RELATOS DEL EXILIO EN ESPAÑOL
1) La estrella verde, Saint-Maurice d´Ibie, 1941
2) La casa de Drácula, Saint-Maurice, 23/10/1940
LA ESTRELLA VERDE
Manuel G. Sesma
Saint-Maurice d´Ibie, 1941
- ¿Qué le parecen estas fotos...?
- ¡Magníficas! ¡Estupendas! ¿Pero quién es esta niña tan deliciosa..?
- Mi hija.
- ¿Su hija..? ¡Caray!, González: le felicito. No sabía que tuviera V. una hija. Y menos, una chiquilla tan encantadora. Por cierto que, si ella es, en realidad, tan bonita, tan simpática y tan vivaracha como aparece en estos retratos, no tiene V. más que presentarla en una agencia de la Paramount o de la Ufa y ya ha hecho V. su fortuna. Ahora que Shirley Temple acaba de ser licenciada como "star" infantil, la ocasión no puede ser más propicia...... Fernando González Guardiola sonrió con satisfacción, acentuando los rasgos salientes de su rostro alargado y anguloso: una boca grande, unos pómulos abultados y unos ojos un poco tiernos o blandos. En sus pupilas claras, cabrilleaban, al escucharme, el orgullo y la dicha paternales. Porque, desde luego, González era el primer convencido de la gracia extraordinaria de la criatura. Es verdad que, para un padre, no hay hija fea, pues el amor paternal es como un prisma que descompone la luz más pálida en una bella policromía. Pero, en el caso de mi compañero, no se trataba de una simple ilusión de padre, sino de una realidad patente e innegable, pues, su hija era, en efecto, una verdadera preciosidad.
- "Mon Dieu, qu´elle est mignonne!".(¡Dios mío, qué linda es!) - exclamaban boquiabiertas las "dames" y las "demoiselles" de Saint-Maurice d´Ibie, al examinar las fotografías de la niña. Y tenían razón, pues, con su tipito estilizado, su nariz chatilla, sus ojillos negros chispeantes e ingenuos, su graciosa boquita, en la que estallaba una eterna sonrisa, y sus dos trencitas finas y cortas, ora adornando su cabecita, como una diadema, ora cayendo graciosamente sobre sus hombros, como dos orlas, la hija de mi compañero constituía una encarnación viviente de la gracia infantil femenina. Era sencillamente una infantita de maravilla. De ordinario, en presencia de una bonita nena, exclamamos entusiasmados: ¡Qué linda muñequita! Pues bien, a la vista de la hija de González, a ninguno se le ocurría este comentario. ¿ Por qué...? Porque una muñeca representa algo infantil y bello, pero inerte, por no decir, muerto. Es lo más corriente; y cabalmente el rasgo predominante y el secreto del atractivo irresistible que tenía aquella niña deliciosa lo constituía la sensación que daba de vitalidad. Sus facciones delicadas, sin ser, ni mucho menos, incorrectas, tampoco eran de una perfección absoluta; pero, en cambio, si que eran poco corrientes el resplandor, la animación y la alegría que irradiaba toda su encantadora personilla. Sus ojillos parecían dotados de fuerza magnética; sus mejillas eran una eclosión de clavelinas; y su boquita fresca entonaba sin palabras, un vibrante himno a la vida. Vibración: he aquí la palabra exacta para designar el efecto que producía aquella chiquilla. Vibración de la carne en flor y del alma en formación. Por otra parte, la hija de González era extraordinariamente fotogénica. En todos los retratos, salía estupendamente. Su padre guardaba, como oro en paño, una numerosa colección de ellos y realmente era difícil determinar cuál era el mejor. En Sabadell, donde vivía, a la sazón, la niña con su madre, constituía la debilidad de los fotógrafos, y uno de ellos le había hecho una magnífica ampliación, para exponerla en el escaparate de su tienda. Diana -que así se llamaba la chiquilla- tenía, a la sazón, cinco años cumplidos. Su padre, expatriado en Francia, desde 1939, es decir, desde la terminación de la Guerra civil no la veía, desde hacia dos años y pico. Cerca de mil días sin poder ver a una niña tan hechicera que, por añadidura, era hija única, debían constituir para mi camarada una terrible pesadilla; y en efecto, la constituían. Bajo su serenidad y calma aparentes, el pobre González ocultaba discretamente un tremendo drama. Eso sí, muy discretamente, pues jamás aludía a él. Era muy prudente y reservado, y tenía el pudor de su dolor. Pero yo lo adiviné. He aquí cómo.
Pero antes, situemos un poco, en el tiempo y en el espacio, la acción de este relato. Saint-Maurice d´Ibie es un pequeño pueblo del departamento del Ardèche, situado al S. E. de Francia. La "commune" o municipio comprende dicha localidad y la aldea de Salelles, que está a unos tres kilómetros de distancia de aquélla. En 1941, Saint-Maurice d´Ibie solo tenía 147 habitantes; y Les Salelles, 53. Unos y otros eran pequeños propietarios campesinos, laboriosos, excelentes personas y nada incultos. Entre ellos no había analfabetos. Leían la prensa diaria, escuchaban la radio y estaban al corriente de lo que pasaba en el mundo, aunque la censura oficial ocultase o deformase muchas noticias. Incluso tenían unas bibliotecas circulantes de las que nos servimos algunos españoles. Un detalle curioso: los vecinos de Saint-Maurice d´lbie eran casi todos católicos; y los de Salelles, en su mayoría, protestantes; pero se respetaban mutuamente y mantenían buenas relaciones, como gentes verdaderamente civilizadas. Cuando moría alguno, acudían a su entierro todos: católicos y protestantes. En el otoño de 1940, vino a instalarse en dicha "commune" el 160 Grupo de Trabajadores Españoles, formado por compatriotas, reclutados forzosamente por las autoridades francesas, en el campo de concentración de Argelès-sur-Mer (departamento de los Pirineos Orientales). Entre ellos, se encontraba el autor de estas líneas. Al principio, solo éramos unos 200; pero en mayo de 1941, la policía del Gobierno de Vichy, controlada por los ocupantes alemanes, hizo una razzia en los arrabales de Marsella e incorporó a nuestro Grupo unos 150 individuos más de diferentes nacionalidades (griegos, armenios, rusos blancos, etc.); y entre ellos, unas tres docenas de judíos, algunos de los cuales eran comerciantes ricos, los que fueron arrancados de sus establecimientos con lo puesto: tal como estaban. Los infelices hijos de Israel no duraron en el Grupo mucho tiempo, pues un día se presentaron en él unos agentes de la Gestapo y se los llevaron hacia el Este de Europa. Lo más probable es que fueran a parar, como millones de su raza, a los hornos crematorios que tenían los nazis, en varios campos de concentración de Checoslovaquia y Polonia. Yo lo sentí sinceramente por todos; pero, especialmente, por Elías Schatberger, un viejo cultísimo, amigo mío, que hacía la limpieza del "bureau" y que había sido apoderado de la principal Compañía de Seguros de Viena, antes de que Austria hubiera sido invadida por Hitler.
Los trabajos del 160 Grupo de Trabajadores Españoles consistían en cortar árboles y hacer leña y carbón vegetal para la XI Conservación de Aguas y Bosques (Eaux et Fôrets) del Estado francés. La labor era dura, pero lo peor eran las circunstancias penosas en que se realizaba, pues el tajo estaba a 3´5 kilómetros de distancia de los barracones del alojamiento, con un declive de 100 metros de altura, y había que recorrerlo a pie, a la ida y a la vuelta. Por supuesto, se salía y se volvía del "chantier" o tajo, casi de noche; sobre todo, en el otoño y en el invierno, que eran muy fríos. Por otra parte, la comida era la siguiente: 315 gramos de pan al día; una tacita de café, como desayuno; y dos sardinas arenques, como almuerzo o "casse-croûte", hacia media mañana. Al mediodía, unos pocos macarrones, cocidos sin grasa; un cazo de zanahorias, con mucha agua; un vasito de vino, un minúsculo quesito y, a veces, un trocito de carne. Por la noche, análogo banquete… Con tal esfuerzo alimenticio, había que cortar tres o cuatro estéreos de leña diarios por individuo, cargar o descargar cinco o seis carretadas y hacer y arrojar cien fajos por el cable. Ni que decir tiene que "Eaux et Fôrets" se aprovechaba de lo lindo, de la triste situación de larvada esclavitud de los trabajadores, pagándoles menos de la mitad que las empresas similares de explotación forestal. Por ejemplo, éstas últimas daban a los destajistas 50 francos por cada estéreo que cortaban de leña; y 90 francos, a los jornaleros ordinarios. Pues bien, “Eaux et Fôrets” pagaba a los primeros 24 francos por estéreo; y a los segundos, 32 francos diarios. Afortunadamente, yo no pasé por semejante calvario, pues, aunque viví algunos meses en Les Salelles, mal comido, vestido y alojado, y empleado asimismo en rudas faenas, con la primera expedición de españoles que vinimos de Argelès, a realizar los trabajos previos para la instalación del Grupo, cuando llegó el grueso de éste, pasé al "bureau" de la Jefatura francesa, instalado en Saint-Maurice d´Ibie, donde la vida era más llevadera. Allí comencé a trabajar con Fernando González Guardiola y con otro Catalán de Lérida: Bartolomé Cabré Fiol, muerto heroicamente en 1944, luchando contra los nazis, en el "maquis" del Ardèche, como comandante de F. F. I. (Fuerzas Francesas del Interior). Hacia mediados de junio de 1941, González, Cabré y media docena más de compatriotas alquilamos, por un precio simbólico, una modesta casita deshabitada, en las afueras del pueblo. Conchita Andreu, una joven linda y hacendosa, casada con un compañero: Rafael Gil, nos servía admirablemente de ama de casa. Yo dormía en el mismo cuarto que González, con otros dos compañeros. En él, había un viejo armario de nogal, con varios estantes, en los que guardábamos nuestros pobres efectos. Desde el primer día, comenzó a llamarme la atención, en el estante de González, una chapa pentagonal de aluminio, colocada debajo de un paquetito, que contenía brocas y limas. Inscrita en el pentágono, pero sin terminar todavía, se veía una estrella en relieve. ¿Qué significaba aquella extraña placa..? ¿Qué trabajo estaba realizando mi compañero...?
Saint-Maurice d´Ibie era un pueblo ordinariamente aburrido, como casi todos los pueblos pequeños; pero se animaba extraordinariamente los días festivos, en que llegaban los compañeros de los montes de Salelles y llenaban las calles y los tres cafetines que había en el lugar: el Café de la France, el de Mr. Ozil y el de Mr. Arsac. El preferido por los bullangueros era el de Ozil, servido por una guapa moza, llamada Juliette, hija del dueño, la cual simpatizaba mucho con los españoles. También simpatizaban los otros establecimientos, pero en ellos había más seriedad. "Chez Juliette", se bebía, se fumaba, se discutía, se jugaba al mus o al dominó y se organizaban sesiones de canciones españolas, acompañadas, a menudo, por el violín de Mateo o el saxofón de Miguel Franch. En éstas, se hacían aplaudir, sobre todo, Guillermo Vaquero, un chaval del Puente de Vallecas, que cantaba fandanguillos y milongas; Cerezo, a quien llamaban irónicamente "La Voz de Oro", especializado en tangos argentinos; Tajes, un norteño, que cantaba aires asturianos y gallegos; Perico Izquierdo, un aragonés, que se arrancaba por jotas, etc. Los demás extranjeros no eran tan bulliciosos, aunque tampoco faltaban tipos pintorescos, como un griego de Andrinópolis, en la Turquía europea, llamado Evangelos Ditpsis y apodado "Moustache", por su enorme bigotazo. Cuando se cargaba bien de morapio -lo que le ocurría con frecuencia-, canturreaba, a solas, unas melopeas turcas, tan tristes como monótonas, capaces de adormecer a un hospital entero de niños de baja edad, atacados de sarampión. Pero no todos frecuentábamos aquellos lugares de bulliciosa consolación, y Fernando González era uno de ellos. Sin duda, se consolaba de otra madera. ¿Cómo…? Lo descubrí casualmente, una tarde de domingo, pues, habiendo bajado a buscar una sierra a la Carpintería del Grupo, que estaba instalada en la bodega de nuestra casa, lo sorprendí trabajando, en su misteriosa chapa de aluminio. No le pregunté nada. Me contuve. Soy algo curioso, pero lo sé disimular. Prefiero enterarme indirectamente; y en los días sucesivos, observé cómo iban apareciendo, poco a poco, entre las puntas de la estrella unas misteriosas letras. Por fin, un día, a finales del verano, aprovechando la ausencia de mi camarada, examiné un momento su artefacto y leí con gran sorpresa: DIANA. ¡ Diana ! ¡ El nombre de su hija! ¡Qué revelación! Resulta que mi camarada se pasaba las horas y los días de fiesta, cincelando pacientemente en el metal el nombre de su hija adorada. Precisamente, por aquellas fechas, andaba González terriblemente preocupado. Cabré me lo hizo observar, un poco intrigado.
-¿Te has fijado en González...? Le hablas y no te contesta. No se da cuenta. Anda como ensimismado. Hace tiempo que le pasa algo grave. Sin duda, asuntos familiares. La mujer y la hija lo van a volver loco. No me extrañaría que, el día menos pensado, sin consecuencias, nos sorprenda con la noticia de que regresa a España. En efecto, nuestro discreto compañero debía atravesar aquellos días, una crisis moral de las que dejan huellas físicas. Se le veía enflaquecer. El que dormía ordinariamente como un leño, me confesaba, por las mañanas, que no había podido pegar un ojo, en toda la noche. Sin duda, aquella niña seductora le robaba el sueño; y el apetito; y el humor; y hasta la noción del tiempo y del espacio. Era un caso patético de embrujamiento. Verdaderamente aquella linda nena era una peligrosa hechicera. Con todo, al cabo de algún tiempo, pareció haber vencido la crisis, pues era un hombre entero e inteligente. Pero no modificó su género de vida. Siguió sin ir a los cafés y encerrándose solitariamente en la carpintería, los dias de fiesta. Me supuse que continuaba pacientemente su misterioso trabajo. Por fin, una tarde, lo sorprendí en nuestra habitación, de pie, sobre una cama, y con una máquina fotográfica en la mano. Por supuesto, no era suya, sino prestada por un vecino del pueblo, y con ella, se disponía a fotografiar su famosa obra, que acababa determinar. La tenía depositada sobre una mesa, y he aquí sus detalles. La estrella estaba pintada de verde y suspendida entre dos pequeños soportes verticales de aluminio. A su vez, éstos estaban sujetos, por la base, a una pequeña plataforma cuadrangular de nogal, barnizada, que llevaba encima una concha marina. Finalmente, en el centro de la estrella, campeaba un pequeño retrato circular: el de su mujer; y entre las puntas, el nombre en relieve de la hija. Esta vez, no pude contener mi curiosidad y le pedí explicaciones. Pues bien, la obra era sencillamente un cenicero. ¿Sencillamente...? ¡Caramba! Yo no sé si mi camarada, que en España había sido un modesto pintor de coches, había oído hablar del surrealismo; pero aquel singular cenicero era ni más ni menos que una obra de arte surrealista: una obra que traducía simbólicamente las preocupaciones fundamentales de su subconsciente. Desde luego, ni el nombre da la hija ni el retrato de su mujer necesitaban aclaraciones de ningún género. Tampoco necesitaba de ellas la concha marina, recogida, en 1939, en la playa del campo de concentración de Barcarès, y que constituía el cenicero propiamente dicho. Pero la estrella, la estrella... ¿qué demonios significaba aquella estrella pintada de verde..? González me lo explicó. La estrella verde es el emblema de los esperantistas. ¡Acabáramos! Mi compañero era, en efecto, un esperantista entusiasta. En Saint-Maurice d´lbie, recibía una curiosa revista, tirada en multicopista y titulada COMPRENDRE -Bulletin périodique du Cercle Espérantiste Universitaire de Lyon" (COMPRENDER - Boletín periódico del Circulo Esperantista Universitario de Lyon). Lo dirigía una mujer: Madame Blondel.
- Pues bien, González tenía, por lo menos, la fe esperantista de Madame Blondel. Aún me parece verlo, todas las tardes, durante el verano de 1940, en el campo de concentración de Argelès-sur-Mer, rodeado de una media docena de compatriotas a los que enseñaba gratuitamente el idioma del Dr. ruso Luis Lázaro Zamenhof. La clase era pintoresca: un marino gallego, un minero asturiano, tres campesinos andaluces y un albañil catalán. El material no lo era menos: una mesita enana, hecha con cuatro tablas; una vieja gramática de esperanto en francés, prestada por un ex-combatiente italiano de la Brigada Garibaldi; un pequeño vocabulario o "Llave del esperanto", perteneciente al marino gallego; y cartones de cajas de pasta para sopas y papeles de envolver paquetes de tabaco, para escribir en ellos al dictado...! Con todo, no era el esperanto la única preocupación de González por esta época, puesto que ya tenía "in mente" otra más grave: su obra de arte surrealista. Pero entonces estaba todavía en los trabajos preliminares de la misma; a saber, la fundición de dos cantimploras y de dos vasos de campaña que le hicieron, en un alto horno en miniatura, unos camaradas austriacos de las brigadas Internacionales; y a continuación, el vaciado de la chapa de aluminio, que empezó él mismo, con una lima y unos destornilladores, que le dejaron otros compañeros. Pero tuvo que devolver estas herramientas, al salir al campo de Argelès, encuadrado en el 160 Grupo de Trabajadores Españoles. Entonces, con el primer dinero que ganó en el Grupo, compró, en la cercana ciudad de Villeneuve-de-Berg, dos hojas de sierra, dos brocas y un juego de limas de cerrajero. Y con estos flamantes útiles, consiguió, al fin, terminar su obra, en el otoño de 1941; es decir, un año más tarde. Casi nada: ¡doce meses de trabajo paciente, para construir un modesto cenicero..! ¿No era verdaderamente un récord de paciencia...? Sin duda; y también de un sentimiento más delicado: de amor. Porque aquella larga y curiosa tarea no era precisamente un ejercicio del ingenio y de la paciencia de un artesano, sino del cariño y de la solicitud de un padre y de un esposo ejemplar. No era una manera como otra cualquiera de pasar el tiempo, sino de pasarlo precisamente en continuo y secreto coloquio con los seres queridos y ausentes, que ocupaban constantemente su pensamiento. Por eso hizo tal vez con inconsciencia, una obra altamente simbólica: un cenicero; es decir, un recipiente de nácar, para recoger las cenizas de todas aquellas horas de amargura, quemadas silenciosamente en el destierro, con el corazón clavado en aquella estrella, símbolo de otra lengua universal que, antes y después de Zamenjof, ha hablado y habla elocuentemente la humanidad entera: la del amor paternal.
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En las Navidades de 1941, González hubo de abandonar Saint-Maurice d´Ibie, por haber sido trasladado al 133 Grupo de Trabajadores Españoles. Yo sentí cordialmente esta separación, por tratarse de un excelente amigo y compañero. Hasta aquel momento, habíamos vivido en familia: su pobre cubierto, junto al mío; y su humilde catre, detrás del mío. Entre los dos, González había colocado, hacía algunos meses, un magnífico retrato de Dianita. Y naturalmente, al ser trasladado a otro lugar, se lo llevó consigo. La partida de mi camarada, una mañana fría de enero, me heló el alma. Más fue, sobre todo, por la noche, al meterme en la cama, cuando sentí plegarse sobre mi corazón las alas de la melancolía y de la tristeza. ¿Por qué...? Miré instintivamente hacia el sitio que había ocupado hasta aquel día el retrato de la encantadora hija de González y... caí en la cuenta.
Del frío firmamento de mi destierro, había desaparecido una linda estrella.
LA CASA DE DRÁCULA
Manuel
García Sesma
Saint-Maurice, 23/10/1940
En
la mañana del 23 de octubre de 1940 tuve una grata sorpresa. Me encontraba
todavía durmiendo en mi barraca, cuando me despierta un camarada diciéndome que
me preparara inmediatamente para abandonar el campo de Argelès-sur-Mer dentro
de una hora. Eran las 7. Di un salto. Até con una cuerda mis dos mantas
andrajosas, llenas de desgarrones y de pulgas; eché al hombro mi vieja mochila
de campaña que contenía todo mi bagaje –una camisa, un pañuelo, una toalla echa
girones, la maquinilla de afeitarme y unos cuantos libros y papeles- y me
presenté en el puesto de Mando del 160 G.T.E.
Entonces
era yo jefe de la primera sección del mando. El Jefe español del Grupo era
Ildefonso Martínez Hierro, un antiguo oficial profesional de la guarnición de
Barcelona. Me comenta que en efecto se nos había designado para salir antes de
una hora al frente de un destacamento de 40 hombres. Hacia donde, no lo sabía.
Inmediatamente avisé a los 25 camaradas de mi sección e invité así a otros
quince de otras secciones, conocidos míos, a unirse a nosotros para completar
el destacamento. A las ocho estaban ya todos formados frente al Puesto de Mando
del grupo. Y, a las ocho y cuarto, abandonamos todos el campo. En las afueras,
montamos en dos camiones Diamond descubiertos; y en un tercero, se cargó el
suministro. Detalle curioso: los Diamond habían pertenecido a nuestro ejército,
como todos los vehículos del 227 Grupo de Transporte de Argelès, del 223 de
Rivesaltes, etc., etc. En total unos miles de camiones, coches, motos, mulos,
etc. que habíamos regalado a nuestros huéspedes franceses al pasar la frontera
y que estos no devolvieron nunca a Franco, a pesar de todas sus protestas y
reclamaciones. Con una burlesca expedición de chatarra le cerraron la boca. El
resto lo camuflaron, se lo guardaron tranquilamente. Con borrar la matrícula
española y nuestra bandera republicana, asunto concluido. Lo malo es que los
conductores españoles habían dejado impresas en la mayor parte de los restantes
unas huellas indelebles. Viva la F.A.I., Viva la U.G.T., Viva el P.C., etc., y
naturalmente con semejante tatuaje, le pasaba lo que al antiguo sargento
jacobino y (…) Carlos XIV de Suecia; que por más que hizo nunca logró borrar de
su brazo la leyenda que recordaba sus orígenes plebeyos y revolucionarios. ¡Muerte
a los tiranos!
Los
camiones nos condujeron hasta la próxima estación de Elne, un pueblo de los
Pirineos Orientales, con mayoría comunista. Aquí montamos en un pequeño tren
departamental hasta Narbona. Nos acompañaban el jefe francés del grupo, Mr. Landes,
un teniente de artillería, joven, moreno y simpático: el único oficial francés
decente y correcto que yo he tratado durante mi estancia en Francia. Venían con
él el (…) Couvyn, un muchacho finito, rubio, que tampoco parecía mal sujeto; y
dos surveillants, Homs y Couvet, dos tipos inmorales y groseros de los que
hablaremos más adelante.
Durante
el trayecto, abrimos paté, carne congelada, sardinas, arenque, mermelada y
vino. Traíamos víveres para cuatro días; pero, con el hambre que teníamos, no
nos llegaron más que para dos. En Narbona nos apeamos para tomar el tren de Nimes.
Hasta entonces habíamos utilizado dos vagones de tercera reservados. En
adelante, hicimos el viaje mezclados con los demás viajeros. En Elne, el tren
se abarrotó de gente.
Muchas
señoras iban de pie. Yo y dos compañeros que íbamos sentados, nos levantamos y
les cedimos nuestro asiento. Pero ningún francés imitó nuestro ejemplo. Por
cierto que no es la única vez que he contemplado en Francia semejante
espectáculo –siempre que he subido a un tren o a un tranvía, a un autocar
francés, he presenciado la misma escena. La leyenda de la politesse francesa no es más que eso: una leyenda falsa, como
tantas otras que corren sobre el carácter francés. En Nimes, cambio de tren.
Por fin, hacia las cinco de la tarde, llegamos a Le Teil. Después de aguantar
varias horas en el andén, custodiados por los gendarmes, nos llevaron a pasar la noche a una casa (…),
situada en uno de los barrios extremos. Nos introdujeron en un gran salón,
lleno de basura y de pulgas. En el fondo del mismo había dos habitaciones,
cuyas puertas ostentaban encima este letrero: Buvette, Buvette (Ambigú,
Ambigú). ¿Qué local era aquél? ¿Se trataba de un antiguo café; de un antiguo
salón de baile, de un bar de camareras? Un hallazgo inesperado me sacó de
dudas. Tirada en la basura, encontré una banda de lienzo blanco en la cual
estaban escritas en rojo estas tres letras: C. G. T. Entonces comprendí. El
lienzo se me cayó de las manos y mis ojos se fijaron a su vez en las letras de
los ambigús. Una reflexión sarcástica se me vino inmediatamente a la cabeza:
era lógico, terriblemente lógico que, con tanta brunette, brunette, la C.G.T. no podía terminar de otra manera!
Hacia
las 10 de la mañana siguiente, salimos de Le Teil en el tren departamental de
Aubenas y poco antes del mediodía nos apeamos en la estación de
Villeneuve-de-Berg. Aquí almorzamos y esperamos unas cuantas horas. Un
transeúnte, que llevaba al hombro pieles de conejo, al oírnos hablar en
castellano, se acercó y nos preguntó en la misma lengua: ¿Son ustedes
españoles? Era un gitano de Almería, que había venido a trabajar a Francia
durante la Guerra del 14. Se dedicaba a la compra de pieles por el Cantón de
Villeneuve-de-Berg. Le pedimos detalles acerca de aquel país monstruoso y
desértico, y nos los dio. Según él, habíamos caído en uno de los departamentos
más pobres, despoblados y montañosos de Francia. Por aquellos alrededores no
existía ninguna población importante, y como por allí no había industrias ni
minas de ninguna clase, lo más probable era que nos internaran en algún bosque
para hacer leña y carbón. ¡Bonita perspectiva! Al cabo de unas tres horas de
espera, se presentó un camión y montamos unos cuantos. El resto se quedó allí,
aguardando la vuelta del vehículo. Después de subir una empinada cuesta de unos
cinco kilómetros de longitud, llegamos a un pueblecito bastante bonito, deteniéndonos
frente a una plazoleta que tenía una gran estatua de bronce. El pueblo era
Villeneuve-de-Berg, y la estatua la de Olivier de Serres. ¿Nos vamos a quedar
aquí?, pregunté a unos soldados de aviación de la zona (…), que venían con
nosotros. No, me contestaron, nos paramos solamente para coger gasolina. No os
mováis vosotros del camión. Acto seguido ellos se bajaron y se metieron en un
café.
Al
cabo de un rato, reanudamos la marcha. Las copas que habían bebido, les habían
soltado la lengua a los franceses, y hablamos. Su conversación me dejó
estupefacto. Aquella gente no tenía ni la menor idea de la lucha que nosotros
habíamos sostenido en España, ni comprendían en absoluto nuestra actitud en
Francia.
-Puesto
que Franco ha ganado, me dijo un mocetón rubio, que llevaba pantalones de cabo,
¿por qué ustedes no se hacen fascistas y vuelven a España?
–
¿Y por qué no se hacen alemanes, y se vuelven a la zona ocupada…?, le repliqué
yo.
-Porque
nos harían prisioneros: si no, desde luego. Lo principal es vivir bien, a
nosotros, tanto nos da Hitler como Petain, el fascismo como la República.
Alemania como Francia. Que no nos falten la “chopine” y las “poules”,
y lo demás nos tiene sin cuidado.
Los
miré yo con un poco de lástima y con un poco más de desdén. ¿Y esta era la
juventud francesa? ¿Y estos eran los que iban a hacer la revolución nacional,
que predicaban por entonces las bandas de Doriot y los “plumíferos” de chez Carbusien?
¡Pobre Francia! Entre tanto, cruzamos una pequeña aldea de aspecto medieval.
Cruces a la entrada del pueblo, cruces a la salida, cruces en medio. En muchas
afueras, grandes placas de porcelana, de fondo azul, y de letras blancas,
anunciaban Saint-Maurice d´Ibie. Entonces comprendí la profusión de cruces.
En
un pueblo santificado, no tenía nada de extraño… Cuatro kilómetros más
adelante, nos detuvimos delante de un fuego rojo.
–
Ya hemos llegado, nos dijeron los aviadores.
-¡Ya!,
exclamé yo consternado. Descendimos del camión.
-Espere
usted, y que nadie se mueva de aquí, me encargó el surveillant Homs. Esperamos
pacientemente. Los aviadores desaparecieron acto seguido detrás de una puerta
de cristales que se veía a pocos metros. Sería alguna tapia. El surveillant
Homs –un tonel de vino con pantalón- comenzó a trepar perezosamente la escalera
exterior de una casa, con galería (… …), acompañaba un señor, alto, serio, de
alguna edad, la cara llena de huecos, y un bigotillo a lo Adolfo Hitler.
-¿Pero
dónde hemos venido?, le dije yo a Aguerri. Escolástico Aguerri era un albañil
aragonés, y había vivido algunos años en Francia y que por hablar perfectamente
el francés había venido conmigo de intérprete.
-Chico,
¿qué quiere usted que le diga? Estos franceses no pueden llevarnos más que al
desierto. Nos han tomado por fieras.
-
En efecto, le repliqué yo. Fíjese usted en estos críos desarrapados que nos
rondan. Nos están examinando con curiosidad, mezclada de miedo, a ver si nos
descubren el rabo…
-Hummm!,
les hizo Elosegui, un metalúrgico maño también, que tenía bastante guasa.
-No
los asuste usted, le dije yo, que se lo van a creer efectivamente.
Entre
tanto, el camión que nos había traído, volvió a la estación de
Villeneuve-de-Berg, a recoger el resto de los compañeros. Hora y media después,
estábamos otra vez reunidos. Entonces apareció en lo alto de la cumbre de en
frente el surveillant Homs acompañado del hombre del bigotillo.
-Díganles
ustedes a sus compañeros, me dijo a mí y a Aguerri, que vamos ahora al
alojamiento. En aquella casa que se ve en frente.
Yo
levanté la vista por encima de una pequeña tapia y me fijé en el edificio
señalado. A unos cien metros, al pie de una montaña, se divisaba efectivamente
un caserón en ruinas.
-¡Bonito
castillo!, exclamé irónicamente. Vamos allá.
Atravesamos
un estrecho pasadizo, después un arrojo, unos cuantos tamarices, otro arroyo, y
por fin llegamos a nuestro hotel. Pero, ¿por dónde diablos se entraba a este
palacio encantado…?
Primera
sorpresa: para encontrar la puerta, hubo necesidad de abrirse paso a golpes de
hacha, igual que en la selva virgen. Aquello estaba lleno de matorrales. Una
higuera y una morera salvajes crecían a sus anchas junto a la misma puerta. En
realidad, no había ninguna necesidad de hacer aquella obra de desbrozamiento,
pues se podía penetrar por un gran patio, cuyas tapias estaban todas derribadas
y que daba acceso a todas las dependencias de aquel inmueble. Así, pues,
mientras mis compañeros hacían este trabajo inútil, yo me dediqué a explorar
minuciosamente aquel saquizami ruinoso.
Estaba
situado al S. E. de la aldea, y orientado hacia el Mediodía. La construcción
era de tierra y piedra sueltas. Sin duda se trataba de una antigua ferme con dos viviendas: la del patrón,
y la del fermier, ésta completamente
demolida. Sin embargo, el edificio no era muy antiguo. Una inscripción que se
veía cerca del tejado decía: Ozil, 1851. Ozil era el propietario que lo
levantó. Actualmente pertenecía al señor Eldin, el señor alto y seco, con
bigotillo a lo Adolfo Hitler. Parece que quince años atrás, el señor Eldin
había destejado la parte demolida y no tardó ésta en venirse abajo. Lo que
guardaba en pie se reducía a una cocina, una cuadra, un corredor y tres
bodegas. Todas estas dependencias encuadraban un patio rectangular bastante
amplio, que en la actualidad estaba plantado de cerezos. Por el este y por el
sur, el edificio estaba rodeado de viñas.
La
cocina era una vasta pieza de más de 11 metros de longitud, cuatro de ancho y 3
de alto. Se conservaba todavía el hogar y el fregadero. Tenía tres grandes
ventanales; por supuesto, sin ventanas. El techo era de madera podrida, con mil
aberturas, agujeros y reclizas. Y naturalmente, cuando llovía, allí se colaba
el agua que era una bendición. Mejor dicho, una verdadera maldición. Por
supuesto, tampoco tenía puerta; y para acabar de arreglarlo, la entrada se
abría enfrente de un gran ventanal, que daba a una habitación demolida. Pues
bien, en esta aireada pieza nos alojaron a todo el destacamento. Es decir, 40
hombres y 44 metros cuadrados. Creo que no nos podíamos quejar de la holgura.
Naturalmente, allí no había camas ni muebles de ninguna especie. Un poco de
paja en el suelo, y al avío. Por
supuesto, tampoco había luz eléctrica. Durante la semana, que se preocupó de
nosotros el teniente Landes, todavía tuvimos velas de (…) Cuando le sustituyó
el capitán Février ni aún eso. Había que levantarse y acostarse en las
tinieblas, pero estábamos ya en noviembre y claro está que los días eran
cortos. Esta estrechez y lobreguez daban lugar a las escenas más cómicas.
Cuando alguno se acostaba un poco tarde, era inevitable que le picaran las
tripas a alguien, y las reacciones del pisoteado regocijaban a los que estaban
despiertos. Naturalmente había que tomar aquello a risa, pues de tomarlo en
serio habríamos pegado un día fuego a aquella guarida, con el capitán francés y
los surveillants dentro. Un pobre muchacho de Alcañiz, Rafael Gil Espinosa,
cogió allí una pleuresía que arruinó su salud por completo.
Ante
la estrechez de aquel dormitorio indecente, algunos compañeros decidieron
instalarse en la cuadra.
Estaba
esta a la sazón llena de escombros; de manera que tuvieron que empezar por
desescombrarla. Además estaba situada debajo de la cocina; y como el piso de
esta altura era malísimo, la estancia en aquella resultaba peligrosísima. Se
corría el riesgo inminente de que un día se desprendiera uno de aquellos
bloques de piedra y amaneciera alguno con la cabeza aplastada. El
desprendimiento se produjo efectivamente un día, pero por fortuna no había
nadie dentro. Conjuré al surveillant Couvet y al capitán Février para que nos
proporcionaran un poco de cemento o yeso con objeto de arreglar aquello, y me
contestaron tranquilamente que no valía la pena…! En efecto, para aquella
pareja de borrachos, la vida de los españoles no valía la pena…! Los reptiles
no comprendían la vida de las águilas…
¿Fue
por entonces cuando Blanco, un ebanista bilbaíno, bastante ocurrente, que habitaba
la cuadra, bautizó el siniestro caserón como “La Casa de Drácula”? El caso es que, desde entonces, no se la
conoció de otra manera. Efectivamente aquello era una guarida de película de
miedo. Sobre todo, por las noches. Como no teníamos luz, a la hora de cenar,
encendíamos una hoguera en medio del patio para no meter la pata en la gamella
del prójimo. Y las llamas de aquella hoguera, iluminando unos espectros
andrajosos en medio de un caserón en ruinas, debía producir a lo lejos una
impresión de terror, como “La Casa de
Drácula”, “La guarida del Hambre”.
“Monstruos”, “La sala de las almas perdidas” y otras película de miedo análogas.
En
un ángulo del patio y aprovechando el cubierto que dejaba el corredor, se había
instalado la cocina. Con cuatro tablas se logró cerrarla, formando un recinto
de unos cuatro metros, que era una sucursal del infierno. Yo me pregunto cómo
no se asfixiaron allí los cocineros. Todavía quedaba otra cámara notable que no hemos mencionado tan siquiera.
Era una cuevucha situada en la entrada del caserón, y detrás del horno de la ferme. Allí se instalaron primeramente
unos cuantos camaradas de mi sección: los Riba, padre e hijo, Franch Suñe,
Aguerri, etc. Más tarde, cuando acabó de llegar el resto del grupo, hacia
mediados de diciembre de 1940, se instaló en ella el Mando Español con su plana
mayor: Martínez Hierro, que era el jefe del grupo; Fernando González, intérprete
y secretario, Galé, enlace; Manuel Ch., subjefe de sección; León Camblor,
enfermero, y Manuel Rivera, que después fue “vaguemestre”, y entonces era un
huésped enfermo. Por esta época yo empecé a actuar como plantón del teléfono en
Saint-Maurice d´Ibie y a consecuencia abandoné para siempre la Casa de Drácula.
Casualmente por entonces comenzaron a caer unas fuertes nevadas, que se
prolongaron durante todo el mes de enero de 1941. La vida en aquella mazmorra
no debía ser muy agradable. Sin embargo, Martínez Hierro, con quien después
conviví varios meses, me hablaba de aquella época de “cavernícola” como una de
las más felices de su destierro.
Según
él, los habitantes de la cueva vivían en el mejor de los mundos. Cierto es que,
por de pronto, ellos habían instalado allí una buena estufa, que con lo
reducido que era aquel cuchitril, tenía siempre la guarida tan caliente como un
horno. Por otra parte, los cavernícolas se las arreglaban, según parece,
bastante bien para contentar el estómago. Galé, que hablaba perfectamente el
francés, era el encargado del aprovisionamiento. Fingiéndose surveillant del grupo, se presentaba por
las fermes y los pueblos de los
alrededores y sacaba lo que quería. Martínez Hierro era el socio capitalista
(un capitalista de 400 francos). Ribera recibía de vez en cuando algún paquete
y algún dinero de su mujer; León, algún otro paquete de su novia; y comíamos de
gorra. En realidad Clement González y Clement, como que no tenía dinero, ni
mujer ni novia en Francia… Era un valenciano
fuerte, grande, que se pasaba el día tomando baños de sol en la playa de
Argelès, donde yo lo conocí. Una vez que a León le envió un pollo su novia,
Clement, después de engullir la parte correspondiente a cada cavernícola devoró
para postre los huesos del animal. ¡Lo que hace el hambre! Porque hasta, desde
luego, en la Casa de Drácula se pasaba hambre de lo lindo. Mientras yo estuve
en aquella guarida no se comía más que una cosa: zanahorias cocidas[1].
Entre tanto, este jefe de grupo celebraban a nuestra costa verdaderas orgías en
Saint-Maurice d´Ibie, en compañía de tres golfantas de Saint-Germain: una mujer
de un prisionero, una sobrina suya de 15 años, y otra casada, refugiada belga… Pero,
claro, nosotros representábamos la revolución social; y aquellos franceses
borrachos, la Revolución Nacional…
[1] Por otra parte,
como Al-Capone, sobrenombre del Capitán Février, no los pagaba ni los dos
reales del (…), no había manera de comprar nada. Para engañar al estómago, los
hombres se dedicaban a recoger bellotas. Un día, un civil francés llamó la
atención al jefe del grupo sobre este detalle a (…) y Al-Capone repuso tranquilamente:
¿Y qué? ¿No comen también bellotas los cochons?
Sí, ¡un refugiado español no vale más que un cerdo francés…!
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