Artículos publicados por Manuel García Sesma en El Ribereño Navarro (Tudela, Navarra)
APRECIACIONES
INDICE
1) El Estado y el Arte, 1924
2) La Protesta de Rubén, 1927
3) El Centenario de Bossuet, 1927
4) Los Caprichos de Goya, 1927
5) José Iturbi, 1927
6) Ha muerto un héroe, 1928
7) El Sentimiento Religioso y la Ciencia, 1928
8) El Concurso de Bellezas, 1929
9) Un inquilino ejemplar, 1929
10) La Novela Vivida, 1929
11) Doña Respectabilidad, 1929
12) Entre la Vida y la Muerte, 1929
13) ¿Qué comemos en Madrid?, 1929
EL
ESTADO Y EL ARTE
El
Ribereño Navarro, 9 de noviembre de 1924, G. S.
¿El Arte debe
gozar la libertad absoluta en cualquiera de sus manifestaciones? ¿Puede
admitirse la intervención del Estado, a título de condicionar la existencia
legal de las producciones artísticas?
Antes de responder a
estas preguntas, empecemos determinando el valor y significado de los términos
empleados.
Y
al hablar de libertad artística, no discutimos la física de que todo artista
goza para escoger el asunto que le agrade; de producir lo bello, idealizando
una cualquiera de las realidades externas. La reconocemos de buen grado, y
también la responsabilidad correspondiente. Sin embargo, no todos opinan de
este modo, y hay estéticos como Nüsslein, Drug y Ficker que niegan esa libertad
rotundamente. Del “Manual de la filosofía
del Arte”, párrafo 24, de Nüsslein son las siguientes palabras: “Sólo entonces puede la obra artística
engendrar el placer estético, cuando en la producción de ella sigue su autor el
impulso de una necesidad interior que le mueve como por instinto, cual si no
tuviera conciencia de ello, con exclusión de toda mira y objeto final”.
¿Pruebas? Ninguna...
Tampoco discutimos, al
hablar de libertad artística, si el artista ha de vaciar su inspiración dentro
de moldes hechos y anteriormente admitidos; o si está, por el contrario, sobre
las reglas y cánones de todas las preceptivas. Allá sigan con su pleito
clasicistas y románticas.
Planteamos la cuestión de
la libertad artística dentro del terreno puramente jurídico, y en tal sentido
preguntamos: ¿puede admitirse la igualdad jurídica para toda clase de
manifestaciones artísticas? ¿El Estado viene obligado a respetar por igual
cualquiera obra de arte, sin distinción ninguna?...
Prenotemos.
El fin y razón de ser de
la sociedad política y su organismo jurídico, el Estado, no es otro que
armonizar las libertades de los ciudadanos para que se dirijan acordes a la
prosecución del bien común. Este bien común consiste formalmente en la máxima
consecución de bienes que perfeccionen su alma –bienes de la voluntad (Moral),
de la inteligencia (Ciencia), de la sensibilidad (Arte)– e instrumentalmente en
la máxima consecución de bienes que perfeccionen su cuerpo. De donde resulta
que el Estado, por su misma institución, viene obligado a proscribir todo
aquello que se oponga o entorpezca, dentro de la vida de relación ciudadana, la
realización de esos objetivos. Esta debe ser su norma de conducta.
Ahora bien: ¿las
manifestaciones artísticas pueden estar alguna vez en abierta oposición con el
bien común, tal como acabamos de definirlo?
Semejante pregunta
equivale a plantear una vez más la debatida cuestión: ¿el arte, la Estética en
contradicción con la impureza? ¿Excluyese lo bello y lo inmoral?..
Sea de este problema lo
que fuere, lo que no puede negarse en modo alguno es que existen de hecho
composiciones y pinturas y esculturas que, sin carecer de mérito –y grande en
muchos casos– literario, pictórico o escultórico, por su fondo, por su forma,
actitud, etc., resultan profundamente inmorales. ¿Podrá, pues el Estado en
tales casos, prohibir la libre circulación de esas obras literarias, o que se
presenten a la vista de todo el mundo esas otras de pintura y escultura? Sin
duda alguna. Y ¿por qué título? Pues a título de defender los principios
fundamentales de toda sociedad política: los valores éticos.
Ni cabe objetar que el
Arte cae dentro de los fines a realizar por la convivencia humana. No hay
derechos artísticos que valgan enfrente de los derechos de la Moral. Pregunta
Smiles: “¿si el arte no tiende a producir
la pureza de la vida y la práctica del bien, ¿para qué sirve?”.
APRECIACIONES
La protesta de Rubén
Tened cuidado. ¡Vive la América
española!
Hay mil cachorros sueltos del
León español.
Rubén Darío. Oda a Roosevelt.
27 de marzo de 1927, p. 1-2. Nº 13.
No
estoy conforme con la opinión expresada días atrás por una de nuestras primeras
revistas ilustradas de que, si Nicaragua pasa a ser definitivamente dominio de
los Estados Unidos, los restos de Rubén deben ser trasladados a tierra libre,
porque el insigne poeta no hubiera querido seguramente descansar así: bajo la
opresión del invasor, en tierra profanada...
Yo opino, por el contrario, que esos restos
venerables deben permanecer allí perpetuamente, aun cuando desaparezca
Nicaragua del Mapa-mundi como Nación y sea anexionada como un Estado federal
más a la República plutocrática de Gankilandia. Porque esos restos fríos,
inertes, muertos serán siempre una protesta cálida, potente y viva contra la
barbarie de un Estado pseudocivilizado que, en pleno siglo XX, conculcando los
principios más elementales de la Etica y del Derecho, sin dar oídos más que a
la voracidad imperialista de una taifa de banqueros, no vaciló en engullirse,
del modo más indecente, a un pueblo indefenso y libre, sin más razón ni motivo
que el guía nominor leo...
Esos restos venerables deben quedar
allí perpetuamente para que el día en que los pastores protestantes de New-York
y de Washington oficien en la catedral de Managua, elevando al Altísimo sus
preces pro salute et properitate de
los cleptócratas de la Casa Blanca.., los hijos de los héroes que ahora se
baten denodadamente por la independencia de sus país, de los leales del Dr.
Sacasa –a quien yo me imagino, a quien yo veo, si la América española entera no
lo impide, sucumbir gallardamente como Kosciusko, gritando ¡Nicaragua finis!–
tengan también donde acudir devotamente a caldear su fe sagrada en la causa
bendita de la liberación nacional y a confortar místicamente sus corazones,
agarrotados por las tribulaciones de la servidumbre...
Esos restos venerables deben quedar
perpetuamente allí, para que, si se consuma definitivamente la expoliación
política de la soberanía de Nicaragua, después de consumada la económica,
sirvan de testigo y acusador constante contra uno de esos grandes latrocinios
que ni el tiempo, ni las leyes legitiman afortunadamente por los siglos de los
siglos... Ya lo dijo Víctor Hugo, refiriéndose a Polonia: “El robo de un pueblo
no prescribe nunca. Estas grandes estafas no tienen porvenir, porque no se
borra la marca de una nación, como se borra la marca de un pañuelo...”
No. En esta hora menos que nunca, no
hay que pensar en trasladar los restos del Rubén, sino en vivificarlos, en
fustigar cruelmente, en dar de latigazos al león que custodia su tumba plañendo
con amargura femenina, para que se levante como varón y encendido, en coraje
santo, conteste valientemente al zarpazo cobarde y alevoso del capitalismo anglosajón.
Y subrayo estas palabras “capitalismo
anglosajón”, porque no es el noble pueblo americano, no es la masa trabajadora
y productora, la que está llevando a cabo, hace unos años, el gradual
estrangulamiento de la libertad americana... Es una cherinola de banqueros
omnipotentes que, después de explotar a ese mismo pueblo como magnífico
productor de sus riquezas y amasador de sus millones, le cuelga un rifle al
hombro para que salga a la encrucijada de las repúblicas vecinas a desvalijar
en sus provecho (el de los plutócratas) a sus hermanos, aumentando el tesoro de
sus gavetas y el rebaño de sus esclavos... ¡Y esta ralea de salteadores de
pechera almidonada son los que agitan a cada paso el espantajo comunista, paras
asustar a los bobalicones y a las viejas...! ¿Pero es menos execrable y
peligroso el bandidaje comunista que el bandidaje a la inversa de los
capitalistas norteamericanos...?
¡Ah, el divino Rubén ya previó, a
tiempo, toda la magnitud de la tragedia!
“Eres
los Estados Unidos.
Eres
el futuro invasor
de
la América ingenua
que
lleva sangre indígena.
Que
aun reza a Jesucristo
y
aun habla en español.”
Así se expresaba Rubén Darío en su oda
famosa a Roosevelt.
Y porque previó oportunamente la
catástrofe, adelantó del mismo modo su protesta. Aun no había ocurrido la
primera intervención norteamericana de 1905, y ya el poeta, en el prólogo a sus
Cantos de vida y esperanza, dejó
escrito: “Si en estos cantos hay política, es porque aparece universal. Y si
encontráis versos a un presidente, es porque son un clamor continental. Mañana
podremos ser yankis (y es lo probable); de todas suertes, mi protesta queda
escrita sobre las alas de los inmaculados cisnes, tan ilustres como Júpiter.”
Mas la protesta verbal es poca cosa, si
no tiene más trascendencia que un honrado desahogo de la conciencia. Rubén
Darío lo entendió así, y por eso tras la protesta, insinuó valientemente la
amenaza.
¡Tened
cuidado. ¡Vive la América española!
Hay
mil cachorros sueltos del León Español”
El
poeta tampoco se engañó en esta ocasión. Esos cachorros sueltos del León
Español que son todos los pueblos de Hispano-América, están al lado de
Nicaragua y esperamos fundamente que no consentirán su sacrificio.
¡Pobre infeliz América española, si no
tiene, en estos momentos, un gesto digno que impida la repetición inicua,
abochornante del caso de Panamá, de Cuba, de Santo Domingo y Puerto Rico.
La bandera estrellada de los
imperialistas norteamericanos no tardará en ondear con arrogancia de un extremo
a otro de la cordillera de los Andes...
Crónicas madrileñas
EL CENTENARIO DE BOSSUET
El C.
X., 2-10-1927, p. 2. Nº 40.
El 27 de
Septiembre último se ha cumplido el tercer centenario del nacimiento de Jacobo
Benigno Bossuet, que vino al mundo en Dijon, en igual fecha de 1627.
¿Quién fue
Bossuet?
Creería
francamente agraviar a los lectores de El
Ribereño si tuviera la pretensión de descubrirles a este gran hombre, una
de las glorias más brillantes de la Iglesia y una de las celebridades
literarias más legítimas de Francia. Por fortuna, Bossuet es tan conocido entre
los católicos como San Agustín, San Juan Crisóstomo y Santo Tomás de Aquino; y
entre los heterodoxos ilustrados, tanto por lo menos como Rabelais y Madame de Sévigné.
Mi objeto,
pues, se reduce exclusivamente a dedicarle un modesto recuerdo, a sumarme al
coro universal de admiradores que, a estas alturas, celebran su centenario por
doquiera.
Porque Bossuet,
francés por nacimiento, no pertenece exclusivamente a Francia, ni tampoco a
Dijon y a la Borgoña, como todos los grandes hombres; pertenece a la Humanidad
entera. Por doble motivo: por ser una de las figuras más excelsas de la Iglesia
(que es una sociedad internacional espiritual) y por ser una lumbrera y un
actor sobresaliente de la Historia de la Literatura universal.
Por eso
en la República vecina, donde la pasión sectaria suele presentar generalmente
caracteres de parcialidad más pronunciados, vemos en esta hora a los hombres
públicos de más marcada significación izquierdista inclinarse respetuosamente
ante el hombre de Bossuet y asociarse al homenaje de su centenario.
Hace dos meses,
el ministro de Instrucción Pública inauguró en Meaux, en la casa donde murió el
ilustre obispo, el llamado Museo Bossuet. Mr. Herriot quiso saludar “avec respect” como “en toute liberté”, la memoria del insigne pensador; y no hace
muchos días que, en la Cámara de Diputados, Mr. Poincaré aducía asimismo en su
apoyo la autoridad del Aguila de Meaux, con estas encomiásticas palabras: “Un de nos maîtres, qui se nommait
Bossuet...”
Exactísimo.
Poincaré ha dado con la palabra propia: maître.
Porque esto fue y es cabalmente Bossuet desde todos los aspectos: como orador y
filósofo, como polemista y literato, como teólogo, exégeta, historiador, etc.
En sus “sermones” como el “Discurso sobre
la Historia universal”, en la “Historia
de las variaciones protestantes”, como en su polémica con Fénelon, en fin
en todas sus obras, Bossuet aparece siempre como un modelo perfecto y un
maestro consumado.
“Notre plus gran écrivain en prose”... le
llamaba ese otro día en Le Matin S.
Bouteyre. Nosotros no nos atreveremos a atribuirle igualmente la primacía entre
los doctores de la Iglesia; pero si podemos afirmar redondamente que es una de
las mayores lumbreras que ha tenido el Catolicismo.
Además, en Bossuet no hay que admirar solamente al
pensador como sucede con otras muchas celebridades, sino al hombre, es decir,
al sacerdote, al ciudadano y al individuo. Ni como obispo, ni como patriota, ni
como hombre privado se le pueden poner tachas.
Cuando la
mayoría de sus compatriotas, desde los más altos a los más bajos, se inclinaban
servilmente ante la majestad deslumbrante del Rey Sol, Bossuet supo mantener
siempre muy altas su dignidad de obispo y su independencia personal, sin
mancharlas nunca con el lodo cortesano. Y a pesar de su amistad con Luis XIV,
se resistió a secundarle con mucha habilidad y diplomacia, cuando aquel intentó
avocar a Francia a un cisma religioso a propósito de la “cuestión galicana”.
Acerca
de sus relaciones con el monarca, se cuentan varias anécdotas. Cuando Roma puso
fin a la polémica con Fénelon, decidiendo a favor del Aguila de Meaux, Luis
XIV, después de felicitar personalmente al gran obispo, le preguntó: “¿Y qué
hubiérais hecho, si yo me hubiera colocado al lado de vuestros adversarios...?”
Sire, j´aurais crié cent fois plus fort –le respondió
serenamente Bossuet.
Inflexible en
la doctrina en la que había ahondado hasta los senos más profundos, la
humildad, la tolerancia y la caridad eran las virtudes que sobresalían en sus
relaciones con los demás. Nos frères
séparés, he aquí cómo llamaba constantemente a los protestantes el autor
insigne de la Historia de las variaciones.
¿Acaso no
reputaba como una desgracia la ciencia que no produce y no acrecienta entre los
hombres el amor y la fraternidad..?
El nos ha dicho: “Malheur à la connaissance stérile qui ne
se tourne pas à aimer et se trahit elle-même.”
El
Caballero X
LOS “CAPRICHOS” DE GOYA
El Caballero X, 16-10-1927, p. 2, Nº 42.
Acabo de hacer una rápida visita al
Museo del Prado, ese templo maravilloso del Arte de la Pintura. ¡Oh, qué
veloces y amenas pasan allí las horas, saturándose los ojos y el espíritu de
colores y bellezas! Mi objeto era estudiar un poco los famosos “Caprichos” de
Goya, que la primera vez que visité el Museo (ya hace algunos años), llamaron
mi atención poderosamente.
Digo “estudiar” no porque entienda yo
nada de dibujo ni pintura. Sobre este punto concreto, confieso humildemente mi
ignorancia. Por desgracia, no estoy capacitado para valorar ninguna obra
artística.
Pero es que en los caprichos del
pintor famoso, no hay que ver solamente al dibujante, ni solo al consumado
caricaturista, sino al hombre: al hombre de su época, del tiempo de Godoy y de
María Luisa, del Dos de Mayo y de las Cortes gaditanas, al espíritu exquisito
de don Francisco Goya y Lucientes, ya travieso y juguetón, ya reflexivo, ya
irónico, y siempre derrochador de un ingenio feliz y agudísimo al servicio de
una admirable técnica.
Esto es cabalmente lo que yo quería
estudiar un poco en los Caprichos del artista: la psicología personal goyesca.
¡Y qué hermosa monografía podría
hacerse a base de un examen psicológico de aquéllos!
La nota sobresaliente de los Caprichos es siempre el humorismo. Goya
es un humorista formidable. Su lápiz maestro sabe sorprender el gesto cómico de
todas las cosas, a la vez que su ingenio poderoso descubre inmediatamente sus
relaciones con lo irónico y jovial. Inocente e intencionado, festivo y
satírico, frívolo y profundo. Goya se nos revela en los Caprichos como
humorista poliforme, original, interesantísimo. En ellos, ora juega como un
chico, ora dice cosas graves como un viejo, o picardías de mozo, o chismes
maliciosos de comadre...
¿Queréis verle haciendo travesuras?
Fijaos en ese capricho (número 45) que representa a unas viejas hechiceras
chupando la sangre a unos infantes, y leed la explicación que ha puesto abajo: “Las que llegan a 80 chupan chiquillos; las
que no pasan de 18 chupan a los grandes. Parece que el hombre nace y vive para
ser chupado. » O bien mirad ese otro (número 27) que representa a una mujer
joven atravesando descalza y arremangada un río, en busca de su galán. “¡Lo que
puede el Amor”! — comenta al pie el artista.
¿Queréis ver al caricaturista
intencionado? Observad en el (número 18) a ese pobre ancianito, hambriento,
andrajoso, de larga barba, que se arrastra tan encorvado sobre dos muletas, y
fijaos en la leyenda que Goya ha escrito debajo: “¡Así suelen acabar los
hombres útiles”!
¡Ah, pues a los tipos y costumbres de
su época hay que ver la maestría con que los retrata! Hasta el jacobinismo de
aquel tiempo asoma alguna vez la oreja en sus Caprichos. ¿Qué quiere decir, por
ejemplo, esa matrona joven (número 122) coronada de laurel, que con una mano
empuña la balanza de la justicia mientras que con la otra arroja a latigazos a
una bandada de cuervos a la que dice Goya: “No dejes ninguno”?
Sin embargo, de ordinario, el
humorismo goyesco es equilibrado de buena ley hasta filosófico. Fijaos, si no
en esos dos lechuguinos (número 5), que están de pie “flirteando” y en las
viejas alcahuetas que aparecen sentadas en el fondo, y leed el comentario que el
artista ha escrito: “Muchas veces se ha
disputado, si los hombres son peores que las mujeres o lo contrario. Los vicios
de unos y otros vienen de la mala educación; donde quiera que los hombres sean
perversos, las mujeres lo serán también. Tan buena cabeza tiene la señorita que
se representa en esta estampa, como el pisaverde que le está dando
conversación, y en cuanto a las dos viejas, tan infame es la una como la otra.”
Mirad ahora el número 75: un hombre y una mujer atados con
sogas forcejeando por soltarse y gritando que los desaten a toda prisa. “O yo me equivoco —explica Goya— o son dos casados por fuerza.”
Pues. ¿Y ese bello dibujo número 34
de las mendigas durmientes? “No hay que despertarles -ha escrito al pie don
Francisco- Tal vez el sueño es la única
felicidad de las desdichadas.”
No sigo más.
Cuando alguno de los lectores de El Ribereño venga a Madrid, le
recomiendo que no deje de visitar (sino lo ha visto) el gran Museo del Prado,
ni de detener en el mismo unos momentos ante aquellos caprichos rientes del
inmortal pintor baturro don Francisco de Goya y Lucientes.
JOSÉ ITURBI
El C. X. (23-10-1927, p. 1-2). Nº
43.
Ya
que me consta positivamente que entre los lectores de El Ribereño, no solo residentes en Tudela, sino también fuera de ella
(me acuerdo ahora de ti, querido amigo Pepito Jiménez) hay buen número de
entusiastas filarmónicos, voy a ponerles los dientes largos, dándoles una
impresión somera de los conciertos que acaba de dar en Madrid José Iturbi en el
Teatro de la Zarzuela. Estos han sido tres: pero yo no he asistido más que al
primero y al último.
En el primero, celebrado
el día 11 de los corrientes, interpretó, acompañado de la Orquesta Sinfónica
tres “conciertos” de Mozart, de Beethoven y de Listz. Además, la Sinfónica
ejecutó sola, a manera de introducción al programa, la overtura de Freischüz de Weber, y José Iturbi, por
su parte, de propina, un fragmento de El
sombrero de tres picos y la danza de El
amor brujo, de Falla.
A mi lo que más me gustó de esta primera audición, fue el concierto de
Beethoven y la danza de “El amor brujo”,
aunque excuso decir a ustedes que aplaudí calurosamente, como todo el mundo, al
final de todos los tiempos de cada una de las obras del programa, a pesar de la
recomendación expresa que, en los mismos se hacía al público de no aplaudir
hasta el final de cada parte. ¿Pero quién es capaz de contener entusiasmo
delirante que comunica al público el arte sublime de Iturbi, verdadero mago del
piano, en quien se juntan y funden, en admirable síntesis estética el
sentimiento y la mecánica, el gusto y la técnica; en quien la ejecución musical
no significa tan sólo justeza, y pulcritud, y facilidad, y resistencia, y
sentido de la medida, y elegancia, sino además, y por encima de todo eso, alma,
sentimiento, expresión, vida...?
El tercer concierto, celebrado el 17 último, todavía me ha gustado más
que el primero. En éste interpretó la mitad de los Estudios trascendentales de
Frantz Listz y la mitad de la suite Iberia
de Albeniz (las otras obras dos mitades de esas dos obras constituyeron la
audición del día 14). Esta vez naturalmente, actuó Iturbi, sin el concurso de
la Sinfónica. De propina (dos propinas) nos regaló dos sonatinas de Scarlati y
la danza en mi menor de Granados.
Excuso decir a ustedes que lo que más gustó al público, fue la
deliciosa suite Iberia, y entre las
diversas partes de ella, la que más me emocionó a mi naturalmente fue Navarra
(¡oh qué Navarra tan hermosa, tan recia, tan brava, tan “navarra”, la que sacó
Iturbi, con la jota característica, recamada de filigranas, que sirve de tema
la primorosa creación de Albéniz!) Después, me gustaron sobremanera El Albaicín, Triana y Jerez, y por
fin, el Puerto, Malaga y El Polo.
Creo que la suite Iberia es lo que mejor ha interpretado José Iturbi,
y como han dicho unánimemente todos los críticos musicales madrileños, es
posible que otros pianistas de “primo cartello” igualen y aun sobrepujen al
artista valenciano en la interpretación, v. gr., de los “Estudios” de Listz, u otras obras similares: pero lo que es en la
interpretación de la suite Iberia,
ejecutando música española, hoy por hoy, Iturbi es único: no hay pianista que
le iguale.
Por algo, José Iturbi, es valenciano; por algo su genio artístico
brotó como una flor más en esa región hermosa a la que se llama jardín de
España; por algo José Iturbi pertenece a esta tierra bendita de artistas,
Patria y cuna de Sarasate y de Gayarre, de Albeniz y de Granados, de Fleta,
Raquel Meller y M. de Falla....
Crónicas madrileñas
EL CENTENARIO DE BOSSUET
El C.
X., 2-10-1927, p. 2. Nº 40.
El 27 de
Septiembre último se ha cumplido el tercer centenario del nacimiento de Jacobo
Benigno Bossuet, que vino al mundo en Dijon, en igual fecha de 1627.
¿Quién fue
Bossuet?
Creería
francamente agraviar a los lectores de El
Ribereño si tuviera la pretensión de descubrirles a este gran hombre, una
de las glorias más brillantes de la Iglesia y una de las celebridades
literarias más legítimas de Francia. Por fortuna, Bossuet es tan conocido entre
los católicos como San Agustín, San Juan Crisóstomo y Santo Tomás de Aquino; y
entre los heterodoxos ilustrados, tanto por lo menos como Rabelais y Madame de Sévigné.
Mi objeto,
pues, se reduce exclusivamente a dedicarle un modesto recuerdo, a sumarme al
coro universal de admiradores que, a estas alturas, celebran su centenario por
doquiera.
Porque Bossuet,
francés por nacimiento, no pertenece exclusivamente a Francia, ni tampoco a
Dijon y a la Borgoña, como todos los grandes hombres; pertenece a la Humanidad
entera. Por doble motivo: por ser una de las figuras más excelsas de la Iglesia
(que es una sociedad internacional espiritual) y por ser una lumbrera y un
actor sobresaliente de la Historia de la Literatura universal.
Por eso
en la República vecina, donde la pasión sectaria suele presentar generalmente
caracteres de parcialidad más pronunciados, vemos en esta hora a los hombres
públicos de más marcada significación izquierdista inclinarse respetuosamente
ante el hombre de Bossuet y asociarse al homenaje de su centenario.
Hace dos meses,
el ministro de Instrucción Pública inauguró en Meaux, en la casa donde murió el
ilustre obispo, el llamado Museo Bossuet. Mr. Herriot quiso saludar “avec respect” como “en toute liberté”, la memoria del insigne pensador; y no hace
muchos días que, en la Cámara de Diputados, Mr. Poincaré aducía asimismo en su
apoyo la autoridad del Aguila de Meaux, con estas encomiásticas palabras: “Un de nos maîtres, qui se nommait
Bossuet...”
Exactísimo.
Poincaré ha dado con la palabra propia: maître.
Porque esto fue y es cabalmente Bossuet desde todos los aspectos: como orador y
filósofo, como polemista y literato, como teólogo, exégeta, historiador, etc.
En sus “sermones” como el “Discurso sobre
la Historia universal”, en la “Historia
de las variaciones protestantes”, como en su polémica con Fénelon, en fin
en todas sus obras, Bossuet aparece siempre como un modelo perfecto y un
maestro consumado.
“Notre plus gran écrivain en prose”... le
llamaba ese otro día en Le Matin S.
Bouteyre. Nosotros no nos atreveremos a atribuirle igualmente la primacía entre
los doctores de la Iglesia; pero si podemos afirmar redondamente que es una de
las mayores lumbreras que ha tenido el Catolicismo.
Además, en Bossuet no hay que admirar solamente al
pensador como sucede con otras muchas celebridades, sino al hombre, es decir,
al sacerdote, al ciudadano y al individuo. Ni como obispo, ni como patriota, ni
como hombre privado se le pueden poner tachas.
Cuando la
mayoría de sus compatriotas, desde los más altos a los más bajos, se inclinaban
servilmente ante la majestad deslumbrante del Rey Sol, Bossuet supo mantener
siempre muy altas su dignidad de obispo y su independencia personal, sin
mancharlas nunca con el lodo cortesano. Y a pesar de su amistad con Luis XIV,
se resistió a secundarle con mucha habilidad y diplomacia, cuando aquel intentó
avocar a Francia a un cisma religioso a propósito de la “cuestión galicana”.
Acerca
de sus relaciones con el monarca, se cuentan varias anécdotas. Cuando Roma puso
fin a la polémica con Fénelon, decidiendo a favor del Aguila de Meaux, Luis
XIV, después de felicitar personalmente al gran obispo, le preguntó: “¿Y qué
hubiérais hecho, si yo me hubiera colocado al lado de vuestros adversarios...?”
Sire, j´aurais crié cent fois plus fort –le respondió
serenamente Bossuet.
Inflexible en
la doctrina en la que había ahondado hasta los senos más profundos, la
humildad, la tolerancia y la caridad eran las virtudes que sobresalían en sus
relaciones con los demás. Nos frères
séparés, he aquí cómo llamaba constantemente a los protestantes el autor
insigne de la Historia de las variaciones.
¿Acaso no
reputaba como una desgracia la ciencia que no produce y no acrecienta entre los
hombres el amor y la fraternidad..?
El nos ha dicho: “Malheur à la connaissance stérile qui ne
se tourne pas à aimer et se trahit elle-même.”
El
Caballero X.
LOS “CAPRICHOS” DE GOYA
El Caballero X, 16-10-1927, p. 2, Nº 42.
Acabo de hacer una rápida visita al
Museo del Prado, ese templo maravilloso del Arte de la Pintura. ¡Oh, qué
veloces y amenas pasan allí las horas, saturándose los ojos y el espíritu de
colores y bellezas! Mi objeto era estudiar un poco los famosos “Caprichos” de
Goya, que la primera vez que visité el Museo (ya hace algunos años), llamaron
mi atención poderosamente.
Digo “estudiar” no porque entienda yo
nada de dibujo ni pintura. Sobre este punto concreto, confieso humildemente mi
ignorancia. Por desgracia, no estoy capacitado para valorar ninguna obra
artística.
Pero es que en los caprichos del
pintor famoso, no hay que ver solamente al dibujante, ni solo al consumado
caricaturista, sino al hombre: al hombre de su época, del tiempo de Godoy y de
María Luisa, del Dos de Mayo y de las Cortes gaditanas, al espíritu exquisito
de don Francisco Goya y Lucientes, ya travieso y juguetón, ya reflexivo, ya
irónico, y siempre derrochador de un ingenio feliz y agudísimo al servicio de
una admirable técnica.
Esto es cabalmente lo que yo quería
estudiar un poco en los Caprichos del artista: la psicología personal goyesca.
¡Y qué hermosa monografía podría
hacerse a base de un examen psicológico de aquéllos!
La nota sobresaliente de los Caprichos es siempre el humorismo. Goya
es un humorista formidable. Su lápiz maestro sabe sorprender el gesto cómico de
todas las cosas, a la vez que su ingenio poderoso descubre inmediatamente sus
relaciones con lo irónico y jovial. Inocente e intencionado, festivo y
satírico, frívolo y profundo. Goya se nos revela en los Caprichos como
humorista poliforme, original, interesantísimo. En ellos, ora juega como un
chico, ora dice cosas graves como un viejo, o picardías de mozo, o chismes
maliciosos de comadre...
¿Queréis verle haciendo travesuras?
Fijaos en ese capricho (número 45) que representa a unas viejas hechiceras
chupando la sangre a unos infantes, y leed la explicación que ha puesto abajo: “Las que llegan a 80 chupan chiquillos; las
que no pasan de 18 chupan a los grandes. Parece que el hombre nace y vive para
ser chupado. » O bien mirad ese otro (número 27) que representa a una mujer
joven atravesando descalza y arremangada un río, en busca de su galán. “¡Lo que
puede el Amor”! — comenta al pie el artista.
¿Queréis ver al caricaturista
intencionado? Observad en el (número 18) a ese pobre ancianito, hambriento,
andrajoso, de larga barba, que se arrastra tan encorvado sobre dos muletas, y
fijaos en la leyenda que Goya ha escrito debajo: “¡Así suelen acabar los
hombres útiles”!
¡Ah, pues a los tipos y costumbres de
su época hay que ver la maestría con que los retrata! Hasta el jacobinismo de
aquel tiempo asoma alguna vez la oreja en sus Caprichos. ¿Qué quiere decir, por
ejemplo, esa matrona joven (número 122) coronada de laurel, que con una mano
empuña la balanza de la justicia mientras que con la otra arroja a latigazos a
una bandada de cuervos a la que dice Goya: “No dejes ninguno”?
Sin embargo, de ordinario, el
humorismo goyesco es equilibrado de buena ley hasta filosófico. Fijaos, si no
en esos dos lechuguinos (número 5), que están de pie “flirteando” y en las
viejas alcahuetas que aparecen sentadas en el fondo, y leed el comentario que
el artista ha escrito: “Muchas veces se
ha disputado, si los hombres son peores que las mujeres o lo contrario. Los
vicios de unos y otros vienen de la mala educación; donde quiera que los
hombres sean perversos, las mujeres lo serán también. Tan buena cabeza tiene la
señorita que se representa en esta estampa, como el pisaverde que le está dando
conversación, y en cuanto a las dos viejas, tan infame es la una como la otra.”
Mirad ahora el número 75: un hombre y una mujer atados con
sogas forcejeando por soltarse y gritando que los desaten a toda prisa. “O yo me equivoco —explica Goya— o son dos casados por fuerza.”
Pues. ¿Y ese bello dibujo número 34
de las mendigas durmientes? “No hay que despertarles -ha escrito al pie don
Francisco- Tal vez el sueño es la única
felicidad de las desdichadas.”
No sigo más.
Cuando alguno de los lectores de El Ribereño venga a Madrid, le
recomiendo que no deje de visitar (sino lo ha visto) el gran Museo del Prado,
ni de detener en el mismo unos momentos ante aquellos caprichos rientes del
inmortal pintor baturro don Francisco de Goya y Lucientes.
LA PROTESTA TEATRAL
El C. X. , 20-11-1927, p. 1-2. Nº 47.
Ya se habrán enterado los lectores de EL RIBEREÑO de que, con motivo de haber gritado: ¡Muy mal!” al
final del tercer acto del drama de J. Montaner “El hijo del diablo”, estrenado hace unos días en el teatro
Fontalba, fue detenido por la policía el ilustre literato D. Ramón del
Valle-Inclán.
Prescindamos de si la protesta fue
dirigida contra la obra, contra los actores o contra la numerosa clac y los
espectadores que la aplaudían con entusiasmo. El hecho es que con motivo de una
protesta teatral, tan correcta por lo menos como los aplausos, fue detenido el
ilustre espectador.
No es este un caso insólito por
desgracia: ocurre en los teatros todos los días. En España, el espectador de
una película o un drama no patea nunca impunemente el esperpento más
monstruoso, a no ser que se trate de una protesta colectiva. Entonces si: la
fuerza del número le salva. Pero desgraciado de él si inicia la protesta y no
le sigue la mayoría. Ya puede tener más razón que un santo: que irá
infaliblemente a la Comisaría.
La protesta teatral es siempre una
falta de cultura y un atentado contra el orden... Al menos en la estimación de
la policía.
¿Y por qué no ha de serlo asimismo un aplauso? –preguntamos nosotros.
¿Qué diferencia material existe entre el grito de “muy bien” y el de
“muy mal”, entre una salva de aplausos y una discreta silba o pataleo...? Muy
poca.
Y fíjense los lectores en que hablo de
una “discreta silba o pataleo”, es decir, de la demostración externa, necesaria
y suficiente para manifestar inequívocamente el desagrado. Lo cual nada tiene
que ver con las groseras interrupciones, las exclamaciones procaces y modales
descompuestos, con tantas manifestaciones de incultura como se ven por
desgracia en nuestros espectáculos públicos y en las cuales está muy en su
punto la intervención policiaca. Pero querer reprimir en absoluto toda
protesta, toda manifestación de desagrado, aun la más consciente, razonable y
culta, a eso no hay derecho. La reacción, la protesta contra lo inmoral, lo
escandaloso, lo grosero es espontánea: es natural en todo hombre de buen
juicio. ¿Y cuántos trucos licenciosos, imbéciles, disolventes, sin sentido
común ni lógica, se quieren hace tragar, hoy más que nunca, a los espectadores
teatrales?
Es curioso ese régimen de excepción espectacular, esa parcialidad, esa
protección, esa intangibilidad de que gozan ordinariamente loas autores y
actores de teatro. En un circo, en un campo de fútbol, en una plaza de toros,
en fin, en todos los espectáculos públicos, el espectador es siempre libre para
manifestar expresamente su entusiasmo a desagrado. En el teatro, no. En el
teatro no hay más dilema que aplaudir o callarse. Con la diferencia irritante
de que el teatro es el único espectáculo donde se admite tradicionalmente la
institución de la clac, es decir, de una cuadrilla de asalariados, o cosa
análoga con la misión de aplaudir la obra, por absurda e inadmisible que
parezca. De donde resulta lógicamente, según este criterio policiaco, que hay que
admitir a priori la bondad artística de todos los actores y autores teatrales,
toda vez que el éxito lo decide la aprobación del público, y ésta es descontada
–en apariencia, al menos, gracias a los esfuerzos de la clac– en todo estreno
teatral.
Cierto es, por fortuna que, fuera del
teatro, hay buenos medios de ejercer la crítica, como son la prensa y el libre
comentario. Pero, al menos, en las salas de espectáculos, los únicos que por lo
visto tienen derecho a tener razón son los actores y autores de teatro.
Y esto es indefendible.
El derecho a la protesta culta es tan
justo, por lo menos, como el derecho al aplauso. Lo mismo turba materialmente
el orden de una sala de espectáculos una exclamación aprobatoria que un clamor
correcto de protesta. El derecho de aprobar es correlativo del derecho de
desaprobar. ¿Qué diríamos de un juez a quien sólo se le reconociera el derecho
de absolver, de un tribunal de exámenes que no pudiese más que dar
sobresalientes...?
Ya sé la respuesta que se ha dado estos
días, con ocasión del incidente referido, al reparo que proponemos. La manera
de manifestar el desagrado en el teatro no se ha contestado –es el silencio.
¿Y nada más que el silencio...?
Pues el refrán castellano reza “quien calla, otorga.” Y si no, como
dicen otros: “quien calla no dice nada”. Lo cual es más verdadero.
¿El silencio como protesta en un sitio, donde hay una clac dispuesta a
alborotar en beneficio de la representación a todas horas? Tiene gracia.
Yo querría saber la cara que pondrían los autores y actores de teatro
si el público, en uso de igual derecho que las empresas, organizará una
contra-clac disciplinada, dispuesta a echar abajo por sistema todas las obras
que se presentaran.
Ya veríamos si en las carteleras, de espectáculos leíamos tan a menudo
esas leyendas: “Las patizambas. El éxito de la temporada. ¡984
representaciones! Letra de D. Ermeguncio Calabacines, música del maestro
Zarzaparrilla...”
Lectores míos: si alguna vez debió implantarse y ejercerse el derecho
de protesta, es precisamente en nuestros días.
Ahora, sí: para arrojar ignominiosamente de la escena a tantos títeres,
mercachifles del arte y badulaques....
Crónica
madrileña
Ha muerto un héroe popular
El Caballero X, Madrid. Octubre de
1928.
En un modesto restaurant de la calle de
la Cruz, ha fallecido repentinamente, a la edad de 74 años, uno de los tipos
más populares y, a la par, uno de los caballeros más valerosos y de los varones
más ejemplares de Madrid: don Juan Bomfil. “El
Liberal” dio en primera plana, la noticia de su muerte bajo este epígrafe:
“El señor de barba blanca que vendía periódicos en la acera del Ministerio de
Hacienda, ha fallecido.”
¿Cómo? –dirá acaso algún lector
decepcionado.- ¿Ese honorable y valeroso caballero no era un político, un
militar, un hombre de letras...? Sí señor: Nada más que esto.
¿Pero es que la caballerosidad, el
honor, la valentía son virtudes de alguna casta determinada, son valores al
alcance exclusivamente de los que brillan, del que arrastra un sable, estrena
un drama, o triunfa en el gobierno de un Estado…? Es que no puede ser tan
caballero un albañil, como un duque; tan valiente el hombre que maneja un
azadón como el que porta un fajín de general...?
Pero don Juan Bomfil no era, además, un
vendedor de periódicos vulgar. Su porte y su distinción le delataban.
Pulcramente vestido, grave, digno, sus maneras revelaban una educación al
margen del arroyo y un pasado en contradicción con el presente. Y así era
efectivamente. Don Juan Bombfil tenía el título de abogado: había nadado en
otro tiempo en la opulencia. Hasta que un día, graves reveses de la loca
fortuna lo precipitaron como un rayo, en la ruina. ¿Cómo reaccionar ante
conflicto semejante? Un hombre orgulloso se habría arrojado por el viaducto: un
apocado se habría vuelto loco; un ladino habría recurrido a mil bajos
procedimientos para vivir y aún seguir aparentando. Don Juan Bombfil no hizo
nada de esto. Agarró un fajo de periódicos y se lanzó a venderlos a la vía
pública. Aceptó el humilde oficio de vendedor de diarios... No se detuvo ante
el fetiche de la respetabilidad, ni
hizo caso alguno del estúpido qué dirán.
Después de todo, ¿qué podían decir las gentes? ¿Qué podían murmurar sus
conocidos...? ¿Qué se había arruinado...? Pues era la verdad... ¿Qué se ganaba
la vida como el último proletario...? Pues era otra verdad. Pero verdad
honrosa. ¿Acaso no es más digno vivir del trabajo honesto y propio, por ínfimo
que se repute, que del “sableo”, de la bajeza o de la mentira...?
En una sociedad menos hipócrita que la
nuestra, el gesto de don Juan no hubiera tenido mérito alguno: en la sociedad
presente, esclavizada por el respeto humano, sí. Decisiones de esa naturaleza
son algo heróico, admirable, extraordinario. El fariseismo dominante no admite
en estos casos más que un dilema: pegarse un tiro o emigrar a otro planeta.
Pero que un ex industrial descienda a simple obrero, un ex comerciante a
limpiabotas, un ex rentista a peón caminero... ¡horror! ¡Antes la muerte!
Tenemos un empacho de soberbia, de falso honor social y de mentira. No
comprendemos la dignidad en el infortunio. Vivimos de la farsa y de las
apariencias. Nadie tiene el valor de aparecer tal como es. Nadie se resigna a
vivir en el plano económico, que le corresponde. La dicha de las gentes
actuales se cifra en aparentar lo que no son: en aparentar más de lo que son.
La cosa es que las vean por la calle bien vestidas, andar en taxi, tomar café
en los establecimientos más postineros, habitar un piso céntrico, ocupar en el
teatro un palco, una barrera en la Plaza, brillar, relucir, figurar..., aunque
sea a costa de estómago, de la dignidad o de la conciencia.
Porque para estos todos los medios son
lícitos: desde no comer hasta estafar, andar con trampas o cortar cabezas....
En nuestra estúpida sociedad presente
la cosa es aparentar.
La verdad en la vida no se encuentra.
Nadie se atreve a afrontarla. Para ello hace falta heroísmo: tener el valor
moral de un santo.
He aquí el mérito incomparable de don
Juan Bomfil, el señor de la barba blanca que vendía periódicos en la acera del
Ministerio de Hacienda.
¡Descanse en paz el caballero valeroso
y ejemplar!
El centenario de Schubert
A
mi querido amigo Pepito Jiménez Fernández, a quien debo la iniciación a los
secretos emotivos de la “Sinfonía
incompleta” y de los “lieder”.
El Caballero X,
Madrid, Noviembre de 1928
El 13 de
Noviembre próximo hará un siglo que falleció en Viena, en una antigua casa de
la calle Kettenbrücke, uno de los artistas más geniales del orbe: Franz Peter
Schubert.
Mal decenio
para la música el tercero del pasado siglo XIX: en 1826 moría Weber, en 1927
Beethoven, en 1928 el pobre Franz Schubert.
Beethoven, muerto a los 56 años, hubiera necesitado
diez años más de vida para crear las grandes obras que proyectara en sus
postreros días. Más prematura fue la muerte de Weber, fallecido a los 39 años,
cuando alcanzaba su genio la plenitud del florecimiento. Pero el malogrado
Schubert se adelantó a ambos en emprender el viaje eterno: murió del tifus a
los 31 años. No obstante, nos ha dejado una obra tan vasta y coruscante que su
nombre brillará siempre como una estrella de primera magnitud en el tachonado
cielo del romanticismo musical.
Es que una de
las características del genio de Schubert era su asombrosa fecundidad. Schubert
fue casi tan precoz como Mozart. A los 14 años era autor de varias obras.
En un solo año,
el de 1815, cuando Schubert tenía 18, compuso dos sinfonías, cuatro sonatas,
diez variaciones para piano, cuatro óperas, dos misas, un “Stabat Mater”, una
“Salve”, algunas danzas y 144 “lieder”.
Lo más delicado
de la producción de Schubert y lo que definió su personalidad, fue el “lied”.
Ese exquisito género artístico, intima fusión de poesía y música, tuvo en el
insigne compositor de Viena su más excelso creador. Compuso Schubert más de
seiscientos “lieder”. ¿Quién no conoce “Margarita
en la rueca”, “Erikönig” o el “Doppelgänger..?
Pero el talento
musical de Schubert no era unilateral, sino polifacético. Todos los géneros éranle
familiares.
¿Se quiere una
muestra de su talento dramático? Ahí está, entre otras, la partitura de “Rosamunda”.
¿Se desea una
prueba de su genio en música religiosa? Ahí están la “Misa solemnis” y la “Misa en
mi bemol”.
¿Quiere
admirarse al artista en música instrumental? Ahí están la “Sinfonía incompleta” y la “Sinfonía
en do mayor”.
Ya lo dijo
Beethoven en el lecho de muerte, al leer una obra de Franz Peter: “Schubert
posee la chispa divina”.
El genio
comprendió al genio.
¡Pobre
Schubert! ¡Quién había de decirle que al año siguiente seguiría al “divino
sordo” a la tumba y sería enterrado junto a él...!
También
Schubert, en el lecho de muerte, se acordó del artista de Boon y, en los
soliloquios del delirio, fue ésta su postrera exclamación: “No es verdad, allí
no está Beethoven”
Hay otro punto
de vista, distinto del artístico, desde el cual la figura de Schubert, se nos
hace altamente simpática: el “humano”. Pocas veces un artista de genio ha
poseído asimismo la modestia, la bondad y la sencillez del inmortal maestro
vienés.
Schubert tenía
un alma angelical. Decíase de él que la inocencia y la paz de su corazón eran
indescriptibles. Por eso su vida privada se nos aparece limpia de aventuras. De
él se puede decir lo que de las mujeres honradas que no tienen “historia”. Tal
vez esta falta de “historia” ha perjudicado su nombradía. Porque es cierto que
la fama de muchos grandes hombres no proviene tanto de sus obras como de sus
aventuras. Habrá muchos que no hayan oído ni un solo nocturno de Chopin, pero
que estén bien enterados de sus amores con la George Sand, que no conozcan la “Rêverie” de Schumann, pero sepan, que se
volvió loco y que se tiró al Rhin: que no distingan una rapsodia de Lizt, pero
estén al tanto de la encerrona de la Lola Montes y de las relaciones con la
condesa de Agoult...
En cambio de
Franz Schubert no se puede contar ninguna aventura, como la de un santo. Tan
tímido como Beethoven, pero sin su hurañez, fue víctima de la miseria como él.
Ni pudo lograr nunca algún empleo artístico digno de su valer, ni obtener
provecho material de sus obras que despreciaron explotaron, gratuitamente casi,
editores sin escrúpulos. Solo al final de su vida empezó a sonreírle la
fortuna. Fue con motivo del primer aniversario de la muerte de Beethoven. Sus
amigos organizaron un concierto, y en él alcanzó un triunfo clamoroso. Con
parte del beneficio material pudo al fin realizar un anhelo de toda su vida:
comprar un piano. Pero a los seis meses cabalmente falleció.
Falleció sin
haber conocido las caricias de la vida, ni siquiera las caricias del amor. Amó
a Teresa Grob bastante tiempo sin obtener correspondencia, y la pasión que le
inspiró una de las hijas del conde de Esterhazy a la que daba clase de música,
probablemente, ni se declaró.
No hubo quien
escuchara sus inocentes palabras de amor…
Pero, en cambio
los acentos de su lira, el lenguaje amoroso y romántico de tantos “lieder”
inmortales, será escuchado eternamente por las almas delicadas con máxima
emoción...
Lectores míos:
por Schubert, en el centenario de su muerte una oración, un pensamiento y una
flor....
El sentimiento religioso y la ciencia
Nº 105. El Caballero X. Madrid,
Diciembre de 1928.
Con este título ha aparecido
recientemente en París un volumen de Robert de Flers con el traslado de una
encuesta sobre el mismo tema, realizada, poco antes de su muerte, entre los
miembros de la Academia de Ciencia de París por el malogrado directo del
Figaro.
La pregunta dirigida a los académicos
era esta: “¿Se opone la ciencia al sentimiento religioso?” Y le acompañaba el
siguiente comentario: “Nos interesa precisar que al hablar aquí de la ciencia,
nos referimos a la ciencia en el sentido restringido de la palabra, de la ciencia
que se limita a los hechos, pero que también ha realizado las “maravillas” que
asombran a todos los espíritus: el vapor, la electricidad, el radio. En efecto,
es esta ciencia la que la opinión considera como todopoderosa, y en ella piensa
la opinión cuando se le afirma que la ciencia prohibe creer. Creo que es a los
representantes de estas ciencias a los que se les debe plantear esta cuestión,
excluyendo a los de las ciencias filosóficas e históricas, dejándoles por
cierto, toda libertad para extender el debate a su placer.”
Después de esta explicación, Robert de
Flers, debiera haber agregado otra, precisando qué es lo que entendía por
sentimiento religioso, concepto vago y general que se presta a toda clase de
interpretaciones. ¿Pues no hay hasta quienes hablan de religiosidad y de
sentimiento religioso al margen de toda religión y de toda creencia...? Esto ciertamente no es comprensible, pues yo
creo que lo menos que puede abarcar el concepto de sentimiento religioso es el
sentimiento que anima a todo hombre que tiene una fe religiosa, sea cualquiera,
cuando la ejerce y piensa en ella.
Pero, en fin, no nos interesa por ahora
fijar el contenido y el alcance de lo que se entiende por sentimiento
religioso.
De los ochenta y ocho miembros de la
Academia de Ciencias, solo quince no han contestado por diversos motivos. Entre
los setenta y tres que han contestado, no hay uno solo que haya contestado
categóricamente, afirmando que la ciencia se opone al sentimiento religioso.
Sólo hay dos respuestas restrictivas,
la del matemático Emilio Borel y la de Juan Perrin, premio Noble del año
pasado, por sus hermosos trabajos acerca de los infinitamente pequeños
moleculares.
Emilio Borel se limita a deplorar que
la libertad de pensamiento y de discusión tan indispensable para el desarrollo
de la ciencia, haya precisamente encontrado oposición en el sentimiento
religioso, cuando con tal motivo a Darwin, a Galileo y a los ya famosos jueces
de Dayton (Estados Unidos) que prohibieron, hace unos años pocos años, la enseñanza
del darwinismo.
Pero esta objeción manida está
evidentemente fuera de la cuestión, pues no se refiere a una oposición entre la
naturaleza de la ciencia y del sentimiento religioso, sino a una interpretación
más o menos afortunada de ambas. Hace falta saber: si los jueces protestantes
de Dayton obraban o no de acuerdo con los principios fundamentales del
protestantismo, al prohibir la enseñanza del darwunismo: como si los jaleados
jueces de Galileo Galilei estaban capacitados para condenarle, a cuenta y
riesgo de los principios del Catolicismo. Es como si quisiéramos demostrar la
oposición entre la libertad civil y la democracia por la tiranía de un Lenin o
las persecuciones del presidente Calles...
Juan Perrin ha sido más explícito. He
aquí su respuesta:
“Si el espíritu religioso representa
una cierta aspiración sin dogma preciso, hacia un ideal de justicia y de
bondad, con la esperanza o con la convicción de que el Universo realiza o
realizará este ideal, entonces cambia la cuestión. El espíritu científico
acostumbra a ser muy exigente cuando se pretende establecer o hacer probable
una hipótesis particular. Y considero como indiscutible que la creencia, en
cualesquiera de las religiones existentes, es menos probable que penetre o se
establezca en un hombre que esté acostumbrado a los rigores de un razonamiento científico, que en aquel
para quien la ciencia sea extraña”.
Habría que argüir muchas cosas a tan
interesante respuesta.
Por de pronto hay que rechazar de plano la definición que Mr. Perrin da del sentimiento religioso al considerarlo como una especie de aspiración hacia un ideal de justicia y de bondad. Muchos ateos célebres que nunca tuvieron sentimiento alguno religioso, han tenido, sin embargo esa aspiración, desde el barón de Holbach a don Francisco Pi y Margall...
Por de pronto hay que rechazar de plano la definición que Mr. Perrin da del sentimiento religioso al considerarlo como una especie de aspiración hacia un ideal de justicia y de bondad. Muchos ateos célebres que nunca tuvieron sentimiento alguno religioso, han tenido, sin embargo esa aspiración, desde el barón de Holbach a don Francisco Pi y Margall...
Después hay que rechazar como infundada
y como gratuita la aseveración de Mr Perrin de que la creencia en cualquiera de
las religiones existentes, es menos probable que penetre o se establezca en un
hombre acostumbrado a los razonamientos rigurosos de la ciencia.
Cabalmente,
el número de los sabios creyentes ha sido siempre mucho mayor que el de
incrédulos. Por cada hombre de ciencias arreligioso se pueden contar noventa y
nueve sabios cristianos. ¿Habremos de
aducir una vez más, el larguísimo catálogo de los Copérnico y Galileo, Kepler,
Pascal, Descartes, Newton, Leibnitz, Linneo, Haüy, Herschell, Cauchy, Pasteur,
Ampere, Röntgen, Faraday, Fresbel, Brandt, en fin, de los talentos más
brillantes que ha tenido la Humanidad?
¿Pretenderá
Mr. Perrin que todos estos grandes cerebros no estaban acostumbrados a los
rigores de un razonamiento científico...?
Hagámoslo constar una vez más: la
religión y la ciencia no se oponen: se completan.
*****
EL CONCURSO DE BELLEZAS
El Caballero X. Madrid, Enero de 1929
De memoria me sabía yo la zapatiesta
que iba a armarse con el famoso concurso de muchachas guapas para elegir una
reina de la belleza española. Y no precisamente por la finalidad principal de
este concurso, cual era, como ustedes saben, elegir una muchacha que represente
dignamente a España en el concurso parisiense de bellezas europeas, sino por la
elección en sí misma por el simple hecho de designar entre las candidatas cuál
debía ser la reina. ¡Ahí es nada! ¡Aventurarse, entre un grupo de muchachas
bellas, convencidas además de su belleza, a decidir públicamente cuál es la más
bonita de todas ellas...! Los señores del Jurado no meditaron detenidamente el
berenjenal en que se metían: si no –estoy segurísimo– no aceptan.
Ni la pobre chica que ha salido
triunfante, debió prever tampoco los berrinches que iban a darle: si no,
tampoco se le hubiera ocurrido presentarse.
Porque a fe que el triunfo de la
valenciana ha sido amargo.
Por supuesto, que a ella ha
contribuido, en buena parte, la indiscreción de la Prensa, por dar cabida en
sus columnas a los desahogos verdulerales de las contrincantes. Todas esas
rencorosas declaraciones de las derrotadas no debieran haber visto la luz
pública.
¡Pobre Pepita Samper!
No la conozco más que por los retratos.
Desde luego que no es una belleza extraordinaria. Para mi gusto, me parece más
bonita Carmencita de Toledo, la elegida reina de la belleza madrileña. Pero no
hay derecho a ensañarse, como se ha hecho, con la linda valencianita.
¿Porque hay que ver cómo la han puesto
sus rivales...?
Que si tiene el pelo de tres colores,
que si le falta un diente y lo lleva de oro, que si tiene los ojos verdes y las
pestañas negras, que si es cargada de espaldas, que si es largirucha, que si es
muy sosa... En fin, todo el repertorio de las murmuraciones de las verduleras.
¿No podía haber hecho la Prensa caso
omiso de toda esta literatura comadresca....?
Si el fallo es o no acertado, ¿tiene la
chica la culpa de que haya sido elegida por el Jurado...?
Claro está que, aunque la elegida
hubiera sido una Venus, se habría armado la misma gresca.
Y la razón es muy sencilla: porque,
para las candidatas, la cuestión era de vanidad y de amor propio, y no
precisamente cuestión estética. Ríanse ustedes de esas señoritas despechadas
que han declarado que si la elegida hubiera sido fulanita o menganita, habría
sido otra cosa. ¡Tonterías! Las postergadas hubieran chillado lo mismo y
habrían dicho de la elegida las mil crudezas.
No
recuerdo en qué escritor leí hace mucho que entre dos mujeres no puede haber
amistad verdadera, sino cuando una de ellas es fea o vieja. Es decir, que dos
mujeres bonitas, por el sólo hecho de serlo, son incapaces de un sentimiento de
simpatía mutua y rivalizan entre sí instintivamente.
Si esto sucede en las relaciones
ordinarias de la vida, cuando no asoma a la superficie el intento menor de
emulación ni de competencia, ¿qué no ocurrirá cuando la hermosura se esgrime
entre ellas como un arma, cuando las vanidades femeninas se declaran en abierta
guerra...?
Ahora añadan ustedes a todo esto la
viveza de genio y la soltura de lengua que gastan nuestras amables
compatriotas, y se explicarán perfectamente el espectáculo depresivo que nos
han ofrecido las deliciosas nenas del concurso de belleza.
Espectáculo que se repetirá
inevitablemente en cualquier otro concurso que se celebre.
Porque, como ha observado certeramente
Kant en su ensayo sobre “Lo bello y lo
sublime”: “Si una cierta dosis de vanidad no desfigura en nada a una mujer
ante los ojos del sexo masculino, sin embargo, cuanto más visible es,
contribuye más a dividir entre si al bello sexo.
Se juzgan entre sí muy duramente no
bien una de ellas parece obscurecer los encantos de las demás, y realmente, las
que tienen grandes pretensiones de seducción, son raras veces amigas entre si
en verdadero sentido”.
Se ve que el celebérrimo filósofo alemán conocía perfectamente a las
mujeres.
Crónica madrileña
UN INQUILINO EJEMPLAR
El Caballero X, Madrid, marzo de
1929
Hay que convenir en que los actuales
inquilinos españoles tienen la mentalidad de un reptil de la edad mesozoica.
Vive por esas calles de Dios cada inquilino que discurre lo mismo que un
plesiosiaurio. En vano han pasado por la Humanidad más de cincuenta siglos de
evolución y de progreso: el inquilino español sigue pensando con el cerebro de
un troglodita.
Hace cinco semanas tuve el gusto de
hacer una visita a mi buen amigo don Juanito Lanas, un beatífico empleado del
Estado, que habita un piso tercero y último en la calle de Válgame Dios.
Lo encontré desesperado. Y me extrañó,
porque Juanito Lanas gasta una mansedumbre verdaderamente seráfica. Pero me
admiró más todavía el motivo de su desesperación.
-
Perdona, chico –me dijo, no bien me
saludó. Figúrate: en cinco días se me han marchado cinco amas de cría y cinco
domésticas. Y ahora no encontramos una ni a peso de oro. Ya ves qué conflicto.
Con dos niños de teta, tres “chaveas” más y la mujer enferma, ¿qué hago yo
ahora...? Tirarme por el Viaducto.....
-
¡Caramba! Cálmate, chico. Todo se
arreglará: que no es para tanto...
-
¡Qué se va a arreglar! Imposible.
El único que podía hacerlo es el casero, y a este no le da la gana.
-
¿Cómo?, el casero...!
-
Sí, hombre. Figúrate que no tenemos
más que una habitación para alojar a la servidumbre. ¡Pero qué cuarto, Virgen
de la Almudena! Ninguno de los del pisito, como puedes observar, está decente:
pero este de las muchachas es el colmo. Las ventanas no cierran bien, la puerta
tampoco y presenta además unas grietas en el techo y las paredes por donde entran
el frío y la nieve en invierno, los mosquitos y el sol en verano, y el aire y la lluvia en todos los
meses del año. Bueno: pues la cocina es otra alhaja. El grifo de la fregadera
no funciona y la chimenea no tira apenas, de modo que las muchachas tienen que
traer el agua a cántaros de la fuente más cercana y guisar ordinariamente entre
una espesa humareda. Tú verás. Aquí no para una doméstica ni dos días. Las
paredes fíjate asimismo qué luciditas andan y el pavimento... también él solo
se alaba.
Me he tomado la molestia de rogar un centenar de veces al casero
tuviera a bien hacer las reformas más indispensables, aunque fuera sufragando
el gasto a medias. ¡Cómo si hubiera ido a contárselo a Cascorro” Me ha
contestado desabridamente que las hiciera, si quería, por mi cuenta, y si no,
que lo dejara el piso, que vendría a ocuparlo otra familia...
¡Y que todos los caseros están lo mismo! Esto es el colmo. Vamos a
tener que recurrir al trogloditismo, a construirnos y guarecernos en unas
cuevas. Pero, señor, ¿no le pago yo el alquiler a mi casero en abundante y
buena moneda? ¿Por qué no ha de tener él la obligación de ponerme el piso en
condiciones también buenas...?
Al llegar a este punto, atajé a
Juanito. Vi que iba a endilgarme toda la retahíla de estúpidas acusaciones que
están ahora de moda contra los pobre caseros –esos beneméritos ciudadanos que
derrochan sus fortunas en construir albergues para la humanidad ingrata!-, y lo
detuve. Hice más. Traté de convencerlo, con gran asombro suyo, de la justicia y
probidad y legalidad (¡sobre todo de la legalidad!) de la conducta de los
caseros más “abusones”, según los califican los inquilinos de cerebro estrecho.
Porque han de saber mis lectores que yo
soy un perfecto convencido de la infinita filantropía de los caseros...
¿Conseguí persuadir al buen Juanito...?
Mi duda me quedó entonces, no obstante su aparente asentimiento.
Mas he aquí la siguiente carta que, por
medio de un continental, acaba de enviarme ahora mismo.
“Mi querido Manolo. Cuatro letras para
comunicarte dos grandes noticias: una triste y otra, alegre.
La primera es que el 10 de los
corrientes, al mediodía, se hundió una parte del pavimento de nuestro
comedorcito, y mi mujer con la Encarnita fueron a aterrizar en el de los
vecinos del segundo, que a la sazón estaban comiendo.
Afortunadamente los míos sólo se
salieron con el susto y unas leves erosiones, pero, en cambio, hicieron cisco
toda la vajilla del vecino, la rajaron la cabeza a una criada y aplastaron a un
lindo michino. Obligado a pagar los destrozos y a tapar por mi cuenta el
agujero, estuve por suicidarme, pues, como andaba apurado con los gastos de la
enfermedad de mi señora, no disponía más que de veinte pesetas con quince
céntimos.
Pero ahora viene la noticia alegre. El
día 11, o sea al día siguiente, me tocaron en la lotería tres mil pesetas, y
gracias a ellas, he podido sufragar al vecino los gastos del aterrizaje en su
aeródromo, arreglar el agujero del comedor, lucir y pintar toda la casa,
entarimarla, poner chimenea nueva y un grifo estupendo. Con que, después de
todo esto, firmemente convencido por tus razones, de la filantropía y probidad
de mi casero, he ido a comunicarle las gratas nuevas de mis reformas,
llevándole al mismo tiempo de regalo unas mermeladas de Trevijano, un jamón en
dulce de Casa Guinea y un par de melones de Villaconejos.
Don Sisenando Aprovechadito –que así se
llama mi buen casero– me lo ha agradecido infinito, ha aceptados todos mis
regalos y al final me ha dicho: “Muy bien, Juanito. Así se hace. Menos mal que
aún quedan en el mundo inquilinos sensatos y reconocidos, a la vista de tu
generosidad y de las nuevas reformas que has hecho en el piso, este mes sólo e
voy a subir la renta cinco duros...?
Amigo Manolo: ¿he aprovechado o no he
aprovechado tus lecciones?
Adiós. Recuerdos de mi mujer y de mis
hijos.
Te abraza tu buen amigo.
Juanito Lanas.
Ah!, se me olvidaba decirte. Ya tengo
doméstica y ama de crías. Están contentísimas. Vale”
¿No les parece a mis lectores que
Juanito Lanas es ahora un inquilino ejemplarísimo...?
*****
Crónica
madrileña
LA NOVELA VIVIDA
EL CABALLERO X, Madrid, Abril de
1929
No sé la difusión que habrá alcanzado
esta novísima publicación popular, iniciada el 5 de Mayo del pasado año con “La danzarina fusilada”, bosquejo de las
andanzas y trágico fin de la célebre bailarina javanesa, Mata Hary, ejecutada
por los franceses en los siniestros fosos de Vincennes, a causa de sus manejos
de espionajes durante la Guerra europea.
Son tantas las publicaciones que, a
partir de la aparición en 1916 de la famosa revista semanal “La novela corta”, han venido
posteriormente surgiendo a su imagen y semejanza que cualquiera nueva
publicación de este género, por muy bien hecha y económica que sea, tiene
forzosamente que tropezar con una fiera competencia que dificulta su difusión y
conocimiento.
De todas suertes, si “La novela vivida” no está muy extendida
todavía, ciertamente que merece estarlo.
No se crea por esto que yo soy un
entusiasta de esta literatura breve y ligera, en detrimento del libro y de la
lectura seria. Pero, dada la realidad de su aceptación por el gran público, me
parece muy oportuno encauzar esta afición plebeya hacia las publicaciones de se
género que sea menos perjudiciales y menos huecas.
Y es lo cierto que de todo este diluvio
de libritos –unos estúpidos, otros chirles y algunos verdaderamente
rufianescos-, lanzados semanalmente a la voracidad del pueblo, de toda esta
ralea de publicaciones cortas, “La novela
vivida” resulta la menos perniciosa y más instructiva. Por lo menos, en sus
páginas se aprende algo positivo. Deleita y enseña, que es lo que no cumple
generalmente ninguna de sus cortas hermanitas.
Los argumentos de esta flamante
publicación son aventuras, viajes, descubrimientos, luchas, sucesos célebres,
biografías, en fin, relatos históricos en los que las peripecias de los
protagonistas constituyen verdaderamente novela vivida.
De
modo que son pequeñas novelas históricas, bastante más imparciales, por cierto,
y más verídicas que sus hermanas las grandes. Se explica, en parte, esto por su
condición de anónimas, pues al no aparecer los nombres de sus autores, estos no
se ven en la tentación de desfigurar los hechos para hacer alarde de estas o
aquellas ideas.
Al menos, los números que yo he leído
acusan una buena dosis de serenidad y de equilibrio.
Y eso que sus argumentos se prestaban a
toda clase de desahogos y apasionamientos. Y si no, véanse los títulos de
algunos de ellos: “El Proceso Dreyfus”,
“El Cura Santa Cruz”, “La muerte de M...”, “La ejecución de Riego”.
¿Qué horrores no habrá dicho a
propósito de estos temas un novelador sectario estilo Alejandro Dumas?...
Y sin embargo, por regla general, en
estos libritos, ni se desfiguran la verdad histórica ni se critica con arreglo
a los perjuicios de un partido ni a los postulados de un sistema. La mayor
parte de estos libritos no hacen más que relatar amenamente. Podrían adoptar
como lema el que estampa N. Tasin al frente de su bosquejo histórico acerca de
“La revolución rusa”: “Yo no supongo. Yo no propongo. Yo expongo.”
En resumidas cuentas: que en “La novela vivida” se puede aprender algo
de Historia.
Así que me permito aconsejar a mis
lectores, aficionados a leer publicaciones cortas, que, antes de malgastar el
tiempo y el dinero devorando tanto librinchín imbécil como anda rodando por
esos Kioskos, pidan un número cualquiera de “La novela vivida”.
Siquiera aprenderán algo de Historia, y
eso irán ganando. Además de que se distraerán a buen seguro tanto como con
cualquiera de las otras.
Conste, para terminar, que no tengo que
ver yo nada con la empresa.
Ni me pagan el reclamo.
Por si acaso....
*****
COMENTARIOS
DOÑA
RESPETABILIDAD
El
Caballero X, Madrid, Junio de 1929
Pasaba yo anteayer mismo por la calle de Preciados, cuando tropecé con
un amigo –persona “bien” y buena persona– que me saludó de esta manera:
-
Pero, hombre: ¿cómo sales por la
puerta del Sol con alpargatas...? A lo mejor, te encuentras en esa facha a una
discípula y vamos... Tienes que darte cuenta de que eres un señor profesor, y
un profesor debe vestir con elegancia...
Buen amigo: vamos por partes.
En primer término, cuando yo salgo a la calle en alpargatas, lo hago
en uso de un perfectísimo derecho...
Me lo permite el Derecho natural, que lo mismo me consiente salir
descalzo que con abarcas...
Me lo permite las Ordenanzas municipales madrileñas, que no prohíben
salir de casa en alpargatas.
Además, cuando salgo de esta suerte, es porque me agrada, me resulta
cómodo y porque me da la real gana. ¿Está claro...?
En cuanto a lo que digas las señoritas discípulas, me tiene
completamente sin cuidado. Por de pronto, ninguna dirá misa... El culto
católico no admite sacerdotisas...
Por otra parte, yo tengo por norma de conducta obrar siempre de
conformidad con mi criterio, sin importarme el parecer ajeno. El que acostumbre
a dejarse castrar su personalidad habitualmente a beneficio de don Respeto
humano, allá él con su gregarismo o su cuquería...
Yo no pertenezco a esa cofradía.
La Respetabilidad social es el ídolo ridículo de los que no respetan
su libertad ni su conciencia: la diosa de los imbéciles, de los cobardes y de
los sinvergüenzas... A mí no me ha asustado nunca “el que dirán”. Eso se queda
para los moluscos sin carácter, para los vampiros que comercian con los valores
morales y para los bombos que piensan siempre por cuenta ajena.
Pero vengamos al último extremo.
¿Con que un profesor debe trajear con elegancia...?
Vamos despacio.
Por de pronto, si entendemos la palabra deber en su sentido estricto,
es decir, de necesidad moral o jurídica, nadie –que yo sepa- tiene obligación
de vestir de una manera determinada, excepto los religiosos, los militares y
algunos funcionarios públicos en el desempeño de sus funciones.
En la mayor parte de los países civilizados se acostumbra únicamente
que las mujeres lleven faldas y los hombres pantalones y... eso es todo.
Ahora bien, si entendemos la palabra deber en el sentido de decencia y
conveniencia social, yo entiendo que ese deber no puede rebasar el límite de
las posibilidades económicas de cada uno, a menos que se admita que la decencia
social es compatible con el latrocinio, la prostitución, las trampas y otros
tantos medios a los que hoy se apela para vestir de seda, tener teléfono y
andar de juergas...
A mi me hacen mucha gracia estos pretendidos deberes de conveniencia
social y de decencia en perpetuo choque con el sentido común y con la lógica.
Un profesor, un magistrado, un tenedor de libros deben trajear de “señoritos”,
aunque ganen menos que un albañil, un fogonero o un hortera...
¿Por qué?
Y no es porque yo crea -¡ni mucho menos!– que el vestir con elegancia
se debe reservar únicamente para los rentistas y para los plutócratas. Solo
debe tener derecho a comer y a vestir decentemente el que trabaja. Así es como
yo opino sobre este punto.
Pero me refiero a la situación presente, a la imperante moral
burguesa. Si se exige al que ejerce una profesión liberal que vista con
elegancia, ¿por qué no se le paga como debiera...? Y si se le da un salario de
hambre, ¿a qué viene esa estúpida exigencia...? he aquí la contradicción
inicua.
Lo más grotesco de la tragedia es que la inmensa mayoría de la clase
media, lejos de comprender y sublevarse contra tal absurdo, acepta de buena
gana esa moral filistea.
A las personas se las considera según trajean. He aquí todo lo que
sabe la clase media.
Lo cual quiere decir ni más ni menos que la respetabilidad social es
un artículo de trapería...
Para muchos cretinos, el que lleva colgando del pescuezo un pingo de
colores, es persona de viso; el que no lo gasta, gente plebeya...
Por eso, el chupatintas y el funcionario público, que no ganan ni para
mantenerse de pilongas, se embuten en un traje “último grito”, se colocan un
garrote y un sombrerito, y miran despectivamente a los obreros...
Es la diferencia de clases. Ellos –los proletarios de corbata–
pertenecen a la de los “señoriítos”; los otros, los del pañuelo, a los
plebeyos.
¡Qué asco de sociedad humana! Vivimos en el reino de las apariencias,
de la vileza y de la hipocresía... Esto es un nido de cucos, de comadrejas y de
sabandijas...
¿Quién ha dicho que la especie humana, la de los bípedos pensantes, es
superior a la de los peces o a la de los pájaros...?
Crónica madrileña
La epidemia del Tango
El Caballero X, Madrid, Junio de 1929
No sé si por Tudela padecerán también ustedes la epidemia tanguera. Me figuro que no. Por esa no son ustedes tan imbéciles. Pero lo que es aquí, estamos de tangos hasta más arriba de la coronilla. Y digo estamos refiriéndome a una exigua minoría, porque lo que es la gran masa madrileña debe de tener “stangomanía”. Esta epidemia es peor que el cólera. Al fin éste duró unos meses; pero aquella lleva trazas de hacerse endémica. Sobre todo desde que Spaventa, hace un lustro y pico, se dejó caer por Madrid cantando tangos, la enfermedad se va agudizando terriblemente. Entra usted en un café, y se encuentra con la orquesta tocando tangos; se mete usted en un cine, y allá van tangos; coge los auriculares de la radio, trague tangos; asiste a un espectáculo de variedades, y prepárese a oír tangos; acude a un baile, y agárrese a danzar tangos; y si pisa un cabaret, el diluvio sin arca de tangos… Solamente en las iglesias falta ya que toquen tangos.
En las clases de mecanografía las señoritas se dedican a copiar tangos, en las de piano, a tocar tangos, y en las reuniones, a hablar de tangos. El oficinista que marcha a su despacho y el obrero que se dirige a su trabajo, se entretienen por el camino tarareando tangos; los ciegos callejeros le tienden a usted la mano cantando un tango y hasta estos negros de variedades que se desencuadernan bailando un “charles”, te chapurrean en inglés un tango…
Tengo yo unas vecinitas que me despiertan todos los días cantando tangos. Lo peor es que no saben más que “Mamita” y “Esta noche me emborracho”, y ya me están emborrachando a mí los hígados con tanto tango…
Esto es el delirio, la demencia, para volverse loco…
Y no es que yo sea precisamente un enemigo del tango. El tango legítimo, popular, anónimo es una canción sentimental, bonita. Expresión poética, dulce y melancólica, de las emociones del alma criolla, nacida espontáneamente en los campos y arrabales argentinos, es como nuestra jota y “cante jondo”, un arte ingenuo, delicioso y emotivo, quintaesencia de los sentires populares. ¿Pero qué tiene que ver todo esto con la serie de paparruchas y camelos que aquí nos sirven como legítimos tangos?
Estos tangos de exportación y de encargo, paridos en un chamizo de Buenos Aires, cuando no en Montmartre o en Chamberí, no sólo no tienen que ver nada con las palpitaciones del alma criolla, sino que son la expresión más acabada de la ñoñería y de la idiotez sentimentalistas. Cualquier componecopias de ciego que sabe decir “pebeta”; “chinita” y “milongas”, escribe un tango quejumbroso y majadero…
De prolongarse algo más esta “tangomanía”, va a ser cuestión de rogar a Dios en las letanías:
“A tangorum peste, liberanos Domine”.
De la peste de los tangos, líbranos, Señor…
Crónicas madrileñas
ENTRE
LA VIDA Y LA MUERTE
El Caballero X. Madrid, nº 137, 11-8-1929
Esta película
científica que anda, hace un mes, recorriendo todas las salas madrileñas de
espectáculos, lleva las trazas de superar el éxito de “El demonio y la carne” o
de “Ben-Hur”. Desde luego que es interesantisima y sugestiva. Sin embargo, esto
no explica su prolongada permanencia en los carteles, en plena temporada
veraniega. El secreto del éxito, en mi sentir, estriba en las dos advertencias
estampadas en los anuncios: “Prohibido en absoluto la entrada a los menores. Se
aconseja a las personas impresionables que se abstengan de acudir.”
Y no es que se
trate de una película inmoral o truculenta. Nada de eso. Son sencillamente
operaciones quirúrgicas, realizadas en los hospitales de Madrid y Barcelona,
por los doctores más acreditados de la Península: Recasens, Cardenal, Taboada,
etc. Los casos más numerosos y sorprendentes son los de partos difíciles o
anormales.
Desde luego
que, por esto mismo, es una película inconveniente para menores, aunque esté
hecha con una pulcritud irreprochable. Y en general, es inconveniente para las
personas impresionables por lo cruento del espectáculo. La noche que la
presencié yo en el Eslava, acudí con un amigo. Pues bien, llegó un momento en
que éste se tapó la cara con las manos para no ver como le abrían a un paciente
la cabeza con el martillo y el escoplo. Otras varias personas abandonaron la
sala a los primeros cuadros.
Por esto, están
en su punto las advertencias que se hacen en los anuncios. Pero la gente,
tomando el rábano por las hojas, cree erróneamente que se trata de algún
inmoral o peligroso y llena las salas donde se exhibe la película. Es curioso.
En algunas
naciones, en la Argentina por ejemplo, los espectáculos licenciosos o
peligrosos (no hay que confundir la licencia con el peligro: no son lo mismo),
tienen la costumbre de advertir en los anuncios: “No apto para señoras, o
menores, o solteras.”
¿Hasta dónde
llega la prudencia del aviso...? Porque aquí produce ciertos contraproducentes.
La compañía de Hortensia Gelabert tuvo a bien hacerlo, hace unos meses, cuando
estrenó “La prisionera” en el teatro del Centro, y se llenó la sala de mujeres.
De todos modos, la
advertencia no me parece inoportuna. El que no la tenga en cuenta, allá él. Es
como esos frascos de veneno que se ven en las farmacias, con una etiqueta
funeraria que aconseja: “No beber. Peligro de muerte”. Pues el que, a pesar de
todo beba............ que reviente.....
A la caza de don Juan
Seguramente que
se habrán enterado mis lectores de la campaña que la Policía gubernativa, con
motivo de la matonada de la calle de la Salud, ha emprendido, por orden del
Gobierno, contra los piropeadores callejeros. Todos los días cae aquí una
redada de galanes que va a dar con sus huesos en la cárcel.
Porque ya no se
persigue precisamente al galanteador mal educado e inoportuno, sino a todos, al
que erupta una grosería y al que recita un madrigal... Esto es un poco
exagerado. Decirle a una morena: “Tiene V. unos ojos más parlanchines y grandes
que un disco de gramófono”, no es un delito contra el honor o un homicidio....
Me ha venido contando un amigo que ayer vio en la calle de Alcalá un
espectáculo curiosisimo. Un muchacho que dice una galantería de buena ley a una
modistilla: un guardia que va a detenerlo y la chica que, “agarrándose al brazo
del “pollo”, se interpone entre él y el guardia, diciendo a éste: “Amos anda,
señor guardia; si es mi primo..” Y libró el “pollo” de la “Comi”.
Algunos chuscos se han
puesto en los dados interiores de la americana dos cartelitos. Y uno dice:
“Guapa”, y el otro: “Fea”. Y los dos van mostrando a las transeuntes según los
casos. No es que yo sea precisamente un exaltado panegirista del piropo
callejero. Contra el soez y grosero, toda la dureza me parece poca: en cuanto
al otro, me parece que es un oportuna la indulgencia.
¿QUÉ COMEMOS EN MADRID?
El Caballero X. Madrid, nº 138, 18-8-1929
He aquí una
pregunta más dificil de contestar que esta otra: ¿cuándo vendrá el fin del
mundo...?
Me la he hecho
a mi mismo más de una vez al sentarme a comer a la mesa o tomar cualquier cosa
en un establecimiento público. Pero ahora me la he vuelto a sugerir una
sencilla noticia, leída ayer en la Prensa. Hela aquí: “Los inspectores
veterinarios Municipales de servicio en el Mercado de los Mostenses, don José
María Sembi y don Miguel Lorenzo Torrijos, han inutilizado, durante el mes de
Julio último, 23.584 kilos de pescado por no reunir condiciones para el
consumo, correspondiendo: 5.713 kilos a las sardinas inutilizadas, 4.169 a
boquerones, 1.347 al atún, 1.090 a la merluza, y el resto a otras varias
especies de pescado. En el mismo mercado, y por los inspectores veterinarios
señores Villarta y Polo, se han inutilizado 192 gallinas y 414 conejos por hallarse
en descomposición.”
Total: ¡24
toneladas de podredumbre, con destino a los estómagos de los habitantes de
Madrid, recogidas por los inspectores municipales en un solo mes y en uno sólo
de los once mercados públicos de la Corte..!
Con ser enorme y laudabilísima
la labor sanitaria realizada por las Inspección municipal, sería cándido
suponer, a pesar de todo que es suficiente para garantizar la pureza de los
alimentos que ingerimos. La prueba es la frecuencia con que aparecen en los
diarios noticias referentes a intoxicaciones y envenenamientos por haber tomado
alimentos adulterados.
La inspección municipal se
ciñe, con relativa eficacia, a los mercados abastecedores. ¿Pero acaso pasan
por estos el noventa por cien de las sustancias que ingerimos al cabo del día?
¿Quién vigila diariamente a
los lecheros, panaderos, carniceros, hueveros cafeteros, etc., etc.?
Tengo yo un amigo y paisano,
empleado en una gran fábrica de embutidos que me aconseja hace unos días: “Si
no quieres acortar la existencia, no comas, en Madrid, embutidos en toda la
vida.”
Pues ahora añadan ustedes a
esto las manipulaciones y milagros de hoteles y patronas, y se formarán una
ligera idea de lo que ocurre.
¿Qué comemos en Madrid..? Yo
creo que he comido ya de todo: desde carne de los pencos de las corridas hasta
huevos de buitre y leche de perra..
ES el principal inconveniente de las
poblaciones: aquí no se alimento uno, se envenena.
Cuando, hace varios años,
leía yo en mi pueblo “Menosprecio de la corte y alabanza de la aldea” por el
clásico Antonio de Guevara, todavía recuerdo la chacota que hice del buen
escritor y desengañado cortesano por señalar a favor de los lugares la
salubridad de sus alimentos. Ahora veo que las razones de Fr. Antonio no eran
ridículas.
¡Con qué gusto me trasladaría
ahora a esa y cenaría con cualquiera de ustedes un buen plato de verdura de la
Mejana!
¡Un menú completo del Hotel
Riz por un plato de espárragos de Traslapuente...!
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