doña Francisquita, Katiuska, La Dolorosa y otras clásicas.
Más tarde, desfilaron por el mismo teatro, diferentes compañías de Variedades, como las de Pepe Mayrena, Paquito Jerez, Pepe Blanco y María Morell, Luis Lucena, Antonio Machin y otras. Pero como la actuación de estas compañías no era, por lo visto, nada rentable, don Fausto acabó por dedicarlo exclusivamente al cine. En sus últimos años, se limitaba a pasar películas viejas; y al poco tiempo de su muerte, en enero de 1975, su viuda lo cerró, poniéndolo en venta. Finalmente, lo compró, con buen acuerdo, el Ayuntamiento, por tres millones de pesetas en 1981, restaurándolo y poniéndolo nuevamente en funcionamiento, mediante arriendo a un empresario.

II

EL CINE

En Fitero, como en todas partes, el cine es un espectáculo de este siglo. Las primeras sesiones datan de los años inmediatamente anteriores a la Guerra Europea de 1914-1918 y se dieron en el Teatro Moderno. Estaban a cargo de cinematografistas ambulantes, provistos de su linterna y de sus transparentes y más tarde, de un aparato proyector de películas. En 1912-1913, anduvo por Fitero el REAL CINE ROCAMORA, como se hacía anunciar. Era la época del cine mudo y rápido. Un explicador daba cuenta al os espectadores, a voz en grito, del significado de las escenas, cuando no tenían al pie leyendas o estaban en una lengua extranjera que desconocía la concurrencia.
Por supuesto, el Teatro Gayarre también empezó posteriormente a dar sesiones de cine, cuyos precios, hoy increíbles, eran los siguientes: Entrada general, 10 céntimos; Delantera de paraíso, 15 céntimos; Butaca, 25; y Platea, 30 céntimos. Como el salón era pequeño, las películas se proyectaban en el Gayarre por detrás del telón, y no por delante, como se hace en todas partes. En él se exhibieron las primeras películas sonoras, ya en 1935, siendo empresario Manuel Larraondo: relojero, violinista y hombre de iniciativa.

Ya hemos anotado que al Teatro Gayarre sucedió el Teatro-Cine Calatrava, que abrió sus puertas al público con una gran película de la Paramount. En 1972, el Teatro-Cine daba sesiones de cine tres días a la semana: jueves, sábado y domingo. Y en los domingos y demás días festivos, tres: una, en las primeras horas de la tarde, para los niños; y dos para los adultos, antes y después de cenar. A la sazón, costaba la entrada 23 pesetas; es decir, 230 veces más que la entrada general en el Gayarre, hacía un poco más de medio siglo. 



CAPÍTULO XXII

EL JUEGO DE PELOTA

El deporte más antiguo de Fitero es el juego de pelota. Data del siglo XVI; pero aclaremos que la pelota de entonces no era la de hoy, sino la pelota gruesa de viento, que era una especie de balón, y se jugaba sin pared, como sus derivados el tenis inglés y los juegos de plaza libre, como el de Largo y el de Rebote. El juego de ble o de frontón no se introdujo hasta el siglo XVIII, construyéndose los primeros frontones de la llamada pelota vasca, en los Alduides (1853) y en Baigorry (1857): localidades francesas de la Baja Navarra.
En el siglo XVI, la afición al juego de pelota en Fitero era tan grande entre los vecinos como entre los frailes, ocasionando no pocos desperfectos e incidentes, hasta el punto de que el Abad, Fr. Ignacio F. de Ibero ordenó a la Villa, en 1609, que nadie jugase a la pelota “fuera de la Plaza de la Orden, por ser calles estrechas y se rompen tejas”. Pero no fue obedecido y se quejó contra varios sujetos ante la Real Corte, la cual les impuso sendas sanciones. Con que, el mismo año, se hizo un convenio entre el Monasterio y la Villa acerca de dicho juego, abriéndose la calle Juego de Pelota, que todavía conservaba este nombre en 1789.
El juego de pelota vasca se introdujo en Fitero después de la exclaustración de los frailes, utilizándose como frontón público, en un principio, la parte del antiguo claustro conventual de la Plaza de las Malvas, adyacente al Arquillo, cuyos arcos se taparon precisamente con tal objeto. A 1,30 metros de altura sobre el suelo, se colocó una faja metálica que marcaba las faltas. Durante muchos años, el piso era de tierra, cementándose en 1921. No era un frontón reglamentario ni práctico, por tener la pared lateral a la derecha y no a la izquierda. Sin embargo, allí se formaron numerosos y buenos pelotaris locales, como veremos luego. En la segunda década del siglo actual, Eloy Andrés construyó un frontón reglamentario, a la derecha de la entrada de la Plaza de Toros; pero no era público, sino particular y solo duró hasta 1933. El Frontón Calatrava actual fue levantado en 1927, con materiales procedentes de la demolición de la vistosa azotea del Monasterio, inaugurándose en las Fiestas septembrinas de dicho año. Sus dimensiones iniciales fueron 25,50 metros de largo, 9,50 metros de ancho, 11,60 metros de alto, 3 metros de contracancha y un buen espacio lateral y trasero para el público. En 1968, fue agrandado y mejorado, y en 1970, se inauguró todavía el frontón de la piscina Municipal.
Por el Frontón Calatrava, desfilaron, en los primeros años, sobre todo, durante las Fiestas de la Virgen de la Barda, pelotaris profesionales y “amateurs” de renombre, como los campeones nacionales a mano Atano III (Mariano Juaristi), José Arriarán y Chiquito de Azcoitia (Larrañaga); los también conocidos manistas, el Zurdo de Mondragón (Shanti Echeverría), Chiquito de Mallavia, Paco Arriarán, los hermanos Vergara, los hermanos Arbizu, Zabaleta, Justo Dufour y otros.
En una ocasión, Larrañaga compitió solo contra los tres mejores jugadores del pueblo, ganándoles el partido. A continuación, un coplero aficionado le sacó este cantar:
Pata puerto, Barcelona
y para vinos, Jerez;
mas jugando a la pelota,
Larrañaga contra tres.

Pero vamos a ocuparnos, aunque sea sumariamente, de los pelotaris locales más destacados de este siglo, esperando que se nos dispense la omisión involuntaria de algunos que no han recordado nuestros informadores. Al incluirlos en decenios, queremos decir que sobresalieron principalmente entonces, aunque siguieran jugando muchos años después.
En las dos primeras décadas de esta centuria, hubo algunos jugadores a cesta, como Gervasio Alfaro y Alberto Pelairea; y también, a pala, como Eladio Medrano, Isidoro Santesteban y José Luis Armas; pero la mayoría fueron manistas, como el Rorra (Leopoldo Martínez Preciado), el Tío Pela (Cruz Yanguas), el Tudela (Juan Cruz Díaz), el Murillo (Gregorio Muro), el Pollo (Braulio Rupérez) y el Navarro (Dionisio Navarro).
Al terminar la Guerra Europea de 1914-1918, se destacaron hasta 1930, el Lolo (Manuel Larrea); el Tián (Sebastián Larrea), el Guarni (Ricardo Pueyo), el Mandurria (Esteban Fernández), Ricardo Burgos, los Carrascas (Carmelo y Cesáreo Luis) y el Majo (Ángel Yanguas).
De 1930 a 1940, la pareja representativa de Fitero fue la del Marieto (José María Jiménez) y el Teto (Florencio Martínez), sobresaliendo asimismo el Guerra (Félix Martínez), el Rompo (Agustín Pérez), el Evaristo (Evaristo Martínez), el Chatillo (Fernando Martínez) y el Duarte (Pedro Duarte).
De 1940 a 1950, se distinguieron Ángel Falces, Juan Díaz Larrea, José María Viscasillas Yanguas, el Pichoncho (José María Jiménez), Francisco Prada, el Palomilla (Jesús Atienza), el Chelín (Jesús Fernández), Manuel Gómez Yanguas, el Pachi (Francisco Díaz), los hermanos Luis y Francisco Ochoa, el Macareno (José Millán), Fernando Luis y Juan Burgos.
De 1950 a 1960, se destacaron los Carlotos (Luis y Emilio Sáinz), José Calleja y Jesús Berrozpe.
Y aquí cortamos estas listas, esperando que las complete algún futuro historiador del deporte fiterano.
Añadamos, para terminar, algunas curiosidades.
Los hermanos Carmelo y Cesáreo Luis se convirtieron en jugadores profesionales de remonto, actuando principalmente en San Sebastián y en Pamplona. En 1925, el Ayuntamiento organizó en las Fiestas de la Virgen de la Barda, un partido espectacular, que fue jugado por las parejas Carmelo Luis-Isidro Magaña y Ángel Yanguas-Esteban Fernández. Ganaron los primeros por 25 a 20 tantos y el Ayuntamiento premió a los vencedores con 6 duros (15 pesetas para cada uno). En los años 1942-1943, acudieron al campeonato de Navarra en Pamplona Ángel Falces y Agustín Pérez; y en 1944-1945, Ángel Falces y José María Viscasillas Yanguas. En 1967, Juan Díaz Larrea y Jesús Berrozpe Muro ganaron el campeonato regional de Tafalla.

Terminaremos añadiendo que, en los partidos del Frontón Calatrava, se cruzaban a veces numerosas apuestas de dinero, aunque no cuantiosas, y que el principal apostador era el Guerra (Félix Martínez).



CAPÍTULO XXIII

EL FÚTBOL

El fútbol fiterano solo data de 1924, en que se fundó el CALATRAVA F. C., con el apoyo moral y material del entusiasta animador, José Luis Armas, y de Miguel Yanguas Lozano, el cual cedió temporal y gratuitamente el primitivo campo de juego, situado en el terreno en que se levantó más tarde la factoría I. N. I. T. E. S. A. Otros protectores iniciales fueron Ángel Francés, Manuel Pueyo y Pablo Larrea. El club tuvo su domicilio social en la hojalatería del Cursia, calle de la Iglesia, número 2, donde está instalado actualmente el comercio de Javier Falces. El capitán del equipo fue Ángel Yanguas, Cruz y Victoriano Martínez, Manuel Alfaro Santesteban, José Burgos, Jacinto Mesa, Tomás Ruiz de Mendoza Jr., Víctor Huarte (portero) y Carmelo Mustienes (árbitro). Los jugadores del CALATRAVA compitieron, en numerosas ocasiones, con los equipos de los pueblos más cercanos, siendo su partido más memorable y accidentado el que jugaron en 1925 con el TURIASO de Tarazona: partido que ganaron los fiteranos, en la misma ciudad, por 3 goles a 1. Los del TURIASO armaron ya un escándalo al principio, porque el CALATRAVA llevó a dos jugadores tudelanos: uno de ellos, Prudencio Remacha, el ferretero, y al perder, despidieron a los fiteranos a pedradas. Pero la pedrea no debió ser muy fuerte, porque ninguno volvió descalabrado. Tal triunfo exalto a los “hinchas” del equipo local, que compusieron unas coplas, con este estribillo:
En Tarazona hemos ganado.
Por tres a uno hemos ganado.

En cambio, en Aguilar del Río alhama, a donde fueron a inaugurar su campo, aunque también ganaron a los de allí, fueron obsequiados con cena y baile.
A pesar de todo, el club duró poco, pues entre la juventud fiterana no había cundido todavía el espíritu deportivo, y al morir José Luis Armas, en enero de 1927, el CALATRAVA se desmoronó en poco tiempo. Su escudo era de color rojo, con un balón de color cuero en el centro; y su traje deportivo, pantalón corto azul y camiseta rayada roji-blanca.
Al CALATRAVA F. C. sucedió, hacia 1928, el ATALAYA F. C., fundado por el aparejador de obras, Bonifacio Frías Moreno, el cual dibujó el escudo triangular de su equipo, que representaba el monte de la Atalaya de Cascajos, con la cruz de su vértice. Su traje era camiseta roja y pantalón azul. Su capitán fue Víctor Alfaro González y los restantes jugadores, Javier Falces, Eugenio Sánchez, Secundino Andrés, Jesús Muro, Carmelo Pina, Ángel Mustienes, Carmelo Escudero, José María Pina, Jesús Jiménez, Serafín Magaña Huete, Castor Ruiz de Mendoza y Amador Maculet. También el ATALAYA tuvo una vida efímera, pues su equipo empezó a utilizar sin permiso el mismo campo del CALATRAVA y un día se lo encontraron labrado. Entonces convinieron con los propietarios en pagarles una renta anual anticipada de 60 pesetas. Pero como el número de socios no llegaba a la veintena y andaban más que escasos de dinero, al tercer año no pudieron pagarla y, un buen día, les quitaron los marcos de las porterías y feneció el ATALAYA. El único recuerdo curioso que queda de él fue el grito de Amador Maculet: “Déjame, que llevo botas”, pidiendo que le dejasen lanzar un tiro de penalti, porque los demás llevaban alpargatas.
A continuación, hacia 1932, reapareció el CALATRAVA F. C., iniciando su segunda etapa. Fue su promotor Amadeo Andrés (portero) y lo formaron con él los defensas, José Ochoa Grávalos y Joaquín Mustienes; los medios alas José Huarte, Castro Ruiz de Mendoza y José María Pina; los extremos derecho e izquierdo, Luis Jiménez y Florencio Jiménez Carrillo; el delantero centro y capitán, Cándido Pina; los delanteros derecho e izquierdo, José María Jiménez y Domingo Calleja; y el segundo portero, Cirilo Andrés. Tampoco tuvo vida larga, pues estalló la Guerra Civil de 1936-1939 y el equipo se disolvió.
La tercera etapa del CALATRAVA F. C. empezó en las postrimerías de la Guerra, de una manera lánguida y decadente, y en ella figuraron José Andrés Yanguas, José Andrés Calleja, Francisco Magaña, Miguel Mesa, los hermanos Ciriaco y Félix Guarás, Rafael Urbano, Ignacio Bermejo, Jesús Marco y Ramón Yanguas. Este último se rompió una pierna en Fitero, en 1938, al jugar un partido con el VEGETARIANO de Tudela.
El CALATRAVA F. C. conoció una etapa más interesante –la IV- entre 1944 y 1950. Figuraron en sus equipos Ángel Falces, los hermanos José y Marcos Artal, Ramón González, Cirilo Alfaro, Nabor Fernández, Jesús Fernández Gracia, los hemanos Jesús y José Ángel Yanguas Jiménez, José María Viscasillas Yanguas, los hermanos Cirilo y Andrés Yanguas, Fernando Luis, Miguel Yanguas Bermejo, Carmelo Fernández, Juan Burgos, Félix Zapater, Jesús Fernández Berrozpe, José Muro, José María Martínez y los hermanos Francisco y Enrique Díaz. Jugaron numerosos partidos en Corella, Cascante, Monteagudo, Tudela, Pamplona, etc. a los que eran trasladados en el camión de Felipe Forcada. Por cierto que en Pamplona sufrieron el más serio descalabra, pues habido salido de Fitero a las cuatro de madrugada, para jugar a las once, se encontraron con que el campo estaba completamente encharcado y, como ellos habían jugado siempre en campo seco, fueron derrotados por 7 a 0. Por fin, el CALATRAVA F. C. desapareció al comienzo de la década de los 50, sufriendo un eclipse de 20 años.

Sin embargo, la afición local, que parecía definitivamente muerta y enterrada, resucitó en 1970, con la constitución del C. F. CALATRAVA-INITESA. Fue organizado por Emilio Latorre Bayo. El primer capitán de su equipo fue Ricardo Conde; su primer entrenador, Salvador Azagra; y su primer presidente, Blas Gonzalvo. Esta vez la cosa marchó sobre ruedas, gracias por una parte, al apoyo de INITESA, que les regaló los equipos de vestuario y material deportivo, les señaló una subvención y los trasladaba fuera del pueblo en sus furgonetas; y por otra parte, gracias al apoyo del Municipio que cró el campo del Olmillo, cuyas dimensiones aproximadas, incluyendo las instalaciones, son de 100 x 130 metros; es decir, de unos 13.000 metros cuadrados. El 17 de septiembre de 1971, se inauguró este campo de fútbol, con un partido que jugaron el equipo titular del C. V. CALATRAVA-INITESA y el OSASUNA-VETERANOS de Pamplona. Para amenizar el espectáculo, subió hasta allí la Banda Municipal, en un remolque arrastrado por u tractor. El equipo fiterano estuvo formado por Manuel Garraleta, portero; Javier González, Carmelo Aliaga, José Yanguas y Evaristo Pardo, defensas; Ricardo y Jesús Ángel Conde y Jesús Bozal Alfaro, medios; Jesús Berrozpe, delantero centro; Ramón Francés y José Ignacio Hernández, extremo derecho e izquierdo. Ganó el OSASUNA por 5 a 2 goles; pero, en el mismo año, el C. F. CALATRAVA-INITESA jugó en la Tercera Regional, quedando sub-campeón; y en la primavera de 1972, quedó campeón de la Segunda Regional, al derrotar al CORELLANO en el Olmillo, por 4 a 1. A la sazón, contaba el Club con 290 socios, que pagaban una cuota individual anual de 200 pesetas. 



CAPÍTULO XXIV


LA HALTEROFILIA

La Sección de Halterofilia o levantamiento de pesos fue organizada, a comienzos de 1970. Su promotor fue el empleado de INITESA, Carlos Fantova, record de Aragón en el lanzamiento de jabalina, el cual tomó parte, en 1971, en el campeonato de España. La primera competición de halterófilos en Fitero tuvo lugar en el Frontón Calatrava, el 31 de enero de 1971, y en ella tomaron parte dos levantadores fiteranos de pesos: Manuel Fernández Largo, en peso gallo, y José Luis Pérez Falces, en peso pluma, obteniendo ambos esos días el título de records de Navarra. El 19 de marzo del mismo año, tomaron parte en otra competición los dos anteriores y José Luis Tovías, el cual batió el record de Navarra en las tres modalidades: fuerza, arrancada y dos tiempos; y así mismo José Luis Fernández, que batió el record de fuerza. De manera que, en ese año, C. CALATRAVA-INITESA DE HALTEROFILIA quedó campeón de Navarra por equipos.

En 1972, los halterófilos fiteranos figuraban ya en primera posición, en la Liga de Halterofilia por Equipos, habiendo tomado parte en competiciones celebradas en Zarauz, Bilbao, Sangüesa, Fitero y Murchante, además de las de la Liga.

En 1973, continuaron en dicha Liga y realizaron competiciones interclubs con el HELIOS de Zaragoza, la sección de Álava y Logroño, el ANAITASUNA y el BETI-GAZTE, quedando de nuevo campeón el de Fitero.

En 1974, tomó parte en 9 encuentros y se proclamó campeón de Navarra, por cuatro veces consecutivas; y en 1975, en 13, q    uedando campeón de Navarra por quinta vez. A la sazón, ocupaba el XVI lugar de España entre más de 80 clubs españoles de Halterofilia. Se sostenía con las cuotas de sus socios, que eran 46 y pagaban 250 pesetas anuales. Por otra parte, INITESA les daba una subvención mensual de 2000 pesetas y asimismo los subvencionaba la Federación Española de Halterofilia, según la labor realizada durante el año. Desde los comienzos, el Ayuntamiento les había cedido gratuitamente el gimnasio situado detrás del Frontón Calatrava, que ellos se encargaron de ampliar y acondicionar.

A los halterófilos citdos hay que añadir, entre los primitivos, a Miguel A. González, José A. Yanguas y Miguel A. Berdónces, quien participó en los campeonatos nacionales de 1976-77-78; y entre los posteriores, a Santiago Sáinz, Manuel Aliaga, Juan J. y José F. Nadal, y José I. Bermejo, el cual obtuvo el V lugar en Zaragoza, en el I Campeonato Infantil de España en 1979. José Luis Pérez Falces no sólo es´entrenador local, sino nacional, habiendo obtenido en Ponferrada la medalla de bronce de España en 1977.

Los halterófilos fiteranos han competido ya incluso en el extranjero (Francia y Portugal).

OTRAS MODALIDADES DEPORTIVAS EN FITERO

Mencionamos, para terminar, las novísimas modalidades de cultura física que han aparecido y se cultivan ahora en Fitero: 1) Deporte Escolar –fútbol, baloncesto y balonmano- a cargo de los profesores José Luis Alfaro y Francisco del Campo; 2) la Gimnasia Rítmica y Deportiva, cuya entrenadora es la señora Elisabeth Moreno; 3) la Subida automovilística a Valdeza, iniciada en 1974 y organizada anualmente por Ángel Melero; 4) el Futbito, iniciado en 1981; 5) la Natación recreativa en la Piscina Municipal, la cual fue inaugurada el 1 de junio de 1970 y está dotada de dos albercas: la mayor, de 25x13x4,5 metros, para adultos de ambos sexos; y la menor, de 6,5x4,5x0,80 metros para niños y niñas. 


II PARTE

TEMAS VARIOS

CAPÍTULO I

EL MAESTRO COMPOSITOR FITERANO, 
LORENZO LUIS YANGUAS

Lorenzo Luis Yanguas (1882-1946).
Semblanza
Lorenzo Luis Yanguas [1] nació en Fitero, el 5 de septiembre de 1882 [2], en la calle Mayor, nº 49, y fue bautizado, al día siguiente, por el párroco Fr. Joaquín Aliaga [3], en la iglesia de Santa María la Real. Fueron sus padres Agustín Luis y Petra Yanguas, naturales asimismo de Fitero; y sus padrinos, Blas Llorente y Lorenza Igea. Sus abuelos fueron igualmente fiteranos, a ex­cepción de su abuela materna, Paula Fadrique, que era de Igea (Rioja). Su padre era campesino y cultivaba algunas tierras en renta, mientras que su madre atendía a una taberna propia, por lo que la llamaban Petra la Taber­nera. La familia se componía de cuatro hijos (entre ellos, Lorenzo) y tres hi­jas. Lorenzo acudió algún tiempo a la escuela de párvulos, alcanzando toda­vía al primer curso de la recién establecida de las Hermanas de la Caridad de Santa Ana; y al siguiente año, 1888, pasó a la Escuela Primaria, regida, a la sazón, por el maestro titular, don Blas Bozal.
La primera ocupación de Lorenzo fue naturalmente el campo, llegando a ser un buen podador de viñas y de árboles frutales.

Sus primeros pasos musicales.

Aprendió solfeo con el organista de la Parroquia, don Angel Muro, na­tural de Corella, quien hacia 1908, se marchó a vivir a San Sebastián; y le enseñó a tocar el clarinete el entonces Director de la Banda Municipal, Cos­me Fernández (el Tío Camilo), que era un buen clarinetista y lo incorporó a su Banda.

El servicio militar.

A Lorenzo le tocó cumplir el servicio militar, que duraba entonces tres años, en Burgos, donde fue asistente de un Comandante de la guarnición, aficionado a la música, el cual, al darse cuenta de las aptitudes musicales del joven, lo incorporó a una Banda de Regimiento de la ciudad, en la que hizo rápidos progresos, pues tenía verdadera vocación para la música, convirtién­dose bien pronto en Músico Mayor. En agradecimiento, el primer pasodoble que compuso Lorenzo, se lo dedicó a una hija del Comandante.

Su vuelta a Fitero.

Lorenzo ascendió en Burgos hasta sargento, pero no quiso «reengan­charse», como se dice en el argot militar, y al terminar el plazo del servicio, volvió a Fitero, donde, poco después, sucedió a Cosme Fernández, en la dirección de la Banda Municipal. Simultaneó este oficio poco lucrativo, trabajando, algún tiempo, en la fábrica local de jabones, LA FAVORITA, situada en la calle de Lejalde; ostentando la representación de la sociedad de seguros LA AURORA, de Bilbao y por fin, explotando el café de la calle Mayor, nº 22, en cuyos bajos tuvo también una tienda de instrumentos de Banda, de la Casa francesa, COUESNON et Compagnie.
A su vuelta del servicio militar, Lorenzo contrajo matrimonio con la hermosa joven, María del Rosario Díaz Latorre, nacida en Fitero, en la calle del Cogotillo Bajo, el 6 de octubre del año 1884. Fue hija de Vicente Díaz y de María Esteban Latorre, ambos fiteranos, los cuales tuvieron tres hijas y un hijo, siendo Rosario la mayor. Vivían en el nº 14 del Barrio Bajo, siendo vecinos de mi familia, pues nosotros vivíamos en el número 10.  Vicente Díaz fue, algún tiempo, chocolatero y cultivaba tierras de su propiedad, mientras que María Esteban atendía a su horno de pan, establecido en el nº 15 de la misma calle y al cual dedicamos una composición festiva en verso y un comentario en prosa, en nuestro POEMARIO FITERANO [4].

Un hombre inteligente y bonachón.

Lorenzo Luis fue, en los personal, un hombre simpático, ocurrente, bo­nachón, inteligente y servicial. Tenía unos ojos chispeantes y, en su juven­tud, fue un mozo gallardo, robusto y de buen ver. No creemos que llegara a tener nunca verdaderos enemigos. Lorenzo y Rosario tuvieron 12 hijos, de los que cuatro murieron en la infancia, sobreviviendo ocho: Carmelo, Joaquín (fallecido en 1959), Cesá­reo, Julia, Celia, Félix, Angelita y Fernando. Carmelo y Cesáreo se distin­guieron, en su juventud, como pelotaris, con los sobrenombres de FITE­RO I y FITERO II; y Angelita es una excelente pintora.

Un fiterano cien por cien


   Lorenzo era muy fiterano. Tuvo buenas ofertas para dirigir bandas de músi­ca en Mallorca, Canarias y Fernando Poo (hoy Guinea Ecuatorial), pero las declinó, porque no quería abandonar definitivamente el pueblo. Fue un be­neficio para Fitero y un perjuicio para él, pues, con su talento musical y su actividad, hubiera triunfado en cualquier población importante, como triun­fó en Barcelona su contemporáneo y organista de Fitero, Amado Urmeneta, conocido en la Ciudad Condal con el sobrenombre de «El Rey del Pasodoble».

Su final


En sus últimos años, Lorenzo tenía la costumbre de asistir a todos los entierros de los vecinos, por lo que un bromista le dijo un día: - «Parece que te gusta mucho subir la Costerilla. - Sí, pero no que me suban por ella
- ¿Y el día en que te mueras, ¿qué? - Pues me agarraré fuertemente a la re­ja del Tío Silverio, y a ver quién me mueve de allí».
(El Tío Silverio —Silverio Escudero— era un herrero cuya fragua estaba en la esquina derecha del comienzo de la Costerilla o Camino del Cemente­rio; y a la izquierda de la puerta, tenía una ventana con una fuerte verja de hierro).
Por supuesto, a la hora de la verdad, Lorenzo no se agarró a dicha reja. Murió a las 5 de la mañana del 27 de julio de 1946, en la casa nº 25 de la calle Mayor. Tenía 64 años. A sus funerales, celebrados al día siguiente, que fue domingo, acudió una enorme concurrencia y, por descontado, la Banda Municipal, que lo acompañó hasta el camposanto, interpretando marchas fúnebres compuestas por él. En 1970, el Ayuntamiento de Fitero le dedicó una placa de mármol, fija­da en el frontis del quiosco de la música, en reconocimiento a sus 40 años de servicio, con la siguiente inscripción: «A Lorenzo Luis Yanguas, compo­sitor y director de la Banda de Música de este Ayuntamiento, en sentido ho­menaje de su pueblo - Fitero, 14 de septiembre de 1970».
    ¿A cuántos fiteranos enseñó Lorenzo gratuitamente música y a tocar al­gún instrumento de Banda? Sus más antiguos compañeros nos han asegurado que a más de 200, entre ellos, y en primer lugar, a sus propios hijos, pues Carmelo tocaba el piano; Joaquín, el saxofón; Cesáreo, el trombón; Félix la trompeta, y Fernando, el fiscorno. Lorenzo tocaba, como ya hemos anotado, el clarinete, pero conocía bien el manejo de todos los instrumentos de Banda, sin lo cual no hubiese podido enseñárselos a sus discípulos. Su Banda conoció altos y bajos, a causa de ciertas intrigas caciquiles, pues se llegó a formar otra Banda, opuesta a la suya, la cual dejó de ser, en algunos intervalos de tiempo, municipal, y hasta se le prohibió tocar en ningún sitio de Fitero. Con todo, Lorenzo halló el medio de burlar, una vez, esta absurda veda, yendo a tocar con su Banda al Juncal, en el término de Corella, el día del Barranco, acompañándolo numerosa concurrencia de fiteranos y de cirboneros, y hasta la Tía Pirria (Francisca García), popular vendedora de chucherías.
Incluso se llegó a dejarle en cuadro su Banda; pero él la repuso animosamente, adiestrando a toda prisa a muchachos aficionados.
La Banda de Lorenzo Luís alcanzó su apogeo hacia 1929, en que alcanzó a tener hasta 23 músicos, formando un buen conjunto, que se permitía tocar impecablemente no sólo música de baile, sino hasta fragmentos de zarzuelas y operetas.
Entre los músicos que figuraron, en diferentes épocas, en su Banda, se cuentan los siguientes: Angel Aznar, clarinete; Anselmo Berrozpe, cornetín; Bautista Yanguas, clarinete; Carmelo Igea, trompeta; Carmelo Luís, bombardino; Carmelo Pina, clarinete; Celestino Yanguas, trombón; Cesáreo Luis, trombón; Cirilo Díaz, requinto; Dámaso Gracia, bombo; Daniel Ayala, clarinete; Domingo Aznar, clarinete; Doroteo Pina, bajo; Federico Lauroba, clarinete; Félix Magaña, trompeta; Fermín Calleja, trombón; Fermín Escudero, saxofón; Fernando Escudero, caja; Florencio Lauroba, cornetín; Francisco Jiménez, clarinete; Francisco Latorre, platillero; Francisco Luis, bombardino; Higinio Magaña, bajo; Hermenegildo González, platillero; Joaquín Luis, requinto; Joaquín Yanguas Aliaga, clarinete; Joaquín Yanguas Jiménez, saxofón; José Aguirre, clarinete; José Barea, clarinete; José Ochoa, trombón; José Falces, bajo; José Latorre Ochoa, bombo; José Latorre Rupérez, saxofón; Juanito Atienza, fiscorno; Julio Díaz, saxofón; Lorenzo Jiménez, trombón; Lorenzo Luís, clarinete; Luciano Hernando, pifano; Luis Yanguas, caja; Manuel Aznar, trombón; Manuel Diaz, cornetín; Manuel Yanguas, trombón; Manuel Zapater, trompeta; Mariano Fernández, fiscorno; Miguel Latorre, cornetín; Nicolás Fernández, trombón; Pedro Barea, bombo; Prudencio Aliaga, saxofón; Raimundo Fernández, clarinete; Román Jiménez, bajo; Sixto Pérez, trombón; Tomás Aliaga, platillero; Vicente Acarreta, fiscorno; Zacarías Pérez, platillero; Vidal Andrés, trompeta y algunos más que no recuerdan nuestros informadores.
    Lorenzo Luis era un director de Banda tan activo como exigente; y con los aprendices torpes, a veces, algo rudo. Hacía ensayos con su conjunto, ordinariamente nocturnos, todas las semanas del año. Desde mediados de octubre hasta mediados de abril, solamente los miércoles y sábados; y en los demás meses del año, todos los días laborables. Duraban generalmente dos horas, con un descanso intermedio; y se realizaban en un amplio recinto destartalado y frío, aledaño al Hospital, que caía justamente hacia donde está instalado hoy el salón de estar [5] de la Residencia San Raimundo. En el buen tiempo, durante los ensayos, se llenaban de gente el antiguo trinquete y la Plaza de las Malvas; sobre todo, de jóvenes que venían a bailar; y hasta de viejos, que venían a escuchar; de manera que, por dentro, era una Aca­demia de Música; y por fuera, una Academia de Baile, gratuita y al aire libre. Con todo, en los descansos, el músico más joven salía de la Acade­mia, con una boina boca arriba en la mano derecha, en la que una pequeña parte del público solía echar algunos cuartos y hasta alguna perrilla (mone­das de dos y de cinco céntimos). Estas monedillas iban a parar a conti­nuación al cajón de los maises de la taberna del Tío Valija (Lucas Frías), en la calle Mayor, pues los músicos invertían en vino el producto de la recauda­ción. El Tío Valija les dejaba un gran jarro de tiesto y un vaso tosco y pesa­do de cristal en el que, formando previamente un corro, iban ingiriendo a continuación un vaso del morapio, por riguroso turno. Si había bastante vi­no, solo consumían en el descanso la mitad; y el sobrante, al final. A pesar de esta precaución, algunos se enchispaban y salían cantando por el Arqui­llo la popular canción borracheril: «Asunción, Asunción - echa media de vino al porrón». (Media era media pinta; o sea, alrededor de medio litro).
Cuando en la Academia iban a ensayar alguna pieza nueva, la interpreta­ba, en primer término, Lorenzo solo, con su clarinete, cinco o seis veces; y a continuación, lo hacía toda la Banda, ocho o diez.

Actuaciones y remuneraciones


La Banda Municipal tocaba dos horas por la tarde, todos los días festi­vos, en el Paseo de San Raimundo, desde el Domingo de Pascua de Resu­rrección hasta el día de la Virgen del Pilar (12 de octubre), colocando siempre Lorenzo el programa que se iba a interpretar, en un cartel delante del quiosco. También actuaba en todas las procesiones de la Parroquia. Si eran de las Cofradías, los cofrades solían pagar a los músicos, hacia la tercera década de este siglo, alrededor de 20 pesetas, las cuales eran ordinariamente inverti­das en preparar el sábado siguiente, una gran sartenada con tropezones de todas las clases, que engullían alegremente los músicos, en el antiguo trin­quete adyacente al Arquillo. Si las procesiones eran de la Parroquia, con asistencia del Ayuntamiento, como las del Viernes Santo, del Corpus Christi y de la Virgen de la Barda, entonces corrían a cargo del Municipio, el cual solía pagar anualmente a la Banda, en la citada década, por todas sus inter­venciones, unas 2.000 pesetas. Por supuesto, esta cantidad había sido ante­riormente bastante inferior, pues, en 1910, sólo le pagaban 400 pesetas, según el Libro de Actas del Ayuntamiento de 1908-1912, fol. 189, copiado por Serafín Olcoz Yanguas. Naturalmente el que más cobraba era el Director: un 50 % más que los músicos.
En un Libro de Cuentas de la Banda de Lorenzo Luis, desde 1925 hasta 1943, que conserva y nos permitió consultar su hija Angelita, encontramos numerosos y curiosos detalles sobre el desenvolvimiento económico de aquélla, algunos de los cuales transcribimos a continuación. En 1926, la Banda cobró por cada una de las procesiones de los Jueves Eucarísticos, del Corazón de Jesús y de la Virgen del Carmen, 20 pesetas; por la de San Isidro, 15 pesetas, y por las dos de la Virgen del Rosario (de la víspera y de la Fiesta), 50 pesetas. Ahora bien, en 1941, percibió ya por cada una de las tres primeras, 100 pesetas; por la de San Isidro, 75, y por la de San José, 60 pesetas. En 1927, se volvieron a uniformar los componentes de la Banda, saliéndoles cada uniforme por 73,18 pesetas. Anteriormente se habían uniformado en 1913, en que el Ayuntamiento concedió, con tal objeto, a Lorenzo Luis un anticipo de 100 pesetas [6]. En 1928, se compraron los siguientes instrumentos: un par de platillos para Zacarías Pérez, por 50 pesetas; un cornetín para Manuel Zapater, por 20 pesetas; y un clarinete nuevo, con su estuche para Raimundo Fernández, por 110 pesetas. Un atril de trombón para José Ochoa costó 1,75 pesetas. Los gastos de la Banda en la fiesta de Santa Cecilia (22 de noviembre) ascendieron en 1925 a 214,85 pesetas; y en 1939, a 347,30, incluyendo 5 pesetas de la Misa. El detalle de lo que comieron y bebieron en esta última fiesta, es el siguiente: 2 decalitros de vino, 16,55 ptas.; traer las garrafas y hacer (es decir comprar) el vino 0,50 ptas.; 2 pollos, 22 ptas.; 2 ternascos, 80 ptas.; 2 gallinas, 30 ptas.; 3 botellas de coñac Fundador, 54 ptas.; sopa, 1 pta.; 17 kilos de pan, 14,45 ptas.; azúcar para el café de Alejo (del confitero Alejo Falces) 1 pta.; verdura, 1 pta.; café, 8,80 ptas.; manzanas, 9 ptas.; huevos, 5 ptas. garbanzos, 8 ptas.; 4 kilos de carnero, 28 ptas., y tocino, 4 ptas. En 1926, el gasto de luz, durante los ensayos, a excepción del verano era de 3,93 ptas. mensuales; y el alquiler del cuarto donde ensayaban, de 2 pesetas anuales. En fin, como ya hemos anotado, al final de la década de los 20, el Ayuntamiento pagaba a la Banda 2.000 pesetas anuales; pero en 1942, le pagó ya 5.445, en trimestres de 1.361,25 pesetas.

Prestigio de la Banda de Lorenzo Luis

   La Banda de Lorenzo llegó a alcanzar bastante prestigio comarcal, por lo que era contratada para actuar en las fiestas de diversos pueblos de Navarra y Rioja: Alcanadre, Aldeanueva de Ebro, Andosilla, Arguedas, Buñuel, Cadreita, Caparroso, Carcastillo, Cáseda, Castejón, Fontellas, Fustiñana, Lodosa, Mendavia, Murillo el Fruto, Ribaforada, Rincón de Soto, Santacara, Valverde y algún otro. Hacia 1924, solían pagar a sus músicos, en dicho pueblos, la costa y 5 pesetas diarias; y a Lorenzo Luis, 2,50 pesetas más. Cuando los pueblos no estaban muy lejos, solían hacer el viaje a pié, con alpargatas, alquilando un carro con toldo, para llevar los instrumentos. El alquiler les costaba 12 pesetas hasta Alfaro o hasta Castejón. En el citado Libro de Cuentas de Lorenzo, se anota que en 1927, la Banda percibió por su actuación en las Fiestas de Alcanadre, Aldeanueva de Ebro y Lodosa 1.000, 900 y 1.380 pesetas respectivamente.

Anecdotario de la Banda


Las anécdotas de estos viajes son numerosas y pintorescas; pero vamos a contar solamente tres. Una vez, volviendo de Valverde, de tocar en la Fiesta del Agua (13 de mayo) y estando todos los músicos dentro del carro, desbarrancaron en la gran curva pendiente que hay a la altura del km. 1,100 de la carretera de Hospinete y no se mataron todos por milagro. El Tío Beato (Hermenegildo González), que tocaba los platillos, al ser lanzado por delante, exclamó «Adiós pa siempre, compañeros». Pero, por esta vez, no fue derecho al cielo, como sin duda esperaba, por estar ya beatificado, sino que cayó de bruces junto a un olivo. El Tío Aquilino (Aquilino Fernández), el hojalatero, se encargó de estañar los estropicios metálicos de los instrumentos; y las mujeres de los músicos restañaron a sus cónyuges los chichones y los cardenales, con salmuera y con vinagre.

   Otra anécdota tragicómica es la que les ocurrió la primera vez que fueron a tocar a Alcanadre, para sus Fiestas de mediados de agosto, allá por el año 1913. De tránsito por Corella y por Alfaro e incluso ya dentro del tren, les dieron noticias poco tranquilizadoras acerca del carácter desapacible de sus habitantes. No salió a recibirlos nadie y habiéndoles recomendado en Fitero Valentín Gómez a un antiguo sargento, apellidado Sánchez, con quien había hecho la guerra de Cuba, se presentaron en la casa de su suegra, la Tía Paulilla, preguntando por él. Esta, así como dos hijas que la acompañaban, se alborotaron al punto, poniéndose a gritar y a llorar, llamando al tal Sánchez asesino, bandido, criminal, etc., etc., pues resulta que había ahogado a otra de las hijas con la que había contraído matrimonio. Esta escena dramática acabó de meterles el miedo en el cuerpo. Se alojaron en la casa de un vecino, donde les prepararon para dormir una habitación con cuatro camas, en las que se acostarían ocho (dos en cada cama: Lorenzo con Nicolás Fernández, el Guindera con el Matro, etc.) y los demás dormirían en la misma habitación en que cenaron, sobre colchones echados en el suelo, retirando previamente al fondo de la misma, la mesa con las sillas encima. Esta pieza estaba alumbrada por una bombilla pálida que había que aflojar para apagarla, porque no funcionaba el conmutador. Pues bien, apenas si habían cogido el sueño los de esta habitación, cuando Perico Barea, soñando que lo estrangulaba el sargento Sánchez, se puso a gritar: «¡Auxilio!, ¡auxilio! ¡Que me matan!, ¡que me matan!». Los que dormían junto a él se despertaron despavoridos y se arrastraron en las tinieblas hacia el lado opuesto donde habían colocado la mesa y, al dar un empujón a ésta, se les cayeron encima estrepitosamente las 15 sillas. Se asustaron de muerte. Perico se calló y los demás, llenos de pánico, sin saber si lo habían matado de una puñala­da trapera, se apretujaron entre si, conteniendo la respiración. Y así se pa­saron la noche, hasta que, al amanecer, se dieron cuenta de que Perico esta­ba sano y salvo y de que habían sido todos víctimas de una cruel pesadilla del mismo.
Por lo demás, las actuaciones de la Banda de Lorenzo cayeron muy bien a los alcanadreños, los cuales los contrataron durante bastantes años sucesivos, componiéndoles Lorenzo una jota titulada «¡Viva Alcanadre!». Por cierto que, en otra de sus jiras al mismo pueblo, les ocurrió un per­cance bastante chusco. A la sazón, todos los músicos calzaban alpargatas y, al recorrer a pie la distancia que media entre la estación de ferrocarril y el pueblo, los sorprendió un aguacero diluvial. En consecuencia, se les hincha­ron las suelas de cáñamo de las alpargatas y tuvieron que recortarlas con na­vajas, para seguir andando con ellas.

SUS OBRAS


Lorenzo Luís no solo fue un excelente director de Banda, sino, ante to­do, un notable y fecundo compositor de música popular de baile. Tenía una facilidad extraordinaria y componía bailables en cualquier sitio: en el café, en la cama, en el campo, en la calle y hasta en el retrete, como la jota titula­da No sabes dónde has nacido. Su música era sencilla, garbosa y pegadiza, y abarcaba todos los bailes de la época, desde el vals y la mazurka hasta el fox-trot y el one-step. También escribió alguna música seria, como marchas fúnebres y religiosas, y varias piezas de concierto.
¿Cuántas obras compuso en su vida? [7] Nos han asegurado que pasarían del medio millar; y es muy probable, aunque no hemos podido comprobarlo. En todo caso, hay un dato cierto y es que, desde 1909 hasta 1946 inclusive, en que murió, publicaba cada año, por lo menos, una serie de una decena, lo que arroja ya una suma de 380 piezas; y si se agregan a ellas las colecciones extraordinarias y las obras sueltas, sobrepasarán seguramente el medio millar. Desgraciadamente se han perdido la mayor parte, y todas las que quedan y otras de las cuales se conserva solamente el título y, a veces, únicamente la letrilla, ascienden actualmente a cerca de un centenar y medio.
Sus bailables lograron relativa difusión en España y en pueblos ultrama­rinos de habla española, donde los introdujeron fiteranos emigrados, como el barbero Máximo Torroba, en Filipinas, y el P. Agustino, Angel Latorre, en Venezuela.

   Al principio, Lorenzo publicaba sus obras en papel pautado, manuscrito por él solo, hasta que su hijo mayor Carmelo pudo empezar a prestarle ayu­da en esta penosa tarea: penosa, porque de cada pieza tenía que hacer transcripciones adecuadas para todos los instrumentos de la Banda: clarinete, bajo, cornetín, bombardino, etc. Más tarde, al aumentar su clientela, las publicó siempre impresas, en cuadernillos apaisados de 22 x 15,5 cms., con el titulo genérico de EL RECREO MUSICAL - BAILABLES PARA GRANDES Y PEQUEÑAS BANDAS. Las coleccionaba en series anuales, que empezaban casi siempre con un pasodoble y terminaban con una jota. Sus principales casas editoriales fueron las siguientes: Litografía e Impresión de Música de Joaquín Mora, calle Aragón, 217, Barcelona; Ediciones Nosk, San Sebastián; Ediciones de Música Zabalza, Pasaje del Crédito, 8, Barcelo­na; Imprenta Catalán, Corella; Impresiones Musicales V. Zabalza, Artajo­na, y Ediciones de Música Willy, calle Mallorca, 131, Barcelona. En sus co­mienzos de compositor, el Ayuntamiento de Fitero, dándoselas de mecenas filarmónico, acordó en la sesión del 18 de diciembre de 1912, dar a Lorenzo 25 pesetas, «por la composición de piezas musicales» [8].
Las Series anuales completas de sus obras que hemos visto, pertenecen a los años 1916, 1918, 1925, 1932, 1934, 1940, 1942 y 1946. También hemos tenido en nuestras manos las Series Extraordinarias FLORES DE MI TIERRA, con 12 piezas, y RAMO DE CLAVELES, con 10, así como algu­nas piezas sueltas, publicadas aisladamente, como el pasodoble Caparroso a Rada y el capricho ¡Viva Galicia!
En un principio, cuando Lorenzo hacia sus primeras series a mano, ven­dió algunas de cinco piezas, a 4,50 pesetas; pero, al parecer, desde 1912, empezó a vender a 12,50 pesetas, las de ocho y diez piezas, manteniendo es­te precio, por lo menos, hasta 1934, según hemos podido comprobar. Desgraciadamente, en las Series Anuales, falta, a veces, el precio; y en las Extraordinarias, el año. Todavía es más raro que consigne la tirada, la cual en la Serie 1946 fue de 250 ejemplares. La máxima tirada de una pieza suya fue la del pasodoble Caparroso a Rada, pues se imprimieron 1.500 ejempla­res para Banda y otros tantos para piano. Su precio era 3 pesetas el ejemplar, y le produjo a Lorenzo un beneficio neto de 5.000 pesetas, el cual no estaba del todo mal para el año 1926. Con cierta frecuencia, sus obras llevaban alguna letrilla cantable del mismo Lorenzo Luis, del notable poeta regional, don Alberto Pelairea o del vecino Eladio Pina, «bersolari» campe­sino. Entre las obras de que tenemos noticia, figuran 37 pasodobles, 15 jo­tas, 13 valses, 11 marchas, 10 fox-trot, 9 mazurkas, 8 polkas, 7 tangos, 7 schotis, 5 dianas, 4 habaneras, 2 danzones, 2 rumbas, 2 rancheras, 2 pot­pourris, 2 piezas religiosas, 1 pericón, 2 pasacalles, 1 one-step, 1 corrido, 1 capricho, 1 serenata, 2 canciones y 1 obra teatral.
Lorenzo Luis tenía la costumbre de poner a menudo a sus piezas títulos alusivos a las personas y cosas de Fitero, y, a veces, de otros lugares. Las personas eran, de ordinario, jóvenes de su época, las cuales son ahora personas bastante mayores o fallecidas. Con la ayuda de nuestros informado­res, hemos logrado identificar a no pocas; pero no a todas. Así, pues, paras finalizar este estudio bio-bibliográfico, vamos a consignar por grupos homo­géneos los títulos de todas las obras de Lorenzo de que tenemos noticia, an­tes de que acaben por perderse, añadiendo las notas aclaratorias que hemos recogido sobre bastantes.

PASODOBLES


EL FITERANO: Se publicó el día del Corpus Christi, en el concierto celebrado en el Paseo de San Raimundo, de 5 a 7 de la tarde, el 6 de junio de 1912.
EL VOLAPIE: Se publicó en la Serie 1918 y era una alusión al famoso matador de toros y gran volapiecista, Vicente Pastor, que venía todos los años a los Baños de Fitero y se cortó precisamente la coleta en 1918.
A ORILLAS DEL ALHAMA: Data de 1925 y lo dedicó Lorenzo a Eusebio Díaz (el Botero), el día de San Juan Bautista, en que la Banda Municipal fue a tocar, por la tarde, en la finca que tenía Díez en la Mina, a orillas del Alhama.  En agradecimiento, Eusebio, que criaba vacas lecheras, regaló a Lorenzo toda la leche que se consumió en su café, el siguiente día festivo.

CAPARROSO A RADA. Data de Febrero de 1926, a raíz del primer vuelo directo de España a la Argentina, realizado en el hidroplano PLUS ULTRA, por los aviadores Ramón Franco, Julio Ruiz de Alda, Juan Durán y Pablo Rada; éste último caparrosino y mecánico del avión. Ya hemos anotado el éxito que tuvo esta pieza, editada a todo lujo por la Litografía e Impresión de Música de Joaquín Mora, de Barcelona, con un retrato de Rada en la portada. En realidad, era un himno-pasodoble, con letra de don Alberto Pelairea, que comenzaba con esta estrofa:


                  Por Pablo Rada, un cantar,
                  todo amor y patriótica fue,
                  pues, por su audacia sin par,
                  Caparroso afamado se ve.

Y terminaba con esta otra:

                   Todo Caparroso,
                   hecho verso y oración,
                   por Navarra y por España,
                   alce a Dios el corazón.

JESUS-MARI: Dedicado al primer nieto de Lorenzo, Jesús María Luis Arreytunaindia, en 1942.
FITERO A VILLALTA: Data de 1927 y fue estrenado en el concierto celebrado por la mañana, en el Paseo de San Raimundo, el domingo, 30 de octubre de dicho año, con motivo de la fiesta organizada en honor del matador de toros, Nicanor Villalta, quien, aquella tarde, toreó dos novillos, en la Plaza de Toros de Fitero, a beneficio de los pobres del Hospital [9] local. Para este pasodoble escribieron letras, con cuatro estrofas cada uno, don Alberto Pelairea y Lorenzo Luis. La de don Alberto comenzaba así:

Es Villalta, en este día,
hombre bueno y gran torero,
que todo su arte envía
a los pobres de Fitero. [10]

A su vez, la de Lorenzo Luís lo loaba de este modo:

A Villalta le cantamos
agradecido este pueblo.
Este rasgo de nobleza
en la vida olvidaremos.
AL QUIEBRO: Pasodoble torero, publicado en la Serie 1932. Es probable que se refiera al banderillero Escolástico Mendoza (Escola), que vino muchos años a las corridas de la Virgen de la Barda y ejecutaba muy bien la suerte de banderillas al quiebro. Su oficio propio era el de puntillero de Matadero Municipal de Zaragoza.
¡ANGELINES, QUE OJOS TIENES!: De la Serie 1934. Aludía a la Srta. María de los Angeles Pérez Albizu, una esbelta y guapa joven de Burguete, que venía a pasar temporadas en casa de su tío, don Tomás Ruiz de Mendoza, farmacéutico, a la sazón, de Fitero.
EL TOLEDANO: De la Serie 1934.
EL RODELA: Sin fecha. Fue dedicado a Baltasar Gracia, apodado el Rodela, que era aficionado a la música.
EL POBRE NICOLÁS: Sin fecha. Dedicado al trombonista de su Banda, Nicolás Fernández.
FELINES: De la serie “Flores de mi Tierra”, sin fecha, dedicado al niño, Félix Aliaga Sáenz, hijo de Julio y de Conchita. Actualmente es un acreditado farmacéutico de Pamplona.
LAGARTO: Sin fecha. Se refería a una marca de jabones que fabricaba, a la sazón, en San Sebastián la empresa industrial Lizariturri y Rezola. Este pasodoble publicitario fue de los que proporcionaron más dinero a Lorenzo, pues, además de la partitura para Bandas, se vendió también en discos. Te­nía una letrilla, una de cuyas estrofas decía:
Si lavas con el Lagarto,
su espuma te exhalará
perfumes de los jardines
que tiene San Sebastián.
CLUNIA: Sin fecha. Se refería a la fiesta que celebran los cerveranos, nuestros vecinos de la Rioja, el lunes de Pascua de Resurrección, en conme­moración de la traída de agua potable a su ciudad, desde Clunia, antigua fortaleza y población romana, situada entre Cervera y Aguilar del Río Al­hama.
NOLASCO EL PESCADOR: Sin fecha. Dedicado al vecino Nolasco Rupérez, que era muy aficionado a la pesca.
¡QUE GUAPA ESTÁS!: Sin fecha. Se refería a Raimunda González (Mundi la Tabernera) y tenía esta galante letrilla:
                   Con el pelo ondulado, ¡qué guapa estás!
Antes eras bonita; pero ahora más.
Todos los de Fitero te lo dirán.
Con el pelo ondulado, ¡qué guapa estás!
¡ARRIBA EL LIMON!: Sin fecha. Tenía una letrilla que comenzaba así:
¡Arriba el limón!
¡Abajo la lima!
¡Ay limón, limón, limón,
limonera de mí vida!
MEDRANO SE CASA: Sin fecha: Se refería a Manuel Medrano Octavio de Toledo, un solterón acomodado, ya madurito. Tenía una letrilla, cuyo comienzo era el siguiente:
Medrano se casa
y será feliz.
La mujer de sus amores
es hembra de gran postín.

Pero no se casó con ésta, sino con otra más humilde, pero más bonita, llamada Carmen Pueyo.
SAN SEBASTIAN (Café-bar del Norte): De la Serie 1946. Llevaba esta dedicatoria impresa: «A mis distinguidos amigos, don Tomás Celigüeta y Eduardo Urquía» y tenía una letra, también impresa, de la que copiamos la primera estrofa:
Dicen que es San Sebastián
una tacita de plata;
y no existe otro lugar,
donde la vida es más grata.

VISCASILLAS: De la Serie 1946. Fue dedicado al joven José María Viscasillas Yanguas, hijo del organista de la Parroquia de Fitero.
PASO ADELANTE: De la Serie «Ramo de claveles» (1916).
REMIGIO TORRÓ: Sin fecha. De la serie «Flores de mi Tierra», lo mis­mo que EZCURDIA, ignorándose en ambos casos a quién se refería.
PERFUMES DE MI TIERRA: De la Serie 1925.
ECOS DE LA MONTAÑA: De la Serie 1932.
¡VIVA LA GRACIA!: De 1915. Sin duda, dedicada a una joven guapa desconocida.
EL 14 DE SEPTIEMBRE, ¡VIVA LA EMPRESA!, CORRE QUE VUELA, ENTRADA EN MADRID y TODO POR ESPAÑA: Sin fechas ni referencias.
ITALO, HIGINIO, ALDO y ROBERTO: De la Serie 1940. Dedicados a otros tantos militares italianos que anduvieron por Fitero, en aquella época.
RUFINA DE MIS AMORES: De la misma serie. Al parecer, se refería a una joven fiterana de la que estaba enamorada uno de los anteriores.

JOTAS

ROSITA: Se estrenó el día del Corpus Christi de 1912, en un concierto celebrado en el Paseo de San Raimundo. Rosita era la señorita gallega, Ro­sa Herrero Besada, hermana del médico local don Miguel, a la que don Al­berto Pelairea dedicó una semblanza galante, en el nº 41 de la VOZ DE FI­TERO, del 12 de enero de 1913.
¡VIVA ALCANADRE!: Data de la 2ª década del siglo actual. Tenía la siguiente letrilla:
Tengo que ir a Alcanadre
a beber su rico vino
y a ver al pueblo más noble
que en la Rioja he conocido.
FILVÁN: De la Serie «Ramo de Claveles» (1916). Filván significa corte áspero o rebaba que queda en el filo de una herramienta, después de afilada. Es probable que le enseñase a Lorenzo esta rara palabreja el carpintero Patricio Alfaro o su hijo Carlos, cuyo taller estaba próximo al café de aquel, aunque también pudo enseñársela el afilador Luis Díaz. Y a alguno de ellos debió dedicar esta jota.
LA PILDORA DE TOMAS: De la Serie 1925. Se refería al farmacéutico local, don Tomás Ruiz de Mendoza. Ignoramos qué píldora sería ésa; mas, desde luego, no era la anticonceptiva, porque no se había inventado todavía.
BAILA, NICOLASA: De la Serie 1934. Se refería a Nicolasa Sainz cuyo verdadero nombre de pila era María y no Nicolasa ni Colasa, como la llaman. En su juventud, bailaba tan bien la jota que le hacían corro en el Paseo de San Raimundo.

EL RIEGO DE LA VIÑA: Sin fecha. Dedicada a Eladio Pina el Hospinetero, del cual era la letrilla, que comenzaba así:
Cuando su viña regaba,
cantaba así el regador:
El vino que da mi viña
es de todos el mejor.
LA MAÑICA: De la Serie 1946. Se refería a la guapa joven Dolores González, hija del barrendero municipal, Valentín González Bayo, apodado el Maño.
¡VIVA LA PEPA!: Sin fecha. ¿A qué Pepa se refería: a su cuñada Josefa Díaz o a la vistosa moza, Pepa Iñúñez Fernández?
LEJÍA CASTEJONERA: Sin fecha. Se refería a la fabricada en Castejón por don Eloy Tejada y actualmente por su hijo Eloy, con el nombre de «Lejía Nácar». Tenía una letrilla que comenzaba de este modo:
Lejía castejonera
¡qué acreditada te ves!,
pues te encuentras por doquiera,
cuando lava una mujer.
EL VINO DE FITERO: Sin fecha. Su letrilla - probablemente de don Alberto Pelairea - era la siguiente:
Es el vino de Navarra
famoso en el mundo entero
y su fama se agiganta,
si es el vino de Fitero,
porque con aguas termales,
se riegan nuestros viñedos.
NO SABES DÓNDE HAS NACIDO: Sin fecha. Ya hemos anotado el origen cronológico de esta jota.
SUBE Y BAJA, MARIA: De la Serie 1932.
LA PRIMAVERA: De 1918.
MERCEDES LA MOLINERA: De la serie «Flores de mi Tierra». Se re­fería a la señorita Mercedes Francés.
MARGARITA LA MALLORQUINA: De la Serie 1940. Se refería a la primera mujer del militar fiterano, Félix Gómez Fayos, la cual era, efectiva­mente, mallorquina y se llamaba Margarita Bonnin.

VALSES

NO TE PRESUMAS: De la Serie 1925. La presumida era la joven Nati González que, por entonces, tenía de qué presumir.
TENGO UN YO-YO: Sin fecha. Dedicado a su hija Angelita Luis, que bailaba muy bien este juguete. Tenía una letrilla que comenzaba así:
Tengo un yo-yo, tengo un yo-yo,
que sube y baja, María.
Tengo un yo-yo, tengo un yo-yo,
que por nada lo daría.
LOS BAÑOS DE FITERO: Sin fecha. Tenía una letrilla de don Alberto. Pelairea, que comenzaba así:
Son los Baños de Fitero
la cosa más especial,
pues, por muy poco dinero,
nos curan de todo mal.
¿POR QUE TE CORTAS EL PELO?: Sin fecha. Ignoramos a qué señora o señorita se dirigía esta letrilla apostrofante y poco galante:
¿Por qué te cortas el pelo,
sin que te lo mande yo?
Con el pelo te quería,
pero sin el pelo no.
CARMELO: Sin fecha. Dedicado a su primogénito Carmelo Luis Díaz.
MURMULLOS DEL BOSQUE: De la Serie 1918.
SOÑANDO EN TI: De la Serie 1932 (Habría sido más correcto «Soñando contigo»).
INTUITO: De la Serie 1934. Intuito significa vista, ojeada, mirada. (¿De dónde sacaría Lorenzo esta palabra culta, desconocida en Fitero? ¿Y a qué aludía o a quién aludía? Misterio).
ECOS DEL ALMA: De la Serie «Flores de mi tierra».
VELADO: De la Serie 1946. Debió ser el último vals que compuso Lorenzo y como un presentimiento de su próxima muerte, pues su cadáver fue velado poco después.
¡MADRE, QUE VIENE EL GAITERO!: Sin fecha ni referencia.
MAL TE VEO, FELICIANO: De la Serie 1940. Ignoramos a quién se refería; pero si Lorenzo lo veía tan mal, es que tal individuo era un infeliciano.
FADRIN: De la misma Serie. Es un provincianismo que, en Valencia quiere decir, mozo, joven, soltero; y en Cataluña, aprendiz aventajado de un oficio manual. ¿A quién se refería?

MARCHAS
A)  Fúnebres

¡POBRE MARI!: Dedicada la muerte de su madre política, María Esteban Latorre, fallecida en Fitero, el 17 de marzo de 1918.
A LA MEMORIA DE JOSE LATORRE FERNANDEZ: Fue muerto en el frente de guerra de Sigüenza, el 20 de septiembre de 1936.
¡POBRE LUIS!: Dedicada a la memoria de su hermano Luis. Apareció en la Serie 1946; pero su hermano había ya muerto, hacia tiempo.
DESCANSA EN PAZ: Sin fecha ni referencia.

B) Militares

VALENZUELA: Sin fecha. Dedicada al comandante don Manuel Valen­zuela la Rosa [11], cuñado del industrial fiterano, don Gervasio Alfaro [12]. Venía con frecuencia a veranear en Fitero, alojándose en la casa nº 35 de la calle Lejalde. Por esta pieza, regaló a Lorenzo una batuta de plata, con su co­rrespondiente estuche, la cual solo usaba el día de la Virgen de la Barda.
COUESNON ET CIE: Data de 1944 y fue dedicada a Mr. Couesnon, industrial de París, que fabricaba instrumentos de música y remitía a Loren­zo, acuñados con la firma de la Casa, los destinados a su Banda.

C) Religiosas

LA VIRGEN DE LA BARDA: Marcha regular sobre motivos de las no­venas de la Patrona de Fitero. Fue publicada en la Serie «Ramo de Claveles de 1916».
SANTA ISABEL, SANTA IRENE, LA VIRGEN DEL CAMINO: Sin fechas ni referencias especiales.
CORPUS CHRISTI: Idem.

FOX-TROT

BELLEZA DE ARANJUEZ: De la Serie «Ramo de Claveles» (1916).
EL IDEAL: De la Serie 1918. «El Ideal» fue un antiguo baile de la calle Lejalde, junto a la actual Casa Martiniano.
SONRIO Y LLORO: De la Serie 1925.
LOS SUSPIROS DE RAIMUNDA: De la Serie 1932. Se refería a su cu­ñada Raimunda Díaz.
JOAQUINILLO: De la Serie 1924. Se refería a su primo Joaquín Latorre, actual baterista de la Banda Municipal.
FÓCULO: Sin fecha. Fóculo significa «hogar pequeño» y tenía una letrilla que comenzaba así:
Hogar pequeño tengo,
nido de ruiseñores,
y un amor verdadero,
que son mis ilusiones.
MELERO, PROCERO: Son dos piezas de la serie «Flores de mí tierra, sin fecha ni referencias. Melero significa «payo, campesino»; y prócero «prócer, alto, eminente».
SAN ANTONIO SE OPONDRÁ: De la Serie 1940. Debía referirse a al­gún noviazgo o boda, pues es sabido que San Antonio es, en España, el Santo casamentero; pero ignoramos de quiénes se trataba.
LOS SECRETOS DE SIXTO: De la Serie Especial Aromas y Flores. Es claro que, tratándose de secretos, no hay nada que añadir.

MAZURKAS

DELICIOSA PALMA: Se estrenó el día del Corpus Christi de 1912.
PRESENTACION: De 1923. Dedicada a la Srta. Presentación Sainz, que, en aquella época, tenía, en efecto, una buena presentación y represen­tación.
LAS CUATRO PALOMAS: De 1924. Se refería a las cuatro guapas jóvenes Mariana Frías, María Pérez, Mercedes Gracia y Rosario Yanguas, principales actrices de las funciones teatrales que se representaban en el Co­legio de las Hermanas de la Caridad de Santa Ana [13].
GLORIA PURA: De la Serie 1925. Sobre su referencia hay dos ver­siones [14]. Según una, Gloria Pura era la Sra. Pura Pérez, esposa del farmacéu­tico, don Tomás Ruiz de Mendoza; y según otra, se refería a la hermosa jo­ven tudelana, Gloria Alba, casada recientemente con Luis Palacios Martínez Pelletier.
SUFRIENDO POR TI: De la Serie 1928 ¿Quién sufría? ¿El mismo Lo­renzo o algún otro vecino o vecina que le encargó esta mazurka sufriente? ¿Y por quién?
DOFRINES: De la Serie 1932. Dofrines es el nombre que se aplica a los montes de la cordillera que recorre la Escandinavia de Norte a Sur, separan­do Suecia de Noruega. Pero Lorenzo ¿no se referiría más bien a algún cono­cido, apodado o apellidado Dofrines?
ISABELITA: De la Serie 1934. Se refería probablemente a Isabelita Pa­lacios Martínez.
¡AY, QUE DISGUSTOS, DOLORES!: De la Serie 1940. Desde luego, los disgustos siempre van seguidos de dolores.
¡NO ME OLVIDES, POR FAVOR!: De la serie Aromas y Flores. Tal vez, algún encargo para una enamorada o enamorado.

POLKAS

REMEDIOS: Polka de cornetín, de la Serie 1918. Se refería a la Srta. Remedios Liñán, hija del estanquero Santos, vecino del café de Lorenzo y una de las jóvenes más vistosas de aquella época.
GUADALUPE: De 1923. Dedicada a Guadalupe García, sirvienta de la familia de Lorenzo.
LAS MIRADAS DE JOAQUINA: De la Serie 1934. La aludida era la joven Joaquina Andrés Vergara, que, por lo visto, tenía unas miradas electrizantes.
CÚRBANA: Polka de cornetines, de la Serie «Flores de mí Tierra». La cúrbana es un árbol silvestre de Cuba, muy oloroso y de flores rosadas, que produce una canela inferior a la común. Como Lorenzo no era precisamente un botánico, nos figuramos que le enseñó esta palabrería, así como las de meleno, prócero y zamacueca, que están en la misma serie, su vecino don Ramón Martínez Azcárate, apodado el Cubano, aunque era asturiano, por haber vivido bastantes años en aquel país. Residió algún tiempo en Fitero, antes de la Guerra Civil de 1936-39, en la calle Mayor, nº 27; es decir, al lado de Lorenzo Luís. Tenía tres hijas muy guapas, apodadas naturalmente las Cubanas.
MELSA: Pertenece a la serie «Ramo de Claveles» de 1916. Melsa signifi­ca flema, cachaza.
NO LO DUDES: De la Serie 1925. ¿A qué y a quién se refería la duda?
NI MAS NI MENOS: De la Serie 1932.
NO TIENES RAZON: De la Serie Especial Aromas y Flores. Sin fecha.

TANGOS

EL 606: Fue estrenado el día del Corpus Christi de 1912 y dedicado al joven aprendiz de escultor, Fausto Palacios, que ocupaba la habitación nº 606, en la Escuela Salesiana de Bellas Artes de Sarriá (Barcelona).
DULCE ILUSION: De la Serie «Ramo de Claveles» de 1916.
NO SEAS ZALAMERO: De la Serie 1925.
ALBERTIN: De la Serie 1932.
CALVERO: De la Serie 1946. Calvero significa un claro entre pinares, y también, gredal.
DE LLEVARME EL DIABLO...: De la Serie Especial Aromas y Flores. Es el comienzo del siguiente dicho popular: «De llevarme el Diablo, que me lleve harto». Es probable que lo compusiera Lorenzo, después de una buena comilona y bebilona.
DE FLOR EN FLOR: De la misma Serie. No creemos que se refiriera a ninguna cándida mariposa; sino a algún frívolo mariposo.

SCHOTIS

JUANITO: Se estrenó el día del Corpus Christi de 1912. Juanito era un joven gallego, cuyo nombre completo era Juan Ignacio González López. Vi­vió unos pocos años en Fitero y era un buen aficionado a la música y a la poesía. Tocaba la bandurria y escribía versos románticos en LA VOZ DE FITERO, con el seudónimo de Juan de la Reina.
CUPLÉS DE DOÑA FERMINA: Fueron estrenados en noviembre de 1915 y pertenecían al sainete lírico Doña Fermina, con música de Lorenzo Luis y letra de don Alberto Pelairea; pero su música no apareció impresa hasta el año siguiente, en la serie «Ramo de claveles». Los cuplés, con músi­ca de schotis, fueron cantados, en el estreno, por la Srta. Mariana Frías.
COSAS DE JULIO: De la serie 1932. Se refería a Julio Martínez, un vecino corpulento y gotoso, asiduo concurrente al «Mentidero de San Anto­nio», donde dirimía todas las cuestiones, a fuerza de voces estentóreas.
NO ME QUIERES Y ME BESAS: De la Serie 1934. ¿Quién sería esta prójima fingida y zalamera? O prójimo. Vaya usted a saber.
RAMIRO DE MI QUERER: De la Serie 1940. Parece que se refería a una bonita muchacha fiterana que estuvo enamorada de un oficial italiano, llamado Ramiro; pero no se casó con él. Así, pues, no aprendió a hablar el italiano.
FERNANDITO: De la serie especial «Aromas y Flores». Dedicada a su hijo menor Fernando, nacido en 1930.
ASI SE BAILA: De la misma Serie. Sin duda, se refería a alguna pareja de bailones castizos, como los de La Bombilla, de Madrid.

DIANAS

LAS COSAS DE HERMENEGILDA: De la Serie «Ramo de Claveles” de 1916. Se refería a la señora Hermenegilda Díaz, de oficio colchonera; pe­ro ignoramos qué cosas serían esas, además del dedal, del hilo, de la aguja y de las tijeras. Las mujeres siempre tienen secretos.
HIMNO A FITERO: Sin fecha. Tenía una letra de don Alberto Pelairea que comenzaba así:
Porque en el mundo entero,
no hay un pueblo mejor,
alcemos por Fitero
un canto todo amor;
con luz de sus campiñas
y luz de amanecer,
con verde de sus viñas
y flores de mujer.[15]

ASOMATE, DOLORES: Sin fecha.
GOTAS DE ROCIO: De la serie 1946.
YA EMPIEZA LA FIESTA: De la serie 1940. Ignoramos a qué fiesta se refería.

HABANERAS

HABANERA DE LOS MUSICOS: De la Serie 1918. Se refería a los mú­sicos de su Banda.
HABANERA DE DOÑA FERMINA: De 1915. Su letrilla, escrita por don Alberto Pelairea y estrenada por Mariana Frías, comenzaba de esta ma­nera: «Cuba,  - Cuba querida,  - isla adorada,  - playa florida,  - Manigua amada,  - por ti suspira  - mi corazón»:
LA NIÑA DE LOS CLAVELES: De la Serie 1934. Ignoramos a qué jovencita se refería.
REMEDITOS: De la Serie 1940. Se refería a la Srta. Remedios Calleja Pérez, que era entonces un lindo pimpollo.

PASACALLES

QUIQUE: De la Serie 1946. Quique era un perro de José Falces, bajo de la Banda Municipal, a quien acompañaba a todas partes, menos a la iglesia,
SIGUE TU CAMINO: De la Serie Especial «Aromas y Flores». Tratán­dose de un pasacalles, el consejo no podía ser más sensato.

ONE-STEP

BETI-JAI: De la Serie 1934. Beti-Jai significa en vasco «siempre de fies­ta» y era el nombre de un frontón de Logroño, en aquella época.

CORRIDO

LA LOMBRICINA PELLETIER: Era un medicamento inventado por el farmacéutico local, don Fernando Palacios Pelletier. Tenía una letra que empezaba así:
Si quieren que sus hijos la salud conserven bien,
tomen la Lombricina de Palacios Pelletier.

CANCIONES

CANCION HUNGARA: De 1915. La cantaba Mariana Frías en «Doña Fermina» y empezaba así:
Era una húngara hermosa,
que hizo a su raza traición
y que de huir de los suyos
sentía la tentación.

DEOGRACIAS: De la Serie 1932. Deogracias Hernández era un tipo po­pular, por su carácter bohemio y su lenguaje afectado. A un vecino que le preguntó de dónde venía, contestó: «Vengo de dar agua a las sedientas cor­núpetas» (unas vacas). Se casó tarde con una forastera y las canciones o cu­plés, impresos en la misma partitura de Lorenzo, eran dos, referidos a él y a ella. El primero, atribuido a su mujer, decía así:
Deogracias, Deogracias:
enfermo debes estar,
pues no me haces caricias
y yo me voy a enfadar.
El segundo, atribuido a él, era un poco chapucero y no vale la pena reproducirlo.

CAPRICHO

¡VIVA GALICIA! (El amanecer): Sin fecha. Editado aparte, con una buena ilustración en la portada.

SERENATA

HORAS DE PLACER: Sin fecha. Obtuvo un segundo premio, en un concurso nacional de Bandas, celebrado en Valencia.

DANZONES

MARTINIANO CASADO: Sin fecha. Dedicado a un popular tratante de ganado, cuyo recuerdo se conserva todavía en la fachada de la que fue su casa, en la calle Lejalde, nº 30. Tenía una letrilla que empezaba así:
                                               Es Martiniano Casado
                                               un tratante emprendedor,
                                               cuyos ganados no tienen
                                               jamás trampa ni cartón.

CONSUELO: Sin fecha. Su galante letrilla se refería a la bella joven Consuelo Jiménez Romano, y empezaba así:
                                               Consuelo del alma mía,
                                               cuando te veo
                                               tan resalada y bonita,
                                               yo me mareo.

RUMBAS

ZAMACUECA: De la serie “Flores de mi Tierra”. La zamacueca es la danza nacional de Chile, donde la llaman abreviadamente “Cueca”; y en otros países, “Chilena” y “Marinera”.
MALDITA PENA: De la Serie 1946.

RANCHERAS

BAILA, JULITA: De la Serie “Flores de mi Tierra”. Julita era su vecinita de la calle Mayor, nº 23, Julita Muro Val.
ASI ME PAGAS: De la serie anterior. Ignoramos quién sería este mal pagador o pagadora.

POT-POURRI

MI-CHIVIN: Sin fecha. Chivín es diminutivo de chivo. Tenía una letrilla que empezaba así:
                                      ¿Dónde estará mi chivín?
                                      Mi papá me lo compró
                                      y yo no sé como fue,
                                      pero ayer se me perdió.

AIRES DE MI PUEBLO: De 1944.

PERICÓN

TODO PARA TI: De la Serie “Ramo de Claveles” de 1916.

MUSICA RELIGIOSA

ROSARIO DE LA VIRGEN DE LA BARDA: Sin fecha. Se interpreta todavía por la iglesia y por las calles, la víspera de la Virgen de la Barda.

OBRA TEATRAL

DOÑA FERMINA: Sainete lírico, con libreto de don Alberto Pelairea, estrenado en 1912, por muchachas aficionadas de Fitero, en un escenario montado en el Paseo del Colegio de las Hermanas de la Caridad de Santa Ana. Sus principales intérpretes fueron las agraciadas jóvenes Mariana Frías, Mercedes Gracia, Rosario Yanguas, María Pérez, Mercedes Francés, Engracia Yanguas y María Jesús Armas. La obra fue repuesta en el Teatro Gayarre por una Compañía profesional en 1915.

(Damos las gracias a nuestros numerosos informadores y, en especial, a los antiguos componentes de la Banda de Lorenzo Luis, señores Nicolás Fernández y José Latorre Ochoa; y a la hija de Lorenzo, señora Angelita Luis).



CAPÍTULO II

DOS EPIDEMIAS HISTÓRICAS

El cólera morbo fue la epidemia más terrible que atacó a europa, a lo largo del siglo XIX. Antiquísimo en las Indias Neerlandesas, en Indochina y, sobre todo, en el Indostán, donde existieron, hasta no hace muchos años, focos casi permanentes en Calcuta, Allahabad, Madras y Bombay, solo era conocido vagamente en Europa por las noticias de algunos viajeros.  Hasta que en 1830 lo introdujeron en Polonia las tropas zaristas, enviadas por Nicolás I para reprimir la insurrección de Noviembre.  De aquí se propagó sucesivamente a Moldavia, Galitzia, Inglaterra, Irlanda, Francia, Portugal, Holanda, Bélgica y España, ocasionando verdaderas hecatombes.  Solamente en Francia produjo más de cien mil víctimas.
El cólera es una enfermedad endemo-epidémica, causada por un microorganismo, llamado bacilo vírgula (en términos técnicos, Spirillum cholerae o Vibrio comma), el cual fue descubierto en 1883 por el famoso bacteriólogo alemán, Dr. Roberto Koch.
España fue atacada por tan nefasta epidemia, en cinco ocasiones de la centuria pasada: en los años 1834, en 1855, en 1865, 1885 y en 1890.  El más benigno fue este último, pues se limitó a algunas localidades de Valencia, Toledo y Asturias, provocando escasas defunciones. En cambio, los demás las provocaron a millares.
En Fitero, el cólera causó verdaderos estragos en 1834, 1855 y 1885. Tenemos datos precisos, aunque escasos, de los dos primeros, que sacamos de los Libros de la Parroquia; y en cambio, más amplios y minuciosos del cólera de 1885, obtenidos además de otras fuentes de información.
La epidemia de 1834 duró, en nuestra Villa, mes y medio: desde el principio de agosto hasta mediados de septiembre, y, en este intervalo ominoso, murieron del cólera 172 personas, ascendiendo el total de defunciones de aquel año a 244, contra 127, ocurridas el año anterior. La primera víctima fue una muchacha de 20 años, llamada María del Pilar Magaña Bermejo, fallecida el 2 de agosto; y la última, otra joven de 18 años, llamada María Alfaro, la cual murió el 13 de septiembre.
En el Libro IV de Difuntos, folio 133, se lee esta curiosa nota de Fr. Santos Leoz, Vicario, a la sazón, de la Parroquia:
Aunque en el asiento de las partidas, desde el principio de agosto hasta el día de la fecha, se advierta alguna equivocación, y que están tergiversadas sus fechas, no deberá causar admiración para lo sucesivo, teniendo presente que, en estos dos meses, acometió el cólera morbo a este pueblo, y por los muchos que morían, ni se traían a la iglesia ni las g entes cuidaban de avisar ni menos el obligarse, para después pagar los entierros; por lo que fue preciso salir por el pueblo, preguntando casa por casa quién había muerto; y a pesar de esta diligencia, no será extraño el que algún difunto haya quedado sin asentarse,
Fitero y Octure 17 de 1834,
Fr. Santos Leoz, Vicario – Fr. Miguel Arellano, Párroco.
Téngase en cuenta que, a la sazón, todavía ocupaban el monasterio los monjes bernardos.
El cólera de 1855 invadió primeramente en España las costas mediterráneas, extendiéndose por las de Barcelona, Alicante, Valencia y Murcia; a continuación, se propagó por el interior del país, de donde salió finalmente para entrar en Argelia y Marruecos, y emigrar, más tarde, a América del Sur, atacando al Brasil, a Uruguay y al Ecuador.
En España, fue el más mortífero del siglo. Sin embargo, en Fitero hizo menos víctimas que la epidemia de 1834. En efecto, el total de defunciones de 1855 fue de 194, contra 73 del año anterior; pero sólo murieron del cólera 108: lo que no deja de ser también una cifra respetable. La primera víctima fue un niño de dos años y medio, llamado Nicasio González Ortega, que falleció el 29 de mayo; y la última, un viudo de 55, llamado Juan Fernández Domínguez, que murió el 22 de septiembre. Así, pues, la epidemia duró, esta vez, en nuestro pueblo, cuatro meses. Los nombres y otros datos personales de los muertos constan en los folios 440 a 455 del Libro correspondiente de Defunciones. A la sazón, los monjes habían sido ya expulsados del Monasterio y regía la Parroquia el Cura Ecónomo, don Joaquín Aliaga. También éste dejó escrita una nota en el folio 455, que dice así:
En este año de 1855 que fina hoy, han fallecido en esta parroquia 194 personas, según aparece de los números de las partidas. La causa de haber sido tantos los difuntos ha sido el haber sufrido en los meses, desde el 29 de mayo hasta el 1 de octubre, la epidemia del cólera morbo asiático que ha reinado en la mayor parte de los pueblos de España, causando muchísimas más víctimas que en este pueblo.
Fitero, 31 de diciembre de 1855.
Joaquín Aliaga, Cura Ecónomo.”
El cólera de 1855 es el más conocido, pues sus estragos, tanto en España en general como en los pueblos en particular, nos han sido relatados muchas veces por nuestros padres y abuelos. “El año del cólera” –nos decían, refiriéndose siempre al de 1855.
Esta vez, la terrible epidemia, fue introducida en el país por un barco francés, surto en el puerto de Alicante, acarreando la muerte de 150.000 personas, en números redondos.
Ya en el otoño de 1864, aparecieron numerosos casos de personas atacadas por el cólera, en Nolvelda y unos pocos, en Elche; pero la epidemia no empezó a alcanzar proporciones aterradoras, hasta fines de la primavera de 1885.  El Gobierno mismo se creyó en el caso de lanzar el grito de alarma a toda España, por medio de la Gaceta Oficial, revelando que, en solo el día 18 de Junio, se habían presentado en Valencia y su provincia 277 casos, y ocurrido 115 defunciones; en Castellón de la Plana, 85 casos, con 43 defunciones; y en la provincia de Murcia, 322 casos y 90 defunciones.  En cambio, en Madrid solo habían aparecido hasta entonces cinco casos. 
Pero no tardaron en ser invadidas, a su vez, Cataluña, Aragón y Castilla, manifestándose principalmente en Tarragona, Zaragoza, Cuenca y Toledo. El 28 de junio, hubo en toda España nada menos que 1.040 casos y 513 defunciones. Eso sin contar los terribles focos de cuenca y de Murcia, de los que no se habían recibido todavía noticias. Y el día 29, se presentaron en Aranjuez, solamente, 134 casos, todos ellos gravísimos, ocurriendo 33 defunciones. Con tal motivo, el pánico en el Real Sitio fue indescriptible, abandonando precipitadamente la villa todos los vecinos de algunas posibilidades económicas.
Entonces el joven Rey  Alfonso XII, que era de ánimo generoso y arriesgado, tuvo un magnífico gesto. Sin comunicar a nadie sus intenciones, salió de incógnito del Palacio de Oriente, a las 7 de la mañana del día 2 de junio, y acompañado de un solo ayudante, tomó dos billetes de primera clase en la estación de Atocha y se presentó inopinadamente en Aranjuez. Allí se dedicó a recorrer los hospitales y las casas de los coléricos, prodigando a todos consuelo y ayuda, y ofreciendo su palacio del Real Sitio, para departamento de convalecientes.
Aunque el Monarca sólo había dejado una carta cerrada para su esposa, la Reina María Cristina, en la que le daba cuenta de su viaje, con el encargo de que no se la entregasen hasta que se hubiese levantado de la cama, todo Madrid se enteró, pocas horas después, del gesto real. Un número extraordinario del diario El Correo se encargó de propagar la noticia. Inmediatamente el Gobernador Civil de Madrid se presentó en Aranjuez, en un tren especial, y en la sesión del Congreso de los Diputados, celebrada aquella tarde, se levantó su presidente, don Práxedes Mateo Sagasta, dirigiéndose a la Asamblea en estos términos:
-Señores Diputados: S. M. El Rey está en Aranjuez, adonde ha ido para luchar denodadamente con la muere. Ante este nobilísimo rasgo de generosidad y de valor, únicamente se me ocurre dar un entusiasta viva a S. M. el Rey.”
Todos los diputados se pusieron en pie para corearlo y, levantando acto seguido la sesión, se dirigieron a la estación del Mediodía, a esperar el regreso del Monarca. Volvió, en efecto, al atardecer de dicho día, y el pueblo de Madrid le tributó una ovación extraordinaria. Tan extraordinaria como merecida.
En tan dramáticos momentos, el sabio médico catalán, Dr. Jaime Ferrán, descubrió su famosa vacuna anticolérica, que representaba un remedio verdaderamente providencial para atajar la terrible epidemia. Pero desgraciadamente la indiferencia, cuando no la oposición ciega de las mismas autoridades, empezando por el Ministro de la Gobernación, don Francisco Romero Robledo, unidas a la ignorancia popular y a la suspicacia y al espíritu rutinario de no pocos facultativos, frustraron el oportuno descubrimiento. Los patrióticos ofrecimientos del Dr. Ferrán de vacunar gratuitamente a los albergados en los asilos, a las Hermanas de la Caridad y a las familias pobres, no fueron tomados en consideración; y como era de esperar, el mal, en vez de disminuir, tomó cada día más incremento.
         El cólera hizo su aparición en Fitero, hacia mediados de agosto, y su primera víctima fue Juan de Mata González Jiménez, que murió casi de repente el 19 de dicho mes. Vivía en el número 64 de la calle mayor. Inmediatamente se propagó a las demás calles. Las más castigadas fueron la de Palafox –antiguo Virrey de México-, con 16 víctimas; la calle mayor, con otras 16; los Charquillos, con 11; la calle de San Juan, con 9; la de la loba, con 8; y el Cogotillo Bajo, con 7. Pero ninguna se libró del azote, pues las que salieron mejor libradas, como el Cortijo, Oñate, San Antón, Patrona y Espoz y Mina, tuvieron cada una su víctima respectiva.  La epidemia duró 41 días, haciendo un total de 115 víctimas, de las que 48 fueron varones y 67, hembras. Como se ve, pues, el cólera atacó mucho más a las mujeres que a los hombres; y por lo que se refiere a las edades, se cebó sobre todo, con la niñez y la edad madura, pereciendo 59 niños, ente los cero y los 15 años, y 25 adultos, entre los 30 y 60. La epidemia alcanzó su periodo álgido del 7 al 14 de septiembre, contándose el día 7 otras tantas defunciones; el 10, cinco; y el 14, otras cinco.  La última víctima del terrible azote fue una infortunada casada, en la plenitud de su vida: Petronila Lavilla Álvarez, la cual murió el 29 de septiembre de 1885, en la casa número 8 de la calle de San Juan. Tenía 42 años,
Con tan tremenda hecatombe, no es de extrañar que el número total de defunciones de aquel año ascendiese a 203; es decir, a más del triple del promedio anual ordinario.
En tan terribles circunstancias, no es difícil imaginarse cuál sería el estado de ánimo y el aspecto de Fitero. Por supuesto, las Fiestas Patronales, que se celebran todos los años en Septiembre, se suspendieron, las labores del campo quedaron semiparalizadas, los Balnearios termales se despoblaron completamente y el comercio sufrió un verdadero colapso.  La preocupación y la tristeza se pintaban en todos los semblantes, ya que nadie estaba seguro de no ser llevado horas después al cementerio. Y en efecto, más de una vez se dio el terrible caso de vecinos que la noche anterior, habían estado reunidos a la puerta de una casa, tomando el fresco y comentando los sucesos, y que al día siguiente, se enteraban, al levantarse, de que aquella misma noche, había muerto uno ellos. Como el bacilo del cólera había sido ya descubierto, dos años antes, por el célebre doctor alemán, Roberto Koch, y se sabía de manera cierta que la enfermedad era de origen hídrico, los médicos recomendaban, como medidas preventivas, el abstenerse de beber agua corriente, de frutas aguanosas, sobre todo melón y sandía, y en general, de comer cualquier clase de verduras en crudo. Semejante recomendación dio como resultado el que aquel año, no se recogieran las frutas de los campos, lo que aprovecharon, en mala hora, los mozalbetes inconscientes, para darse mortales banquetes.
Antes de que comenzara la catástrofe, el Ayuntamiento de la Villa, imitando el ejemplo de otros lugares, estableció un pequeño lazareto en la entrada del pueblo, instalándolo en la casilla de la era del Tío Valito, situada en la carretera de Cintruénigo.  Allí se detenía a todo el que llegaba por aquel sitio, sometiéndolo a una fumigación obligatoria, como medida de precaución. Pero de nada sirvieron tales fumigaciones.
Iniciada la mortandad, uno de los problemas más angustiosos con que se encontró el Municipio fue el de encontrar una persona idónea y valerosa, que se prestara a vigilar a los presuntos muertos, en el depósito del cementerio, pues los coléricos eran trasladados a este lugar, sin pérdida de tiempo, en un ataúd común, apenas daban señales de fallecimiento. Ahora bien, enterrarlos antes de que pasasen las veinticuatro horas era una verdadera temeridad, pues, en más de una ocasión, la muerte solo era aparente y no real; y es bien seguro que, a pesar de todo, a se enterró vivo, en toda España, a más de un desgraciado, en  aquella época apocalíptica. 
Pero, ¿quién era el valiente que se iba a prestar, ni por todo el oro del mundo, a pasarse día y noche, en semejante lugar y compañía.? Tanto más cuanto la terrible enfermedad se presentaba con caracteres exteriores repugnantes y pavorosos: gran descomposición del semblante, hundimiento de los ojos, vómitos violentos, frecuentes diarreas albinas, calambres aparatosos, angustiosas asfixias, etc. Así que huelga decir el aspecto poco agradable y tranquilizador que presentarían las pobres víctimas...
Sin embargo, no faltó en Fitero un vecino verdaderamente valiente, que se prestó espontánea y desinteresadamente a tan macabra tarea. Fue el Tío Victorillo el Alvarilla; mejor dicho, Victorio Jiménez Pascual, de quien ya nos ocupamos en nuestro Poema Fiterano. La escalofriante anécdota que allí contamos (página 56) de que, una noche, lo sorprendieron acostado tranquilamente dentro del ataúd municipal en el que transportaban a los coléricos al cementerio, es completamente auténtica.
Para terminar, he aquí una relación por calles y por sexos, de las víctimas de aquella tremenda hecatombe.
II
LA GRIPE DE 1918
La epidemia gripal de 1918 no fue tan terrible como el cólera de 1886, pero también dejó una larga cauda de muertos en nuestro pueblo, así como en el resto de España. No se trataba de una epidemia nueva, como creía el vulgo, sino antiquísima, puesto que había ya azotado al mundo, en la Antigûedad y en la Edad Media, aun cuando los nombres con que se la conoce: el francés grippe y el italiano influenza, se remontan solamente al siglo XVIII. En esta centuria, hubo ya en Europa una fuerte epidemia gripal de 1780 a 1782. En el siglo XIX, la gripe hizo asimismo dos apariciones en 1847-1848 y en 1889-1892; y en el actual, varias otras veces; en 1918, en 1957 (gripe asiática, que duró 180 días), en 1968 (la gripe de Hong-Kong), en 1972, en 1975, etc. La más mortífera hasta ahora, en Europa, fue la de 1019, pues produjo 20 millones de defunciones. Con toda probabilidad, fue una de tantas consecuencias calamitosas de la Primera Gran Guerra de 1914-1918, puesto que comenzó en el campamento americano de Furston, en marzo de 1918; es decir, unos siete meses antes del histórico armisticio del II de noviembre de aquel año.
En Fitero, el primero que la sufrió, fue el autor de estas líneas, durante el mes de junio. Estuvo entre la vida y la muerte unas dos semanas; pero, por fin, al cabo de más de dos meses de convalecencia, logró salir con bien de aquel percance y hasta quedar, al parecer, inmunizado contra una nueva acometida de la epidemia, según se vio más tarde. Fue un caso aislado que nada tuvo que ver –así, al menos, lo creemos- con la invasión generalizada de la gripe en nuestra Villa, tres meses después.
La letal epidemia prendió en Fitero, el 5 de septiembre de 1918 y se extinguió el 15 de noviembre, durando, por lo tanto, 71 días. Recordamos que fueron diez semanas de angustia y de terror, pues no sólo atacó a la gente de edad avanzada, sino que se cebó principalmente en la joven y fuerte. A consecuencia de ella, sucumbieron 56 personas; con lo que la cifra de mortalidad ascendió, ese año, a un total de 107 defunciones, contra 72 en 1917; y 50 en 1019. En casi todas las calles hubo muertos; pero las más castigadas fueron el Cogotillo Bajo (actual Pío XII), la calle de Armas y la calle Mayor. La primera víctima fue nuestra abuela paterna, Facunda Gómara Guarás de 77 años, fallecida el 5 de septiembre; y la de más relieve, el párroco, don Antonino Fernández Mateo, quien murió el 13 de octubre. Era oriundo de Corella y sólo tenía 53 años. Su fallecimiento fue generalmente sentido, a causa de su bondad, de su celo y de su tacto.
Al día siguiente de su muerte, es decir, el 14 de octubre, falleció asimismo su vecino y ayudante, Cristobal Magaña Asensio, sacristán mayor de la parroquia, el cual tenía ya 72 años y vivía en la calle de la Patrona, número 1. Esta fúnebre coincidencia causó una fuerte impresión en todo el vecindario y particularmente en nuestro ánimo, pues nos honrábamos con su amistad. Otro tanto ocurrió con la desaparición prematura de nuestro amigo, Juanito Atienza Ruiz, que ya había muerto el 1 de octubre y cuya triste suerte evocamos en nuestro poema El Viático del Ojín, inserto en nuestro Poemario Fiterano (p. 82).
La última víctima de esta epidemia fue una niña de 14 meses, llamada Natividad Berrozpe Martínez, que vivía en los Charquillos, con sus padres.
Huelga anotar que, durante este periodo, el vecindario estaba consternado y aterrado, pues, a veces, la muerte era casi fulminante, expirando los atacados, a las pocas horas de sentirse enfermos. Sin embargo, el pueblo tuvo cierto consuelo, en medio de su angustia y de su dolor. Fue el de las muestras de abnegación y de solidaridad que dieron la mayoría de los vecinos, en aquellos críticos momentos; sobre todo, las Hermanas de la Caridad de Santa Ana, las cuales se prestaron voluntariamente a asistir y cuidar a los atacados más necesitados, de día y de noche, sin regatear sacrificios. Ni que decir tiene que el pueblo quedó sumamente agradecido a la conducta ejemplar de estas beneméritas religiosas.
A título de curiosidad, insertamos a continuación, un cuadro estadístico numérico, por calles, edades y sexo de las víctimas de aquella epidemia. Las letras V, H, significan Varón y Hembra. 

Por consiguiente, el número de hombres fallecidos fue 31; y el de mujeres, 25.




CAPÍTULO III

INVENTARIO DE LOS BIENES DEL MONASTERIO DE FITERO EN 1835

En el primer tercio del siglo XIX, la Abadía de Fitero fue suprimida tres veces, y reabierta, dos. La primera supresión tuvo lugar en aplicación del R. D. del 18 de agosto de 1809, dictado por Mariano Luis de Urquijo, Ministro de Estado de José Bonaparte, disponiendo la extinción de todas las Órdenes Religiosas existentes en España, monacales, mendicantes y clericales, y ordenando que sus individuos salieran de sus conventos, en el plazo de 15 días; que vistiesen hábito clerical y que se estableciesen en los pueblos de su naturaleza, donde percibirían una pensión. El motivo inconfesado de tal disposición fue la adhesión masiva del clero, con pocas excepciones, a la causa de la resistencia contra los franceses, así como el deseo de apoderarse de sus cuantiosos bienes. Esta medida afecto en Navarra a 49 casas religiosas, y entre ellas, a la de Fitero. A la sazón, era abad de la misma, por segunda vez, Fray Martín Lapedriza, elegido para el cuatrienio de 1808-1812. Los monjes abandonaron el convento, el 18 de octubre de 1809; es decir, dos meses después de publicada su expulsión. Sus bienes fueron previamente inventariados, a fin de enajenarlos en beneficio del Estado; pero su venta no pudo realizarse, a causa de la Guerra de la Independencia; y una vez, concluida ésta, los frailes volvieron a instalarse en el monasterio, el 22 de julio de 1814. Desde la exclaustración no tenían naturalmente abad y éste no fue elegido hasta que se reunió el Definitorio de la Orden en 1815 y nombró a Fr. Roberto Aysa.
La segunda supresión se realizó en cumplimiento del Decreto del 1 de octubre de 1820, votado por las Cortes constituyentes y refrendado por el Ministro de Estado, Evaristo Pérez de Castro. Era una medida de represalia contra los religiosos regulares, por la oposición manifiesta de su gran mayoría de régimen liberal. En virtud de dicha disposición, se volvieron a suprimir todas las Órdenes Religiosas y a nacionalizar sus bienes, sacándolos a pública subasta. Por supuesto, se procedió a realizar previamente un nuevo Inventario de los mismos, abandonando los monjes la Abadía, el 22 de febrero de 1821; es decir, casi cinco meses después del citado decreto. Era entonces Abad, Fr. Bartolomé Oteiza. El 29 de junio siguiente, se dictó una Instrucción ministerial para la enajenación de dichos bienes, dando facilidades a los compradores para pagarlos en diez plazos. Aparecieron no pocos licitadores, y en Fitero, concretamente fueron comprados, en las subastas, los Baños Viejos, el Trujal, el Batán, la Nevera y 13 de las casas del pueblo; entre éstas, la de la Cárcel Vieja. Pero fueron desposeídos los adquirentes en 1823, no volviendo a tomar posesión definitiva de los mismos, hasta el año 1835.
Derribado el régimen constitucional por la intervención armada francesa de los Cien Mil Hijos de San Luis, los monjes volvieron de nuevo al Monasterio, el 28 de agosto de 1823.
Finalmente, la tercera y definitiva supresión tuvo lugar en 1835, en aplicación del decreto de 11 de octubre de dicho año, dictado por el primer Ministro, Juan Álvarez Mendizábal. En Navarra, la disposición afectó, esta vez, a la Colegiata de Roncesvalles y a 7 conventos: los de Fitero, La Oliva, Irache, Marcilla, Leyre, Urdax e Iranzu.
En esta ocasión, los frailes de Fitero abandonaron para siempre su convento, el 21 de diciembre de dicho año; o sea, a los 70 días de la promulgación del decreto de Mendizabal. Componían a la sazón, la comunidad 14 sacerdotes, 6 coristas y 1 lego. La abadía estaba vacante y figuraba al frente de ella Fr. Antonio Echarri, en ausencia del Prior, Fr. Esteban Cenzano.
Previamente a la salida de los monjes, se realizó el tercero y último Inventario. Empezóse el 13 de noviembre de 1835 y se acabó el 20 de diciembre de diciembre siguiente. Vino a hacerse cargo del Monasterio y a ordenar el Inventario don Melchor de Azcárate, vecino de Tudela, como Comisionado de Arbitrios de Amortización. A la sazón, era alcalde de Fitero, don Mamerto Medrano; y escribano del Ayuntamiento –y hasta entonces asimismo del Convento- don Celestino Huarte. Existen dos copias del Inventario en el Archivo General de Navarra, nº 415-416; pero la que nosotros hemos consultado y resumido, se encuentra en el Archivo de Protocolos de Tudela. Figura en el Protocolo de don Celestino Huarte del año 1835, con el número 40, y comprende los folios (del 89 al 195), advirtiendo que están manuscritos por el anverso (f) y por el reverso (fv). Está dividido en cinco “clases” o grupos de materias y tiene un acta final. Las clases comprenden, a su vez, numerosos apartados. Está hecho con bastante minuciosidad, no exenta, algunas veces, de errores; sobre todo, en los efectos de la Biblioteca conventual. Hay que tener, por otra parte, en cuenta que, desde la promulgación del decreto de Mendizábal hasta que se comenzó a hacer el Inventario, transcurrió más de un mes, durante el cual, los monjes, que se sentían despojados por el Estado, pudieron retirar no pocas cosas.
Nosotros no vamos a ofrecer a los lectores una transcripción entera de este histórico documento, la cual resultaría demasiado larga, sino un resumen completo del mismo, advirtiendo que, a veces, entrecomillamos frases y hasta párrafos enteros, copiados literalmente, por parecernos curiosos o interesantes.
Por lo demás, hemos suprimido casi todas las listas nominales, porque los nombres de los vecinos que figuran en ellas, al cabo de siglo y medio, ya no dicen nada a los fiteranos actuales. En estos casos, hemos totalizado sencillamente el número de ellos.
Lo mismo hemos hecho con las listas numéricas; dando únicamente las sumas de cada una. E igual, con los libros de la Biblioteca, omitiendo sus títulos y autores –a veces defectuosamente copiados-, y dando los totales de aquellos.
Con todo, hemos especificado más de una vez, numerosos efectos, por ofrecer cierto interés.

II

INVENTARIO

PRIMERA CLASE. FINCAS URBANAS Y RÚSTICAS
FINCAS URBANAS

Los edificios inventariados en este grupo son los siguientes: la Casa de los Baños Termales, un Molino Harinero, un Trujal de Aceite, un Batán de Paños, dos Hornos Públicos, una Nevera y 17 casas de la Villa.

LA CASA DE LOS BAÑOS TERMALES (folio 90v y 91)
“Su fábrica es un cuadro con una luneta en medio. Tiene tres pisos. En el primero y en el lienzo de la Puerta que cae al Poniente, está la Fuente de Aguas Termales, que sale por dos caños de bronce, colocados en el medio de la pared de una habitación, destinada únicamente para beber los Enfermos. En el lienzo inmediato, a la derecha, hay tres pozos espaciosos de piedra picada para bañarse y una estufa junto al origen del agua, la cual sale por un tránsito sobre vara y media de ancho y poco más de dos de alto, abierto a pico entre peñas y que se dirige como unas 30 o 40 varas hacia las entrañas del Monte. Desde aquí, por encima de los pozos o baños sin comunicarse con el agua que se pone en éstos, se conduce, por medio de un canal, el agua para la Fuente dicha. En los dos lienzos restantes, hay habitaciones a una y otra parte y una espaciosa cocina que toma su luz de la luneta.
Al segundo piso se sube por una magnífica escalera, colocada bajo el ámbito de una media naranja: sitio donde es tradición haber nacido el Venerable Palafox. Tiene este piso habitaciones en sus cuatro lienzos que dan vista a la parte de afuera; y en dos, que toman su luz de la luneta, hay también habitaciones y una cocina sobre la del piso primero. Hay también éste un tránsito ancho o salón para pasear los enfermos, el cual termina y da vista a la capilla o iglesia, que es bastante capaz, dedicada al Apóstol San Pedro. En el mismo piso y junto a la iglesia, hay una cocina, con horno o de pan cocer.
Al piso tercero se sube por una escalera de dos tramos y contiene iguales habitaciones que el segundo. En él hay también dos cocinas: la una sobre las del primero y segundo pisos, y la otra, sobre el horno.
En cada uno de los pisos, hay la oficina más indispensable para los efectos del agua, a fin de que los enfermos no tengan que andar mucho y llegar tarde.
Además de todo lo dicho, comprende la nueva obra ejecutada en el año 1830, con el fin de que, serenada, pueda surtir y templar el agua de todos los baños, proporcionando a los pozos la comodidad y limpieza de que, en saliendo del baño un enfermo, se desagüe y surta en momentos de nueva agua, dando a ésta el grado de calor que se apetece, por medio de la serenada en el Estanque. De modo que son de los mejores Baños que tiene la Península, así por la virtud especial de sus aguas, como por la comodidad de los enfermos”.
A la sazón, tenía arrendados los Baños, durante cinco años, por 24.000 reales vellón anuales, el vecino de Cervera Don Valentín Zapatero, por cesión que le hizo de ellos don Vicente Agreda y Remón, vecino y comerciante de Fitero. Durante las bañadas o temporadas de los Baños, el Monasterio acostumbraba entonces a tener un capellán para el servicio espiritual de los enfermos, al cual el Bañero tenía la obligación de suministrarle los alimentos.

EL MOLINO HARINERO (folio 92)
Estaba “sito a la salida del pueblo,  con una habitación para el Molinero”. Lo llevaba en arriendo, por tres años, Francisca Francés, viuda, por 9.600 reales de vellón. Tenía el gravamen, así como el Trujal de Aceite, de atender a los gastos de conservación de la presa del río Alhama por la que se tomaba el agua para ellos. Entre los efectos del Molino, se inventariaron “cuatro piedras (o muelas); dos soleras y dos andantes; dos cajas para cubrir las piedras y un rodillo para levantarlas; un mozo mayal y su crucero; dos templaderas; tres arcas y un almud para maquilar”.

EL TRUJAL DE ACEITE (folio 92 v.)
Estaba “sito a la salida del pueblo, camino para Tudela, confinante con el Molino Harinero”. Contenía diferentes almacenes y una habitación para el Mayoral. Esta oficina era administrada por el Monasterio; y entre sus efectos se contaba “7 vigas (o prensas) con todos sus pertrechos, 1 caldera para calentar el agua, 36 capazas, 7 calderos, 3 palas para coger la pasta, 14 canastas, 3 medidas: de dos docenas, de una y de un robo”, etc.

EL BATÁN DE PAÑOS (folio 93)
Estaba “sito en el río Molinar, con su habitación para el batanero y un huerto anejo”. Lo llevaba en arriendo por tres años, Benito Martínez, en 540 reales de vellón anuales. (En el Inventario, no se especificaban sus efectos.)

LOS HORNOS DE PAN COCER (folio 93)
Había dos hornos públicos: uno en el Barrio Bajo; y otro, en la calle de la Loba (hoy Armas), el cual tenía “una casa aneja”. Llevaba los dos en arriendo por un año, Marcelino Ximénez, vecino de Fitero, en 11.160 reales vellón; pero de esta cantidad se deducían 3.564 reales para gastos que se ocasionaban con las horneras y los proveedores de leña, quedando en liquido 7.596 reales.

LA NEVERA
“Sita en el término de San Valentín, con su caseta correspondiente, puerta y llave, la cual se administra anualmente por el Monasterio”. (El Inventario no da más detalles.)

LA CASA DE LA VILLA (folios 93 v. y 94)
Las casas que poseía, a la sazón, el Monasterio dentro del caserío del pueblo, eran 17, distribuidas de la manera siguiente: 5 en el Barrio Bajo, 3 en la Plaza del Molino, 2 en el Portal del Parador (hoy Lejalde) y 1 en cada una de estas calles: la de la Villa (cuya casa era conocida por la Cárcel Vieja), Carnicería, Oñate, Calle Mayor, la Loba, calle del Juego de Pelota (hoy San Juan) y la calle de en Medio (hoy Palafox). El total de sus rentas era de 3230 reales anuales, advirtiendo que la casa de la calle de la Loba la habitaba de limosna una viuda y que una de las casas del Barrio Bajo estaba incorporada al Hospital de la Villa. Siete de las casas rentaban 192 reales cada una; dos, 200 reales; una, 204 reales; y tres, 320 reales; entre estas últimas, la rentada al médico titular, Don Joaquín de Villa, en la Calle mayor.
FINCAS RÚSTICAS
Este grupo comprende 22 apartados: 17 relativos a fincas y aprovechamientos dentro de la jurisdicción del pueblo; y 5 relativos a fincas y cargas foráneas.

BIENES RÚSTICOS EN EL TERRITORIO DE FITERO

Son los siguientes:
Piezas arrendadas en la Huerta: Nueve, con una cabida total de 23 robos y 8 almudes, por una renta global anual de 1.244 reales vellón (folio 95).
Heredad grande de la Huerta: En administrada por el Monasterio y su cabida es de 50 robos, plantados en su mayoría de viña, y también de olivos jóvenes (folio 95 v.).
Pieza de la Salmuera: Sita en el término de los Hortales. Tiene 74 robos de olivos, viña y algunas nogueras, y está arrendada por 1480 reales de vellón anuales (folio 96).
Otras piezas en distintos términos, también en arriendo: 2 en la Hoya del Puente; 1 en el Batán, junto al río Molinar; 1 en Solosoto; 1 en Torralba y 1 en la Huerta Baja; o sea, 6 piezas, con una cabida total de 10 robos (sin contar la del Soto, que no se especifica), y una renta total anual de 496 reales de vellón (folio 96).
Olivar grande: Confina con el edificio del Monasterio y con la carretera del camino bajo de Cintruénigo. Es administrado por el convento; mide 70 robos y 800 olivos (folios 96-97).
Pieza de la Orden: Está situada dentro de la cerca del Monasterio y lindante con las Huertas del mismo y el camino de Tudela. Es administrada por la abadía y comprende 40 robos, con 216 olivos (folio 97)
La Mejorada: Está situada en el término de los Llecos y linda con el camino real de Castilla y de los Baños. También es olivar y tiene “su correspondiente cerca”. Su cabida es de 40 robos, con 220 plantas (folio 97).
Otros olivares: Son 8 piezas, administradas por el Monasterio y sitas en los términos del Combrero, los Plantados, la Callejuela de los Plantados, Torralba, Carracorella (llamada Cerrado de Ambrosio), Peñahitero y el Camposanto. Su cabida total es de 63 robos y 15 almudes, y tiene 624 plantas (y algunos plantones en los Plantados). Folio 97.
Dos huertas anejas al Monasterio y cercadas con su pared correspondiente para el uso y abasto de frutas y verduras de su comunidad. Su cabida total es de 18 robos (folio 98).
Dos Huertos: Uno en el Sotillo de los Olmos, de 7 robos, arrendado por 544 reales de vellón anuales; y otro, sito dentro de la cerca del Monasterio, llamado el jardín, lindante con el convento y el Olivar Grande. Tiene 4 robos de cabida y es administrado por el Monasterio (folio 98).
El Soto: Está poblado de árboles y tiene 90 robos, con su casa en medio, la cual se halla actualmente derruida en su fondo, y contiene un Estanque en medio de la finca. Está sujeto a la servidumbre de suministrar la leña necesaria para la construcción de estacas, con destino a las presas de la Villa (folio 98).
Dos eras de trillar: Una en el Camposanto Nuevo, con su casilla y una poza debajo para cocer cáñamo; y otra, en el Olmillo, junto al camino de la Aldea Nueva. La primera está administrada por el Monasterio; y la segunda está arrendada por 1 robo de trigo al año (folios 98 v y 99).
Tierras de Monte: Una pieza de 3 robadas en la Costera Blanca; y otra en Majarrasas (no dice la cabida), arrendada por 2 robos de trigo al año (folio 99(.
Corrales cubiertos de acubilar ganado menudo: Son siete, sitos respectivamente en el calvario Viejo ( con 1 yugada de tierra), Valderromeral; encima de la Hoya del Puente (con dos yugadas): los Blancares, Valdeza, Valdeguarro y Valderromeral (en el sitio llamado el Pardo, con diferentes tierras sin cultivar). Folio 99.
Yerbas de monte. El Monasterio goza de las yerbas de sus Dehesas de Valdeza, Valdeguarro y Ulagoso, propias y asignadas por las comunidades, en escritura de concordia de 1456, en las que constan su extensión y límites (folio 99 v.).
Corralizas: Son 2, unidas a las Dehesas citadas, junto a la jurisdicción de Tarazona, asignadas por las mismas comunidades para los ganados menudos del Monasterio, en escritura de 1692 (folio 99 v.).
Yerbas de regadío: El Monasterio tiene goce para sus ganados de las yerbas de regadío de Valdebaño, Hortales, Ovejuela, Solosoto, Combrero y Hoya del Puente, con arreglo a la escritura de 1584. Item al quinto de las yerbas de los términos y olivares de la acequia de Cascajos, comprendidos en la escritura de transacción de 1628. Y, por fin, a las yerbas comunes en que puede pastar la Dula o ganado del pueblo, con tal de que no exceda de mil cabezas de ganado (folios 99 v y 100).

BIENES QUE POSEE EL MONASTERIO EN OTROS PUEBLOS

Son los que posee en Alfaro, Yerga, Olmacedo y Tudela.
En Alfaro, posee 40 yugadas de tierra lleca en la Granja, cuya yerba está arrendada por 320 reales de vellón anuales (folio 108).
En Yerga, posee la Basílica de la Virgen de Yerga, con 5 yugadas de tierra y dos piezas pequeñas, arrendadas una y otras por 10 robos de trigo al año (folio 100).
En Olmacedo (Olvega), posee la Basílica de la Virgen de Olmacedo, con unas tierras contiguas, arrendadas al santero por 16 robos de trigo anuales, que se invierten en la conservación de aquélla (folio 100 v.).
En Tudela, posee 5 fincas en Traslapuente y 1 en Valpertuna, con cabida global de 45 robos y 10 almudes. Dos de Traslapuente están arrendadas por un total de 15 robos y 8 almudes. Dos de Traslapuente están arrendadas por un total de 15 robos y 8 almudes de trigo al año; y la de Valpertuna está cedida a censo perpetuo anual de 11 reales de plata de a 16 cuartos (folios 100 y 101).
(En el mismo folio 101, se advierte que todas las Dehesas, Yerbas y Corrales de acubilar ganado, mencionadas anteriormente fueron arrendadas por un año, en 2000 reales de vellón, a los vecinos de Fitero, Manuel Abadía y Vicente Rupérez; plazo que vencería el 30 de septiembre de 1836. Ahora bien, nosotros observamos en el original que el nombre de Vicente Rupérez y la cifra de 2000 reales de vellón fueron añadidos posteriormente. Ignoramos la causa.)
Cargas que tiene contra sí el Monasterio. Tiene en Pamplona dos censos redimibles: uno al Marqués de San Miguel de Aguayo por un capital de 1822 ducados de plata de a 11 reales, por el que paga un rédito anual de 1.607 reales vellón; y otro, a Don Ramón Esain, por un capital de 3000 ducados de igual valor que el anterior, por el que paga anualmente un rédito de 742 reales de plata.

III

SEGUNDA CLASE

Comprende 15 apartados, referentes a los títulos de pertenencia de fincas, censos, foros, diezmos, prestaciones de todas las clases, efectos de la Villa, imposiciones en los fondos públicos y establecimientos mercantiles y particulares (folios 102 a 126).

TÍTULOS DE PERTENENCIA (folios 102 y 103)

Dichos títulos de pertenencia de las fincas del Monasterio, con todos sus derechos, en los términos de su Distrito, designados en el Apeo de los términos de Turugen y Nienzabas, que, por mandato de Alfonso VIII, hicieron los Concejos de Agreda, Cervera y San Pedro, en la era de 1226 (año 1264), son los siguientes: Varias donaciones hechas al Monasterio por Alfono VII de Castilla, Sancho III, Alfonso VIII, Sancho de Navarra y Don Pedro Sánchez de Angulo, confirmadas por los Reyes: Alfonso IX, en la era de 1352; Juan II, en la de 1428; los Reyes Católicos, en el año 1481; Carlos V en 1527; y Felipe V en 1709… cuyos originales pueden verse en el Archivo de este Monasterio, en la Clase IV, fajo único, números 1, 6, 9, 12, 15, 41, 45, 49, 58 y 59.
Los olivares de dentro de la cerca y Huerta Baja, con las huertas que se llamaban Fitero, fueron donadas al Monasterio por Don Pedro Tizón y su mujer Doña Toda, en la era de 1179 y confirmadas por su nieto, el Arzobispo Don Rodrigo, en la de 1252, como consta en el Tumbo, en los folios 437 y 463 v.

LA GRANJA DE OLMACEDO (folio 103)

Fue donada por un vecino de Ólvega que entró monje en el Monasterio y allí fue fundada la Basílica de Nuestra Señora de Olmacedo, en el año 1252.

FOROS Y OTROS DERECHOS Y REGALÍAS (folio 103)

Son los seis siguientes:
1)    Derecho de castellaje, cobrando dos reses de cada rebaño que pasaba de Castilla a Navarra o viceversa.
2)    Cobro del cuarto de todos los carneramientos hechos en las yerbas de los Montes Comunes.
3)    Derecho de alcabala forana, que cedió a la Villa en 1603, por dos ducados anuales que aún paga al Monasterio, reservándose éste la que pagan los forasteros que venden heredades de regadío.
4)    Un canon o censo menudo, equivalente a la décima parte del valor de cualquier finca rústica o urbana, que se vendiese o permutase, y edificio que se construyese, de viendo pedir previamente licencia al Monasterio los vendedores, para que, si el Monasterio la quería para sí, la tomase por la undécima parte menor de su valor, en razón de luismo; y si no lo hacían, el Monasterio tenía el derecho de comisar la finca de que se tratase.
5)    La jurisdicción civil y cirminal de la Villa, nombrando todos los oficios de ambas jurisdicciones; y habiendo sido desposeído de la criminal en 1549, por sentencia del Real Consejeo, la compró después por 11.000 ducados, como consta en la sentencia ejecutoria de 1675.
6)    Cobro de los derechos de homicidios, medios homicidios, marcos y “quinxentenas”.


QUINTOS (folio 104)

El Monasterio tiene derecho al quinto de los frutos, con inclusión del Diezmo y Primicia, como párroco de la Villa, de los términos de Peñahitero, Carracorella, Sacristanía, Portaza, Llecos, Viñas someras, Torralba, los Plantados, el Paguillo, Añamaza, Hortales, Valnueva, Valdelatorre, la Serna alta y la Viña Baja, compuestas de olivares.

DIEZMOS (folio 104)

Como “Prelado diocesano, con jurisdicción omnímoda”, y Regente de la Parroquia, el Monasterio percibe “los Diezmos de todos los términos” del pueblo y de su jurisdicción.

PRIMICIA (folio 104)

Asimismo percibe el ramo de Primicia, corriendo a su cargo atender a los gastos de la iglesia y demás necesario. 

CENSOS PERPETUOS A RENTA DE TRIGO (folios 104 v y 108)

Por la escritura de 1584, entre el Monasterio y los vecinos, éstos tenían a censo perpetuo, con comiso, luismo y fadiga, las heredades de tierra blanca sitas en la Huerta y en otros términos del regadío, pagando por cada robao de tierra, uno, dos y tres robos de trigo, con alguna variedad. En 1835, el número de estos censatarios era de 235 y la renta total anual de trigo ascendía a 1092 robos y 7 almudes y medio, adeudando al Monasterio, para rentas atrasadas, la cantidad de 5.707 robos, 7 almudes y 1 cuartilla y media.

CENSOS A DINERO DE LA CLASE DE REDIMIBLES (folios 109 a 113)

A la sazón, el número de censatarios de esta clase era de 160. Los censos capitales de la misma que tenía el Monasterio contra los vecinos, al 5º de rédito, ascendían a 77.095 reales de plata de a 16 cuartos y maravedís; y lo que adeudaban los vecinos, por réditos atrasados, a la cantidad de 27.521reales del mismo valor.

FOROS O CANONES Y DIEZMOS A DINERO PROCEDENTES DE HORTALIZAS Y FRUTOS DE LOS HUERTOS (folios 113 v a 123)

El número de censatarios era de 397, los cuales pagaban al Monasterio, “a título de reconocimiento anual”, como “censos menudos”, 531 reales y 17 maravedís y medio de plata de a 16 cuartos, debiéndole entonces por atrasos 9.263 reales y 23 maravedís de la misma especie.
Los diezmos de frutas y hortalizas de los huertos cerrados ascendían, a su vez, a 161 reales y 33 maravedís anuales, adeudándole, a la sazón, 437 reales.

FOROS O CÁNONES A DINERO A FAVOR DEL MONASTERIO EN DIFERENTES PUEBLOS DE CASTILLA (folios 123-124)

Los censatarios eran una quincena de vecinos de Cervera, Ixea, San Pedro Manrique y las Agustinas de Agreda, que le pagaban en total 72 reales y 22 maravedises, “por reconocimiento anual”.

CENSO PERPÉTUO A RENTA DE TRIGO EN CASTILLA (folio 124)

Lo pagaba un vecino de Cervera y era de 12 medias de trigo, por el útil de una heredad, sita pasado el puente de Valdebellota.
(En este mismo folio número 124, se hacía esta advertencia importante: que los foros o cánones a dinero y rentas de trigo a censo perpetuo, contenidas en los dos estados precedentes, hacía muchos años que no se percibían por el Monasterio, sin haberse podido proceder a su cobranza por vía ejecutiva, porque no se habían encontrado las escrituras censales).

IMPOSICIONES EN LA CAJA DE AMORTIZACIÓN. PRÉSTAMOS VOLUNTARIOS AL 3% (folio 124)

Eran tres Cartas de pago, expedidas en 1798, a favor del Monasterio, por un capital total de 219.151 reales de vellón y 1 maravedí, con un rédito total anual de 7.294 reales vellón y 26 maravedises.

IMPOSICIONES EN LA MISMA CAJA. REDENCIONES DE CENSOS LIBRES AL 4º (folios 124 v y 125)

Eran tres Certificaciones, otorgadas en Madrid, en 1806, a favor del Monasterio, por un capital total de 6780 reales vellón y 30 maravedís, y con un rédito global de 271 reales vellón y 5 maravedís anuales.
(En el Inventario, se hacía constar a este propósito que el Monasterio no tenía los documentos relativos a las Imposiciones de los dos estados precedentes, por haber sido recogidos en 1820 por el Comisario del Crédito Público, al hacerse el Inventario de sus bienes, por haber sido decretada la supresión de los conventos).

DERECHO DE LA AGUADA DE LA VILLA DE CINTRUÉNIGO (folio 125 v.)

El Monasterio recibe anualmente de Cintruénigo, por la cesión del agua de la Acequia Molinar del Monasterio, en los cinco primeros días de cada mes, la cantidad de 50 ducados de a 11 reales de plata de 16 1/2, que son 1.035 reales de vellón y 18 maravedís.

CENSO PERPETUO A DINERO DE LA HEREDAD DE LA SERNA EN CASTILLA (folios 125 y 126)

El 21 de marzo de 1815, el Monasterio dio a los vecinos de Cervera, José Zapatero y Manuel Moreno, a censo perpetuo enfitéutico mancomunadamente las tierras de la Serna, con el reconocimiento anual de 80 reales de vellón y una octava parte de todos los frutos que rindiesen las plantas o árboles. Pues bien, deben todos los plazos vencidos desde la fecha del otorgamiento de la escritura y van incluidos en la relación de censos menudos.

IV

TERCERA CLASE

Comprende 36 apartados en los que se incluyen los bienes muebles y efectos semovientes, vales reales, créditos contra el Estado y particularmente, existencias de dinero, frutos, escrituras y contratos de arriendo y libros de asiento de cuenta y razón (folios 126 a 134).

BIENES MUEBLES

Habitación del abad (folio 126). Contiene: a) 42 efectos (2 mesas de nogal, 26 sillas de anea, 2 colchones de lana, 1 catre nuevo, 3 mantas de Palencia, etc.); b) Ropa blanca (2 sábanas de lino y 4 de cáñamo, 8 servilletas, 6 toallas, etc.); c) Vajilla (2 docenas de platos, 8 jícaras, 1 brasero, 3 fuentes de piedra, etc.; en total, 35 utensilios.)
Cuarto de Hospedería (folios 126 y 127). Contiene 20 efectos (1 carretón, 2 colchones de lana, 2 sábanas, 1 mesa de pino, 6 sillas, 1 albornia y su jarra, etc.)
Cuarto de paje (folio 127). Contiene 13 efectos (1 mesa de pino, 1 carretón con su cordel, 2 albornias, 3 sillas de paja, 6 sillas, 1 albornia y su jarra, etc.)
Cuarto grande (folio 127). Contiene 13 efectos ( 2 tinajas, 8 sillas, 1 banco con respaldo, etc.)
Cuarto de rasura (folio 127 v). Contiene 12 efectos (7 paños de rasura, 1 caldero, 1 cántaro, etc.)
Cillería (folio 127 v.). contiene 30 efectos (4 mesas, 1 cántaro de aguardiente con su tinaja, 14 sillas, 4 jarras, 2 vasos, 1 terrera con hierros, etc.)
Cocina de la cillerería (folio 128). Contiene 8 efectos (2 arcas, 2 cántaros, 2 bancos, etc.)
Bodega de cillerería (folio 128). Contiene 11 efectos (6 cubas de 800, 800, 400, 300 cántaros, etc., 2 canales, 2 comportas y 1 escala).
Granero de ventas (folio 128). Contiene 6 robos y 14 almudes de trigo, 1 escalera, 1 raspadera, 1 pala, 1 canal, y piezas y marcos viejos de madera).
Corra de los lagos (folio 128 v.). Tiene 1 prensa de uvas, 2 bancos, 6 tablones y 1 viga.
Aceitería (folio l28 v.). Contiene 59 efectos (15 pilas, 18 tinajas, 4 pellejos, 2 ballartes, etc.)
Otra aceitería (folio 128 v.). Tiene 34 tinajas, 1 envasador y 1 medida de lata.
Refectorio (f. 129). Contiene algo más de 100 objetos (5 vidrieras – 2 en las ventanas y otras arriba con sus alambrados-. 11 mesas principales de pino, el juego de bancos unidos que circunda el refectorio y sirve de asientos, la campana de la puerta del refectorio, 6 botellas, 6 jarras, 11 albornias, 12 pares de vinajeras, 15 servilletas, 11 manteles, etc.)
Despensa debajo de la escalera principal (folio 129). Contiene 3 tinajas, 2 ollas, 3 terrizos y 2 jarrillos.
Despensa junto al refectorio (p. 128). Tiene 2 pellejos y 1 piqueta para el uso de vino.
Despensa de la cocina (folio 129 v.). Contiene 14 efectos: 4 terrizos, 3 ollas, 4 terreras, 1 capazo, 1 peso con 4 pesas y 1 tronquillo para picar la carne.
Cocina (folio 129 v.). contiene 78 efectos: 3 tinajas, 4 cántaros, 2 calderas, el jarro de cobre para la comida de los pobres, 5 sartenes, 5 ollas, 2 parrillas, etc.
Horno (folio 130). Tiene una capa de la boca del horno.
Cuarto junto al horno (folio130). Contiene 1 horno viejo sin uso, 1 almud y 1 medida.
Bodega bajo el refectorio (folio 30). Tiene 2 tinajas grandes.
Granero nuevo (folio 130). Tiene 12 ventanas con sus correspondientes alambrados y rejas; tanto en el piso de arriba como en el de abajo.
Granos (folio 130). Hay 15 robos de centeno, 18 de cebada, 7 de avena, 10 de morcajo y 100 arrobas de patas, destinadas para los pobres.
Efectos del granero (folio 130). Hay 2 docenas de escobas, medidas de robo y de cuartal, 1 pala y 1 traidero.
Cuarto del Mayordomo (folio 130 v.). Contiene 32 efectos: 2 destrales, 8 terreras, 4 cestas, 6 cueros, 7 paraderas, 1 mesa de cortar para los pobres, con su cuchilla, 2 palas, etc.
Granero de cillerería (folio 130 v.). Tiene 2 calderillos viejos y 1 banco de nogal.
Bodega de la Plaza de las Malvas (folio 130 v.). contiene 20 efectos: 14 pellejos para vino de mediano uso; 4 más, inútiles, 1 envasador y 1 tinaja.
Cuadra (folio 130 v.). Hay en ella 5 burros, 5 albardas y 2 esportizos.
Otros efectos de la cuadra (folio 130 v.). Suman 71: 23 comportas, 20 varas, 12 canastas, 6 sacos, etc.
Carpintería (folio 131). Contiene 96 efectos: 59 maderos, 9 puertas, 26 tabloncillos, etc.
Vales reales pertenecientes al Monasterio (folio 131). Hubo anteriormente 5 vales reales por valor global de 1.050 pesos y dos recibos de sus intereses, por un importe total de 3.000 reales vellón y 30 maravedies; pero ninguno de estos documentos se hallaba en el Monasterio en 1835, por haberlos entregado en 1820 al Comisionado del Crédito Público, don Rafael Garballo, al ser suprimido el Monasterio e inventariado sus bienes.
Crédito contra el Estado (folios 131 v y 132). Hay uno global de 676.367 reales de vellón, por los donativos hechos a los Ejércitos Españoles y a la Diputación de Navarra, y los “suministros al Hospital Militar que a sus propias expensas, mantuvo el Monasterio en 1808”, cuya liquidación se presentó a la Diputación de Navarra, el 24 de diciembre de 1814, pues los “adelantamientos del Monasterio se hicieron con calidad de reintegro.”

Créditos contra particulares (folios 132 y 133). Son los siguientes:
1)    Retrasos de rentas de trigo de censos perpetuos (folio 132). Por este concepto, deben al Monasterio los vecinos censatarios un total de 5.707 robos, 7 almudes y 1 cuartilla y media de trigo, según consta en el libro “Rentas de trigo”, iniciado en 1790 y en el 2º inventario (de 1820).
2)    Retrasos de créditos de Censos redimibles (folio 132 v.). Por este concepto, deben los vecinos al Monasterio 27.591 reales de plata de a 16 cuartos, por el capital de 77.095 reales y 5 maravedises de la misma especie, que tiene distribuido entre ellos “en pequeños capitales de censos redimibles”, según consta en la liquidación practicada en presencia de los Libros I y II de Censos de gracia o al quitar; y en el 2º Inventario (de 1820).
3)    Retrasos de los foros o cánones (folios 132 v y 133). Ascienden a 9.213 reales de plata y 23 maravedís. (Anotemos, de paso, que, en el folio 123, se tachó el 13 y se pusieron 63.)
4)    Retrasos de los diezmos a dinero por frutas y hortalizas de los huertos (folio 133). Ascienden a 437 reales de plata, según el Libro de Caja de Censos menudos.
5)    Créditos de rentas de las Oficinas del Molino y de los Hornos públicos, casas, huertos y demás heredades (folio 133). Es acreedor igualmente el Monasterio a las rentas transcurridas del Molino, los Hornos públicos, casas, tierras y huertos, mencionadas en la primera Clase.

Libros de Cuenta y Razón (folio 133 v.). Son ocho libros y 2 cuadernos, explicados a continuación.

El Libro 1º es de Cuentas Generales de la Administración, empezando en 1783 y acabando en 1819.

El Libro 2º es de los términos renteros y sujetos que los poseen. Termina en el folio 337, quedando en blanco una tercera parte.

El Libro 3º es de Censos al quitar o de Gracia, formado en 1797, constando de 495 folios.

El Libro 4º es también de Censos al quitar. Se empezó, al parecer, al terminar el anterior y está escrito hasta el folio 107.

El Libro 5º es de Censos menudos y termina en el folio 451, dejando blanco 36.

El Libro 6º es de la Hacienda y propios del Monasterio, y sólo tiene escritos 38 folios, quedando en blanco las ¾ partes.

El Libro 7º es otro libro de Cuentas Generales, empezado en 1830, con 240 hojas, de las que están escritas la mitad.

El Libro 8º es un libro grande que contiene derechos del Monasterio y escrituras de arriendo.

El Cuaderno 1º es de Asientos de entrada de frutos y está en poder del Administrador del suprimido Monasterio, don Norberto del Valle. Se inició en julio de 1821 y tiene 38 folios.

El Cuaderno 2º es de Cuenta y Razón de los sirvientes del Monasterio. Tiene 50 folios escritos y 21 en blanco.

Escrituras de arriendo (folio 133 v.). Son las cinco siguientes:
1)    Escritura de los Baños, arrendados por 5 años a Vicente Agreda y Remón, vecino de Fitero, en 24.000 reales de vellón anuales, desde el 1 de enero de 1834 al 31 de diciembre de 1838.
2)    Escritura del Batán de Paños, arrendado a Benito Martínez, por 3 años, en 540 reales anuales, desde el 6 de marzo de 1835 al 6 de marzo de 1938.
3)    Escritura de los Hornos de pan cocer, arrendados a Marcelino Ximénez por 1 años, desde el 1 de enero de 1835 al 31 de diciembre del mismo año. El precio del arriendo es de 11.160 reales, de los que deben deducirse 3.564 reales vellón, por gastos de horneras y de leña.
4)    Escritura del Molino Harinero, arrendado a la viuda Francisca Francés, en 9.600 reales anuales, por tres años, desde el 1 de febrero de 1833 al 31 de enero de 1836.
5)    Escritura de la Salmuera, arrendada a Pedro Ignacio Sanz y a Inocencio Alfaro, por cuatro años, en 20 reales vellón anuales por cada robo de tierra, desde el 1 de noviembre de 1835 al 31 de octubre de 1839.
En el Inventario hace notar el Monasterio que no acostumbraba a celebrar escrituras de arriendo de casas, heredades y otras cosas, sirviendo de nota y gobierno el asiento que hace sobre el particular, en el Libro de Hacienda.

V

CUARTA CLASE

Comprende el Archivo del Monasterio, la Biblioteca, las pinturas y demás enseres de utilidad a los Institutos de Ciencias y Artes (folio 134 a folio 183).
Archivo (folios 134 a 139), Se divide en 7 subclases, con más de 60 fajos y 6 apartados más.

La primera subclase contiene 17 fajos.

El fajo 1º comprende documentos relativos al derecho de Señorío, apeos, amojonamientos, jurisdicción ordinaria del Monasterio, etc: y un libro con la ejecutoria que obtuvo el Monasterio en 1803, adjudicándole el derecho exclusivo y prohibitivo de caza en el Soto, en las Dehesas y en las Dehesillas (f. 134).
El fajo 2º contiene documentos comprobatorios del Señorío del Monasterio, del derecho del abad de llevar pectoral y cómo debían recibir los vecinos de Fitero al Abad electo (folios 134 v y 135).
El fajo 3º contiene nuevos documentos sobre el Señorío, el Horno de Poya y 4 cuerpos de procesos, seguidos en el Tribunal Eclesiástico del Monasterio, desde 1498 hasta 1669 (folios 134 v. y 135).
El fajo 4º contiene documentos relativos a la nueva población intentada por la Villa, así como tocantes a la jurisdicción eclesiástica ordinaria, ejercida por el Monasterio desde tiempo inmemorial hasta 1633 (folios 134 v. y 135).
El fajo 5º contiene ejecutorias y sentencias sobre la nueva población de Olivarete, así como relativas a la jurisdicción ordinaria del Abad y de su vicarios General, como nullius dioecesis, desde tiempo inmemorial hasta 1633 (folios 134 v. y 135).
El fajo 6º contiene cédulas y memoriales sobre la propiedad de Oivarete, así como testamentos, autos de visita, excomuniones y autos seguidos ante jueces de la jurisdicción eclesiástica, desde 1500 a 1600.
El fajo 7º contiene documentos relativos a la jurisdicción baja y mediana del Monasterio sobre la Villa.
El fajo 8º encierra nuevos documentos “por lo que se demuestra el derecho de ser y de llamarse Señor de la Villa de Fitero el Abad.”
El fajo 9º contiene documentos sobre nombramientos de alcaldes, regidores, tesorero, alguaciles y guardas y sobre la insaculación.
El fajo 10º contiene autos obrados por los Jueces de Residencia, desde 1785 a 1764, y documentos relativos a la jurisdicción eclesiástica (sentencias, licencias, depósitos, excomuniones, etc.), así como al Tribunal eclesiástico (dispensas, de libertad, esponsales, divorcios, apercibimientos, etc.), en dos cuerpos: todos del siglo XVII.
El fajo 11º encierra nombramientos de escribanos y más documentos del Tribunal eclesiástico, desde 1700 a 1780.
El fajo 12º contiene mandatos de los Abades, capturas y prisiones hechas por saltar huertos, por el alcalde en lo civil, carneramientos, etc., así como procesos seguidos por la jurisdicción eclesiástica ordinaria del Monasterio, desde 1550 hasta 1600.
El fajo 13 encierra procesos seguidos ante el Tribunal eclesiástico del Monasterio, desde 1600 hasta 1660.
El fajo 14º contiene análogos documentos que el anterior, desde 1660 a 1700.
El fajo 15º encierra análogos documentos, desde 1700 a 1750.
El fajo 16º contiene documentos análogos, desde 1750 a 1780; y además, dispensas, bulas apostólicas para contraer matrimonios, bulas de indulgencias, autos de depósitos y de inmunidad, consultas, excomuniones, etc., desde 1600 a 1760.
El fajo 17 contiene procesos seguidos en el Tribunal eclesiástico del Monasterio sobre dispensas de proclamas de matrimonio y apercibimientos, dede 1780 a 1796.

La segunda subclase contiene los tres fajos siguientes:

1)    Sentencias, ejecutorias, gracias e instrumentos de la jurisdicción criminal, desde 1540 a 1698.
2)    Despacho y decreto real, imponiendo silencio perpetuo a la villa para el tanteo de la jurisdicción criminal y otros documentos sobre la misma.
3)    Hechos ajustados, cédulas en derecho, informes y consultas sobre la misma jurisdicción criminal del Monasterio.

La tercera subclase comprende los diez fajos siguientes:

1)    Escritura de la Huerta y otros términos; convenio sobre la alcabala foránea; privilegios, bulas apostólicas, etc. del Monasterio.
2)    Documentos relativos al derecho del Monasterio al goce de las yerbas de los términos comprendidos en las escrituras anteriores.
3)    Licencias del Abad para plantar y desplantar viñas, abrir puertas de casas y para pasar por el término redondo del Monasterio.
4)    Concordia sobre la presa de Ixea que rompieron los de Alfaro.
5)    Escrituras enfitéuticas desde 1410 a 1573, y un libro de Censos menudos, desde 1596 a 1611.
6)    Falta el fajo correspondiente.
7)    Comisos del Monasterio a particulares.
8)    Dictámenes sobre rebaja de censos, solicitados por la Villa en 1777.
9)    Documentos sobre el Olivar Mayor del Monasterio y sobre Ormiñén, así como ejecutoria del Monasterio de 1564 contra los jurados y vecinos de la Villa sobre diezmo de pollos, lechones y otras cosas.
10)          Documento relativo a la paga del servicio.

La subclase 4ª comprende 4 fajos y un pergamino.

1)    Documentos relativos al derecho del Monasterio en los Montes Comunes, así como donativos y suministros hechos a los ejércitos españoles y franceses, con un estado de liquidación general y particular, copia del presentado a la Diputación de Navarra, el 14 de noviembre del año 1864.
2)    Documentos relativos al derecho del Monasterio a las yerbas de los Montes Comunes para 1.500 cabezas de ventaja.
3)    Convenio entre el Monasterio y pueblos comuneros de 1692; ejecutoria sobre el señalamiento de yerba para 1.500 cabezas de ventaja; amojonamiento de los Montes de 1696 y convenios sobre prendamientos y otras cosas.
4)    Es un fajo sin numerar, que contiene copias, en letra más legible, de todos los privilegios y donaciones reales y particulares, bulas, etc. concedidas al Monasterio.

Finalmente, el pergamino, al que le falta un retazo al final, data de 1332, es de 7 varas de largo y una tercia de ancho y comprende las pruebas de Alfonso XI de Castilla sobre el derecho que pretendía tener sobre el Monasterio y términos de Turugen.

La subclase 5ª comprendía 10 fajos; pero faltan el 1, 3, 5, 6, 9. ¿Quién y por qué los sustrajo?

2) Documentos relativos a Cervera sobre pastos, presas y acequias.
4) Documentos relativos a Cervera y Grávalos, especialmente la escritura de compra de 400 varas de arriba para la presa.
7) Ejecutiva Real a favor del monasterio de 1776 contra Autol, sobre pastos y roturas. Otra contra Alfaro sobre los diezmos de Niencebas y otros documentos del pleito contra dicha ciudad en 1751.
8) Probanzas del Monasterio en causa contra Alfaro sobre la posesión de los términos de Nienzabas, de 1400.
10) Proceso entre el Monasterio y Alfaro ante el juez don Jerónimo de la Puebla Oreja, del consejo Real de Navarra, nombrado por Real Cédula de S. M., el 19 de octubre de 1816, para hacer amojonamiento del término solariego redondo y heredades del Monasterio, a cuyo efecto pasó a Fitero para realizarlo, con su escribano Pedro Sola. Asimismo mandatos, requerimientos y articulados contra los de Alfaro sobre agravios hechos a varios  monjes y daños ocasionados en la presa y acequia del Baño. Igualmente proceso, sentencia y ejecutoria contra Alfaro sobre las aguas del Alhama y amojonamiento de Niencebas.

La subclase 6ª comprende siete fajos:

1)    Documentos relativos a Cintruénigo sobre presas, aguas y ríos; gracias que le hizo el Monasterio, concediéndole 5 días de aguada del Río de Piedra; y reparto de las aguas y términos entre Cintruénigo, Corella y Alfaro, pertenecientes a los siglos XVI y XVII.
2)    Documentos relativos a Cintruénigo con la ejecutoria sobre desplantar y presas del Río Llano.
3)    Sentencias a favor del Monasterio contra don Miguel Iñíguez del Rayo, vecino de Tudela, sobre la hacienda de don Fernando Cerradillas. Correspondencia de oficio con Cintruénigo desde 1816 y escritura de convenio con él. Sentencia y ejecutoria contra Corella sobre la inhibición de la presa de Valdebaño. Escrituras de compra de las casas y hacienda de Pamplona y Tudela.
(Advertimos que, en realidad, se trata de tres fajos diferentes, marcados con el número 3.)
4)    Un libro de cédulas en derecho por diversas comunidades y particulares; otro de las dependencias del Monasterio de Erce desde 1702 y otro, impreso, de breves pontificios.
5)    Cuadernos de Cortes de 1592, 1608, 1612, 1628, 1632, 1674, 1688, 1692 y 1701, comprendidos en la Recopilación; y Cortes de Tudela en 1725.
6)    Inventario y notas antiguas del Archivo del Monasterio, un libro de indulgencias y otros asuntos.
7)    Autos de posesión de los Abades, desde 1716 a 1819.

La subclase 7ª comprende cinco fajos de extravagantes.

1)    Asuntos ventilados con la villa.
2)    Poderes para diferentes asuntos. “Provisión para que el Abad dé a los de Fitero persona que los conduzca, cuando salieran a la guerra”. Concordias con doña Ana Mendoza y don Antonio Castro.
3)    Papeles sobre jurisdicción civil, criminal y eclesiástica. Privilegios, confirmaciones, etc. Un proceso sobre la Tejería. Actuaciones sobre las Armas de los Ixeas.
4)    Faltan los documentos correspondientes.) ¿Por qué y cómo desaparecieron? Misterio.
5)    Papeles sueltos de ningún efecto y que exige de justicia echarlos al fuego.

Otros documentos (folio 138 v.)

1)    Un proceso criminal sobre la presa de Ixea, marcado con el número 3.
2)    Un fajo de escrituras viejas de arriendos.
3)    Un fajo de razones de gastos, pensiones y otros asuntos en negocios judiciales.
4)    El Tumbo del Monasterio de 888 folios, con algunos en blanco entre medio.
5)    Una ejecutoria del Monasterio contra los vecinos de autol, mandándoles desplantar viñas.

Biblioteca del Monasterio (folio 139 a 181).

Comprende 43 estantes, con 2.100 obras en 2838 volúmenes. El Inventario es muy deficiente, pues, sin contar con que en 1835 sólo quedaban en la Biblioteca la tercera parte de los libros y documentos que tuvo antaño, se han omitido con frecuencia los nombres de los autores; a veces, están deformados y hasta los mismos títulos de las obras están, de vez en cuando, mal copiados. Naturalmente abundan las obras en latín, tanto de los escritores clásicos paganos como cristianos, medievales y modernos. La mayoría son obras en un solo volumen, estando en minoría las de ciencias físico-matemáticas y naturales. Omitimos su reseña, porque, además de ser demasiado larga, no interesaría a la gran mayoría de los lectores..

Nomina de los monjes de Fitero, al ser exclaustrados en 1835.

Comprendía 14 sacerdotes, 6 coristas y 1 lego. Entre los sacerdotes figuraba el entonces Presidente del Monasterio, Fr. Antonio Echarri (en el siglo Salustiano Matías), los exabades, Fr. José Martín Lapedriza y Cosme Bartolomé Oteiza, y el último Prior, Fr. Benito Esteban Cenzano. Esta nómina aparece intercalada en el folio 153 del inventario de la Biblioteca y está firmada por Melchor de Azcárate y Fr. Antonio Echarri.

Efectos existentes en la misma Biblioteca (folio 181 v.)

Hay 3 cajas, con piezas: triangular, cuadrilonga y redonda; 2 medidas de bronce y 2 globos.

Otros efectos muebles (folios 181 v. y 182).

Hay 5 mesas, 3 escaleras, 3 banquillos y 1 estante.
Pinturas en la misma Biblioteca (folio 182).
1 Ecce-Homo en lienzo, de marco dorado y autor desconocido.
1 cuadro de Santa Escolástica, en lienzo, de cuerpo entero.
1 cuadro de San Pedro.
4 cuadros pequeños que no pudieron descolgarse por su mucha elevación.
12 paisajes comunes.
Otras pinturas en diversas habitaciones.
En el folio 182, constan los siguientes:
En la Sala Capitular alta: 1 Crucifijo grande lienzo.
En el antecoro: 1 cuadro del Nacimiento en lienzo y otro de la Adoración de los Reyes.
En el Salón: 1 Ecce-Homo en lienzo.
En la escalera del coro: San Raimundo en lienzo.
En el Claustro: 1 Crucifijo en lienzo.
En la Matraca: 1 cuadro de la Purísima.
En la Sacristía: sobre la puerta principal, 1 cuadro de María con su hijo durmiendo; y en el interior, también en lienzo: 1 cuadro de San Benito de cuerpo entero; 1 de Santa Teresa; 1 de Santa María Egipciana; 1 de Crucificado; y además 1 Crucifijo de bulto.
En el Claustro Bajo: una colección de lienzos de la vida de San Bernardo, estropeadísima.
En el folio 182 v. y 183, constan además los siguientes:
En el Capítulo Bajo: 1 cuadro de San Benito, de cuerpo entero, en lienzo; 1 del P. corral; 1 de San Conrado; 1 de San Raimundo; 1 de Diego Velázquez; 2 de Ven. Jerónimo Sofor; 1 del Papa Alejandro III; 1 de San Bernardo y 1 Crucifijo de bulto.
En la Cámara abacial: 3 cuadros en lienzo de San Francisco de Asís, de San Benito y de la Virgen María.
En el Cuarto Grande: 3 cuadros de imágenes desconocidas y 1 de Santa Lucía.
En el Refectorio: 1 cuadro con un Crucifijo de lienzo.
En la Hospedería o Cillerería: 3 cuadros en lienzo (de San Pablo, de San Bernardo y del Ecce-Homo).

VI
QUINTA CLASE

Comprende el Monasterio, su iglesia, ornamentos y vasos sagrados (folios 184-187).
Monasterio (folio 184).

“La fábrica del Monasterio es de grande capacidad y contiene, a más de los claustros sumptuosos, con sus medias naranjas en medio, todas las oficinas de Cocina, Horno, Refectorio, Azoteas, Graneros, Cillererías, Cas de Hospedería, Caballerizas y excelentes bodegas de mucha magnitud, para toa especie de caldos.”

Iglesia (folio 184).

Está “aneja al Monasterio” y es “una de las mayores de la Península, y la única parroquia de esta Villa, compuesta de 600 vecinos.”

Sacristía (folio 184).

Es magnífica y posee cinco clases de ternos: Blancos, encarnados, verdes, morados y negros, correspondientes a los colores litúrgicos.
Ternos blancos (folio 184).
Hay los siete siguientes:
1)    Uno de 1ª clase; y 2) otro de segunda; ambos con capa, bolsa, velo para el cáliz y paño de atril; 3 uno de flores con velo; 4) uno de alama con paño de atril; 5) uno común de flores con velo; 6) y uno común de damasco. Se completan con 13 casullas (5 de primera clase; 4 de segunda; y 4 comunes); con dos paños de púlpito (uno de primera clase, y otro, común); el palio del Corpus; 5 capas; 6 velos blancos; 3 frontales (1 de primera clase y 2 comunes); y 1 doselito para el Corazón de Jesús.

Ternos encarnados (folios 184 v. y 185).

Hay cinco, con capa, bolsa y velo: de primera clase, de segunda, de damasco común, de cordoncillo y de terciopelo carmesí. Se completan con tres paños de atril, 24 casullas (9 de primera clase, 8 de damasco y 7 de carmesí); 3 capas (2 de damasco encarnado y 1 de flores); un dosel para el Jueves Santo, con sus guarniciones y sobrecama de terciopelo; 3 bandas (1 buena y 2 medianas), 13 velos, 4 Frontales y 1 carpeta.
Ternos verdes (folio 185).
Hay 2, con paño de atril y frontal correspondiente; 1 capa, 14 casullas (9 de verano y 5 de invierno), 7 velos y 1 banda.
Ternos morados (folio 185 v.).
Hay 3: una de planetas, de primera clase, con su paño de púlpito y estolón; una con paño de atril; y unas de planetas, común, con paño de atril y estolón, completándolos 7 casullas, 5 capas y 7 velos.
Ternos negros (folio 185 v.)
Hay 3. 1 de primera clase, con su paño de atril; 1 común, con paño de atril y capa; y 1 de planetas, con su estolón para Viernes Santo. Los completan 1 capa de terciopelo, 8 casullas (de las que 1 es de terciopelo), 2 frontales y 1 paño de la Tumba.

Efectos de plata (folio 185 v y 186).
Hay 22: 9 cálices (uno de ellos, pequeño, para los viáticos), 1 custodia, 3 copones, 3 relicarios (de San Raimundo, San Andrés y San Blas); 1 cajeta de plata para los viáticos en secreto; 4 vinajeras (2 con platillo y campanilla y otras 2, con platillo y campanilla sobredorada); 1 naveta de nácar.

Pila bautismal (folio 186).

Se guardan en esta pieza 1 vaso de plata para la Unción, en figura de copón; 1 vasito con la Unción para los Baños y 3 crismeras grandes, para traer los Oleos.

Efectos pontificales (folio 186).

Son los siguientes: 4 tunicelas (2 blancas y 2 encarnadas); 3 pares de zapatillas; 3 pares de guantes; 3 pares de medias; 3 mitras (1 buena, 1 blanca común y 1 morada); 1 pectoral pontifical y 1 báculo.

Otros varios efectos (folios 186 v. y 187).

La tela de las andas del Santo Cristo.
2 arcas (para la ropa y paras hachas).
2 arquillas (para los corporales y para el Monumento, con una llave de plata sobredorada).
2 hierros para hacer hostias.
2 mesas: una para los cálices y otra pequeña.
1 chafera.
1 mortero de piedra para moler el incienso.
1 basurero.
1 formulario.
4 cordeles para el dosel.
62 candelabros: 54 de bronce, 6 de plata y 2 más grandes para los monaguillos.
1 naveta de bronce.
2 incensarios de bronce.
1 cruz de lata.
2 cetros de madera sobredorados.
22 juegos de vinajeras: 16 de cristal y 6 de estaño.
11 platillos para vinajeras.
14 espejos: 2 de cuerpo entero, 6 más pequeños, con marcos de caoba y clavos romanos; y 6 cornucopias, con marco dorado.
1 hostiero, con su tapa de bronce.
1 farol de lata para los viáticos.
2 Crucifijos.
9 cuadernillos para las Misas de Réquiem.
Los tornillos de las andas de la Virgen de la Barda y de San Raimundo.
Las eses (o romanatos), que se ponen para el Corpus.
El Niño Dios y la Virgen del Oratorio.
El tenebrario y las Marías.
3 bancos de respaldo.
4 bujías.

Efectos de Sacristía:

En lugar del terrizo para el aceite, es una tinaja.

Ropa blanca (folio 187).

58 albas: 26 de primera clase, con sus ámitos, 6 de primera orden y 26 comunes. Y 6 ámitos.
48 cíngulos: 3 de primera clase, 6 de segunda y 40 comunes. 217 purificadores y 50 corporales.
121 paños de vinajeras (de los que 24 para Misas Mayores). 19 sobreostias.
10 roquetes y 4 ropones encarnados para los monaguillos.
25 fiadores para manipulos y 55 manteles.
1 Sábana Santa, 14 paños para el Lavatorio y 5 para la mesa de credencia.

Granos pertenecientes a la Primicia (folio 187 v.)

61 robos de trigo; 12 de morcazo; 32 de centeno; 51 de cebada; 15 robos y 10 almudes de avena; 9 robos y medio de cañamones; 1 robo de alubias y 1 robo de habas.

Estado general del Depósito de Funerarias.

Con arreglo al Libro de Caja, el número de censalistas era de 174; las sumas de los capitales a censo, 100.957 reales y 9 maravedís; la de los réditos, 5.052 reales y 3 maravedís; y la de las cantidades adeudadas, 17.384 reales y 33 maravedís.
(Téngase en cuenta que los capitales, los réditos y las deudas eran en reales flojos.)
Dichos réditos eran para el pago anual de las obligaciones siguientes:
1)    52 semanas, correspondientes a la Fundación del abad Corral, a 21 reales cada una, importando 1.092 reales.
2)    87 aniversarios y misas cantadas, por un importe total de 1.260 reales.
3)    Todas las misas de la Capellanía de la Misa de Ocho, a 2 pesetas cada una, por un importe total de 382 reales.
4)    Por todas las misas de Once fundadas, a 4 reales cada una, importando 244 reales.
5)    Por las misas de Ocho y Once, fundadas para el día de Santa Teresa, 5 reales.
6)    Por la procesión, sermón de Santa Teresa y un responso solemne, fundados, 54 reales y 18 maravedís.
7)    Por 6 aniversarios, fundados por el Abad Corral, a 2 reales cada uno, 12 reales.
8)    Por 75 misas a 1 peseta, fundación de Miguel Asiain, 159 reales y 13 maravedís.
9)    24 misas a 4 reales, fundación para el Depositario, 96 reales.
10)                      582 misas de Depósito, fundadas, a 3 reales, 1.746 reales.

Estado realizado el 30 de noviembre de 1835, arrojando los resultados siguientes:

Número de censalistas: 32. Suma de sus capitales: 11.119 reales y 10 maravedís. Réditos: 553 reales y 8 maravedís. Estos réditos se destinan a costear el aceite de la lámpara de la Capilla, la cera y los adornos.
La deuda era, a la sazón, de 2.787 reales y 25 maravedís, habiendo pagado tres censalistas deudores, posteriormente, 119 reales y 38 maravedís.
Añadamos, para terminar esta información que en un acta final, levantada el 20 de diciembre de 1835, se hizo constar, entre otros detalles-, que don Manuel Abadía quedó encargado de los efectos de Biblioteca y Pinturas; que los documentos del Archivo quedaron depositados, bajo dos llaves, a cargo del Sr. Abadía y del Comisario Sr. Azcárate; y que los ornamentos y vasos sagrados se entregaron a Fr. Martín Lapedriza, Vicario de la Parroquia, refundida en el Monasterio, y al regidor del Ayuntamiento, don Gervasio Alfaro, como Delegado del Sr. Azcárate.

CAPÍTULO IV

ESCRITOS MODERNOS SOBRE FITERO

INTRODUCCIÓN

Con objeto de completar el estudio de la bibliografía referente a Fitero, que iniciamos en la cuarta parte de nuestro libro Estudios Fiteranos, con la reseña de los manuscritos relativos al Monasterio y a la villa, vamos a ocuparnos ahora, aunque sólo sea sucintamente, de las obras de autores modernos, publicadas en los siglos XIX y XX, en que se habla, con alguna extensión de Fitero en general, o de la iglesia, el Monasterio, los Balnearios, San Raimundo o Palafox, en particular.
No reseñamos todas, sino solamente una treintena, por orden alfabético de autores.

AUTORES

ABELLA, Manuel
Publicista y académico de la Historia, nacido en Pedrola, en 1753. Escribió numerosos trabajos históricos, entre los que figura su curiosa HISTORIA DE LOS ESCRITORES DE LA HISTORIA DE ESPAÑA. Colaboró en el DICCIONARIO GEOGRÁFICO-HISTÓRICO DE ESPAÑA de la Real Academia de la Historia y es autor del artículo sobre Fitero, incluido en la Sección I, tomo 1 del mismo, publicado en 1802, por la Viuda de Joaquín Ibarra, Madrid.
Ocupa dicho artículo tres largas páginas (280-283) y suministra muy curiosas noticias acerca del pueblo; sobre todo del estado de la agricultura, ganadería y manufacturas de paños y alpargatas, a principios del siglo XIX. Por supuesto, también se ocupa del Monasterio, de la iglesia, del Balneario Viejo, etc., e internándose incluso en temas controvertidos de la historia de nuestro pueblo, defiende la identidad entre Castellón y Fitero, que todavía sigue siendo objeto de discusión.

ALTADILL, Julio
Militar y escritor, nacido en Toledo en 1858, pero avecindado finalmente en Pamplona, donde murió en 1935. Dirigió el Boletín de la Comisión de Monumentos de Navarra y fue miembro correspondiente de la Academia de la Historia y de Bellas Artes. Destacan entre sus obras CASTILLOS MEDIEVALES DE NAVARRA y el tomo II de los dos dedicados a la provincia de Navarra en el monumental GEOGRAFÍA GENERAL DEL PAÍS VASCO-NAVARRO, dirigida por Francisco Carreras Candi y publicada por la Editorial Alberto Martín, a partir de 1910. Dicho tomo contiene la descripción y pequeña historia de todos los pueblos navarros y fue redactado íntegramente por Altadill. El estudio consagrado a Fitero ocupa 15 páginas (872-886). Su exposición es, a veces, un poco farragosa, pero constituye un buen arsenal informativo.

ARIGITA, Mariano
Acucioso investigador de la historia de Navarra. Nació en Corella en 1864 y murió en San Miguel de Excelsis en 1916. Fue canónigo de la Catedral de Pamplona y Archivero, al mismo tiempo, de la misma, del Ayuntameinto y de la Diputación Foral. Publicó numerosos trabajos; pero el más conocido es la Colección de documentos históricos para la Historia de Navarra, en cuyo tomo I (Pamplona, Imprenta Provincial, 1900) publicó el Cartulario de Fitero: colección de más de dos centenares de documentos, relativos al primer medio siglo de su Monasterio Cisterciense. Su transcripción es, a veces, algo deficiente; pero, desde luego, Arigita realizó un trabajo bien meritorio.

ARTEAGA, Sor Cristina de la Cruz de
Priora del convento de Santa Paula de Sevilla, de la O. S. H. Es autora, entre otras obras, de tres excelentes trabajos palafoxianos: 1) Ante el tercer centenario del venerable don Juan de Palafox y Mendoza, Obispo de Puebla de los Ángeles y de Burgo de Osma (Sevilla, Gráficas Sevillanas, 1959); 2) El Obispo Palafox y Mendoza (Madrid, número 152 de la colección O crece o muere, 1960); 3) La personalidad humana de don Juan de Palafox y Mendoza, a través de sus relaciones familiares (Madrid, Clasas-Orcoyen, 1977): conferencia pronunciada en la Semana de Estudios Palafoxiano,s celebrada en Burgo de Osma del 2 al 7 de agosto de 1976 y recogida, como todas las demás, en un volumen de 236 páginas, titulado El Venerable Obispo, Juan de Palafox y Mendoza.
Hay que advertir que entre los ascendientes de la aristocrática familia de Sor Cristina, figura don Juan de Palafox y Mendoza, del que tiene también escrita una documentada biografía.

BIURRUN. Tomás.
Distinguido arqueólogo. Nació en Mendigorría en 1878 y murió en Pamplona en 1941. Fue profesor del Seminario de Pamplona y obtuvo el primer Olave por su obra La escultura religiosa y bellas artes en Navarra, durante la época del Renacimiento (Pamplona, Gráficas Bescansa, 1936). Del mismo año es su libro El arte románico en Navarra (Pamplona, Aramburu). En éste se ocupa atinadamente, sobre todo, en los capítulos III, VII y X, de la iglesia de Fitero. A veces, hace observaciones tan justas como ésta: “Lo singular de esta iglesia no es el empleo de líneas angulosas y capiteles achaflanados, sino el emplazamiento de la cabecera mayor y de las capillas en torno a ella, en la sección destinada a las procesiones” (página 594).
Al ocuparse de la inscripción de la arqueta de marfil hispano-arábiga del siglo X, Biurrun no acepta la traducción de Ferrándiz, sino la de Gómez Moreno (página 682).

BURGO, Jaime del
Escritor prolífico y polifacético, pues ha cultivado la novela, la historia, la bibliografía, el drama, etc., habiendo obtenido el Premio Nacional de Literatura “Menéndez Pelayo” de 1967. Nació en Pamplona en 1912 y en la actualidad es Director del Departamento de Turismo, Bibliotecas y Cultura Popular de la Diputación Foral de Navarra. Es una lástima que, en el pliego turístico dedicado a Fitero, se haya deslizado alguno que otro error, que, por lo demás, pasan inadvertidos para los turistas.

CASTRO, José Ramón
Historiógrafo tudelano (1896-1977). Fue Jefe del Archivo General de Navarra y académico correspondiente de las Reales de la Historia y de Bellas Artes. Entre sus estudios relativos a Fitero, destacan los dedicados al pintor flamenco Roland Mois, autor del gran retablo del Altar mayor; al entallador, Esteban Ramos, que hizo la sillería y el facistol del coro, y a Baltasar Febre, que labró, en estilo plateresco, la bóveda oriental del claustro bajo. Castro logró identificar a Baltasar Febre con Baltasar de Arras, por el cotejo de sus firmas y por otros detalles.
Figuran dichos estudios en sus libros Cuadernos de Arte Navarro – Pintura (Pamplona, 1944) y Cuadernos de Arte Navarro – Escultura (Pamplona, 1949), así como en varios números de la revista Príncipe de Viana.

COCHERIL, Dom Maur.
Monje cisterciense francés contemporáneo, investigador de la historia del Císter en la Península Ibérica. Se ocupa del Monasterio de Fitero en un Essai sur l´origine des Ordres Militaires dans la Péninsule Ibérique (Collectanea Cisterciensium, XX, 1958 y XXI, 1959) ; en L´implantation des abbayes cirterciennes dans la Péninsule Ibérique (Anuario de EStudios Medievales, I, 1964), y en sus Etudes sur le monachisme en Espagne y au Portugal (Société d´Éditions « Les Belles Lettres », Paris, 1966).
Desde luego, está muy bien informado, pero, a veces, omite deliberadamente sus fuentes españolas de información.

CROZET, René.
Arqueólogo francés contemporáneo. Es autor, entre otros trabajos, de Recherches sur l´architecture monastique en Navarre et en Aragon, entre los que figura un excelente estudio comparado de las iglesias abaciales de Fitero, La Oliva y Veruela (Université de Poitiers, Cahiers de Civilisation Médievale, Octobre-Décembre, 1970.

DIMIER, Dom Anselme
Monje cisterciense y notable arqueólogo francés contemporáneo. Dirige las magníficas ediciones de arte cisterciense, salidas de la Abbaye de Sainte-Marie-de-la-Pierre-qui-Vire (Yonne, France) y es autor, entre otras obras importantes, de dos en que se habla de la iglesia de Fitero: Recueil de plans d´églises cisterciennes (Paris, 1949) y de l´Art Cistercien hors de France (Abbaye Sainte-Marie-de-la-Pierre-qui-Vire, 1971).

FUENTE, Vicente de la.
Publicista y académico de la Historia. Nació en Calatayud en 1817 y murió en Madrid, en 1889. Fue rector de la Universidad de Madrid, de 1875 a 1877, y escribió numerosas obras; la mayoría de carácter religioso. Se ocupó del Monasterio de Fitero en los tomos 49 y 50 de la continuación de la España Sagrada del P. Enrique Flórez, por la Real Academia de la Historia (Madrid, José Rodríguez, 1865-1866). El más importante, desde el punto de vista fiterano, es el tomo 50, en cuyo tratado 87, capítulo 23, estudia “Las Santas Iglesias de Tarazona y Tudela, en sus estados antiguo y moderno”. Inserta una sucinta historia del Monasterio, incluyendo un abaciologio completo, aunque bastante parco en noticias. En el Apéndice documental, transcribe una docena de instrumentos, copiados del Cartulario y del Tumbo de Fitero.

GARCÍA, Genaro.
Publicista e historiador mejicano (1867-1920). Es autor de una de las biografías modernas más notables de Palafox. Su título completo es: Don Juan de Palafox y Mendoza, Obispo de Puebla y Osma, visitador y Virrey de la Nueva España y fue publicada en México D. F. (Librería de Bouret, 1918). Es un volumen en 8º, de 25x17 cm. Y 426 páginas. Está dividido en 13 largos capítulos y contiene además dos apéndices, con sendas cartas del Provincial de Castilla y del Prepósito General de la Compañía de Jesús, de 1647 y 1648 respectivamente; y por fin, una extensa y minuciosa Bibliografía de 95 páginas, la cual comprende más de 300 reseñas de obras, de las que 257 hablan de Palafox o están escritas por éste.
Su biografía contiene un error capital al que le indujo la partida de bautismo de Palafox, que se conserva en el Archivo Parroquial de Fitero, y es el de admitir como padre adoptivo de nuestro paisano a Juan Francés, y no a Pedro Navarro, que fue el verdadero. Pero, en general, está muy bien informado, se muestra defensor de Palafox en el lamentable pleito con los jesuitas de la Nueva España y no se anda con rodeos para señalar las tremendas lacras de la sociedad mejicana colonial.

GAINZA GAINZA, María Concepción
Es catedrática de Historia del Arte de la Universidad de Navarra. Se doctoró con una notable tesis sobre La escultura romanista en navarra, publicada en 1969 por la Institución Príncipe de Viana, y ha dirigido últimamente el Catálogo Monumental de Navarra, cuyo tomo I, consagrado a la Merindad de Tudela, apareció en 1980, habiendo colaborada con ella maría del Carmen Heredia Moreno, Jesús Rivas Carmona y Mercedes Orbe Sivatte.
Incluye este catálogo un estudio resumido, pero completo, de nuestra grandiosa iglesia cisterciense, en 16 páginas, y otro, en 8 páginas, del moderno convento de las MM. Clarisas. Inserta, como ilustraciones de la primera, 34 láminas en blanco y negro, y 3 en colores, y del segundo, 6 láminas en blanco y negro. Desde luego, es un volumen espléndido.

GARCÍA SESMA, MANUEL
Ha publicado hasta ahora sobre Fitero los siguientes libros: 1) Poemario Fiterano (Pamplona, Gráficas Iruña, 1969); 2) La Iglesia Cisterciense de Fitero (Tudela, Gráficas Larrad, marzo de 1981); Estudios Fiteranos (Tudela, Gráficas Larrad, octubre de 1981); 4) Las Leyendas fiteranas de Gustavo Adolfo Bécquer y otros temas (Tudela, Gráficas Larrad,1982), y tiene pendiente de publicación dos más: Geografía contemporánea e historia de Fitero y Miscelánea Fiterana[1].

GOÑI GAZTAMBIDE, José.
Canónigo-Archivero contemporáneo de la Catedral de Pamplona, Doctor en Historia de la Iglesia por la Universidad Gregoriana de Roma y académico correspondiente de la Historia. Nació en Arizaleta, en 1914. Ha publicado numerosos trabajos sobre su especialidad y entre ellos, una Historia del Monasterio Cisterciense de Fitero, aparecida en la revista Príncipe de Viana, año 26, nº 100 y 101, pp. 295-299 (Pamplona, 1965). Se trata esencialmente de una historia interna del Monasterio, escrita con tanta erudición como discreción; con lo que la Abadía queda en un buen lugar. Naturalmente no se ocupa –algo algo insinúe- del tormentoso señoría temporal del Monasterio ni de la pugna secular entre los monjes y los vecinos.
De todos modos, la obra del señor Goñi Gaztambide es una aportación muy valiosa a la historia de Fitero.

GUTTON, Francis
Historiógrafo francés contemporáneo. En 1955 publicó La Chevalerie Militaire en Espagne-L´Ordre de Calatrava (Paris, Lethielleux) : un grueso volumen que, como su título indica, es sobre todo una historia de la orden Militar de Calatrava ; pero incluye asimismo una corta biografía de san Raimundo y hasta una pequeña reseña sobre Fitero, a donde vino para documentarse, al comienzo de la década de los 50. En la biografía, fantasea de vez en cuando, copiando a Mascareñas –aunque sin citarlo en su Biografía- y comete otros pecadillos. De todas maneras, la obra es muy interesante y ha sido traducida al español.

IDOATE, Florencio.
Historiador, nacido en Oricain en 1912. Es Jefe del Archivo General de Navarra y académico correspondiente de la Historia. No ha escrito ningún libro sobre Fitero, pero en los tres tomos de sus Rincones de la Historia de Navarra, publicados por la Institución Príncipe de Viana (Pamplona, 1954-1965-1956), con un total de cerca de 2.000 páginas, en volúmenes de 23,5x17 cm., se encuentran curiosas noticias relativas a nuestro pueblo. Lo mismo ocurre con su Catálogo documental de la ciudad de Corella (Pamplona, Aramburu, 1964) en el que reseña alrededor de 200 documentos relativos a nuestro Monasterio y a nuestra Villa, al mismo tiempo que a Corella y a otros pueblos circunvecinos.

JARDIEL, Florencio
Famoso orador sagrado y excelente escritor. Fue Deán del Cabildo de la Catedral del Pilar de Zaragoza. Nació en Hijar en 1844 y murió en Zaragoza en 1931. Con motivo del 4º centenario del descubrimiento de América, dio, en 1892, una conferencia en el Ateneo de Madrid, publicada a continuación con el mismo título de El Venerable Palafox, en un folleto de 44 páginas (Madrid, 1892). Es una breve biografía palafoxiana cuyo mérito principal es el haber resucitado la memoria de nuestro paisano, completamente olvidado en aquella época. Jardiel fue el primero que lanzó en ella la especie de que la madre de Palafox fue una hija del Dr. Matías de Casamate, la cual ingresó más tarde en un convento de monjas carmelitas, tomando el nombre de Ana de la Madre de Dios. Esta especie fue recogida posteriormente por don Genero García, Sor Cristina de Arteaga y otros biógrafos palafoxianos.

JIMENO JURÍO, José María
Publicista e historiógrafo, nacido en Artajona en 1927. Su obra más importante es la titulada Documentos medievales artajonenses, editada por la Institución Príncipe de Viana en 1968. Ha escrito casi medio centenar de opúsculos de la colección Navarra-Temas de Cultura Popular y entre ellos figura el número 72, dedicado a Fitero y publicado en 1970. Como todos los de la colección, está magníficamente presentado, conteniendo 11 ilustraciones en colores y 4 en blanco y negro. En cuanto al texto de Jimeno Jurío, se trata de una visión global geográfico-histórica de Fitero, bastante lograda, sin omisiones interesadas, dejando al descubierto la lucha sorda –y a veces, atronadora- entre el pueblo y el convento, desde el siglo XVI.

LAMPÉREZ, Vicente
Arquitecto, arqueólogo y publicista. Fue director de la Escuela Superior de Arquitectura y académico de la Historia y de Bellas Artes. Nació y murió en Madrid (1861-1923). Restauró las catedrales de Burgos y de Cuenca, el palacio de los Duques del Infantado de Madrid, etc. figuran, entre sus principales libros, La Historia de la Arquitectura Cristiana Española y la Arquitectura aragonesa en los siglos XI, XII y XIII.
Fitero está en deuda con él, pues fue el primer académico que abogó –aunque inútilmente- porque nuestra iglesia fuese declarada monumento nacional y el que escribió el mejor estudio arquitectónico de ella, hecho hasta entonces, y publicado con el título de El Real Monasterio de Fitero en Navarra, en el Boletín de la Real Academia de la Historia, en 1905 (tomo XLVI, Cuaderno IV, abril de dicho año).
Comprende cinco apartados: 1) Preliminares; 2) Historia; 3) Análisis arquitectónico; 4) Presunciones sobre la época de edificación; 5) Importancia de la iglesia de Fitero y su comparación con las demás españolas del Císter. Es un trabajo muy notable.

LLETGET Y CAYLA, Tomás.
Médico y publicista catalán. Nació en Reus en 1825 y murió en Barcelona en 1898. Fue médico y director de los Baños Viejos (hoy Virrey Palafox) de Fitero –y antes, de los de Tiermas- y escribió una excelente Monografía de los Baños y Aguas Termo-medicinales de Fitero, que terminó en 1868 y que fue premiada en la Exposición Aragonesa Internacional. Se publicó en Barcelona, en 1870, por la imprenta de Celestino Verdaguer.
Consta de un prefacio, seis capítulos y un apéndice, con un total de 244 páginas. Naturalmente la hidroterapia termal, así como el tratamiento de no pocas enfermedades a las que se aplicaba a la sazón, han experimentado cambios y, por lo mismo, las ideas del Dr. Lleget sobre la materia están ya, en parte, desfasadas; pero no todas. Por otro lado, sus estudios del capítulo I acerca de la topografía, geología, climatología y vegetación de Fitero, todavía son aprovechables. Y lo mismo cabe decir de las antigüedades e historia de los baños primitivos y de nuestra Villa, que estudia en el Apéndice.

MADOZ, Pascual.
Abogado, periodista, escritor y político liberal progresista del siglo pasado. Nació en Pamplona en 1806 y murió en Génova en 1870. A causa de sus ideas, sufrió prisiones y destierros. Fue Gobernador de Barcelona y de Madrid, Presidente de las Cortes y Ministro de Hacienda. Como escritor, su obra más notable es el Diccionario Geográfico-Estadístico-Histórico de España y sus posesiones de Ultramar, en 16 grandes volúmenes (Madrid, 1845-1850).
En él se dedica a Fitero un artículo de cerca de 4000 palabras (tomo VIII, pp. 104-108, Madrid, 1847). Pero ¿ya fue el propio Madoz el que lo escribió…? Es seguro que redactó, por lo menos, la parte relativa al pueblo, en la que no regatea las alabanzas a los vecinos y los ataques a los frailes, diciendo de estos últimos, a propósito de ciertas construcciones delconvento –pero no de la iglesia- que “carecían absolutamente de la idea de los bello” (página 104).
En cambio, el estudio relativo a los Baños Viejos, que tiene doble extensión y es bastante notable, se debe, al parecer, al Dr. Cirilo Castro, quien era, a la sazón, el Médico-Director del establecimiento, pues el mismo Madoz confiesa, casi al final del artículo, que “el Director de tan célebres Baños es, en la actualidad, el acreditado profesor y nuestro particular amigo, el Sr. D. Cirilo Castro, a quien debemos los precedentes noticias” (página 108)

MADRAZO Y KUNTZ, Pedro de.
Escritor, arqueólogo y crítico de arte. Fue académico de la Lengua, de la Historia y de Bellas Artes. Nació en Roma en 1816 y murió en Madrid, en 1898. Su padre, don José de Madrazo, y sus hermanos Federico y Luis, alcanzaron fama como pintores. Entre las principales obras de don Pedro, figura España-sus Monumentos y Artes, en varios volúmenes ilustrados.
En el tomo III (Barcelona, Daniel Cortezo, 1886), dedica a Fitero un buen estudio en 20 páginas (452-472). La mayoría se refieren a la arquitectura del templo y a sus dependencias, especialmente, a la Sala Capitular, deshaciéndose en elogios. También describe dos de sus más ricas alhajas: la Arqueta Eucarística (que él llama “Relicario de San Blas”, porque, en su tiempo, encerraba una reliquia de este Santo) y la Naveta de concha de nácar. No se ocupa de la arquitectura del Convento, pero sí de las rivalidades e intrigas de los frailes para obtener el mandato de la Abadía. Por supuesto, no se olvida de San Raimundo ni de la fundación de la orden de Calatrava. En cambio, dedica pocas líneas al pueblo o, mejor dicho, a su caserío, que por lo visto, no le hizo mucha gracia, pues escribe que “la parte antigua de la población, que viene a ser como una mitad de ella, es de malísimas calles y callejones, estrechas aquéllas, tortuosas y sucias; en la otra mitad, de construcciones menos vetustas, hay vías rectas y espaciosas: la Calle Mayor es buena, larga y ancha” (página 471).

MALUQUER DE MOTES, Juan.
Ilustre arqueólogo contemporáneo, catedrático del Instituto de Arqueología y Prehistoria de la Universidad de Barcelona. En 1952, fue nombrado Director del Servicio de Excavaciones de la Institución Príncipe de Viana y, a continuación, estuvo en Fitero, donde dirigió las realizadas para acabar de descubrir los avatares de los poblados prehistóricos de la Peña del Saco. Su resultado lo publicó en los números 100b y 101 de la revista Príncipe de Viana, año 26, Pamplona, 1965, con el título de Notas estratigráficas del poblado celtibérico de Fitero (Navarra). El estudio está ilustrado con dos fotos de ruinas de dos  viviendas prehistóricas de dicho monte y con dos dibujos a escala: uno de la planta del barrio oriental del poblado y otro de la sección S-N de la estancia “M” del mismo. El señor Maluquer resucita además la vida ruda y accidentada de aquellos primitivos pobladores del actual territorio de Fitero.

MARIN, Hermenegildo.
Religioso cisterciense de la Abadía de La Oliva. Con motivo del VIII centenario de la muerte de San Raimundo, publicó en la revista Cistercium una biografía resumida del Santo, titulada San Raimundo de Fitero, abad y fundador de Calatrava (1963, XV, pp. 259-274)- Ya su título no es muy feliz que digamos, pues San Raimundo no fundó Calatrava, sino la Orden Militar de Calatrava, que no es lo mismo y que es, sin duda, lo que quiso decir el autor. Por otra parte, él mismo confiesa a las pocas líneas, que “no pretende este sencillo trabajo aportar nuevos datos con los que zanjar definitivamente las cuestiones debatidas sobre nuestro Santo, sino exponer lo que parece más fundado entre las distintas opiniones”. Entiéndase lo que le parece más fundado a él: o sea, que San Raimundo nació en Tarazona, que fue canónigo de su catedral, que se retiró luego al desierto, que tomó el hábito cisterciense en el monasterio de Yerga, etc., etc.
Como debatimos ampliamente estas cuestiones, en anterior libro, no vale la pena de detenernos en reseñar más detalladamente este opúsculo de 15 páginas. Añadamos únicamente que al final, el P. Marin arremete agriamente contra el benedictino P. Benedicto Tapia de Renedo, por haber afirmado este último que las Ordenes Militares, “en pleno cristianismo”, fueron unas “aberraciones” (San Benito, Padre de Europa, B.C.E., Madrid, 1960, p. 9). Y termina el P. Marín haciendo la apología de estas Ordenes.

MENDEZ PLANCARTE, Alfonso.
Humanista y crítico literario mejicano contemporáneo. Fue colaborador del diario del Distrito Federal, El Universal, y dirigió la revista Abside, desde la muerte prematura de su hermano Gabriel. Su principal tarea fue la resurrección y reivindicación de los poetas mejicanos de la época barroca, completamente olvidados. En 1944, la Universidad Autónoma de México publicó su excelente obra Poetas Novohispanos, número 43 de la Biblioteca del Estudiante Universitario. En ella dedica un buen estudio al insigne fiterano Palafox y Mendoza, en su faceta de peota religioso. Primeramente hace un entusiasta resumen biográfico de nuestro paisano en las páginas XLII-XLV de su extensa Introducción, y más adelante, inserta diez composiciones poéticas de Palafox, en las páginas 57-68, seguidas de catorce notas eruditas acerca de las mismas.

MONTERDE, Cristina.
Doctora en Filosofía y Letras y autora de la obra más erudita y extensa que se ha hecho hasta ahora sobre el Monasterio de Fitero. La escribió precisamente para obtener el doctorado en la Universidad de Zaragoza en 1974 y lleva como título Colección diplomática del Monasterio de Fitero (1140-1210). Fue editada por la Caja de Ahorros de Zaragoza, Aragón y Rioja, en un magnífico volumen de 23,5x17 cm.  Y consta de 632 páginas, 17 fotografías de monumentos y lugares, 7 documentos, 4 mapas a escala y 5 cuadros de contratos, donaciones y oblaciones. Para el estudio paleográfico de los documentos, trae 15 reproducciones, totales o parciales, de folios del Cartulario y nada menos que 718 palabras, en letra carolina o gótica, de las distintas grafías de todas las letras mayúsculas y minúsculas, empleadas en aquél.
La obra consta de tres partes fundamentales. En la primera, estudia exhaustivamente las Fuentes Documentales. En la segunda, hace la historia del Monasterio y sus diferentes emplazamientos, desde sus orígenes en Yerga, hasta 1210, ya en Fitero. Y en la tercera, inserta seis Apéndices, de los cuales el principal es el primero, con la reproducción en latín de los 234 documentos del Cartulario, completado en el segundo Apéndice (Addenda) con 9 documentos más, posteriores a la terminación de aquél.
Desde luego, esta notable obra no es para el vulgo corriente y moliente, sino para eruditos.

MOZOTA, Saturnino.

Fue médico-director de los baños Nuevos de Fitero (hoy Gustavo Adolfo Bécquer), durante varios años del primero y segundo tercios del siglo actual. Antes había sido Director del Laboratorio Clínico de la Facultad de Medicina de Zaragoza. En 1930 publicó un opúsculo de 53 páginas, titualdo Notas hidrológicas y clínicas de los balnearios de Fitero (Berdejo Casañal, Zaragoza), con 10 fotos de reumatismos crónicos observados en Fitero, 19 esfigmogramas de cardiopatías reumáticas y dos fotos de los balnearios. Aparte del estudio dedicado a las propiedades de las aguas termales y a sus acciones y efectos fisio-terapéuticos, comprende 15 páginas consagradas a la historia, topografía, geología, climatología, fauna y flora de Fitero.

ROJAS GARCIDUEÑAS, José.

Humanista mejicano contemporáneo, catedrático de la Universidad Nacional Autónoma de México (U.N.A.M.). En 1946 se publicó su excelente libro Ideas políticas de don Juan de Palafox y Mendoza, nº 64 de la Biblioteca del Estudiante Universitario. Consta de 180 páginas. Contiene, en primer lugar, un largo prólogo de XLVI páginas, en el que hace un resumen biográfico de nuestro insigne paisano, basado en la biografía palafoxiana de don Genera García. El resto, o cuerpo de la obra, es una selección atinada de textos de Palafox, reunidos en tres capítulos: 1) Diversos dictámenes espirituales, morales y políticos; 2) Juicio político de los daños y reparos de cualquier monarquía; 3) Diversos fragmentos sobre pol´ticia, sacados de la Historia Real Sagrada.
A continuación publica integro el tratado palafoxiano De la Naturaleza del indio, y finalmente su Informe sobre el estado del Virreinato, dirigido a su sucesor, el conde de Salvatierra.
Otros intelectuales mejicanos contemporáneos que merecen citarse a este respecto, son:
Elena Baz Weatherston, autora de Aportaciones al estudio de la literatura mística en la Nueva España (México, 1945), en las que estudia las hechas por Palafox.
Pablo González Casanova, autor de Aspectos políticos de Palafox y Mendoza, publicados en la Revista de Historia de América (México, nº 17, pp. 27-67, junio de 1944).
José Miguel Quintana, que posee la mejor colección iconográfica de Palafox y ha publicado diversos trabajos sobre él mismo.

SAMITIER, Javier

Actual médico-director del Balneario Virrey Palafox de Fitero, desde 1965. Nació en Sangüesa en 1913 y perteneció al Cuerpo de Sanidad Militar, del que es coronel médico retirado.
En la colección Navarra-Temas de Cultura Popular figura, con el número 299, su opúsculo Fitero y el Venerable Palafox. Se trata de una biografía compendiada del insigne fiterano, nacido precisamente en los Baños Viejos. Va precedida de una reseña histórica de dichos Baños, así como de los inicios del Monasterio, que fue su propietario desde mediados del siglo XII hasta finales de 1835.
Un detalle muy curioso es el texto, incluido en las páginas 22-23, de la descripción que hizo Palafox de la peste que asolaba a España y, sobre todo, a Andalucía, a su vuelta de México, en octubre de 1649: descripción que es un cuadro de horrores escalofriante.

SÁNCHEZ-CASTAÑER, Francisco.

Humanista e historiógrafo, ex decano de las Facultades de Filosofía y Letras de las Universidades de Valencia y Madrid (Universidad Central) y actualmente catedrático de Literatura Hispanoamericana de la Universidad Complutense. Es el más eminente palafoxista contemporáneo. En 1964 publicó su notable biografía palafoxiana Don Juan de Palafox, virrey de Nueva España: un denso volumen de 24x17 cm. Y 250 páginas. En realidad, la biografía solo ocupa 159 pp., y el resto contiene tres Apéndices, precedidos de Notas Preliminares. En el primero inserta, como rojas Garcidueñas, el tratado palafoxiano De la naturaleza del indio; en el segundo incluye un Elogio de Palafox, pronunciado en la Catedral de Puebla por el Arzobispo d. Octaviano Márquez, el 20 de octubre de 1959, y en el tercero, detalla las Efemérides del Tricentenario de Palafox, en España y en Méjico.
En 1968, el señor Sánchez-Castañer publicó Los Tratados mejicanos de Juan de Palafox y Mendoza (Ediciones atlas, Madrid), separata de su Estudio preliminar a los volúmenes CCXVII y CCXVIII de la Biblioteca de Autores Españoles.
Y en 1975, publicó La madre del Virrey de Nueva España, Juan de Palafox y Mendoza, separata en 11 páginas del estudio sobre este asunto, que publicó en el Anuario de Estudios Americanos (tomo XXXII). En él sostiene que la posible madre de Palafox no fue una hija del Dr. Matías de Casamate, sino doña Lucrecia de Mendoza.


[1]




[1] La Banda del Carrascas, p. 255 de este libro.
[2] En 1992, el Ayuntamiento de Fitero le realizó un pequeño homenaje con motivo del I Centenario de su nacimiento. En él participaron el Coro de Voces Graves de Pamplona, la Banda de Música de Tudela y la Banda de Música de Fitero. También se celebró una misa y se depositó un ramo de flores ante su tumba. El tríptico en le que se anunciaban los actos estaba introducido por un texto de Manuel García Sesma.
[3] Ver artículo de R. F. G. en la Revista Fitero-89: “ Fray Joaquín Aliaga. Párroco de Fitero.”
[4] Ver página 264.
[5] Hoy reconvertido en habitaciones de la misma Residencia.
[6] Libro de Actas de 1912-14, fol. 129. A.M.F.
[7] Además de las recogidas en el texto de Manuel García Sesma, la Sociedad General de Autores de Euzkadi tenía registradas, en noviembre de 1998, las 209 piezas siguientes, por órden alfabético: A esta fiesta hemos llegado; A las Brigadas Navarras; A los Toros; Aipletas de Doña Fermina; Aires de Moncayo; Aja mi viejo; Al quiebro torero; Ya no me quieres; Ya se terminó la Fiesta; Ya te cogi; Ya torea Villalta; Ya viene el día; Yo no sufro más por ti; Yo te diría; Zabalza; Zadrin; Zurra Manchego; Villarito; Viva el Ejército Español; Viva la alegría; Viva mi pueblo; Viva mi tierra; Ya llueve poquito a poco; Ya me olvidaste; Suspiros de mi tierra; Te apartas de mi; Te vas y me dejas; Tesoro; Todo por España; Triqui; Tuli Tuli; Una señal te quedó; Urbina; Valor y arrogancia; Villarido; Santa Lucía; Santidrian; Secreto de Sixto; Si tu supieras; Siempre enamorado; Silvan; Sol argentino; Soñando en ti me despierto; Su entrada en Madrid; Sube y baja María; República Española; Requiebro; Roberto; Rufino el de la Fuerte; Rufino el de la Suerte; Rutillar; Rutillera; San Adrián; San Antonio se pondrá; Purificación; Qué Gaucho; Qué guasón; Qué infeliz; Qué ojos tienes; Que si quieres morena; Raimundico; Ramiro de mi querer; Ramoncito; Rayos de Luz; Redriles; Redule; Pelarica; Petunia; Pilarica; Pitos y Palmas; Por la Ventana he; Por tus versos mi recuerdo; Postijonesa; Prefiero tu amor; Punto; No me olvides por favor; No seas ingrata; No te olvidaré; No temas por eso; No tienes razón; No tires ingrata; Noche amorosa; Parala; Paridri; Pasticulo; Pelania; Mi amado; Mi cada; Micaela; Molina; Monina; Moquete; Morina; Mortillico; Motillico; Muy cerca de la fuente; Natividad; Marcelino, Marcelino; Mari Tovi; Maribel; Maroma; Martillico; Mary Tay; Me quieres por algo será; Me tienes loco; Melliza; Las miradas de Jacinta; Las penas de Juan; Las tres copas de Rufino; Levantate; Los consejos de Lober; Los reflejos de Elena; Los Santos de Mahoma; Los suspiros de Raimundo; Los tropiezos de la Patro; M Amoldo; Madre que viene el gaitero; Mal te veo Feliciano; Maquete; Jayan; Jilvan; José que alegre estás; Joselito de la Cal; La Maroma de Felipe; La Pastejonesa; La Roma de Felipe; La torna boda; La Vida de Fígaro; Las Brigadas Navarras; Las malas lenguas; Gayan; Gilvan; Gonzala González; Gratitud; Guinderica; Ilusión; Institnto; Intuido; Felipes; Felisin; Feliz despertar; Fetiche; Flamígero; Flor de la Ribera; Foenlo; Eladia de mi vida; Enchufes no; Engracia Josefina; Entre zarzas; Eres mi encanto; Es muy grande me querer; Espero a Villalta; Farala; Farola; Fascículo; Fascinado; Fe y esperanza; Don Juan López; Dulzuras de la Manana; Ecos de la Montaña; El ascensor; El chico de las gaseosas; El cisne; El golfo y el matón; El jardín del amor; El Santo de Perico; Crispulin; Cuplés de Fermin; De las Rosas; De tus labios un beso; Del oasis llegó Ricardo; Demetrio de la Portilla; Despierta Dolores; Difilo; Dofrines; Cerca de Aragón; Cerca de tu huerto estuve; Chiquitin enfermo; Chirloya; Chuletas empanadas; Cimarosa; Colección de Bailables; Con esperanza; Conesmón; Contigo al Cielo; Corrincho; Baño que me diste; Baridri; Boda de Sigarra; Bodas Hermenegilda; Boyorno a la Matina; Cantina de las Flores; Capullito, Capullito; Caricias de amor; Carita de Cielo; Cartagenera; Catachus; Amalio Andueza; Anda chiquito; Anda y díselo a tu madre; Angelita; Arbizu; Arriba España; Así me pagas; Así se baila; Asómate Dolores; Ay Manuela. Fuentes: Sociedad General de Autores. San Sebastián.
[8] Libro de Actas de 1912-14, f. 57. A. M. F.
[9] Con la extinción del Monasterio, quedó más o menos abandonado el Hospital que sostenía (casa nº 35 del Barrrio Bajo), aunque continuó funcionando, a cargo del Ayuntamiento, como Hospital Municipal según se desprende de algunas defunciones ocurridas en él, como la de Eulogía Liñán, el 20-I-1850. Este Hospital mísero y que dejaba mucho que desear, fue sustituido por el Santo Hospital de San Antonio, el cual fue abierto el 21 de cidiembre de 1902, siendo Alcalde D. Juan Cruz Lahiguera, y Párroco, D. Martín Corella. Se instaló en la Plaza de las Malvas, ocupando la planta baja de la actual Residencia San Raimundo, en el antiguo convento cisterciense. Se encargaron de él las mismas Hermanas de la Caridad de Santa Ana, cuya Superiora, en Fitero, era, a la sazón, la Hermana Petra Goñi. Ejercía el Patronato de este Hospital una Junta compuesta por el Alcalde, el Párroco y el Secretario del Ayuntamiento, como Vocales natos, y otros cuatro vecinos designados por el Ayuntamiento, de entre los cuales se elegía al Administrador. El flamante Hospital tenía 10 camas, distribuídas en dos Salas (una para hombres y otra, para mujeres) y acogía a enfermos indigentes de ambos sexos, por un periodo discrecional, que ordinariamente era de 15 días, pasados los cuales, los enfermos, cuando el caso lo requería, eran trasladados al Hospital Provincial de Pamplona. A las Hermanas se les dio, en un principio, por este servicio, 500 pesetas anuales y una asignación diaria por enfermo, que oscilaba entre 0´50 y 1 peseta, según su número. Como se comprenderá, con esta raquítica asignación, las Hermanas no podían regalar a los hospitalizados con manjares.
Treinta años después de su fundación, en una comunicación oficial, hecha el 19 de marzo de 1932, al Presidente de la Junta Provincial de Beneficiencia de Navarra, por el Alcalde D. Jacinto Yanguas, se hacía constar que el Hospital de la localidad no poseía fincas rústicas ni urbanas y que sus valores públicos consistían en los siguientes: a) cinco acciones de la Deuda Provincial (2.500 pesetas); b) dos imposiciones anuales en el Crédito Navarro (9.000 pesetas); dos imposiciones de la Caja de Ahorros de Navarra (7.000 pesetas); diez acciones de la Caja de Crédito Popular (259 pesetas). Total: 18.750 pesetas. Las cuales producían un interés anual de 809 pesetas.
De esta suma se daban 700 pesetas anuales a las Hermanas de la Caridad, y con el resto, se atendía, en parte, al pago de las estancias de los enfermos, a lo que contribuían las limosnas de los particulaes, pues no podía hacerse con solo 109 pesetas, que era el sobrante de los intereses. El Hospital de San Antonio duró 68 años, habiéndose hospitalizado, durante ellos, algo más de medio millar de enfermos, con más de 1.500 días de estancia. Su existencia fue verdaderamente precaria, sobre todo, en sus útlimos tiempos (década de 1960-70) en que ya no recibía ninguna subvención del Ayuntamiento y se sostenía con limosnas de toda especie y con una parte proporcional del Cepillo de la Parroquia. Su último administrador fue D. Julián Tovías, quien nos suministró todos estos detalles.
[10] Y continuaba: “Hace su acción soberana / que en perlas de llanto brote. / La más bella fiterana / las prenderá en su capote. // Lo bueno de tus acciones / agradecido nos dejas; / ya tienes más corazones / que a Dios pidan te proteja. // Las aguas de nuestros baños / han traído estos festejos; / si nos curan a Villalta, / pronto los repetiremos. // La nobleza de Aragón / sellada queda en Fitero, / con hechos, no con palabras, / de este valiente torero. // Si ella te cuida y te guarda; / tu Virgen la del Pilar, / la nuestra, la de la Barda, / también te sabrá cuidar.” N. del E.
[11] Estaba casado con Remedios Alfaro y Octavio de Toledo. Tuvieron dos hijos: Elena y Remedios Valenzuela La Rosa Alfaro.
[12] Estaba casado con Carmen Santesteban (Cintruénigo).
[13] “Yo, por ir a por moras, / me enreduje en un zarzal / y que cosa tan hermosa, / me salió de aquel bardal. // Fue la Virgen de la Barda, / nuestra Patrona inmortal, / que de Toledo a Fitero / nos la trajo el Santo Abad. // El Poba está mirando / con muchísimo interés. / El chico ya se merece / que le canten algún cuplé. // Cuando va con la cajeta / a las casas a pedir, / si se tercia, se echa un tragillo, / sin él no puede vivir. / Viva Fitero. Viva Navarra. Viva el pobilla que esto le agrada. // Porque es muy bueno y servicial......” “Doña Remedios Alfaro este piano regaló / y como lo ven ustedes / es regalo superior. / La madre se lo agradece / con cariño y con amor / por ser de una fiterana / que con ella se educó./ Viva Fitero, Viva Navarra. /Vivan las chicas que aquí trabajan. //  El dinero que se saque / de la presente función / lo emplean las Hermanas / para lucir el salón. / Pues, como lo ven ustedes,/ tiene falta de arreglar. / Si no se sube a las tablas / no se puede blanquear. / Viva Fitero. Viva Navarra. / Vivan las chicas que aquí trabajan.” Cuplés escritos, para esas representaciones, por Mercedes Gracia, Rosario Yanguas y Pilar Aguirre. Cantados por Remedios Viscasillas.
[14] Muy probablemente, como sostiene la hija de la señora Pura Pérez, Mª Carmen Ruiz de Mendoza Pérez, esta Mazurka fue dedicada a ambas farmaceúticas: GLORIA Alba y PURA Pérez. N. del E.
[15] Himno a Fitero. Letra del laureado poeta, D. Alberto Pelairea. Música de Lorenzo Luis. (Estribillo). “Porque en el mundo entero / no hay un pueblo mejor, / alcemos por Fitero / un canto todo amor. // Con sol de sus campiñas, / con luz de amanecer, / con verde de sus viñas, / y voces de mujer. // (Estrofa) Gloria a nuestra villa hermosa / que siempre noble y bizarra / es la más brillante rosa / de los huertos de Navarra. // A Fitero eterna gloria, / porque con su sangre brava / en rojo grabó en la historia / esa Cruz de Calatrava. / (Estrofa) Luz de eternos resplandores / a esta tierra de hidalguía, / la que con nuestro sudores / nos da el pan de cada día. // Luz a este pueblo que es Santo, / porque a nuestros muertos guarda, / y tiene por cielo el manto / de la Virgen de la Barda.





[1] Poemario Fiterano, pp. 203-204,
[2] Ver, en este mismo volumen, páginas 238-239.
[3] [IRIB-1954-4] Pamplona, 1954.
[4] Director de coro en los oficios divinos.
[5] Manuel Remón Alfaro (Fitero, 1892 - Tudela,1966) estaba casado con Isabel García Gallego (Algar, Cádiz, 1893-Tudela, 1977) y tuvieron cuatro hijos: Gervasio (Fitero, 1919-1996), Isabel (Fitero, 1920), Carmen (Fitero, 1923), Josefina (Fitero, 1932).
[6] Nació en Fitero en 1873 y murió en 1943.
[7] Página 259.
[8] Ver p. 235.
[9] Jesús Ucar tenía tres hermanos: Francisco Ucar López (Fitero, 1903), Jacinto Ucar López (Fitero, 1908), Félix Ucar López (Fitero, 1909). Desconocemos de cuál de los tres se trata.
[10] Poemario Fiterano, p. 117 y, en este volumen, p. 260.
[11] Publicado en la Revista Fitero-85.
[12] Fallecidos todos en la actualidad. N. del E.
[13] Sin duda, olmillo es un diminutivo de olmo, procedente del latín ulmus; pero no adivinamos por qué se le puso este nombre al paraje árido y abarrancado que lo lleva, pues nos parece absurdo que se le denominase así por la simple existencia de un pequeño olmo en su superficie. ¿No será olmillo una corrupción popular de otro topónimo cuyo auténtico y primitivo nombre ignoramos?
[14] Uno de ellos era Marcelino Fernández Garijo. N. del E.
[15] Su nieto, Manuel Frías Pueyo, escribió una semblanza suya para la Revista Fitero-83.
[16] Donde se encuentra actualmente el Salón de Actos de la Residencia San Raimundo (Plaza de las Malvas).
[17] Tomás Jiménez Moreno.
[18][JURI-1970] José Mª Jimeno Jurío, FITERO, p. 17. Nº 72 de la colección NAVARRA. Temas de Cultura Popular. DFN. Pamplona, 1970.
[19] A.P.T. Protoc. de Gra­cián Navarro de 1581, f. 8.
[20] Hacia 1913.
[21] Del siglo XIX.
[22] Parrocos de Fitero (1836-2003): Fr. Martín Lapedriza, ex Abad en dos periodos, Fr. Beremundo Atienza, Fr. Manuel Aliaga, Fr. Joaquín Aliaga García, D. Mariano Solana García, D. Martín Corella (1903-1909), D. Antonino Fernández Mateo (1910-1918), D. Gregorio Pérez (1918-1922), D. Aurelio Gallipienzo (1922-1925), D. Alfonso Bozal Alfaro (1925-1937), D. Julian Martínez Ruiz (1937-1942), D. Santos Asensio Beguiristain (1942-1958), D. Jesús Jiménez Torrecilla (1958-1968), D. Ramón Azcona (1968-1977), D. Gonzalo Rodrigo (1977-1987), D. Julian Redín Legorburu (1987-1995),  D. José Antonio Vicente Gárate (1995).

[23] Estaba casado con Agustina Jiménez González. Tuvo una posada en su domicilio de la calle Angós.
[24] Carta de José María Iribarren a Manuel G. Sesma: “24 marzo 1970. Mi querido amigo y paisano. Recibí hace unos días su POEMARIO FITERANO y no puede usted figurarse con qué interés lo he leído. Me lo he tragado en tres ratos de lectura a la noche y he aprovechado varias cosas: unas para mi VOCABULARIO NAVARRO y otras para la segunda edición de mi libro DE PASCUAS A RAMOS. He recogido varias palabras: molleta, pontigo, reclizas, rebuscadoras (de olivas) capelladoras, pocero, cribillo, que son navarrísimas.  Me falta por saber (y espero me lo aclare) lo que son las hojuelas que se comen en Fitero el día de San José. Para mi segunda edición de DE PASCUAS A RAMOS copiaré lo que dice usted sobre el baile del tío Maturrillo y sobre la ofrenda de migas, con su final guindillero y diabólico.  Y copiaré la ronda de los Sanantones, que es muy curiosa. Veo que me cita usted en dos o tres ocasiones y se lo agradezco muy de veras.  Y espero las coplas fiteranas que anuncia en su nuevo libro. Y los detalles que me figuro insertará en su nueva obra y que estoy seguro han de interesarme. Le felicito por sus poemas, tan sentidos, tan nostálgicos, tan buenos la mayoría de ellos.  Y por las notas finales, tan enjundiosas. ¡Cuántos recuerdos me han vuelto a la memoria al leer lo que usted cuenta de Alberto Pelairea! Yo trabajé de protagonista en LA QUE SALVO AL GUERRILLERO y mi novia era María Alava Alba (en la escena) Y trabajé en LA TARDE DEL CRISTO.  Y en LA HIJA DEL SANTERO, que ahora veo que tenía parecido con la aventura de Palafox. He visto que usted nació en 1902 y que vivió en Fitero hasta 1925. Y que no volvió a su pueblo hasta 1960.  Y que estuvo en él en 1964 y 1967. He aprendido muchas cosas que desconocía y que me interesan.  Que el rey consorte Francisco de Asís y Benedicto V estuvieron tomando las aguas.  Las luchas de Fitero con los frailes de la Abadía, el cólera, la gripe del año 18, las excavaciones, la estancia de Bécquer, que Pelairea nació en Bilbao, los tipos célebres del pueblo, los crímenes y robos, el bolo de los mozos y la jugarreta de los militares para esquivarlo.... En fin; que su libro me ha divertido mucho y me ha enseñado mucho.  Por eso, apenas he acabado de leerlo le mando esta carta de felicitación y de ánimo para que no deje de publicar ese segundo libro fiterano que promete ser tan interesante. Reciba un cariñoso abrazo de su buen amigo, colega y paisano: José María Iribarren.”
[25] Pamplona, 1951.
[26] José Jiménez hacía llegar a la madre de Manuel G. Sesma las cartas que su hijo le enviaba desde México, vía Zaragoza.
[27] Se le dio tal denominación, por haber sido inaugurada, en 1859, por el Obispo de Tarazona, D. Cosme Marrodán y Rubio.
[28] Propiedad de Araceli Gómez Jiménez.
[29] Del siglo XX.

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